Los niños están mirando - Laird Koenig - E-Book

Los niños están mirando E-Book

Laird Koenig

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Beschreibung

Un asfixiante thriller en el que los niños no son la víctima, un inquietante retrato de la maldad en la infancia. Uno de las novelas más singulares del gótico americano.

El resplandeciente sol californiano baña las playas de Malibú durante la última semana del verano. Los cinco hijos del matrimonio Moss, una pareja de actores que está terminando de rodar en Italia su última película, se encuentran solos en casa, enganchados a la pantalla del televisor. Sentados estáticos frente a los tubos catódicos, los cinco hermanos Moss parecen vivir dentro del universo de los sueños que se fabrica en el otro lado de las colinas, en un Hollywood decadente y violento. ¿Quién cuida de ellos? La niñera acaba de ser encontrada muerta, flotando en el mar. Encerrados en su propio horror secreto, siempre con las persianas a medio bajar, los niños insisten en mantenerse ajenos a un mundo adulto de entrometidos que pretenden invadir su hogar aporreando la puerta: la policía, los carteros, los vecinos y un misterioso hombre que los vigila cada noche a través de las cortinas.

Vuelve Laird Koenig (La chica que vive al final del camino) junto a Peter L. Dixon en esta novela de suspense aterrador. Una historia que se adentra en el oscuro mundo de pesadilla de unos niños abandonados a su suerte en la California de la filosofía hippie, las series de acción y la histeria del Satanic Panic.

CRÍTICA

«Puro gótico americano repleto de secretos macabros que aguardan en la engañosa tranquilidad de los suburbios.» —Cine y Literatura

«Un hiperrealista cosmos infantil donde el universo moral de los niños, ampliado bajo la lupa, revela fragilidades, grietas, que apuntalan la dolorosa transición al mundo adulto..» —Xavier R. Ruera, Zenda

La atmósfera creada por Koenig y Dixon a lo largo de la novela es tremendamente escalofriante. Su prosa bebe directamente de la rama gótica.—Marcos Gendre, Mondosonoro

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1

Restalló un disparo. El hombre se agarrotó y jadeó, tratando de respirar.

La niña que sostenía una concha en la cuenca de la mano la presionó contra sus finas costillas a la misma altura a la que el hombre que tenía delante se aferraba el pecho con una mano veteada de sangre. Ella cerró los ojos e intentó imaginarse la sensación que produce una bala al romper hueso.

El hombre que sangraba se precipitó hacia el interior de un garaje. Avanzó con dificultad por el suelo de cemento brillante de aceite.

Conteniendo la respiración, la niña oyó lo que más temía.

El sonido de unos pasos que se acercaban cada vez más. Tres hombres armados se detuvieron un instante a la entrada del garaje, formando con sus cuerpos una oscura silueta. El hombre que huía resbaló en el aceite, cayó, se puso de pie a duras penas, escudriñó frenético las negras sombras.

—¡Escóndete!

—Le van a disparar otra vez —dijo Cary.

—¡Cállate!

—Seguro —dijo Patrick—. ¡Lo van a atrapar!

Un pistolero alzó su arma y un destello brotó del cañón. Otras pistolas abrieron fuego. Una lluvia de casquillos salpicó el suelo. El hombre cayó de nuevo.

—¿Ves? Te lo dije, lo han matado —exclamó Cary con la respiración entrecortada.

—¡No está muerto! —La niña lo dijo casi chillando.

—Yo podría correr, aun sangrando de esa manera —dijo Patrick.

—Solo conseguirías que disparasen otra vez —dijo Cary—. Lo que tendría que hacer es fingir que está muerto.

Kathy probó a amortiguar su respiración, sin mover apenas el pecho, para que nadie pudiera darse cuenta de que seguía viva. Se quedaría allí tumbada, pensó, y esperaría a que los tres hombres se acercaran. Entonces cogería la barra esa de hierro y les daría con ella en las espinillas y, una vez derribados, les aplastaría la cabeza a golpes. Les aplastaría la cabeza a golpes y observaría cómo se les salían los sesos…

—¡Levanta! —Cary se retorció inquieto, se subió las gafas por el puente de la nariz y se rascó debajo de su camisa hawaiana con un dedo pequeño y regordete—. ¡Levanta, idiota!

—Tiene que hacerles creer que está muerto, tontaina —dijo Patrick.

Una criada rolliza con uniforme blanco se plantó entre los cinco niños y el telefilme a color.

—Aguacates, aparta tu culo gordo —gritó Patrick.

—¡Mirad! —exclamó Marti con un entusiasmo estridente. La niña de cuatro años se bajó con dificultad del sofá y sorteó a la criada para aproximarse al televisor—. ¡Ahora sí que lo van a matar de verdad!

Cary tiró de la niña hacia atrás y se adelantó en un intento de esquivar el uniforme blanco y poder ver la película. Aguacates trabajaba despacio, desplegando mesitas auxiliares con patas metálicas.

Patrick estiró las piernas, pateó con saña y no alcanzó a la criada por muy poco.

