Mendelssohn en el tejado - Jiri Weil - E-Book

Mendelssohn en el tejado E-Book

Jiri Weil

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Beschreibung

Praga, 1942. Julius Schlesinger, aspirante a oficial de las SS, ha recibido órdenes expresas de sus superiores de retirar del tejado del Rudolfinum la estatua del judío Felix Mendelssohn. Pero ¿cuál de las efigies pertenece al insigne compositor? Poniendo en práctica las enseñanzas que recibió en un curso de "ciencia racial", Schlesinger ordena a sus hombres que derriben aquella que tenga la nariz más grande. Solo que la estatua que eligen es la de Richard Wagner. "Mendelssohn en el tejado" proyecta una mirada satírica de la vida cotidiana de Praga bajo la ocupación nazi. Una obra maestra sobre el mal, el dolor, el poder, la violencia y el sufrimiento que nos muestra que, a pesar de nuestro a veces triste destino, el ser humano encuentra siempre nuevas maneras de sobrevivir.

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Mendelssohn en el tejado

Prólogo

por Philip Roth

Fue en Praga donde un superviviente de una distinguida familia literaria judía me contó que Jiří Weil era uno de los mejores escritores de Checoslovaquia. Corría el año 1973 y era la primera vez que yo escuchaba su nombre. Cuando regresé a Nueva York, conocí al traductor de dos relatos de Weil, quizá las únicas piezas de su obra vertidas al inglés. Las leí y me quedé profundamente asombrado por los horrores que describía, pero también, y más aún, por los medios tan sencillos con los que transmitía de una forma magistral no solo su odio por los nazis sino también la compasión que sentía hacia sus víctimas. Se trataba de unos relatos que habían sido concebidos con rabia y sufrimiento para ser contados después con el pragmatismo del periodista y la arrebatadora simplicidad del cronista familiar. Inmediatamente se me vino a la cabeza Isaac Babel. Las emociones de Weil resultaban más duras y menos ambiguas que las de Babel y, por lo que apreciaba a partir de las traducciones, más que un estilista sumido en la búsqueda implacable de la persuasión minimalista, Weil era un narrador coloquial nato. Lo que sin embargo sí compartía con Babel era la habilidad para escribir sobre la brutalidad y el dolor con una sutileza que se acaba convirtiendo en la crítica más feroz que puede hacerse al lado oscuro que se esconde en cada uno de nosotros.

Por lo que he averiguado desde entonces, la vida y la obra de este autor guardan otras semejanzas con la trayectoria de Babel. Nacieron con seis años de diferencia: Babel en Odesa, en 1894, y Weil cerca de Praga, en 1900. Ambos escritores eran judíos y estaban orgullosos de serlo. Ambos leían ruso y eran grandes conocedores de la literatura eslava. De hecho, en 1928 Weil obtuvo su doctorado en la Universidad Carolina de Praga con una tesis sobre Gógol y la novela inglesa. Ambos fueron víctimas literarias del realismo socialista y víctimas políticas del estalinismo —y del antisemitismo estalinista—. Y ambos vivieron años solitarios en los que fueron aislados y silenciados. En parte debido a la censura, pasó mucho tiempo hasta que lograron publicar sus primeras obras y, además, fueron vetados en las aulas y en los círculos literarios.

A mediados de la década de 1930 Weil escribió Moscú: Frontera, una novela polémica surgida en parte de su experiencia con el totalitarismo soviético cuando trabajaba en Moscú, en la sección checa de la editorial de la Comintern, durante los primeros años del terror estalinista. Todavía ciudadano de la República Democrática Checa, no pudieron condenarlo a muerte por su desencanto, pero recibió duros ataques de sus camaradas. Unas críticas que se renovaron tras la publicación, posterior a la guerra, de Makana, padre de milagros, Arpista y Vida con estrella. Esta última fue considerada por los comunistas todo un ejemplo «decadente de existencialismo pernicioso».

La publicación de Moscú: Frontera le valió a Weil la expulsión del Partido, aunque no le impidió escribir su continuación, La cuchara de madera, un manuscrito que se mantuvo inédito durante treinta años hasta su publicación en 1970 en una traducción al italiano. Y a principios de la década de 1950, Weil fue expulsado también del sindicato de escritores. Aunque más tarde, con el declive del stalinismo y gracias a los esfuerzos del poeta Jaroslav Seifert, ganador del premio Nobel de Literatura, lo readmitirían de nuevo. A finales de los años cincuenta, fue nombrado director del Museo Judío de Praga y, desde entonces, al parecer, mantuvo una existencia retirada, aislada e infeliz, hasta su muerte por cáncer en 1959.

En el volumen I de Los judíos de Checoslovaquia se considera que Vida con estrella es «un excepcional libro de un autor checo publicado entre 1945 y 1948», es decir, el breve período de relativa libertad entre el fin de la guerra y la toma del poder por parte de los comunistas. Y también : «Esta obra, cuyo título hace referencia a la estrella de David que los judíos fueron obligados a llevar en público durante la ocupación nazi, narra el efecto de las medidas antisemitas instauradas por los nazis en un humilde ciudadano checo de Praga». Esta descripción resumiría asimismo una novela checa posterior de cierta calidad: El señor Teodoro Mundstock, de Ladislav Fuks. Cuando los nazis ocuparon Praga, Weil fingió su suicidio. Las autoridades lo dieron por muerto y sobrevivió a la ocupación oculto ilegalmente en la ciudad. Estas experiencias probablemente inspiraron gran parte del argumento de Vida con estrella.

Su última novela, Mendelssohn en el tejado, también trata el tema del Holocausto. Considerada por gran parte de los lectores como su gran obra maestra junto con Vida con estrella, fue publicada póstumamente en checo en 1960. Se dice que Weil tardó quince años en completarla. En ella, un funcionario de las SS recibe la orden de retirar la estatua de Mendelssohn del tejado del Rudolfinum, que bajo el dominio nazi se ha convertido en la Casa del Arte Alemán. Como no es capaz de distinguir la efigie del compositor judío del resto de las estatuas que adornan el tejado, decide ordenar a sus subalternos que elijan la que tiene la nariz más grande. Pero, en su ignorancia, estos escogen la estatua de Wagner, un insigne compositor alemán que además es uno de los símbolos del Tercer Reich… Y así, con una anécdota en apariencia trivial, se inicia esta magistral novela.

