Maradona, un mito plebeyo - Antonio Gómez Villar - E-Book

Maradona, un mito plebeyo E-Book

Antonio Gómez Villar

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Beschreibung

Maradona, nos dio otro cuerpo posible, un rostro, sus rulos. El cuerpo y el color de la villa. Nos dio una lengua, incendiaria. Nos dio una política, siempre la más irreverente. Nos dio un movimiento, la gracia, la astucia, la insolencia. Nos dio la felicidad, la más plebeya. Nos dio el desborde, nos enseñó la lujuria. La quiso para todos, como al oro del vaticano. Fue el sueño, el de los muchos. Cuando estuvo entre los amos, escupió su mano y volvió al barro. Se dio todo, hasta el final. Lo quisieron capitalizar todo, hasta el final. Hasta su cuerpo viejo y roto. Sin resto. Emiliano Sacchi El Diego, un mito hecho de vulnerabilidades y excesos, operó como superficie de inscripción, catalizador y soporte para expresar los afectos compartidos de comunidad. No es éste un libro colectivo al uso, sino una hipótesis desplegada colectivamente, un intento por pensar lo que de acontecimiento comportaba su ausencia.

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© Antonio Gómez Villar, 2021 y de los autores

Cubierta: Vanina de Monte

Primera edición, octubre 2021

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2021

Preimpresión: Fotocomposición gama, sl

ISBN: 978-84-18273-47-6

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

Ned Edicioneswww.nedediciones.com

ÍNDICE

La lucha de clases por otros medios

Un duelo popular, el de cada uno de los que lo lloran

El 10

Todos los duelos, un duelo (o hacerle gambeta al universal)

Tierra en la boca

Una ofrenda para el altar

El dragón en su cueva

Maradona, simbionte de la plebe

La Maradona de Proust

Maradona es Dios: ¿monoteísta o pagano?

Maradona: el más cualquiera de todos nosotros

Gambetas desde los feminismos plebeyos

¿Feministas maradonianas? Sí, y qué

Maradona, racismo y heterosexualidad obligatoria

¿Por qué queremos tanto al Diego si somos feministas?

Si no puedo llorar no es mi revolución

Maradona, la gambeta que no pudo evitar el purismo interseccional

Un legado sensible: la inversión del cuerpo

Orfandad y gloria

Un ángel plebeyo

Maradona, último libertador onírico del mundo colonial

Lágrima y lágrima en la polvareda

Un D10s silvestre

Mi Diego

El camino del héroe

Diego Maradona y el sentido de la praxis

La agonía diferida. El fútbol como forma de exterioridad

El deslenguado: desequilibrante y desequilibrado

Maradona ha muerto, se nos murió el fútbol

La muerte del dios plebeyo

Imágenes Maradona

Mito y afecto plebeyo

«Maradoo», la imagen de un niño plebeyo

Maradona: epopeya y lírica de lo cotidiano

Los hilos de lo extraordinario

El plus de Maradona

Teología política de D10S

No eres tú (Maradona), soy yo (la política)

Maestros: pases e impases en la formación

Querido Diego

Poéticas y estéticas del Sur

El duende de Maradona (por una estética del Sur)

Bestiario V: un monstruo monstruoso

Y Maradona llegó a Sevilla

Un debate flamenco y maradoniano

Maradona, populista

LA LUCHA DE CLASES POR OTROS MEDIOS

ANTONIO GÓMEZ VILLAR, profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona

No escribo sólo con la mano: el pie siempre quiere escribir también. Firme, libre y valiente corre ya por el campo, ya por el papel.

F. NIETZSCHE, La gaya ciencia

El fútbol es una suerte de protesta con los pies, un momento de suspensión del trabajo manual. La tradición burguesa siempre consideró la mano el instrumento privilegiado de la civilización, posibilidad de toda habilidad. El espíritu burgués calcula, controla y clasifica; hace el cuerpo inteligible, lo subordina a formas de comportamiento uniformes y predecibles, introduce la regularidad y el automatismo. La cultura burguesa siempre fue racionalizada, domesticada, disciplinante, sublimación de la carga pulsional. Y desde este marco de sentido, la mano siempre ha sido considerada formal, racional y abstracta, un lugar del orden. El pie, en cambio, siempre fue señalado como lo más indócil, irracional, intuitivo e instintivo. La mano remite a un principio de higiene, siempre aseada; el pie, por su parte, se apoya en el suelo, en el barro, siempre sucio. Por eso otorgar poder a los pies es pretender una habilidad antinatural. Jugar con los pies es una invención poética, un misterio. Tal es la singularidad del fútbol: a diferencia de otros deportes, se juega con el pie.

