Los fantasmas de Benamira - José Luis Córdoba - E-Book

Los fantasmas de Benamira E-Book

José Luis Córdoba

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Benamira es un claro ejemplo de la España vaciada. Hace ya décadas que cerraron la escuela, dejaron la consulta sin médico y clausuraron el ayuntamiento. El cura se quedó sin feligreses, los jóvenes se fueron a trabajar a las ciudades, los viejos se quedaron solos y aislados por falta de transporte público; los políticos se olvidaron de ellos y, poco a poco, todos se marcharon. Quedó el vacío y el silencio, después de que los únicos vecinos que se resistieron a abandonar su casa dejaran el lugar en el que vivieron sus ancestros. Esta es una historia triste y con un final previsible, porque donde no vive nadie solo quedan los espíritus, las invisibles sombras de los muertos y los recuerdos de un modo de vida diferente. Los espectros están ahí, en cada piedra, en todas las vigas que ceden y dejan caer a tierra los tejados de las casas, en los recuerdos de los que emigraron, en la memoria compartida y en los escritos que dejaron algunos para no ser olvidados. Solo ellos, los fantasmas, son los protagonistas y pueden contar la historia de Benamira y de sus gentes.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 408

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© del texto: José Luis Córdoba, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2024.

REF: OBDO351

ISBN:978-84-1132-800-5

EL TALLER DEL LLIBRE · REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

A MIS AMIGOS DE BENAMIRA, CUYOS RECUERDOS ME HAN PERMITIDO TRANSCRIBIR ESTA HISTORIA,Y A NEMESIO,RAÚL, AURELIA Y PAULA POR DEJAR ESCRITOS SOBRE SUS VIVENCIAS EN EL PUEBLO.

El pueblo está vacío en invierno y por las noches escucho crujir las maderas de los tejados, el golpeo de las ventanas movidas por el viento sobre los batientes de alguna casa abandonada y las carcajadas de los fantasmas, que ríen cuando ensayo mis monólogos. El hilarante silencio resulta extremadamente perturbador.

FERNANDO DEL AMO,único habitante de Benamira

Benamira es un claro ejemplo de la España vaciada. Uno de esos pueblos que perdió su razón de ser y hoy, deshabitado, es una de las pedanías de Medinaceli; un refugio para desconectar de la ciudad, un lugar a donde van, para pasar las vacaciones de verano, los descendientes de quienes vivieron allí y no renuncian a sus raíces.

Desaparecieron los niños, cerraron la escuela, dejaron la consulta sin médico y clausuraron el ayuntamiento. El cura dejó de celebrar misa los domingos, porque se quedó sin feligreses, y ahora solo visita el pueblo el día de la fiesta mayor o si le llaman para que oficie el funeral de alguien, que murió en la ciudad y desea ser enterrado en la tierra donde nació. Los jóvenes se fueron a trabajar a las grandes ciudades, los viejos se quedaron solos y aislados por falta de transporte público; los políticos se olvidaron de ellos y, poco a poco, todos se marcharon.

Quedó el vacío y el silencio, después de que los únicos vecinos que se resistieron a abandonar su casa dejaran el lugar en el que vivieron sus ancestros. Esta es una historia triste y con un final previsible, porque donde no vive nadie solo quedan los espíritus, las invisibles sombras de los muertos y los recuerdos de un modo de vida diferente.

En los años sesenta del siglo XX, de los nueve mil municipios existentes en España, el 94 por ciento eran rurales. El gobierno decidió concentrar algunos pueblos, con el fin de potenciar la creación de grandes poblaciones y de este modo modernizar la administración y camuflar el descenso de habitantes en la España rural, que se vaciaba sin remedio. En el caso de Benamira, junto a nueve ayuntamientos más, fue anexionado a Medinaceli y dejó de existir. La población del nuevo municipio se duplicó y su superficie aumentó hasta los doscientos cinco kilómetros cuadrados —exactamente el doble que la de la ciudad de Barcelona—. Esta concentración, sin las medidas necesarias para fomentar la vida en los pueblos con la creación de nuevas infraestructuras, sirvió de poco y continuó el envejecimiento de los vecinos, mientras los jóvenes emigraban a las grandes ciudades, donde encontraban las oportunidades que no tenían en el campo. En la actualidad, Medinaceli sigue perdiendo población y cuenta con poco más de seiscientos habitantes, entre los que se encuentran los ancianos de las dos residencias geriátricas existentes en el término municipal. En resumen, tres habitantes por kilómetro cuadrado, contra los dieciséis mil de la capital catalana.

Así es la España vaciada, en la que el hospital más cercano está a ochenta kilómetros, el instituto a treinta y el consultorio médico del pueblo solo tiene a una doctora que, casi sin recursos, debe desplazarse puntualmente a las pedanías para atender a los pocos habitantes que quedan aislados del núcleo urbano.

Los espectros están ahí, en cada piedra, en todas las vigas que ceden y dejan caer a tierra los tejados de las casas, en los recuerdos de los que emigraron, en la memoria compartida y en los escritos que dejaron algunos para no ser olvidados. Solo ellos, los fantasmas, son los protagonistas y pueden contar la historia de Benamira y sus gentes.

En la narración de este diálogo entre espectros, los protagonistas emplean en ocasiones algunas palabras utilizadas en la provincia de Soria que no se encuentran en el diccionario de la RAE o su uso es muy poco frecuente y ligeramente distinto al que describe el diccionario.

Aunque posiblemente se puedan entender por el contexto. Estos son algunos de esos vocablos:

ADRA:Realización del trabajo por turnos entre todos los vecinos.

AINESO: Contracción de «ahí en eso». En ese lugar.

AIVADEAY: Expresión para avisar de algo, generalmente un peligro.

ALDRAGUEAR: Cotillear.

ALAÑADOR: Reparador de vasijas.

ALLEGADIZO: Yerno pobre.

ANDE:Donde.

ÁNDE: Dónde. De uso más frecuente en Castilla la Mancha. En Benamira se utiliza con frecuencia la pregunta exclamativa¡¿ÁNDE VAS?!: ¡¿Adónde vas?!

A DESONICHE: Hacer algo a escondidas.

AVIAR: Vestirse con ropa limpia o nueva para asistir a misa.

