Más allá de Libido - TOÑO JAUREGUI - E-Book

Más allá de Libido E-Book

TOÑO JAUREGUI

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Beschreibung

Libro autobiográfico de Antonio Jauregui. Narra la historia de un rockstar : hechos, anécdotas, confesiones. El autor relata pasajes que marcaron su vida: desde el primer encuentro con la música, hasta el inicio de un sueño que se convirtió en realidad. La formación de Libido, los entretelones del grupo, el éxito, las giras y los multitudinarios conciertos; los premios internacionales, la relación con sus compañeros de banda y los motivos que causaron el fin del grupo peruano de rock más premiado en el extranjero.

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Antonio JAuregui

Más allá de Libido

© 2022, Ediciones Pichoncito

Medianoche es un sello editorial

de Ediciones Pichoncito S. A. C.

© 2022, Manuel Antonio Jauregui Hidalgo

Edición general: Nicolás Rodríguez Galer

Autor: Manuel Antonio Jauregui Hidalgo

Diseño de portada: Raquel Tudela

Diseño y diagramación: Daniel Torres Otero

Foto de portada: Carlos Salazar

Corrección de textos: Daniela Alcalde

Editado por:

Ediciones Pichoncito S. A. C.

Jr. Santa Rosa 359,

Barranco,

Lima, Perú

www.pichoncito.pe

Primera edición digital: septiembre de 2022

Digitalizado por:

Book and Play Studio

BAP-STUDIO.COM

ISBN: 978-612-48383-9-2

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.º 2022-01584

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro incluido el diseño tipográfico y de portada, por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

A mis hijos Valentín, Luciano e Ivanna, y a mi amada esposa Farrah Fyfe

PARTE UNO

EL ORIGEN

1

La jugada es fabulosa: el delantero se lleva a un rival, a dos, luego engancha sutilmente para la derecha y evade a otro; levanta la cabeza, mira, piensa y le suelta la pelota a un compañero, quien, con quirúrgica precisión, le devuelve el balón en primera para que el goleador lo coloque en ese rincón que los peloteros tanto añoramos: el inatajable. Algarabía total. Un momento mágico que yo, desde mi ventana del jirón Huallaga 976, en Barrios Altos, tuve el privilegio de presenciar. Mejor palco, imposible.

Aquel niño que celebraba agitando los brazos como Mario Kempes en la final de Argentina 78, que cruzaba la canchita de asfalto, esquivaba autos e incluso buses como los de la línea 50, que a cada rato interrumpían el juego con su insufrible bocina, era César García, el goleador, mi amigo. A diferencia de los otros niños, con él no conversábamos sobre sueños de peloteros. Nosotros no queríamos ser como Cubillas y Cueto. Queríamos ser como Lennon y McCartney. Igual, eso no impedía que César fuera el mejor jugador de pichangas que haya visto y yo, el más afortunado de todos los hinchas al poder apreciar esos memorables partidos desde mi ventana.

César era más que un amigo. Era mi mentor. No teníamos hermanos y su padre y el mío siempre estuvieron ausentes. Recuerdo emocionado aquel 19 de junio de 1978, cuando César cumplió nueve años. Su madre le hizo una fiesta y él, con esa personalidad desbordante, fue el centro de la reunión. Todavía lo puedo ver en medio de todos, sentado en un banco con una corona de rey, haciendo bromas, contando historias… Era el alma de la fiesta, el primer rockstar que conocí. Sin duda, César fue la influencia más potente que tuve al iniciar mi obsesión por la música.

Aquella noche ocurrió un hecho que terminaría cambiando nuestras vidas para siempre. Doña Raquel, la madre de César, le regaló un disco de Bee Gees. No estoy seguro de cuál era; pero, en esa época, los hermanos Gibb estaban de moda con su pegajosa «Stayin’ Alive». Ese disco no duró mucho en las manos de César. A los pocos días, gracias a la generosidad de Pety Acosta, hermano de Brany, otro gran amigo del barrio, los australianos y sus inconfundibles falsetes fueron intercambiados por un grupo de pelucones ingleses de los que todos hablaban: The Beatles.

César tenía un hermoso tocadiscos con enormes parlantes de madera que ocupaban un lugar protagónico en la sala de su casa, como un altar. Cuando apareció con el álbum en la mano, quedé atónito: era la primera vez que veía a John, Paul, George y Ringo, todos en trajes marrones, con el fondo sepia, mirando hacia abajo desde un edificio imponente. Por un momento, sentí que yo había estado en ese histórico momento. Era una portada revolucionaria: el compilatorio de la primera etapa de The Beatles (1962-1966), popularmente conocido como Álbum rojo.

Cuando empezó a sonar, quedé deslumbrado y marcado para toda la vida: ese día nació mi pasión por la música. Fue como el bautizo en una nueva religión. El momento de éxtasis fue cuando escuché a Paul y John cantando «Please Please Me». Aquello fue sublime. Mis piernas bailaban. Estaba feliz y, a la vez, triste, nostálgico, principalmente en la parte del coro. Me decía: «Dios los ha elegido para componer esas canciones y salvar a la humanidad». No sabía si llorar o reír. Imposible no recordar aquel día sin emocionarme. Si pudiera regresar en el tiempo, viajaría a uno de sus míticos conciertos, a sentir esa energía, a saltar al lado de aquellas chicas de gritos infinitos.

Durante dos años, fue lo único que escuchamos una y otra vez, sentados en la puerta de su casa, mirando los balcones cochinos y las pistas agrietadas que se extendían hasta la plaza Italia o el jirón Cangallo. Desmenuzamos el disco canción por canción: sabíamos en qué momento entraba Lennon, en cuál aparecía Harrison, quiénes hacían la voz alta y la baja. Todo. Ese era nuestro mundo. César me explicaba cómo diferenciar el sonido del bajo y la guitarra. Me decía: «Ese sonido gordo es el bajo de Paul». No teníamos juguetes ni muñecos de La guerra de las galaxias. Solo íbamos al colegio, jugábamos pelota en la calle y escuchábamos el Álbum rojo. César, obviamente, era el que más sabía del disco, era un niño genio. Hasta recitaba las canciones de memoria. Su madre estaba al tanto de eso y no dudó en darle otra sorpresa, que yo celebré con mucho entusiasmo: ¡le regaló el Álbum azul, el recopilatorio de 1967-1970!

Toda una insurrección musical. Magia pura. Las guitarras acústicas invadían toda la casa. La voz de Lennon. ¡Por Dios! Una de las canciones que más me gustó fue «A Day in the Life». Magistral. Enorme. Difícil definir esa impresionante pieza musical. El caos, los violines.A los diez años, tuve el placer de ser feliz frente a aquella consola en casa de César. Luego, escuchamos «Hey Jude», una maravilla melódica que aún sigue inspirando a muchos. Sin todavía tener una guitarra en mis manos, supe a partir de aquel momento que la música sería lo mío.

