Los presentes inciertos - Jacques Rancière - E-Book

Los presentes inciertos E-Book

Jacques Rancière

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Este libro reúne una serie de intervenciones publicadas o pronunciadas entre 2010 y 2021. Pero cobra sentido desde una perspectiva más amplia sobre las transformaciones que afectaron a nuestro mundo desde el corte que representó el desplome del sistema soviético a fines de la década de 1980. Todos recordamos las especulaciones que provocó en su momento el fin de la Guerra Fría. En esa línea, el exitoso libro de Francis Fukuyama El fin de la historia y el último hombre anunciaba en 1991 la llegada de un mundo uniformizado y pacificado por el reinado conjunto de la economía liberal y la democracia política. Tales predicciones traducían la sensación más ampliamente compartida de que la era de las ideologías y los conflictos asesinos que estas engendraban había quedado atrás: habíamos entrado en la edad del realismo, en la cual la consideración desapasionada de los problemas objetivos daría nacimiento a un mundo apaciguado. A eso se le llamó en nuestras latitudes consenso. "El pueblo" no existe. Lo que existe son figuras diversas, cuando no antagónicas, del pueblo; figuras construidas privilegiando determinados modos de agrupación, determinados rasgos distintivos, determinadas capacidades o incapacidades. La noción de populismo construye un pueblo caracterizado por la temible aleación de una capacidad (la potencia bruta de la gente amuchada) con una incapacidad (la ignorancia que se le atribuye a esa muchedumbre).

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Seitenzahl: 228

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Jacques Ranciére nació en Argel el 10 de junio de 1940. Es profesor emérito de la Universidad de Paris VIII y de la European Graduate School. Sus primeros libros publicados son sobre el mundo obrero: La noche de los proletarios y La filosofía y sus pobres. Fue discípulo de Louis Althusser y participó, junto a Étienne Balibar y Roger Establet, en la escritura del trabajo colectivo Para leer El Capital, publicado en 1965. Durante el Mayo Francés de 1968, se separó de Althusser por diferencias ideológicas. Entre sus libros más conocidos se encuentran El maestro ignorante (1987), El Odio a la democracia (2005) y El espectador emancipado (2008).

Los presentes inciertos reúne intervenciones publicadas o pronunciadas entre 2010 y 2021.

Rancière, Jacques / Los presentes inciertos : escenas políticas 1991-2021 / Jacques Rancière. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, Otros

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Agustina Blanco.ISBN 978-631-6532-08-4

1. Filosofía Política. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título. CDD 320.01

ISBN edicion impresa: 978-631-6532-05-3

Cet ouvrage a bénéficié du soutien du Programme d’aide à la publication de l’Institut français. Esta obra cuenta con el apoyo del Programa de ayuda a la publicación del Institut français.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut français d’Argentine.

Título originalLes trente inglorieuses, 2022

Traducción Agustina BlancoCorrección Federico Juega SicardiDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Jacques Rancière Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, noviembre 2024

Los presentes inciertos

Jacques Rancière

TraducciónAgustina Blanco

Prólogo

ESTE LIBRO REÚNE UNA serie de intervenciones publicadas o pronunciadas entre 2010 y 2021. Pero cobra sentido desde una perspectiva más amplia sobre las transformaciones que afectaron a nuestro mundo desde el corte que representó el desplome del sistema soviético a fines de la década de 1980. Todos recordamos las especulaciones que provocó en su momento el fin de la Guerra Fría. En esa línea, el exitoso libro de Francis Fukuyama El fin de la historia y el último hombre anunciaba en 1991 la llegada de un mundo uniformizado y pacificado por el reinado conjunto de la economía liberal y la democracia política. Tales predicciones traducían la sensación más ampliamente compartida de que la era de las ideologías y los conflictos asesinos que estas engendraban había quedado atrás: habíamos entrado en la edad del realismo, en la cual la consideración desapasionada de los problemas objetivos daría nacimiento a un mundo apaciguado. A eso se le llamó en nuestras latitudes consenso.