ARRECIR: Quedar tiesos los dedos a consecuencia del frío.

BANCALAZO:Palabra para describir la pérdida rápida de fortuna.

BARDAL: Montón de leña pequeña que se amontona junto a la casa.

BARRACO: Cerdo, semental.

BUREO: Fiesta, jaleo.

CELEMÍN: Medida agraria de superficie utilizada antiguamente en Castilla. Equivale aproximadamente a unos 538 metros cuadrados.

ENDOBLAR: Término ganadero para describir que un cordero es criado por dos ovejas. Se emplea para decir que un niño fue criado al mismo tiempo por la madre y la abuela.

ESCUERZO: Especie de sapo. En Benamira decían que el avistamiento de uno predecía que iba a llover.

ESVOLVER: Darles la vuelta a las cosas, cambiarlas.

FALTO: Tonto.

GALLARONES Y GALLARITAS: Son las excrecencias que se forman en los robles y las encinas debido a las picaduras de determinados insectos. Debido a su forma redonda, las utilizaban los niños para jugar.

IR PITA: Ir rápida.

JABARDO: Pequeño enjambre producido por una colmena.

MACHUNO: Macho.

MALHADAR: Desperdiciar, echarse a perder.

MARRO: Antiguo juego parecido al béisbol, en el que en lugar de pegarle a la pelota con un bate se le golpea con la mano.

MÍTINES: Discusiones familiares, disgustos.

MOQUETE: Bofetada.

MORUGO: Testarudo.

NI BULLE NI ZULLE: Inmóvil.

OFENDER EL SOL: Deslumbrar, calentar.

¡OSPO!,¡ÓSPERAS!: Exclamaciones de sorpresa o para espantar a las moscas.

¡OSTRENES!:Interjección para mostrar contrariedad.

PARIDERA o MAJADA: Corrales alejados del pueblo que servían para guardar las ovejas.

PERILLÁN: Joven sinvergüenza.

PICOLETA: Mujer habladora.

PRETADERA: Cuerda utilizada para ligar a los animales.

QUERA: Madera afectada por la carcoma o la polilla.

QUISQUE: Buscavidas.

REGALAR LA NIEVE: Derretirse.

SENSO: Insensible.

TIO: Sin acento. En Benamira y otras localidades es un trato de respeto parecido al de don, que se les daba a las personas casadas que tenían más de treinta años.

1

Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, cosa que ellos esperan con avidez.

FRANZ KAFKA

Los fantasmas del pasado deambulamos por las calles vacías y solo el borboteo del agua de la fuente de la plaza mayor rompe el silencio. Nadie, no queda nadie, no queda nada más allá de la desdibujada memoria de nuestros nietos que, algunos fines de semana, visitan la antigua casa familiar y se resisten al olvido absoluto, a borrar definitivamente todos los recuerdos, las vivencias que no entraron en la maleta cuando partieron hacia Madrid, Barcelona o Zaragoza en busca de una vida más cómoda. Huyeron del frío invernal, del duro trabajo en el campo, para cubrir las necesidades de una sociedad necesitada de mano de obra para la industria en las grandes ciudades.

El agua subterránea todavía llega hasta el lavadero, en el que ya no cantan las mujeres, arrodilladas para lavar la ropa. La misma agua que brota en la fuente, y que antaño regó las huertas en primavera, cuando mirábamos al cielo temiendo una helada tardía. El relajante fluir del manantial compone una melodía monótona, siempre igual, aunque distinta, que discurre y se une a la de otras fuentes en el alto Jalón. Esa es la única señal de vida, lo único que no ha cambiado con el paso del tiempo y perdura como un recuerdo en Benamira, uno de los pueblos de la España vaciada cuya historia es la misma que la de otras muchas poblaciones de Castilla. Un lugar perdido, en el cual todavía se mantienen en pie más de cincuenta casas, repartidas en unas pocas calles y una plaza, ande la pared de su viejo frontón aún recuerda los gritos de los jóvenes cuando el pueblo era una fiesta y soñábamos con un futuro en nuestra tierra.

Según una bucólica leyenda árabe, el poeta Aben-Celin paseaba abstraído por el valle de Walamira (Benamira) cuando escuchó el gorjeo de una torcaz y, prendado por el melódico arrullo, compuso los versos titulados El llanto de la paloma, recitados por los enamorados a la luz de la luna las noches de verano. Ahí empieza y termina la única referencia literaria de la historia de un pueblo perdido, hoy una simple pedanía de Medinaceli, el núcleo histórico al que solo sus grandes monumentos han rescatado de la amnesia colectiva.

Desperté de la muerte profunda en 1983, cuando el joven Alberto Manrique tomó posesión de su cargo como médico de las pedanías que rodean a Medinaceli. En el pueblo ya solo quedaban diecisiete habitantes y yo hacía dieciséis años que había muerto. El azar y un hecho inexplicable rescataron mi memoria y la de otros difuntos, invocados inconscientemente por nuestros descendientes. Ahora somos fantasmas, espíritus perdidos en las sombras de unas calles por las que anduvimos cuando Benamira estaba viva.

El licenciado Manrique trató de poner orden en el espacio asignado para la consulta. Barrió, eliminó los trastos que se amontonaban sobre la que debía ser su mesa de trabajo, quitó el polvo del despacho y, al mover unas cajas que había arrinconadas, descubrió una saca de correos con un puñado de cartas que nunca salieron hacia su destino. Sesenta y cinco pequeñas narraciones escritas entre marzo y mayo de 1942, en las que se plasmaban nuestras necesidades, las penurias de la posguerra, los buenos deseos hacia los seres queridos o el dinero enviado al hijo que hacía el servicio militar. Esa era toda la correspondencia del pueblo y algunas de esas cartas las mandé yo. ¡Qué mala pata! ¿Qué pensaron quienes no recibieron noticias mías? Tal vez que no cumplí con la palabra dada. Creyeron que me olvidé de ellos al regresar a España.

Se equivocaban.

Cuarenta y un años habían pasado y casi todos los remitentes estábamos muertos. Quedaba Gumersinda, la maestra, que en su carta pedía material didáctico, unos catecismos de Rispalda y unos ejemplares de las poesías de Gabriel y Galán para poder trabajar con los niños. Ella era la única que podía pedir explicaciones del motivo por el cual esas cartas se perdieron y quedaron muertas en un rincón.