—Aguacates, ¡estás en medio otra vez!

—No te atreverías a hablarle así si supiera inglés —dijo Cary sin apartar la vista del televisor.

—Osi papá y Paula estuvieran aquí —añadió Kathy lamiendo la concha.

—¡Kathy tiene razón! —se regodeó Cary.

—¡Cierra la boca, Bola de Sebo!

—¡Callaos los dos! —dijo Kathy.

—Tengo derecho a hablar —manifestó Patrick—. Están con los anuncios.

—¡Todos a callar! ¡A callar! —se quejó Marti.

Aguacates hizo un alto, se volvió hacia la pequeña e intentó acariciar con una mano morena la rubia cabecita. La niña se revolvió, rehuyendo el contacto.

Kathy miró de reojo a Sean, que todavía no había abierto la boca. El niño, que llevaba audífono, tiró del estampado a rayas marrones y blancas de una piel de cebra y se tapó las piernas desnudas. A diferencia de sus otros hermanos, Sean a menudo resultaba todo un misterio para Kathy. La niña rara vez sabía en qué estaba pensando.

—¡Que empieza! —gritó Patrick.

—¡Silencio todos! —ordenó Kathy, y tiró de la cintura elástica de su sudadera hasta que la palabra DIRECTOR se pudo leer claramente en letras negras de un lado a otro de su delgado pecho.

Sean, que no paraba de toquetearse un diente suelto con una mano bronceada, se echó hacia adelante junto con sus hermanos y hermanas para escuchar el aullido lejano de una sirena de policía.

Un gánster presionó la boca del cañón de su pistola contra la cabeza del hombre que sangraba.

El niño podía sentir el tacto del metal contra su propia sien, la fría superficie del suelo, el aceite bajo sus propias manos. Sus dedos buscaron a tientas el audífono.

Sean concluyó que los hombres armados con pistolas tendrían que huir tan pronto como oyeran la sirena. Lo malo era que, de todas formas, podían disparar al hombre que yacía en el suelo. A través de los boletines de guerra, se había enterado de que los soldados ejecutan a todos los habitantes de las aldeas para que no quede nadie que pueda decir quién ha pasado por allí. Con la misma claridad con la que veía la película que tenía delante, Sean recordó la imagen de un soldado estadounidense que, con un rifle cruzado en los brazos y de pie entre unos juncos que le llegaban por la cintura, contemplaba a sus pies a uno de esos aldeanos muertos. Con un golpe de bota, el soldado volteaba el cuerpo maniatado; la cabeza de negros cabellos se separaba rodando de los hombros.

La sirena de policía aulló más fuerte.

El hombre tendido en el suelo se retorció, agarró la barra de hierro y peleó por su vida.

Sonó un fuerte golpe metálico; Cary había derribado la bandeja de su mesita auxiliar.

—¡La poli! —Señaló con un dedo y levantó un pulgar menudo, transformada la mano en pistola—. ¡Pum! ¡Pum!

—¿Pero tú con quién vas? —espetó Patrick malhumorado.

La niña de la silla y sus tres hermanos se removieron y suspiraron con fastidio cuando Aguacates irrumpió de nuevo en el círculo para recoger la bandeja.

—¡Aparta, jolines! —gritó Patrick.

Marti se puso a dar saltitos con la mano encajada en la entrepierna.

—¡Mátalo! ¡Mátalo! —chilló con júbilo.

—¡Cierra la boca y ve al baño! —ordenó Kathy.

Marti hizo caso omiso de su hermana mayor.

—¡Aparta! —exclamó Patrick con un alarido.

Unos hombres uniformados entraron corriendo por la puerta, armas en ristre. Destellaron los disparos. Un agente se desplomó muerto. Los gánsteres se alejaron rápidamente del hombre que sangraba, que se puso de pie como pudo, tomó una pistola del agente asesinado y corrió tambaleándose tras el pistolero que lo había encañonado. El gánster subió por una escalera metálica que accedía a una pasarela colgante. El hombre que sangraba trepó con esfuerzo los peldaños de hierro. Resonaron disparos. El pistolero giró sobre sí mismo en la pasarela, se precipitó al vacío y cayó muerto al suelo.

—Muerto —anunció Kathy.

—Toma —se carcajeó Marti—. Lo han matado.

—Vaya peli más mala —dijo Cary.

—¿Os podéis callar de una vez? —ordenó Kathy.

Sean habló:

—Además, van a decir dónde habían escondido el dinero los gánsteres.

—¿Y eso qué importa? —bostezó Cary—. Marti, pon los dibujos animados.

Marti giró el dial.

Un gato, blandiendo un hacha, perseguía a un pequeño ratón por una casa, escaleras arriba, a través de la ventana y a lo largo del cable de un poste telefónico.

—¡Vuelve a poner la película!

Marti se puso a chillar.

—Solo hasta que se acabe —dijo Sean.

—Le quedan dos minutos —dijo Kathy.

—Dibujos animados no —dijo Patrick—. Yo quiero ver la peli de vaqueros.

