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"No soy historiador, pero con 91 años soy historia, y temo que se repita". Harry Leslie Smith sobrevivió a la hambruna y pobreza de la Gran Depresión, a la IIGM (combatiente de la RAF) y fue testigo de la creación del estado de bienestar posterior. Experimentó cómo una gran civilización puede surgir de los escombros. Pero al final de su vida, temía la facilidad con la que estos logros se estaban erosionando. En este libro, Harry aporta y amplía su perspectiva única sobre los recortes del sistema público de salud inglés, la política de subsidios, la corrupción política, la pobreza alimentaria, el costo de la educación y mucho más. 'Mi última batalla" es una invectiva moderna y lírica que muestra lo que el pasado nos puede enseñar y cómo el futuro es nuestro para que lo tomemos.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Recuerdo cómo olía la paz aquel día de mayo de 1945. A lilas, a gasolina y a la carne descompuesta de los civiles alemanes muertos que yacían sepultados bajo la ciudad bombardeada e incendiada de Hamburgo. Yo tenía veintidós años. Después de cuatro años luchando con la RAF, había sobrevivido y se me había dado la oportunidad de envejecer y morir en mi cama. Era un día para llorar por aquellos a los que habíamos perdido, pero también para bailar y celebrar la vida, para brindar por nuestra buena fortuna.
En los últimos sesenta años no ha habido ni un solo día que no haya pensado en lo afortunado que fui. Sin embargo, a medida que me voy haciendo mayor, no estoy tan seguro de que el sacrificio que mi generación pagó con su propia sangre haya merecido la pena. Entonces, el pueblo británico se mantuvo firme, reacio a rendirse a la tiranía del fascismo, a pesar del número inabarcable de víctimas civiles y de las privaciones provocadas por los bombardeos que devastaron ciudades e industrias. Nuestras fuerzas armadas, compuestas por chicos procedentes de todos los puntos cardinales de nuestra isla, sabían que sus vidas y también su futuro estaban en juego, para que nuestra nación, nuestra forma de vida, tuviera alguna opción de perdurar. De la noche a la mañana, estos jóvenes muchachos se convirtieron en hombres en el choque desesperado entre la civilización y la barbarie.
Tras seis años de guerra sin cuartel, de millones de bajas, de millones de muertos, de millones de vidas mutiladas, Gran Bretaña y sus aliados emergieron victoriosos frente al azote del nazismo. Pero aquí no acaba la historia. La determinación que demostró mi generación por crear una Gran Bretaña más igualitaria —un mundo más liberal donde nuestros hijos pudieran crecer, donde el mérito importara y donde el sistema de clases fuese historia— quedó afianzada en los campos de batalla de Europa.
En noviembre, cuando nuestra nación recuerda a sus soldados caídos y rinde homenaje a la juventud perdida de mi generación, el primer ministro, las autoridades gubernamentales y los petulantes hombres de negocios se prenden amapolas de papel en las solapas y dedican dos minutos de silencio a los muertos de la guerra. A continuación, pronuncian tópicos gloriosos sobre la lucha y el heroísmo de aquella época. No obstante, son palabras carentes de significado porque han renunciado a los valores que mi generación edificó tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Luchamos en la campaña del norte de África. Defendimos los cielos de Gran Bretaña en combates aéreos contra la Luftwaffe. Nuestra marina participó en un enfrentamiento a vida o muerte en la batalla por el Atlántico Norte para preservar nuestro dominio sobre los mares. Nos vimos obligados a invadir la fortaleza armada de Europa en las playas de Normandía. Luchamos contra los alemanes en un combate desesperado, pueblo tras pueblo, durante la primavera y el verano con el objetivo de liberar Francia. A medida que el otoño dio paso al invierno, nuestros ejércitos, junto con los de nuestros aliados, formaron un frente unido que empujó hacia delante a través de las tierras bajas de Bélgica y Holanda. Los últimos meses del conflicto fueron intensos, brutales y sangrientos, pero no cejamos en nuestro empeño hasta que estuvimos en el corazón de Alemania rumbo a Berlín y a la victoria.