Philip Roth

Mendelssohn en el tejado

Cuando Zeus

Cuando Zeus supo de todos los crímenes y las injusticias cometidos por la humanidad, de las matanzas, los falsos juramentos, los engaños, los robos y los incestos, decidió exterminar cualquier forma de vida de la faz de la tierra. Hubo erupciones volcánicas que barrieron las moradas de los hombres, diluvios que inundaron cada rincón de la tierra, pesadas nubes que sembraron la muerte por doquier, hasta que, en el mundo, solo quedaron Deucalión y Pirra, su esposa. Zeus les indultó porque eran justos. Se establecieron en el monte Parnaso, en la región de Focea. Después, las nubes mortíferas por fin se disiparon, el sol volvió a brillar y el cielo se tornó azul. Sin embargo, Deucalión y Pirra lloraron su soledad en medio de los solitarios páramos. Erigieron un altar a Temis, diosa de la Justicia, y le pidieron que les enseñara cómo hacer revivir al género humano, pues ellos eran viejos y ya no podían repoblar el mundo. La diosa les aconsejó que cubrieran sus rostros y arrojaran piedras a su espalda. Obedecieron la orden y, entonces, cuando las piedras se hicieron añicos en el duro suelo, el ser humano volvió a nacer.

i

Antonín Bečvář y Josef Stankovský se encontraban en el tejado, caminando entre las estatuas. La tarea no era peligrosa, puesto que dichas estatuas se alzaban sobre una balaustrada y, además, la terraza no tenía inclinación alguna; era casi completamente plana. Julius Schlesinger, funcionario municipal y aspirante a las SS —no a la élite de las SS, tan solo a soldado raso, sin graduación alguna—, no se atrevía a salir a la azotea. Si su rango hubiera sido mayor, no habría tenido que perder su tiempo en cosas como esta. Tal vez incluso podría haber conseguido un cargo más lucrativo en la Gestapo, pero al menos su empleo en el ayuntamiento le permitía vivir con cierta holgura. Además, ¿a qué puesto hubiera podido aspirar si en realidad solo era un simple cerrajero? Pero si le hubieran ascendido, también podrían haberle mandado directamente a combatir al frente oriental, algo que no le hubiera gustado en absoluto. Hasta el momento, le había ido bien en el ayuntamiento; solo a partir de entonces comenzarían sus pesares.

No quiso salir a la azotea. Los empleados municipales se reían maliciosamente a las espaldas de semejante cobarde, que temía pasar de la puerta y se limitaba a darles órdenes a voz en grito. Eso sí, con los alemanes había que andarse con sumo cuidado: habían encarcelado o deportado a muchas personas al Reich por menos. Puede que tal vez precisamente por no haber obedecido una orden de inmediato.

Schlesinger era de la ciudad de Most —en la región de los Sudetes—, cuyos habitantes hablaban el idioma de sus vecinos checos, y durante un tiempo estuvo trabajando en la fábrica de los Ringhoffer. Antes incluso de que se estableciera el Protectorado, los nazis ya le habían encomendado una tarea. Su misión resultó ser tan delicada —llegó a hacerse pasar por socialdemócrata alemán para infiltrarse entre los obreros— que tenía que reconocer que pensó que recibiría una recompensa mayor por sus servicios. Sin embargo, solo consiguió que le dieran un puesto de funcionario municipal, eterno aspirante a las SS. Y la culpa la tenía su nombre. De haberse llamado Dvorzacek o Nemetschek, todo habría sido diferente. Cientos de personas salen adelante con nombres semejantes sin tropezar con ningún obstáculo. Sin embargo, el apellido Schlesinger, y además precedido del nombre Julius, tenía toda la pinta de ser judío, y despertaba desconfianza entre la gente allá por donde iba. Él llevaba siempre consigo sus certificados de raza aria, cuya pureza se remontaba hasta su bisabuelo y su bisabuela, pero aquello no dejaba de resultar sospechoso, y los documentos también se podían falsificar. ¿No había falsificado él mismo los papeles que había presentado ante el responsable del Gobierno de Most para conseguir trabajar en la fábrica de los Ringhoffer?

Pero nadie podría obligarle a salir a la azotea. Le daban casi tanto miedo las alturas como el castigo divino que, siendo como era un católico devoto, llevaba un tiempo esperando, pues era consciente de que había cometido una profanación que debería haber evitado por todos los medios. Quizá podría haberlo conseguido. Tendría que haber puesto la excusa de una enfermedad, aunque tampoco eso le hubiera servido de nada: como represalia por haberse negado a obedecerles le habrían mandado al frente, tal vez a un pelotón de castigo. Krug, que a su vez había recibido instrucciones de Giesse, ya le había advertido que la orden de deshacerse de los restos mortales del Soldado Desconocido venía directamente de Frank. No quedaba más remedio que obedecer. Además, en realidad él era cerrajero. No podían haber encontrado otro candidato mejor para semejante tarea.

En la azotea el asunto era bien distinto. Esta vez se trataba de una estatua, de una estatua judía. Y derribando la estatua de un judío, para colmo compositor, no se cometía ningún pecado. Una imagen no puede acudir a presentar una queja ante el trono celestial. Aunque un buen conocedor de los caminos de Dios sabe que incluso una estatua puede ser el brazo ejecutor de un castigo divino. Él mismo había visto una vez una ópera cuyo argumento era precisamente ese. Sin embargo, ¿podría recibir dicho castigo a plena luz del día? Vivimos una época extraña, las leyes hasta ahora conocidas no rigen ya en nuestros días, el día puede convertirse en noche en cualquier momento y, para una falta tan grave, no existe absolución. Que hubiera tenido que echar mano de tenazas, destornilladores y cizallas para llevar a cabo su misión era algo intolerable. Semejante pecado resulta imperdonable, salvo que uno peregrine hasta Roma y consiga a fuerza de ruegos el indulto del papa, cosa que era bastante frecuente en tiempos pretéritos. Y ¿qué les parecería algo así al bellaco de Krug, que era su superior, o al doctor Buch, confidente de la Gestapo? Hasta le habían obligado a firmar unos papeles en los que declaraba que, so pena de muerte, no le revelaría nada del asunto a nadie, ni siquiera a su propia familia… Tampoco podía estar seguro de que, si se confesaba, el sacerdote guardara el secreto de confesión y no le delatara: ¡la Gestapo tiene agentes infiltrados incluso entre los curas! Aunque sus tentáculos no alcanzan al papa. La cuestión era cómo llegar hasta el sumo pontífice. Con todo, si no padecía su castigo antes de obtener la absolución, todavía estaba a tiempo de encontrar algún pretexto. Más tarde, ya nada le serviría de ayuda, y tendría que arder en el infierno por toda la eternidad.

Los empleados deambulaban con desgana a lo largo de la balaustrada, arrastrando tras de sí una gruesa soga con un lazo en el extremo. Había muchas estatuas y cada una representaba a un músico. Miraron abajo, hacia la calle, que estaba desierta. Era día laborable, y todo el mundo se encontraba en su lugar de trabajo y, como además se habían clausurado las universidades, solo se veía de vez en cuando a algún transeúnte colándose en el Museo de Artes y Oficios. A la gente no le gustaba andar por esta zona, tan próxima al cuartel de las SS y a las oficinas judías a un tiempo; lo consideraban territorio alemán. Caminar con una soga por el tejado en busca de una estatua… ¡Vaya una estupidez! Únicamente a esos teutones, con su consabido afán de perfeccionismo, se les podía haber ocurrido algo así. Ni siquiera sabe si solo dos hombres serán capaces de mover una estatua tan grande. Schlesinger no había querido implicar a más gente para que no se corriera la voz. Aquellos dos le habían prometido guardar silencio… ¡Menuda bobada, como si la gente no fuera a notar que faltaba una estatua! Pero con estos nuevos amos era imposible razonar.