—Yo quiero los dibujos animados —chilló Marti.

—Ya hemos visto dibujos animados toda la tarde —dijo Kathy con un suspiro de hartazgo.

Aguacates, que había terminado de disponer la bandeja de Cary para formar un semicírculo con las cinco mesitas delante del televisor, se dio la vuelta y recogió de la moqueta una toalla mojada. Echó un vistazo a su alrededor buscando más toallas de playa y cruzó una puerta corredera de cristal para salir a un patio.

Sobre el enladrillado, la criada mexicana encontró otra toalla, empapada y cargada de arena. Allí fuera, el fuerte oleaje agosteño de Malibú ahogaba el volumen creciente del aullido de la sirena de policía que puso fin al programa.

Por el patio, con su enorme barbacoa de obra y la mesa, las sillas y las tumbonas de playa pintadas de color chillón, yacían desperdigados bañadores llenos de arena y juguetes de plástico. La criada tiró las toallas y bañadores mojados en una pila junto a la puerta y empezó a reunir con una escoba los trastos de los niños Moss. Apoyó una colchoneta hinchable de lona y plástico contra un murete que separaba el patio de la arena y buscó a su alrededor las otras cuatro colchonetas que se habían convertido en su quebradero de cabeza diario.

Encontró tres de ellas en la blanda arena blanca delante de la casa. Las arrastró por encima del murete, se quitó los zapatos y caminó descalza hacia el océano en busca de la última. La fina arena todavía estaba cálida bajo sus pies y se paró a admirar la puesta de sol.

Los últimos rayos relumbraban en la orilla mojada, donde unas gaviotas blancas se encontraban posadas de cara al mar. En lo alto, unas nubes alargadas y perezosas, teñidas de rosa por el sol poniente, suavizaban la luz postrera del día. El aire olía fresco y limpio. Una tormenta tropical proveniente del sur había barrido la cargante humedad que se cernía sobre la zona meridional de California, despejando el cielo de bruma y contaminación. Ahora, en la última semana de agosto, las nubes altas rompían la racha de calor que hasta ese momento había abrasado las áridas colinas de Malibú.

Aguacates encontró la última colchoneta junto al agua y, mientras volvía a la casa con ella bajo el brazo, se fijó en una joven pareja muy bronceada que salió chapoteando entre las olas y echó a correr hasta el patio de la casa contigua. Los observó secarse con una gigantesca toalla azul y luego hundirse en una tumbona doble, mirando al mar. Aguacates observó al estadounidense abrir una caja y sacar un papelito blanco, que rellenó y lio. Sin apartar la vista del sol poniente, la chica sacó un brillante mechero de un bolso, encendió el cigarrillo, le dio una honda calada y se lo pasó al chico.

Desde la terraza de madera de una casa triangular de rutilante fachada acristalada, al otro costado de la casa blanca de los Moss, una melodía surcaba la arena. Hombres y mujeres ataviados de llamativos colores aceptaban copas de una criada negra. Estas personas también reflejaban la luz roja del atardecer mientras charlaban y bebían. La muchacha mexicana dejó que su mirada vagara de la mujer negra a la otra casa, donde la bronceada joven de larga melena rubia se levantó de la tumbona y empezó a contonear su esbelto cuerpo al ritmo de la música. El chico del cigarrillo se pegó a ella para bailar bajo la puesta de sol.

Aguacates se metió la mano en el bolsillo y con un clic extinguió la música norteamericana. Las guitarras de sus queridos mariachis mexicanos brotaron del auricular conectado a un transistor a través de un cable que le colgaba del cuello. A veces, el cable se enredaba en los prietos rizos de su permanente casera, otras se enganchaba en el tirador de la puerta de la nevera, en la cocina, pero Aguacates habría soportado cualquier inconveniente, porque la diminuta radio era uno de los escasos placeres que le proporcionaba la solitaria vida en la casa de playa de los Moss. Absorta en su propia música, la criada pasó por encima del murete con la colchoneta, la dejó caer junto con las otras cuatro y entró en la sala de la televisión por la cristalera abierta.

Aguacates encontró a los cinco niños como los había dejado, viendo la tele. Se fijó en la película —jinetes en un desierto— al cruzar las puertas persiana de la sala; pasó del recibidor a la cocina, donde abrió un horno de gran tamaño y reculó ante el golpe de calor. En el interior brillaban al fondo cuatro cenas precocinadas para comer delante de la tele, burbujeantes todas y anidadas en bandejas de aluminio; las cuatro exactamente iguales, porciones idénticas de carne asada grisácea con un panecillo, guisantes arrugados y un pétreo puré de patata bajo papel de aluminio, todo ello embutido en pequeños compartimentos plateados estampados en el arrugado metal.

El quinto servicio de cena aguardaba sobre la encimera, cerca del horno y de una sartén humeante, donde Aguacates introdujo el pequeño filete limpio de grasa para Cary. Contempló chisporrotear la carne hasta que estuvo dorada; la sacó de la sartén y la colocó en el plato, permitiendo que el jugo gotease de manera indiscriminada sobre requesón, tomates y palitos de zanahoria.