Aceptamos el racionamiento y la falta de vivienda digna durante el periodo de reconstrucción de la posguerra porque después del baño de sangre todos compartíamos el objetivo de construir un lugar mejor para todo el mundo. Y durante un tiempo creímos que perduraría el entusiasmo que había florecido en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Francia y en Canadá a favor de la creación de sociedades prósperas para los pobres, las clases trabajadoras, las clases medias y los ricos. Parecía realmente posible crear naciones que combinaran la justicia social con el derecho a la movilidad económica de todos sus ciudadanos.
Pero no duró. Ya en los años setenta, tanto la economía británica como su sociedad se enfrentaban a serias amenazas a causa de la inflación y de unos Gobiernos laboristas débiles que fueron incapaces de estabilizar las finanzas de la nación o de controlar el caos y la miseria que soportaba el ciudadano medio tras un sinfín de huelgas industriales. En aquella década tumultuosa, era como si el Reino Unido hubiera perdido el rumbo y se hubiera extralimitado en su deseo de construir una sociedad justa a través de la estabilidad económica y el cumplimiento de acuerdos tanto por parte de los trabajadores como de las empresas. Los piquetes se formaban como turbas repentinas, de improviso y sin razón aparente. En cualquier momento, los camioneros, los mineros del carbón, los sepultureros o los basureros salían a la calle para exigir acuerdos salariales destinados a compensar la espantosa crisis del coste de la vida causada por la inflación. Sin embargo, para quienes no estaban protegidos por un sindicato todo aquello olía a «mientras a mí me vaya bien, a los demás que les zurzan».
Los setenta fueron una década agitada para las economías mundiales, pero la putrefacción realmente empezó a filtrarse en las naciones democráticas occidentales en la década de los ochenta, después de la crisis del petróleo, de años de hiperinflación y de un malestar laboral crónico. A mi juicio, el edificio de nuestros estados civilizados comenzó a desmoronarse el día que Ronald Reagan mencionó la brillante ciudad en la colina que podía construirse sin impuestos, y cuando Margaret Thatcher aseguró que de ninguna manera iba a dar media vuelta, por muchas lágrimas que se derramaran en su destrucción de quienes protegían los derechos de los trabajadores. Aquellos que nunca la habían experimentado comenzaron a hablar de una época dorada de bajos impuestos en la que siempre habría oportunidades para los que se esforzaran, mientras que los holgazanes perecerían en su propia pereza.
En dos breves generaciones, las mareas del corporativismo sin conciencia empezaron a propagarse y arrastraron la sangre, el sudor y las lágrimas de un siglo de derechos de los trabajadores industriales. Ahora, una nación que antaño tuvo el coraje de reconfigurar la sociedad, de crear el Servicio Nacional de Salud y el estado de bienestar moderno, elige Gobiernos que están en estrecha colaboración con las grandes empresas cuyo objetivo primordial es el beneficio para unos pocos en detrimento de la mayoría. Hemos pasado de ser una nación que desafió a Hitler mientras el resto de Europa yacía subyugada y oprimida a ser un país que se muestra timorato con los magnates y sus riquezas libres de impuestos en el extranjero.
Estos tecnócratas y expertos en recursos humanos han invertido la lucha que instigó mi generación para acortar distancias entre los más ricos y los más pobres. Han traicionado nuestro sueño de una sociedad equitativa con atención médica, vivienda y educación para todos. Han permitido que sea despedazada y vendida al mejor postor, y han roto su promesa de proteger la democracia y las libertades que corresponden a cada ciudadano de este país. No podemos permitir que esto ocurra en un silencio respetuoso. Murió demasiada gente buena. Fueron muchos los que sacrificaron sus vidas por ideales que han caído en el olvido demasiado rápido.
En este país se emplea la austeridad, junto con las políticas del miedo, como una ley marcial económica. Ha mantenido a los ciudadanos normales y corrientes a raya porque tienen miedo de perder sus empleos, de no poder pagar el alquiler, la tarjeta de crédito o las cuotas hipotecarias.
