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En la escuela de medicina, el doctor Farmer encontró el sentido de su vida: curar las enfermedades infecciosas y traer las herramientas de la medicina moderna que salvan vidas —tan fácilmente disponibles en el mundo desarrollado— a aquellos que más las necesitan. El magnífico relato de su trayectoria nos lleva de Harvard a Haití, Perú, Cuba y Rusia, y nos muestra cómo un solo hombre puede cambiar mentes y prácticas a través de una férrea filosofía: "la única nación real es la humanidad". Este libro es un valioso ejemplo de una vida basada en la esperanza y en la comprensión de la verdad que entraña un viejo proverbio haitiano: "Detrás de las montañas hay más montañas". Es decir, el hecho de que cuando resuelves un problema, otro problema se presenta, y así sucesivamente, pero siempre debe buscarse una posible solución. Comenzando en Haití, aborda las condiciones que contribuyen a tantas muertes innecesarias. La magnífica y conmovedora historia de Kidder narra un desafío a las preconcepciones sobre la pobreza y la asistencia sanitaria, y nos muestra cómo una persona puede marcar la diferencia en la solución de problemas globales desde el logro de un modesto sueño.
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Para Henry y Tim Kidder
«Dèyè mòn gen mòn»[1]
PROVERBIO HAITIANO
«Y la acción justa es libertad respecto
al pasado y también el futuro. Para la mayoría de nosotros este es el objetivo que aquí jamás
alcanzaremos. Solo estamos invictos
porque seguimos intentando»[2]
T. S. ELIOT
(The Dry Salvages)
[1] [Detrás de las montañas hay más montañas.]
[2] Traducción de José Emilio Pacheco. (N. de la T.).
Seis años después del suceso, el doctor Paul Edward Farmer me lo recordó: «Nos conocimos por una decapitación, ¿te lo puedes creer?».
Fue dos semanas antes de la Navidad de 1994, en una ciudad de mercado de la planicie central de Haití, un tramo de carretera asfaltada llamado Mirebalais. Cerca del centro de la ciudad había un puesto de avanzada del ejército haitiano, un muro de hormigón que rodeaba una plaza de armas cubierta de maleza, una cárcel y un barracón de color ocre. Yo estaba sentado con un capitán de las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos, de nombre Jon Carroll, en el balcón del primer piso. Caía la tarde, el mejor momento de la ciudad: el aire pasaba de caliente a templado, la música de las radios en las ronerías y las bocinas de los tap-taps que atravesaban la ciudad se fundían en un alegre estruendo; la suciedad y pobreza generalizadas empezaban a ser menos patentes: las cloacas abiertas, los harapos, la mirada en el rostro de los niños malnutridos y la mano extendida de los viejos mendigos que decían lastimeramente «grangou», «tengo hambre» en criollo.
Yo había ido a Haití a cubrir la información sobre los soldados estadounidenses. Se había enviado a veinte mil efectivos para reinstaurar el Gobierno elegido democráticamente y apartar del poder a la junta militar que lo había derrocado y llevaba tres años ejerciendo su dominio con enorme crueldad. El capitán Carroll solo tenía ocho hombres, encargados temporalmente de mantener la paz entre ciento cincuenta mil haitianos dispersos en más de dos mil quinientos kilómetros cuadrados de zona rural. Una tarea en apariencia imposible, pero, aun así, aquí en la planicie central la violencia había desaparecido casi por completo. El mes anterior solo se había producido un asesinato, aunque espeluznante. Hacía pocas semanas, los hombres del capitán Carroll habían sacado del río Artibonito el cadáver decapitado del ayudante del alcalde de Mirebalais. Era uno de los funcionarios electos restituidos en el poder. Las sospechas sobre su asesinato habían recaído sobre uno de los funcionarios locales de la junta, un alguacil rural llamado Nerva Juste, personaje aterrador para la mayoría de los habitantes de la región. El capitán Carroll y sus hombres habían traído a Juste para interrogarlo, pero no habían encontrado pruebas materiales ni testigos, así que lo habían soltado.
El capitán tenía veintinueve años, de Alabama, baptista devoto. Me caía bien. Por lo que había visto, él y sus hombres se esforzaban en serio por traer mejoras a esta parte de Haití, pero Washington, que había decidido que aquella misión no iba a incluir «la construcción de una nación», no les había proporcionado prácticamente herramienta alguna con la que desempeñar su labor. En una ocasión, el capitán había dispuesto la evacuación médica por aire de una haitiana embarazada que necesitaba atención urgente y sus superiores le habían reprendido por tomarse tantas molestias. Ahora, sentado en el balcón, el capitán Carroll estaba echando chispas por su último desencuentro cuando alguien vino a avisarle de que había alguien preguntando por él en la entrada.
En realidad había cinco visitantes; cuatro de ellos, haitianos. Se quedaron esperando de pie, en la sombra que proyectaba el barracón, mientras su amigo estadounidense se adelantaba. Le dijo al capitán Carroll que se llamaba Paul Farmer, que era médico y que trabajaba en un hospital de la zona, pocos kilómetros al norte de Mirebalais.
Recuerdo haber pensado que el capitán Carroll y el doctor Farmer formaban un dúo dispar y Farmer salía perdiendo en la comparación. El capitán medía casi 1,90 y estaba moreno y musculado. Como de costumbre, un pellizco de tabaco de mascar le abultaba el labio inferior. De vez en cuando, echaba la cabeza a un lado y escupía. Farmer tenía más o menos la misma edad, pero un aspecto mucho más delicado: pelo corto y negro, talle alto, brazos largos y menudos y nariz puntiaguda. Junto al soldado, parecía pálido y delgado, pero, a pesar de todo, a mí me dio la impresión de ser alguien echado para adelante; de hecho, directamente engreído.
Preguntó al capitán si su equipo había sufrido algún problema médico. El capitán dijo que habían tenido algunos prisioneros enfermos a los que el hospital local se había negado a atender.
—Al final acabé comprando yo los medicamentos.
Una sonrisa apareció fugazmente en el rostro de Farmer.
—Así pasará menos tiempo en el Purgatorio. ¿Quién le cortó la cabeza al ayudante del alcalde?
—No lo sé con certeza —respondió el capitán.
—Es muy difícil vivir en Haití y no saber quién le ha cortado la cabeza a alguien —repuso Farmer.
Siguió una discusión bastante enrevesada. Farmer dejó claro que no le gustaba el plan del Gobierno estadounidense para arreglar la economía de Haití, un plan que ayudaría a los intereses empresariales, pero que no serviría de nada, en su opinión, para aliviar el sufrimiento del haitiano de a pie. Estaba firmemente convencido de que los Estados Unidos habían ayudado a promover el golpe; entre otras cosas, porque habían formado a un alto mando de la junta en la Escuela de las Américas, perteneciente al Ejército estadounidense. En Haití había dos bandos bien distintos, dijo Farmer: las fuerzas de represión y los haitianos pobres, la inmensa mayoría. Farmer estaba al lado de los pobres.
—Pero aún no está del todo claro de qué parte están los soldados estadounidenses —dijo al capitán.
Allí, en la zona, parte de aquella confusión provenía del hecho de que el capitán hubiera dejado libre al odiado Nerva Juste.
Me pareció que Farmer conocía Haití mucho mejor que el capitán y que estaba tratando de trasladar alguna información importante. La gente de la región estaba perdiendo la confianza en el capitán, parecía estar diciendo Farmer, y aquello suponía un grave problema, obviamente, para un grupo de nueve soldados que trataba de dirigir a ciento cincuenta mil personas.
Pero la advertencia no quedaba del todo clara y el capitán pareció algo irritado ante la denuncia de Farmer sobre la Escuela de las Américas. En cuanto a Nerva Juste, dijo:
—Mire, ese tío es una mala persona. Cuando lo pille y tenga pruebas, lo destrozaré. —Se golpeó la mano con el puño—. Pero no pienso rebajarme hasta el nivel de esa gente y hacer detenciones sumarias.