¿A qué viene perder el tiempo de esa forma en el tejado? ¿Por qué Schlesinger no pasa de la puerta de una vez y les indica qué hay que hacer y cómo?

—Señor jefe, ya podemos empezar. Solo necesitamos que nos indique dónde está la estatua. Si puede, señálela con el dedo. —Bečvář ya no aguantaba más.

A Schlesinger no le gustó nada que le llamara «señor jefe». Esta clase de gente ni siquiera sabe cómo dirigirse a sus superiores, no ha aprendido disciplina, nadie les obligó a participar en las marchas militares como hicieron con él. De lo único que se ocupan es de sus chanchullos y de cultivar verduras en sus huertos. Les habló con severidad:

—Recorred de nuevo la balaustrada y fijaos en todos los pedestales hasta que encontréis el nombre de Mendelssohn. Al menos sabéis leer, ¿no?

—¿Cómo ha dicho que se llama ese judío? —preguntó Stankovský mientras se sujetaba la gorra para que no se le volara con el viento. Su gorra, que daba fe de su cargo en el ayuntamiento, era su mayor orgullo, pues la consideraba un distintivo de su rango. En tiempos de la República aquello aún tenía cierto valor. Un empleado municipal no era un cualquiera, ya que trabajar en el ayuntamiento le daba derecho a recibir una pensión tras la jubilación. Pero, ahora, con estos alemanes, ya no se sabe. Aun así, su gorra era su gorra.

—Men-del-ssohn —silabeó Schlesinger.

—¡Ah, vale! —exclamó Bečvář.

Recorrieron despacio la balaustrada mientras iban mirando los pedestales. Hacía ya un buen rato que habían comprobado que allí no había inscripción alguna, pero si Schlesinger quería que dieran vueltas, por qué no darle esa satisfacción.

Bečvář anunció:

—Jefe, no encontramos ninguna inscripción en los pedestales, ¿cómo podemos reconocer a ese tal Mendelssohn?

¡Menudo lío! Nadie le había explicado cómo era la estatua de ese judío. Y, aunque se lo hubieran explicado, no habría servido de nada: todas las estatuas se parecían entre sí. Los monumentos suelen llevar inscripciones grabadas en los pedestales, y él había confiado en esa idea. No podía ni debía preguntar a nadie. Solo el protector interino del Reich debía de saber qué aspecto tenía la estatua de Mendelssohn. Pero no Frank, y, mucho menos, Giesse o Krug. Heydrich, que es músico, ha de saberlo. Sin embargo, ¿quién tendría la osadía de ir a preguntárselo?

Schlesinger observaba las estatuas desde la puerta mientras su cabeza discurría febrilmente. Aunque se obligara a subir al tejado, tampoco él habría podido distinguir al judío entre todas aquellas efigies. Y los otros dos estaban ahí, tranquilamente, esperando a que él les diera instrucciones. Seguro que se estaban riendo de él, pero trataban de disimularlo. Permanecían de pie totalmente impasibles, con gesto inexpresivo. No había duda de que estaban pensando: «Si hay que esperar, pues a esperar se ha dicho». Les traía sin cuidado. En cambio él, Schlesinger, tenía que cumplir con su cometido. La orden provenía directamente del protector interino del Reich, que era aún más severo que Frank. Y, además, todo el mundo sabía ya lo que implica desobedecer una orden. Krug le explicó, antes de la incursión en el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja, que en retaguardia se regían por las mismas leyes que en el frente. En un país como aquel, en el que todos los que mandan estaban autorizados a aplicar las leyes del Reich a los infrahumanos, el frente estaba en todas partes. Y precisamente en aquel territorio regía la ley marcial: desobedecer una orden implicaba la muerte, aunque dicha orden resultara del todo incomprensible.

—¡Pues vaya! —dijo Bečvář.

—Esta cuerda no parece lo bastante fuerte… Se podría romper. Deberíamos haberla probado antes, pero, claro, como siempre vamos con prisas… —rezongó Stankovský. Aún le hubiera gustado añadir: «Y ahora estamos aquí, perdiendo el tiempo», pero cambió de parecer. Schlesinger, cada vez más furioso, se devanaba los sesos. Estos teutones estaban todos locos. Se acercaba el mediodía y, si no terminaban antes de una hora, el comedor cerraría y ellos se quedarían sin almuerzo. Finalmente, a Schlesinger se le ocurrió una idea:

—Haced otra ronda y fijaos bien en la nariz de las estatuas. La que tenga la nariz más grande es la del judío. 

Schlesinger había asistido a un curso llamado «Cosmovisión» en el que les habían dado una conferencia sobre «ciencia racial». Allí les mostraron unas diapositivas con imágenes de unas narices junto a las cuales aparecían sus medidas exactas. Habían medido cada una minuciosamente. Se trataba de una ciencia rigurosa y compleja, pero los datos que proporcionaba eran bien sencillos. De ella se desprendía que los judíos eran los propietarios de las narices más grandes.

Los empleados volvieron a recorrer la azotea. ¡Menuda estupidez tener que buscar ahora la estatua con la nariz más grande! Bečvář sacó un metro plegable de madera que llevaba siempre consigo. Antes de conseguir su puesto en el ayuntamiento, había aprendido carpintería y cuando salía del trabajo se sacaba unos ingresos extra fabricando conejeras. De eso se podía vivir bien, pues la gente se las quitaba de las manos: la cría de conejos se había puesto de moda.

—¡Déjate de tonterías! —le espetó Stankovský al tiempo que lo empujaba hacia un lado—. Si nos ponemos a medir narices, nos retrasaremos aún más. Lo importante es que no nos quedemos sin el almuerzo. Al fin y al cabo, se puede distinguir a simple vista cuál tiene la nariz más grande, ¿no?

—¡Fíjate! —exclamó Bečvář—. ¡Esa que lleva una boina…! Ninguna de las demás tiene semejante nariz. Venga, Pepík, échale el lazo al cuello.

—¡Estupendo! —convino Stankovský—. Allá vamos.

Tiraron de la soga y la estatua comenzó a deslizarse de lo alto de la balaustrada. Schlesinger vigilaba desde la puerta.

Y, de pronto, gritó:

—¡Dios mío, parad inmediatamente! ¡Os digo que paréis!

Bečvář y Stankovský dejaron de tirar de la soga de golpe. Ya está ese maldito teutón tocándonos las narices otra vez. ¡Que venga él mismo a comprobar si es la estatua que tiene la nariz más grande…! ¡A ver si se atreve a pasar de la puerta…!