En los últimos tiempos, nuestros Gobiernos y los medios de comunicación de derechas han jugado con nuestra preocupación por la economía, por la situación del mundo y por nuestras vidas personales como si estuvieran atizando una hoguera. Han vendido miedo a la gente igual que los mercados venden pescado los viernes. Este miedo que nos hipnotiza está avivado en un perol de titulares sensacionalistas en los tabloides sobre la inmigración, los tramposos del sistema de bienestar, los escándalos sexuales y el terrorismo militante que lo que busca es liquidar la civilización occidental. Esta guerra perpetua contra el crimen, las drogas, el terror, la inmigración y los tramposos del sistema de ayudas sociales nos ha convertido en una sociedad que desconfía de lo desconocido, de lo débil y de lo pobre, en lugar de abrazar nuestra diversidad. Hemos desarrollado una hipervigilancia hacia riesgos imaginarios para nosotros mismos y para nuestra sociedad, pero nos hemos vuelto indiferentes a las amenazas que la austeridad crea en nuestros barrios, en nuestras escuelas, en nuestros hospitales y en nuestros amigos.
Por desgracia, la política del miedo funciona. La gente se ha vuelto indiferente a las preocupaciones de los que están en peores condiciones que ellos. Es lógico, al fin y al cabo, porque hoy en día la vida es difícil para la inmensa mayoría de la gente en Gran Bretaña. Los altibajos de nuestras economías personales nos tienen hasta tal punto consumidos que difícilmente puede esperarse que pensemos en los de los demás. Nos preocupamos, nos agobiamos; tememos por nuestra propia salud y por la seguridad y el futuro de nuestros hijos. En la actualidad vivimos siempre presa del pánico por nuestros trabajos, por nuestro inevitable despido en el trabajo. Nos angustia la salud de nuestros padres y el no saber si podrán apañárselas con su fondo de pensiones. Nos preocupa ser capaces de ahorrar lo suficiente para liberarnos del trabajo durante unos cuantos años antes de que la muerte venga a buscarnos. En definitiva, tememos ser como la gente de mi mundo en los años treinta. No queremos ser como nuestros antepasados, incapaces de descansar ni un solo instante, siempre trabajando hasta no ser útiles para nadie y quedar abandonados a una muerte solitaria en algún oscuro rincón de esta isla.
Las clases medias están hasta tal punto temerosas de descubrirse tan desprotegidas como los pobres que han permitido que el Gobierno emplee la austeridad como un arma contra estos y su forma de vida «confortable». Pero el cierre de hospitales, las malas carreteras y los sueldos estancados, así como los severos recortes en el sistema de bienestar social, nos afectan a todos, no solo a los indigentes. He pasado por todo esto antes, y no quiero que las futuras generaciones sufran como lo hicimos nosotros.
Mi generación jamás olvidó la crueldad de la Gran Depresión ni el salvajismo de la Segunda Guerra Mundial. Nos prometimos a nosotros mismos y a nuestros hijos que en este país nadie volvería a sucumbir al hambre. Nos comprometimos a que ningún niño se quedara atrás a causa de la pobreza. Defendimos que la educación, una vivienda digna y un salario adecuado eran derechos que todos nuestros ciudadanos merecían independientemente de su clase.
A lo largo de los años, mi generación ha mantenido una actitud vigilante para cumplir las promesas que le hicimos a la generación más joven, y para asegurarnos de que no tuvieran que enfrentarse a la miseria en ningún momento de sus vidas. Como sociedad, luchamos por la igualdad salarial; los sindicatos convocaron huelgas para mejorar las condiciones laborales; numerosas organizaciones se esforzaron en poner fin al racismo institucional y sistémico mientras que otros grupos lucharon contra el impuesto de capitación. Sin embargo, mi generación se fue debilitando con la edad y nuestra determinación decayó. Fuimos frenando progresivamente nuestra defensa contra aquellos que pretendían perforar el paraguas del estado de bienestar social.