Hoy es menester hacer un balance de esas promesas y, para ello, indagar en la naturaleza y los efectos del consenso. No son únicamente las nuevas guerras étnicas y el despertar de los fanatismos religiosos los que vinieron a contradecir la paz que ese consenso prometía. El mismo consenso devino en su contrario o, más bien, reveló su verdad en el inverosímil escenario de la última elección estadounidense: el presidente de la “democracia más grande del mundo” declarando que los resultados electorales no eran lo que eran e incitando a hordas de fanáticos a atacar el Capitolio. Por las mismas épocas, la vieja Europa asistía por doquier al protagonismo de los partidos de extrema derecha y a la muy vasta imposición de esas ideas en las esferas del gobierno, los medios y la clase intelectual.

Los textos reunidos en la primera parte de este volumen puntúan algunas etapas de ese vuelco, léase también de esa consagración, del realismo consensual. Siguiendo ese hilo, debí distanciarme de una postura vigente a favor de la escansión del tiempo presente: postura que bajo el efecto de acontecimientos excepcionales ve con regularidad la apertura de eras radicalmente nuevas. Tal fue el caso con el derrumbe de las torres del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, interpretado entonces como un quiebre simbólico que nos abría paso hacia nuevos tiempos. Más recientemente, lo que se analizó como momento de ruptura de los equilibrios, inclusive entre el hombre y la naturaleza, fue la pandemia de coronavirus, que conminaba a un cambio radical de paradigma civilizatorio. En ambos casos, empero, pudimos comprobar hasta qué punto el “mundo de después” se asemejaba al mundo de antes. La violencia del terrorismo islamista o la del virus fueron gestionadas como agresiones del exterior, a las cuales los gobiernos de las comunidades golpeadas reaccionaron utilizando medios de protección que ya operaban en el consenso habitual: refuerzo del sentimiento identitario, del Estado proveedor de seguridad y de la autoridad absoluta de los expertos. El abordaje de la excepción fue acorde a la regla. Lo cual no significa que vivíamos en un “estado de excepción”, sino que, por el contrario, el funcionamiento regular de la máquina dominante pudo enfrentar de igual modo todas las perturbaciones, pequeñas o grandes: tanto un ataque terrorista como la baja de un índice bursátil, tanto una pandemia como una manifestación callejera.

Ese funcionamiento “regular” de la máquina consensual fue lo que analicé en mis intervenciones, delineando también sus efectos y manifestaciones. Y lo que quedó demostrado es que el consenso no es en absoluto esa paz prometida, sino que es en mucha mayor medida el mapa del territorio sobre el cual se desenvuelven nuevas formas de guerra. Incluso antes de que se publicara el libro en el cual Francis Fukuyama cantaba el triunfo mundial del liberalismo, el diluvio de fuego derramado por los ejércitos estadounidenses en Irak había reflejado en qué consistía el mentado triunfo: la absoluta identificación entre el hecho y el derecho, entre la expansión sin límites del poderío y una justicia a la que George Bush Jr., en el momento de la segunda invasión a Irak, llamaría infinita. Todo aquel que recuerde la forma en que tal justicia se cristalizó a fuerza de mentiras tomadas del arsenal propagandístico de los poderes calificados de totalitarios (los cadáveres de los recién nacidos arrancados del hospital y abandonados sobre un suelo gélido, las armas de destrucción masiva apuntadas hacia las capitales occidentales) comprenderá mejor cómo esa secuencia del “liberalismo” a la conquista del mundo pudo hallar su culminación en la sarta de mentiras en nombre de las cuales Donald Trump lanzó sus tropas militantes al asalto de la sede de la representación estadounidense. Esa es la lógica del consenso. Proclama su paz, cuyo núcleo es la identificación del poder de la riqueza con lo absoluto del derecho. Declara abolidas las antiguas divisiones del conflicto político y la lucha de clases. Por lo mismo, no conoce más que una sola forma de alteridad: aquella del que está afuera, del que es absolutamente otro, imperio del mal contra el cual toda violencia resulta legítima, o víctima absoluta de cuyo derecho se apropia sin límites.

