Muerte en Cornualles - Daniel Silva - E-Book

Muerte en Cornualles E-Book

Daniel Silva

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Beschreibung

Un asesinato brutal, una obra maestra desaparecida, un misterio que solo Gabriel Allon puede resolver. Gabriel Allon, restaurador de arte y leyenda del espionaje, llega de incógnito a Londres para asistir a un acto oficial en la Galería Courtauld con motivo de la recuperación de un autorretrato robado de Vincent van Gogh. Pero, cuando un viejo amigo de la Policía de Devon y Cornualles le pide ayuda para resolver un desconcertante caso de asesinato, se descubre persiguiendo a un poderosísimo y peligroso adversario. La víctima es Charlotte Blake, una afamada profesora de Historia del Arte de Oxford que pasa fines de semana en el mismo pueblo costero donde Gabriel vivió bajo una identidad falsa. La muerte de la profesora Blake parece obra del diabólico asesino en serie que desde hace un tiempo tiene aterrorizada a la campiña de Cornualles. Hay, no obstante, ciertas incoherencias en el caso, como la desaparición de un teléfono móvil y una misteriosa anotación de tres letras que ella dejó en un cuaderno, en su despacho. Llena de suspense y exquisita elegancia, Muerte en Cornualles es de lo mejor que ha escrito Daniel Silva: una historia deslumbrante de asesinatos, poder y codicia insaciable que mantiene cautivado al lector hasta la última página. «EL MEJOR REPRESENTANTE A NIVEL MUNDIAL DE LA NOVELA DE ESPÍAS». THE WASHINGTON POST «Daniel Silva ha vuelto a escribir una novela absorbente, llena de suspense y giros inesperados, a la vez didáctica y satisfactoria. Escrita con belleza y sencillez, con personajes memorables y diálogos convincentes (...). Las peripecias de Gabriel Allon siguen siendo tan cautivadoras como siempre». The Cipher Brief

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Seitenzahl: 490

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Muerte en Cornualles

Título original: A Death in Cornwall

© 2024, Daniel Silva

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

Diseño de cubierta: Milan Bozic, adaptado por HarperCollins Design Studio

Imágenes de cubierta: Paisaje de David Noton Photography / Alamy Stock Photo; todas las demás imágenes de istockphoto.com

 

ISBN: 9788410642324

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prefacio

Primera parte El Picasso

1. Península de Lizard

2. Queen’s Gate Terrace

3. Berkeley Square

4. Galería Courtauld

5. Port Navas

6. Port Navas

7. Wexford Cottage

8. Victoria Embankment

9. Musée du Louvre

10. Rue Chappe

11. Queen’s Gate Terrace

12. Claridge’s

13. Fondamenta Venier

14. San Polo

15. Philharmonie am Gasteig

16. Altstadt

17. Miconos

18. Great Torrington

19. Cork Street

20. Venecia-Zúrich

21. Puerto franco de Ginebra

22. Puerto franco de Ginebra

23. Venecia-Ginebra

Segunda parte El golpe

24. Place de Cornavin

25. Rue des Alpes

26. Quai des Orfèvres

27. Cheval Blanc

28. Rue d’Antibes

29. Rue d’Antibes

30. Rue d’Antibes

31. Rue d’Antibes

32. Marsella

33. Haute-Corse

34. Haute-Corse

35. Villa Orsati

36. Haute-Corse

37. Haute-Corse

38. Haute-Corse

39. Haute-Corse

40. Mónaco

41. Boulevard des Moulins

42. Boulevard d’Italie

Tercera parte La contienda

43. Queen’s Gate Terrace

44. Land’s End

45. Penberth Cove

46. Old Burlington Street

47. Galería Courtauld

48. Westminster

49. New Forest

50. Garrick Street

51. Blackdown Hills

52. Petton Cross

53. Somerset

54. Vauxhall Cross

55. Queen’s Gate Terrace

56. Número Diez

57. Buckingham Palace

58. Old Burlington Street

Cuarta parte La casa de campo

59. Londres

60. Sennen Cove

61. Port Navas

62. Tresawle Road

Nota del autor

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Como siempre, para mi esposa, Jamie, y mis hijos, Lily y Nicholas

Cita

 

 

 

 

 

Deja que te hable de los muy ricos. No son como tú y yo.

F. Scott Fitzgerald

Prefacio

 

 

 

 

 

Esta es la quinta novela de la serie de Gabriel Allon ambientada en parte en el condado inglés de Cornualles. Gabriel se refugió en el pueblecito de Port Navas, a orillas del río Helford, tras el atentado que acabó con su primera familia en Viena. En ese época entabló amistad con un niño de once años llamado Timothy Peel. Gabriel regresó a Cornualles años después con su segunda esposa, Chiara, y se instaló en una casita de campo en lo alto de un acantilado, en la parroquia de Gunwalloe. El joven Timothy Peel, que entonces contaba poco más de veinte años, los visitaba con frecuencia.

Primera parte El Picasso

1 Península de Lizard

 

 

 

 

 

El primer indicio de que ocurría algo malo fue la luz encendida en la ventana de la cocina de Wexford Cottage. Vera Hobbs, propietaria de la pastelería Cornish de Gunwalloe, la vio a las cinco y veinticinco de la madrugada del tercer martes de enero. El día de la semana era digno de mención, pues la dueña de la casa, la profesora Charlotte Blake, dividía su tiempo entre Cornualles y Oxford. Normalmente llegaba a Gunwalloe el jueves por la noche y se marchaba el lunes por la tarde: las semanas de tres días laborables eran una de las muchas ventajas de la vida académica. La ausencia de su Vauxhall azul oscuro sugería que se había ido a su hora habitual. La luz encendida, en cambio, era una anomalía, dado que la profesora Blake era una ecologista convencida que antes se pondría ante un tren en marcha que malgastar un solo vatio de electricidad.

Había comprado Wexford Cottage con los beneficios obtenidos de un exitoso libro acerca de la vida y la obra de Picasso en tiempos de la guerra, en Francia. Su avasalladora revisión de la vida y la obra de Paul Gauguin, publicada tres años más tarde, se vendió aún mejor. Vera había intentado organizar una presentación del libro en el Lamb and Flag, pero la profesora Blake, al enterarse del proyecto, dejó muy claro que no le interesaban tales agasajos.

—Si de verdad existe el infierno —alegó—, sus moradores habrán sido condenados a pasar toda la eternidad celebrando la publicación del último desperdicio de papel de otro individuo.

Hizo el comentario en su perfecto inglés de la BBC, con el acento irónico propio de las personas de cuna privilegiada. No pertenecía, sin embargo, a la clase alta, como descubrió Vera una tarde al indagar sobre la profesora Blake en Internet. Su padre era un agitador sindicalista de Yorkshire que había liderado la amarga huelga de los mineros del carbón en los años ochenta. Ella, alumna brillante, fue admitida en Oxford, donde estudió Historia del Arte. Tras una breve estancia en la Tate Modern de Londres y otra aún más breve en Christie’s, regresó a Oxford para dedicarse a la docencia. Según su biografía oficial, se la consideraba una de las principales expertas mundiales en algo llamado APR, o sea, en la investigación de la procedencia de obras pictóricas.

—Madre mía, ¿y eso qué será? —preguntó Dottie Cox, la dueña del «súper de la esquina» de Gunwalloe.

—Evidentemente, tiene algo que ver con aclarar la historia de la propiedad y la exhibición de un cuadro.

—¿Y eso es importante?

—A ver, Dottie, cariño, ¿por qué iba a ser alguien experto en una cosa si esa cosa no fuera importante?