Del horno sacó las bandejas de aluminio y las volcó en platos. En dos de ellos cortó la carne en pequeños dados con un cuchillo afilado. Estas cenas, junto con leche en vasos de cristal tallado, las colocó en un carrito de cocina que hizo rodar por el recibidor hasta la sala de la televisión.

La pantalla de rayos catódicos estaba ahora abarrotada de vecinos de un pueblo del Oeste que, tirando de una cuerda, arrastraban a un joven vaquero hacia el interior de una herrería.

Aguacates miró a los niños a su cargo y se plantó delante de los cuatro que estaban sentados en el sofá grande mientras iba colocando platos y vasos de leche sobre las bandejas metálicas. Se enderezó y permaneció quieta un instante antes de situar la última cena delante de la niña que ocupaba la silla Windsor. La pequeña de nueve años se retorció violentamente para esquivar a la criada, que le tapaba la vista, y murmuró entre dientes:

—¡Aguacates! ¿Por qué siempretienes que ponerte en medio?

Si la criada, que no hablaba más de veinte palabras de inglés, captó el sentido del duro tono de la niña, no dio muestras de ello. No se esforzaba por entender el lenguaje de aquellos niños y, puesto que rara vez hablaba, los pequeños consideraban menos necesario aún entenderla a ella. Se retiró detrás del sofá para ver la película que los niños contemplaban fijamente.

Un joven vaquero suplicaba a sus captores y lanzó un grito cuando, sin mediar palabra, unos hombretones colocaron a la fuerza la mano en la que llevaba su pistola sobre un yunque.

Los cinco niños se echaron hacia delante. Aguacates no se movió.

El herrero del pueblo alzó la maza y la abatió con ganas.

2

—¡Eres tonta del culo, Aguacates! —Kathy escupió las palabras a la espalda de la criada mientras ella empujaba el carrito hacia la cocina.

Los niños habían empezado a llamar Aguacates a esta rolliza muchacha dos semanas después de su llegada, con una maleta de cartón, al principio del verano. Cuando la madre de los niños decidió que ya era hora de que la muchacha mexicana fuera sola a hacer la compra en el reluciente supermercado de Malibú, Graziela Montoya había regresado con dos docenas de aguacates. Todos y cada uno de los veinticuatro frutos con forma de pera y gruesa piel de caimán estaban duros al tacto, pero maduraron muy rápido y al mismo tiempo sobre el soleado alféizar de la ventana de la cocina, y la azorada muchacha, con tal de que no se pusieran malos, se comió los siete últimos de una sola tacada. Pasó dos días indispuesta en su dormitorio, en la parte trasera de la casa. Cuando se recuperó y pudo volver al trabajo, Graziela Montoya, natural de un pueblecito jalisciense de nombre impronunciable próximo a Guadalajara, se convirtió en Aguacates para los niños Moss.

Paula Moss consideraba a la muchacha mexicana bastante capaz y solo un poco rara. (Le hubiese gustado saber por qué Aguacates apartaba las barbas de maíz, las secaba y preparaba una infusión que luego se bebía. Y, por Dios, ¿qué hacía con todas las semillas de melón que almacenaba?) «Eso sí —le decía Paula a su marido—, al menos puedes contar con que está en casa.» Paula le explicó que la muchacha, por lo visto, solo conocía a otra criada en Malibú, con la que a veces iba a misa. Que ella supiese, las dos muchachas no libraban los mismos días, y la mayoría de las veces que a Aguacates le tocaba librar, se quedaba en su habitación. Su presencia indefectible dio a Paula suficiente seguridad para dejar a sus cinco retoños con Aguacates todo un fin de semana en junio y otros dos en julio, cuando ella y Marty viajaron a Palm Springs. La confianza del matrimonio en la muchacha mexicana resultó estar justificada. Aguacates incluso había exhibido cierta iniciativa. Como Cary tenía prohibido comer galletas, la muchacha había tendido un cordel con campanitas delante de las latas de galletas.

Antes de que los Moss embarcaran en su jet rumbo a Italia, Paula escribió una serie de detalladas instrucciones para la criada y niñera. Luego llevó la lista a Terry Nevins, la chica inglesa que trabajaba para el gestor de su marido. Terry había vivido en Mallorca desde pequeña y sabía español, de modo que tradujo las normas de Paula con una facilidad que la dejó pasmada. La secretaria garantizó a la esposa de su cliente que estaría encantada de pasarse de vez en cuando por la casa de la playa para comprobar que los niños y la criada estaban bien.

Esa noche de agosto, una copia de las instrucciones en papel calco colgaba en la cocina, medio enrollada por el calor estival, cerca del teléfono de la pared. La lista original estaba adherida con celo al espejo de la habitación de Aguacates, y la muchacha había seguido escrupulosamente una de las máximas de Paula: las cenas precocinadas no debían servirse jamás —«repito, jamás»— en sus recipientes de aluminio. La cena de los niños Moss debía presentárseles siempre en platos de loza.