Si me preguntan cuál es la etapa de The Beatles que más me gusta, respondo sin titubear: la primera. Además de «Please Please Me», eran mis favoritas«From Me to You», «Help!», «Nowhere Man» y «Eight Days a Week». La banda de Liverpool se volvió mi obsesión. Me compré ese álbum en versión cassette. Todo el día repetía y repetía «Please Please Me». Mi prima Lilian, quien vivía conmigo porque su papá, mi tío Víctor, había fallecido, me quitaba la cinta pues ya no soportaba escuchar la misma canción una y otra vez. Pero es que yo quería ser como uno de ellos. Si me pongo a contar las veces que escuché «Please Please Me», es probable que tenga el récord mundial o, por lo menos, que esté cerca.

2

En mi casa del jirón Huallaga, siempre había gente. Mis abuelos solían tener las puertas abiertas para que los visiten todos sus hijos, sus nietos y otros familiares. Mi madre era la hija menor de la familia Hidalgo. Ella fue mi mundo hasta los nueve años. A veces, recreo en mi cabeza escenas de aquellos días, como si fuera una película de cine mudo.

Éramos una familia que disfrutaba de viajar a buscar paz lejos de la selva de cemento. Uno de los refugios a los que más solíamos escapar era la casa de mis abuelos en San Buenaventura, un lugar paradisiaco ubicado en el límite de Áncash y Huánuco. Llegar a ese mágico destino era toda una odisea: un bus llevaba a toda la familia al distrito de Piscobamba, en Huaraz, y desde ahí eran dos días a caballo hasta un punto en el río Marañón, donde se tenía que continuar cuesta arriba durante siete horas para recién llegar a la casa.

La ruta era alucinante y te permitía fantasear. Mi relación con los cerros era especial, como la que tienen los niños de los cuentos con los dragones. Quedaba estupefacto ante sus sombras vigilantes. En ocasiones, cuando pasaba cerca de ellos, sentía que me envolvían con un gran abrazo. El río Marañón también me sorprendía: desde la cima, se le veía imponente, sigiloso, serpenteante, como aguardando el momento exacto para subir.

Uno de los momentos más intensos de la travesía ocurría cuando nos bajábamos de los caballos para cruzar el río Marañón por un puente colgante. Lo hacíamos en fila india. Aún puedo sentir el calor de la mano de mi madre que me sujetaba con todas sus fuerzas. Ella me trasmitía el coraje suficiente para avanzar a paso firme hasta la otra orilla. A su lado, no tenía miedo. De su mano, caminaba seguro.

Los viajes a San Buenaventura me hicieron más sensible con la naturaleza. Los precipicios eran infinitos y los caballos solían desafiarlos como trapecistas. Me inquietaba verlos así, más aún cuando sabía que podía caer lluvia, truenos, relámpagos y quizá granizo. Cierto día fue tan fuerte el diluvio que mi abuelo, medio en broma medio en serio, dijo: «Ahora sí, este es el fin… creo que aquí quedamos». Tras varias horas de susto y llanto, la naturaleza nos dio otra oportunidad. Amanecimos vivos y seguimos nuestro camino.

Otro momento memorable fue una vez cuando mi abuelo le estaba dando trigo a un chanchito. «Pobre, no sabe lo que le espera»,le decía al pobre animal con una extraña mezcla de crueldad y ternura. En ese instante, no entendí bien; pero, al día siguiente, en el almuerzo, comprendí lo que escondía aquella frase: unos deliciosos trozos de chicharrón llenaban la mesa familiar con un sabor que todavía puedo evocar. Nunca volví a probar nada parecido. Las manos mágicas de mis abuelos siempre prepararon platos espectaculares. No he conocido casa o restaurante donde se prepare semejante chicharrón.

En 1980, después de uno de esos viajes, mi madre decidió que nos mudaríamos al interior del país, donde ella trabajaría de profesora. Sin más, estábamos en un bus camino a Huacrachuco, un poblado de la provincia de Marañón, en Huánuco. Era un sitio pintoresco y nuestra llegada conmocionó a todos. Los niños me miraban con un interés académico. Allí, en ese pueblo, mi mamá por primera vez me habló de mi papá. Lo recuerdo como si fuera ayer. Una noche, justo antes de entrar a la casa, ella sacó de su cartera una foto: «Este es tu padre, míralo para que lo conozcas».Para mí, fue nuevo saber que había alguien más que tenía que ver conmigo. Ella se había encargado de que yo no notara su ausencia. Nunca supe por qué escogió ese momento ni esa manera, pero nunca más hablamos del tema.

En Huacrachuco, también escuché por vez primera la cumbia. Mi madre me llevaba a todas las fiestas. Aunque no me gustaba el ambiente, me fascinaban la música y el sonido de las guitarras eléctricas que entonaban melodías carnavalescas. Lo más autóctono lo escuchábamos cuando había alguna procesión o alguien fallecía. Las canciones solían ser desgarradoras. Por esas fechas, oí en la radio, por casualidad, que Fernando Belaúnde Terry había ganado las elecciones. No seguía mucho las noticias, quizá por eso no me enteré del asesinato de John Lennon aquel 8 de diciembre de 1980. Tal vez a los ocho años aún era muy joven para prestar atención a los sucesos mundiales.

A los pocos meses, nos fuimos al distrito de Pomabamba, también en Huánuco. En esa localidad, nos recibieron Zoila Nieto y sus hijas. Mi mamá decía que eran guapas, pero muy grandes para mí: yo tenía ocho años y ellas, catorce o quince. Ahí escuché, por primera vez, en vivo, a las bandas de música que tocaban en las ferias. También fui por primera vez al cine. Django, Gringo y El Llanero Solitario eran las películas que se veían en esos tiempos en Pomabamba. Puedo afirmar que, luego del Álbum rojo de The Beatles, las fiestas de cumbia en Huacrachuco y las procesiones y bandas de huaino en las calles de Pomabamba fueron mis más trascendentales influencias musicales tempranas.

Mi curiosidad musical absorbió otras influencias gracias a mi mamá. Ella tenía una radiocasetera que llevaba a todos lados. De ese aparatito, emanaba imponente la voz de Camilo Sesto, su amor platónico. Aún me sé su repertorio de memoria. Leo Dan y el gran Nino Bravo también ocupaban un espacio en su corazón. Escuchábamos aquella música viajando por el Perú solos mi madre y yo. A veces, cuando no puedo dormir, me pregunto qué pasó con aquella radiocasetera.