Curiosamente, la profesora Blake no era la primera figura del mundo del arte que recalaba en Gunwalloe, aunque, a diferencia de su predecesor —el arisco restaurador que había vivido un tiempo en la casita de la cala—, ella era indefectiblemente educada. No es que fuera muy habladora, ojo, pero siempre saludaba con amabilidad y una sonrisa encantadora. La población masculina de Gunwalloe estaba de acuerdo en que la fotografía que aparecía en los libros de la profesora no le hacía justicia. Tenía el pelo casi negro, largo hasta los hombros, con un solo y provocativo mechón canoso. Sus ojos eran de un llamativo tono de azul cobalto, y las ojeras oscuras que tenían debajo solo contribuían a realzar su atractivo.

—Despampanante —declaró Duncan Reynolds, revisor jubilado de Great Western Railway—. Me recuerda a una de esas mujeres misteriosas que se ven en los cafés de París.

Aunque, que se supiera, lo más cerca que había estado el viejo Duncan de la capital de Francia era la estación de Paddington.

Había habido en tiempos un señor Blake, pintor de poca monta, pero se divorciaron cuando ella aún estaba en la Tate. Ahora, a los cincuenta y dos años y en la flor de su vida profesional, Charlotte Blake seguía soltera y sin visos de mantener ninguna relación sentimental. Nunca tenía invitados ni recibía visitas. De hecho, Dottie Cox era la única habitante de Gunwalloe que la había visto acompañada de otra persona. Fue en noviembre anterior, en Lizard Point. La profesora y ese caballero amigo suyo estaban acurrucados en la terraza del café Polpeor, azotada por el viento.

—Y era bien guapo, además. Un verdadero galán. Tenía pinta de ser de los que traen problemas.

Aquella mañana de enero, sin embargo, mientras llovía a cántaros y soplaba un viento frío por el lado de Mount’s Bay, a Vera Hobbs le importaba más bien poco la vida amorosa de la profesora Charlotte Blake. Porque el Leñador aún andaba suelto. Hacía casi quince días que había actuado por última vez: una mujer de veintisiete años, vecina de Holywell, en la costa norte de Cornualles. La había matado con un hacha de mano, la misma arma que había empleado para asesinar a otras tres mujeres. A Vera la tranquilizaba hasta cierto punto el hecho de que ninguno de los asesinatos se hubiera producido mientras llovía. El Leñador, al parecer, era un desalmado que solo actuaba con buen tiempo.

Aun así, Vera Hobbs miró varias veces hacia atrás, inquieta, mientras caminaba a toda prisa por la única carretera de Gunwalloe, una carretera que no tenía ni nombre ni denominación numérica. La pastelería Cornish estaba encajonada entre el Lamb and Flag y el «súper de la esquina» de Dottie Cox (que no hacía esquina). El club de golf Mullion se hallaba a un kilómetro y medio carretera abajo, junto a la antigua iglesia parroquial. A excepción de un incidente en la casa del restaurador unos años atrás, en Gunwalloe nunca ocurría gran cosa, lo cual les parecía de perlas a las doscientas almas que habitaban allí.

A las siete de la mañana, Vera ya había terminado de cocer la primera hornada de rollitos de salchicha y hogazas de pan de pueblo. Respiró aliviada cuando Jenny Gibbons y Molly Reece, sus dos empleadas, entraron apresuradamente por la puerta unos minutos antes de las ocho. Jenny se apostó detrás del mostrador mientras Molly ayudaba a Vera con las empanadas de carne, un alimento básico de la dieta cornuallesa. De fondo sonaba suavemente un informativo de Radio Cornualles. No había habido ningún asesinato durante la noche, ni tampoco ninguna detención. Un motociclista de veinticuatro años había resultado herido grave en un accidente cerca de Morrisons, en Long Rock. Según la previsión meteorológica, las condiciones de viento y humedad persistirían durante todo el día, y hasta primera hora de la tarde no escamparía al fin.

—Justo a tiempo para que el Leñador se cobre su próxima víctima —comentó Molly mientras rellenaba con carne y verduras un redondel de masa quebrada. Era una belleza de ojos oscuros, de ascendencia galesa, con mucho carácter—. Ya le toca, ¿sabes? Nunca ha pasado más de diez días sin clavar su hacha en el cráneo de alguna pobre chica.

—A lo mejor ya se ha cansado.

—¿Que a lo mejor se le ha pasado el ansia? ¿Esa es tu teoría, Vera Hobbs?

—¿Y cuál es la tuya?

—Yo creo que acaba de empezar.

—Ahora resulta que eres una experta, ¿no?

—Veo todas las series de detectives. —Molly dobló la masa sobre el relleno y rizó los bordes. Sabía darle un toque encantador—. Puede que pare un tiempo, pero al final volverá a atacar. Así son esos asesinos en serie. No pueden contenerse.

Vera metió la primera bandeja de empanadas en el horno, extendió la siguiente lámina de masa quebrada y la cortó en círculos del tamaño de un plato. Todos los días lo mismo desde hacía cuarenta y dos años, pensó. Extender la masa con el rodillo, cortarla, rellenarla, doblarla y adornarla. Menos los domingos, claro. En su presunto día de descanso, preparaba una comida como Dios manda mientras Reggie se emborrachaba con cerveza negra y veía el fútbol en la tele.

Sacó de la nevera un bol con relleno de pollo.

—¿Te has fijado por casualidad en que había luz en la ventana de la casa de la profesora Blake?

—¿Cuándo?

—Pues, chica, Molly, esta mañana.

—No me he fijado.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—¿A quién?

Vera suspiró. Molly tenía buenas manos, pero era una simplona.

—A la profesora Blake, cariño mío. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—No me acuerdo.

—Inténtalo.

—Puede que ayer.

—Por la tarde, ¿verdad?

—Puede ser.

—¿Dónde estaba?

—En su coche.

—¿Hacia dónde iba?

Molly señaló con la cabeza hacia el norte.

—Para arriba.

Dado que la península de Lizard era el punto más meridional de las islas británicas, cualquier otro lugar del Reino Unido se hallaba «para arriba», pero ello sugería que la profesora Blake había puesto rumbo a Oxford. Aun así, Vera pensó que no había nada de malo en echar un vistazo por la ventana de Wexford Cottage, cosa que hizo a las tres y media, aprovechando que dejó de llover un rato. Una hora más tarde, informó a Dottie Cox de sus hallazgos en el Lamb and Flag. Se habían sentado en su rincón de siempre, cerca de la ventana, con sendas copas de sauvignon blanc neozelandés. Por fin se habían disipado las nubes y el sol había iniciado su descenso hacia el borde de Mount’s Bay. En algún lugar bajo las aguas negras había una ciudad perdida llamada Lyonesse. Al menos eso contaba la leyenda.

—¿Y estás segura de que había platos en el fregadero? —preguntó Dottie.

—Y también en la encimera.

—¿Sucios?

Vera asintió, muy seria.

—Llamaste al timbre, ¿verdad?

—Dos veces.

—¿Y el pestillo?

—Estaba echado.

A Dottie no le gustó cómo sonaba aquello. Que estuviera la luz encendida era una cosa, y otra muy distinta que hubiera platos sucios.

—Creo que deberíamos llamarla, solo por si acaso.

Tardaron un rato en encontrar el número del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Oxford. La mujer que contestó al teléfono parecía una estudiante. Se hizo un largo silencio cuando Vera pidió que la pusieran con el despacho de la profesora Charlotte Blake.

—¿Quién la llama, por favor? —preguntó por fin la joven.

Vera dio su nombre.

—¿Y de qué conoce a la profesora Blake?

—Vivimos en la misma calle, en Gunwalloe.

—¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—¿Pasa algo?

—Un momento, por favor —dijo la mujer, y transfirió la llamada al buzón de voz de la profesora Blake.

Vera hizo caso omiso de la invitación a dejar un mensaje y llamó a la Policía de Devon y Cornualles. No al número de la centralita, sino a la línea especial de emergencia. El hombre que la atendió no se molestó en decir su nombre ni su rango.

—Tengo la horrible sensación de que ha vuelto a atacar —dijo Vera.

