Nadie avisa a una puta - Samanta Villar - E-Book

Nadie avisa a una puta E-Book

Samanta Villar

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Beschreibung

Un libro para dejar los prejuicios a un lado y ver los distintos caminos de mujeres que ejercen la prostitución.
La prostitución es esa persona que te cruzas en un aeropuerto y es el timbre marcado en rojo en un portal de tu vecindario. A veces invisible y a veces a la vista de todos en las mismas aceras en las que te recoges tras una noche de fiesta. La prostitución se analiza desde el tabú, el desprecio, la censura o la compasión, pero pocas veces se cuenta, sin prejuicios, la historia que hay detrás de cada mujer.
La periodista Samanta Villar corre la cortina y nos cuenta la historia de siete prostitutas: la especializada en personas con discapacidad que ve su trabajo como una función social, la joven que rota por pisos de citas en donde nunca entra la luz, la anciana del barrio chino que aún ejerce porque la administración no reconoce su trabajo, la que se enamoró de un cliente tras conocerse en un foro de Internet, la emigrante captada por las mafias internacionales, la brasileña que se prostituye en un hotel de mentira y la escort que habita un mundo repleto de lujos. Unos retratos que nos hablan de miedo, de ilusión, de amor y de injusticias.

Siete historias de un tema que a menudo conlleva rechazo, repletas de verdades y de humanidadLO QUE DICE LA CRITICA"En el libro ‘Nadie avisa a una puta’, Samanta Villar se acerca a la vida cotidiana de mujeres que ejercen el trabajo sexual en condiciones dispares. Narra sus historias sin prejuicios, sin transmitir ni desprecio ni compasión, y subraya tanto las situaciones de injusticia que provoca la falta de derechos sociales y laborales como las estrategias de las mujeres para mejorar sus condiciones de vida." - June Fernandez, Pikara Magazine

SOBRE LA AUTORA

Samanta Villar (Barcelona, 1975) no le teme a nada y confiesa que carece de sentido del ridículo, por eso le atraen tanto los tabúes y los estigmas, que fermentan en el miedo y el ridículo. Por eso se ha dedicado al periodismo desde que salió de la facultad (radio y televisión, informativos, reportajes de actualidad y ahora reportaje social). Por eso ha hecho mucho gonzo y se ha convertido en un referente gracias a programas documentales como 21 días y Conexión Samanta, ambos emitidos en Cuatro. Su obra Nadie avisa a una puta ha aparecido en varios medios en la prensa, como S Moda, Ctxt y Cadena Ser.

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Seitenzahl: 200

Veröffentlichungsjahr: 2016

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NADIE AVISA A UNA PUTA

Samanta Villar

primera edición: mayo 2015

© Samanta Villar, 2015

© Libros del K.O., 2015

Sánchez Barcaiztegui, 20, escalera A, 5º izquierda

28007 Madrid

isbn: 978-84-16001-42-2

depósito legal: M-15408-2015

código ibic: DNJ

ilustraciones y portada: Carla Berrocal

corrección: Zaida Gómez

A mis padres, que me educaron en la libertad, sin miedos ni tabúes. No os puedo estar más agradecida.

A mis hombres.

A mi hermano, por su nobleza.

Al Nini. Hem crescut i creixerem junts.

Al Raül, cada dia. Perquè amb tu tot és possible.

ASISTENTA SEXUAL

Como mucha gente de negocios, Montse camina resuelta por el aeropuerto de Barcelona para coger el puente aéreo. En el control de seguridad van pasando las maletas con ordenadores, papeles, informes. La suya lleva ropa interior, zapatos de tacón, pañuelos de seda. El guardia en el escáner la mira y no dice nada.

Antes de embarcar, ha hecho dos llamadas telefónicas. Una, a sus hijos, para decirles que estará fuera de la ciudad durante unas horas. La otra, al servicio de información telefónica, para asegurarse de que la dirección del cliente es verdadera. Aunque lo hace por su seguridad, Montse cree que la imagen de inseguridad que rodea a la prostitución es un falso mito.

—Mira lo que pasa en la sanidad, donde cada día agreden física y psíquicamente a médicos, enfermeros y celadores —argumenta—. Las situaciones de peligro existen en todas partes.

Si Montse dejó de trabajar por las noches no fue por inseguridad, sino porque no le gustaba el ambiente ruidoso, la música a todo trapo, el humo del tabaco, las drogas y el alcohol.

El vuelo es puntual y eso la alivia. No le gusta perder el tiempo. Nadie mejor que una prostituta sabe cuánto cuesta una hora. El cliente no irá a buscarla. En su lugar acudirá otra persona a la que le ha dado su descripción: alta, con una melena larga y morena, una chaqueta tres cuartos de cuero negro y una discreta maleta azul de cabina. Podría haber añadido que mantiene un cutis cristalino y que aparenta menos de sus 50 años. Ella dice que es porque nunca ha fumado, come bien y visita el gimnasio con regularidad, aunque tampoco descarta que se deba a su activa vida sexual.