Cuando años después consiguieron hablar con la vieja profesora, ella vivía en Zaragoza y ya era nonagenaria, a pesar de estar muy lúcida y conservar la memoria. Al preguntarle no le dio ninguna importancia al tema, comentó alguna anécdota y poco más sacaron de ella, que ni especuló con los motivos de esa pérdida ni acusó a nadie. Eran otros tiempos y estaba acostumbrada al olvido. Recibió la carta que le entregó Manrique y le dio las gracias de un modo desapegado, sin otorgarle mayor trascendencia al documento. «Da lo mismo, tampoco me hubieran hecho mucho caso», pensó, sin decirlo en voz alta, y siguió con la lectura del periódico, como hacía todos los días a pesar de su edad.

El revuelo por la aparición de aquellas cartas, la obsesión del médico, empeñado en investigar quienes éramos los autores y después su interés en publicar el hallazgo, hizo que despertaran conciencias.

Silvia, Aurora, Maite y Esteban, mis nietos, recuperaron recuerdos. Lo mismo hicieron Ana, Ángel, Gloria, Palmira, Jaime, Paula, Fernando, Mariluz, José Antonio y otros muchos, que identificaron tanto a los destinatarios como a los remitentes de esas cartas. Todos recordaron sus raíces, su infancia libre y salvaje. Las historias que les contamos los abuelos sobre los campos, el pastoreo y la fiesta del llamado «día del riego», ande los vecinos nos reuníamos para limpiar las regueras y las acequias. Después venían las mujeres y los chiquillos para traer las viandas y en la pontezuela comíamos todos juntos lo mejor de cada casa, aunque al día siguiente no tuviéramos nada que llevarnos a la boca. El ayuntamiento aportaba el vino para la ocasión, la alegría de los vecinos se desbordaba y, cada año, entre todos convertíamos ese bureo de trabajo en un momento inolvidable.

El prado era nuestro tesoro y en él crecía el ganado sin problemas. No lo sabíamos, mas era así. Es posible que nuestra vida no fuera idílica y no viviéramos en el paraíso, aunque cuando paseábamos por el monte era fácil creer que Dios nos quería y nos lo había dado todo. No éramos el centro del universo, si bien podíamos presumir de llevar nuestras aguas al Atlántico y al Mediterráneo, tal y como aún hoy se puede apreciar claramente en la majada del chozo del tio Hilario, ande se ve claramente que el agua de la parte este va al Tajo y la del oeste al Ebro a través de sus afluentes.

Me gustaba escribir, para no olvidar, y por ello resumí mi biografía en una libreta de trescientas páginas. Le puse por título Vida e historia de Nemesio y lo hice con el único fin de que mis hijos recordaran a su padre. También dejé en diferentes carpetas montones de letras de jotas, algunas novelas, documentos varios, obras teatrales escritas como un simple entretenimiento y cartas recibidas cuando la guerra me separó de mis seres queridos; papeles perdidos en un viejo baúl en los que, con la diligencia del funcionario que fui como antiguo secretario del ayuntamiento, dejé detallado el inventario de todos mis escritos y la crónica de mi pueblo. Un tiempo pasado, cuando más de trescientas almas respiraban el aire puro de estas colinas y había vida más allá de la fuente y su lavadero, con su eterna canción del agua.

De esa correspondencia perdida, seis cartas las escribí para comunicar mi regreso tras el exilio. Por si interesa a alguien, detallaré en algún momento su contenido para que me perdonen quienes no las recibieron. Pagué el correspondiente sello, envié las cartas, cumplí mi promesa y solo el olvido o la mala fe de alguna autoridad hizo que no llegaran a su destino. Volví de Francia y me encontré con el absurdo discurso de quienes habían ganado la guerra: «El auténtico pueblo español, el que más ama a la patria, el más sufrido, el más trabajador, el más pacífico y el que estuvo desde el primer momento al lado del Movimiento Nacional fue el de los pequeños pueblos; en cambio, los rojos encontraron su apoyo entre los trabajadores mejor pagados en las ciudades». ¡Pamplinas! Y esa misma propaganda, ese halago absurdo por su fidelidad al cacique y su causa, sin saberlo ellos, los vencedores, fomentó aún más la emigración. Fieles, sumisos y pacíficos, muchos de esos campesinos castellanos dejaron el arado romano, guardaron en un viejo baúl la hoz junto a otros aperos imprescindibles para su trabajo y abandonaron la tierra que los vio nacer. Sin volver la vista atrás, marcharon a la ciudad.

Sé que me repito y muchas de estas palabras quedaron escritas en mis memorias. Es igual, los recuerdos de unos y otros están ahí y mientras alguien te recuerde no mueres del todo. Esas cartas olvidadas no fueron otra cosa que el principio, para recuperar la memoria de algunos de aquellos fantasmas que vivimos y amamos en una España en la que la miseria era común, un trozo de pan blanco un manjar exquisito y la esperanza un sueño teñido de resignación. De eso iba la correspondencia perdida, salvo mis cartas dirigidas a otros exiliados, cuyo único pecado fue ser de izquierdas, republicanos fieles al gobierno legítimo elegido por el pueblo. No habían matado a nadie y fueron perseguidos por sus ideas. De eso hablaré más tarde. Ahora, a través de los fantasmas que han despertado con esta correspondencia perdida, quiero contar mi historia, la historia de nuestro pueblo y las razones del abandono, desde la perspectiva de quienes ya no estamos y miramos el futuro como algo imposible.

Nací un día de septiembre de 1881 y me inscribieron en el Registro Civil de Benamira con el nombre de Nemesio, y los apellidos de García y Huerta. Con anterioridad, mis padres habían tenido cuatro hijos, aunque ninguno llegó a gallinero y a mí me criaron entre algodones, endoblado entre los cuidados de mi madre y mi abuela Juana, con quien viví hasta cumplir los diez años. Ser el primer hijo que había sobrevivido me convirtió en un niño mimado por todas partes, especialmente por mi abuela, que siempre tenía algún chocolate que meterme en el bolsillo. Sin embargo, me reclamaron de la casa paterna para que empezara a echar una mano en tareas menores, porque esa era la vida de los labradores. Fui a la escuela hasta cumplir los doce abriles y destaqué como un alumno despierto y ejemplar, si bien a esa edad tuve que dejar los estudios para tomar la garrota y la esteva del arado con el fin de ayudar a mis padres en el campo.