—¿Quién?

—El Leñador, ¿quién va a ser?

—Continúe.

—Quizá debería hablar con alguien con más mando.

—Soy sargento detective.

—Impresionante. ¿Y cómo te llamas, cariño mío?

—Peel —respondió—. Sargento detective Timothy Peel.

—Vaya, vaya —dijo Vera Hobbs—. Figúrate.

2 Queen’s Gate Terrace

 

 

 

 

 

Pasaban escasos minutos de las siete de la mañana cuando Sarah Bancroft, aún en las garras de un sueño turbulento, estiró una mano hacia el lado opuesto de la cama y tocó únicamente el fresco algodón egipcio. Se acordó entonces del mensaje de texto que le había mandado Christopher a última hora de la tarde anterior informándola de que había tenido que salir de viaje de improviso con destino a un lugar desconocido. Ella estaba sentada en su mesa de siempre en el Wiltons, después del trabajo, tomando un martini Belvedere con tres aceitunas, tan seco como el Sahara. Deprimida ante la perspectiva de volver a pasar la noche sola, cometió la imprudencia de pedir otro martini. Lo que ocurrió después era en su mayor parte un borrón. Recordaba un lluvioso trayecto en taxi hasta Kensington y haber buscado algo sano que comer en el Sub-Zero. Al no encontrar nada de interés, se conformó con una tarrina de helado Häagen-Dazs de brownie cremoso con caramelo. Después se metió en la cama a tiempo de ver el informativo de las diez. La noticia principal era el hallazgo de un cadáver cerca de Land’s End, en Cornualles, a todas luces la quinta víctima de un asesino en serie al que los tabloides de segunda habían apodado el Leñador.

Habría sido razonable que Sarah achacara sus pesadillas al segundo martini o al asesino del hacha de Cornualles, pero la verdad era que en su subconsciente había enterrados horrores más que suficientes para turbarle el sueño. Además, nunca dormía bien cuando Christopher no estaba. Su marido, agente del Servicio Secreto de Inteligencia, viajaba a menudo, la última vez a Ucrania, donde había pasado la mayor parte del otoño. Sarah no le envidiaba la tarea: ella misma, en una vida anterior, había trabajado como agente clandestina de la CIA. Ahora regentaba una galería de arte en St. James’s especializada en Maestros Antiguos, solvente solo por temporadas. Sus competidores no sabían nada de su complicado pasado y menos aún de su apuesto y curtido esposo, del que creían que era un adinerado consultor empresarial llamado Peter Marlowe. De ahí los trajes hechos a medida, el Bentley Continental y el dúplex de Queen’s Gate Terrace, una de las zonas más exclusivas de Londres.

Las ventanas de su dormitorio, que daban al jardín, estaban empapadas de lluvia. Sarah, que aún no se sentía preparada para afrontar el día, cerró los ojos y estuvo dormitando casi hasta las ocho, cuando por fin se levantó de la cama. Abajo, en la cocina, escuchó Today en Radio 4 mientras esperaba a que la cafetera automática Krups terminara su trabajo. Al parecer, el cadáver de Cornualles había adquirido identidad en el transcurso de la noche: se trataba de la doctora Charlotte Blake, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Oxford. Sarah reconoció el nombre. La profesora Blake era una especialista de renombre mundial en la investigación de la procedencia de obras pictóricas, y en la mesilla de noche de Sarah descansaba un ejemplar de su reciente y exitoso libro sobre la vida turbulenta de Paul Gauguin.

El resto de las noticias de la mañana no eran mucho mejores. En conjunto, dibujaban la estampa de una nación en estado de declive terminal. Un estudio reciente había concluido que el ciudadano británico medio pronto tendría menos poder adquisitivo que sus homólogos de Polonia y Eslovenia. Y, si sufría un ictus o un infarto, probablemente tendría que esperar noventa minutos a que una ambulancia lo trasladara al servicio de urgencias más cercano, donde cada semana fallecían unas quinientas personas debido a la saturación de la sanidad. Incluso el Royal Mail, una de las instituciones más veneradas de Gran Bretaña, se hallaba al borde del colapso.

Eran los conservadores, en el poder desde hacía diez años, quienes presidían ese estado de cosas. Y ahora que la primera ministra se estaba hundiendo, se preparaban para afrontar una pugna implacable por el liderazgo del partido. Sarah se preguntaba por qué motivo un político tory querría aspirar a ese cargo. Los laboristas llevaban una ventaja abrumadora en las encuestas y era de esperar que se impusieran fácilmente en las elecciones. Sarah, sin embargo, no tendría voz ni voto en la composición del próximo Gobierno británico. Seguía siendo una invitada en el país. Una invitada que se movía en círculos privilegiados y estaba casada con un funcionario del SIS, pero una invitada al fin y al cabo.

Aquella mañana hubo una buena noticia que procedía, además, del mundo del arte. El Autorretrato con la oreja vendada de Vincent van Gogh, robado de la Galería Courtauld en un audaz atraco perpetrado hacía más de una década, había sido recuperado en Italia en circunstancias misteriosas. El cuadro se presentaría esa misma tarde en un acto al que solo se podía asistir con invitación, en la recién reformada Sala Grande del museo. Asistiría casi toda la flor y nata del mundillo artístico londinense, incluida la propia Sarah, que se había licenciado en Historia del Arte en el Instituto Courtauld antes de doctorarse en Harvard y que ahora formaba parte del patronato del museo. Se daba además la circunstancia de que era amiga íntima y colaboradora del restaurador afincado en Venecia que había puesto a punto el Van Gogh antes de su repatriación a Gran Bretaña. Él también tenía previsto asistir a la presentación. De incógnito, por supuesto. De lo contrario, su sola presencia podía eclipsar el regreso del mítico cuadro.

Como la ceremonia era más bien temprano —a las seis— y después habría cóctel, Sarah se puso un llamativo conjunto de Stella McCartney formado por un blazer de doble botonadura y una falda. Los tacones de sus zapatos de Prada repiqueteaban con el ritmo de un metrónomo cuando, cuarenta y cinco minutos después, cruzó los adoquines de Mason’s Yard, un tranquilo patio rodeado de establecimientos comerciales, oculto tras Duke Street. En la esquina noreste del patio se hallaba Isherwood Fine Arts, que desde 1968 vendía cuadros de Maestros Antiguos dignos de figurar en un museo y ocupaba tres plantas de un desvencijado almacén victoriano propiedad de Fortnum and Mason. Como de costumbre, Sarah fue la primera en llegar. Tras desconectar la alarma, abrió las dos puertas —una con barrotes de acero y otra de cristal irrompible— y entró.

El despacho de la galería estaba situado en la primera planta. Antes había un mostrador para una recepcionista, cuya última ocupante había sido la guapísima pero incompetente Ella. Sarah, a fin de recortar gastos, había eliminado el puesto y desde entonces el teléfono, el correo electrónico y la agenda eran responsabilidad suya. También se ocupaba de la gestión diaria de la galería y tenía derecho de veto sobre las nuevas adquisiciones. Se había desprendido despiadadamente, a precio de saldo, de gran parte del inventario inactivo de la galería: cuadros pintados a la manera de tal o cual artista, o de tal o cual taller. Y aun así era la conservadora de una de las mayores colecciones de pintura de Maestros Antiguos de Gran Bretaña, suficiente para llenar un pequeño museo, si se lo propusiera.

Como esa mañana no tenía ninguna cita prevista, se ocupó de un asunto de facturación pendiente, a saber, un coleccionista belga que se mostró escandalizado al enterarse de que tenía que pagar el cuadro de la Escuela Francesa que había comprado en Isherwood Fine Arts. Se trataba de uno de los trucos más viejos del mundo: tomar prestado un cuadro de un marchante por espacio de unos meses y luego devolverlo. Julian Isherwood, el fundador de la galería, a la que también daba nombre, parecía haberse especializado en ese tipo de transacciones. Según los cálculos de Sarah, a Isherwood Fine Arts se le debían más de un millón de libras por obras que ya se habían enviado a sus destinatarios. Ella tenía intención de cobrar hasta el último penique, empezando por las cien mil libras que les debía un tal Alexis de Groote, de Amberes.

