Los diarios de Hannah - Sion Serra - E-Book

Los diarios de Hannah E-Book

Sion Serra

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Beschreibung

El tránsito de género es un recorrido vital que estuvo secuestrado por la religión, la academia, la industria y la medicina. En manos ajenas, el género, como la raza, se convierte en instrumento de dominación. Por eso hay que tomarlo en nuestras propias manos: para que no sean otros quienes nos ubiquen, clasifiquen y digan quién y cómo hay que ser. En estos diarios que se mueven entre la crónica y el ensayo filosófico, se cuestiona el género y se indaga en lo corporal y lo sexual, invitando al lector a iniciar un diálogo consigo mismo para preguntarnos si el cuerpo que habitamos es el lugar en el que queremos estar. Me llamo Sion Serra y decidí realizar una doble transición de género. Abandoné mi cuerpo masculino para convertirme, temporalmente, en Hannah. Aquí os cuento mi historia. «Como en una suerte de Odisea de Homero vintage, nuestra Ulises particular nos habla de un viaje corporal de vuelta a casa, uno que importa y nos incumbe, cargado de honestidad, verdad, humor y profundamente existencial». Pau Aran Gimeno, bailarín y coreógrafo

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Los diarios de Hannah

© Sion Serra Lopes, 2023

© Epílogo de Laura Llevadot

© Fotografías cedidas por cortesía de Toni Payán

© Imagen de cubierta: Toni Payán

Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

Corrección: Carmen de Celis

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2023

Primera edición: marzo, 2023

Preimpresión: Moelmo SCP

www.moelmo.com

eISBN: 978-84-19407-05-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

A la memoria de Mar C. Llop

Índice

Me estoy tomando pastillas de Bayer® (y no son aspirinas)

El futuro es vintage

Café solo, nunca más

Hay un cuerpo que se me escapa

Soy una mujer con un par de huevos, literalmente

Ellas nunca tienen ganas

Parece mentira, con lo inteligente que eres

El miedo

¡Me meo!

La libertad es un todo a cien

Espejito, espejito, ¿hoy me ves chica o chico?

Gracias por decir algo que apenas me atreví a pensar

Adiós, pueblo

No quiero ser mujer

Subrayar las frases más importantes

Dos de Androcur®, tres de Climen®

... o peor

¿Qué es la droga y qué soy yo?

Dicen que el plátano da felicidad

No menstruarás

Busco amor por horas

Persona inocente colecciona armas de satisfacción masiva

Bailando en la oscuridad, entre luciérnagas

Son las doce de la noche y pienso en Violeta Parra

Llueven helicópteros

¿Me habrá bajado la regla?

Él

Carta a mi médico

Volveré a fumar

Entonces, ¿somos solo hormonas?

Aquello que deseo debo crearlo yo

Ando buscando fraternidad

Sucedió ayer

Hoy tienes carne fresca

Estoy comiendo mierda

El tiempo apremia

¡Sion!

Un masaje turco

Epílogo de Laura Llevadot

Agradecimientos

Me estoy tomando pastillas de Bayer® (y no son aspirinas)

Para no saltarme ningún día ni repetir la toma, empecé el primer día de otoño y así, ante la duda, podré contrastar los blisters con mi calendario, como una yonqui. Sé que quiero jugar a esto durante un año, pero no sé si lo haré. Puede que me caiga, me lastime o simplemente me arrepienta. Puede que lo critiquen y se rían de mí, y así me hagan caer. No creo que me lo prohíban. Quizás intenten destruir mi juguete como cuando yo tenía cinco años. Sentado en el suelo, junto a mi madre que cosía, unas veces a mano, otras con la vieja Singer con pedal de hierro y tapa de madera, yo hojeaba algún número de la Crónica feminina, revista portuguesa para el ama de casa, y recortaba con delicadas tijeras unas fotos en blanco y sepia con modelos de pasarela, señoras con extraños sombreros y vestidos en posturas aún más extrañas que mi imaginario adoptaba, sin que me diera cuenta, y a las que llamaba, cariñosamente, las cutres. Quizás porque no lo viera adecuado para un niño, que debía llegar a ser hombre y jugar con cosas de niños, o quizás por simple sadismo, alguien las rompió delante de mí. No recuerdo si lloré hacia fuera o hacia dentro. Pasados casi cuarenta años, ¿quién querrá volver a hacerme llorar?