Por aquella época, regresábamos a Lima de vacaciones con cierta frecuencia. Después de nueve meses de vivir en la sierra, las mejillas se me habían puesto chaposas y mi forma de hablar había adoptado el dejo propio de esa zona del país. Algunos amigos se burlaban y me decían «serrano», con un tono despectivo de niño inocente, pero peyorativo al fin y al cabo. A los ocho años nadie perdona. Estos episodios no los compartí con mi madre. Uno de los pocos amigos del barrio que no participaba de aquella chacota era César García. Con él, por el contrario, aprovechábamos esos días para retornar a nuestro mundo Beatle. Para ese entonces, él ya tenía la colección completa de los fantásticos de Liverpool.

En uno de esos retornos de Lima a Pomabamba, en 1981, a mi mamá la destacaron a otro pueblo llamado Chullín, en la provincia de Sihuas, en Áncash. El día que viajamos al nuevo lugar donde viviríamos, mi mamá, como solía hacer en algunas ocasiones, me vistió dormido. Era lo más práctico. Así, cuando me despertaba para partir, ya estábamos listos los dos. Viajamos de noche en un camión de carga. Tuvimos que acomodarnos en la parte trasera junto a bultos, cajas y costales. Tras cinco horas de viaje, nos bajamos en medio de la carretera, cerca de unas chozas, y caminamos cuesta abajo por dos horas más, hasta llegar a Chullín.

Chullín era más pequeño que Pomabamba. No había luz eléctrica ni autos. Solo se llegaba a pie, como lo hicimos nosotros. Era un pueblo que estaba inclinado sobre cerros y casi todos los caminos eran de subida o de bajada. Había mucha vegetación y un riachuelo que explicaba por qué la gente se había asentado en aquel remoto lugar. Cuando llegamos a la casa donde viviríamos, empecé a llorar con pataleos y gritos. Mi madre, siempre firme, trataba de convencerme; pero, al ver que mi actitud no mejoraba, me dijo: «A veces así son las cosas y las tienes que aceptar. Aquí nos vamos a quedar, aunque llores y grites». Entendí que por más que llorara y gritara, nada cambiaría. La decisión estaba tomada.

A los pocos días, ya estaba adaptándome. Además, siempre quedaba Pomabamba, donde solíamos ir los fines de semana. Era una travesía salir de Chullín, pero lo lográbamos. Caminábamos tres horas cuesta arriba para llegar a la carretera y ahí esperábamos durante una, dos o más horas algún auto, bus o camión que nos llevara. En más de una oportunidad, los dueños de las chozas que había por la carretera nos abrieron sus puertas para cubrirnos del frío y también, en muchas otras, fuimos ignorados por los vehículos que pasaban. Una vez, mientras esperábamos, me quedé dormido junto a chanchos, ovejas y carneros. De pronto, sentí que me entró algo en la planta del pie. Era un insecto llamado nigua o pique. Mi mamá lo tuvo que sacar con un alfiler. Hasta ahora siento con nostalgia el agujerito en mi pie derecho.Lo increíble de todas esas aventuras es que siempre, siempre, mi mamá solucionaba todo: conseguía la forma de viajar a donde ella se lo proponía, me cubría del frío y me sacaba el bicho del pie. Y siempre lo hacía al compás de alguna hermosa canción. Ella moría por mí y yo, por ella.

En ese pequeño pueblo, tuve experiencias alucinantes. Una vez vi una tarántula que caminaba por la pared del cuarto donde yo estaba haciendo mis tareas bajo la luz de una vela. Era gigante, del tamaño de una mano de adulto. El dueño de la casa corrió en mi auxilio y la mató de una pedrada. Otro día ingresó por la ventana un mosco de descomunales dimensiones. Felizmente, ese bicho sí escapó.

Chullín me fue gustando de a pocos. En el colegio, era el único que vestía con uniforme escolar. Solían convocarme para las actuaciones: una vez fui un señor con barba que chacchaba coca. Ver a la gente reír con mi desempeño actoral me hacía sentir gracioso, me daba seguridad. Para esos días, ya sabía que era corto de vista (me tenía que sentar en primera fila) y que me gustaba una chica que vivía frente a mi casa, a la que solía verla andar con su pollera negra con bordados verde limón.

Ahí mi mamá y yo habíamos logrado ser felices. Éramos una sola fuerza, un equipo invencible. El día que cumplí nueve años, caminamos cuesta arriba hacia la carretera y, en un momento inolvidable, me paré a ver la luna llena que estaba muy grande y le dije que no podría soportar si ella se moría, así que el primero en partir tendría que ser yo. Ella, sonriendo, respondió que jamás sería así y que simplemente no pensara en eso. Pero el destino tenía otros planes para los dos.

Un día mi madre decidió ir de paseo a Sihuas. Yo tenía muchas ganas de viajar, pero debíamos esperar que ella termine de dictar clases. Cuando parecía que viajaríamos de noche, unos profesores le ofrecieron a mi mamá llevarme más temprano con los alumnos de quinto de secundaria. Ellos tenían planeado ir a Sicsibamba y, luego, a Sihuas, así que parecía una buena idea, ya que conocería otro pueblo. Ella aceptó y esa tarde, después del almuerzo, fue la última vez que la vi. Tengo aquella despedida grabada en mi mente, pero aún más en mi corazón. Ella vestía un suéter de lana, color marrón. Yo estaba ansioso y apurado. Pese a que quería salir corriendo al bus, me acerqué a ella y le di un beso y un fuerte abrazo. Mi madre me miró y a unos pocos metros de la puerta de salida me dijo: «Chau, hijo, ya nos vemos allá».

Mi mamá nunca llegó a Sihuas. Nos hospedaron en el convento del pueblo, donde unas monjas nos recibieron a mí y a la promoción de secundaria con la que yo había viajado. Ahí esperé a mi madre aquella noche de viernes en que estaba lloviendo. Al ver que no llegaba, salimos con unos profesores a buscar información sobre su paradero. Una mujer, llorando, nos dijo que mi madre no había viajado, algo que yo no creí. Al día siguiente, encontré en la plaza al dueño de la casa de Chullín, donde vivíamos, y le pregunté si mi madre se había quedado allá. No me dio mayores referencias, pero me confirmó que ella sí había salido el día anterior. Recién a las cuatro de la tarde, cuando yo ya estaba muy angustiado por saber de mi mamá, una de las monjas se acercó para hablarme. Mientras caminábamos, me comentó que mi madre estaba herida a consecuencia de un accidente. Inmediatamente, comencé a llorar y, en mi intento de que me dijese la verdad, sollozando, le dije que seguro había muerto. La monja no tuvo más remedio que confirmarme la noticia más triste que he recibido en mi vida: «Sí, es cierto, tu mamá está muerta y ya no va a regresar más».