—Preferiría tratar este asunto con Julian —farfulló el belga.

—Seguro que sí.

—Que me llame en cuanto llegue.

—Sí, claro —dijo Sarah, y colgó en el momento en que Julian entraba tambaleándose por la puerta.

Eran poco más de las once, mucho antes de la hora a la que solía llegar. Últimamente se pasaba por la galería a eso del mediodía y a la una ya se estaba sentando a comer en alguno de los mejores restaurantes de Londres, por lo general en compañía de una mujer.

—Supongo que te habrás enterado de lo de la pobre Charlotte Blake —dijo a modo de saludo.

—Qué horror —respondió Sarah.

—Una forma horrible de morir, pobrecilla. Sin duda su muerte ensombrecerá los actos de esta noche.

—Por lo menos, hasta que se desvele el Van Gogh.

—¿De verdad piensa asistir nuestro amigo?

—Chiara y él llegaron anoche. La Courtauld los ha alojado en el Dorchester.

—Pobres, ¿cómo van a arreglárselas? —Julian se quitó el abrigo mackintosh y lo colgó en el perchero. Llevaba un traje de raya diplomática y una corbata de color lavanda. Su espesa mata de pelo canoso necesitaba una buena poda—. ¿Qué es ese horrible ruido?

—Puede que sea el teléfono.

—¿Lo cojo?

—¿Recuerdas cómo se hace?

Frunciendo el ceño, Julian levantó el auricular y se lo acercó resueltamente a la oreja.

—Isherwood Fine Arts. Al habla Isherwood en persona… Pues sí, aquí está. Un momento, por favor. —Consiguió poner la llamada en espera sin cortarla—. Es Amelia March, de ARTnews. Quiere hablar contigo.

—¿Sobre qué?

—No me lo ha dicho.

Sarah cogió el teléfono.

—Amelia, querida, ¿en qué puedo ayudarte?

—Me gustaría contar con algún comentario tuyo para un artículo bastante interesante en el que estoy trabajando.

—¿El asesinato de Charlotte Blake?

—En realidad se trata de la identidad del misterioso restaurador que limpió el Van Gogh para la Courtauld. Seguro que no adivinas quién es.

3 Berkeley Square

 

 

 

 

 

—¿Cómo crees que se ha enterado?

—Por mí no, desde luego —contestó Gabriel—. Nunca hablo con periodistas.

—Menos cuando te conviene, claro. —Chiara le apretó la mano con ternura—. No pasa nada, cariño. Te mereces un poco de reconocimiento después de trabajar tantos años en el anonimato.

La inmensa obra de Gabriel incluía cuadros de Bellini, Tiziano, Tintoretto, Veronés, Caravaggio, Canaletto, Rembrandt, Rubens y Anton van Dyck, todo ello mientras trabajaba como agente secreto del célebre servicio de inteligencia israelí. Isherwood Fine Arts había sido cómplice del engaño durante décadas. Ahora que se había retirado oficialmente del mundo del espionaje, Gabriel dirigía el departamento de pintura de la Compañía de Restauración Tiepolo, la más importante de Venecia en su campo. Chiara era la directora general de la empresa, de modo que, a todos los efectos, Gabriel trabajaba para su mujer.

Iban caminando por Berkeley Square. Gabriel vestía un abrigo tres cuartos y, debajo, un jersey de cachemira con cremallera y pantalones de franela. Notaba en la base de la columna vertebral la presión tranquilizadora de su Beretta 92FS, que había llevado al Reino Unido con permiso de sus amigos de los servicios de seguridad e inteligencia británicos. Chiara, con pantalones elásticos y abrigo acolchado, iba desarmada.

Sacó su teléfono del bolso. Al igual que el de Gabriel, era un modelo Solaris de fabricación israelí, con fama de ser el más seguro del mundo.

—¿Hay algo? —preguntó él.

—Todavía no.

—¿A qué crees que está esperando?

—Me imagino que estará encorvada frente a su ordenador intentando desesperadamente traducirte en palabras. —Chiara lo miró de reojo—. Una labor ingrata.

—¿Tan difícil es?

—Te sorprenderías.

—¿Puedo proponer un motivo más plausible para explicar el retraso?

—Por supuesto.

—Amelia March, siendo como es una reportera ambiciosa y proactiva, está en este momento recopilando material sobre la trayectoria de su protagonista para darle más empaque a su primicia.

—¿Una retrospectiva de tu carrera?

Gabriel asintió.

—¿Qué tendría eso de malo? —preguntó ella.

—Supongo que depende de en qué lado de mi carrera decida indagar.

El contorno básico de la trayectoria profesional y personal de Gabriel era ya de dominio público: que había nacido en un kibutzdel valle de Jezreel, que su madre había sido una de las pintoras más destacadas de los primeros tiempos del Estado de Israel y que había estudiado una temporada en la Academia Bezalel de Arte y Diseño de Jerusalén antes de ingresar en los servicios de inteligencia israelíes. Menos conocido era el hecho de que hubiera abandonado abruptamente el servicio después de que el estallido de una bomba bajo su coche, en Viena, acabara con la vida de su hijo de corta edad y dejara a su primera esposa malherida, con quemaduras catastróficas y un trastorno de estrés postraumático agudo. Gabriel la había internado en un hospital psiquiátrico privado de Surrey y se había encerrado en una casita de campo en los confines de Cornualles. Y allí se habría quedado, roto y afligido, de no haber aceptado un encargo en Venecia, donde se enamoró de la bella y obstinada hija del rabino mayor de la ciudad, sin saber que ella era una agente de su antiguo servicio. Una historia enrevesada, sin duda, pero en absoluto fuera del alcance de una escritora como Amelia March. A Gabriel siempre le había parecido el tipo de periodista que tenía una novela escondida en el último cajón de su escritorio, una historia chispeante, ingeniosa y llena de intrigas en torno al mundo del arte.

Chiara estaba mirando el teléfono con el ceño fruncido.

—¿Tan malo es? —preguntó Gabriel.

—Es mi madre.

—¿Pasa algo?

—Le preocupa que Irene esté desarrollando una obsesión enfermiza con el calentamiento global.

—¿Y ahora se da cuenta?

Su hija, a la tierna edad de ocho años, era una activista climática en toda regla. Había participado en su primera manifestación ese mismo invierno, en la plaza de San Marcos. Gabriel temía que se deslizara vertiginosamente hacia la militancia y que pronto se hallara pegándose con pegamento a obras de arte irremplazables o salpicándolas con pintura verde. A Raphael, su hermano gemelo, solo le interesaban las matemáticas, para las que poseía una aptitud poco común. Irene ansiaba que su hermano utilizara esas dotes para salvar el planeta del desastre. Gabriel, en cambio, no había perdido la esperanza de que el niño empuñara un pincel.

—Supongo que tu madre piensa que la culpa de que nuestra hija esté obsesionada con el cambio climático la tengo yo.

—Evidentemente, es todo culpa mía.

—Una mujer sabia, tu madre.

—Por lo general, sí —comentó Chiara.

—¿Podrá evitar que Irene acabe en la cárcel mientras estamos fuera o deberíamos saltarnos la ceremonia y volver a casa esta misma noche?

—La verdad es que opina que deberíamos quedarnos en Londres uno o dos días más y divertirnos.

—Muy buena idea.

—Pero imposible —dijo Chiara—. Tienes que terminar un retablo.