En la vieja Europa, fue de una manera más lenta y sofisticada que el consenso desarrolló sus efectos. No como afirmación de una misión civilizadora planetaria, sino como la simple adhesión al curso necesario de las cosas. Porque es eso lo que quiere decir “consenso”: no es el acuerdo en cuanto a que más vale discutir que pelear, sino el reconocimiento de que no hay nada que discutir porque la realidad objetiva no habilita más que una única opción. Tal realidad objetiva que se impuso al inicio de los años noventa es la de un capitalismo absolutizado y globalizado al cual debían someterse todos y cada uno de los países. Ese no alternative primero había sido el lema conquistador de la contrarrevolución liderada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Pero en casi toda Europa los partidos antiguamente socialistas se unieron a esa fórmula y la reconocieron como el orden ineluctable de las cosas al cual había que adaptarse. Y para ello debían liquidarse los vestigios del pasado que le hicieran obstáculo: derechos de los trabajadores, leyes reguladoras del trabajo, sistemas de protección social, servicios públicos arrojados a la competencia, etc. Esa ofensiva contra las conquistas de décadas de luchas sociales supo oportunamente hurtarle el núcleo duro a la tradición marxista, en ausencia de herederos: la fe en la necesidad histórica. Antaño, esto significaba que el desarrollo mismo del capitalismo conducía a su propia autodestrucción y al advenimiento del socialismo. Es por ello que los pensadores marxistas estigmatizaban a los artesanos rezagados, que vivían apegados a formas del pasado que frenaban el avance del capitalismo y de la clase obrera. Hoy, eran los trabajadores de esa misma clase obrera, en lucha por el mantenimiento de sus derechos, los que eran estigmatizados y tildados de retrógrados que defendían privilegios arcaicos en detrimento de las generaciones futuras. Sobre esa base, una parte de la intelligentsia de izquierda secundó los esfuerzos de los gobiernos de derecha y asimiló ese “arcaísmo” a otro “retraso”, el de las nostalgias de la extrema derecha identitaria y racista. Uno y otro terminaron fundidos en una misma figura negativa, el “populismo”, supuesta expresión de un bajo pueblo superado por la modernidad. Fue así como se selló la alianza entre los representantes del poder financiero y los representantes de la ciencia y la opinión iluminada.

Este combate de la nueva ilustración contra el retraso “populista” solo podía tomar senderos tortuosos. Los partidos del consenso razonable se presentan como el escudo contra el resurgimiento de la extrema derecha identitaria y racista. Pero esa supuesta oposición es mucho más una complicidad. Todos nuestros gobiernos consensuales alzan las barreras para la libre circulación de capitales. Pero para la otra circulación que es el reverso de la primera, la que atañe a poblaciones deseosas de compartir algo de la riqueza acumulada en los países privilegiados, instituyen un reparto económico de las tareas: se encargan de las medidas administrativas y policiales aptas para contener la afluencia de poblaciones indeseables (reglamento de Dublín, policía de fronteras, endurecimiento de las condiciones de naturalización, etc.). Eso sí, dejan la gestión imaginaria de ese carácter indeseable a la extrema derecha, especialista natural en la materia. Pero al mismo tiempo pretenden arrebatarle sus armas, mostrando que se ocupan mejor que ella de luchar contra el enemigo que nutre su pasión: la inmigración, término genérico en el cual quedan subsumidos todos los problemas que plantea la población oriunda de las excolonias, o los nuevos migrantes expulsados de sus países por la miseria o la violencia. Así pues, se tomaron una cantidad de medidas que, con el pretexto de sonsacarle a la extrema derecha su caballo de batalla, potenciaban continuamente esa figura del Otro inasimilable que esta desplegaba. Y, con la excusa de luchar contra un racismo sucio, se fue constituyendo la figura “propia” de lo que propuse denominar racismo desde arriba: un racismo con doble gatillo, en el cual el desprecio ostensible de la gente bien nacida por la plebe retrasada va acompañado de una fascinación, primero discreta pero que hoy se exhibe abiertamente, por el racismo sin culpa que le atribuyen. Por su propio funcionamiento, la figura presuntamente neutra del Estado proveedor de seguridad, que protege a la población de una amenaza siempre cercana (crisis económica, recesión, epidemia, inmigración clandestina o terrorismo islamista), no ha dejado de fortalecer ese odio desnudo al Otro que decía querer desarmar. El consenso “razonable” en torno a la adhesión a la sencilla necesidad de las cosas se consumó así como economía pasional del miedo, la exclusión y la detestación.