Lloré en su regazo hasta que no quedó más de mí. Podía sentir que ella contenía su pena para solo recibir la mía. Me apretaba fuerte contra su pecho y yo no quería que me soltara. Era el fin de mi mundo, estaba ahogándome en mis lágrimas. Tras casi dos horas de llanto incontenible, regresamos al convento a paso lento, yo iba mortalmente abatido, como si hubiera perdido la guerra de mi destino. El dolor de la noticia era terrible y apenas podía respirar entre tanto llanto. Temblando por la incertidumbre de mi existencia, entré en una habitación y me dormí. Fue una siesta que mi cuerpo y alma me obligaron a tomar. Al despertar, estaba en el cuarto de las chicas de quinto de media. Era un espacio grande con muchos camarotes. Las chicas empezaron a tratarme de una manera especial. Una de ellas me prestó una guitarra, un hecho que me marcaría para siempre. «¿Por qué no tocas un poco?», me dijo. Si bien yo no sabía ni una sola nota, me animé a rasguearla. «¡Ah!, sí sabías tocar», añadió otra. Sabía que todo era una mentira porque no estaba tocando nada, pero igual me gustó que lo dijeran, aunque hubiera sido solo para levantarme el ánimo. Puedo recordar que la sensación de creer que tocaba la guitarra me dio un poco de ánimo en ese momento devastador. La guitarra entró a mi vida justo cuando mi madre perdió la suya.

A los dos días, llegó mi tío Sócrates, que además era mi padrino de bautizo. Lo acompañaba mi primo Aníbal, hijo de Francisca, otra hermana de mi mamá. Con ellos, partí rumbo a Lima y nunca más volví a los lugares que conocí junto a mi madre. Para ese entonces, yo ya estaba más calmado. De alguna forma, el instinto de supervivencia había aflorado en mí. Las veces que lloré, lo hice solo. Sabía que tenía que continuar mi camino, aprender a vivir con este dolor que nunca terminará de irse. Solo me ha quedado ponerlo a un lado y avanzar con él.

3

Unos días después de la tragedia, ya estaba en Lima, en la casa de mis abuelos del jirón Huallaga, que a partir de ese momento sería mi nuevo hogar. Era noviembre de 1981. Mi tío Sócrates se encargó de que me recibieran en el colegio donde él enseñaba, el Guardia Civil Túpac Amaru. Pensé que mi retorno a la capital sería más complicado, pero no. Los nuevos compañeros evitaban burlarse de mi forma de hablar y, por el contrario, me trataban muy bien. En poco tiempo, logramos armar un buen grupo con los chicos de 4.o C de primaria, que con los años se convirtió en 5.o C de secundaria. Sin duda, todos los muchachos con los que compartí aulas me hicieron pasar la mejor época escolar. Nos convertimos en una familia, de esas que por más que pasen los años siguen unidas y fuertes, como un puño. La tecnología ha permitido que sigamos en contacto, lo que agradezco mucho.

El Túpac Amaru trajo consigo no solo ese ramillete de buenos amigos, sino, también, la banda del colegio. Me encantaba. Yo quería tocar la tarola, el napoleón o el tambor. Por eso, busqué al profesor Barbieri, famoso por las medidas correctivas que utilizaba, y emocionado le pedí que me dejara entrar a la banda, a lo que él respondió fríamente: «Tú no puedes estar en la banda hasta que estés en 1.o de secundaria». No le insistí. Solo tenía que esperar ese momento. Y así lo hice. Dos años y algunos pocos meses después, ya en 1984, el primer día de clases de secundaria fui a la dirección para exigir mi ingreso. Si bien no pude tocar la tarola o el napoleón —me parece que esos instrumentos eran para los de 4.o y 5.o—, me dieron la opción del tambor. Sin duda, fue una etapa de diversión y aprendizaje. Fue uno de mis primeros sueños cumplidos: era parte de una banda escolar que tenía un ritmo muy potente, a la altura de un colegio de la Guardia Civil.

En la escuela, todo iba bien y, en mi casa del jirón Huallaga, mejor. Mis abuelos, Casildo Hidalgo Flor y Rosa Elvira Villaorduña Espinoza, asumieron mi crianza. Pese a que ambos pasaban los ochenta años, sacaron fuerzas para dedicarse a mí y asegurar que nunca me faltase ninguna comida. Aunque no fueron estrictos porque era su nieto, Casildo tenía reglas claras sobre los horarios de apagar todo e ir a dormir, y estas siempre se tenían que cumplir. Sin embargo, con el paso del tiempo, me dejó quedarme un poco más tarde y así fue como empecé a ver un programa que se llamaba Cosmos. Me relajaba ver la infinitud del universo. Me hubiese gustado saber más de aquello, siempre tuve gran curiosidad por los astros y la inmensidad del espacio.

Mi abuelita me dio el lado maternal sin ninguna restricción. Si quería algo, ella era capaz de lo imposible para engreír al hijo de su querida hija menor que ya no estaba con ellos. Sin temor a equivocarme, fue una de las personas que más me amó en el mundo. Tenía un corazón gigante. Recuerdo que ese año, cuando llegó su cumpleaños, el 25 de diciembre, le preparé una torta con la ayuda de mi tía Luz y mi prima Estelita. Aunque llevaba poco tiempo bajo su cuidado, presentía que ese amor iba a ser eterno y en mí brotaba la necesidad de tener algún detalle con ella para hacerla feliz.

Con nosotros también vivían dos primas: Lilian, la que me quitaba los cassettes de The Beatles, y Lucía, hija de mi buen tío Mauro. Mis abuelos tuvieron ocho hijos: Luz, Mauro, Jaime, Pancha, Sócrates, Epifanio, Víctor y Noemí Antonieta, mi madre. Todos mis tíos venían seguido a la casa. Era normal tener visitas todos los días. Mi tía Francisca, a quien le decían Pancha, estaba casada con Amador Hijar, escritor y catedrático de la Universidad Villarreal. Sus hijos eran muy atentos y peculiares. El mayor era Amílcar, que me llevaba unos quince años. Se caracterizaba por ser muy paciente y siempre tenía una historia que contar, era un intelectual de aquellos que suelen dejarte con la boca abierta con cualquier narración. Además, tenía una banda de música folclórica llamada Inti. Quedé cautivado la primera vez que la escuché, tanto, que se convirtió en un hito de mi formación musical.