Farmer replicó que, en efecto, no tenía sentido alguno que el capitán aplicara principios de derecho constitucional en un país que, por el momento, no tenía un sistema jurídico en vigor. Juste era una amenaza y había que encerrarlo.
Así pues, llegaron a un extraño callejón sin salida. El capitán, que se describía a sí mismo como «un palurdo», estaba a favor de hacer las cosas según los procesos debidamente establecidos, y Farmer, que claramente se consideraba un abanderado de los derechos humanos, a favor del arresto preventivo. Al final, el capitán acabó diciendo:
—Le sorprendería saber cuántas de las decisiones sobre lo que puedo hacer aquí se toman en Washington.
—Entiendo que está atado de pies y manos —replicó Farmer—. Perdone mi arenga.
Se había hecho de noche. Los dos hombres estaban de pie en un cuadrado de luz que salía de la puerta abierta del barracón. Se dieron la mano. Cuando el joven médico desapareció en la oscuridad, le oí hablar en criollo con sus amigos haitianos.
Pasé varias semanas con los soldados. No pensé mucho en Farmer. A pesar de las palabras con las que se despidió, no creí que entendiera los problemas del capitán ni que se preocupara de empatizar con ellos.
Poco después me lo volví a encontrar, por casualidad, cuando volvía a casa, en el avión a Miami. Él iba en primera clase. Me explicó que los auxiliares de vuelo lo habían puesto allí porque hacía esa ruta a menudo y en ocasiones trataba urgencias médicas a bordo. Los auxiliares me dejaron sentarme un rato con él. Tenía muchísimas preguntas que hacerle sobre Haití; entre ellas, una sobre el asesinato del ayudante del alcalde. Los soldados pensaban que las creencias del vudú provocaban un pánico especial y sobrecogedor a la decapitación.
—¿Cortarle la cabeza a la víctima tiene algún fundamento en la historia del vudú?
—Tiene un cierto fundamento en la historia de la brutalidad —respondió Farmer.
Frunció el ceño y luego me tocó el brazo, como para decir que todos hacemos preguntas tontas alguna vez.
Averigüé más sobre él; entre otras cosas, que no le caían mal los soldados.
—Me crie en un parque de caravanas y sé cuál es la clase social que se alista en el Ejército estadounidense. —Y añadió, refiriéndose al capitán Carroll—: Cuando conoces a esos soldados de veintinueve años te das cuenta de que no son ellos quienes hacen las malas políticas.
Confirmó mi impresión de que había ido a visitar al capitán para advertirle. Muchos de los pacientes y amigos haitianos de Farmer habían protestado por la liberación de Nerva Juste y pensaban que ello demostraba que, en efecto, los estadounidenses no habían ido para ayudarles. Farmer me contó que iba conduciendo por Mirebalais y que sus amigos haitianos le estaban pinchando, diciéndole que no sería capaz de pararse a hablar con los soldados estadounidenses sobre el asesinato. En ese momento, se pinchó una rueda de la camioneta justo delante del puesto militar y les dijo a sus amigos:
—¡Ajá! Tenéis que escuchar los mensajes de los ángeles.
Le pedí que me hablara un poco de su vida. Tenía treinta y cinco años. Se había graduado en la Facultad de Medicina de Harvard y era doctor en Antropología, también por Harvard. Trabajaba en Boston cuatro meses al año, durante los que se alojaba en la casa parroquial de una iglesia, en un barrio pobre. El resto del año trabajaba gratis en Haití, sobre todo atendiendo a campesinos que habían perdido sus tierras con la construcción de una presa hidroeléctrica. Lo habían expulsado de Haití cuando llegó la junta, pero consiguió volver a colarse en su hospital.
—Tras pagar —dijo— un soborno insultantemente pequeño.
Lo busqué después de que aterrizara el avión. Hablamos un poco más en una cafetería y por poco pierdo el vuelo de conexión. Pocas semanas después, en Boston, lo invité a cenar con la esperanza de que me ayudara a dar sentido a lo que estaba escribiendo sobre Haití, algo que pareció encantarle. Se había descrito como «médico de los pobres», pero no acababa de encajar del todo en el concepto que tenía yo de alguien así. Estaba claro que le gustaban el restaurante de lujo, las servilletas de tela gruesa, la botella de vino bueno. Lo que me sorprendió aquella noche fue lo feliz que parecía estar con su vida. Era evidente que un joven de sus cualidades podría estar haciendo buenas obras como médico alternando entre un barrio agradable de Boston (y no una habitación de lo que, me imaginaba, sería una sórdida casa parroquial) y el páramo del centro de Haití. Por su forma de hablar, parecía que de verdad disfrutaba viviendo entre los campesinos haitianos. En un momento dado, hablando de medicina, dijo:
—No entiendo por qué todo el mundo no está entusiasmado con la idea.
Me sonrió y se le encendió el rostro; no tanto de rubor como con una sonrisa luminosa y brillante. Me conmovió mucho, como un recibimiento muy cálido que uno no esperara recibir.
Pero después de aquella cena me alejé de él; sobre todo, ahora lo pienso, porque también me perturbaba. Al escribir el artículo sobre Haití, llegué a compartir el pesimismo de los soldados con los que había convivido. «Creo que tendríamos que haber dejado que Haití se las arreglara por su cuenta —me había confesado uno de los hombres del capitán Carroll—. ¿De verdad importa quién esté en el poder? Seguirá habiendo ricos y pobres y nadie entre medias. No sé qué esperamos conseguir. Seguiremos teniendo un montón de haitianos en barco deseando llegar a los Estados Unidos. Pero supongo que es mejor no intentar siquiera averiguarlo».
Los soldados habían ido a Haití para quitar un régimen de terror y reinstaurar a un Gobierno y, cuando se marcharon, el país seguía igual de pobre y destrozado que cuando llegaron. Lo habían hecho lo mejor que habían podido, pensaba. Eran hombres de mundo y resistentes. No podían llorar por cosas que escapaban a su control.
Me parecía que, con Farmer, se me había ofrecido otra manera de pensar acerca de un lugar como Haití. Pero esa manera suya resultaba difícil de compartir, porque implicaba una definición muy extrema del concepto «hacerlo lo mejor que se pueda».
El mundo está lleno de sitios horribles. Una forma de vivir con comodidad es no pensar en ellos o, si se piensa, mandar dinero. Durante los cinco años que siguieron, envié algunas pequeñas cantidades a la organización benéfica que sostenía el hospital de Farmer en Haití. En todas las ocasiones, me devolvió notas de agradecimiento escritas a mano. Una vez supe, por el amigo de un amigo, que estaba haciendo algo importante en cuestiones de salud internacional, algo relacionado con la tuberculosis. No indagué los detalles, sin embargo, y no volví a verlo hasta casi finales de 1999. Fue él quien propuso que nos viéramos y quien eligió el lugar.
Delante del Brigham and Women’s Hospital de Boston, se aprecia una relativa tranquilidad urbana. Un Wall Street de medicina te rodea: el campus de la Facultad de Medicina de Harvard y la Countway Medical Library, el Children’s Hospital, el Beth Israel Deaconess, el Dana Farber Cancer Institute, el Brigham. Los edificios resultan imponentes, tan juntos todos, e incluso apabullantes cuando te imaginas lo que está pasando en su interior. Chasquidos de pecho, trasplantes de órganos, imágenes moleculares, estudios genéticos: manos enguantadas y máquinas que se acercan de forma rutinaria a cuerpos y hacen diagnósticos y correcciones, tanta fragilidad humana por un lado y tanta valentía por otro. Uno se siente apaciguado en presencia de esta empresa. Incluso los conductores de Boston, famosos por ir siempre desquiciados, no tocan demasiado el claxon cuando pasan por el barrio.