Se trataba de la escena de la Anunciación —bastante tosca, por cierto— pintada por Il Pordenone para la iglesia de Santa Maria degli Angeli de Murano. Otras obras de la iglesia, todas ellas de menor mérito, necesitaban también una limpieza. Era su primer proyecto desde que habían asumido el mando de la Compañía de Restauración Tiepolo, y llevaban ya varias semanas de retraso. Era esencial que la restauración de la iglesia estuviera terminada a tiempo y sin exceder el presupuesto. No obstante, pasar otras cuarenta y ocho horas en Londres podía resultar provechoso; de ese modo, Gabriel tendría oportunidad de conseguir lucrativos encargos privados, de los que les permitían mantener su cómodo tren de vida en Venecia. Su enorme piano nobile della loggia con vistas al Gran Canal había mermado la pequeña fortuna acumulada durante su larga carrera como restaurador. Y luego, claro, estaba también su velero Bavaria C42. La familia Allon necesitaba rellenar sus arcas con urgencia.

Así se lo comentó Gabriel a su mujer, en tono juicioso, mientras doblaban la esquina de Mount Street.

—Seguro que no te va a faltar trabajo cuando aparezca el artículo de Amelia —respondió ella.

—A no ser que no sea muy halagüeño. Porque en ese caso me veré obligado a vender Canalettos falsos a los turistas en la Riva degli Schiavoni para que podamos llegar a fin de mes.

—¿Y por qué iba a escribir Amelia March un artículo poco halagüeño sobre ti, precisamente?

—Puede que no le caiga bien.

—Eso es imposible. Todo el mundo te quiere, Gabriel.

—Todo el mundo, no —contestó él.

—Dime una persona que no te adore.

—El camarero del Cupido.

El Cupido era un bar pizzería situado en las Fondamente Nove de Cannaregio. Gabriel paraba allí casi todas las mañanas antes de subir al vaporetto número 4.1 para ir a Murano. Y todas las mañanas, sin falta, el camarero deslizaba su capuchino por la superficie de cristal de la barra con una mueca de educado desdén.

—Gennaro, ¿no? —preguntó Chiara.

—¿Se llama así?

—Es muy simpático. A mí siempre me pone corazoncitos en la espuma.

—¿Por qué será?

Chiara aceptó el cumplido con una sonrisa modesta. Aunque hacía ya veinte años de su primer encuentro, Gabriel seguía irremediablemente cautivado por la asombrosa belleza de su mujer: su nariz y su mandíbula esculturales, su crespo cabello moreno con reflejos castaños y rojizos, sus ojos de color caramelo, que nunca había conseguido plasmar con exactitud en un lienzo. El cuerpo de Chiara era su tema favorito, y su cuaderno de bocetos estaba lleno de desnudos, muchos de ellos ejecutados sin el consentimiento de su modelo, mientras ella dormía. Esperaba seguir explorando el material antes de la ceremonia de esa noche en la Galería Courtauld. A Chiara no le desagradaba en absoluto la idea, pero había insistido en dar primero un largo paseo, seguido de un buen almuerzo.

Se detuvo ante una boutique de Oscar de la Renta.

—Creo que voy a dejar que me compres ese precioso traje pantalón.

—¿Qué le pasa al que metiste en la maleta?

—¿El Armani? —Se encogió de hombros—. Me apetece estrenar algo. Presiento que mi marido va a ser el centro de atención esta noche y quiero causar buena impresión.

—Tú podrías ponerte un saco de arpillera, que seguirías siendo la mujer más guapa de la sala.

Gabriel entró tras ella en la tienda y quince minutos después, con las bolsas en la mano, salieron de nuevo a la calle. Chiara le dio el brazo al doblar la suave curva de Carlos Place.

—¿Te acuerdas de la última vez que dimos un paseo por Londres? —preguntó de repente—. Fue el día que descubriste a ese terrorista suicida camino de Covent Garden.

—Esperemos que Amelia no se entere del papel que tuve en aquello.

—Ni del incidente de Downing Street —repuso Chiara.

—¿Y qué me dices de ese asunto frente a la Abadía de Westminster?

—¿La hija del embajador? Tu nombre salió en los periódicos, si no recuerdo mal. Y tu foto también.

Gabriel suspiró.

—Quizá deberías mirar otra vez la web de ARTnews.

—Hazlo tú. Yo no soporto mirarlo.

Gabriel sacó su teléfono del bolsillo del abrigo.

—¿Y bien? —preguntó Chiara al cabo de un momento.

—Parece que yo tenía razón al temer que Amelia March fuera una reportera ambiciosa y proactiva.

—¿Qué ha descubierto?

—Que se me considera uno de los dos o tres mejores restauradores de cuadros del mundo.

—¿A quién más menciona?

—A Dianne Modestini y David Bull.

—Espléndida compañía.

—Sí —asintió Gabriel, y se metió el teléfono en el bolsillo—. Supongo que le caigo bien, a fin de cuentas.

—Claro que sí, cariño. —Chiara sonrió—. ¿Y a quién no?

 

 

Comieron en Socca, un lujoso bistró de South Audley Street, y regresaron al Dorchester en medio de un repentino estallido de sol invernal. Arriba, en la suite, hicieron el amor sin prisas, despacio Luego Gabriel, agotado, se sumió en un sopor sin sueños y al despertar se encontró a Chiara parada a los pies de la cama con su traje nuevo y un collar de perlas alrededor del cuello.

—Date prisa —le dijo—. El coche estará aquí dentro de unos minutos.

Puso los pies en el suelo y entró en el cuarto de baño para ducharse. No se esmeró mucho ante el espejo. Nada de cremas o ungüentos milagrosos, solo un sutil reordenamiento del pelo, que hacía muchos años que no llevaba tan largo. Después, se puso un traje de botonadura sencilla de Brioni y una corbata de regimiento. Sus accesorios se limitaban al anillo de casado, el reloj Patek Philippe y una pistola de la Fabbrica d’Armi Pietro Beretta.

Chiara se reunió con él ante el espejo de cuerpo entero. Con sus zapatos de tacón de aguja, le sacaba una cabeza.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Creo que a tu chaqueta le falta el botón de arriba.

—Tiene que quedar así, cariño.

—Entonces, deberías llevar un bonito jersey de cuello vuelto debajo. Esta noche va a hacer bastante frío.

El coche los esperaba abajo: un gran Jaguar, cortesía de la Galería Courtauld. El museo se hallaba en el complejo de Somerset House, en el Strand, junto al King’s College. Amelia March, muy ufana, aguardaba a la entrada junto a otros periodistas dedicados al mundo del arte. Gabriel hizo caso omiso de sus preguntas, en parte porque lo distrajo la vibración repentina de su teléfono móvil. Esperó a entrar en el vestíbulo para contestar. Reconoció el nombre de la persona que llamaba, pero la voz que lo saludó parecía una octava más grave que la última vez que la oyó.

—No, no es molestia en absoluto —dijo Gabriel—. ¿El muelle de Port Navas? Estaré allí mañana por la tarde. A las tres, como mucho.

4 Galería Courtauld

 

 

 

 

 

El Autorretrato con la oreja vendada, óleo sobre lienzo de sesenta centímetros por cuarenta y nueve, de Vincent van Gogh, descansaba sobre un pedestal cubierto de gamuza, en medio de la luminosa Sala Grande de la Galería Courtauld, cubierto con un paño blanco y rodeado por un cuarteto de guardias de seguridad. De momento, al menos, el cuadro ocupaba un segundo plano.

—Lo supe en cuanto te vi —declaró Jeremy Crabbe, el encorsetado presidente del departamento de Maestros Antiguos de Bonhams.

—Lo dudo bastante —replicó Gabriel.

—¿Te acuerdas de aquel cuadro cochambroso que Julian y tú me birlasteis hace siglos, en aquella subasta matutina?

—Lote cuarenta y tres. Daniel en el foso de los leones.

—Sí, ese mismo. Ochenta y seis pulgadas por ciento veinticuatro, si no me falla la memoria.