La casa de mis abuelos era un punto de encuentro para toda la familia y ahí primaban el amor y la bondad. Uno de los que siempre aparecía en escena era mi primo Manolo. Él a veces venía con su mamá, mi tía Gloria, quien era a la vez mi madrina de bautizo. Nosotros, al ser primos contemporáneos, solíamos tener largascharlas en las que hablábamos de todo, principalmente de música. Y no podía ser de otra manera: si bien lo desconocíamos en ese entonces, nuestro abuelo había sido un virtuoso guitarrista, cuyos dotes artísticos fueron valorados por propios y ajenos. Y antes de él, según cuenta la historia familiar, en el árbol genealógico destacaron otros músicos talentosos. Es decir, llevábamos en la sangre aquella hermosa y fascinante herencia musical.

Para ese momento, tenía diez años. Tras conocer a los hijos de mi tía Pancha, se convirtió en sana costumbre, musicalmente hablando, pasar las mañanas en su casa. En el colegio Túpac Amaru, las clases de primaria eran por las tardes, así que aprovechaba que mi prima Lucía estudiaba en el Rímac e iba con ella adonde mi tía Pancha. Ahí aprendí que el pan francés con mantequilla y un buen café son el mejor desayuno. Esperaba que todos se fueran y empezaba a explorar los sonidos de la guitarra. La casa de mi tía Pancha se convirtió en mi sala de ensayo. El primer acorde que aprendí fue re. Como yo siempre estaba tratando de tocar algo, un día Amílcar, a la volada, me enseñó aquella posición triangular que inmediatamente capté y, para complicarme un poco más, luego me enseñó la posición de la nota mi. Fueron instantes mágicos. Por primera vez, lograba entonar algo con sentido. En medio de aquella sala que olía a madera, muebles e instrumentos, ya estaba tocando dos notas en acordes. En los siguientes días, me enseñó la, y así fui aprendiendo los acordes y el rasgueo que completaban mi iniciación en la guitarra acústica. Mis dedos habían descubierto el poder del nailon. Las marcas empezaron a quedarse en los dedos de mi mano izquierda hasta convertirse en callos, los callos insignia de cualquier verdadero guitarrista.

Era increíble y revelador llegar a la casa de mi tía y encontrarme con un ensayo de Inti: el charango era muy prolijo, al igual que las zampoñas. La música folclórica que tocaba Amílcar con su banda me dejó una impresión importante que luego me motivaría a buscar más variedad en mis composiciones.

Mi primo Asdrúbal, el hermano de Amílcar, también fue una gran influencia musical para mí. En el barrio, lo apodaban Satanás, por el Datsun rojo que manejaba y quizá por algunas otras cosas más. Él siempre hablaba de sus aventuras con las chicas y sobre cómo conquistarlas. Estudió Contabilidad en la Universidad San Martín, pasó por la Marina de Guerra del Perú y tenía porte de deportista: aún lo tiene y nunca envejece. Él me regresaba a casa al mediodía para que yo pudiera ir al colegio. En su auto, escuché toda la música de inicios de los ochenta. Pensar en esos días me remonta a una gran banda sonora en la que destacaban canciones como «Rain», del grupo Dragon, o varios de los himnos que tocaban los Men at Work: «Who Can It Be Now?», «It’s a Mistake», «Be Good Johnny»y, por supuesto, «Down Under». También sonaban en el bólido rojo «Mr. Roboto» de Styx, «Goodbye to You» de Scandal, «Tainted Love» de Soft Cell, «Shake It Up» y todos los éxitos de The Cars, «Centerfold» de J. Geils Band, «Abracadabra»de Steve Miller Band, «I Ran» de A Flock of Seagulls, «Hard to Say I’m Sorry» de Chicago, «Don’t You Want Me» de The Human League, «Eye of the Tiger» de Survivor y todos los artistas y grupos que sonaban en esa época: The Clash, The Cure, The Police, Michael Jackson y más. Al pasar a secundaria, en 1984, los paseos junto a Satanás se acabaron, pero nadie me pudo quitar todas esas canciones que escuché en su auto y que más tarde volvería a escuchar en las fiestas del barrio, en cada carnaval.

Para esa época, entre 1981 y 1983, empecé a ver televisión. Los dibujos animados en blanco y negro eran mis favoritos. El Hombre Araña, Superamigos, Supermán, Cool McCool, La Hormiga Atómica, Popeye, entre otros, me tenían secuestrado con sus increíbles historias. Sin embargo, estaba en una pelea frontal con mi prima Lilian, que prefería ver, todos los sábados, a las seis de la tarde, un programa llamado Disco Club, conducido por el renombrado Gerardo Manuel. No me disgustaba, sino que yo quería ver las aventuras de mis superhéroes. Prefería ver Popeye, que lo transmitían a la misma hora, en lugar de a Rod Stewart abriéndose de piernas en el escenario. Gracias a la dictadura televisiva de mi prima fue que pude apreciar, entre otros videos de música, aquel en el que Miki González salía cantando «Dímelo, dímelo».

Por aquellos años, César ya tenía un compilatorio de los Bee Gees y un disco de Kiss. Era religioso ir a su casa casi todos los días, más aún después de que su madre le compró una hermosa guitarra. Aquel día la revolución musical llegó a nosotros. Para mí, todavía era impensable tener una guitarra propia. Soñaba con tener una, aunque no me desesperaba. Mis horas de ensayo se multiplicaron: a veces con Amílcar por las mañanas y siempre por la tarde con César. Así aprendí la nota si séptima, todo un hallazgo. Al poco tiempo, ya tocábamos la intro de «Something», canción compuesta por el Beatle George Harrison. Estábamos en modo rock todos los días. Por eso, comencé a juntar mis propinas y, cuando tuve un presupuesto decente, fui con Miguel Chalco, a la plaza Bolognesi, a buscar mi primera guitarra. Escogí una bonita y barata. No me alcanzó para la funda, así que la llevé en la mano. «Ya te tengo», le decía a mi nueva mejor amiga mientras regresábamos a mi casa caminando, tal como habíamos hecho a la ida. Miraba a Miguel con una ligera sonrisa y él se hacía cómplice en silencio de aquella aventura. En mi mente, se reafirmaban mis deseos de ser músico, de ser algo parecido a un Beatle. Sostener el mango de la guitarra me conectaba con alguna forma de espiritualidad que evocaba mis recuerdos de las primeras veces que escuché a The Beatles, las canciones que le gustaban a mi mamá, los primeros acordes que aprendí con Amílcar… Era un estado de meditación que me hacía sentir como si estuviese yendo a un combate y tuviera en mis manos la mejor arma de todas: mi guitarra.