Junto con mi formación en la escuela de don Fermín, mis padres pusieron gran interés en mi educación religiosa y, admirado por la vida y milagros de nuestro señor Jesucristo, me convertí en el alumno más aventajado en los conocimientos de la Historia Sagrada. Hasta tal punto destacaba en la materia, que los sacerdotes convencieron a mis padres de que el chico tenía madera de cura y debía seguir la carrera eclesiástica.

Tenía ya catorce años y mi compañera de juegos infantiles había sido, y era, la hija mayor de la tia Emeteria. Bonifacia tenía mi edad y siempre estábamos en casa de sus tíos, cuyo matrimonio fue liego y les encantaba disfrutar con las travesuras de esos dos polluelos a quienes querían como si fuésemos sus hijos. Nos vieron crecer entre juegos inocentes y risas, que con el paso del tiempo perdieron toda su candidez. Alarmados por lo que veían y más por lo que intuían, hablaron con mis padres y les avisaron del riesgo de pagarme la costosa carrera de cura, no fuera a ser que yo colgara los hábitos antes de cantar misa. De este modo, para seguir adelante con sus planes, organizaron una reunión familiar en la que me pidieron el compromiso de ser buen estudiante y olvidarme de las mujeres y los placeres carnales, tal y como era imprescindible para recibir el sacramento de la ordenación sacerdotal. Recuerdo perfectamente mi respuesta:

—Miren, padres, el dar la palabra es muy fácil, lo difícil siempre es cumplirla. Yo intentaré hacerlo, porque esa es la voluntad de ustedes y sé que quieren lo mejor para mí, aunque al mismo tiempo debo aclararles que procuraré llevarme a la parroquia, como ama, a Bonifacia.

Se armó una buena con mi aclaración. La tia Juliana, mi madre, me amenazó con el puño y exclamó:

—¡Ah, rediós! ¡Ca, quita, quita! Que este nos deja en la estacada. No, Saturnino, no, que trabaje, ¡que trabaje duro en el campo!, que trabaje con las bestias como los demás mozos del pueblo y se olvide de los estudios, que para nada le van a servir a este morugo.

Y, sin darle más vueltas al tema ni hacer más comentarios sobre mi descaro, allí me enviaron mis padres: al campo; con el zurrón, la garrota y el hatajo de ovejas de la familia.

Un año después, cuando cumplí los quince, realicé el ritual soriano y pagué mi entrada de mozo en Benamira, con lo que oficialmente pasaba a ser un hombrecito y mi noviazgo con Boni ya era oficial.

Ahora pienso en lo que fue nuestra alegre pradera, cubierta de flores y lirios. Lo comento con los otros fantasmas que me rodean y nuestras almas se entristecen. Nos acordamos del 15 de mayo de cada año, cuando echábamos el verde y el prado se extendía desde el mismo pueblo hasta la falda del cerro de Monteagudillo. Hoy todo sembrado, unas veces de trigo, otras de girasol o en barbecho. Antaño todo verde, hucha de piensos y amparo de los pobres.

—Perdona, Nemesio —me interrumpe mi sobrino Teodoro—, creo que algunos de los aquí reunidos aún no habíamos nacido o éramos muy jóvenes cuando hacíais eso de echar el verde.

Tiene razón mi sobrino. Echar el verde consistía en hacer tres departamentos según el tipo de ganado: el mular, el vacuno y el cerril, que era el no domado. Los dos primeros los guardábamos los vecinos por adra, es decir, por turno.

Por las tardes, a la puesta del sol, los mozos y zagalas, cada cual con su yunta y entre canciones y risas, convertíamos el trabajo en un improvisado bureo, sin valorar esa felicidad natural de la que ninguno de nosotros era consciente. Al prado se debía, en gran parte, la fama y el carácter alegre de los vecinos de Benamira. Era nuestra vida y esperanza, ya que en él teníamos los piensos del ganado. Estos forrajes, al no estar en un silo, no podían ser embargados por el recaudador de contribuciones.

No hay dicha que mil años dure. Eso es verdad. La comunión especial que teníamos los vecinos en Benamira se rompió por primera vez cuando el pueblo se dividió entre los partidarios de mantener el prado y los que, siguiendo las ideas del botarate de Mariano Tomás —el secretario del ayuntamiento en aquel tiempo, que sabía de agricultura lo mismo que yo de chino—, querían roturarlo para sembrar trigo, cebada, patatas y judías. Se montaron su particular cuento de la lechera, cuyo final era de prever. El cántaro tanto va a la fuente que, irremediablemente, siempre termina por romperse. Todos sabíamos que esas tierras, en el mejor de los casos, solo daban para una cosecha al año, una cosecha miserable que no justificaba el esfuerzo empleado en obtenerla.

Esta división entre los vecinos fue aprovechada rápidamente por las sanguijuelas del duque de Medinaceli. Para afianzar la propiedad del prado a favor de su señor y así chupar la sangre a los campesinos, manipularon a muchos para que apostaran por la roturación. El pueblo se dividió, votamos y ganaron los partidarios de partir el prado.

En aquel tiempo era alcalde Antonio Ambrona y cuando firmó el nuevo contrato con el administrador del duque, en el cual se daba la autorización para la roturación y se subía la renta a los campesinos, dijo: «Hoy se pierde el pueblo. Hoy, amigos, se muere Benamira». Y un triste día, como decimos aquí, le esvolvieron la piel al prado. Desde entonces todo ha cambiado. Desapareció la alegría, aquel carácter jovial que aportaba al pueblo la exultante pradera, tanto por sus costumbres como por su belleza y rendimiento material. Dejaron de sonar por el valle las animadas canciones de jóvenes y zagalas, cesó el ruido de las esquilas y el campanilleo de los bueyes, y se acabaron las risas de los chiquillos al observar el retozo de los potrillos y los muletos.