Sin embargo, jugar al fútbol tiene mucho de cálculo geométrico. Es una lucha de formas geométricas en movimiento. Se juega con la geometría, ciencia y cálculo en movimiento. Se dice que un buen entrenador es aquel que logra dar forma a su equipo hasta hacerlo reconocible. Para preparar bien un partido, se estudia al rival, se determina una posición táctica y se analiza cómo ocupar y controlar el espacio, una operación muy similar a la cuadriculación militar del espacio. El entrenador Luis Enrique dice que jugar al fútbol es imaginar triángulos por el campo, figura que posibilita siempre al menos dos opciones de pase. Por eso el pase nunca es causa, sino consecuencia de movimientos infinitos. Cuantos más movimientos, las opciones de pase se multiplican.

Tal destreza se ensaya en los entrenamientos a través de los rondos, jugadores dispuestos en un círculo para dar y recibir la pelota sin que el jugador que está en el centro logre tocarla. No es casualidad que sea en forma de círculo, pues es sabido que era la figura geométrica más perfecta para los griegos, la armonía entre el todo y sus partes, la eterna repetición del tiempo, la permanencia de lo estático. Lo escribió Platón en el Timeo: «Por esto redondeó el mundo hasta hacer de él una esfera [...] que es la más perfecta de las figuras». No deja de ser curioso que aprendamos a jugar en círculos en el interior de un rectángulo de juego, una particular cuadratura del círculo.

Los sistemas tácticos que emplean los entrenadores suelen reproducir las formas de división del trabajo, un reparto de funciones específicas dependiendo del lugar que se ocupa en el campo. Es una suerte de cadena de montaje sobre el césped. Si Marx me lo permite, diría que el diseño de una alineación es fuente de alienación. Frente al círculo como figura del orden de lo cerrado, contraponían los griegos el caos representado por el punto aislado y la línea, siempre imperfecta. Y así es como muchos recuerdan el histórico gol de Maradona a Inglaterra en los cuartos de final de México 86, trazando una infinita línea recta. Sobre una pretendida geometría perfecta, irrumpe el barrilete cósmico, cual línea de fuga, abriendo el espacio fugándose. El gol de Maradona no se puede enseñar. Escapa de lo calculable, desautomatiza el gesto, excede lo esperado, lo desborda. Rompe la pragmática del fútbol, juega inventando la manera de jugar.

Su gesto encierra un misterio, y no sólo el misterio de jugar con los pies, también el misterio de lo plebeyo. Eso instintivo del pie de Diego Armando Maradona actúa como inconsciente colectivo plebeyo. Es un gesto que resuena en toda experiencia popular. El fútbol del Diego no es, como se suele repetir, la simple continuación de la guerra por otros medios. Diego nos convoca a un combate simbólico diferente: la continuación de la lucha de clases por otros medios. Su fútbol es una forma de geometría variable, haciendo figura con lo asimétrico de todo gesto plebeyo. Los discursos del statu quo siempre entienden el conflicto desde una simetría perfecta, desde la igualdad de los individuos como punto de partida, manera privilegiada de neutralizar la política. El conflicto plebeyo, en cambio, está marcado siempre por una asimetría esencial, negando la existencia de campos políticos simétricos.

El mito Maradona no deja de ser una expresión de rechazo del trabajo. No hay en él interiorización de la ética del trabajo, ni ideal ascético puritano como virtud moral estricta. No hay repetición ni mímesis productiva. No hay ahorro ni administración en su juego, sino despilfarro y ociosidad, atracción por el exceso, momentos de subversión de lo instituido. Su fútbol es una continua gambeta a lo productivo. Aunque inserto en la industria del fútbol, y por ello mismo sujeto a las exigencias de cierta disciplina laboral y racionalidad productiva, Diego no se deja atrapar del todo, hay siempre un resto que no puede ser leído en términos de utilidad, ni de capitalización o rendimiento, sino como insurrección permanente, despreocupada alegría, insubordinación y rebelión.

Chaplin nos revelaba en Tiempos modernos hasta qué punto el hombre mismo, para poder seguir el ritmo de la máquina, debía actuar como máquina, hacerse émbolo o palanca. Pero Charlot, como Maradona, escapa a todo, a los industriales que quieren esclavizarlo, controlar al individuo, domesticarlo para que sea productivo. Chaplin filmó los «tiempos modernos» de la pobreza, pero vinculó al pobre con una vida y una productividad liberada. El fútbol de Maradona siempre tuvo algo de wildcat (huelga salvaje), formas no sometidas a la disciplina, a la responsabilidad y la representación. Un acto de insubordinación política, de sabotaje contra los ritmos del trabajo. Maradona sólo triunfó en el Sur, en su Argentina natal y en su Argentina meditada, y en Nápoles. Y dicen que en el Norte se perdió. En Barcelona lo encontró todo menos el seny. Justamente porque careció de él, por ser icono del exceso y biografía siempre contradictoria, por las miserias que pisan siempre los pies en el barro, es que el Diego es un mito plebeyo.