Pese a que los ensayos con la nueva guitarra me secuestraron, igual me daba tiempo para salir con la muchachada. Con muchos de mis amigos, nos tratábamos como hermanos. Uno de ellos era Lucho Caycho, unos cuatro años mayor que yo. Con él, me escapaba del centro de Lima e íbamos a Miraflores, a ver chicas, tiendas de ropa como Ayllu y Traffic, y la zapatería Titus. Gracias a Lucho pude ir a los populosos conciertos de La Más Más de Radio Panamericana y Lo Mejor de Lo Mejor de Studio 92. Eran puestas en escena interesantes, en las que pasaban el ranking de los videos de las canciones más importantes del año, pero antes tocaban algunas bandas peruanas. Fueron mis primeras aventuras callejeras lejos del barrio y los primeros conciertos multitudinarios a los que asistí.

La familia de Lucho fue muchas veces ejemplo para mi educación. Recuerdo un momento que me marcó para siempre: Raulito, el menor de los hermanos de Lucho, llegó con una Coca-Cola y la guardó en la refrigeradora no sin antes decir: «Esta es mía, que nadie se la tome».Su padrelevantó los ojos e, inmediatamente, le replicó con voz de mando: «A esta casa no se traen cosas para uno solo, si no quieres que nadie se la tome, tómatela afuera… Si traes algo, es para todos». Una gran enseñanza de vida que replico cada vez que se presenta una situación similar.

PARTE DOS

LA LLEGADA DE SALIM VERA AL BARRIO

4

Cuando conocí a Salim, yo tenía trece años y él, quince. Brany Acosta, mi vecino y amigo, iba a visitar a una chica en el jirón Paruro, a la espalda de la plaza Italia. Salim solía visitar a la hermana de esa chica. Así fue como Brany lo conoció y luego lo trajo a Huallaga.

Como cualquier día, salí a la puerta de mi casa para tomar aire y ver si había alguien del barrio. En eso, vi a Brany, con quien la habíamos «chocado para Lucas», juego queconsistía en darle un golpe en la nuca al primer distraído que se cruzara y se encontrara en posición de recibirlo. Así estaba Brany. Cuando me disponía a golpearlo, un pelucón le advirtió: «¡Cuidado!»,y Brany se salvó. Pensé: «¿Quién es este gringo que me acaba de malograr “mi Lucas”?». Divagaba sobre eso cuando, entre risas, Brany se acerca: «Toño, te presento a Salim». «¿Para qué le avisas?», le dije. Mientras le daba la mano, pensaba que parecía un buen tipo, sonriente y gracioso.

Nos hicimos amigos al instante. Salim empezó a venir al barrio más seguido y todos lo fuimos conociendo y aceptando como parte de nuestra familia. Era alegre y con una personalidad envolvente. Imposible no reírse con sus ocurrencias. Algunas chicas de los alrededores se morían por él, incluso gritaban cuando lo veían. Lo mejor de todo era que le gustaba la música: solía cantar temas de Bread, Nino Bravo y cualquier canción de moda que alguien le pidiera. Por eso, no dudé en comentárselo a César y nos animamos a ensayar con Salim. Nuestro sueño de tener una banda avanzó un importante paso hacia lo que se vendría. Cuando comenzamos a tocar, se encendió de inmediato una chispa entre nosotros. Salim había vivido influenciado por la música que escuchaban sus hermanos y cantaba varias canciones de memoria. Casi todas eran en inglés, con una pronunciación que parecía perfecta. The Beatles, Bread, Led Zeppelin, Simon and Garfunkel y más. Empezamos a parar juntos y a tocar seguido. Éramos un grupo, por fin, y César era el líder.

Nuestro objetivo era tocar las canciones de The Beatles. Salim haría la voz de Paul McCartney y entre César y yo haríamos las de Lennon y Harrison. César era el más disciplinado. La palabra «práctica» era sagrada y la repetía a cada momento para motivarnos. No había otra forma.

Teníamos esa idea en mente cuando mi gran amigo Roberto Caro nos ofreció vendernos su guitarra. César y yo teníamos las nuestras y pensamos que Salim también debía tener la suya. Para ese entonces, César y yo habíamos notado que Salim no tenía aún el mismo interés que nosotros por tener una banda y no lo vimos convencido de hacer el esfuerzo de comprar su propio instrumento. Por eso, para no perder más tiempo, decidimos juntar nuestras propinas para comprarle la guitarra a Roberto y regalársela a Salim. Era perfecta, incluso más linda que las nuestras. Con una pintada, iba a quedar como nueva. Ni bien la tuvimos, se la dimos a Salim, quien la recibió sonriente, aunque sin mucha emoción.

Unos días después, quedamos en juntarnos los tres para ensayar. Pensábamos que sería un buen día porque cada uno tendría su guitarra. Sin embargo, no fue así. Salim llegó sin la suya y nos contó que se la había regalado a Jacky, una chica que le gustaba. «¿Qué hiciste? ¿Estás loco?», le dijimos. Estábamos empezando a conocer un poco más a Salim: un chico irreverente, sin tapujos, que se dejaba llevar por sus propios instintos y a quien, a veces, no le importaban las personas que lo rodeaban, ni siquiera sus amigos. Eso me hizo sentir aquella vez y no sería la última.

Fue así como nos quedamos sin la posibilidad de ser tres guitarristas. Nos invadieron ciertos sentimientos de frustración, pero teníamos que seguir y, como parte de nuestra evolución, comenzamos a buscar más precisión al momento de tocar. César se encargaba de los rasgueos y punteos, y me propuso tocar el bajo. «¡Como Paul!», dije y acepté. Desde ese día, me fui sintiendo un poco más importante. Mi dejadez en sacar las canciones como lo hacía César —que además lo hacía muy bien— me fue dirigiendo hacia la búsqueda de mis propias canciones. César era el líder, Salim el que cantaba mejor y, cuando pasé a ser Paul, mi sueño de ser músico tomó un mejor rumbo.