El Brigham ocupa una parte de Francis Street y rodea, como una ciudad alrededor de una ruina romana, el vestíbulo victoriano restaurado del antiguo Peter Bent Brigham, una reliquia de la historia de la medicina en Boston. La entrada moderna, un atrio enorme con suelos de mármol, queda a bastante distancia, al final de un pasillo resplandeciente al que llaman Pike (abreviatura de turnpike)[3] flanqueado por ascensores, servicios clínicos a izquierda y derecha, alas de hospitalización por arriba, quirófanos por abajo (cuarenta, sin contar los de obstetricia), decenas de laboratorios en todas direcciones y dramas mortales por doquier. Es centro médico general, hospital universitario y hospital con todos los servicios, centro de atención médica especializada, un hospital al que otros hospitales derivan sus casos más difíciles. Por el Pike pasan multitudes arriba y abajo, con uniformes blancos o en ropa de calle, con ramos de flores, dejando tras de sí el sonido de muchas conversaciones entremezcladas.
Cuatro plantas más abajo, en Radiología, el doctor Farmer y su equipo se habían apostado en un lugar tranquilo, una sala vacía sin ventanas, y estaban hablando sobre el último caso del día. Farmer acababa de cumplir cuarenta. Puede que hubiera perdido algo de pelo desde la última vez que nos habíamos visto, cinco años atrás. También parecía un poco más delgado y vestía de un modo bastante más formal. Llevaba unas gafas pequeñas y redondas, de montura metálica, traje negro y corbata con el nudo bien apretado. Vivía casi todo el tiempo en Haití, pero ahora era uno de los peces gordos entre los médicos de Boston, profesor de Medicina y Antropología Médica en la Facultad de Medicina de Harvard y especialista adjunto en el Brigham. Al mirarlo, sentado con dos alumnos, médicos jóvenes en bata blanca, me vino a la cabeza un daguerrotipo del siglo XIX: el augusto y austero profesor de Medicina vestido con cuello alto y rígido y chaleco. Aquella impresión no duró mucho.
Estaba hablando con los médicos más jóvenes sobre un paciente al que se había tratado recientemente de un parásito en el cerebro. El hombre había sufrido hidrocefalia y los neurocirujanos le habían implantado una derivación para drenar el líquido. No había signos de infección, pero ¿convendría tratar al paciente como si la tuviera, por si acaso?
—¿Qué opináis? —preguntó Farmer a su equipo.
Se pusieron a discutir sobre el tema y Farmer casi se limitó a escuchar, aunque quedaba claro que era él quien estaba al mando.
Al cabo de unos minutos, el equipo llegó a un acuerdo: había que tratar al paciente. Y luego sonó el teléfono. Farmer lo cogió y dijo:
—Central de vih. ¿En qué podemos ayudarle?
Quien llamaba era una parasitóloga, una antigua colega de Farmer, para dar su opinión sobre el paciente hidrocefálico.
—¡Anda, la dama de los gusanos! —exclamó Farmer—. ¿Cómo estás, cariño? Yo sí, muy bien. Mira, lo sentimos muchísimo, pero no estamos de acuerdo. Queremos tratarlo y punto. ei dice que se le trate. Besos,ei.
Estas dos últimas frases eran algo muy suyo. Ya se las había oído decir aquel día y yo mismo averigüé qué significaban. «ei» se refería a «enfermedades infecciosas», su especialidad. La orden, por otro lado, se transmitía como en una carta, y por lo general significaba que Farmer quería tratar a un paciente de inmediato, en lugar de esperar más pruebas. Estaba claro que le gustaba cómo sonaban las palabras. Parecía estar divirtiéndose de lo lindo y, a juzgar por las reacciones de sus alumnos (sonrisitas y sacudidas de cabeza), que estos no trataban de ocultar, me imaginé que ni sus expresiones, ni sus chistes ni su entusiasmo general eran nuevos de aquel día.
Aquel día de mediados de diciembre de 1999 había sido bastante normal hasta el momento, al menos para lo habitual en el Brigham. Farmer y su equipo se habían ocupado de seis casos, todos parecidos a un rompecabezas con la excepción del penúltimo, que parecía muy sencillo. La residente del equipo, una chica joven, leyó a Farmer los datos que tenía anotados: Varón de treinta y cinco años (lo llamaré Joe). Seropositivo. Fumaba un paquete de cigarrillos al día. Normalmente se bebía casi dos litros de vodka. También consumía cocaína, tanto por vía intravenosa como por inhalación. Hacía poco había sufrido una sobredosis de heroína. Tenía una tos crónica que en los últimos cinco días había empeorado, se había vuelto productiva (esputo amarillo verdoso, pero sin sangre) y venía acompañada de un fuerte dolor torácico. Había perdido casi doce kilos en los últimos meses. Los radiólogos habían señalado en la radiografía torácica un posible infiltrado en el lóbulo inferior derecho; pensaban que podía ser tuberculosis.
Las herramientas para detectar la tuberculosis pertenecen a una época de la medicina ya pasada y el diagnóstico puede resultar complicado, sobre todo en un paciente con vih. Desde luego, Joe era el blanco perfecto de la tuberculosis. De todas las infecciones que pueden acudir en tropel a una persona enferma de sida, la tuberculosis era la más frecuente del mundo. La enfermedad era poco común en Boston, de hecho en todos los Estados Unidos, con la excepción de los tipos de sitio en los que vivía Joe: albergues para indigentes, cárceles, la calle y debajo de los puentes. Pero, a pesar de su infección por vih, el sistema inmunitario de Joe seguía casi intacto. Además, no tenía los síntomas normales de la tuberculosis, que son fiebre, escalofríos y sudores nocturnos.
—Tiene unos dientes perfectos —dijo la residente, y añadió—: Es un buen tío.
—Vamos a ver la radiografía, ¿os parece? —respondió Farmer.
Pasaron a otra sala y pusieron la radiografía de Joe en un panel iluminado. Farmer observó con detenimiento, durante menos de un minuto, el punto en el que los radiólogos creían haber visto un infiltrado, y al final dijo:
—¿Ya está? Pues vaya decepción…
Fueron a la planta de arriba a ver a Joe.
Farmer se movía por el Brigham a grandes zancadas, con un avance intermitente. Se paraba a recibir el abrazo de un auxiliar de enfermería y luego a intercambiar un par de chistes en criollo haitiano con un bedel. Luego le sonaba el busca. Al responder, saludaba a la operadora del hospital (a cualquiera de las más de diez que había) y le preguntaba rápidamente por su tensión arterial, por la cardiopatía de su marido o por la diabetes de su madre. Luego tenía que pararse en el control de enfermería para responder un mensaje de correo electrónico sobre un paciente y después a contestar una pregunta de un cardiólogo. Finalmente, con el estetoscopio al cuello y cantando en un alemán bastante creativo «We are the world. We are das Welt», Farmer condujo al equipo de Enfermedades Infecciosas hasta la puerta del paciente. Y entonces todo se ralentizó.
Joe estaba tumbado sobre las mantas, vestido con vaqueros azules y camiseta, un hombre bajo, de brazos velludos cubiertos de cicatrices y clavículas prominentes. Llevaba la barba descuidada y el pelo alborotado y, cuando sonrió nervioso a los médicos que entraron en tropel, vi que conservaba la mayoría de los dientes, pero que seguramente no le durarían mucho. Farmer se presentó a sí mismo y al resto del equipo. Luego se sentó a la cabecera de la cama de Joe, en una esquina del colchón, y se dobló de un modo tan ágil que me recordó a un saltamontes. Se inclinó sobre el paciente observándolo con sus ojos azul claro tras las gafitas redondas. Por un instante creí que Farmer iba a meterse en la cama con él. En lugar de ello, apoyó una mano en el hombro de Joe y se lo apretó.