Al caminar por la T4 me recuerda a Jacqueline Bisset, pero a la Jacqueline Bisset que tengo en la memoria, la que vi en los años 80 en una película con Rob Lowe. Allí el personaje de la Bisset vivía un amor tórrido y secreto con uno de los amigos de su hijo.

—Hola, ¿eres Montse? —le pregunta una mujer menuda, de unos treinta y pico años.

—Sí, tú eres Cristina, ¿no?

—Encantada. El coche está fuera.

Miro las caras de quienes nos cruzamos de camino al parking. ¿Qué pensarían si supieran que Montse ha venido expresamente desde Barcelona para hacer un servicio sexual?

A) Que va a atender a un importante hombre de negocios y que Cristina es una abnegada y discreta secretaria a lo Mad Men.

B) Que el cliente es un político famoso que no puede permitirse un escándalo y ha enviado a su asistenta personal.

C) Que se está organizando un Eyes Wide Shut de los gordos.

Pero nada de lo anterior es cierto. El cliente al que va a atender Montse es un hombre discapacitado, porque es una escort especializada en estos servicios.

—Pon que soy asistenta sexual —dice.

Eso es lo que más me llamó la atención de ella y por eso la contacté. Pero en realidad Montse atiende a todo tipo de hombres.

La mayor parte del tiempo lo hace en un piso del barrio barcelonés de Les Corts, donde no hay luces rojas ni juguetes eróticos a la vista. Al contrario, en el comedor hay una pila de vinilos, cedés, películas y libros. En un mueble del rincón se distingue el rosa chicle de los libros de la Sonrisa Vertical, por si alguien quiere jugar con la literatura erótica. Las persianas levantadas dejan entrar un chorro de luz natural y el aire huele a ambientador de fresa. Montse, que no se maquilla en exceso ni gasta muchas horas en la peluquería, es una persona detallista y ha creado un ambiente casero para diferenciarse de la competencia. Hasta ha prohibido fumar a sus clientes.

—Que fumen fuera —dice tajante.

En sus servicios, incluye un refresco, pero nunca alcohol.

Montse sabe dónde están los límites y es consciente de lo que ha ganado con la profesión. Por ejemplo, unos estudios. Al principio pensaba que con 40 años se le acabaría el trabajo, así que quiso formarse. Se presentó a las pruebas de acceso a la universidad para mayores de 25 años y se matriculó en Ciencias Políticas con la idea de gestionar planes sociolaborales sobre prostitución. Y ahora estudia un máster por la UNED.

Pero se equivocaba en eso de que dejaría de trabajar a los 40:

—Seguí trabajando porque mis clientes han ido madurando conmigo. Y ahora no pienso retirarme hasta que me canse.

A veces el negocio va tan bien que el día 15 del mes ya tiene dinero suficiente para no trabajar más. Entonces descansa hasta el mes siguiente. Si una tarde quiere ir de compras, no trabaja. Si tiene una comida con amigos que se puede alargar, no trabaja. Si necesita ir al dentista, no trabaja. Después de dos décadas en la prostitución, tiene una clientela fija que la visita regularmente —por eso les llama novios— y que sabrá esperarla un día o dos. Eso sí, cuando trabaja, tiene que mostrarse amable, cercana, simpática y cariñosa siempre, sin excepciones. Si un día no está de humor para serlo, tampoco trabaja.

Pero lo que nunca abandona es su blog. El que la mantiene más activa es prostitucion-visionobjetiva.blogspot.com, donde ha escrito centenares de artículos, casi siempre intentando romper los prejuicios alrededor de las trabajadoras sexuales.

Y también tiene otro blog donde se descubre su lado sexual. Montse clavando los tacones de aguja sobre la colcha. Montse con un corpiño blanco nupcial y medias de encaje. Montse con un tanga de perlas que se clava en su sexo perfectamente rasurado. Montse mostrando sus pechos. Montse ofreciendo sus nalgas desnudas. Montse arqueando la espalda exhibiendo su precioso busto a cámara. Es su escaparate y lo peculiar es que muchas de las fotos se las hacen sus propios clientes.

—Al cliente le gusta ver las fotos que me ha hecho. Le excitan y las siente como un orgullo. He llegado a tener 2000 euros de gastos en fotografías profesionales, pero me di cuenta de que al no enseñar la cara, tampoco hacía falta esa inversión. Y a veces lo natural llama más la atención.