Su rechazo del trabajo no es negación de la creatividad, sino expresión del repudio a una relación de explotación. Sus gambetas son la afirmación de la fuerza productiva proletaria y la negación de las relaciones capitalistas de producción. Contra la sumisión del fútbol a un trabajo repetitivo y cadente, reclama el orgullo de oficio, la apertura de un devenir, de posibilidades de creación. En cada jugada de Maradona no nos encontramos sólo con el contenido de lo que hace y su cosificación para las eternas estadísticas (número de goles, número de pases, número de asistencias, etc.), sino con el acontecimiento mismo de vivir el fútbol de una manera bien distinta.

Quizás el fútbol nació como un acto de holgazanería. Convengamos que hay pereza en el acto de querer agacharse a coger la pelota con las manos. Jugando en el Sevilla, en un partido contra el Zaragoza, Maradona se dirigía a sacar un córner. De camino, se encontró una diminuta pelota de aluminio sobre el césped que minutos antes bien probablemente envolvía el bocata de algún aficionado. En un acto de suspensión del cumplimiento de la tarea burocrática —sacar un córner, qué pereza— , Maradona no se agacha a coger la bolita de aluminio y sacarla del campo, sino que levanta la pelotita con la punta de la bota derecha —la menos buena, para más inri— y le dio varios toques antes de sacarla del terreno de juego con un taconazo. El público se puso en pie y aplaudió el gesto inesperado como si de un gol se tratase.

Messi y Cristiano Ronaldo han representado en los últimos años el prototipo del cuerpo como engranaje, máquina de la producción capitalista, ortopedia del fútbol. Es un fútbol que pertenece al orden del deber ser. Habitan el espacio/tiempo como si justo antes de cada partido hubiesen leído la Crítica de la razón pura. Es cierto que Messi es un producto de la calle tanto como Cristiano Ronaldo lo es del gimnasio. Y es cierto que el gimnasio contiene el orden; y la calle la picardía, lo imprevisto y la espontaneidad. Pero Messi, aun habiendo crecido en la calle, parece mudo, nunca habla. Y a los pueblos nunca les gustó la mudez. De Maradona, en cambio, siempre se dijo que era un «bocón». Maradona desvaloriza y suspende el tiempo, le da otra densidad, nos arranca de la temporalidad ordinaria, es un pibe de la calle. Por eso Messi nunca será un pibe.

Ahí reside el mito Maradona. Las identidades políticas siempre se construyeron a través de mitos, de imágenes, de dispositivos simbólicos. Las formas culturales crean significados y símbolos referidos a bases materiales encarnadas siempre en un cuerpo. Cualquiera de nuestras ideas o valores tiene una relación mucho más estrecha con una identidad ideal o imaginada, con imaginarios creados a través de identificaciones simbólicas más que con la convicción vivida. Pertenecen a la esfera de nuestra imaginación, pero, como bien postulaba Cornelius Castoriadis, la imaginación no es fantasía, sino «materia ensoñada».

Un mito no es lo opuesto a una verdad. Un mito es lo que vehicula, forja y funda una verdad. Un mito no es ni verdadero ni falso. Crea o no crea. Los mitos nos remiten a las poéticas necesarias para expresarnos, a las narrativas que cambian imaginarios, a las superficies de inscripción catalizadoras de afectos, soportes para expresar los afectos compartidos de comunidad. Como bien sabía George Sorel, los mitos tienen una función movilizadora, operan como energía identificadora. Por eso al Diego no se le puede tener, pero se le verifica en los afectos.

Maradona no es sólo una operación ligada a los contenidos imaginarios que introduce, sino a todo aquello que tal operación habilita y posibilita simbólica y materialmente. Digámoslo ya, el Diego es nuestro malestar transformado en obra. El mito Maradona es un modo de concreción de una verdad de lo plebeyo. Y como toda verdad plebeya es una verdad contradictoria. El horror vacui que anunciaban las imágenes de su funeral no es el horror de la alineación, de la masa embrutecida, sino el horror de sabernos en una época carente de nuevos mitos que expresen lo plebeyo. La erradicación de las formas simbólicas y de los universos míticos ha sido siempre el eje de todo proyecto racionalizador. Maradona fue un dique de contención contra el desencantamiento del mundo. No un ansiolítico para negar nuestra realidad, sino una capacidad de desdoblarla, transformando el desencantamiento del mundo que siempre jugó a favor de los de arriba. Por eso su dimensión no es histórica sino mítica.