No me encuentro más sensible ni menos fuerte de lo habitual. Clínicamente hablando, estoy haciendo un tratamiento hormonal feminizante. Socialmente hablando, es una transición de género. Hablando yo, decidí escuchar a mi cuerpo interior.

¿Por qué? Quizás no haga falta ninguna revelación, ninguna llamada, ningún malestar, ni mucho menos una sentencia externa, para querer transitar por el género, atravesarlo o, como se dice todavía, para cambiar de sexo; no de momento. En todo caso, esa revelación la construyo yo, como cualquier libro sagrado: sin dioses ni pretextos. Llevo años preguntándome si de verdad existe el género o si, con tanto querer estar a la última, ya nos quedamos atrás hace rato, pensando como arbustos, hablando antiguo. No compadezco a quienes solo buscan estar a la última, producir, hacer fitness y pasarlo bien; que cada cual busque lo que pueda. Yo soy lo único que puedo buscar.

La vida me parece a veces un laberinto con varios juegos a lo largo del camino. Hay opciones que bloquean salidas y otras que las amplifican o abren nuevas ventanas. Nadie sabe cómo va a acabar la cosa. Yo, por supuesto, tampoco lo sé. Supe cómo empezarlo: con acetato de ciproterona y valerato de estradiol; y conozco algunas de sus consecuencias: disminución o pérdida de la libido, piel seca, cambios de humor, redistribución de la grasa corporal, desarrollo mamario, pérdida de erecciones espontáneas. Estos no son efectos secundarios, o no son, en todo caso, los que me preocupan. Me preocupan, sí, y me estimulan: lo imprevisible, las miradas, el verme yo de nuevo en la fase del espejo, o algo por el estilo. Las reglas me las voy poniendo en función de lo que ocurra. Por ejemplo, regla número tres: solo abrirás el juego cuando alcances velocidad de crucero —la dosis máxima—. Pero este no es un viaje con destino predefinido. El género no es un hogar, y aún menos un destino. Por eso no hay escenarios predeterminados; solo procesos premeditados.

Me pican las piernas. Todos los calcetines me aprietan. Me cambio la ropa a menudo. Tengo la sensación de que me pasan cosas que no son reales, y que eso huele a locura. Ten a alguien cerca, digo de mí para mí. Ten a alguien cerca o escribe un puto libro y di quién eres. Tal vez así empieces a orientarte un poco tú, en vez de que te orienten los demás, como siempre ha ocurrido. Hasta ahora.

El futuro es vintage

Escribir un blog, que es como empieza este libro, ya no está de moda, y eso me tranquiliza. Siempre conviví con este desfase: entre el apego a lo que ya no se lleva y el deseo de lo que aún no es tendencia o ni siquiera existe. Por eso no le hago ascos a la figura obsoleta, casi naif, de la gente que escribe blogs. Lo vintage, lo desactualizado, lo simple y llanamente viejo me apartan del presente, que es donde se hallan casi todos los peligros. En ese sentido, es un lugar de huida, como el futuro. Hay gente que huye hacia adelante; yo me refugio en lo que conozco. Por eso me complace tenerlo todo de segunda o tercera mano, de las camisas al molinillo de café, comprado o intercambiado, porque el trueque y el don son más antiguos que el dinero.