—Qué va —dijo Gabriel—. El lienzo tenía ciento veintiocho pulgadas de ancho.

Jeremy Crabbe intuía que era obra del pintor flamenco Erasmus Quellinus, pero cualquier idiota podía darse cuenta de que aquella pincelada era la del mismísimo Pedro Pablo Rubens. Gabriel lo había limpiado y Julian había ganado un pastón.

—Supongo que él también estaba al tanto de tu secretillo —dijo Jeremy.

—¿Julian? No tenía ni idea.

Jeremy hizo intento de replicar, pero Gabriel se dio la vuelta bruscamente y aceptó la zarpa que le tendía Niles Dunham, un conservador de la National Gallery conocido por tener un ojo casi siempre infalible.

—Buena jugada, mi buen amigo —murmuró—. Buena jugada, desde luego.

—Gracias, Niles.

—¿En qué estás trabajando?

Gabriel se lo contó.

—¿Il Pordenone? —Niles hizo una mueca de desagrado—. No está a tu nivel.

—Eso dicen.

—Quizá yo pueda ofrecerte algo un poco más interesante, si tienes tiempo.

—No puedes permitirte pagarme, Niles.

—¿Y si duplicara nuestra tarifa habitual? ¿Cómo contacto contigo?

Gabriel señaló a Sarah Bancroft.

—¿Ella también es una espía? —preguntó Niles.

—¿Sarah? No seas absurdo.

Niles miró con desconfianza al rechoncho Oliver Dimbleby, un marchante de Bury Street con muy mala fama, especializado en Maestros Antiguos.

—Oliver dice que su marido es un asesino a sueldo.

—Oliver dice muchas cosas.

—¿Quién es ese bellezón que está a su lado?

—Mi esposa.

—Buena jugada —dijo Niles con envidia—. Buena jugada, desde luego.

La siguiente mano que Gabriel estrechó fue la de Nicholas Lovegrove, asesor de arte de los supermillonarios.

—Acabo de caer en la cuenta —dijo en voz baja Lovegrove.

—¿De qué?

—Aquella subasta especial de invierno en Christie’s, hace unos años. Aquella noche sucedía algo raro en la sala.

—Eso suele pasar, Nicky.

Lovegrove no le llevó la contraria.

—Un cliente mío quiere desprenderse de su Gentileschi —dijo cambiando de tema—. Pero el cuadro necesita unos retoques y una mano de barniz. ¿Hay alguna posibilidad de que aceptes el encargo?

—Depende de si tu cliente tiene dinero.

—Ahora mismo, no. Un divorcio complicado. Pero creo que puedo convencerlo de que te dé parte del precio final de venta.

—¿Cuánto habías pensado?

—El dos por ciento.

—Será una broma.

—Vale, el cinco. Pero es mi última oferta.

—Que sea el diez y trato hecho.

—Eso es un atraco a mano armada.

—Tú sabrás, Nicky.

Sonriendo, Lovegrove hizo señas de que se acercara a una mujer alta, con las facciones impecables de una modelo.

—Esta es mi querida amiga Olivia Watson —le explicó a Gabriel—. Olivia tiene una galería de arte contemporáneo increíblemente exitosa en King Street.

—No me digas.

—¿Os conocéis?

—Nunca he tenido el placer. —Lo cual no era cierto. Olivia había ayudado a Gabriel a destruir la red de terrorismo exterior del Estado Islámico. La galería había sido el pago por sus servicios.

—Acabamos de firmar con una nueva promesa de la pintura española extraordinaria —le informó ella.

—¿En serio? ¿Y cómo se llama ese niño prodigio?

—Es una mujer —contestó Olivia con una sonrisa cómplice—. La inauguración es en seis semanas. Sería un honor que asistieras.

—No creo que sea posible —respondió Gabriel. Luego señaló al hombre que acababa de entrar en la sala seguido por varios escoltas—. Pero quizá él acepte ir en mi lugar.

Se trataba de Hugh Graves, ministro del Interior británico y, según se contaba en los mentideros de Londres, el próximo ocupante del número 10 de Downing Street. Lo acompañaba su esposa, Lucinda, directora ejecutiva de Lambeth Wealth Management. Según las últimas informaciones, la pareja tenía un patrimonio de más de cien millones de libras, todos ellos de Lucinda. Su marido no había trabajado ni un solo día en el sector privado, puesto que había iniciado su carrera política poco después de abandonar Cambridge. Su sueldo de ministro apenas alcanzaría para pagar la limpieza de las ventanas de sus mansiones de Holland Park y Surrey.

La llegada del ministro del Interior hizo que la gente se olvidara momentáneamente de Gabriel, lo que fue un alivio.

—¿Qué trae al futuro primer ministro a nuestra pequeña velada? —preguntó.

—Lucinda forma parte del patronato del museo —le informó Lovegrove—. Y también es una de sus principales benefactoras. De hecho, creo que la ceremonia de esta noche la ha sufragado su empresa.

—¿Cuánto cuesta destapar un cuadro cubierto con una sábana?

—Te olvidas del champán y los canapés.

Hugh Graves se puso en marcha de repente.

—Oh, no —dijo Olivia con una sonrisa congelada—. Tengo la horrible sensación de que viene derecho hacia aquí.

—Hacia ti, me imagino —dijo Gabriel.

—Yo apuesto por ti.

—Yo también —añadió Lovegrove.

El avance del ministro del Interior se vio interrumpido por las muestras de apoyo de varios clientes acaudalados. Por fin se detuvo ante Gabriel y extendió el brazo como una bayoneta.

—Es un placer conocerlo por fin, señor Allon. Como puede imaginar, he oído hablar mucho de sus hazañas. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Londres?

—No mucho, me temo.

—¿Hay alguna posibilidad de que se pase unos minutos por el Ministerio del Interior? Me encantaría conocer su opinión sobre los últimos acontecimientos en Oriente Medio.

—¿Desde cuándo le interesan los acontecimientos de Oriente Medio al Ministerio del Interior?

—Nunca viene mal ampliar horizontes, ¿no cree?

—Sobre todo si uno puede ser el próximo primer ministro.

Graves esbozó una sonrisa ensayada. A sus cuarenta y ocho años, tenía el porte de un presentador de telediario listo para aparecer en antena.

—Ya tenemos primera ministra, señor Allon.

Pero no por mucho tiempo. Al menos, eso se rumoreaba en Whitehall. Los periodistas políticos de Londres estaban de acuerdo en que Hillary Edwards, la primera ministra británica, cuya falta de popularidad era ya histórica, tendría suerte si sobrevivía al invierno. Y se daba por hecho que, cuando le llegara el momento de irse, sería el ambicioso Hugh Graves quien le enseñara la puerta.

—¿Qué tal mañana a mediodía? —insistió Graves—. Salvo crisis de algún tipo, estoy libre para comer.

—Yo ya estoy jubilado, señor ministro. Le sugiero que hable con el embajador de Israel.

—Es un tipo bastante antipático, para que lo sepa.

—Me temo que son gajes de su oficio.

El director de la Galería Courtauld se había acercado a un atril situado junto al cuadro. Hugh Graves regresó junto a su esposa y Gabriel, después de aceptar un beso de Olivia Watson, se acercó discretamente a Julian Isherwood, que se estaba mirando los zapatos.

—Parece que por fin se ha descubierto el pastel. —Julian levantó la vista y clavó en Gabriel una mirada de fingido reproche—. Y pensar que me has engañado todos estos años…

—¿Podrás perdonarme alguna vez?

—Preferiría decirle a todo el mundo que estuve en el ajo desde el principio.

—Eso podría dañar tu reputación, Julian.

—Eres lo mejor que me ha pasado, muchacho. Tú y Sarah, por supuesto. No sé qué haría sin ella.

El director tocó el micrófono, dando inicio a la sesión.

—¿Dónde estaba? —preguntó Julian.