Kathy ignoró el plato que tenía delante, se apartó de los ojos la larga melena aclarada por el sol y se agachó para coger la Guía TV, que estaba tirada debajo de su silla sobre la gruesa moqueta beis. Abrió la revista para consultar la programación de esa noche y con un bolígrafo fue tachando con cuidado los nombres de sus hermanos y de su hermana, que estaban escritos en el margen, junto a los programas. Kathy estaba muy orgullosa de su caligrafía; era la única de los cinco que dominaba este arte. Llamó a su hermano.

—Cary, te toca elegir programa.

—Ya lo he elegido.

—¿En serio sigues empeñado en ver esa tontada de ciencia ficción?

—¡Es lo que me he pedido!

—Pero ya lo hemos visto.

Cary, acolchado con nueve kilos más de grasa que un niño normal de ocho años, levantó la vista de su cena de dieta. La tira de carne magra poco hecha que agarraban sus dedos grasientos goteó sangre roja en su amplia camisa hawaiana mientras miraba a Kathy por encima de la montura de sus gafas.

—Me toca a mí y he elegido ciencia ficción. ¡Es como hemos repartido los programas esta mañana!

Un cohete plateado surcaba el silencioso espacio sideral; una lluvia de meteoritos destelló de manera fugaz.

Cary se sentía completamente ingrávido en la cápsula presurizada.

—Cary, ¡este capítulo lo hemos visto millones de veces!

Patrick Moss metió una uña sucia en un montoncito de cubitos de carne y lo removió para mezclarlo con el puré de patata. Mientras se chupaba la mezcla del dedo, le murmuró a Cary:

—No te fíes de ella. Siempre dice lo mismo cuando intenta poner el programa que a ella le gusta.

—¡Mentira! Y no te metas, Patrick Moss. Esto es entre Cary y yo.

El niño mascó y se encogió de hombros con un gesto de indiferencia ante lo inevitable. De algún modo, ella se saldría con la suya; siempre era así. Patrick se giró, buscando a la criada. Su carne estaba cortada en trocitos, igual que la de su hermana pequeña, Marti, y estaba molesto y ofendido.

—¡Aguacates!

Gritó fuerte para que se le oyese en la cocina, donde sabía que ella estaría preparándose la cena.

—Aguacates, como vuelvas a servirme la carne en trocitos te voy a cortar yo a ti en rodajas. —Se volvió hacia Kathy—. Dile a la señorita Nevins que le diga que ya sé cortarme la carne yo solito, ¿quieres?

Patrick miró su plato y simuló que escupía sin parar alguna clase de comida repugnante. Alargó la mano para coger el bollito de pan, pero ya no estaba allí. Se giró al instante hacia Cary. Conforme el último pedazo de pan desaparecía en su boca, Cary se sacudió las migas de la pechera de la camisa.

—Serás gorrón, Bola de Sebo, ¡me has robado el pan!

Patrick iba a lanzar otro grito cuando Kathy saltó de la silla Windsor y se plantó delante del niño.

—¡Escúpelo!

Cary se apresuró a tragarse el panecillo.

—¡Les prometiste a mamá y a Marty que seguirías la dieta!

Cary bajó la vista, pinzó con los dedos una lasca de corteza de la camisa y se la metió en la boca. La mordisqueó con los dientes de delante, pero no se atrevió a mirar a su hermana.

—Solo te engañas a ti mismo, lo sabes, ¿no?

Cary lanzó un suspiro para disipar su vulnerabilidad.

—¿Y qué quieres que haga si tengo hambre? ¡A los demás os dan de comer lo que os apetece!

Por fin levantó la vista hacia su hermana, pero Kathy ya había regresado a su silla y a la televisión, y cambió de canal con el mando a distancia.

—¡Como ha hecho trampas, Bola de Sebo se queda sin ver el programa de ciencia ficción!

Patrick, que se había quedado sin pan, se carcajeó con saña.

Cary sabía que no servía de nada pelearse con su hermana mayor: si le plantaba cara, lo único que conseguía era que ella se burlase sin tregua ni piedad de su gordura.

Sean, que se desentendía de la pelea entre su hermanastra y su hermanastro, repartía su atención entre el televisor y un pequeño bloc de notas de color negro. El cuaderno abierto mostraba un diagrama de un castillo cuidadosamente dibujado. Las murallas, el foso y las almenas estaban etiquetados con letras mayúsculas caligrafiadas con precisión. Sean todavía no había aprendido a escribir seguido, pero las mayúsculas las dominaba mejor que cualquier otro niño de su clase de tercero.

Sean apartó la cena a un lado y apoyó el cuaderno sobre la bandeja para esbozar con suma meticulosidad una bandera en el torreón más alto. Marti, la niña de cuatro años, se aburrió de ver un anuncio en el que un fontanero rascaba un fregadero oxidado y trepó al regazo de Sean. Este, que había estado a punto de apartarla, cambió de parecer y la ayudó a ponerse cómoda. Los ojos grises de Marti miraron a Sean desde abajo, y por la que debía de ser la enésima vez aquella semana, la niña le rogó:

—Háblame del castillo.