He escrito mucho. Miles de folios en lo que llevo de vida alfabetizada. No es una exageración, y las personas que escribís sabéis bien a qué me refiero. Solo en tesis y tesinas, casi mil páginas. Poemas, cientos y cientos, que podrían haber sido escritos por poetas distintos, o alguno muy quebradizo. Ahora vuelvo a escribir para dejar descendencia. Mi desgana de ser padre o madre es bien conocida, pero no pienso desaprovechar el potencial poético de las hormonas.

Me fui a la peluquería a hacerme una permanente. Le pregunté a la peluquera si todavía se lleva, o si ya solo se la hacen algunas señoras mayores. Me contestó, cortés, que los chicos no suelen hacérselas, por lo menos en un pueblo tan pequeño. Pensé entonces que la permanente es como los blogs: un refugio vintage, alejado de la crueldad de las comparaciones, aunque vulnerable, quizás, a la crueldad del ridículo. Pero hace años que se ríen de mí o me miran raro, y lo raro ahora sería dejar de serlo. Me dirán que los blogs ya no se llevan, que con este pelo ya no parezco yo, o que parezco otra cosa, pero al menos no podrán compararme.

Las comparaciones son odiosas: os lo digo como retrovictim. Retrovictim no es lo contrario de fashion victim porque lo retro fue fashion en su día, o por lo menos corriente, ya fuese un cromo del Mundial de 1986 o un teléfono rojo-Almodóvar. Sin embargo, con el paso del tiempo, las cosas se vuelven tan añejas que ya no tienen cabida en el circo de las novedades, ni siquiera, para muchos, de lo vintage. Ciertos objetos de mi infancia, como aquellos auriculares de esponja naranja y la margarina con sabor de chocolate, u otros del tiempo de mis padres, como las lámparas de opalina, o echarse talco en los sobacos, aún se consideran vintage, pero tirar los restos de comida por la ventana para que se los coman los perros callejeros o vestirse al estilo victoriano ya no caen bajo esa categoría porque ha pasado demasiado tiempo o porque, en el último siglo, la sucesión de costumbres, empujada por la industrialización y las guerras, fue mucho más acelerada y atropellada. Puede que la generación que nos antecedió haya sido testigo de más cambios y de transiciones más rápidas de aquello para lo que estaba preparada, o puede que yo tampoco esté preparada para un cambio tan rápido. Quizás mi transición de género sea un ejercicio de duelo hacia quien fui y hacia algo que ya no sirve, para situarme en un lugar libre de comparaciones, donde los opuestos suman, donde puedo actualizarme y desactualizarme a mi antojo.

En ese camino, es probable que me aleje de quienes querrían conservarme tal como me conocieron, o que simplemente se oponen a este tipo de búsqueda. No les critico; de hecho, creo entender sus razones. Pero me mueve un deseo, una llamada a participar en una razón que me acoge y me supera, algo así como una intuición colectiva, donde transitar por el género se me presenta como algo inevitable en mi paso por la vida. Transitar por el género: poder, al fin y al cabo, decidir cómo quiero que me llamen, porque casi todos los nombres nos hacen creer que tenemos un género, y casi nunca, por desgracia, los elegimos.

Si os hablo de la permanente, no es como un logro; yo solo quería reducir la longitud de mi pelo sin cortarlo, y los rizos permanentes me parecieron la solución más coherente con mi atracción por el desuso, o con mi apego a un imaginario de la infancia. Sin ir más lejos, mi madre se hacía rizos permanentes dos veces al año, y ella fue la única mujer a la que amé.

Así que me hice una permanente no porque sea cosa de mujeres, sino para apaciguar un deseo. Y vivir vintage.