Schlesinger estaba empapado en sudor. No sabía a quiénes representaban el resto de las estatuas; ninguna, salvo esta. Era ni más ni menos que la de Wagner, el mayor compositor alemán de todos los tiempos. Y no se trataba de un simple músico, sino de aquel cuyas ideas se habían convertido en uno de los pilares sobre los que se había fundado el Tercer Reich. Su imagen, ya fuera en forma de retratos ya fuera a modo de estatuilla de yeso, decoraba los salones de todos los hogares alemanes.

Los empleados soltaron la cuerda sin saber qué hacer. El lazo se mecía colgando del cuello de Richard Wagner. 

Schlesinger permanecía en silencio, sumido en sus pensamientos.

—¿De veras la nariz de esa estatua era la mayor de todas?

—Claro, señor jefe —dijo Bečvář—. Las demás tienen una nariz bastante normal.

—¡Recoged las herramientas! Volvemos al ayuntamiento.

Bečvář y Stankovský retiraron el lazo del cuello de Wagner y se dirigieron lentamente hacia la puerta.

Schlesinger, sin molestarse siquiera en dirigirles una mirada, descendió por la escalinata. Conque así fue como la estatua consiguió infligirle su castigo. La venganza se produjo de una forma distinta a la de aquella ópera, pero también fue llevada a cabo por una estatua. Es más, se perpetró a plena luz del día.

Aunque su pecado mortal había sido cometido al amparo de la oscuridad. Eran las diez de la noche, de hecho, cuando llegaron al Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. En el coche iban también dos miembros de la Gestapo. Le habían pedido que llevara consigo tenazas, destornilladores, limas, cizallas y radiales. El vehículo entró en el patio. Accedieron al edificio por la puerta de servicio. Allí les esperaba Krug. Los de la Gestapo, que debían de estar borrachos, se reían a carcajadas, pero, aun así, eran capaces de dominar su estado de embriaguez y comportarse con cierta discreción. Y él, con sus utensilios, trastabillaba en medio de los dos, como si también estuviera bebido, a pesar de no haber probado ni gota y de que tampoco había probado bocado desde que Krug le había mandado llamar. Tras ponerle al corriente de su misión, este le ordenó firmar la consabida declaración. Entraron en la capilla. Los agentes de la Gestapo le metían prisa, le exhortaban sin dejar de repetirle, de forma mecánica y con voz sibilante, aquellas palabras que había escuchado ya tantas veces: «Los, los, schnell, schnell». Quitaron primero las coronas que estaban sobre el ataúd. Como para eso no le necesitaban, se encargaron ellos mismos de hacerlo. Además, ya tenían preparada una caja. Mientras tanto no dejaban de gesticular y, a la luz amortiguada y pálida de las bombillas que iluminaban la cripta, sus rostros parecían demoníacos. Sí, propios de diablos sin nombre, uno a su izquierda y otro a su derecha, con voces que parecían salir de un gramófono. Ahora le tocaba el turno a él. Desatornilló la tapa del ataúd, arrancó los adornos metálicos y partió el féretro con la ayuda de una cizalla. Después hizo varios rollos con la chapa. Trabajaba de forma mecánica. Finalmente sacó del ataúd la urna de madera en la que se encontraban los huesos del Soldado Desconocido y lo llevó todo al coche. Los agentes, sin embargo, no le ayudaron. En el patio le esperaba Krug, mirando la hora en un reloj de esfera reluciente como los que les dan a los oficiales en el frente.

—Son las dos —dijo—. Un trabajo impecable… y rápido. Le propondré para que sea condecorado con la Cruz de Hierro de segundo grado. Presentaré un informe al señor Pfitzner, el alcalde mayor.

Schlesinger no respondió. Y continuó arrastrando la carga. Que pensaran que estaba cansado, que pensaran lo que quisieran… Se subieron al vehículo sin pronunciar palabra y le hicieron sentarse en el asiento de atrás, entre los dos miembros de la Gestapo; la carga la depositaron al lado del conductor. Atravesaron una ciudad muerta, sombría, y llegaron al otro lado del río cruzando un puente. El río, paradójicamente, rebosaba vida: solo allí, gracias al resplandor que emanaba de sus aguas en medio del oscuro vacío, se podía distinguir algo. No tenía ni idea de adónde se dirigían. Al principio pensó que irían directamente a la calle Bredovská, donde la Gestapo se haría cargo de los restos. Pero la limusina negra corría a toda velocidad hacia algún lugar bastante más alejado. Él iba recitando sus oraciones en voz baja. Los agentes dormían. Tras cruzar un segundo puente, Schlesinger reconoció el lugar: Rokoska. ¿Pretenderían llevar esta carga por la carretera de Rumburk hasta el Reich? O tal vez quisieran ir a Panenské Břežany para que el propio Heydrich verificase el contenido de la urna de madera… Ni una cosa ni la otra, pues giraron a la izquierda, bordeando la explanada de Troja. El conductor debía de haber recibido instrucciones precisas. El vehículo se detuvo justo al lado del río. Los agentes se despertaron y, tambaleándose, salieron junto a él del coche. El chófer sacó entonces de debajo del asiento un bolsón enorme. Los agentes comenzaron a recoger piedras y le ordenaron sigilosamente que hiciera lo propio. Todo se llevó a cabo en un completo silencio y bajo la tenebrosa luz azulada de las linternas. Cogieron la caja de madera, la chapa y las piedras y las metieron en el saco. A continuación, tomaron impulso y lo lanzaron al río. Solo entonces uno de los agentes rompió el silencio:

—¡Listo!

Le devolvieron al mismo lugar en el que le habían recogido: la plaza de la Ciudad Vieja, cerca de su piso en un edificio nuevo de la avenida Dlouhá. Así es como terminó la noche de su pecado mortal.

Y ahora un espectro se vengaba de él… Ahora entraba en escena la estatua del músico judío para castigarle por haber ayudado a hacer desaparecer los restos mortales del Soldado Desconocido. Desde aquella noche vivía en un estado de terror permanente, recordaba continuamente el horrible e impío crimen y la profanación que había cometido… Pero ¿habría podido obrar de otro modo?, ¿habría podido zafarse, cuando Krug le amenazaba y aquellos dos de la Gestapo vigilaban cada paso que daba?

«Desobedecer una orden significa la muerte.» Eso le había dicho Krug aquella vez y, mientras durase la guerra, esa regla seguiría vigente, y puede que aún después de que esta terminase.

No tenía sentido atormentarse por los remordimientos. Sin pronunciar palabra, entregó las llaves de la azotea al conserje, que, como era de esperar, no se arriesgó a hacer ninguna pregunta.