—Tu radiografía está bien. Probablemente sea neumonía. Un poquito de neumonía. Dime, ¿cómo tienes el estómago? ¿Estás teniendo gastritis estos días?
—Me como todo lo que veo. Todo lo que me ponen por delante me lo como.
Farmer sonrió.
—Tienes que coger peso, amigo. Has perdido peso.
—No comía mucho cuando estaba fuera. Vamos, que no. Todo el día de aquí para allá, con esto o con lo otro.
—Cuéntanos un poco. Somos de Enfermedades Infecciosas y no creemos que sea tuberculosis. Pero, antes de que pueda asegurarlo, tengo que saber si has tenido contacto con alguien que tenga tuberculosis.
Joe creía que no y Farmer añadió:
—Creo que tendríamos que recomendar que te saquen de aislamiento. Somos los de ei, ¿no? ei manda saludos. No creo que tengas que estar en una habitación con flujo de aire inverso ni nada de eso.
—No. Aquí está uno solo en el barco. La gente llega con mascarillas puestas y está todo el rato lavándose las manos.
—Sí —respondió Farmer, y añadió—: Pero lavarse las manos es bueno.
Era el primer día que le veía en el trabajo y en aquel momento me pareció que su papel en el caso ya había terminado. Se llama al gran especialista para que responda una pregunta. Por una vez, era sencillísima, al menos para el especialista. La responde, charla un poco con el paciente y se marcha. Pero Farmer seguía sentado en la cama de Joe y parecía estar a gusto.
Siguieron hablando. A juzgar por el informe anterior de la residente, muchas de aquellas preguntas ya se las había hecho ella, pero ahora Joe estaba respondiendo con más franqueza. Farmer y él hablaron sobre el médico habitual de Joe, que a él le gustaba, y sobre el hecho de que Joe había tomado antirretrovirales para tratarse el vih, pero solo de forma esporádica, según confesó, y Farmer le explicó que era probable que hubiera adquirido resistencia a algunos de aquellos fármacos y que seguramente sería mejor que no se arriesgara a tomar otros hasta que se viera en la situación de seguir el tratamiento al pie de la letra. Hablaron sobre drogas y alcohol y Farmer le advirtió contra la heroína.
—Pero, en realidad, las peores son el alcohol y la cocaína. Abajo, mientras hacíamos las rondas, estábamos diciendo medio en broma que tendríamos que decirte que fumes más marihuana, porque no es tan perjudicial.
—Si fumo marihuana, crearé un conflicto internacional.
—En el hospital no, Joe.
Se echaron a reír, mirándose el uno al otro. Luego hablaron del vih de Joe.
—Tu sistema inmunitario está bastante bien, la verdad. Funciona estupendamente. Por eso me preocupa que estés perdiendo peso. Porque me apuesto lo que sea a que no estás perdiendo peso por el vih. Estás perdiendo peso porque no estás comiendo, ¿a que sí?
—Pues sí.
—Sí —replicó Farmer con suavidad.
La mirada que tenía clavada en la cara de Joe en aquel preciso momento parecía a la vez concentrada (como si no hubiera nadie más en el mundo) y puesta en otro lugar. Pensé que, en su cabeza, tal vez estaba observando a Joe desde una ventana en alto, mientras Joe se dedicaba a lo que en servicios sociales se conoce como las actividades de la vida diaria, que, en su caso, eran conseguir droga en una esquina y luego irse a acampar a su puente o paso subterráneo favorito.
En mitad de todo aquello, entró otra persona en la habitación, una estudiante de Medicina a la que Farmer había invitado a participar en las rondas. Farmer la presentó. Joe había preguntado a todos los otros médicos dónde habían estudiado. Ahora preguntó a la recién llegada, con su acento de Boston:
—¿Tú también has estudiado en Harvard?
—¿Yo? Sí.
—Vaya —respondió Joe, y se volvió a Farmer—. Tengo aquí mirándome a gente que viene de sitios importantes, ¿eh?
—Esta es un hacha —dijo Farmer, y reanudó la conversación—. Bueno, Joe, pues cuéntanos: ¿cómo podemos ayudarte? Aquí sabemos cómo funciona el sistema. Vienes aquí, te caemos bien, tú nos caes bien a nosotros, eres simpático con nosotros y nosotros contigo y yo creo que a ti lo que te apetece es que te trate la gente de aquí, pero en tu casa.
—Aquí en esta habitación me siento un poco solo —respondió Joe.
—Cierto. Y vamos a recomendar que salgas. Y aquí viene mi pregunta seria. Seria pero buena.
—Qué podéis hacer por mí.
—¡Esa!
—No os vais a creer lo que voy a decir. No estáis preparados para esto —dijo Joe.
—Yo he oído ya de todo, amigo.
—Me gustaría que hubiera una residencia para enfermos de vih a la que pudiera ir…
Farmer volvía a mirarlo fijamente.
—Sí.
—Para dormir y comer, ver la tele, ver los deportes. Me gustaría ir a algún sitio en el que pueda tomarme seis cervezas.
—Entiendo.
—Me gustaría ir a algún sitio donde no tenga problemas si me tomo un par de cervezas de más, siempre que haga lo que me digan y llegue a mi hora y no haga el tonto, ¿me explico?
—Claro.
—Y donde no vuelva loco a todo el mundo, escapándome y todo eso. Un sitio donde pueda tomarme una botella de vino para cenar o algo.
—Sí —dijo Farmer—, veo por dónde vas. —Frunció los labios—. Vamos a hacer lo siguiente. Yo voy a buscar por ahí y tú te vas a quedar aquí un par de días, y que sepas que a mí no me parece que eso que has dicho sea tan descabellado. ¿Es mejor estar fuera, en la calle, consumiendo?
—Y muerto de frío —añadió Joe.
—Y muerto de frío. ¿O bajo techo, tomándote seis cervezas o una botella de vino con la cena? Yo tengo claro qué elegiría. Y además es que, si tienes un lugar en el que vivir, podrías tomarte los medicamentos, si es que quieres tomarte los medicamentos.
—Sí —respondió Joe, con recelo.
Un par de días más tarde, apareció en el panel de anuncios frente a la puerta del departamento de Servicios Sociales del Brigham una nota manuscrita bastante críptica, que decía algo así:
Debajo, alguien había garabateado: «¿A que esto lo ha escrito Paul Farmer?».
Unos amigos de Farmer habían encontrado sitio para Joe en un albergue para indigentes, pero, por supuesto, los trabajadores sociales habían recordado a Farmer que en los albergues estaba prohibido beber, y con razón, claro. Él seguía defendiendo el caso de Joe, solo por mantener su promesa, suponía yo, sin esperanzas de ganar.
Farmer tenía turno en el Brigham en Navidad. Pasó parte del día visitando a pacientes fuera del hospital. Llevó regalos a todos, incluido Joe, que recibió seis latas de cerveza disimuladas con el papel de envolver.
Joe pareció contento de verlo, tanto a él como el regalo. Cuando Farmer salía del albergue, oyó a Joe decirle a otro residente, justo con el volumen suficiente para que Farmer se preguntara si Joe quería que lo oyera:
—Ese tío es un puto santo.
No era la primera vez que Farmer oía que lo llamaban así. Cuando le pregunté por su reacción, dijo que se sentía como el ladrón de El fauno de mármol, la novela de Hawthorne, que roba algo de una iglesia católica y, antes de huir, mete las manos en agua bendita.
—Me da igual con qué frecuencia la gente diga: «Eres un santo». No es que no me importe. Es que no es así.
Resistirse a la beatificación denotaba modestia, pensé. Pero luego añadió:
—La gente me llama santo y yo lo que pienso es que tengo que esforzarme más. Porque estaría muy bien ser un santo.