¡Cómo ha cambiado todo! Seguro que quienes vienen al pueblo en verano (nuestros descendientes, acompañados de sus parejas y algunos amigos) no entienden la fascinación por esta tierra, aquello que de un modo irracional les atrae para, una o dos veces al año, recuperar sus raíces y no perder la identidad.

No, no pueden imaginarse que antes de la roturación éramos la admiración y envidia de toda la comarca, tanto por la ausencia de desigualdades económicas en nuestra pequeña sociedad como por la jovialidad de sus habitantes. Siempre alegres y satisfechos, divertidos y campechanos, sin los odios ni los rencores que hoy envenenan la convivencia.

Aprended, quienes ahora escucháis estas palabras o algún día leáis esas líneas que escribí, que el frío clima de Benamira no permite otros rendimientos que no sean los de la explotación ganadera. No hagáis caso al idiota que insista en las roturaciones o intente implantarlas. Si queréis reivindicar al pueblo que os vio nacer, o que vio nacer a vuestros padres, si queréis devolverle la alegría perdida y disfrutar de una vida de acercamiento a vuestros vecinos, una vez podadas las ramas de la envidia, volved otra vez al prado común. La tierra que hoy está tan inicuamente roturada no os da más que trabajo, malestar y pobreza, al perder inútilmente las simientes.

Pensaban los ingenuos que, tras dividir el prado en cincuenta y seis partes, les iban a tocar muchas hectáreas a cada familia. ¡Ignorantes e ilusos! Al final se tuvieron que contentar con unos pocos celemines.

—¡Para, Nemesio! —me grita Emilio del Amo—. Este no es uno de tus discursos. No te escucha nadie más que nosotros, que ya nada podemos hacer. Hemos quedado, desde el más allá, para discutir sobre la desaparición de Benamira y hemos aceptado que seas tú, como secretario que fuiste de nuestro ayuntamiento, quien asuma el protagonismo del cronista. Debes ser objetivo y contar las cosas como fueron. Nos parece interesante que nos recuerdes tu historia, porque sin duda es la más cautivadora, pero no te hagas pesado con tanto detalle y recuerda que tú mismo presumiste de tener una buena huerta, la mejor de la comarca. No seas tan vanidoso, porque a muchos de nosotros en alguna ocasión nos molestaron tus bromas y nunca entendimos la mitad de tus actos.

Le miro con cara de asombro, porque no comprendo el motivo de esta regañina. Aunque a él no le intimida mi fantasmal mirada y sigue con su argumentación:

—Eras mayor que yo, Nemesio, y siempre te respeté como hombre inteligente y sensato —continúa Emilio—. Eras nuestro referente en muchas ocasiones, el más divertido de los hombres y el centro de todas las fiestas, antes y después de la guerra, cuando regresaste del exilio. Tu alegría era contagiosa. Pero debes aceptar la opinión de los demás. Se votó lo de la roturación del prado y perdiste. No le des más vueltas. Ahora el pueblo está vacío, ya no hay gente para reconstruir nada y ninguno de nuestros descendientes va a querer dedicarse al pastoreo. ¡Gracias a Dios!, porque mira que era duro nuestro trabajo.

—Ahora me dirás que el final de tu vida en la ciudad era lo que habías soñado para despedirte de este mundo —le replico, sin saber ande quiere ir a parar—. Emilio, todos nos fuimos porque nuestros hijos ya no estaban aquí y el pueblo no tenía vida.

—Nemesio, no seas tan cerrado. Los tiempos cambian y ellos viven en la ciudad, con las comodidades y servicios que les aporta. Benamira para ellos es solo un pueblo heredado, en el que pasan las vacaciones, tienen sus raíces y se divierten, aunque no lo añoren, porque su hogar y familia están en otro lugar. Este ya no es nuestro mundo y, perdona, me parece que tú no eres consciente de que somos fantasmas, espíritus atrapados en esta tierra.

—Emilio, sé que tú aguantaste en Benamira casi hasta el final. Nadie puede reprocharte nada, amabas esta tierra con toda tu alma, mas ¿no te gusta actuar como si todavía estuvieras vivo? —le pregunto—. ¿Pensar que podemos cambiar algo con nuestras palabras inaudibles? Esta reunión de fantasmas solo tiene sentido porque ellos, de vez en cuando, hablan de nosotros. El anacronismo de lo que digo solo está justificado porque nadie nos oye ni nos ve.

—Vete tú a saber. Mi nieto es el único habitante real del pueblo, el único que vive aquí todo el año, y comenta a sus amigos que a veces nos oye reír y somos su mejor público, porque estamos callados, Nemesio, y de este modo él puede imaginarse lo que le dé la gana.

—Sí —le respondo, resignado—. La vida de los fantasmas da para muchos chascarrillos.

—Ya ves, somos unos tipos muy curiosos, los Del Amo. Mi nieto disfruta aquí con la soledad y mi hijo, llevado por su pasión poética, ha escrito unos versos en los que explica, a través del abandono de la vieja fuente de la plaza, cómo se ha vaciado el pueblo. Él ha sido capaz de resumir lo que nosotros ahora queremos aclarar desde nuestra perspectiva.

Emilio tiene razón, todo ha cambiado. Ya no es reversible la situación. Comenté antes que el prado era el amparo de los pobres y no me lo habéis rebatido, aunque creo que ahí empezó todo. Los que no tenían nada se vieron privados de los pastos que alimentaban sus yuntas y no les quedó más remedio que emigrar.

—Ese fue mi caso —me interrumpe Alejandro Alonso—. Me vi obligado a probar suerte en Madrid. No sé si fui el primero en marcharse del pueblo. Era casi un niño, aunque trabajaba como un hombre y no tenía tiempo para ver lo que hacían los demás. Me fui bastante antes de que estallara la guerra, porque en Benamira no había ningún futuro para mí.

Todos miramos a Alejandro y respetamos sus comentarios, conscientes de que está en lo cierto y que la vida de los que no tenían un rebaño era más dura que la nuestra. Sin ganado y con pocas tierras, difícilmente se podía mantener una familia trabajando para otros, a pesar de que en Benamira éramos muy respetuosos con ellos.