—¿El Van Gogh? En una villa en la costa de Amalfi.

—¿De quién era la villa?

—Es largo de contar.

—¿Estado?

—Bastante bueno. Pinté una copia aprovechando que lo tenía en mi estudio. El director de la Galería Courtauld, un afamado experto en Van Gogh, no notó la diferencia.

—Qué pillín —dijo Julian—. Pero qué pillín eres.

 

 

El discurso del director fue breve, por suerte. Unas pocas palabras sobre el impacto devastador de la delincuencia artística y otras pocas, aún más escasas, para presentar a Gabriel. Este rehusó dirigirse a los presentes, pero aceptó retirar el paño blanco. Le ayudó Lucinda Graves.

Dos conservadores colgaron el cuadro en el lugar que se le había asignado y, a continuación, aparecieron los camareros con los tentempiés y el Bollinger. Gabriel y Chiara bebieron una sola copa cada uno; a las nueve tenían reserva para cenar en el Alain Ducasse del Dorchester. A las ocho y media circulaban por Piccadilly en el espacioso Jaguar.

—¿Son imaginaciones mías o te ha gustado? —preguntó Chiara.

—Casi tanto como mi último viaje a Rusia.

Chiara miró por la ventanilla los escaparates iluminados.

—¿Y la llamada que recibiste al llegar?

—Un investigador de la Policía de Devon y Cornualles.

—¿Qué has hecho ahora? —preguntó ella con un suspiro.

—Nada. Quiere que lo ayude en la investigación de un asesinato.

—¿No será el de esa profesora de Oxford a la que encontraron muerta cerca de Land’s End?

—Sí.

—Pero ¿por qué tú, precisamente?

—El investigador es un viejo amigo mío. —Gabriel sonrió—. Y tuyo también.

5 Port Navas

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, Gabriel se levantó antes de que amaneciera y alquiló un Volkswagen en la oficina de Hertz de las inmediaciones de Marble Arch. Chiara leyó los periódicos en el móvil mientras iban hacia Heathrow.

—Parece que eres la comidilla de todo Londres, cariño. Hasta hay una foto tuya muy bonita con Lucinda Graves descubriendo el Van Gogh. La verdad es que estás muy elegante.

—¿Qué tal son las críticas?

—Bastante positivas.

—¿Incluso la del Guardian?

—Están entusiasmados.

—¿Por mí o por el Van Gogh?

—Por los dos. —Chiara bajó el parasol y se miró en el espejito—. Estoy horrible.

—Lamento disentir. De hecho, estoy dudando si dejarte subir al avión sin mí.

—Me encantaría acompañarte a Cornualles, pero tengo que restaurar una iglesia y rescatar a mi madre. —Chiara volvió a levantar el parasol—. ¿Crees que se acuerdan de nosotros?

—¿Quiénes?

—Vera y Dottie y la gente del Lamb and Flag.

—¿Cómo iban a olvidarse de nosotros?

Chiara le lanzó una mirada de leve reproche.

—Fuiste muy grosero con ellos, Gabriel.

—No era yo —respondió él a la defensiva—. Solo era el papel que estaba representando en ese momento.

—Giovanni Rossi, un restaurador italiano con mucho talento y muy mal genio.

—Su esposa era encantadora, creo recordar.

—Y los vecinos del pueblo le tenían mucho cariño. —Chiara guardó el teléfono en el bolso—. Es una pena que no nos quedáramos más tiempo en Gunwalloe. Si lo hubiéramos hecho, habríamos conocido a Charlotte Blake.

Gabriel reflexionó sobre ello mientras se acercaban al desvío de Heathrow.

—Tienes toda la razón, ¿sabes?

—Siempre la tengo.

—No siempre —repuso Gabriel.

—¿Cuándo me he equivocado?

—Dame una semana o dos y seguro que se me ocurre algo.

—Deberías preguntarte por qué Timothy Peel quiere que vayas a Cornualles para ayudarlo con la investigación del asesinato de la profesora Blake.

—Sabía que estaba en el país.

—¿Sigue las noticias del mundo del arte?

—No —dijo Gabriel—. Sigue las noticias sobre mí.

—Seguro que te habrá contado, aunque sea a grandes rasgos, de qué se trata.

—Dijo que no quería hablarlo por teléfono.

—¿Qué será?

—Algo relacionado con el arte, supongo.

—¿Algo en lo que estaba trabajando la profesora Blake en el momento de su muerte?

—Una teoría interesante —comentó Gabriel.

—¿Podría haber un vínculo?

—¿Entre el hipotético proyecto de investigación de Charlotte Blake y su asesinato a manos de un demente armado con un hachón?

—Lo que usa el Leñador es un hacha de mano, bobo.

—Un arma homicida de lo más ineficaz, en mi opinión. Contundente, sí. Pero bastante chapucera.

—¿Nunca has usado una?

—¿Un hacha de mano? Estoy casi seguro de que nunca he usado un hacha para nada, y menos para matar a alguien. Para eso están las armas de fuego.

—Creo que preferiría que me dispararan a que me mataran a hachazos.

—Una bala tampoco es moco de pavo, te lo aseguro —contestó Gabriel.

 

 

Tomó café en una cafetería de mala muerte de Slough hasta que el vuelo de Chiara despegó por fin sin contratiempo, luego se puso al volante del coche de alquiler y se dirigió hacia el oeste por la M4. Era casi mediodía al alcanzar Exeter. Bordeó Dartmoor por la A30 y durante el trayecto hasta Truro le cayó un chaparrón torrencial. La tormenta había pasado cuando llegó a Falmouth y a las dos y media, al llegar a la pequeña localidad cornuallesa de Port Navas, un sol anaranjado brillaba por una rendija abierta entre las nubes.

La sinuosa carretera que bajaba hasta la ría apenas tenía anchura para un coche y estaba bordeada de setos. Gabriel la había recorrido innumerables veces, normalmente a una velocidad que molestaba a los vecinos. Él los conocía íntimamente —sabía sus nombres, sus ocupaciones, sus vicios y sus virtudes—, mientras que ellos no lo conocían en absoluto. Era el caballero extranjero que vivía en la vieja casita del capataz, cerca del criadero de ostras. Había reconfigurado la casa para adaptarla a sus necesidades: la vivienda en la planta baja y un estudio arriba. Nadie en Port Navas, a excepción de un niño de once años, tenía la menor idea de lo que ocurría allí.

El niño era ahora un hombre de treinta y cinco años y ostentaba el rango de sargento detective de la Policía de Devon y Cornualles. De pie en la popa de un queche de madera amarrado al muelle, levantó el brazo en un silencioso saludo. El queche, cuidadosamente restaurado, había sido antaño de Gabriel. Se lo había legado a Timothy Peel el día que se marchó definitivamente de Port Navas.

Gabriel se bajó del coche y fue andando hasta el muelle.

—Permiso para subir a bordo —dijo.

Peel miró con desaprobación sus mocasines de ante.

—Con esos zapatos, no.

—Fui yo quien le quitó el forro a esa cubierta y la calafateó, si mal no recuerdo.

—Y la he cuidado como oro en paño en su ausencia.

Gabriel se quitó los zapatos y subió a bordo. Peel le entregó un vaso de Costa de color carmesí.

—Té con leche, como a usted le gusta, señor Allon.

—No me llames así, Timothy.

—Creía que ya no era un secreto.

—Y no lo es, pero insisto en que me tutees.

—Lo siento, pero para mí siempre será el señor Allon.

—En ese caso, yo te llamaré sargento Peel.

Sonrió.

—¿Se lo puede creer?

—Claro que sí. Siempre fuiste un fisgón nato.

—Solo con usted. Y con el señor Isherwood, claro.

—Habla de ti con mucho cariño.

—Me llamaba «sapito», si no recuerdo mal.

—Tendrías que oír las cosas que dice de mí.