Antonio Gramsci, en su texto La cuestión meridional, consideraba que las fiestas religiosas no son un síntoma de sumisión, sino significados de deseo de otra vida y otro mundo. Algunos dicen que el fútbol, como la religión, es el opio del pueblo. Y lo desprecian por ser lo propio de masas animalizadas. Pero, paradójicamente, esos mismos querían que Maradona fuese un ídolo inmaculado y perfecto. Pero el Diego es un ídolo salido (literalmente) del barro. Nunca borró su marca de origen, nunca abandonó el campo popular ni lo traicionó. Es la picardía convertida en mito, Diego podría ser cualquiera de nosotros. Como en el teatro de Bertolt Brecht, socializa la experticia sobre el juego. Y murió también como uno de los nuestros. Otros hubieran preferido que muriera como hijo del espectáculo. Maradona fue el vuelo de un pueblo, ayudó a dar sentido a nuestros dolores anudando afectos y simbolizaciones colectivas. Es el misterio de la fe y, por ello, irrepresentable y común a todos. Y a eso lo llamamos pueblo.

La conocida «mano de Dios» no es sólo expresión de picardía, sino impulso de ascensión. Un Maradona secularizado, desacralizado. Es eso sagrado presente en las formas de lo plebeyo. No es que Maradona sea lo sagrado, sino que es la irrupción de lo sagrado, sacralidad laica, irrupción que libera, incorporando otra cosa que no es él mismo. A través de su gesto, nos defendemos de la nada e insignificancia a la que todo orden nos arroja. Esa nada coincide con la etimología de lo plebeyo, de lo proletario. La lógica de lo plebeyo es siempre la de la irrupción, lo que irrumpe. Bien lo sabía Maquiavelo, es la lógica tumultuaria, el conflicto irresoluble, la fundación siempre impropia. Es siempre un momento de inadecuación, de anomalía y conmoción. Qué mejor metáfora podría dar cuenta del cierre de una época y el nacimiento de otra que la imagen de la mano plebeya de Maradona desafiante sobre lo divino frente al nuevo Dios VAR1 que todo lo ve. De un lado, la expresión popular, siempre desbordante y excesiva; de otro, el límite, la cesura y el recorte. Lucha de clases lo llaman.

Si el Diego es un ídolo, lo es en un sentido dionisíaco, un santo pagano que nos permite experimentar lo infinito, la fiesta lujosa del pueblo, la energía sublimada como exuberancia estética yendo más allá de lo ordinario, alterando la experiencia temporal, suspendiendo el tiempo. Nos convoca a la vida en su forma absoluta, desligada de todo presupuesto, abandonada a su fluir originario. Su fútbol es pura presencia, no representable en cuanto tal. Una miscelánea iconográfica, una poética en su forma, un derroche que excede la eficacia y la mera rentabilidad. Frente al masificador fútbol/engranaje, la potencia expresiva de su carácter dionisíaco, energía (o barrilete) cósmica, expresión de esa nietzscheana «gran razón del cuerpo». Frente al poder de la lógica de los sistemas tácticos, cual gramática metafísica trazada en una pizarra, las formas expresivas, la transgresión de lo ordinario. Al Diego, como a Dionisio, no se le puede mirar de cerca, pues uno se convertiría en piedra.

Las autoras y autores que conforman este libro forman parte de diferentes tradiciones políticas; y las reflexiones que contienen sus textos dan cuenta de esa heterogeneidad. No es un libro colectivo al uso, mera yuxtaposición de reflexiones bajo un marco que las alberga. Antes bien, se trata de una hipótesis que se despliega colectivamente. Y esa hipótesis se declina desde diferentes posiciones políticas, a veces más cercanas, otras más distantes y algunas, incluso, irreconciliables. No suele ser muy habitual encontrar que un mismo libro compuesto colectivamente tenga este doble cariz, tanto en lo metodológico como en lo referente a su contenido.