Eso implica estar menos pendiente todavía de lo que piensen o digan los demás. Hacerme una permanente. Escribir un blog. Regalar mi tostadora eléctrica a una vecina y comprarme una para la cocina de butano, como las antiguas, que llevaban amianto. Tomar la temperatura con un termómetro de mercurio. Llevar un pañuelo con un estampado de patos que ya nadie se atrevería a lucir. Hasta hice que me confeccionaran unas sábanas de seda con unos estampados imposibles que tienen tanto de convencional como yo. Son una auténtica locura. Ya nadie duerme entre motivos náuticos ochenteros y vacas parisinas, sobre todo por aquello de no soñar con naufragios y mantequilla. Pero no os podéis imaginar cómo se deslizan por mi piel. Y eso es muy importante —esencial, de hecho, porque es la única caricia que puedo sentir por las noches.

Café solo, nunca más

El otro día encontré a la venta una cafetera «familiar» de Moulinex igual a la que se compraron mis padres en 1982 y me puse a llorar. «Esto son las hormonas», me dije. Y sí, puede que sea una mezcla de desamor con estradiol. Cuando empecé, sabía que no iba a contar con una fuente estable de oxitocina, como puede ser una relación afectiva con algo que te abrace. Esa carencia la voy supliendo con el desapego al que varios finales infelices me fueron acostumbrando.

Los objetos antiguos juegan un papel importantísimo en mi transición: me sujetan a un pasado doloroso que me sigue inspirando vidas siempre nuevas y más interesantes que la mía, y que nunca llegaré a agotar. Aun así, la cafetera de filtro de Moulinex, de plástico rígido naranja y blanco, botón con lucecita de encendido, depósito para el agua de color canela oscuro, translúcido, y numeración futurista indicando la cantidad de dosis que saldrán, hasta diez (¿cuántas veces tuve en mi casa a más de ocho personas a la vez?, ¿y tomando el café...?); aun así, esa cafetera fue un reprobado más que evidente en materia de educación sentimental. ¿Cómo iba yo a superar el complejo de Edipo si el momento álgido del día era por la mañana, cuando me levantaba y veía, con una pena infinita, que mi madre ya se había tomado su café y que yo me lo tendría que tomar sin ella? (Esto a partir de los doce años, cuando se me permitió el café, así que los más puristas dirán que ni Edipo ni hostias). ¿Y cómo apaciguará esta excentricidad la añoranza que siento por mi madre, o por quien fui cuando, en invierno, mientras ella me bañaba, se metía mi ropa interior entre la bata y la chaqueta de lana, muy cerca de su pecho, para ponérmela, caliente, nada más secarme?

Ahora que soy la única persona en esta casa, tan lejos de la de mi infancia, aun cuando no haya nadie más (que es casi siempre), hago café para dos. Uno, el que me tomo; el otro, el que se enfría como toda ilusión. En definitiva, la cafetera Moulinex no hace café para diez, ni para ocho; lo que hace es crear la ilusión de que habrá ocho personas en mi casa, y que mi soledad se disolverá en ellas; lo que hace, como una bendición mecánicamente repetida, es mantener viva una fe incombustible en algo que no se puede demostrar.

Descartada la Moulinex, le mandé un correo electrónico a mi hermana, llorando aún, pidiéndole que me enviara una bolsa de ganchillo que me había hecho mi madre para ir a comprar pan, con una rosa trágica y triste como yo. Llorando por las hormonas. Ay, mamá, que te escribo en español. Ya nada es como antes. Mi mamá no me está leyendo. No me recibe. Mi hermana sí, está al otro lado de las ondas electromagnéticas, la llamada se entrecorta, pero la vuelvo a llamar y le explico que estoy haciendo una sustitución hormonal, y que no se preocupe, que es como si estuviera embarazado, pero sin esperar nada a cambio.

Hay un cuerpo que se me escapa

Mi hermana sabe que no miento y eso es lo que tiene mi familia: no nos hacemos regalos, pero nos decimos las cosas como son.