Supongo que confiábamos en que nuestros hijos mantuvieran encendida la antorcha de la civilización a medida que nosotros nos adentráramos en los años de la vejez. Pero algo sucedió y su determinación no fue tan firme como la nuestra. Tal vez quedaran atrapados en el vertiginoso mundo del consumismo y pensaron que la felicidad podía comprarse en una tienda, hallarse en un viaje con todo incluido a las Bahamas o puede que simplemente sintieran impotencia ante tales dificultades. Sean cuales sean las razones, a partir de los años ochenta los Gobiernos de derechas y el Nuevo Laborismo nos alentaron a creer que el Estado era demasiado grande y que era necesario un toque de Midas para ponerlo en marcha correctamente. Se procedió a la venta de las viviendas de alquiler subvencionadas, se privatizó el sector ferroviario, el agua pasó a manos de grandes empresas. De forma lenta pero segura, Gran Bretaña y Occidente se transformaron en sociedades que repudiaban la cooperación y el socialismo en beneficio de los intereses corporativos.
Actualmente vivimos en una época en la que es difícil proteger los avances sociales que se lograron a través del estado de bienestar. La red de seguridad social se ha visto esquilmada por la privatización y por los legisladores que se oponen a la justicia que aquella proporciona a todos los ciudadanos. Muchas grandes empresas se apoyan en contratos de cero horas para obtener enormes beneficios que luego invierten en paraísos fiscales. Estamos perdiendo la batalla contra la pobreza porque los Gobiernos y las empresas no abordan la disparidad de riqueza que existe entre los que están en lo más alto de la sociedad y los que subsisten en el montón más bajo. A menos que se reduzcan el hambre, los prejuicios y la pobreza desenfrenada, esta nación perderá una generación, igual que le ocurrió a la mía.
Cuando hablo sobre mi pasado, no lo hago con una nostalgia teñida de oro ni con el competitivo afán de padecimientos de los célebres caballeros de Yorkshire de los Monty Python, sino porque hasta que no seáis conscientes de lo que condujo a la creación de estos aspectos de nuestra sociedad que actualmente se descartan con tanta ligereza, no podréis entender por qué eran necesarios. Hasta que no habitéis un mundo que carezca de una red de seguridad social, no podréis entender cómo será el mundo que nuestros líderes dejarán como legado. No podréis sentirlo en vuestros huesos.
No soy político ni economista. No tengo una licenciatura en Filosofía, Políticas y Económicas por Oxbridge (y estoy seguro de que los que sí la tengan encontrarán errores en mis palabras). Pero he vivido casi cien años de historia, he sufrido la desazón de la pobreza, pero también la dulzura de la seguridad y del éxito, y no quiero ver cómo se desploma todo por lo que tanto hemos trabajado. Como uno de los últimos supervivientes de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, no entraré dócilmente en esa buena noche. Quiero contaros qué aspecto tiene el mundo a través de mis ojos para que podáis ayudar a cambiarlo.
01
Un día en la vida
I. Primera luz
Esta mañana me he levantado más temprano de lo habitual. He abierto los ojos cuando el sol aún trepaba por el horizonte. He remoloneado un rato bajo las sábanas anhelando el calor de Friede, mi esposa, a mi lado, su voz susurrándome al oído. He girado el cuerpo hacia la pared y me he quedado mirando la fotografía que guardo de ella en mi mesilla de noche, una pose de vacaciones tomada hace ya mucho tiempo. Ha pasado más de una década desde que murió.
Mientras me visto me pregunto cuánto tiempo me queda, ¿cuántas vueltas más de esta Tierra se me concederán antes de que solo sea una fotografía en la repisa de la chimenea de alguien? Tal vez pueda resultar algo sensiblera tanta reflexión sobre la muerte antes del desayuno, pero cuando se tienen noventa y un años es inevitable. La muerte no tardará en llegar y, como un tabernero, hará sonar la campana para avisar de que es hora de servir la última ronda. En el mejor de los casos, aún dispongo de unos cuantos años, y en el peor, habré muerto en cuestión de meses. Lo que es seguro es que me habré marchado antes que la mayoría de vosotros, como el humo que despide una vela apagada. Dejaré de ser un hijo, un hermano, un amante, un marido, un padre y un amigo.
No se cantarán himnos el día de mi funeral. Mi testamento estipula que no se celebre ningún servicio religioso. He conocido demasiadas maldades del hombre como para creer que este mundo fue creado por un ser divino. Y si estoy equivocado, como lo he estado tantas otras veces, estoy seguro de que Dios sabrá perdonarme por mis pecados. Sí se celebrará un velatorio. He dispuesto cierta cantidad para pagar una ronda a los que estuvieron cerca, para que puedan alzar un vaso de cerveza o de whisky a mi salud. Después, cuando el sol caliente en lo alto, esparcirán mis cenizas junto con las de mi mujer, que murió hace mucho tiempo, y las de mi difunto hijo mediano en alguna serena parte de Yorkshire, la tierra donde nací.