Y creo que es importante decir algo sobre esto último, sobre la capacidad que ha tenido el Diego de reunir aquí a toda esta heterogeneidad inherente al campo político plebeyo. Tal es el carácter «pervasivo» o infiltrante del Diego, que logra «avanzar a través de», «invadir», «penetrar», «cundir». Su gesto plebeyo no sirve para enmarcar una acción colectiva, darle unos contornos y crear una identidad fija, sino que impregna, ilumina, como la marxiana «iluminación general que baña todos los demás colores y modifica su particularidad». Hay siempre una iluminación general que interviene sobre las tonalidades específicas del campo plebeyo, mezclando todos los colores de una época. Y el Diego tiene esa fuerza. Nos ha unido no como líder capaz de guiarnos, sino afianzando lazos de fraternidad; no como el Gran Padre, sino como hermano mayor. Por eso, todos y todas nos hemos sentido algo huérfanos tras su muerte, porque nos convocaba a un vínculo imaginado. Tal es la fuerza del mito Maradona, no se proyectó sobre la particularidad que somos, sino sobre la universalidad por venir. Y creo que este libro da cuenta de ese gesto metonímico. Y también de ese sentimiento de orfandad. Tal es mi deseo y esperanza: que el gesto del Diego se distribuya.

1. Video Assistant Referee, el sistema que proporciona asistencia técnica a los árbitros sobre el césped, utilizando para ello las imágenes de cámaras de televisión. [N. del E.].

UN DUELO POPULAR, EL DE CADA UNO DE LOS QUE LO LLORAN

EL 10

JORGE ALEMÁN, psicoanalista y escritor

a Víctor Hugo Morales

Por su ética

Nadie como él capto aquel instante con su palabra

No debería escribir sobre el monstruo

Él que silenció de estupor y misterio al Bernabéu incrédulo aplaudiendo un gol en su contra

Debería callar sobre mi propio calvario cuando lo vi salir en camilla del Nou Camp quebrado por el propio fútbol resentido que después promovió su cruz

Debería callar para siempre y no decir nada del último ídolo popular

Él que decepcionó a todos los sponsors

Y no quiero nombrar su insólito radar captando todas las vibraciones del poder como fuerzas del mal

No tendría que hablar de su encuentro con el mentor espiritual en Cuba al que le susurró la marcha peronista en sus oídos

Para qué hablar del hijo pródigo de Fiorito que bebió el agua bendita de la virgen peronista con la sed de su paranoia

Él que se tatuó al Che en su brazo bisexual para redimir a los oprimidos por su deseo

Él imposible de manchar en la santidad más alta de la plebe

Él que se vuelve mujer en el pase a Caniggia y lo besa en la boca

Él que no durmió nunca esperando su llamada

Él que se inmoló en su aura desorientada

Él que habló con Dios entre los ingleses

No debería escribir sobre el que lloraba un tango sobre el regazo de su madre

Debería ser impronunciable mi devoción estricta cuando caí de rodillas ante mi padre en el Mundial del 86

Santo de los villeros incurables

Retraso sonso de los progres bienpensantes

«Buenjugadordeleznablepersona»

Esos perros vigilantes que no saben que hay cuerpos que nunca se volverán a repetir

Tertulianos del pontificado del tedio

No podría nunca escribir de la Italia que se quebró en su angustia

De la mafia que lo quiso traducir en sus fraseos imposibles

No puedo escribir nada de esa criatura con la que soñé desde siempre

Sólo podría hablar a solas con los que como Él ya no están mientras mis recuerdos pasan entre la magia de sus jugadas.

TODOS LOS DUELOS, UN DUELO (O HACERLE GAMBETA AL UNIVERSAL)

ANA CECILIA GONZÁLEZ, psicoanalista

«Se murió Maradona».

Era la hora del almuerzo, el anuncio me dejó en franco estupor. Cinco veces repetí: «Es broma», la reiteración necesaria para que empiece a creerlo. Cinco veces. Los días previos, ante las noticias de su deteriorada salud, había invocado la frase que hace años le escuché a un amigo —quien, dicho sea de paso, también integra este libro—: «El Diego y Charly nos van a enterrar a todos». En eso había querido creer; en su muerte, no, de ninguna manera.

Cinco veces, cuatro Mundiales, una Copa, dos goles, todos los goles, un beso al Cani, diez frases inolvidables, cinco hijos, quien sabe cuántos más, una mujer, y otras tantas, veintiséis canciones y contando... El trabajo de duelo tiene algo de la inexorabilidad de los números, se presentan así, un recuerdo tras otro, una lágrima, luego otra, un conteo moroso que no parece tener fin mientras dura.

El solo hecho de que una lista de Spotify pueda compilar veintiséis canciones, de músicos de todo el mundo y con los estilos más diversos, dedicados a él, debería bastar para advertir el carácter único, radicalmente único, sin eufemismo ni lugar común, de la figura de Maradona. Digo «la figura», como podría decir «el ídolo» o «el mito plebeyo», o cualquier término que deje claro que hay eso, y luego la persona que fue Diego Armando Maradona. Pero no lo digo para descartar una y quedarme con la otra, lo relevante es la relación entre ambos, volveré enseguida sobre eso.