Dicen los expertos que es muy pronto para ver cambios, algo que interpreto como una señal de alerta, no sea el caso de que me esté volviendo loco, o loca... o locas. Pero la verdad es que los calcetines nunca me habían marcado tanto las piernas y los pies. Cada noche, cuando me descalzo y me quito los pantalones, me quedo mirando esa línea de asfixia, donde la sangre no fluye como era habitual. Debe de ser el eslabón más bajo de la gangrena, pienso, así que durante el día, siempre que puedo, evito los calcetines y, por la noche, me embadurno las piernas. Quizás debería decir que me las hidrato, pero la necesidad de echarme crema una y otra vez es tal que ya no siento que sea un cuidado, sino una obsesión.

También me dicen que es pronto para que el vello se me haga más fino, pero cuando me toco las piernas y los brazos la sensación ya no es la de antes. Quizás no me esté volviendo loca. Quizás solo esté cambiando mi forma de sentir. O quizás la locura sea eso: sentir las cosas de una forma distinta a la mayoría, que a su vez está más segura que tú de su propio delirio. La democracia era eso, ¿verdad? Gana el delirio que más adeptos tenga, triunfa la paranoia más verosímil. Y con estas perlas de sabiduría me reconcilio con la autosugestión. ¿Es como estar embarazado sin esperar nada a cambio, o es como estar embarazado solo en tu cabeza? Porque, claro, las cinco pastillas que te tomas cada mañana con el segundo café, ese que ya no esperas a que se enfríe, te afectan a la cabeza. ¿O no?

Por momentos me tienta pensar que no soy más que un puto ególatra entre tantos, y se me olvidan los matices. Ególatra, sí; o quizás lo suficiente para soportar las miradas, las risas, los comentarios, para afrontar unos cambios que no están siendo como me los imaginaba. Hay un cuerpo que se me escapa. Y no porque los médicos no me hayan informado bien, ni porque no haya leído lo suficiente, ni porque sea la primera persona trans que conozco. Los médicos que visité demostraron una apertura excepcional y una capacidad extraordinaria para entender este juego en el que, como en todos los juegos, algo se pierde y algo se gana. Las lecturas las hago cada día, además de lo que escribo, para que quede constancia para mí mismo, cuando vuelva a ser otro, y para todos vosotros. Tampoco sé si soy una persona trans ni estoy segura de que esa especie de categoría sea útil durante mucho más tiempo, a menos que sirva para redescubrirnos y actuar con otra naturalidad. Si ser trans es estar en tránsito, ¿en qué momento sabe una que llegó a su destino? Esperar a un bebé sin ansias de azul o rosa. Elegir un nombre a sabiendas de que podrá y quizás deberá ser contestado. Inspirar y transmitir antes que educar y dirigir. Ser más cosas antes que acumular pertenencias. Ligar de formas distintas. O dejar de ligar y hacernos, simplemente, un pasaporte a la utopía de no estar solos.

Soy una mujer con un par de huevos, literalmente

Pero estoy convencida de que tienen mucho más valor las mujeres que los tienen simbólicos, desde las que se quitan el hiyab en Irán hasta las que cruzan la frontera de México hacia Estados Unidos con la ayuda de hombres que intentarán violarlas, y a menudo lo harán; las afganas, las uigures, y todas las que tuvieron la desgracia de nacer bajo regímenes misóginos, racistas, clasistas, condenadas a la humillación por adulterio, a la tortura por desobediencia, a la muerte por incumplir alguna ley religiosa, aunque no hayan hecho nada más que ser mujeres, y que el fanatismo que las envuelve las utilice tan solo para escenificar el teatro real, inhumano, del poderío de los hombres. ¿Qué hombre justo querría ser hombre en un mundo como este? Quizás sea la pregunta que inconscientemente nos hacemos muchas de las personas que nacimos con testículos y aprendimos algo de ética.