Aunque no soy historiador, soy historia. Vuelvo la vista atrás y me pregunto cómo fui capaz de sobrevivir a todos esos conflictos. ¿Cómo he podido recorrer el camino que va de recién nacido a jubilado? No lo sé. Tal vez haya sido una cuestión de suerte, de astucia o quizá una combinación de ambas. Sin embargo, sea como fuere logré sobrevivir a la Gran Depresión, a la Segunda Guerra Mundial, a la austeridad de la posguerra en Gran Bretaña, a los agitados años sesenta y setenta, a la amenaza del terror nuclear durante la Guerra Fría y a esta guerra perpetua contra el terrorismo que no deja de retroalimentarse y autorrenovarse.
Desde que nací, en Gran Bretaña han reinado tres reyes y una reina y han gobernado veintiún primeros ministros. A lo largo de toda mi vida la humanidad ha superado revoluciones, guerras, booms económicos y declives económicos. He visto a los más grandes y a gente infame aportar sabiduría y causar estragos en el mundo. Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Churchill, Roosevelt, De Gaulle, los Kennedy, Eisenhower, Nixon, Thatcher y Reagan han llegado y se han marchado. Recuerdo ver de adolescente las imágenes de los noticiarios procedentes de los campos de batalla de la guerra civil española, y convertido ya en un hombre de mediana edad, escuchar los reportajes radiofónicos sobre la guerra de Vietnam. De anciano he sido testigo de la avaricia y la sed de sangre del ser humano cuando estallaron las guerras en Irak y en Afganistán.
Parece que nunca cambia nada, excepto el estilo de ropa que llevamos. He viajado por todo el mundo y he experimentado las maravillas de nuevos continentes, he contemplado antiguas civilizaciones y sociedades al borde del colapso. Aun así, las palabras que me repetía mi abuela cuando no era más que un crío en la más absoluta pobreza en Yorkshire me han acompañado siempre a todas partes: «Has nacido y te has criado en Barnsley. Ni el tiempo ni el dinero podrán cambiar esto, muchacho, dondequiera que estés».
Ahora tengo la impresión de vivir dos vidas: a la actual se le suma todo lo que he visto en el pasado, como en un segundo plano constante. Una simple mirada, olor o momento en el autobús me devuelven a la desesperación de mi niñez durante la Gran Depresión. Cuando bebo un vaso de leche me acuerdo de todas las mañanas que, muerto de hambre y de frío, caminaba fatigosamente a la escuela con la esperanza de llenarme el estómago con las raciones de leche que ofrecían a los que se encontraban en una situación desesperada. Cuando veo a un adolescente en motocicleta, me vienen a la memoria el miedo y la euforia que experimenté en Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. En los días despejados, a veces me parece oír el zumbido asesino de los misiles V1 durante su asedio sobre Londres. Cuando llueve en primavera vuelvo a recordar que, al finalizar la guerra, el mundo olía al humo de la gasolina y a flores frescas.
Cuando leo en los periódicos reportajes sobre la corrupción en Afganistán (donde tanto la CIA como nuestro servicio secreto se comportan como clientes de un club de striptease con una cuenta de gastos ilimitada a su disposición, y donde cantidades incalculables y no contabilizadas de dinero del erario público llegan procedentes del Reino Unido y Estados Unidos y desaparecen en el vacío moral del Gobierno de Hamid Karzai), no me quito de la cabeza que podríamos estar hablando de Vietnam del Sur a mediados de los setenta, porque eso es lo que va a pasar cuando Estados Unidos y Gran Bretaña desaparezcan del Gran Juego. Cuando nos hayamos marchado, los chacales conocidos como los talibanes descenderán de las montañas y atravesarán las puertas de la ciudad de las antiguas comunidades de Herāt y Kabul. Llegarán, como siempre hacen, en un torbellino de polvo y Sagradas Escrituras para aterrorizar a un pueblo cuyo único crimen consiste en haber nacido en una tierra que lleva enfrentada en una guerra eterna desde la época de Alejandro Magno.