Pasar una hora con Montse en su casa cuesta 200 euros —250 en hotel—, aunque ella no es de las que miran continuamente el reloj. Si el cliente es habitual, podrá quedarse un rato más. Contratar a Montse doce horas seguidas —incluyendo cena, copas, todas las relaciones que se deseen y desayuno— cuesta 900 euros. La tarifa por 24 horas son 1500 euros, viaje y gastos de alojamiento aparte. Un fin de semana entero, 2000 euros.

Sobre sus clientes, Montse considera que se sienten solos, que la mayoría solo quiere algo de atención.

—Yo digo que las prostitutas somos mejores que un psicólogo, porque un psicólogo no hace lo que hacemos nosotras. Nosotras les damos mucho cariño, al menos yo, porque soy de las que piensan que hagas lo que hagas, lo tienes que hacer con cariño.

Pero donde verdaderamente Montse ejerce como algo más que un psicólogo es con sus clientes discapacitados.

El cliente que le espera en Madrid se llama Carlos y sufre una discapacidad psíquica tan severa que ni siquiera puede moverse o hablar con claridad. Es prácticamente como un bebé. Le dan de comer, le cambian los pañales, tiene dificultades para hablar y, sin embargo, mantiene el impulso sexual.

Al principio, Cristina no entendía cómo su hermano deseaba acostarse con una mujer si nunca antes lo había hecho. Pero los propios terapeutas se lo aconsejaron, porque a su hermano la movilidad reducida y su incapacidad para hablar no le impiden ver la televisión ni sentirse atraído por las mujeres.

Entonces Cristina buscó en Internet, sin apoyo, sin información ni asesoramiento alguno.

—Al principio, tenía mucho miedo —me dice Cristina—. Además es una cosa que no puedes hablar con cualquiera, porque la gente te mira mal. Puedes hablar del monitor de la piscina, del fisioterapeuta, pero no de una prostituta a la que tienes que llamar porque tu hermano necesita una relación sexual. Es muy duro. Y yo misma tenía miedo. Pensaba: «¿Cómo será esta chica? ¿Será agradable o será una tía fría? ¿Será peligrosa?». No sé, tienes muchas ideas en la cabeza que te angustian. Pero luego, cuando llamé, me pareció que Montse era una mujer muy normal. Me transmitió confianza.

«En todo el país —explica Montse— se pueden contar con los dedos de una mano (y es poco menos que imposible contrastar el dato) las prostitutas que aceptan acostarse con hombres que tengan alguna discapacidad».

Ya cuando empezó en el oficio, trabajando por cuenta ajena en pisos de relax, era la única entre sus colegas que atendía a un hombre con esclerosis múltiple o con síndrome de Down. Sus compañeras solían poner excusas personales, subían las tarifas a precios prohibitivos o simplemente argumentaban que no sabían atender a un discapacitado. Sin embargo, Montse había cuidado en su juventud de algunos familiares y allá donde sus compañeras veían un enfermo, ella solo veía una persona.

—Una caricia cura más que una medicina —dice Montse—. A una persona que no recibe caricias, que no sabe lo que es el contacto sexual, le falta algo. La gente ve el morbo en la prostitución, pero no las emociones.

Pere Font, psicólogo y director del Instituto de Estudios de la Sexualidad y la Pareja, cree que aunque las personas discapacitadas se nos presenten como seres asexuados, infantilizándolos o ignorando su necesidad sexual, sienten esa pulsión como cualquier otro. Y son numerosas las asociaciones de discapacitados que reclaman que se reconozca esa realidad y se atienda.

En Suiza, Dinamarca, Alemania o los Países Bajos hace varias décadas que se autorizó la cobertura sexual a pacientes con discapacidad o ancianos. En su momento, la iniciativa fue contestada por los sectores más conservadores, que la consideraban inmoral. Pero el tiempo ha pasado y las costumbres también han evolucionado: ahora son las organizaciones de ayuda y protección a las prostitutas las que han asumido el papel de formadores de especialistas sexuales.

En Copenhague, desestimando los prejuicios, un grupo de ancianos se presentó ante la dirección del geriátrico Thorup-garden para proponer la emisión de películas porno en el circuito cerrado de televisión, en lugar de las habituales que se emitían. En ese momento nació la pornoterapia y su resultado fue una reducción de la violencia y del consumo de fármacos entre los ancianos. Ahora otros asilos se han sumado a la experiencia.

La prensa del Reino Unido sacó a la luz que se estaba financiando con dinero público el servicio de prostitutas a discapacitados. Gracias a las partidas presupuestarias del programa Putting People First, un joven de 21 años viajó a Ámsterdam con su trabajadora social para disfrutar de algo de sexo con una prostituta. Algunos políticos conservadores británicos denunciaron que aquello era un mal uso del dinero público, mientras las asociaciones de discapacitados clamaron que la atención sexual formaba parte de los derechos humanos y que estaba plenamente justificada.