Se sentaron en la cabina. El barco había sido la salvación de Gabriel durante los años perdidos, los años después de Viena y antes de Chiara. Cuando no tenía ningún cuadro que restaurar, navegaba por el río Helford hasta el mar. Unas veces ponía rumbo al oeste, hacia el Atlántico, y otras al sur, hacia las costas de Normandía. Y cada vez que regresaba a Port Navas, Timothy Peel le hacía señales luminosas desde la ventana de su cuarto con una linterna. Gabriel, con la mano en el timón y la mente incendiada por imágenes de sangre y fuego, respondía encendiendo y apagando los faros dos veces.

Miró hacia la casita del capataz.

—Parece que le han dado un buen repaso a mi antigua casa.

—Una pareja joven que trabaja en la City de Londres —explicó Peel—. Después de la pandemia, un montón de londinenses con dinero descubrieron de repente las alegrías de vivir en Cornualles.

—Es una pena.

—No están tan mal.

Gabriel miró la destartalada casa de campo en la que Peel vivía años atrás con su madre y el novio de esta, Derek, un dramaturgo empapado en whisky al que le costaba controlar su ira.

—Por si se lo está preguntando —dijo Peel—, él ha muerto.

—¿Y tu madre?

—Sigue en Bath. Su marido y ella vendieron la casa a mis espaldas, así que me compré una en Exeter.

—¿Te has casado?

—Todavía no.

—¿A qué estás esperando?

—A que aparezca una mujer como la señora Zolli, imagino.

—Te manda recuerdos.

—Espero que no esté enfadada conmigo.

—¿Chiara? No, solo conmigo —le aseguró Gabriel—. Pero eso suele pasar.

Se hizo el silencio entre ellos. Gabriel escuchó el suave golpeteo de las olas contra la banda de babor de su antiguo barco. Los recuerdos de aquella noche en Viena volvieron a agitarse, pero los mantuvo a raya.

—Muy bien, sargento Peel, ahora que nos hemos puesto al día, quizá debería decirme por qué me ha hecho venir hasta Cornualles.

—Charlotte Blake —contestó Peel—, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Oxford.

—Y quinta víctima del asesino en serie apodado el Leñador.

—Puede que sí, señor Allon. O puede que no.

6 Port Navas

 

 

 

 

 

El sargento Timothy Peel llevaba ocho años en la Policía de Devon y Cornualles cuando, tras el segundo asesinato, lo asignaron al caso del Leñador y pasó a integrarse en un equipo formado por cuatro agentes veteranos. Su primera misión consistió en identificar e interrogar a todas las personas del suroeste de Inglaterra que, con independencia de su sexo o edad, hubieran comprado un hacha recientemente. A última hora de la tarde del martes estaba tachando nombres de su lista cuando lo avisaron de que se había recibido un aviso a través de la línea de colaboración ciudadana. Era de una vecina de Gunwalloe.

—¿Qué vecina?

—Vera Hobbs, cómo no.

—¿Cuál era el problema?

Una luz encendida en la ventana del domicilio de la profesora Blake. A decir verdad, Peel no le dio mucha importancia en ese momento y contactó con varios propietarios de hachas más antes de llamar a sus colegas de la TVP, la Policía del Valle del Támesis. Resultó que ya estaban investigando el asunto.

—La TVP ya había entrado en la vivienda de la profesora Blake en Oxford y había preguntado en todos los hospitales de su jurisdicción. No había ni rastro de ella.

—¿Y su coche?

—Fui yo quien lo encontró.

—¿Dónde?

—En el aparcamiento del parque de atracciones de Land’s End.

—Si no me falla la memoria, allí hay una máquina de pago con tarjeta.

—Tenía el tique del aparcamiento en el salpicadero. Marcaba las cuatro y diecisiete de la tarde del lunes.

Gabriel miró hacia el oeste.

—¿Menos de media hora antes de la puesta de sol?

—Veintiocho minutos, para ser exactos.

—¿La vio alguien?

—Una recepcionista del hotel Land’s End que llegaba en ese momento a trabajar vio a una mujer andando sola por el sendero de la costa. Suponemos que era la profesora Blake.

—¿A las cuatro y diecisiete de la tarde?

—Es un sitio muy bonito a esa hora. Pero dadas las circunstancias…

Era completamente absurdo, pensó Gabriel.

—Los periódicos no eran muy claros respecto a la localización exacta de la escena del crimen.

—Un seto descuidado al norte de la playa de Porthchapel. Daba la impresión de que el asesino había intentado ocultar el cadáver. Lo que resulta interesante —añadió Peel—. A las cuatro víctimas anteriores las dejaron donde cayeron, con la parte posterior del cráneo partida de un solo golpe. Probablemente ya estaban muertas cuando cayeron al suelo.

—¿Y la profesora Blake?

—Hizo un verdadero destrozo con ella. Y además parece que se llevó su móvil.

—¿Se llevó el teléfono de las otras víctimas?

Peel negó con la cabeza.

—¿Hipótesis de trabajo? —preguntó Gabriel.

—Mis compañeros creen que la profesora Blake debió de darse cuenta de que el asesino estaba detrás de ella. Y cuando se dio la vuelta, él se puso furioso.

—Lo que explicaría el ensañamiento.

—Pero no que falte el móvil.

—Puede que a ella se le cayera en algún sitio.

—Peinamos todo el camino de la costa y los alrededores del seto donde se halló el cadáver. Encontramos tres teléfonos móviles viejos, ninguno de ellos perteneciente a la profesora Blake.

—¿Y no emite señal?

—¿Usted qué cree?

—Creo que deberíais aseguraros de que no se lo dejó en el coche.

—Sé registrar un coche, señor Allon. El teléfono no está.

Gabriel sonrió a su pesar.

—¿Y qué me dice de usted, sargento detective Peel? ¿Cuál es su teoría?

Peel pasó la mano por la borda del queche antes de contestar.

—Hemos sido muy reservados respecto a ciertos detalles de los asesinatos. El número de golpes, la ubicación, ese tipo de cosas. Es el procedimiento de rigor en un caso como este. Nos ayuda a descartar a chiflados y embusteros.

—¿Y a imitadores?

—También. A fin de cuentas, ¿cómo podría alguien imitar al Leñador si no conoce con exactitud sus métodos?

—¿Crees que a la profesora Blake la mató un imitador?

—Estoy dispuesto a considerar esa posibilidad.

—Supongo que no has comentado esa teoría con tus compañeros.

—No me pareció prudente cuestionar una investigación tan importante, teniendo en cuenta la etapa de mi carrera en la que me encuentro.

—Por lo que no te ha quedado más remedio que investigar el asunto por tu cuenta. —Gabriel hizo una pausa y luego añadió—: Con la ayuda de un viejo amigo.

Peel no respondió.

—¿Sabe el comisario jefe que te has puesto en contacto conmigo?

—Es posible que haya olvidado comentárselo.

—Bien hecho.

Peel sonrió.

—Aprendí de los mejores.

 

 

La parroquia de Gunwalloe quedaba dieciséis kilómetros al oeste, al otro lado de la península de Lizard. Fueron hasta allí en el coche alquilado de Gabriel mientras anochecía.

—¿Se acuerda del camino? —preguntó Peel.

—¿Intentas fastidiarme a propósito o te sale de manera natural?

—Un poco las dos cosas.

Pasaron junto a la valla de la base aeronaval de Culdrose y tomaron a continuación la carretera sin nombre que iba desde el corazón de Lizard a Gunwalloe. Más allá de los setos se extendía un colorido damero de campos en barbecho. Luego la carretera giraba bruscamente a la izquierda y los setos desaparecían para dejar ver el mar, incendiado por los últimos rayos del sol poniente.

Gabriel aminoró la marcha al entrar en el pueblo. Peel señaló el pub Lamb and Flag.

—¿Paramos a tomar una pinta y a echar unas risas con sus viejos amigos?

—En otra ocasión.