Pero tal consumación no pudo perfeccionarse sino gracias al refuerzo que le vino de aquellos mismos que afirmaban denunciar el orden consensual. Uno de los aspectos más sobresalientes de las últimas décadas es, en efecto, el decisivo aporte a los poderes de derecha y a las ideologías de extrema derecha hecho por vastos sectores de una intelligentsia de izquierda, que transformó sus esperanzas defraudadas en un formidable resentimiento contra todo aquello que las había alimentado. Ya he mencionado cómo la fe marxista en la necesidad histórica y la denuncia de las clases que añoraban un pasado pisado se convirtieron en armas intelectuales contra los trabajadores en lucha por la defensa de las conquistas sociales. Más adelante, fue la noción providencial de “neoliberalismo” lo que permitió responsabilizar por la absolutización del poder capitalista a la libertad “sin trabas” reclamada por los jóvenes contestatarios y descerebrados del Mayo Francés y, más generalmente, a la aspiración democrática a una libertad y una igualdad, asimiladas al mero deseo de consumir cada vez más. En Francia, vimos cómo unos cuantos ardores revolucionarios de capa caída se reconvirtieron en militancia “republicana” de la educación ciudadana contra los excesos fatales del individualismo democrático. Pero tales excesos del individualismo democrático pronto iban a cobrar un rostro inesperado: el de la estudiante de secundaria musulmana portadora del velo islámico, contra el cual se erigió un significante republicano amo, la laicidad. Por mucho tiempo, la laicidad había sido sinónimo de neutralidad de la escuela pública en materia religiosa. Ahora se le endilgaba un nuevo sentido: el de una virtud que los individuos debían manifestar en sus ropas, a riesgo de que se los designase como ajenos a la comunidad republicana. De tal modo, el distinguido racismo de los hombres de poder y el vulgar racismo de las extremas derechas pudieron unirse en la misma exaltación del ideal republicano. El odio a la igualdad que habitaba a los primeros y el odio desnudo de cara al Otro que agitaba a los segundos pudieron fundirse en una amalgama que terminó haciendo del militante anticapitalista o antirracista y del asesino integrista una única y misma figura: el islamo-izquierdista, nuevo espectro que asedia por las noches a la clase política francesa.