—Era un simple criado —continúa Alejandro—. Después, una vez acomodado en la ciudad, acogí en mi casa a algún pariente que dejó de ser feliz cuidando un rebaño. No me arrepiento de haberme marchado, porque solo gracias a que emigré pude formar y alimentar una familia. Ahora disfruto cuando veo aquí a mi hija pequeña, integrada en el pueblo y viviendo como una gran señora y no como una pastora.

Es verdad. Feli y Julián forman parte del grupo de los asiduos. Desde Madrid están a hora y media de Benamira y casi todos los fines de semana suben para que el yerno de Alejandro cuide el terreno que hay delante de la casa que construyeron. Julián no tiene aquí sus raíces. Ellos no heredaron una vieja casa familiar y, sin embargo, forman parte de la esencia de lo que hoy es nuestro pueblo.

En el espacio que hay frente a su casa, un terreno en el que antes los vecinos lanzaban los escombros convirtiéndolo en una especie de basurero, ellos han plantado árboles para que luzca como un bello jardín. «Está bonito. Antes no éramos tan mirados y no nos importaban esas cosas. Éramos más prácticos y nos daba igual la altura que tuvieran las hierbas al lado del camino», comenta Alejandro a los otros fantasmas, que asentimos y observamos esa variada arboleda en la entrada del pueblo.

La tierra siempre llama a la sangre. Es igual que su hija Feli naciera en la capital y su vida se desarrollara allí. Su padre se fue, aunque aquí seguían vivas sus raíces, como lo están las de todos nosotros.

Es verano. Agosto de 2022. En lo que fue la última escuela y actualmente es el local social del pueblo, a la sombra de unos arces, están sentados Mariluz y Jaime Andrés, José Antonio García, Ángel Donoso, Fernando del Amo, Ana Peña y su marido, Roberto, el yerno de Lázaro, que desde el principio ha sido uno más del pueblo. También están Maite y Silvia, mis nietas. Hablan de la fiesta mayor y de la recuperación del nacimiento del Jalón, y comentan la celebración de un bautizo simbólico, con el fin de afianzar con las aguas del río la fidelidad de los más jóvenes. Eso ha sido idea de mi nieto Esteban, el hijo de Rubén, que tanto se me parecía y tanto amaba nuestra tierra. ¡Pobre Rubén!, lo dejé siendo un niño y cuando volví del exilio ya era un hombre hecho y derecho.

Gracias a acciones como esta aguantan en pie nuestras viejas casas y los niños disfrutan de la libertad de correr por las calles, las mismas cuya vacuidad en invierno nos pertenece a los fantasmas que seguimos atados al pueblo ande nacimos. Es bonito. La plaza de la fuente, cada año y por unos días, recupera parte del brillo que tuvo antaño.

Los observamos con alegría. Se ven felices, aunque ya todos tienen los achaques propios de la edad y les preocupa el futuro. Nuestros bisnietos ya rondan los cincuenta años y los tataranietos viven enganchados a unos diabólicos aparatos electrónicos, con los que se comunican a distancia y ven absurdas imágenes a las que no les encuentro la menor gracia. «¿Quién se encargará de esto cuando ya no estemos?», comenta mi nieto. «Ellos lo harán», responde Roberto, con un movimiento de la cabeza que apunta hacia otra mesa, ande están los hijos de todos ellos, los que cada año organizan las fiestas de verano. Ríen, beben botellines de cerveza sin parar y a mí esa felicidad me recuerda a las fiestas del prado. Sueño con el regreso de la vida y no el de la muerte, porque sé que casi todos ellos quieren volver aquí para ser sepultados en la tierra que los vio nacer.

Perdonad este inciso en la narración. Los años también nos pesan a los fantasmas, porque nuestra existencia depende de los recuerdos de quienes nos conocieron en algún momento de nuestras vidas. El tiempo también ha pasado para nosotros y es fácil olvidar, aunque en verano y algunos fines de semana la vida vuelva a estas calles.

Estaba contando mi historia, que creo es parte de la vida de este pueblo, si bien he hecho una pausa ante la alegría de verlos a todos juntos, felices, como lo estábamos nosotros hace cien años. Cada verano, por unos días y coincidiendo con las fiestas, todo cambia y parece que volvemos al pasado, a un tiempo en el cual Benamira estaba viva.

2

Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales.

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

En octubre de 1903 yo tenía veintidós años y contraje matrimonio con Bonifacia, mi amor de toda la vida. Quería tanto a mi morenaza y tan ilusionado estaba con lo que ella me transmitía, que para mí fue como el agua generosa que cae sobre el campo sediento y lo llena de vida. La ilusión puesta en nuestra relación hizo brotar en mí una extraordinaria fuerza de voluntad en todos los órdenes de la vida, que suplía mi falta de habilidad con entusiasmo y, pese a mi baja estatura, me crecía en presencia de esa mujer extraordinaria.

Sin embargo, el camino hacia el matrimonio fue largo. No bastaba con un apasionado y declarado amor desde la infancia, porque nuestros progenitores tenían la última palabra a la hora de formalizar la boda. Juan Antonio Rojo y Emeteria García, mis suegros, estaban preocupados por el qué dirán. «Estos tienen que casarse ya, antes de que hagan una locura y empiecen a correr las habladurías. Está en juego la honra de nuestra hija y el honor de nuestra familia», dijeron cuando se reunieron con Saturnino y Juliana, mis padres.

—Pues así sea —confirmó mi padre—. No obstante, antes debemos pactar las condiciones del matrimonio y detallar qué aportará cada familia a esta unión. Sintiéndolo mucho, no puedo pasar por alto el hecho de que he tenido que pagar la redención para que Nemesio no se fuera a quintas. Por este motivo deberá seguir viviendo en casa y trabajar para mí durante un año. Ahora, si estáis de acuerdo en contabilizar esta deuda, hablemos sobre lo que damos cada uno a los novios.

Durante cuatro largos días, padres y familiares nuestros discutieron acerca de lo que cada cual debía aportar a nuestra unión y, ante la falta de acuerdo, mi padre fue tajante: «¡Pues no se casan!».