Sean sabía que Marti no se daría por vencida hasta que él no le describiese cómo planeaba construir el enorme castillo en la playa delante de su casa. Marti era la única de todos los niños Moss que mostraba un interés genuino en el proyecto de Sean. Aunque solo tenía cuatro años y medio, era plenamente consciente de que su hermano mayor no sería capaz de negarle lo que le pedía. Siempre que Marti quería que le hicieran caso, siempre que necesitaba sentarse en el regazo de alguien, buscaba a Sean y le preguntaba por el castillo.

Cuando Marti hablaba con su hermano, lo miraba directamente a la cara. Los otros niños olvidaban a menudo que en el oído izquierdo de Sean se alojaba un diminuto audífono que el niño solía desconectar. A Marti le fascinaba el aparatito y había aprendido a esperar a que las reacciones de Sean le revelasen que la estaba oyendo.

En la cocina, Aguacates picaba cebollas y se disponía a calentar los frijoles refritos del día anterior para cenar. Mientras traspasaba la pasta rojiza a un cazo con un cucharón, se puso a desenrollar los rulos de los apretados rizos de su lustrosa cabellera negra. Fue a su habitación, se peinó los rizos y regresó cuando los frijoles ya calientes burbujeaban al fuego. Vertió su cena en un plato, la espolvoreó con las cebollas picadas y fue a la sala de la televisión.

Sentada en la silla del escritorio de caoba de Marty Moss, Aguacates comía frijoles a cucharadas con la mirada clavada más allá de los niños, recortados en silueta ante el resplandor del telefilme.

Unos caballos tronaban en el desierto.

Se levantó para echar un vistazo a las bandejas por encima del sofá. Los otros niños habían terminado de comer, pero Patrick seguía revolviendo el puré de patata en su plato. A la criada le asombraba lo distintos que eran él y Sean. Los dos hermanos compartían el oscuro bronceado de su padre, ambos tenían el pelo rubio y rizado y los ojos azules, pero mientras que Sean parecía alto para su edad, Patrick era bajo y musculoso. Aguacates casi nunca había visto al más alto de los dos pelearse con nadie, ni siquiera con Patrick, que se agitaba con facilidad y a menudo tenía arranques de ira. Sean nunca le daba problemas a Aguacates. Mientras comía sus frijoles, dio gracias a la Virgen por que al menos uno de los niños fuera tranquilo.

Aguacates terminó su cena, sacó un peine de púa del bolsillo y se acercó para intentar apartarle a Marti el pelo de los ojos. La muchacha había llegado a Estados Unidos con el temor de que cualquier niño que viese la tele con el pelo delante de los ojos corría el riesgo de quedarse ciego tarde o temprano, para siempre. Marti, enojada con Aguacates por interferir con los vaqueros de la televisión, apartó de un manotazo el peine.

—¡No! ¡No! ¡No!

Los chillidos de la niña encolerizaron a la criada, que señaló primero la leche intacta y luego la película. El mensaje estaba claro: o se bebía la leche o se quedaba sin televisión.

Marti no hizo caso, pero Cary, a su izquierda, le recordó a la niña lo que sucedería si no se bebía todala leche.

—Más te vale, si no quieres que Aguacates te mande directa a la cama —dijo sin molestarse ni un poco en disimular el regocijo que le producía su propio augurio.

Tras dedicar una mueca de repugnancia a la criada, que seguía de pie detrás del sofá, Marti agarró el vaso, derramó un buen salpicón sobre la moqueta y se bebió el resto.

Envalentonada por su triunfo, la criada fue hasta la silla, le dio a Kathy unas palmaditas en el hombro y señaló los guisantes arrugados del plato.

—Yo no tengo que obedecer tus órdenes —dijo Kathy de manera hosca.

La criada se dio por vencida y comenzó a retirar los platos y los vasos y a colocarlos de nuevo en el carrito. Plegó las mesitas de las bandejas, limpió la leche derramada de Marti con una servilleta de papel y volvió a la cocina.

Bajo un sol abrasador, unos bandidos derribaron al cochero del pescante de la diligencia. Las ruedas patinaron sobre la grava suelta, el carruaje se salió del camino y se precipitó por un profundo cañón. Los pasajeros gritaron.

Patrick sonrió.

Aguacates salió al recibidor desde su habitación vestida con una falda negra y una vaporosa blusa blanca con ribetes de encaje. Se llevó las manos a la nuca y abrochó el cierre de un collar de rutilantes cuentas de cristal. Hizo un alto ante el espejo del aseo del recibidor para atusarse el pelo. La uña de un dedo pulió el perfilado de su pintalabios.