Nuestras reuniones se hicieron más frecuentes y andábamos los tres con dos guitarras, de arriba abajo. Una tarde, sucedió un episodio oscuro en la historia entre Salim y yo. Un día de aquellos, Salim se negó a seguir ensayando, probablemente porque estaba en un momento de simple desinterés. Solo recuerdo que me enfureció. César y yo le pedíamos continuar, estábamos ahí parados con las guitarras y él se negaba. Me invadió la rabia y la frustración de no poder hacer nada ante su capricho. Fue entonces cuando le propiné una fuerte cachetada que sonó hasta el Congreso de la República. Estábamos en la escalera de la quinta donde vivía. A ese lugar le decíamos la Cueva. César se sorprendió y, obviamente, no estuvo de acuerdo con la reacción salvaje e inmadura que tuve. Salim, también sorprendido, dominó la situación quedándose tranquilo. Yo seguía molesto y defendía mi cachetada argumentando que lo había hecho porque no se podía hacer nada más, debido a que Salim no entendía lo importante que era ensayar y para mí era una falta de respeto que se negara. En ese momento, sentía que, con su actitud, me obligaba a parar todo. Al final, los tres nos calmamos y pasó a ser una anécdota oscura que, por suerte, logramos superar, al menos en esa etapa y por muchos años más. Le pedí disculpas y volvimos a ser amigos. Retomamos los ensayos y el incidente quedó en el olvido. Al menos eso pensaba, pero quizá no fue olvidado y sumó en la molestia actual de Salim. Tal vez hubiese sido mejor que no lo presionara y fuera más pasivo, como César. Nadie sabe qué habría sido de nosotros si todo se hubiese dado de manera distinta. Solo sé que no puedo cambiar el pasado.

Por aquella época, yo era fanático del fútbol y cómo no serlo si estaba viviendo en la época de gloria de Diego Armando Maradona. Por supuesto que era hincha de Perú y, si ya había asistido a conciertos desde los doce años, también tenía que ir a algún partido importante, y así fue. El partido de Perú versus Argentina por las eliminatorias del Mundial México 86 se iba a jugar de local. Por eso, logré convencer a Cárdenas, un amigo del colegio, para ir juntos al Estadio Nacional. Ese día, él vino muy temprano a mi casa y yo salí disparado para emprender nuestro camino a pie hacia el estadio. Al llegar, sentimos la fuerza de la hinchada que no paraba de corear «Perú, Perú, Perú» mientras nos ubicábamos en la tribuna norte, casi pegados a la zona de occidente. Maradona estaba en su mejor momento y la estrategia del partido fue poner a Lucho Reyna como su marcador exclusivo. En el calentamiento, Maradona salió y se paró cerca de donde estábamos. Todos le gritaban y le mentaban la madre cuando, de pronto, comenzó a dominar una manzana que alguien le había tirado. La gente fue callándose porque el dominio de la manzana parecía el de un mago. El momento asombroso terminó cuando el astro argentino la pateó contra el arco e hizo que se partiera en dos. La gente, sorprendida, se puso a cantar «Maradona, Maradona». Al oír esto, un grupo se reía y otros reclamaban: «Oe, ¡qué están gritando, carajo!».

Tras ese suceso hipnótico, el público siguió tratando de desconcentrar al ídolo que, con su talento, era capaz de volver a todo un estadio a su favor, sin importar que estuviera de visitante. El espectáculo era avasallador: el estadio lleno y la selección aún con sus viejas estrellas. César Cueto, Juan Carlos Oblitas, Julio César Uribe y Franco Navarro eran los jugadores del momento y yo estaba viéndolos en vivo, pero nunca imaginé que sería testigo de un momento inolvidable. En mi memoria, solo está la bulla del público que empieza a alentar el ataque de Perú; de la nada, todos se paran, veo que Oblitas patea a tres dedos y la pelota entra al arco. Fue el gol más importante de la historia de mi vida y lo grité como nunca había gritado y creo que como nunca he vuelto a gritar. Quizá fue uno de mis momentos de mayor éxtasis futbolístico. No era cualquier gol: ¡era uno de Perú ante la Argentina de Maradona! ¡GOOOOOOL! ¡GOOOOOOL! Saltamos, gritamos, nos abrazamos con todos los que estaban a nuestro alrededor por un poco más de tres minutos. Fue tanta la emoción que todo lo demás ya no importó. Felizmente, Perú ganó y, aunque no fuimos a ese Mundial, lo tengo guardado como uno de los momentos más eufóricos de mi vida.

5

En 1986, cuando estaba en tercero de secundaria, mi gran amigo de carpeta, Juan Luis López Cámara, me hizo una pregunta que todavía retumba en mis oídos: «¿Has escuchado a Soda Stereo?». No sabía nada de ellos, solo me quedó rondando en la cabeza aquel extraño nombre. A los pocos días, los vi en el programa Disco Club. Era un show en vivo y estaban tocando «Sobredosis de TV». Tenían peinados extravagantes y se veían modernos en extremo. Su música me gustó inmediatamente. No había tenido esa sensación desde mi época de The Beatles. Como era en mi idioma, además de la música, podía entender las letras a la perfección, y quedé fascinado con sus melodías y la forma de usar el lenguaje. Fue tal la conexión que sentí con Soda Stereo que varios aspectos de mi vida girarían, más adelante, en torno a ellos.

Por esa época, aún de trece años, ya había empezado a salir más allá de las fronteras del barrio con Lucho Caycho y juntos habíamos asistido a los conciertos de La Más Más y Lo Mejor de lo Mejor, que se realizaban en el Amauta y en la plaza de Acho. Por eso, cuando Soda Stereo llegó a Lima por primera vez en noviembre de 1986, teníamos suficiente calle como para no perdernos tremendo espectáculo.

Ese 14 de noviembre, nos juntamos con Lucho a eso de las tres de la tarde. Tomamos un micro que nos dejó a una cuadra del emblemático coliseo Amauta. Las colas eran inmensas y nosotros no tardamos en unirnos a ese mar de personas que en fila india se dirigían al ingreso, muchos de ellos tarareando melodías. Se podía percibir la expectativa y emoción de todos lo que hacíamos aquella hilera para entrar. Solo esperábamos a que se abrieran las puertas para correr lo más cerca al escenario. Adentro, el eco del Amauta nos dejó estupefactos. La multitud gritaba, la temperatura aumentaba y los cuerpos pegados unos a otros hacían sentir el calor humano y el amor a la música. De pronto, apagaron las luces y perdí a Lucho. Avancé varias filas y, pese a la muchedumbre, logré ubicarme en una buena posición. Podía observar con claridad el movimiento de la puesta en escena. Se encendieron algunas luces azules y soltaron aquel humo blanco que, con su frescura, apaciguó la desesperación que ocasionaban el calor y la fricción de los cuerpos. Aquel fue solo el preámbulo para el momento esperado.

Gustavo Cerati entró a escena y lo vi por primera vez. Calculo que estaría a unos tres o cuatro metros de donde yo estaba, apretado por la multitud. Agarró la guitarra y, de pronto, nos envolvió con todo el sonido que emitía Soda Stereo. Era su primera visita a Perú y su repertorio comprendía las canciones de los dos primeros discos: Soda Stereo y Nada personal. Por mi parte, yo estaba envuelto en aquella magia que había percibido cuando escuchaba a The Beatles. Verlo ese día fue una experiencia que, en definitiva, dejó un halo de iluminación en mí. Además del dominio escénico, sus movimientos ondulantes contagiaban y a mí me daban ganas de aprenderme esos bailes. Estaba tan extasiado que en un momento me empecé a ahogar y un agente de seguridad tuvo que ayudarme a salir de aquella muchedumbre juvenil. Cual salvavidas, logró ponerme delante de la barrera. Ahí, en ese lugar privilegiado y con un grupo de chicas alrededor, terminé de ver el resto del concierto.