Sentí una ligera perturbación interior. No era que las palabras parecieran poco humildes. Sentí que estaba en presencia de una persona distinta de aquella con la que había estado charlando justo antes, alguien cuyas ambiciones yo aún no había empezado a desentrañar.
Farmer terminó su turno en el Brigham y se marchó a Haití el día de Año Nuevo de 2000. Nos intercambiamos unos mensajes de correo electrónico. Me había enviado un ejemplar de su último libro, Infections and inequalities: the modern plagues,[4] una disertación extraordinariamente pródiga en notas al pie en la que utilizaba casos prácticos de pacientes para ilustrar los temas principales: la relación entre pobreza y enfermedad, la mala distribución de las tecnologías médicas en el mundo y las «presuntuosas justificaciones en la causalidad» que esgrimían para estos fenómenos los académicos y burócratas de la sanidad. En ocasiones, parecía que el autor apenas conseguía contener la rabia. Describía una situación en la que se administraban antibióticos a una paciente de tuberculosis pobre y contaba: «Empezó a responder al tratamiento enseguida, casi como si tuviera una enfermedad infecciosa que se puede curar». El Paul Farmer que había escrito ese libro no se parecía mucho al Paul Farmer que trabajaba en el Brigham. A este se le oía gritar en todas las páginas. Le escribí para darle las gracias por el libro y añadí que tenía la intención de leerme los dos anteriores. «Estoy leyendo tus obras completas», escribí.
Me respondió por correo electrónico: «Ah, pero esas no son mis obras completas. Para ver mis obras completas tienes que venir a Haití».
[3] «Autopista de peaje». (todas las notas corresponden a la traductora)
[4] Infecciones y desigualdades: las plagas modernas.
Farmer había mandado al aeropuerto de Puerto Príncipe una camioneta, un vehículo robusto con tracción a las cuatro ruedas que me llevó hacia el norte, alejándome de la capital, por una carretera asfaltada de dos carriles. Al otro lado de la llanura del Cul-de-Sac, sin embargo, a los pies de una pared montañosa, la carretera se convertía en algo parecido al lecho seco de un río y la camioneta empezó a cabecear y balancearse conforme ascendía la pendiente de la colina (al mirar abajo desde el borde, se veía un cementerio de carrocerías). Nadie habló mucho a partir de aquel punto, ni siquiera los haitianos alegres y dicharacheros del asiento delantero.
En los mapas de Haití, la carretera que recorrimos, la Nacional 3, parece una vía importante y, de hecho, es la gwo wout la, la única gran carretera que atraviesa la planicie central, una estrecha pista de tierra, aquí salpicada de rocas, allí erosionada hasta el lecho de roca viva, más allá, en tramos que debieron de ser lodazales en la época de lluvias, endurecida en surcos que parecían diseñados para torturar ruedas, pezuñas y pies. Serpenteaba entre áridas montañas y pueblos de cabañas de madera. Cruzaba varios arroyos. Camionetas de diversos tamaños, hasta arriba de pasajeros, se balanceaban arriba y abajo sobre baches gigantescos, levantando nubes de polvo, con los motores chirriando a baja velocidad. Un tráfico más denso se arrastraba lentamente sobre burros de aspecto famélico y a pie. Aquí y allí, mendigos junto a la cuneta, rascándose sus barrigas cóncavas con una mano mientras con la otra sujetaban gorros de paja puestos del revés. Aquí y allí, niños con azadones alisando pequeños tramos de la vía, haciendo gala de su diligencia y extendiendo luego la mano con la esperanza de obtener recompensa. Se notaban ausencias. Un carro de bueyes sin buey, solo un hombre para tirar de él. Escasos árboles, sobre todo después de Mirebalais. Ningún poste de electricidad después de la ciudad de Péligre.
El viaje, de solo unos cincuenta y cinco kilómetros, duró tres horas y me pareció muchísimo más largo. Ya había oscurecido cuando, en lo alto de otra empinada pendiente rocosa, en el pueblo de Cange, los faros de la camioneta iluminaron un muro alto de hormigón y, a continuación, una puerta abierta en el muro y un cartel a su lado que rezaba: «ZANMI LASANTE», y en criollo: «Socios en Salud»; en el cartel se veía también el dibujo de cuatro manos abiertas que se acercaban desde los cuatro puntos cardinales, con los dedos tocándose. Luego la camioneta giró para cruzar la puerta y a ello siguió el alivio de un pavimento ya liso. Así pues, sentí las obras completas de Farmer antes de verlas.
A la luz del día, en un paraje marrón y reseco, prácticamente sin árboles, Zanmi Lasante resulta espectacular a la vista: una fortaleza sobre la ladera de la montaña, un enorme complejo de edificios de hormigón, semicubiertos por vegetación tropical. Al otro lado de los muros, el mundo se vuelve frondoso. Los patios, caminos y muros están flanqueados por altos árboles, que también cubren la ladera por la que trepan las ingeniosas construcciones de hormigón y piedra: una clínica ambulatoria y otra para mujeres, un hospital general, una gran iglesia anglicana, un colegio, una cocina en la que se prepara comida para unas dos mil personas cada día y, ya casi en la cima, un edificio recién construido para el tratamiento de la tuberculosis. El complejo médico alberga dos laboratorios. Hay agua corriente y se oye el sonido de un enorme generador que produce electricidad. Los edificios tienen las paredes y techos limpios y blancos, los suelos embaldosados y cuadros de artistas haitianos, relajantes y llenos de color, que reinventan el paraíso tropical descrito en los diarios de Cristóbal Colón.
La mañana después de mi llegada, seguí a Farmer en sus rondas por el lugar, la primera de las muchas veces que lo haría. La rutina general era siempre la misma. Su jornada empezaba más o menos al alba, en el patio inferior situado junto a la clínica ambulatoria. Por la noche, había visto a la luz de la luna las siluetas de, tal vez, cien personas durmiendo allí, sobre el suelo. Por la mañana, hay el doble: gente de todas las edades, las mujeres con vestidos y turbantes, los hombres de más edad con sombreros de paja y muchos con los zapatos hechos trizas; todos ellos, esperando para ver a un médico o enfermero.
Cuando Farmer atraviesa la puerta, vestido con su ropa de Haití (vaqueros negros y camiseta), una parte de la multitud se le acerca. Un anciano que necesita dinero para comer, una mujer con una carta que quiere que él lleve a los Estados Unidos, un joven al que ya ha visto aquí otro médico, pero que quiere que lo reconozca Farmer y lo llama:
—Tengo muchas cosas que hablar con usted, doktè Paul.
Principalmente, Farmer busca entre la multitud a quienes tengan necesidades urgentes. Una enfermera ya ha encontrado a alguien así, una hermosa joven con la mano envuelta en una toalla. La enfermera llama a Farmer, que se acerca, retira la toalla y examina la mano.
—Es gangrena —me dice—. Huélelo.
Da instrucciones a la enfermera para limpiar la herida. Se le ensombrece el rostro cuando la enfermera se lleva a la mujer.
—Se hirió la mano hace quince días. Me pregunto si sabe lo que le espera. Como si ya no tuvieran suficientes problemas. Incluso las heridas más pequeñas se quedan sin atender.
Por lo general, tarda una hora en atravesar el patio. Casi ha llegado al otro lado cuando un anciano enjuto se le acerca, se quita el sombrero de paja y le dice en criollo:
—Estoy buscando a un hombre llamado doktè Paul.
Farmer sonríe.
—¿Conoce al doktè Paul, padre?
—No —responde el anciano—, pero me han dicho que lo busque.
Alguien del personal toma al hombre del brazo.
—Vamos a ver si encontramos al doktè Paul.