Estos treinta años asistieron entonces a la consumación de la contrarrevolución intelectual que, o bien rechazó todos los valores progresistas tradicionales, o bien devino en su contrario. Sin embargo, el consenso fracasó a la hora de cumplir con su mismísimo principio: imponerse como única realidad, definir en soledad el tiempo y el espacio de la vida común. A la “justicia infinita” de los ejércitos americanos, o a la rencorosa expansión del orden consensual, respondieron movimientos en sentido inverso: alzamientos democráticos procedentes de lugares periféricos en los cuales la autoridad de los poderes dictatoriales parecía establecida sin cuestionamiento alguno (Irán de Ahmadinejad, Túnez de Ben Ali, Egipto de Mubarak) y cuya dinámica refluyó hacia las capitales occidentales con las ocupaciones de la Puerta del Sol en Madrid, o del Zuccotti Park en Nueva York, para luego difundirse hacia Grecia o Francia, Estambul, Hong Kong, Santiago y muchas otras latitudes. En cada oportunidad, la ocupación de un espacio creó un tiempo específico que interrumpía la reproducción del tiempo de la dominación. Conocemos el destino de dichos movimientos, unos directamente reprimidos por la violencia de Estado, otros lentamente desviados en provecho de fuerzas distintas, otros tantos simplemente incapaces de instalarse de forma duradera. De allí, determinadas mentes críticas sacaron argumentos para reiterar las antiguas cantinelas de la revuelta infantil, opuesta al orden adulto de la política razonable, o de la espontaneidad sin programa, opuesta a los cálculos a largo plazo de la estrategia revolucionaria. Ambas corrientes fueron cómodas maneras de resolver la cuestión de la temporalidad política. La oposición trillada entre la espontaneidad y la estrategia disimula efectivamente aquello que los movimientos de ocupación de las plazas sacaron de nuevo a la luz: el conflicto político no es únicamente una oposición entre fuerzas dotadas de voluntades divergentes; es una oposición entre mundos —un mundo de igualdad y un mundo de desigualdad— que denota distintas maneras de construir un tiempo y un espacio comunes. Los movimientos de las plazas solo duraron escasas semanas o algunos meses. Mas recordaron que el tiempo de la “política adulta”, el del orden representativo, no es más que la reproducción de un sistema de dominación cerrado sobre sí mismo. Y también es dentro de ese tiempo cerrado, el tiempo del enemigo, que se inscriben las presuntas estrategias del largo plazo. Estas, es cierto, se basaron durante largos años en una creencia fuerte: la creencia de que ese tiempo de los dominantes estaba incluido dentro de un tiempo más fundamental, el tiempo de una evolución histórica que destruiría hasta las dominaciones que él mismo había engendrado, el tiempo de un desarrollo de las fuerzas productivas que terminaría enterrando a la clase burguesa que las había desencadenado. Ahora bien, si hay algo que se significó con fuerza en el desplome del bloque soviético y en la destrucción de las metrópolis industriales de Occidente fue la insolvencia de esa creencia. El tiempo ya no trabaja (a decir verdad, jamás trabajó) para transformar la desigualdad en igualdad. La desigualdad y la igualdad son dos mundos en puja dentro de cualquier presente: el primero ya está entre nosotros, con sus mecanismos bien aceitados; el segundo está en perpetuo deber de reconstrucción. Esa desnudez del conflicto de los mundos es precisamente lo que los adultos sensatos o rencorosos quisieron olvidar de dos maneras: unos transformando la necesidad revolucionaria en una simple imperiosidad del orden existente; otros ejerciendo su resentimiento contra todos los valores que habían servido de soporte a la fe histórica.

 

Solo los movimientos efímeros de las plazas ocupadas fueron lo bastante consecuentes como para tomar nota de que la historia no trabajaba ni a favor ni en contra de nadie, y para esforzarse por construir sin ayuda de ella un espacio y un tiempo de los iguales, a riesgo de experimentar en la práctica las contradicciones que otros reprimían en el consentimiento pacato al no alternative, o en la acidez del infinito resentimiento. Así las cosas, experimentaron la contradicción de una práctica de lucha —la ocupación—, tomada de los tiempos de las fábricas y del arsenal del combate obrero, pero en adelante huérfana de aquello que le daba fuerza: la potencia del colectivo de trabajadores agrupados por el sistema mismo de la dominación, el poder de ese colectivo sobre las herramientas de la explotación y la anticipación de un nuevo mundo laboral emancipado. Debieron trasladar esa anticipación efectiva de un mundo de igualdad al espacio callejero y bajo la frágil forma de la asamblea fraterna, arriesgándose a reducir el combate igualitario al mero deseo de comunidad igual, traducido en ese vocablo “consenso” que los militantes de las plazas ocupadas extrañamente adoptaron del léxico del enemigo para convertirlo en una consigna propia. La segunda parte de este libro intenta analizar las contradicciones internas de dichos movimientos, los cuales, pese a sus límites, fueron los únicos que supieron abrir brechas dentro del orden consensual.