No nos engañemos: esas realidades no son lejanas y sí nos conciernen. En países subsaharianos donde escasea el agua que alguna multinacional saqueó para revenderla embotellada, la ropa que desechamos la cargan muchas mujeres sobre sus cuerpos molidos, vendiéndola de pueblo en pueblo, quilómetro tras quilómetro, para no morir de hambre. Las menores que sufren abusos por parte de sus padres o hermanos, o las monjas abusadas por clérigos, y todas aquellas personas que padecen un sinfín de injusticias —que incluso me resulta injusto generalizar, pero que hay que seguir nombrando y combatiendo— son víctimas de prejuicios, tabúes y tradiciones que reproducimos sin darnos cuenta del daño que causan, o quizás sin querer darnos cuenta de ello porque la vida ya es muy complicada. Que sí, que lo es, pero entonces no me digáis que me la complico transitando por el género, porque muchos estáis hechos un lío como yo, solo que todavía no habéis levantado la moqueta para no ver la mierda que lleva años acumulándose. Ahora bien, yo la empiezo a ver, y no es para tanto. Además (ojo, viene espóiler), no es solo mierda lo que encontramos. También nos encontramos a nosotros mismos. Y poder reinventarse teniendo en cuenta la verdad completa de quiénes somos es lo más parecido a eso de ser feliz.

Porque si mis huevos son literales —me nacieron ahí, entre pierna y pierna, en una bolsita, aún estaba yo dentro de mi madre, así que no me felicitéis por tenerlos ni tampoco os lamentéis—, lo que no es literal, para nada, es mi sentimiento transitorio de ser mujer. No digo sentimiento como algo sin importancia, ni insinúo que por ser transitorio tenga menor trascendencia. Creo que el problema de las personas trans —no solo que las demás nos reconozcan, sino ante todo el de reconocernos nosotras mismas— tiene mucho que ver con la mala reputación de lo sentimental y lo transitorio.

Lo digo yo, y lo sugirió hace años el neurocientífico António Damásio: el sentimiento de sí mismo es la base sobre la que mapeamos la realidad, y sin ese sentimiento hecho de emociones —impresiones que el mundo deja en nosotros a cada instante gracias a nuestra capacidad de sentir, relacionar, memorizar, entender e imaginar—, simplemente, no habría conciencia. En cuanto a lo transitorio, siento que el origen de casi todos los conflictos es la rigidez de las creencias. ¿Y qué nos viene a la mente cuando se habla de creencias? Supersticiones, quizás; o religiones, formas mucho más sofisticadas y codificadas; o nuestros sistemas de valores. Pero ¿y la raza?, ¿y el género? ¿Cuántas personas se sienten de una raza u otra, o de ninguna, según el lugar donde viven, o sus condiciones materiales? Por poner el ejemplo del aspecto físico que más se generalizó para sostener la creencia en la raza, cuanto más nos supone un privilegio nuestro color de piel, menos problemas representa y más nos olvidamos de él, y a la inversa: cuanto más nos supone un estigma, más problemas nos crea y más presente se nos hace.

Algo semejante ocurre con el género. En la mayoría de las sociedades, el privilegiado es el que nace con huevos literales: se le asigna el género masculino al nacer, o incluso antes, y se le brindarán oportunidades que no tendría si fuera mujer. También se le impondrán exigencias específicas de su género, según la norma social en la que nacen ya sumergidos, pero, a la vista de las desigualdades globales y de la opresión significativamente mayor que padecen las mujeres, parece indiscutible que el género privilegiado sigue siendo el masculino, razón por la cual los hombres, en general, no están tan concienciados ni interesados en combatir las desigualdades de género, para empezar, y en la abolición del género a secas, para continuar. ¿Por qué razón acabar con algo que me beneficia? Y no hablemos ya de personas que suponen un problema al sistema de género dominante: el binarismo. Salvando las excepciones, casi todas en sociedades precapitalistas o poscapitalistas, donde el sistema tuvo que absorber focos de resistencia y domesticarlos, abriendo paso al fantástico mundo del marketing identitario. ¡Sé tú misme! Menuda orden que nadie puede seguir.