Cuando contemplo el semblante radiante de algún político británico que me explica, que le explica a Gran Bretaña y que le explica al mundo entero que esta isla debe escindirse de Europa, que la inmigración es una profunda preocupación; cuando escucho la consabida letanía de su xenofobia, todo esto me recuerda con demasiada viveza otro tiempo en el que hombres similares hablaron con más contundencia y menos matices de una Gran Bretaña para los británicos.
Cuando aparece una noticia sobre Siria; cuando las grabaciones audiovisuales evidencian una nación cubierta de sangre y entrevistan a un experto en Oriente Medio que afirma convencido que Al Asad es un criminal de guerra mientras que los rebeldes que luchan contra él son un grupo desharrapado que tal vez esté a favor de la democracia o de la imposición de la sharía, me doy cuenta, otra vez, de que nadie sabe cómo va a acabar nada. Algo me hace sospechar que, con independencia de quién acabe imponiéndose, repartir justicia no va a estar en lo más alto de sus prioridades. En su lugar, los vencedores se dedicarán a saldar viejas cuentas tal y como hicieron antes sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos. Los perdedores acabarán con una bala en la nuca en una fosa común en algún viejo olivar. Siento lo mismo cuando poso mi mirada en Europa del Este, donde Ucrania (habitual tierra sangrienta para los distintos imperios desde los días de Gengis Kan) actualmente está siendo dividida y descuartizada a manos de Rusia, la Unión Europea y Estados Unidos. Ninguno de estos poderes ha llegado a Ucrania con buenas intenciones. Todo se reduce a una cuestión de recursos naturales, esferas de influencia y los caprichos de los oligarcas. Se perderán vidas, se frustrarán las esperanzas democráticas, se aplastarán los sueños de seguridad económica porque, por mucho que esta lucha la pusieran en marcha personas que querían una vida mejor para sí mismas y para sus hijos, ahora se han apropiado de ella los ricos y poderosos, y lo único que buscan es incrementar sus ganancias a expensas del pueblo llano y honrado.
Cuando oigo hablar de los prestamistas, de los bancos de alimentos, del déficit habitacional, de los medicamentos como algo por lo que hay que pagar o prescindir de ellos y de una educación decente como algo que solo está disponible para cierto tipo de personas, lo que siento no es un shock, sino una especie de evocación de algo ya vivido.
Nunca cambia nada.
II. Hombres del ayer
Saco mi dentadura postiza de su caja y la introduzco en mi desdentada boca. Me peino el pelo con un cepillo que me dio la RAF durante el ingreso militar en 1941. Sus cerdas siguen igual de fuertes que cuando alisaban los rizos ondulados de un chico de dieciocho años que estaba a punto de partir hacia la guerra. Sin embargo, un simple vistazo a la cara flácida, el pelo cano y las manos deformadas me confirma lo que ya sabía: soy muy viejo.
No temo a la muerte por lo que me pueda esperar al otro lado, pero estoy nervioso porque aún no quiero ponerme el sombrero y el abrigo y salir por la puerta. No quiero dejar este mundo en el que he vivido casi cien años. Me ha dado alegrías y dolor en abundancia; es mi hogar.
Estoy seguro de que muchos de vosotros nos consideráis, a los de mi generación y a mí, hombres del ayer, reliquias de hace mucho tiempo, pero, en realidad, no somos tan diferentes a vosotros. Muchas de las preocupaciones que todavía me pesan os resultarán familiares, desde qué hacer con mis días a cómo pagar el alquiler. Me quejo por el dinero igual que cualquier otra persona. Creo que tengo poco, que mi pensión se encoge mientras que el coste de la vida aumenta. Como vosotros, me arrepiento de algunas cosas. ¿Por qué nunca aprendí a nadar o a hablar francés? ¿Por qué no compré esas acciones de compañías tecnológicas? Como todos nosotros, me preocupo por mis hijos, a pesar de que ya han recorrido la mitad del camino de sus propias vidas.