Retomo el relato donde lo dejé. Ahí estaba, esa tarde en la que el mundo se enrareció para siempre —como cada vez que alguien se va—, repasaba las listas de canciones, entre imágenes de televisión, anécdotas y homenajes en las redes... Hasta que apareció el primer posteo de odio; luego otro, altanero; luego otro, despectivo y burlón; luego otro, moralista hasta la náusea.

Primera constatación: la llamada «cultura de la cancelación» admite variantes feministas, intelectuales, eurocéntricas, moralistas de entrecasa, y me temo que es largo el etcétera. Segunda constatación: sean cuales sean sus ropajes, en todos los casos, el objeto oscuro del odio asoma incontenible y se enarbola incluso el derecho de venir a decirnos a quién es legítimo, o no, llorar. Retorsión horrible del ideal, en su ciega tendencia al totalitarismo, a más simplón, más espeluznante. ¡Pero qué se han creído!

Cual caricatura posmoderna de Creonte, la cultura de la cancelación no respeta el duelo, ni tan siquiera por el breve lapso que se tarda en enterrar un muerto. Azorada, me encontré pidiendo, una y otra vez, que al menos respeten ese momento, y discutí fervientemente con una vieja amiga que no pudo dejar de vomitar su desprecio por el dolor popular. Luego vino el penoso debate por el cómo y el dónde del funeral, y mejor no sigo.

Como era de esperar, con la muerte de Maradona se constata lo que sabemos desde Antígona, tal como nos recuerda Judith Butler, y lo decimos parafraseando a otro ídolo popular sin par: todo duelo es político.2

Pero Butler yerra en su apelación reiterada de ampliar el orden simbólico para volverlo más inclusivo, de modo tal que pueda acoger también a los cuerpos abyectos, para que importen por igual. El Universal es otro tonel de las Danaides, y no es por ampliarlo que se sale de la lógica del Todo y la excepción que lo funda, la exclusión es su marca de origen. La cultura de la cancelación lo ilustra a la perfección, pues es el correlato necesario, el reverso siniestro de las buenas intenciones inclusivas. La lógica, como la muerte, es implacable.

De las trampas del universal se sale, al decir de Barbara Cassin, complicándolo, o para rendirle homenaje al Diego, haciéndole una gambeta. Y esto vale para situar mejor el carácter político del duelo y, a la vez, la singularidad del mito Maradona.

A contrapelo del sentido común, si el duelo por la muerte del Diego es político en un sentido amplio no lo es, o al menos no exclusivamente, por su carácter «de masas». Tampoco se trata de inflamar el adjetivo, siempre en disputa, de lo popular. Maradona no es el muerto de todos, evidentemente, tampoco la excepción, es el muerto de cada uno de los que lo lloran. No es, «todos los duelos, El duelo», sino, «todos los duelos, un duelo».El psicoanálisis enseña que el duelo implica, para cada quien, la pérdida de un objeto singularísimo que, sin embargo, permite engarzarse en el lazo social. Es ocasión de apertura a partir de una pérdida que replica otra, marca inaugural de humanización. Reiteración del prodigio que nos arranca del ensimismamiento y nos arroja a la vida en común. Y es por eso que el modo en que le se haga lugar, o no, tiene consecuencias hondas y duraderas para el devenir político de una comunidad.

El duelo es colectivo, pero se dice en primera persona del singular, en la pequeña anécdota con la que cada quien elige recordar al difunto, y que resuena en cada deudo. Nobleza obliga, cuento brevemente la mía: durante la semifinal del 86, con mi amiga de la infancia, se nos ocurrió versionar la letra del Himno a la Bandera, dedicándosela a Maradona. Al día siguiente el intento de compartirla en clase nos valió una dura reprimenda de la maestra de música: ¡cómo habíamos osado mancillar un himno patrio! Mi amiga lloraba, yo discutía; no hubo caso, pero sí revancha: su madre trabajaba en un estudio de televisión, así que allí fuimos todas las nenas del grado (sí, era una escuela de niñas) acompañadas por otra maestra que supo entender lo amoroso del gesto, nos filmaron cantándola y se lo enviamos al Diego.

Vuelvo por fin a lo que él tiene de inigualable. Lo que mejor lo condensa es el contraste entre los dos goles a los ingleses en el 86: uno, maravilla de la destreza, épica sobrecogedora, «barrilete cósmico», el gol del siglo. Pero el Diego no sería Maradona si no hubiera habido también, y a la vez, «la mano de Dios», es decir, un gol marcado rompiendo las reglas, robado con picardía ante los ojos ciegos del poder, confesado después porque de eso se trataba, de colárselas y que lo sepan, y de parte de Dios, nada menos. Así, un gol descompleta al otro en un pase de pelota que no se detiene, el Diego no es uno ni el otro, es el que complica cualquier afirmación definitiva, la gambeteada eterna que nunca lo encuentra donde debía estar. Por primera vez, mientras escribo, escucho el equívoco que permite la lengua catalana: mare-dona (madre-mujer), y entonces también ahí, en su nombre, la marca de la tensión irreductible, y de nuevo, mejor no pretender situar(se) definitivamente, ni una, ni la otra.