Cuando acabó y con la adrenalina a mil, mientras la gente terminaba de salir y el personal de limpieza ya empezaba a barrer el coliseo, decidí esperar un poco más. Me quedé contemplando esa escena final y logré sentarme en el escenario. Ahí estaba, observando todo el movimiento. Un flash se iba encendiendo entre mis pensamientos: «Algún día yo estaré de este lado con mi banda».

El 27 de junio del siguiente año, Perú y Argentina jugaron por la Copa América. Aquel domingo habíamos regresado a las andanzas con Lucho, así que decidimos a ir a la segunda visita de Soda Stereo, otra vez en el Amauta. En el concierto, las luces se apagaron, sentí nuevamente el humo a mi alrededor y empezó a sonar la música. Lo primero que se escuchó de Cerati fue: «Perú uno, Argentina uno… Merecimos ganar». El público se puso a corear, cual barra brava, el icónico «Perú, Perú, Perú». En eso, los primeros acordes de «Sobredosis de TV» remecieron el recinto y, de pronto, la música pudo más que la rivalidad que existe entre los países por el fútbol. Increíblemente, los fanáticos, luego de escuchar el inicio de la canción, comenzaron a corear «Argentina, Argentina». La magia de Soda Stereo no tenía fronteras ni rivales, solo era su música y la gente a favor de ella.

Al final del concierto, en el que de nuevo había perdido a Lucho, empecé a caminar hacia fuera del recinto, solo y agotado por la euforia. De repente, unas chicas que estaban a punto de subirse a un taxi me preguntaron: «¿Estás solo? ¿Hacia dónde vas? ¿Quieres que te jalemos?». Yo, que ya tenía mis hormonas de adolescente alborotadas, no lo dudé ni un segundo y, sin importar hacia dónde fueran, acepté. A mis quince años, aunque casi tenía la talla que tengo ahora, por dentro seguía siendo un púber medio tímido, así que solo disfruté estar junto a ellas escuchando su conversación infinita sobre el concierto. Se veían más grandes, unos dos a tres años mayores y, sin duda, su interés solo había sido salvarme del tumulto de la zona donde se encontraba el Amauta. Cuando me di cuenta de dónde estábamos, era la avenida Arequipa. Les dije que me tenía que bajar, por lo que pararon el taxi y se despidieron cordialmente de mí, con beso incluido. Yo quedé más que feliz cuando noté que estaba a la altura de El Olivar de San Isidro, crucé la pista, tomé una combi que me dejó en la avenida Tacna y caminé hacia Huallaga, meditando la suerte que tuve de ver a Soda Stereo y terminar en un auto con aquel grupo de chicas.

Mientras Lucho y yo íbamos a los mejores conciertos y vivíamos las más delirantes noches de fiestas, a César le habían prohibido parar con los chicos del barrio. Su tía, con quien vivía, lo había visto agarrándose a trompadas con Miguel y, por eso, estaba castigado sin poder salir. La señora Hortensia solo permitía que yo lo visitara y, más adelante, también dejó que Salim lo hiciera. A pesar de que teníamos esas restricciones, siempre buscamos la forma de encontrarnos fuera del barrio porque queríamos seguir mejorando con la música. César era el más disciplinado, sacaba las canciones iguales al disco, inclusive los punteos y bajos. Él me enseñaba con mucha paciencia y me insistía cuando yo flojeaba. En ocasiones, se escapaba por un rato de su casa, cruzaba la pista y venía a la mía para seguir enseñándome.

6

En el colegio, siempre había alguien que me gustaba. La inseguridad o la timidez eran las causantes de que desistiera de conocer a alguna de estas chicas. Solo había miradas platónicas y, de vez en cuando, una que otra sonrisa que animaba mis hormonas y, más tarde, llegaría a ser la inspiración de alguna de mis canciones.

Teníamos una rutina con Renzo Núñez, Juan Luis López Cámara y Héctor Lazo: en los recreos paseábamos, mirábamos y alucinábamos qué les diríamos a las chicas. Había una con la que siempre tenía un intercambio de miradas. Un amigo me contó que se llamaba Elsa. Creo que, si en ese momento hubiera empezado a componer, le habría dedicado muchas canciones. Era un amor platónico de adolescente inocente. Por más de tres años, solo hubo contacto visual y sonrisas cómplices. Un buen día, sabiendo que al siguiente año ella ya no estaría en el colegio, por fin tomé la iniciativa: «Hola, recién me animé a hablarte». Quedé petrificado luego de balbucear aquella frase. Felizmente, me respondió amablemente y caminamos hasta su paradero en la avenida Grau. Como suele suceder, no tuve el valor de volverme a acercar y nunca más se repitió aquel paseo. Jamás volví a hablarle y, cuando terminó el año, ella culminó la secundaria, se fue del colegio y mi corazón quedó un poco desolado.

Pero la escuela no era el único lugar para admirar chicas. Lucho y yo seguíamos descubriendo el mundo fuera de nuestro barrio. En una oportunidad, decidimos ir a una discoteca muy de moda llamada Mediterráneo. Nos pusimos nuestra mejor ropa y nos perfumamos con Agua Brava. Eso fue todavía en el verano de 1986, cuando aún tenía trece años. Viajamos en una combi hasta la avenida Arequipa y luego caminamos hasta Camino Real, en San Isidro. Era mi primera vez en una discoteca y quedé hipnotizado por el ambiente: estaban las chicas más bonitas que había visto en mi vida y todas juntas. Se parecían a las que veías en las películas de Hollywood o en las series de la época. A pesar de que parecían inalcanzables, la situación era novedosa y nos gustaba estar ahí. Sus olores eran divinos y ni qué decir de su elegancia al vestir.

Es imposible olvidar aquellas noches, había un ambiente mágico. ¡Qué discoteca! Ponían a todo volumen las canciones de The Clash, Billy Idol, Virus, GIT y otros éxitos más. Era lo más parecido a estar en un concierto. Las luces hacían que todo se viera más intenso y el sonido del bajo que golpeaba en el pecho hacía palpitar más mi corazón y nos sentíamos como si estuviéramos en medio de un video de rock de los ochenta perfectamente producido. Aunque en esa época el dinero solo nos alcanzaba para un gin-tonic que hacíamos durar toda la noche, era suficiente para pasarla bien.