En la cocina consultó su reloj, contrastó la hora con la del reloj de la pared y salió por la puerta trasera hasta la verja. Se asomó a la oscura calle que discurría delante de los garajes de la Colonia Malibú y vio Cadillacs, Lincolns, Bentleys, Imperials y rancheras aparcados junto a la acera, vehículos demasiado largos para encajar en los garajes diseñados entre treinta y cuarenta años atrás. Tras atusarse el pelo otra vez, regresó por la cocina al interior de la oscura casa y al resplandor de la tele a color.

En la sala de la televisión, Aguacates se sentó en la silla del escritorio. Se quedó viendo la película unos minutos.

Un hombre y una mujer forcejeaban por hacerse con una tostadora rota.

Como era incapaz de relacionar las acciones con los violentos estallidos de risa, apartó la vista de la pantalla y miró el escritorio del señor Moss. Un clip bañado en oro de más de un palmo de largo sujetaba un fajo de correspondencia.

La muchacha siempre se sentía incómoda en aquella estancia que el señor Moss usaba como su despacho y cubil. Las lanzas tribales, los garrotes, el armero junto a su escritorio, las hachas indias del rincón, las máscaras africanas, la cabeza de jaguar con las fauces abiertas, incluso la piel de leopardo sobre la silla eran objetos que, como ella sabía, provenían de sus viajes, prueba de que llevaba una vida emocionante como productor de cine y televisión.

A la señora Moss no le faltaba representación en la sala. Un Oscar de la Academia destellaba en la repisa de la chimenea junto a una fotografía que inmortalizaba el momento en que Paula Moss fue elegida Mejor Actriz de Reparto. Sobre el escritorio de su marido se cernía su sonriente retrato al óleo.

Marty Moss posaba en un marco junto a un pez vela bocabajo, con los pesqueros de la flota de Guaymas al fondo. El propio pescado brillaba ahora en una placa y reflejaba, junto con el galardón de Paula, los vivos colores del telefilme.

Aguacates deslizó la puerta cristalera cubierta de salpicaduras de sal seca y miró hacia la playa. En la oscuridad, el cielo y el mar se fundían en uno. Las olas resonaban como tambores. Volvió a correr el cristal, aunque sin cerrarlo del todo, y cruzó la sala hasta la silla del escritorio, donde se ahuecó el pelo y se sentó a esperar.

—¿Por qué va tan arreglada? —preguntó Patrick.

—No seas tonto del culo —repuso Kathy—. Lo sabes de sobra.

Patrick se giró en el sofá para mirar con descaro a la mujer, recordando que un par de noches atrás ella se había perfumado antes de que todos se acostasen.

La criada sonrió al niño y, al ver que él seguía mirándola fijamente, soltó una risita y apartó la vista. Se levantó para examinar de cerca las hileras de fotografías con marcos negros. Las miró de una en una. El señor Moss junto a una cámara enorme. La señora Moss, con un ajustado atuendo de mujer circense, extendía los brazos mientras un elefante la sostenía en el aire. El señor Moss posando con su rifle y un ciervo muerto. La señora Moss en brazos de un hombre con el pelo cortado al rape. El señor Moss, muy joven y flaco y aún con pelo, levantando la vista hacia un alto vaquero. En un marco de caja había un corazón sobre terciopelo blanco, no un corazón religioso como los que se pueden ver en una iglesia, sino un corazón púrpura. Leyó la inscripción. «Saint-Lô, Francia, 1944.»

La muchacha mexicana se atusó el pelo otra vez, cruzó la estancia hasta la cristalera abierta y oteó la noche.

—Patrick Moss, ¡quita eso!

La niña saltó de su silla y empezó a forcejear con el fornido niño para quitarle el mando. Cuando logró arrebatárselo de la mano, Patrick pidió ayuda a Sean.

Sean no levantó la vista del cuaderno negro.

—¿No le tocaba a Patrick ver su peli de misterio?

Kathy blandió la Guía TV.

—Compruébalo tú mismo. ¡Tenemos marcada la comedia!

Sean no protestó más. Cada vez que su hermana se levantaba de un salto y se ponía a chillar, el niño callaba. Pero Kathy no iba a aceptar su silencio esta vez. Abrió la revista, apuntó con un dedo la programación y se la plantó delante de la cara.

—¿Lo ves? ¡La de misterio ya está tachada!

Rojo de ira, Patrick se arrellanó contra los cojines en su sitio, al otro extremo del sofá, y se cruzó de brazos.

—Llegamos a un acuerdo cuando llegó la Guía TV —secundó Cary, como lugarteniente de Kathy—. ¿Vas a cambiar las reglas ahora?

—¡Cierra el pico, Bola de Sebo!

Patrick respiró hondo y, de un salto, se levantó del sofá y fue a asomarse a la ventana. Estaba furioso y quería demostrarlo mirando a cualquier punto de la estancia que no fuera la película. Las carcajadas que brotaban del televisor no tardaron en atraerlo de nuevo a su sitio en el sofá.

Las risotadas y los carcajeos calmaron a los niños, que sonreían y de vez en cuando soltaban alguna risita. Aguacates miraba el reloj cada vez con más frecuencia mientras iba y venía de la puerta corredera y se asomaba al patio y a la noche circundante.