Cuando se lo lleva en dirección a otro médico, Farmer consigue por fin escapar, una figura desgarbada recorriendo a zancadas el camino de cemento sombreado hacia la cocina y la pequeña habitación que hay sobre ella en la que cada mañana, antes de ver a los pacientes, envía y recibe mensajes de correo electrónico a través de un teléfono por satélite.
Bien podría decir que, desde el momento en que vi por primera vez Zanmi Lasante, ahí fuera, en la pequeña población de Cange, en lo que me pareció el fin del mundo, en lo que de hecho era una de las zonas más pobres del país más pobre del hemisferio occidental, pensé que había dado con un milagro. Yo sabía que en Haití los ingresos per cápita ascendían a poco más de un dólar estadounidense al día, y a menos que eso en la planicie central. El país había perdido la mayoría de sus bosques y gran parte de su suelo. Tenía las peores estadísticas sanitarias del mundo occidental. Y aquí, en una de las regiones más empobrecidas, enfermas, erosionadas y famélicas de Haití, estaba esta preciosa ciudadela amurallada, Zanmi Lasante. No lo habría considerado mucho menos improbable si me hubieran dicho que la había traído hasta aquí una nave espacial.
En mi primera semana en Cange, conocí a un campesino pobre que había traído a un niño enfermo al hospital (en una travesía de casi veinte kilómetros en burro por la Nacional 3). Le pregunté si se había sentido aliviado cuando llegó a Cange y al complejo médico. No tendría que haberme molestado. Pareció sorprendido por mi pregunta y respondió, simplemente:
—Wi!
Había por la zona otros cuantos hospitales y clínicas, pero ninguno tan bien equipado. Algunos eran directamente insalubres y en todos ellos los pacientes tenían que pagar los medicamentos e incluso los guantes que se usaban para examinarlos, y muy poca gente de la planicie central podía pagar gran cosa. En Zanmi Lasante también se suponía que los pacientes tenían que pagar una tarifa de usuario, el equivalente a unos ochenta centavos estadounidenses por consulta. Los colegas haitianos de Farmer habían insistido al respecto. Farmer era el director médico, pero no había protestado. En lugar de ello (acabé comprendiendo que aquella era su forma habitual de actuar), lo que hizo fue, sencillamente, subvertir esa política. Todos los pacientes tenían que pagar los ochenta centavos, excepto las mujeres y los niños, los indigentes y cualquiera que estuviese muy enfermo. Es decir, todo el mundo tenía que pagar, con la excepción de casi todo el mundo. Y no se podía rechazar a nadie (norma de Farmer).
Tal vez un millón de campesinos pobres dependía de Zanmi Lasante. En aquel momento, alrededor de cien mil vivían en su zona de actuación, aquella en la que prestaban servicio sus profesionales sanitarios de la comunidad, setenta en total. Algunos pacientes recorrían enormes distancias, teniendo en cuenta cómo son las distancias en un país de carreteras destrozadas y pueblos a los que solo llegan senderos, desde Puerto Príncipe y la península meridional de Haití y desde las ciudades que bordean la frontera con la República Dominicana, donde se habla español. La mayoría procedía de la planicie central y llegaban subidos en las camionetas de pasajeros, maltrechas y sobrecargadas, que recorrían la Nacional 3. Muchos llegaban a pie y en burro. De vez en cuando, por el camino de acceso, una cama se acercaba lentamente hasta la puerta principal, con un porteador en cada esquina y un paciente sobre el colchón.
En ocasiones, la farmacia de Zanmi Lasante confundía una receta o se quedaba sin un medicamento determinado. A veces, los técnicos del laboratorio perdían una muestra. Había siete médicos trabajando a jornada completa en el complejo, no todos plenamente competentes: el personal era en su totalidad haitiano y la formación médica en Haití es, en el mejor de los casos, mediocre. Pero Zanmi Lasante había construido colegios, casas, baños públicos y redes de abastecimiento de agua en toda su zona de actuación. Había vacunado a todos los niños y reducido en gran medida la desnutrición de la población y la mortalidad infantil. Había puesto en marcha programas de alfabetización de mujeres y de prevención del sida y, en su zona de actuación, había reducido al 4 por ciento el índice de transmisión del vih de madres a hijos (casi la mitad del índice actual en los Estados Unidos). Pocos años antes, cuando Haití sufrió un brote de fiebre tifoidea resistente a los fármacos que se empleaban habitualmente para tratarla, Zanmi Lasante había importado un antibiótico eficaz pero caro, limpiado las redes locales de abastecimiento de agua y detenido el brote en toda la planicie central. En Haití, la tuberculosis seguía matando a más adultos que cualquier otra enfermedad, pero en la zona de actuación de Zanmi Lasante nadie había muerto por esa causa desde 1988.
El dinero para Zanmi Lasante se canalizaba a través de una pequeña organización benéfica fundada por Farmer: Partners In Health,[5] con sede en Boston. Las facturas eran pequeñas para lo acostumbrado en los Estados Unidos. Farmer y su plantilla de profesionales sanitarios de la comunidad trataban a la mayoría de pacientes de tuberculosis en sus cabañas y gastaban entre ciento cincuenta y doscientos dólares en curar un caso sin complicaciones. La misma cura en los Estados Unidos, donde se hospitaliza a la mayor parte de los pacientes de tuberculosis, suele costar entre quince mil y veinte mil dólares.
Mi hospital de Massachusetts trataba a alrededor de ciento setenta y cinco mil pacientes al año y tenía un presupuesto operativo anual de sesenta millones de dólares. En 1999, Zanmi Lasante había tratado más o menos al mismo número de personas, en el complejo médico y en las comunidades, y había gastado alrededor de un millón y medio de dólares, la mitad en forma de medicamentos donados. Parte del efectivo provenía de subvenciones, pero la mayoría venía de donaciones privadas; la más cuantiosa, de un constructor de Boston llamado Tom White, que había entregado varios millones a lo largo de los años. Farmer también contribuía, aunque no sabía exactamente el importe.
Conocí los datos logísticos de la vida de Farmer solo de manera gradual, por lo que no me parecieron tan sorprendentes hasta que los sumé todos. En 1993, la Fundación MacArthur le había concedido una de sus llamadas «subvenciones para genios», de unos doscientos veinte mil dólares en este caso. Farmer había donado el importe íntegro a Partners In Health para crear una rama de investigación en la organización: Institute for Health and Social Justice,[6] lo llamó. Ganaba alrededor de ciento veinticinco mil dólares al año en Harvard y el Brigham, pero nunca vio los cheques ni los honorarios y regalías, en ambos casos cantidades bastante pequeñas, que recibía por sus conferencias y publicaciones. La contable de la sede central de PIH cobraba los cheques, pagaba las facturas de Farmer (y la hipoteca de su madre) y depositaba en tesorería el resto. Un día de 1999, Farmer trató de usar su tarjeta de crédito y, cuando le dijeron que había llegado al límite, llamó a la contable, que le dijo: «Cielo, eres el hombre en bancarrota que más trabaja de todos los que conozco».
Cuando aún estaba soltero, se alojaba en el sótano de la sede central de Partners In Health durante sus estancias en Boston. Hacía cuatro años se había casado con una haitiana, Didi Bertrand. No vio motivo alguno para cambiar su residencia de Boston, pero, cuando nació su hija, en 1998, Didi insistió en que era el momento de mudarse. Desde entonces tenían un piso en Eliot House, en Harvard, que usaban cuando estaban en Boston, lo cual no ocurría muy a menudo. Por aquella época, Didi y su hija, de dos años, estaban pasando una temporada en París, donde Didi estaba terminando sus estudios de Antropología. Varios amigos habían dicho a Farmer que debería pasar más tiempo con ellas. «Pero es que yo no tengo pacientes en París», fue su respuesta.