Mientras escribo, mis huevos literales hacen todo lo contrario de lo que la sociedad espera de ellos. Son lo más parecido a una prejubilación, mis dos testículos (hay gente que los tiene en número distinto). A mis treinta y nueve años, apenas trabajan. Si lo siguen haciendo, será a tiempo parcial. Desde luego, tampoco tengo los ánimos para ponerlos a prueba y comprobar si están fabricando esperma. No me he levantado yo muy policía: señores, ¿siguen ustedes en activo? No, señor policía, estamos hasta los huevos. Ahora en serio, no tengo ganas de masturbarme. Es posible que el mismo interruptor que gradualmente, como un regulador de luz, va apagando las gónadas, también esté desconectando, sin que yo me dé cuenta, la pulsión de complacerme y el mal llamado instinto reproductor.

Hay algo sublime en el engranaje vital que hace que los cambios físicos y psíquicos también se resistan a la maldita distinción entre alma y cuerpo. Incluso en medio de la tristeza injustificada que me envuelve ahora casi a diario, sobre todo al final de la tarde, que es cuando el sol me da escalofríos, me vienen pensamientos variopintos que me ayudan a buscar una razón de ser a sufrimientos que parecen innecesarios.

Pienso, por ejemplo, que en el gran movimiento del mundo se empiezan a producir eventos concretos de malestar sexual y desacuerdos entre algunas personas y su propio cuerpo, no a modo de disforias, como pretenden los guardianes de la normalidad, sino como preguntas que parecen sugerir que el cuerpo no es algo que hayamos conquistado o que nos pertenezca, sino un maravilloso proyecto sin acabar.

Pienso que el curso sinuoso de la historia es necesariamente atropellado por conflictos sociales a raíz de las preferencias afectivas de unos y otros, de desequilibrios familiares que nos hacen descubrir nuevos vínculos, elegir nuestra familia por afinidad, y también tomar las riendas de la forma como nos presentamos, con qué nombre y con qué ropa, cómo andar y hablar, con qué gestos, con qué gustos.

Tal vez las elecciones lleguen a quienes tienen que llegar, en razón de alguna matemática universal y desconocida, de alguna música de esferas que haga sonar, en algunas personas, la llamada a volverse otras. Entonces lo que soy deja de ser un destino o una fatalidad para convertirse en libertad, ese juego vital que ningún algoritmo puede predeterminar, que ninguna creencia puede impedir.

Ellas nunca tienen ganas

En estos términos se me quejaron varios tíos de sus desencuentros sexuales. ¿Y qué sé yo? Encima, algunos buscan la complicidad de alguien que creen que tiene la doble ventaja de ser hombre y no hacerles la competencia. Me da mucho que pensar que otros sepan mejor que yo quién soy, cómo me identifico y qué me atrae, y que todo eso sea inmutable, como el olor a rancio. Me hace pensar, una vez más, que son creencias, pero ¡cuán arraigadas! Pero me hace pensar también en todos los comentarios que hice yo mismo acerca de las mujeres, no despectivos, pero necesariamente sesgados por el hecho de que, si puedo sentirme mujer además de hombre, no he sufrido nunca el estigma de ser leída como tal por la sociedad. Nunca tuve la regla y nunca la tendré, no pienso si me quedaré embarazada —es algo que nunca me preocupó, ni tampoco exponerme a la posibilidad del aborto.

Pienso ahora en todas las veces en que juzgué e incluso reproché a mis amigas u otras mujeres sus oscilantes estados de ánimo, repentinos cambios de humor, salidas de tono, caprichos (no pondré palabras entre comillas, las evito; no asumo cuál es tu género ni me importa, pero asumo que eres lo bastante inteligente y sensible como para seguir leyendo a alguien que deliberadamente intentó suspender el doble privilegio de tener un género creíble y de que ese género sea el que, por tradición, oprime).