La comedia finalizó. Sonó música.

Dos coches se perseguían frenéticos por un puerto de montaña.

Los niños olvidaron las risas y contuvieron la respiración en silencio cuando escucharon unos golpecitos en la cristalera que daba al patio. Se volvieron y vieron a Aguacates dirigirse a la oscura puerta corredera desde donde el rostro de un joven atisbaba el interior.

A pesar de la penumbra que reinaba en el patio, los niños pudieron ver que el joven tenía el pelo y los ojos tan negros como los de Aguacates; su tez era del mismo tono cobrizo. Llevaba una almidonada chaqueta blanca de ayudante de camarero con una pajarita negra de clip al cuello. Aguacates abrió la cristalera y soltó un grito ahogado cuando la luz iluminó el rostro del joven. Un ojo inyectado en sangre asomaba entre unos párpados hinchados y amoratados. Tres puntos de sutura tiraban del borde exterior del ojo hacia un pómulo excoriado y rojo. La criada alargó una mano, pero se detuvo, sin atreverse a tocar la herida.

El hombre murmuró algo en español y sonrió.

Para tranquilizar a la muchacha, el camarero se sacó del bolsillo unos recortes de periódico. Kathy, la que más cerca estaba de la cristalera, se inclinó hacia delante en la silla Windsor para ver lo que tenía el intruso en la mano. Se dirigió a los demás con un susurro.

—Es una foto suya… boxeando.

Al escuchar las palabras de la niña, el amigo de Aguacates sonrió y asintió, gustoso de poder repetírselas a la criada.

—Sí.[1] Boxeando.

Siguió hablando en español mientras se acariciaba con un dedo su fino bigotillo. Cuando lo oyeron mencionar Tijuana, la ciudad fronteriza mexicana, Kathy y los chicos comprendieron dónde había peleado el hombre.

Por fin Aguacates palpó con delicadeza el ojo contusionado, y el joven le pasó un brazo por la cintura. Ella soltó una risita, se apartó y lanzó una mirada a los niños para indicar que los estaban viendo. La sonrisa del hombre se esfumó y su rostro adoptó un gesto serio cuando volvió a hablar, esta vez con la mirada clavada en los cinco. Era evidente que le estaba diciendo a Aguacates que sacara a los niños de la habitación. Una vez dada la orden a su chica, dio media vuelta, plegó los recortes para metérselos de nuevo en el bolsillo y pasó los dedos a lo largo del gran armero de nogal cerrado a cal y canto detrás del escritorio de Marty Moss. A través del cristal y los barrotes, escudriñó una escopeta Franchi de cañones superpuestos y un rifle calibre .300 H&H Magnum con mira telescópica. En la base del armario alcanzó a ver herramientas de limpieza y cajas de munición. Una pistola dentro de su funda exhibía el emblema de Smith & Wesson en la empuñadura. Sacudió la manilla del armero e intentó forzar la puerta con una medalla religiosa que llevaba colgada del cuello. La cerradura resistió, y él dio la espalda a las armas y salió de la sala.

La rolliza muchacha se apostó con sorprendente rapidez entre los niños y el televisor. Un clic hizo que la brillante imagen se desvaneciera.

Marti empezó a gritar con unos chillidos cada vez más agudos.

Los ojos de Cary escrutaron a su hermana. Esperaba que Kathy los liderase, pero la niña permaneció callada, aferrada con sus bronceadas manos a los reposabrazos de la silla con tal fuerza que los nudillos perdieron todo su color. Miró con frialdad a la criada.

Patrick saltó del sofá y volvió a poner la película. Una música de persecución llenó la habitación.

Aguacates devolvió al niño al sofá de un furioso empujón y, de nuevo, hizo que luz y sonido se desvanecieran. Habló con una hostilidad a la que no tenía acostumbrados a los niños. Lo hizo en español, pero el mensaje quedó claro. Los estaba mandando a los cinco a la cama. Señaló a la puerta, a las escaleras que había tras ella y hacia arriba. Los gritos de protesta de Marti se tornaron más agudos mientras cada uno de los otros niños se preparaba para hacer frente a la criada. Cary se acurrucó todo lo que pudo en el sofá. Nadie lo movería de allí. Patrick se enderezó con actitud ofensiva y de un salto se plantó delante de la mujer.

—¡No puedes decirnos lo que tenemos que hacer en nuestra propia casa! —gritó.

—¡No es justo! —dijo Sean.

—¡Dile a ese que se largue! —le chilló Kathy a la criada, pero enmudeció cuando vio los ojos de Aguacates desviarse hacia la puerta.

Sin dejar de observarlos, el joven mexicano apoyó con suma precisión la chapa de una botella de cerveza danesa en el brazo de madera de una silla, presionó hacia abajo y la hizo saltar por los aires. Dio un buen trago a la botella y dejó que la cerveza helada se deslizara por su garganta. Con el dorso de la mano se restregó la espuma del bigote.

—Cary —siseó Patrick—. Tú estás más cerca. ¡Vuelve a encender el televisor!