Era evidente que echaba de menos a su familia. Cuando yo estuve con él en Haití, las llamaba al menos una vez al día, desde la habitación con el teléfono por satélite. En teoría, pasaba cuatro meses en Boston y el resto del año en Cange. En realidad, aquellos periodos estaban salpicados de viajes a sitios en los que sí tenía pacientes. Algunos años atrás, había recibido una carta de American Airlines en la que le invitaban a formar parte de su club del millón de millas. Desde entonces, había recorrido al menos dos millones de millas más.
Tenía una casita en Cange, lo más parecido a un hogar que había en su vida, colgada en una colina al otro lado de la carretera, frente al complejo médico. Era una ti kay modificada, una réplica del mejor tipo de casa campesina, con techo de metal y suelos de hormigón y la característica excepcional de tener cuarto de baño, aunque sin agua caliente. Muchas veces, al mirar hacia el interior de la casa, yo veía que la cama estaba sin deshacer. Me dijo que dormía unas cuatro horas cada noche, pero pocos días después confesó:
—No puedo dormir. Siempre hay alguien que no recibe tratamiento. No puedo soportarlo.
Poco sueño, sin ahorros, sin la familia cerca, sin agua caliente. Una noche, pocos días después de llegar a Cange, me pregunté en voz alta qué compensación recibía a cambio de aquellas privaciones tan diversas.
—Cuando haces sacrificios —me dijo—, a menos que estés siguiendo alguna regla de forma automática, lo lógico es pensar que estás tratando de aliviar un cierto malestar psíquico. Así, por ejemplo, si yo diera pasos para ser médico de quienes no tienen atención sanitaria, se podría pensar que estoy haciendo un sacrificio, pero también podría verse como una forma de resolver los sentimientos encontrados. —Continuó y la voz le cambió un poco. No estaba enfadado, pero había un cierto tono cortante—. Tengo sentimientos encontrados al respecto de estar vendiendo mis servicios en un mundo en el que hay gente que no puede pagarlos. Puedes tener sentimientos encontrados frente a eso porque es que debes tenerlos. Coma.
Aquella fue para mí una de las primeras de las muchas ocasiones en que presencié el uso que Farmer daba a la palabra «coma» situada al final de una frase. Sustituía la palabra que seguiría a la coma, que era «cabrón». Yo sabía que no me estaba llamando cabrón; nunca haría tal cosa, casi siempre era muy educado. «Coma» iba siempre dirigida a otra gente, a aquellos a quienes no incomodaba el reparto actual de dinero y medicinas en el mundo. Y aquello implicaba, por supuesto, que tú no eras de ese tipo de gente. ¿A que no?
Por las mañanas, seguía a Farmer desde el patio hasta el correo electrónico y luego hasta su consulta, en la planta baja del edificio más nuevo, el Thomas J. White Tuberculosis Center. Tenía títulos colgados de la pared, junto con una fotografía del primer presidente electo de Haití, Jean-Bertrand Aristide (amigo de Farmer desde hacía muchos años), posando con un niño al que Farmer había curado de tuberculosis. Había una camilla de reconocimiento, un panel para ver radiografías, un escritorio y una silla de oficina nueva que el personal le había regalado por Navidad. Todavía tenía un poco de espumillón encima.
Farmer se sienta ante el escritorio.
—¿Cuál es el objetivo ahora?
Me mira. Encojo los hombros.
—Quedarnos aquí. Porque fuera hay gente al acecho. Un comportamiento acechante.
Una multitud de tal vez treinta personas (en cierta ocasión, conté cuarenta) espera en el pasillo, algunas sentadas en bancos, otras paseando. Entra una enfermera con uniforme blanco y dice a Farmer, con indignación:
—Siempre les digo a los pacientes que deben sentarse y no me hacen caso.
Farmer le sonríe y da una palmada al estilo haitiano: el dorso de una mano contra la palma de la otra.
—Esa cruz tenemos que llevar —responde.
La enfermera se marcha, enfadada. Farmer me mira.
—No se puede empatizar mucho con el personal o te arriesgas a no empatizar con los pacientes.
Desde luego, son los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos. Un anciano que sigue un tratamiento para la tuberculosis pulmonar que me recuerda a Ray Charles (es ciego, pero lleva gafas; había dicho que quería gafas, así que Farmer le consiguió un par). Un hombre más joven al que Farmer se refiere como Lazarus, que llegó hace unos meses sobre un somier transportado por sus parientes, devastado por el sida y la tuberculosis, que pesaba cuarenta kilos y ahora estaba en casi setenta, curado de la tuberculosis y con el sida frenado gracias a la medicación. Una joven de aspecto saludable cuyo padre, solo un mes atrás, estaba ahorrando para su ataúd.
Y, por otro lado, una joven de aspecto encantador a la que están tratando por una tuberculosis farmacorresistente, ahora en mitad de una crisis de anemia drepanocítica y gimiendo de dolor.
—Venga, doudou. Venga, cherie —la arrulla Farmer.
Pide morfina.
Un hombre con gastritis, ya saliendo de la mediana edad. En Haití, me contó Farmer, eso podía significar treinta años, porque el 25 por ciento de los haitianos muere antes de cumplir los cuarenta.
—Es porque aquí hay una situación de casi hambruna —dice Farmer mientras reconoce al paciente—. Este hombre está fuerte. Tal vez en sus años de declive no puede rebuscar tan bien para conseguir comida o tal vez esté intentando alimentar a otra persona.
Pide para él suplementos alimenticios.
Un chico de dieciséis años demasiado débil para caminar, que solo pesa veintisiete kilos. Farmer le diagnostica una úlcera.
—Su cuerpo se le ha acostumbrado a la inanición. Lo vamos a poner en forma. —Farmer levanta un bote del suplemento alimenticio Ensure—. Esto es bueno. Le vamos a dar tres botes al día. O sea, le vamos a dar un par de cientos de dólares de Ensure y yo estaré encantadísimo de violar el principio de rentabilidad.
Una mujer diminuta, con pinta de ser bastante anciana, el cuerpo doblado por la cintura en ángulo recto. Mucho antes de que Farmer la conociera, una tuberculosis vertebral le había devorado varios fragmentos de la columna: una enfermedad de fácil curación que se había quedado sin tratar y se había «desatado». Ya no hay nada que se pueda hacer. Ha venido a por dinero, comida y compañía. Farmer se pone de pie cuando entra y la saluda con un mami mwen, «mi madre». Se inclina, casi arrodillándose, y ella lo besa en una mejilla, luego en la otra y dice:
—Un hijo siempre se preocupa por su madre.
Farmer le acerca una silla y la anciana se sujeta a ella, aún de pie, con la barbilla apoyada en el asiento, y se queda observando mientras él atiende a los siguientes pacientes.
Como en el Brigham, parece resuelto a intimar con ellos tanto como sea posible. Les pide que se sienten en una silla justo a su lado, me imagino que para poder tocarlos con sus manos finas, blancas y de largos dedos. Llama «madre» a las ancianas, «padre» a los ancianos. Muchos le traen regalos. Leche en una botella verde con una mazorca de maíz por tapón.
—Oh, cheri! Mesi anpil, anpil!
«¡Muchas, muchas gracias!», agradece Farmer. Sonríe y, con la mirada fija en la botella, sobre su mesa, añade en inglés:
—Leche de vaca sin pasteurizar en una botella sucia. No veo la hora de bebérmela. —Se vuelve hacia mí—. Es tan horrible que hasta habría que alegrarse.
Alzo la vista. Una mujer en avanzado estado de gestación se abre camino dificultosamente, dejando atrás a la enfermera, hasta la puerta de la consulta. Es seropositiva y viene a recibir profilaxis con isoniacida, al haber estado expuesta también a la tuberculosis. Además, necesita dinero para comida; su marido ha muerto. Eleva mucho la voz y exclama con júbilo:
—¡Aquí sois todos mis maridos!