Salió a la calle. Los empleados no se atrevieron a salir al mismo tiempo que él, aunque le seguían, pegados a sus talones como si celebraran su desdicha. Parecía como si estuvieran deseando ver cómo se lo llevaban en un coche negro a la calle Bredovská.

—¿Qué quieren? —dijo con los nervios a flor de piel.

—Bueno… Nada, señor jefe —habló Bečvář suavemente—. Solo que, bueno… Es que tal vez nosotros podríamos irnos a comer, como lo de la estatua está parado por ahora… Y, después, volvemos, claro está, por si hubiera que hacer algo más…

—¡Lárguense de aquí! —gritó Schlesinger—. Ya les buscaré cuando los necesite. Aunque sea en mitad del almuerzo.

Los ayudantes se dirigieron hacia el comedor, pero Schlesinger entró al ayuntamiento.

—¡Pues vaya! —dijo Bečvář.

—Ese teutón chiflado… Y, encima, otra vez patatas con salsa para comer… —se quejó Stankovský.

Schlesinger ni siquiera había preguntado si Krug estaba en su despacho.

Krug se encontraba sentado ante su escritorio y, sin siquiera levantarse, refunfuñó algo a modo de saludo. Pero, por su gesto, Schlesinger advirtió que algo no iba bien. Krug es astuto, no se le escapa ni una, y siempre está al tanto de todo.

—Bueno, ¿entonces? —preguntó con voz dura Krug—. ¿Ha cumplido ya con la orden? Giesse ha llamado para preguntar.

—No —respondió Schlesinger en voz baja.

—¿Cómo que no? —vociferó Krug—. ¿Es que esos dos golfos no han sido capaces de hacer un trabajo tan tonto? ¡Hoy mismo les mando a trabajos forzados! Se llenan la panza aquí, en el Protectorado, y no sirven ni siquiera para derribar una simple estatua. Tendría que haberles ayudado usted o haberles metido en cintura. Ha sido una negligencia por su parte. Así solo va a conseguir la Cruz de Hierro en el frente.

Schlesinger estaba en posición de firmes pero temblaba de miedo. Balbuceó con dificultad:

—Los nombres de las estatuas no están inscritos en ningún lado, así que no he podido reconocer a ese judío.

Krug le espetó un insulto grosero. Y luego dejó de hablar. Ambos permanecían en silencio: Schlesinger, con los brazos pegados a los costados del cuerpo en posición de firmes, y Krug, sentado en su escritorio con las piernas cruzadas.

¡Jesús, María y José! Si Krug no ha ordenado que se lo lleven enseguida, puede que hasta se libre de esta. Hubiera bastado con que marcara un número, dijera una clave y, al momento, ya habrían venido a por él. Sin embargo, Krug seguía callado. Él también estaba en un brete. Era más que evidente: Krug responde ante Giesse; Giesse, ante Frank; y Frank, ante Heydrich y, si no se cumple la orden, Heydrich y Frank ordenarán que los detengan a todos. Quizá dejen en libertad a Giesse con algún castigo menor, ya que Heydrich lo necesita, pero seguro que Krug no se libra de esta. No le servirán de ayuda ni sus méritos contraídos antes de la guerra ni su participación en la campaña de Polonia.

Finalmente, Krug dijo con suavidad:

—La orden debe cumplirse. El general no admite ninguna excusa —empleó adrede el rango militar de Heydrich para recalcar la importancia de la misión—. Y, ahora, ¿qué piensa hacer?

Schlesinger se devanaba los sesos. Tenía que idear algo rápidamente, inventar alguna solución transitoria para ganar tiempo. Pero no se le ocurría nada. ¿Tal vez preguntarle a Giesse cuando volviera a llamar por teléfono? No, eso supondría reconocer que la orden no se había cumplido y, además, Giesse no les podría aconsejar, puesto que, al igual que ellos, no tendría ni idea de cómo era la estatua: el único que lo sabía era Heydrich. Krug empezará a gritar de nuevo en cualquier momento. Estará aterrorizado, como yo, y querrá salvarse a cualquier precio. Tiene el teléfono a su alcance, encima de la mesa: un segundo más y levantará el auricular.

—Se me ocurre —propuso Schlesinger— que tal vez deberíamos buscar ayuda en el cuartel de las SS. Está cerca del Rudolfinum, y allí sabrán dónde encontrar a un experto. Tenemos una orden directa del protector interino del Reich, conque están obligados a atender nuestra petición.

Krug reflexionaba. Schlesinger es un completo idiota, pero, a decir verdad, lo que dice no parece tan mala idea. Sería más provechoso recurrir directamente a la Gestapo, donde cuentan con todo tipo de expertos, algunos de ellos hasta músicos. Pero involucrar a la Gestapo en cualquier asunto siempre supone un riesgo. Enviarían un informe al Protectorado y, antes de que la estatua hubiera sido retirada, Heydrich ya estaría al tanto de la torpeza de Krug. Y, entonces, ya no habría modo de huir de un castigo seguro, puesto que Heydrich carece de misericordia. Por el contrario, en el cuartel general de las SS no le darán tantas vueltas al asunto. Están habituados a ejecutar órdenes sin preguntar por qué ni para qué. No harán preguntas al Protectorado; les bastará saber que Krug es un SS-ScharFührer, 1 y Schlesinger, un SS-Anwärter.

—Inténtelo… —convino afablemente—. Y luego envíeme un informe.

Sonó el teléfono. «Giesse», pensó Schlesinger.

Krug contestó:

—Todavía no, pero se hará hoy mismo, sin falta… Una ligera demora por dificultades técnicas… Claro, entiendo que la orden viene de arriba. Y se cumplirá, descuide usted… —Krug colgó el auricular y, hecho una furia, ordenó a Schlesinger—: ¡Y lárguese de aquí inmediatamente! No quiero volver a verle hasta que esa estatua haya sido retirada. ¿Ha quedado claro?

Schlesinger juntó los talones y se despidió con el saludo reglamentario. Krug ni se molestó en devolvérselo.

ii

La obertura de la ópera Don Giovanni llegó a su final y los aplausos tronaron por toda la sala. La música no era precisamente de su agrado: Mozart es demasiado dulce, demasiado delicado, demasiado apaciguador, pero forma parte esencial de la cultura de Praga, y cuesta imaginarse otras notas abriendo una ópera en el Rudolfinum. La música de Mozart sonó por primera vez en la ciudad cuando esta aún dormía sobre el lodo austriaco. Sí, ahora también duerme, pero sumida en el sueño de un cadáver bajo el talón del vencedor. Sin embargo, algún día se despertará convertida en una ciudad alemana y, entonces, sonará una música diferente. En otro tiempo, durante los años de su juventud en Halle, le encantaba la música de Mozart. Por entonces, el cuarteto nacional solía interpretar sus piezas y él fue seleccionado como segundo violín. «Segundo violín… Eso no volverá a suceder», pensó frunciendo el ceño. Don Giovanni, además, era la ópera favorita de su padre. Habían ido a verla juntos en numerosas ocasiones cuando era niño. La estatua del Comendador vengaba un crimen, pero ¡qué ridículo, qué estúpido suena eso cuando no dejan de manar torrentes enteros de sangre, tanto de los pueblos sometidos como de la mejor y más pura sangre alemana! Aún está por ver cuál de los dos bandos derramará más. La estatua del Comendador vengando una injusticia pertenece exclusivamente al mundo de la ópera.