Bonifacia y yo, que habíamos asistido a las reuniones sin tener ni voz ni voto, abrimos la boca por primera vez: «De eso nada. Estamos aquí para casarnos. Sí o sí, os guste o no. Bastante paciencia hemos tenido en este encuentro familiar, en el que parecíamos invisibles y no habéis pedido nuestra opinión en ningún momento. Basta ya de mítines y acordad ya lo que sea, porque con o sin vuestro consentimiento nos pensamos casar». Al ver la contundencia de nuestra respuesta, mi madre se temió lo peor y presionó a mi padre para que nos cediera la casa de la plaza, tal y como proponía la otra parte. Superado el principal escollo, en presencia del secretario del ayuntamiento, Saturnino forzó a mi suegro para que incorporara también el pajarcillo en la dote de la novia.

Cuando todo estaba resuelto y antes de firmar en el ayuntamiento, mi padre volvió a sembrar el pánico:

—¡Óstrenes! No olvidemos que no pueden casarse aún. Ya avisé, cuando empezamos a hablar de la boda, de que había una deuda pendiente. Nemesio debe saldar, antes de contraer matrimonio, lo que pagué en su día para salvarle de ir a quintas —puntualizó mi padre—. Deberá trabajar en casa siquiera otro año más.

—Sí —contestó Juan Antonio Rojo, el tio Pardillo—, pero debes comprender que llevan festejando demasiado tiempo y son jóvenes y con la sangre caliente. Si no se casan, Saturnino, me temo que podemos llevarnos más de un disgusto. Creo que lo mejor es que se casen, aunque tengan que vivir en tu casa y Nemesio trabaje para ti ese año del que hablas. Después ya les daremos las propiedades acordadas.

Al año de casados, las dos partes cumplieron con todo lo prometido y Bonifacia y yo por fin pudimos irnos a vivir a nuestra casa de la plaza, ande disfrutamos del matrimonio e hicimos bueno el dicho de «el casado, casa quiere».

Creedme si os digo que en la cumbre de la vida he visto todo el panorama que desde ella se divisa. He podido apreciar una densa niebla en las mentes de los hombres pegados al terruño, ceñidos a las costumbres de sus antepasados. Después, como secretario del ayuntamiento, asistí a muchos tratos matrimoniales, cuentas mortuorias y particiones de herencia. Lo nuestro no fue diferente a lo que ocurría en otras familias, sino una muestra más de cómo se negociaban los matrimonios y otros temas en aquella época.

Nuestra boda fue un gran acontecimiento no solo en el pueblo, sino en toda la comarca. Durante dos días con sus noches, los ciento dieciséis invitados que asistieron al banquete dieron cuenta de veintidós reses lanares y casi doscientas piezas entre aves de corral y conejos. Se tostaron cañamones a granel, con infinidad de gasto de harina en tortas y pan. Severiano de Godojos, gran cosechero de vino y particular amigo de mi tío, aparte de remitir un buen caldo de su cosecha para la boda, nos regaló un pellejo de cuatro arrobas del llamado añejo. Grandes jugadores de pelota, como mis amigos de Esteras —Lucio, Mariano y Felipe—, mostraron su talento en el frontón. Tres cuartos de lo mismo hicieron los tiradores de barra como Borja de Iruecha, Román el herrero, Sinforoso y su sobrino Pepe, de Saelices. Músicos de cuerda —como el Borgilla, Vicente de Villaverde y otra vez el herrero, gran amigo de mi padre— amenizaron la fiesta para lucimiento de los bailadores.

Tampoco faltaron mujeres de gran belleza. Destacaron entre todas, por su hermosura, Plácida de Estriégana, Maximina de Bujarrabal y la bella Consuelo, que había sido criada por el señor cura.

El amor nos trajo en poco tiempo la primera gran ilusión y la mayor de las tristezas. Al año de la boda nació nuestra hija Ramona, aunque murió pronto, porque la mortandad infantil en aquella época era muy grande y se vivía con una naturalidad que ahora no comprenderían mis bisnietos. Dos años después nació mi hijo Antonio y al siguiente otra niña preciosa, a la que pusimos por nombre el mismo de su hermana muerta. No sé por qué la llamamos Ramona. Tal vez porque pensé que las segundas oportunidades siempre son las mejores. De hecho, a mí me pusieron el nombre de uno de mis hermanos muertos. Sin duda, el santoral de mi familia quedaba corto. De los doce hijos que tuvieron mis padres solo cuatro llegamos a gallinero y, de los cuatro que sobrevivimos, mi hermano Antonio y yo heredamos nombres que pertenecían a otros, a fantasmas del pasado familiar.

Vivíamos felices a pesar de la dureza de las labores del campo. Yo tenía inquietudes, quería hacer otras cosas y me involucraba en la vida social del pueblo, aunque desconocía en qué podía invertir el tiempo de ocio y estaba atado a la tradición familiar, el terruño y el ganado. Ese era nuestro día a día. No conocíamos otro y lo llevábamos con resignación, sin preguntarnos qué otra vida podíamos tener y qué nos esperaba en el futuro.

Para mí todo cambió con la llegada al pueblo de una nueva maestra, una salmantina de treinta y ocho años. Doña Ascensión era soltera, alegre y muy dada a tocar la guitarra y cantar en cuanto se prestaba la ocasión. Se alojó en casa del tio Pardillo, mi suegro, y la convirtió en una especie de academia del cante, las habaneras y el baile. Pronto ese aire festivo nos llevó a Bonifacia y a mí a hacer muy buenas migas con ella y, de un modo inesperado, esa amistad terminó por cambiar nuestras vidas.

—Nemesio, creo que no eres feliz trabajando en el campo y estás desaprovechando tu vida. No eres consciente, pero has nacido para algo más que estar sumergido en la esclavitud que sufren los campesinos —me dijo un día, al verme llegar a casa cargado de leña—. Sin embargo, eso tiene remedio, chiquillo. Tienes mucho desparpajo hablando y escribes bien, eres inteligente y me parece que puedes aspirar a ser maestro o secretario de un ayuntamiento. Si te lo propones, para ti eso será cosa de coser y cantar.

Recuerdo que terminé de descargar los cambrones que llevaba. Mis manos ensangrentadas, por culpa de las espinas del arbusto, llamaron la atención de doña Ascensión, que me invitó a sentarme junto a ella en el poyo situado en el frontal de la escuela. Bonifacia estaba en el campo, cuidando la piara de ovejas, y la situación era la adecuada para que la maestra me contara lo que había pensado para mí.