Continúo sin hallar respuesta a la mayoría de las cuestiones de la vida. Todavía no sé por qué nuestra sociedad favorece a unos más que a otros. Me asquea leer sobre el reparto de bonificaciones entre los ejecutivos de la banca como recompensa por haber inflado el valor de las acciones de su empresa, o por haber blanqueado el dinero de los carteles de la droga con el mismo cuidado con el que el papa lava los pies de los pobres. Me indigna ver a un ministro del Gobierno del Reino Unido jactarse de que podría vivir con una asignación asistencial de cincuenta y tres libras a la semana cuando la realidad es que trescientos mil ciudadanos necesitan acudir a los bancos de alimentos.
Nunca entenderé por qué los periodicuchos sensacionalistas castigan a los pobres y los tachan de gorrones con un vigor que debería estar reservado para grandes empresas como Google, Amazon, Starbucks y Apple, que se han aprovechado impúdica y deliberadamente de vacíos legales en la legislación a fin de eludir el pago de una parte de sus correspondientes impuestos. Creo que estos gigantescos monolitos empresariales tratan con desprecio a sus clientes y a las naciones en las que llevan a cabo sus negocios porque creen que su existencia tiene una importancia mayor que la individual, que el Estado o que las leyes que nos rigen a todos los demás. Cuando un gran conglomerado empresarial gana miles de millones de libras en beneficios, pero solo paga varios millones en impuestos, cesan de ser un beneficio neto para la sociedad. A pesar de que lo que hacen es técnicamente legal, ningún economista, político o contable podrán convencerme de que una compañía que esconde su dinero en paraísos fiscales es de todo menos un bucanero.
He visto a directores generales de semblante arrogante y embutidos en trajes de Savile Row hablando en televisión con periodistas a sueldo sobre la «transparencia», el «gobierno corporativo» y el «juego limpio», y sé que todo es una invención. Estoy seguro de que su sentido de la decencia se extiende hasta sus familiares, amigos y aliados, pero el resto somos simples consumidores a los que no tienen más remedio que soportar. Los que se creen con derecho a todo piensan que pueden comprar a una población desanimada apelando a la responsabilidad corporativa al tiempo que recortan salarios, suspenden prestaciones y recompensan la lealtad con despidos. Y, mientras hacen todo esto, nuestros políticos les estrechan la mano.
Las prioridades del Gobierno y las de la gente no han sido tan divergentes desde los primeros años del siglo pasado. Hace ochenta años, Gran Bretaña estaba en una situación sumamente desesperada. La Gran Depresión había marchitado el crecimiento económico y había provocado un desempleo generalizado y una miseria incalculable entre las clases medias y trabajadoras. Durante estos tiempos terribles, otro Gobierno de coalición implementó medidas de austeridad que llevaron a millones de británicos a hundirse en una pobreza insoportable. Desgarró el país en dos tribus diferentes: los asalariados y los indigentes. Fueron necesarios una guerra mundial, los salvajes años de reconstrucción de la posguerra y la creación del estado de bienestar para conseguir que Gran Bretaña volviera a funcionar. Perdimos veinticinco años; una generación tuvo que ser sacrificada antes de que nuestro país regresara a la prosperidad equitativa para todos sus ciudadanos.
Ya he vivido todo esto una vez, y he sido testigo de la miseria que acarreó. Y, aun así, en pleno siglo XXI el actual Gobierno de Cameron ataca esta nueva recesión con las mismas armas económicas que se emplearon para hacer frente a la Gran Depresión de los años treinta. Estos hombres tienen los mismos trajes, los mismos acentos, las mismas sonrisas. Hace ochenta años, recortar el presupuesto destinado a los servicios sociales, a la vivienda y a la creación de empleo fue un fracaso grotesco. No tuvo éxito entonces y, desde luego, no lo va a tener hoy en día. Mi generación quería que su Gobierno actuara, pero nos ignoraron. En nuestro actual Gobierno veo la misma indiferencia temeraria hacia las erosionadas clases medias y los desfavorecidos, los desempleados y los subempleados. Si la historia es nuestra guía, perderemos una nueva generación antes de que el Reino Unido pueda tomar distancia de este malestar económico.