Y bien, esa misma lógica de descompletamiento es la que opera entre Maradona y el Diego, entre el astro del fútbol que enfrentó a los dueños del negocio, y el hombre lleno de las bajezas e inconsistencias que le enrostran, que él nunca pretendió negar. Y de nuevo, gambeta eterna entre los dos, y por eso Maradona es Maradona, sinigual.

No se puede saber de antemano cuál es ese objeto, ese pedazo de sí que cada quien pierde cuando alguien se va, hace falta el lento trabajo del duelo para darlo por perdido definitivamente.

Todavía no sabemos lo que se perdió con el Diego. Pero, ¡ay!, ojalá no sea esa habilidad arrolladora de manchar con risa y barro de potrero el altar solemne y mortífero de cualquier pretensión de universal.

2. «Todo preso es político» es el título de una canción de Patricio Rey y sus redonditos de ricota, banda de la contracultura rockera de la ciudad de La Plata en los años 1970. Devenida de culto durante la década menemista de los años noventa, acabó convirtiéndose en un fenómeno popular sin precedentes, renovado como acontecimiento con cada recital, que reunía a cientos de miles de personas llegadas de todo el país para asistir a la «misa ricotera».

TIERRA EN LA BOCA

MANUELA BERGEROT, coportavoz de Más MadridCAROLINA MELONI, filósofa

Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto me queda enorme.

CAMILA SOSA VILLADA

Y festejamos, como locos, desaforados, energúmenos, a los gritos, entre lágrimas. Festejamos en todo el país, en todos los rincones del mundo en los que habíamos sido condenados a huir tras la dictadura. México, España, Francia, Suecia. La radio, la tele, el teléfono fijo colectivo sonando. El Diego volaba en la cancha, sorteaba a ingleses, a alemanes, a italianos y nos elevaba de la tierra unos segundos, después de años sumidos en el auténtico averno, después de haber sido desterradas. Vimos papelitos celestes y blancos que se esparcían por todos lados. Salimos a la calle, convertidos en barriletes con alas. Y cantábamos. Maradona no perdona, Argentina, ya sos campeón. Cantábamos con la tristeza aún anudada en nuestras gargantas, con el miedo pegado a nuestros cuerpos, con lo ominoso de aquel otro Mundial, porque la victoria traía consigo, necesariamente, el recuerdo de aquel otro y de sus funestos partidos jugados al lado de los centros clandestinos de detención. Pero en este caso, nuestras voces ya no se mezclarían con los gritos de los torturados en la ESMA, nuestras lágrimas ya no rezumaban dolor y desasosiego, la copa ya no era levantada por Videla con su sonrisa mortal.

Para muchas de nosotras, niñas del exilio, el Diego nos trajo un poquito de tierra, de infancia, de aromas provenientes de ese extraño país que habíamos abandonado junto a nuestros padres. Algunas habíamos retornado hacía poco a la Argentina, con la llegada de la democracia; otras, en cambio, permanecíamos en el exilio, aprendiendo a no sentirnos en permanente tránsito en una tierra árida. Apenas habían pasado tres años del final de la dictadura, y en ese mágico año 86, la euforia y alegría se hacían presentes, después de tantos muertos y desaparecidos, tanta oscuridad e infamia, tantas lágrimas derramadas por la ignominia vivida.

Diego, el «Pelusa», el negrito villero, el cabecita negra, nos hizo volar y sonreír, al tiempo que pedía, de manera contundente, un minuto de silencio en todas las canchas argentinas por los 30.000. Su estela cósmica hizo que los argentinos en el exilio nos juntáramos y se sumaran los vecinos, que nuestros mayores se hicieran livianos y que nosotras los abrazáramos fuerte para que se quedaran en ese lugar de felicidad; aquella final fue como una prórroga del exilio, todavía se podía ganar.

Un 25 de noviembre, 34 años después, subía las escaleras del metro de Lavapiés para sumarme a la concentración contra las violencias machistas mientras se me caían las lágrimas por cómo me tocó la muerte del Diego. Comenzaba a llover en Madrid y me reía mientras lloraba por semejante paradoja, haciéndome cargo de mi realidad vital. Pero no paraba de llover y el polvo de tierra seca de la meseta madrileña inundó mi boca y el exilio volvió a atravesarnos. No había suelo firme bajo mis pies, sólo tierra en la boca.