Luego entra un chico joven.
—¿Doktè Paul? Vine porque estaba enfermo. Ahora estoy mucho mejor. Me gustaría que me hicieran una fotografía.
En la pared que hay junto a su mesa, Farmer ha pegado con cinta adhesiva tres folios de papel amarillo, con una tarea por cumplir en cada línea y, junto a cada tarea, un recuadro dibujado a mano, un bwat, en criollo. He observado que, si cumple una tarea que había olvidado apuntar en la lista, la escribe, dibuja un bwat al lado y pone una marca en el recuadro. Con ello parece obtener un placer extremo y debo reconocer que yo también lo siento en parte, de manera totalmente injustificada, cuando dice: «Estamos consiguiendo muchas cosas».
La lista de la pared contiene unos sesenta deberes: montar las diapositivas para próximas charlas, conseguirle a Lazarus una Biblia y un cortaúñas, darle a otro paciente el reloj de pulsera que le compró en el aeropuerto de Miami, obtener muestras de esputo de algunos pacientes con tuberculosis farmacorresistente y llevárselas a Boston para analizarlas. La lista parece hablar de lo que en Boston podría definirse como una práctica médica interesante. La verdad es que es variada. En un punto pone: «Consulta de brujería».
En uno de sus libros, Farmer había escrito que en en el Haití rural se hace una distinción entre creer en la brujería y «las teorías y prácticas conocidas como vudú». Es decir, no todos los campesinos practicaban la religión indígena conocida como vudú, pero casi todos, incluidos los católicos, protestantes y vuduistas, creían en la realidad de la maji, la brujería. Para mucha de la gente de Cange, los conjuros lanzados por los enemigos eran la causa última de muchas enfermedades. Y muchos pensaban que Farmer, como todos los buenos sacerdotes vuduistas, sabía combatirlos con maji.
Un campesino de la zona me dijo, hablando de Farmer: «Dios otorga un don a cada uno y el suyo es curar». Una vez, en una ceremonia pública, un antiguo paciente se puso en pie y declaró: «Creo que es un dios». También se decía por Cange, a menudo entre susurros: «El doktè Paul trabaja con las dos manos»; es decir, con la ciencia y con la magia necesaria para quitar los sortilegios. La mayoría de los elogios parecía incomodar y divertir a Farmer, pero este último, me explicó, tiene una parte dolorosa:
—Los haitianos creen en la brujería porque su cultura ha evolucionado en ausencia de una medicina eficaz. Así que claro que creen en la brujería, en enfermedades que alguien les ha enviado. ¿Por qué, si no, iba alguien a caer en coma? Y cuando alguien está muy enfermo y la gente está acostumbrada a ver a otros morir con los mismos síntomas, le das medicamentos y se recupera rápidamente, la gente piensa. Y luego empieza a hablar.
Según su experiencia, los haitianos reciben la medicina eficaz con los brazos abiertos. Tiene decenas de sacerdotes vuduistas entre sus pacientes y, de ellos, algunos hacen prácticamente de trabajadores sanitarios de la comunidad y le traen a parroquianos enfermos.
La brujería es, en el fondo, la forma que tienen los haitianos de explicar el sufrimiento, pero las propias acusaciones de esta práctica pueden causar sufrimiento. Ahora entra en la consulta de Farmer una mujer de edad avanzada. Ella es la paciente de la consulta de brujería. El otro día, en el patio, Farmer vio a su hijo en el patio, alicaído, y le preguntó qué le pasaba. «Mi madre me odia», dijo. Y es cierto: la madre cree que su hijo ha «enviado» la enfermedad que ha matado a otro hijo. Cuando se sienta junto a Farmer y este empieza a decirle, no que la brujería no existe, sino que él sabe que la brujería no ha tenido nada que ver en ese caso, ella levanta la barbilla y gira la cara. Poco a poco, se va relajando. Pero seguramente tardará meses en reconciliarse del todo con el hijo que ha sobrevivido. Cuando se marcha, Farmer dice que siente «un 86 por ciento de diversión». Y yo supongo que eso significa que hay un 14 por ciento de tristeza.
La mujer había insistido en que su hijo había «vendido» a su hermano y empleó para ello la palabra en criollo que en el pasado se aplicaba a los esclavos. (Las creencias haitianas en la brujería se inspiraron tal vez, en parte, en los propios miedos de los amos de los esclavos, originados quizá por el sentimiento de culpa. «Muchísimas creencias y prácticas de la magia haitiana proceden de Normandía, Berry, Picardía o el antiguo Lemosín», escribe el antropólogo Alfred Métraux). Es más, las acusaciones como la de esta mujer siempre parecen surgir de las envidias que suscita la enorme carestía. El hijo acusado vive en una ti kay mejor que la de su madre. Lo que al fin y al cabo estaba diciendo ella era que su hijo no se preocupaba por su madre, así que sin duda había sido él quien recurrió a la brujería para matar a su hermano. Este tipo de alegaciones, acusaciones que surgen de las desigualdades económicas, son frecuentes, dice Farmer. Pueden destrozar familias y amistades.
—Cuando me di cuenta de aquello, pensé: «¡Hay que ver! No basta con que los destroce todo lo demás; los haitianos también son increíblemente receptivos a resultar heridos por las palabras».
Tras unos cuantos días en Cange con Farmer, llegué a esperar de verdad aquellos discursos interpretativos. Farmer los llamaba «narrar Haití». No quiero exagerar esa tendencia suya. Era capaz de mantener silencios cómodos (de hecho, a menudo parecía preferirlos a hablar) y cultivaba la conversación poco profunda al menos con la misma frecuencia que el proselitismo. Además, yo estaba tratando de pillarle el truco a su cosmología, así que lo animaba e incluso, a veces, le insistía para que me narrara Haití. Cuando se ponía a ello, no obstante, todo lo que nos rodeaba se convertía en motivo para elaborar una moraleja sobre el sufrimiento de los pobres de Haití, lo que en ocasiones también nos servía de lección sobre el sufrimiento de los pobres del mundo. A veces se detenía para buscar una reacción: «¿Lo pillas?».
Y para mí, a menudo, el problema era que internamente no podía pergeñar una respuesta suficiente. Me apenaba que tantos niños haitianos siguieran muriendo de sarampión —aunque no en la zona de actuación de Zanmi Lasante—, pero también sabía que jamás podría sentir tanta lástima como para satisfacerlo. Al final acababa molesto con Farmer durante un rato, del modo en que alguien se molesta con otra persona cuando esta le hace sentirse desmerecido.
Los días y las noches se iban amontonando. A Farmer le gustaba decir a sus alumnos que, para ser un buen médico, jamás hay que hacer saber a los pacientes que tú también tienes problemas o que tienes prisa. «¡Y estos detalles tan pequeños resultan muy gratificantes!». Por supuesto, aquello significaba que algunos pacientes tenían que esperar casi un día entero para verlo y que él rara vez se iba de la consulta antes de que anocheciera.
A través de las persianas de listones, por encima de su mesa, veo las estrellas titilar en la cálida noche. Un joven de expresión triste se sienta junto a Farmer y se queda mirándose los pies, enfundados en unas zapatillas de correr hechas trizas, abiertas por los talones. Se llama Ti Ofa. Tiene sida. Cuando tiene turno en el Brigham, Farmer dirige el servicio de sida del hospital y atiende el caso de Ti Ofa como habría hecho en Boston: tratando las diversas infecciones oportunistas con antibacterianos, hasta que las infecciones se hacen crónicas. Zanmi Lasante no tiene los recursos para medir las concentraciones víricas ni el número de cd4, pero, por su dilatada experiencia, Farmer sabe que el virus está a punto de iniciar su desenlace con Ti Ofa, su fase más devastadora.
—Me da vergüenza —dice Ti Ofa.