A pesar de la masonería y Dios sabe de qué más, la música de Mozart es alemana, y en una sala de conciertos alemana siempre sonará música alemana. Los politicastros checos no osarán volver a opinar sobre este tema jamás. Él logró lo que Neurath, ese payaso cobarde y gordinflón, no se había atrevido a hacer. El Führerhabía nombrado a Neurath gobernador del Protectorado para taparles la boca a los países extranjeros y, aun así, lo hizo todo chapuceramente. ¡De cuánta inmundicia hay que deshacerse aún…! Pero el trabajo estaba diseñado a su medida. Alguien tenía que hacerlo, y él no eludiría la responsabilidad. Atrapados en el fango del Protectorado, todos engordaban como cochinos y, ahora, él les enseñaría lo que es correr. Además, hizo un gran trabajo renovando la Casa del Arte Alemán, una tarea que tiene el mismo valor que una sentencia de muerte de un tribunal militar, aunque aquí casi nadie comprenda esto. Seguro que el Führer entiende perfectamente por qué ha sido una de las primeras misiones que han acometido, pues reconoce el valor que tiene el arte para la vida del Reich.

Se lo había dicho al público que aplaudía en ese momento en la sala antes de que diera comienzo el programa. Subió al escenario y se colocó junto a los músicos, cerca del atril del director de orquesta. Se le antojaba extraño ir ataviado con su uniforme en medio de todos aquellos individuos vestidos con esmoquin. Solo ellos iban de negro, aparte del cuerpo diplomático, que había sido invitado expresamente para que comprobara que el Tercer Reich había acabado con el parlamento; que aquí, en la Praga alemana, el Reich se expresa tanto por medio de cañones, tanques, morteros y aviones como a través de la música. Y que lo hace con música alemana. En esta sala no volverán a sonar más piezas de compositores judíos ni jamás volverá a subirse al escenario ningún director de orquesta judío. La raza y la música; la sangre y el Gran Imperio Alemán; el Führer y el territorio de Bohemia y Moravia que el Reich ha recuperado… Todos ellos son símbolos sagrados y, además, seguirán eternamente vigentes. También les habló de san Wenceslao. Tenía la obligación de hablar de él, puesto que los checos aún habitan estas tierras alemanas. Habló de la locura de un Estado checo independiente. En realidad, san Wenceslao no les servirá de nada mientras dure la guerra. Después, mientras la sala entera permanecía aún en pie y con el brazo derecho alzado, tomó asiento en una butaca de la primera fila. Se dejó caer pesadamente nada más finalizar la intensa intervención; el discurso le había dejado exhausto. No le gustaba nada la oratoria: prefería el sonido de las ametralladoras. Ese es el lenguaje universal que los Estados subyugados, desde los Pirineos hasta la ciudad rusa de Rostov, entienden perfectamente; pero ahora se encontraba entre los suyos y le tocaba pronunciar discursos. Estaba allí como representante del Führer y del Reich, era «el enemigo de todos sus enemigos», tal y como le describían en los periódicos locales. Y esa denominación le parecía acertada.

La orquesta estaba interpretando la Sinfonía de Praga. Ahora podrá estirar cómodamente las piernas y descansar tras un día agotador, reflexionar y organizar sus futuros proyectos, pues solo le han destinado aquí provisionalmente, hasta que el Führer le asigne otra misión. Se esforzará por cumplir sus órdenes en el menor tiempo posible: arrasar el país, atemorizar a sus habitantes para convertirlos en meros autómatas al servicio del Reich, erradicar a todos los enemigos del Imperio y, por supuesto, limpiar el territorio de judíos. En efecto, acabar con los judíos, una tarea que también desatendió el perezoso señor Neurath.

Ahora, mientras sonaba la música, disponía de algo de tiempo para repasar los acontecimientos del día. No le molestaba, pero ya no le decía nada: solo le recordaba a su niñez.

En el castillo de Hradčany el día había comenzado como de costumbre. Salió de su residencia de Panenské Břežany en su limusina negra y pasó junto a las casas que aún permanecían silenciosas. En esa época, en otoño, no se veía ni un alma en la carretera. Esto, sin duda, se debía a las lecciones de disciplina que le había impartido al pueblo de Panenské Břežany: nada de andar deambulando por la plaza, ni de gallinas y gansos por la carretera, ni de música en fiestas y verbenas. Debían guardar silencio a partir de las diez de la noche y mantener las luces apagadas hasta el amanecer. Así vivía ahora el pueblo que tuvo el honor de acogerle. A decir verdad, habría preferido tener por vecinos a verdaderos alemanes, pero, estaban en guerra, y aquello no era posible. Tuvo que conformarse con que los labriegos permanecieran en sus casas para no tener que ver sus rudas caras ni oírles hablar. Su Mercedes-Benz corría por la carretera a través de un paisaje desolado y, a medida que se aproximaba a la ciudad, se cruzaba con los residentes de los suburbios, que se veían obligados a saltar al arcén cada vez que la limusina, con sus banderas revoloteando, se acercaba a ellos. Y, además, todos sabían quién era el que se dirigía a esa hora a la ciudad. Después, apagó el motor del coche y dejó que este descendiera por la carretera mientras pasaba cerca de las mansiones nuevas, en las que aún residían bastantes checos. En algunas de sus fachadas ya colgaban las banderas de su patria, ondeando al viento y dándole la bienvenida con su permanente saludo al Reich. No tardarían mucho en bordear todo el camino, pero, mientras continuara la guerra, tenía que ser paciente.

En cuanto el coche se internó en los suburbios obreros con sus casitas de paredes descascarilladas y sus edificios fabriles, tuvo que apretar los labios y tratar de no mirar por la ventana. Las calles despedían un olor nauseabundo, un hedor a azufre, humo y sudor que se filtraba incluso a través de las ventanas cerradas. Por el momento necesitan que los infrahumanos se deslomen en las fábricas y se reproduzcan en sus madrigueras para proporcionarle al Reich más fuerza de trabajo. Algún día se depurarán también estos suburbios: se crearán plazas enormes y calles regulares bordeadas de alamedas, y se trasladará a los serviles autómatas a lugares apartados, a guetos, detrás de alambres de púas, donde vivirán en medio de su propia inmundicia y bajo la supervisión de torres de vigilancia con ametralladoras apuntándoles día y noche, hasta que el Reich deje de necesitarlos. Y después… Puede que ese ya no sea su trabajo, sino el de los que regresen de la guerra más tarde. Entonces el Führer volverá a encomendarle tareas más importantes.