Para terminar, unas pocas palabras sobre la composición del presente volumen. Para reflexionar acerca de los procesos que construyeron nuestro presente dividido, me pareció atinado mezclar dos tipos de intervenciones: textos cortos que buscan puntuar la singularidad de un acontecimiento y textos más largos que tratan de abarcar el encadenamiento de un suceso y, más aún, meditar sobre la manera misma en que lo nombramos e interpretamos. En ese sentido, no puedo hacer nada mejor que recordar lo que afirmé hace doce años al presentar mis intervenciones de los años anteriores: “No tenemos por un lado la teoría y por otro la práctica encargada de aplicarla. Tampoco hay oposición entre la transformación del mundo y su interpretación […] Hay textos, prácticas, interpretaciones, saberes que se articulan entre sí y definen el polémico campo en el cual la política construye sus mundos posibles”.

I. Laviolenciadelconsenso

El nuevo racismo: una pasión desde arriba

En el transcurso del verano de 2010, a raíz de la muerte de un joven rom abatido por un policía y de una acción de represalia por parte de su comunidad, el gobierno francés procede a vastas expulsiones de campamentos gitanos. En ese contexto, se organizó una jornada de estudios el 11 de septiembre de 2010 en

La Parole errante

, por iniciativa de Cécile Canut. Las actas de dicho evento fueron publicadas bajo su dirección en el número 34 de la revista

Lignes

(febrero de 2011).

QUISIERA PROPONER ALGUNAS REFLEXIONES en torno a la noción de “racismo de Estado”, que integra el orden del día de nuestra reunión. Esas reflexiones se oponen a una interpretación muy difundida de las medidas recientemente adoptadas por nuestro gobierno, desde la ley del velo islámico hasta las expulsiones de gitanos, que ve en ello una actitud oportunista tendiente a sacar partido de los temas racistas y xenófobos con fines electoralistas. Esa supuesta crítica renueva así el presupuesto que entiende el racismo como una pasión popular, una reacción miedosa e irracional de las capas retrógradas de la población, incapaces de adaptarse al nuevo mundo móvil y cosmopolita. El Estado es acusado de incumplir con sus principios al mostrarse complaciente frente a esas poblaciones. Pero a través de ello se ve afianzado en su posición de representante de la racionalidad frente a la irracionalidad popular.

Ahora bien, tal disposición del tablero, adoptada por la crítica “de izquierda”, es exactamente la misma en nombre de la cual la derecha ha implementado desde hace unas dos décadas una serie de leyes y decretos racistas. Todas esas medidas se tomaron fundándose en la misma argumentación: hay problemas de delincuencia y perjuicios diversos causados por los inmigrantes y clandestinos que podrían desatar el racismo si no se les pone coto. Ergo, hay que someter tal delincuencia y tales perjuicios a la universalidad de la ley para no dar lugar a disturbios racistas.

Se trata de un juego que está en curso, tanto a la izquierda como a la derecha, desde las leyes Pasqua y Méhaignerie de 19931, el cual consiste en oponer a las pasiones populares la lógica universalista del Estado racional, es decir, en otorgar a las políticas de Estado racistas el sello de antirracismo. Sería hora de abordar el argumento a la inversa y señalar la solidaridad que existe entre la “racionalidad” estatal que ordena tales medidas y ese otro cómodo, ese adversario cómplice, al cual esta designa como repelente: la pasión popular. En verdad, no es que el gobierno actúe bajo la presión del racismo popular y en reacción a las pasiones de la extrema derecha calificadas de populistas. Es la propia razón de Estado la que nutre esa otra pasión, a la cual le encomienda la gestión imaginaria de su legislación real.

Hace unos quince años, propuse el término “racismo frío” para nombrar tal proceso. El racismo frente al que hoy nos topamos es un racismo en frío, una construcción intelectual. Es ante todo una creación del Estado. Hemos discutido aquí la relación entre Estado de derecho y Estado policial. Pero la esencia misma del Estado es ser un Estado policial, una institución que fija y controla las identidades, las ubicaciones y los desplazamientos, una institución en lucha permanente contra todo excedente en ese conteo de identidades que efectúa, es decir, también contra todo exceso sobre las lógicas identitarias que constituye la acción de los sujetos políticos. Ese trabajo se torna más insistente en virtud del orden económico mundial. Nuestros Estados son cada vez menos capaces de contrarrestar los efectos destructivos de la libre circulación de capitales en las comunidades que tienen a su cargo. Y son tanto menos capaces cuanto que no desean hacerlo en absoluto. Se repliegan entonces sobre lo que está en su poder, la circulación de las personas. Toman como objeto específico el control de esa otra circulación y, como objetivo, la seguridad de los nacionales amenazados por los migrantes, es decir, más precisamente, producen y gestionan la sensación de inseguridad. Cada vez más, ese trabajo conforma la razón de ser y el medio de legitimación de los Estados.