La máquina moralista se puso en marcha con toda su potencia enjuiciadora: desplegaron parámetros sobre lo que estaba permitido llorar, no se iba a consentir duelo semejante, no era posible tolerar un dolor tan irracional, tan insensato, tan infantilizado. Era inadmisible aceptar, desde coordenadas feministas, que pudiéramos siquiera mencionar que algo de la muerte de ese ídolo con pies de barro, ídolo salido literalmente del barro, nos había afectado. Y se nos dieron lecciones de feminismo, de patriarcado, de maltrato y violencia de género. Se nos acusó de traidoras, de irracionales, de ignorantes e incoherentes por dejarnos seducir por los discursos populistas; desplegaron los parámetros de un mundo donde no les cabe «El Otro», un mundo estrecho y eurocentrista.

La máquina moralista fue mutando hasta convertirse en un dispositivo colonial, clasista y racista. Si algo nos ha enseñado el feminismo, argumentaron desde sus púlpitos, es a distinguir, de manera clara y certera, que la única opresión que unifica nuestra lucha es la de género. Y en determinados círculos feministas, ampliar esas coordenadas supone, en definitiva, cuestionar las raíces mismas del movimiento. Así, el discurso castigador y la disciplina punitiva hacia la incontrolada vehemencia de las latinoamericanas se impuso. Nada parecen haber comprendido estas pseudofeministas a las que aún es preciso dar lecciones y enseñarles los dictámenes clásicos del feminismo euroblanco, para quien no hay maltratador que quede impune. Nosotras, esas vástagas descarriadas e inmaduras, debíamos ser reducidas a sus parámetros y, en caso de no encajar, ser condenadas al destierro. Volvimos a sentir, como en su momento lo sintió Audre Lorde, que la casa del feminismo no era para nosotras, que el paternalismo, el eurocentrismo y la ideología dominante se imponían ante realidades incomprensibles para sus memorias coloniales, y que determinada tradición feminista seguía erigiéndose en la única posible y acatable.

Volvimos a sentir el peso de no pertenecer, a sufrir la discriminación por no comprender. Exiliadas de nuestras propias luchas, acusadas por nuestros duelos. Condenadas por sudacas, extranjeras, inapropiadas y subalternas, racializadas y populistas de baja monta.

«Crecí en un barrio privado: privado de agua, de luz y de teléfono», afirmó en más de una ocasión Maradona. Porque la villa, la pobreza, la precariedad y la violencia de la miseria extrema se instala en el subalterno de por vida. Hace nido en su carne, en su manera de estar en el mundo. Y esa indigencia constitutiva parece acompañarle de por vida, imposibilitando cualquier posible indulgencia hacia sus actos. ¿Acaso puede el subalterno hablar?, se preguntaba Spivak. ¿Es posible duelar al plebeyo?, nos preguntamos nosotras. ¿Cómo conciliar nuestras luchas, nuestras conciencias feministas, con ese dolor tan paradójicamente incoherente? ¿Y cómo asumir que las múltiples opresiones de raza, clase, condición social parecían entrar en claro antagonismo con la opresión de género en un mismo y discordante personaje?

Maradona moría un 25 de noviembre, el mismo día en el que se condena la violencia de género a nivel internacional. La complejidad de afectos y emociones que su duelo puso en marcha en muchas de nosotras fue incomprendido y castigado por ciertos sectores del feminismo europeo. Para muchas, Maradona representaba esas reminiscencias de exilio, de infancias transterradas, de patria perdida y arrancada de cuajo; Diego también representaba cierta altivez del subalterno que supo llevar la villa y la pobreza como emblema de sus raíces; Maradona abrazó sin titubeo alguno la lucha por los derechos humanos en Argentina, acompañando a las Madres de Plaza de Mayo, apoyando siempre las causas de la más clásica izquierda latinoamericana. Asimismo, fue engullido por numerosas oscuridades, nadie niega esas pulsiones tanáticas que hicieron mella en su vida, así como el patriarcado violento del cual era un claro producto. ¿Es acaso posible, entonces, duelar desde la paradoja y la incoherencia? ¿Podemos establecer, como se pregunta Noe Gall, una agenda moral de las emociones, un régimen punitivo de los afectos, una vigilancia controladora de nuestras lágrimas? Porque lloramos, desde el cuerpo, la piel, las heridas; también, desde las dudas y el desacuerdo. Y en ese entramado de llantos, complejo, diverso y antagónico reside, para muchas, la posibilidad de nuestra supervivencia.

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LILIA PARISÍ, sociólogaVERÓNICA LAHITTE, artista visual