En la ciudad, su coche ya no llamaba tanto la atención, pues se mezclaba con otros coches parecidos también de color negro, pero, aun así, había gente que se metía rápidamente en las casas y en las tiendas y coches que se hacían a un lado a su paso. Sabían que aquellas banderas eran el emblema del dueño de estas tierras.

El coche se detuvo en el segundo patio del castillo y él subió por la amplia escalera. Los funcionarios le dieron la bienvenida con el brazo derecho alzado cuando atravesó su despacho para, finalmente, sentarse a una mesa alargada en la que había varios aparatos telefónicos. Habría preferido un despacho sobrio, con paredes desnudas en las que solo colgara un retrato del Führer, y no esos tapices con escenas de guerra y figuras de pastoras. Pero el despacho había sido amueblado por los antiguos propietarios, que, ahora, mendigaban en algún lugar de Londres. Le correspondía como una herencia a la que no podía renunciar, y se había convertido, incluso con esos odiosos tapices y ese mobiliario que parecía de juguete, en un símbolo de poder en cuanto pasó a ser propiedad de los vencedores. Además, cuando Frank hizo pasar aquel mismo día a unos hombres leales al Reich —unos trogloditas ataviados con pieles de oveja, blusones bordados y cinturones guarnecidos de chapas—, se dio cuenta de que un gabinete tan fastuoso tenía cierta utilidad. Frank le había dicho que se trataba de una delegación campesina que venía a rendirle honores. Debían de ser campesinos, pero en realidad ofrecían la impresión de que Frank los hubiera disfrazado para alguna comedia teatral. Como no dejaban de sudar bajo sus pieles de oveja, de sus cuerpos emanaba un olor repugnante. Estaban completamente aturdidos ante semejante suntuosidad y contemplaban con pavor a las pastoras desnudas de los tapices. Se entretuvo observando sus rostros, que no paraban de esbozar muecas de miedo y de asombro. Desde luego, Frank había logrado encontrar a los más brutos y cerrados de mollera del lugar. Les habló con la ayuda de un intérprete, pues ellos no dominaban el alemán. Frank les había enseñado a hacer el saludo reglamentario, y al menos fueron capaces de alzar sus zarpas. Aquello fue quizá lo máximo que podía esperar de aquella gente. Frank hablaba todo el tiempo por ellos porque no se atrevían a soltar ni una palabra; estaban paralizados por el terror. Les dijo algunas frases que Frank tradujo, algo acerca de san Wenceslao, pues pensó que quizá fuera lo único que alcanzaran a comprender. Después de que Frank los sacara de allí tuvieron que ventilar un buen rato el despacho. La súbita aparición de esos hombres de las cavernas había resultado bastante entretenida, aunque, por otro lado, la diversión le quitó bastante tiempo y además se vio obligado a soportar aquella pestilencia. Pero había cumplido con su deber de gobernador y administrador de estas tierras.

Ya había leído la prensa en Panenské Břežany, pues un repartidor en motocicleta se encargaba de llevársela cada día a primera hora de la mañana. Sobre la mesa había gran cantidad de documentos que le habían llevado desde la secretaría, además de unos cuantos sobres, personal y cuidadosamente sellados con el letrero de «confidencial» destinados a él personalmente. Debería haber empezado a repasar los papeles con las rúbricas y las propuestas de la secretaría, y también a romper sellos y a descifrar mensajes secretos, pero antes tenía que hacer llamar a Giesse para que le informara del trabajo que le esperaba ese día. Pulsó el botón del timbre. Giesse apareció enseguida y se puso en posición de firmes, pero él permaneció largo rato en silencio sin decirle nada; una manera excelente de enseñarle disciplina a un secretario.

—¿Qué tareas me esperan hoy? Sea conciso, como si estuviera presentando un parte militar —dijo finalmente.

Giesse expuso:

—Informe del secretario de Estado sobre la situación política y económica en el Protectorado. Conferencia con Berlín solicitada para dentro de tres horas. Visita al cuartel general militar vinculada a la revisión de las nuevas armas fabricadas en el Protectorado. Reunión con los industriales del Reich que han venido para inspeccionar las fábricas de sus agrupaciones. Después, una cena ligera y, tras la cena, concierto de gala. Y en la sala de espera hay un poeta que lleva allí más de una hora aguardando para que le reciba porque tenía cita a las diez.

—¡Pero qué dice usted de un poeta! ¿Es que se ha vuelto loco? ¿Quién le ha invitado? Me cita usted con un vagabundo cualquiera sabiendo que hasta esta noche no lograré acabar con toda esta correspondencia… ¿Es que no puede recibirle ningún funcionario?

Giesse le explicó que se trataba del Premio Estatal del Protectorado del Reich, que, con motivo de la inauguración de la Casa del Arte Alemán, habían decidido concederle a un artista. El propio protector interino del Reich propuso que el premio no se entregara en ningún acto oficial, sino en su gabinete, ya que en tiempos de guerra había que ahorrar recursos. Una comisión le había concedido el premio al poeta Mally por su serie de poemas sobre Praga dedicados al Führer. El poeta estaba ahora esperando, junto con el rector de la universidad, dos miembros del jurado y el secretario de Estado, para recibir el premio de manos del protector interino del Reich.

—¿Mally? Ese no es un apellido alemán.

Giesse respondió que el poeta provenía de los Sudetes, donde ese tipo de nombres estaba a la orden del día. Pero este tenía un ahnenbrief, un certificado que demostraba que era alemán de pura cepa.

—Claro —torció el gesto—, de los Sudetes.

¡Qué inmundicia! Allí todo se mezclaba: checos con nombres alemanes y alemanes con nombres checos. Ese asunto se iba a reparar tras la guerra, pero por el momento no le quedaba más remedio que recibir a ese escritorzuelo de nombre estúpido.