De allí surge un uso de la ley que cumple con dos cometidos esenciales: una función ideológica, la de conferir constantemente un rostro al sujeto que amenaza la seguridad; y una función práctica, la de rediseñar continuamente la frontera entre el adentro y el afuera, la de crear permanentemente identidades difusas, susceptibles de expulsar afuera a quienes estaban adentro. Legislar sobre la inmigración primero significó crear una categoría de subfrancés, deslizar hacia la categoría confusa de inmigrantes a personas que habían nacido en suelo francés de padres nacidos franceses. Legislar sobre la inmigración clandestina significó deslizar hacia la categoría de clandestinos a “inmigrantes” legales. Tal es la lógica que digitó el uso reciente de la noción de “francés de origen extranjero”. Y es esa misma lógica la que hoy tiene por mira a los gitanos, creando, contra el principio mismo de libre circulación en el espacio Schengen, una categoría de europeos que no son verdaderamente europeos, al igual que hay franceses que no son verdaderamente franceses. Para idear esas identidades en suspenso, el Estado no se incomoda con las contradicciones, como vimos en sus medidas atinentes a los “inmigrantes”. Por un lado, vota leyes discriminatorias y formas de estigmatización fundadas en la idea de la universalidad ciudadana y la igualdad ante la ley. Son entonces sancionados o estigmatizados aquellos cuyas prácticas se opongan a la igualdad y a la universalidad ciudadanas. Pero por otro, en el interior de esa ciudadanía semejante para todos, genera discriminaciones como la que distingue a los franceses “de origen extranjero”. Por ende, de un lado todos los franceses son iguales, y ojo con el que no lo sea; del otro, no todos son iguales, ¡y ojo con el que lo olvide!

Por tanto, el racismo de hoy es ante todo una lógica estatal, y no una pasión popular. Y tal lógica de Estado es sostenida, en primer lugar, no por vaya uno a saber qué grupos sociales rezagados, sino por buena parte de la élite intelectual. Las últimas campañas racistas no fueron en absoluto producto de la extrema derecha “populista”, sino que fueron conducidas por una intelligentsia que se reivindica como de izquierda, republicana y laica. La discriminación ya no está fundada en argumentos sobre las razas superiores e inferiores, sino que esgrime motivos en aras de la lucha contra el “comunitarismo”, de la universalidad de la ley y de la igualdad de todos los ciudadanos en atención a las normas y a la paridad de sexos. Aquí tampoco las contradicciones estorban demasiado; los argumentos resultan de gente que, por lo demás, poco caso hace a la igualdad y al feminismo. De hecho, la argumentación tiene el efecto, sobre todo, de crear la mezcolanza requerida para identificar lo indeseable: así pues, se pone en una misma bolsa a migrantes, inmigrantes, retrógrados, islamistas, machistas y terroristas. En verdad, el recurso a la universalidad opera en provecho de su contrario: el establecimiento de un poder estatal discrecional para decidir quién pertenece o no a la clase de aquellos que tienen derecho a estar aquí. El poder, en síntesis, de conferir y suprimir identidades. Tal poder tiene su correlato: obligar a los individuos a ser identificables en todo momento, a mantenerse en un espacio de visibilidad integral en relación con el Estado. Desde ese punto de vista, vale la pena repasar la solución que encontró el gobierno al problema jurídico planteado por la prohibición de la burka. Como hemos visto, era difícil elaborar una ley que apuntara específicamente a unos cientos de personas de determinada religión. Pero nuestros gobernantes dieron con la solución: una ley que estipulara una prohibición general de cubrirse el rostro en el espacio público,