—Nemesio, tienes veinticinco años y son carreras cortas, que a ti te vendrían como anillo al dedo. En dos años puedes estar ejerciendo y olvidarte del trabajo en el campo. Yo te veo a ti como maestro. Tienes talante para comprender y domar a esas pequeñas fierecillas y explicarles, de un modo práctico, lo poco que se puede enseñar en una escuela rural. Simplemente deberías actuar como cuando me cuentas a mí cosas de tu trabajo. Eso lo harías desde esa alegría que siempre muestras y seguro que los chicos aprenderían mucho más contigo que con un profesor severo y aburrido.

—Me satisface mucho lo que me dice —le respondí—, si bien soy un hombre casado y debo cuidar mis tierras, mi yunta, la piara de ovejas. ¿Qué pensará mi mujer? ¿Y cómo se lo digo a mi padre? Dirán en el pueblo: «¡Ánde va el Nemesio con esas ideas! Se ha vuelto loco». Eso también supondría el desprecio de toda mi familia. Ni siquiera Bonifacia lo entendería y me temo, doña Ascensión, que lo que hoy en el pueblo es admiración hacia su persona se convertiría en odio, por haberme metido esas ideas descabelladas en la cabeza. No, no puede ser. Yo soy un simple labrador y no puedo liberarme de la pretadera que me ata a las piedras del campo.

—No hay camino libre de piedras —dijo la maestra—. Si alguna molesta se le da un puntapié y ya está. Yo solo trato de arreglar lo que considero una injusticia. Te repito, todavía eres joven y la situación tiene remedio. Que la familia te tratará así o asá, que se reirán tus amigos y que la gente del pueblo se choteará y dirá «el Nemesio se ha puesto a estudiar a la vejez viruelas». ¿Y qué? Peor sería si nada sucediera, porque no habrías luchado por tus sueños.

Obedecí a la maestra, porque en realidad llevaba a disgusto el trabajo en el campo, aunque no nos pesara a mi mujer y a mí.

Creo que teniendo libertad el labrador no puede hacer uso de ella. Es hijo de la rancia costumbre de hacer lo que ha visto realizar a sus padres y abuelos, es esclavo de la tierra y de los caprichos del tiempo para poder sobrevivir.

—Algún día, doña Ascensión, cambiaré el pañuelo de la cabeza por un sombrero y las abarcas por unas botas de cuero —le dije, totalmente convencido—. Llevaré un traje de corte y me llamarán don Nemesio. ¿No le parece verme ya disfrazado?

—Disfrazado va —me respondió doña Ascensión— aquel que ejercita y viste la ropa que no le corresponde.

Con más ilusión que convicción, le conté a Bonifacia la conversación mantenida con la maestra y, ante mi sorpresa, me apoyó desde el primer momento, argumentando ante mis dudas:

—Eso es cosa nuestra y lo que pensarán nuestros padres no debe importarnos. Es nuestra vida y el día que nos fuimos a vivir a la casa de la plaza pasamos a ser plenamente dueños de nuestras decisiones. Yo pienso lo mismo que doña Ascensión. Debes romper la pretadera que nos ata a la tierra, en la que ni bulle ni zulle nuestro futuro.

De todos modos, lo comunicamos y hubo duras críticas por parte de las dos familias, aunque la respuesta que más me sorprendió, por inesperada, fue la de Saturnino:

—Hijo, no lo entiendo. ¿Te has vuelto loco? Nuestra vida es la del campesino, la única forma que conocemos para ganarnos la vida decentemente y mantener a nuestra familia. Sin embargo, si ya has tomado una decisión, tira adelante. Sé un hombre de los pies a la cabeza y cumple lo que te has propuesto. Eso sí, mejor tira hacia lo del secretariado, porque ya sabes lo que se dice popularmente: «pasas más hambre que un maestro». No vayas ahora tú a pegarte un bancalazo, cuando lo que quieres es progresar en la vida y dejar de ser un destroza terrones.

Con la bendición paterna y su compromiso de ayudarnos en el cuidado de las tierras que nos correspondían tras nuestro enlace matrimonial, hablamos con el tio Ciriaco —un pariente lejano nuestro que ejercía el cargo de secretario en el ayuntamiento de Somaén— y este nos acogió en su casa. Allí fuimos con nuestros hijos y me apliqué todo lo que pude para no defraudar a nadie. Las noches de invierno nos daban las tantas en la secretaría, ande Bonifacia y yo nos aislábamos para trabajar: ella hacía la costura, mientras yo me concentraba en el estudio.

El mes de julio volvíamos a Benamira para la recolección y el trabajo en el campo. Llevados por el entusiasmo puesto en el futuro, se nos hacían más livianas las tareas del agricultor, a pesar de que los callos nos endurecieran de nuevo las manos. Después vuelta a Somaén, ande el tio Ciriaco me enseñaba los intríngulis prácticos del oficio de secretario municipal.

Así pasaron dos años, hasta que por fin pasé a ser oficialmente secretario del ayuntamiento de Aguilar de Montuenga, con un sueldo de quinientas pesetas anuales, al mismo tiempo que desempeñaba las funciones de sacristán, por las que cobraba un celemín de trigo. Fue una etapa muy feliz en nuestras vidas. Mis sueños se hacían realidad, los vecinos me respetaban, valoraban mis consejos y algunos, especialmente los niños, me llamaban don Nemesio. ¡Qué satisfecho me sentía cuando escuchaba lo de don en lugar de tio! Lo había conseguido y ese trato de respeto confirmaba que me había liberado de la dictadura del terruño.

En aquella época, mi carácter dicharachero y la fama de guasón y buen danzarín crecieron de una manera descontrolada por toda la comarca. Eran tiempos de festejos y me invitaban de otras muchas localidades para que fuera a bailar y animar sus celebraciones, o a armar alguna trastada o bromazo de esos que se comentaron durante mucho tiempo. Creo que ese trato que me dispensaban, esa fama, caló en mi vanidad y acentuó ese carácter juerguista que marcó gran parte de mi vida. Posiblemente, toda esa adulación me convirtió en un personaje engreído, el hombre que fui.

Bonifacia se quedaba en casa con los niños y yo iba de un lugar a otro, ande me convertía en uno de los