Un ordenanza uniformado abrió la puerta de par en par. Despacio y con gesto grave, entró primero en la oficina, con uniforme también, el secretario de Estado Karl Hermann Frank, seguido de varios hombres vestidos con traje negro. Reconoció de inmediato al rector, con quien ya había hablado en una ocasión. Tenía una memoria entrenada para no olvidar jamás una cara, y recordó que, en cierta ocasión, le había hecho llamar para decirle que en este país, que debía ser un baluarte del Reich, la Universidad Alemana de Praga no era más que una pocilga. La universidad se judaizó durante la República y, aunque después los judíos se marcharon, su espíritu seguía allí: si los estudiantes deseaban dedicarse a la ciencia y huían del adiestramiento militar, ¿de dónde sacaría entonces el Reich a sus oficiales? El rector no se había atrevido a objetar nada; bien sabía lo que le ocurriría si lo hacía. De las tres personas que permanecían allí de pie, junto al rector, una debía de ser el poeta. Como buen policía, había aprendido a leer los rostros, de modo que estaba seguro de que sería capaz de reconocerlo, aunque, por otro lado, resultaba bastante complicado, pues los tres hombres provenían de los Sudetes. Quizá fuera el que tenía más cara de imbécil de los tres. Por lo demás, fue Frank el que en realidad se ocupó de todo. Comenzó a elogiar al poeta, enumerando sus méritos como combatiente por la causa del Reich. Cuando aún era estudiante en la universidad, el escritor estuvo peleando por el derecho nacionalsocialista y, en las manifestaciones contra el rector judío Steinherz, llegó a quitarle el casco a un policía, motivo por el cual fue molido a palos. En los tiempos gloriosos que antecedieron a la anexión de los Sudetes, escapó al Reich e ingresó en los comandos de asalto, aun cuando no gozaba de buena salud y sufría una dolencia cardíaca. Frank habló de muchas cosas, salvo del contenido de los poemas, a pesar de que habría sido lo más oportuno, pues había sido librero antes de la guerra, aunque es probable que ni siquiera Frank dispusiera ahora de tiempo para leer libros. A fin de cuentas, tampoco tenía tanta importancia lo que se mencionara en esos versos; ni siquiera importaba si era Mally o cualquier otro el que recibía el premio. Después de Frank, el rector, en calidad de presidente del jurado, tomó la palabra. Leyó un escrito que, seguramente, pertenecía al escritorzuelo de los Sudetes, pues se puso a citar unos versos acerca de la ciudad dorada de las cien torres cuyas estatuas y palacios atestiguan su glorioso pasado alemán. Después citó unas frases más en las que se decía que el Führer, desde la sede de los reyes de Bohemia, vasallos del Reich, contempla con ojos de águila el esplendor que ha regresado, mil años después, a las severas a la par que afectuosas manos alemanas.

Heydrich escuchaba distraídamente las patrañas que salían de la boca del rector. Quiso interrumpirle con algún gesto de impaciencia, pero, como dueño de aquellas tierras, también formaba parte de su deber escuchar semejante palabrería. Por suerte, Frank le hizo una discreta seña al rector para que fuera acabando su discurso. Se podía confiar en él; hacía un buen trabajo. Acto seguido, el rector presentó al poeta. No se había equivocado: el poeta era, en efecto, el que tenía más cara de imbécil. Le hizo una señal con la mano para que se acercara y le alargó un sobre con dinero y un diploma. Pero aún estaba obligado a decir unas palabras.

«Hemos hablado aquí de palacios y de estatuas. Sí, unas estatuas que siempre han sido leales guardianes y baluartes de esta ciudad alemana. La estatua de Rolando, símbolo del derecho germánico que ha imperado en estas tierras, sostiene en la mano una espada, y nosotros, que hemos venido aquí para liberar esta ciudad e imponer de nuevo el derecho y el orden germánicos, también sostenemos una espada en la mano como garantía de que ningún poder nos obligará a renunciar a esta tierra que nos fue arrebatada a traición y que protegeremos frente a todo enemigo. Alemania es este lugar en el que nos encontramos ahora, y lo que ha sido conquistado con sangre alemana permanecerá para siempre en manos alemanas.»

Tras el breve discurso, Frank acompañó fuera al rector, a los miembros del jurado y al poeta. Se quedó solo un momento. Sí, lo de la estatua de Rolando y su espada había quedado muy bien. ¡Lástima malgastar aquellas palabras frente a una insignificante audiencia de bastardos de los Sudetes! La estatua se alzaba al lado del río con el rostro vuelto hacia el puente, y bajo el puente corría el río conduciendo sus aguas al Reich. Allí llevaba mucho tiempo, en compañía de figuras de santos de cuerpo torcido y ojos desencajados. En cambio ahora, cuando por el puente traquetean tanques y cañones, cuando marchan regimientos con música de flautines y tambores, ya no está sola, pues la acompañan todos los hombres vivos a los que la Providencia ha designado para que gobiernen estas tierras germánicas. ¿Acaso no se parece el yelmo de Rolando a los cascos de acero del Ejército alemán que ha ocupado esta ciudad? ¿Acaso no sostiene firmemente en la mano el símbolo de esta ciudad, su escudo?

Al regreso de Frank, la jornada pasó a ser un día como otro cualquiera. El informe que este le proporcionó fue bastante amplio, comenzando con la economía del Protectorado y exponiendo después la situación política, el estado de ánimo de los habitantes y los efectos que entre ellos habían producido los carteles con las listas de ejecutados publicadas por el Gobierno. Escuchó a Frank, a pesar de que ya conocía todos esos datos, que, en realidad, procedían de las diversas oficinas, así como de la Gestapo. Pero había cierta información de la que solo él estaba al tanto y que la Gestapo no comunicaba ni siquiera a Frank, que había elaborado un resumen basado en los datos de los que disponía. Había hecho un trabajo nada desdeñable, aunque no ofrecía ninguna novedad.

—¿Y los judíos?

Era su principal tarea. Frank no sabía que el Führer le había encargado expresamente a él, a Reinhard Heydrich, que exterminase a la población judía de todo el Reich y de los países sometidos. Ni siquiera que todas y cada una de las oficinas de Asuntos Judíos de Europa estaban subordinadas a él. Y tampoco sabía nada acerca de la conferencia en la que se fijaron las directrices para acabar de una vez por todas con los judíos, y en la que se establecieron los plazos y se diseñaron distintos proyectos para la construcción de cámaras de gas y de hornos crematorios. Ya tendría tiempo de enterarse de todo. Para empezar, le encargó localizar un lugar en Bohemia donde poder establecer un gueto provisional. La creación del gueto había sido también una de las resoluciones de la conferencia. Este tenía que ser una trampa mortal, una fosa, y, al mismo tiempo, debía estar lo suficientemente bien camuflado como para engañar a los países extranjeros neutrales.

—Terezín —dijo Frank.

Sí, conocía aquella ciudad: un soñoliento pueblo situado en una agradable región cercana a la frontera con Alemania que se utilizaba como cuartel. Sus habitantes eran checos; las tropas alemanas que la custodiaban se alojaban en los cuarteles. En aquella pequeña fortaleza había una prisión de la Gestapo con altos muros que no resultaban muy difíciles de vigilar. Todos ellos vivían en una relativa paz y armonía. Eso sí, en conjunto, era un pueblo pequeño, pero incluso esto podía resultar ventajoso, pues su intención era que fuera solo una parada en el camino hacia «la solución final». Un término de lo más apropiado: «solución final». Terezín parecía una correcta elección, aunque elogiar a Frank por ello no habría tenido mucho sentido ya que probablemente no habría sido él, sino alguien del Servicio de Seguridad, quien había escogido aquella ciudad.

—Bien, entonces empezaremos con los transportes lo más pronto posible.

—Sí. —Frank juntó los talones.