En España es la entidad Sex Asistent Catalunya la que ha abierto el debate sobre el doble tabú de la sexualidad y la discapacidad. Para ello han confeccionado el material didáctico necesario para formar asistentes sexuales. Y, según cuentan, han abierto el contacto con diversas universidades españolas en busca de una titulación oficial para su instrucción.

Pero, hasta ahora, la búsqueda de atención para desarrollar la sexualidad de esas personas en España ha quedado en manos de las familias. Ellas tendrán que enfrentarse a un problema socialmente silenciado, superar sus propias barreras morales y, en el caso de hacerlo, asumir el gasto. No es difícil imaginar que la necesidad de muchos discapacitados acabe ahogada en el silencio. Mirándolo desde ese punto de vista, Carlos ha sido afortunado.

Cuando llegamos a la casa está viendo la televisión en el comedor, sentado en su silla de ruedas.

—Hola, Carlos, ha venido Montse —saluda Cristina.

—Hola, cariño —dice Montse cogiéndole suavemente la mano—. ¿Cómo estás? Por fin nos conocemos en persona.

El ariete de mujer que he visto hasta ahora se deshace hablando con Carlos. Con toda naturalidad, Montse se interesa por su vida cotidiana, por sus cuidadores, pregunta por la película que estaba viendo, sonríe. Carlos levanta con dificultad el brazo para dibujar un movimiento irregular y Cristina aclara que eso significa que está contento. Siguen hablando durante unos minutos hasta que los tres van a la habitación.

Entre las dos mujeres acercan la grúa con la que trasladan a Carlos a la cama. Montse sabe cómo manipular a los hombres discapacitados porque motu proprio decidió informarse en algunas asociaciones que la recibieron con los brazos abiertos. Hasta que encontraron a Montse, la única solución que tenían las familias era acudir a un club de alterne.

Lentamente, la grúa va dejando a Carlos sobre la colcha y entre las dos lo desnudan, hasta que Cristina sale de la habitación y los deja a solas.

—Voy al lavabo para ponerme cómoda, ¿vale? —dice Montse—. Ahora vengo.

Montse tiene una colección de lencería de primera clase. Lleva piezas de diseñadores punteros, casi todas de aire romántico. Le gustan las blondas negras y los estampados de flores. También tiene una minifalda de colegiala. Se gasta unos 2000 euros al año en renovar su vestuario de trabajo. Subida a unos tacones, aderezada con un liguero y un collar a conjunto con el tanga, Montse es una mujer indiscutiblemente bella.

—Sobre todo tienes que quitarte el chip de la compasión y dejar de pensar que son personas excluidas o discriminadas —explica Montse—. Tienes que estar igual de sexy que con otros clientes y ser mujer. A lo mejor no se puede hacer la penetración, pero sí las caricias, una masturbación o una felación.

Carlos está a punto de perder la virginidad y Cristina se pone a hacer café. En el ambiente se respira una quietud de verano a la hora de la siesta. No siento ningún pudor porque todo fluye con una calma sorprendente, como si en lugar de darle placer, le fueran a hacer un reconocimiento médico. Cuando Montse sale del lavabo, se dirige a la habitación y cierra la puerta tras de sí, empieza su hora de ofrecimiento.

En ese momento culminante Montse infunde respeto. Igual que cuando salió del armario. Lo hizo a lo grande, con una entrevista en televisión. Aquella misma noche llamaron compañeros, familiares y amigos:

—¡¡Qué callado te lo tenías!!

La gente que la conocía coincidió en que había sido un acto de valentía y le expresó total admiración. Montse lo hizo porque estaba cansada de su doble vida, pero tuvo que pensárselo mucho. Por el miedo al rechazo, pero, sobre todo, por el miedo a lo que pudieran sufrir sus hijos.

—Llevar el ‘hijo de puta’ encima es muy duro, ¿no?

Con sus hijos fue muy franca. Les explicó que la vida es como es, no como nos gustaría que fuera; que hay situaciones desagradables que no podemos cambiar, pero que en ese caso lo importante es la actitud que cada uno tenga; que la persona que te quiere te va a querer con tus circunstancias.

—Ese shock traumático les hizo aprender. Al principio fue duro, pero ya lo tienen superado.

Ahora, incluso, le echan una mano con la publicidad.

Con el paso de los años, Montse se ha convertido en una voz autorizada en los foros sobre prostitución. Y participa en conferencias como la que ofreció en EcoConcern junto con Dolores Juliano, una prestigiosa antropóloga especializada en cuestiones de género y exclusión social. La tesis de Juliano se resume en esto: cuando se trata de trabajos tradicionalmente femeninos (cuidar de los hijos, de los enfermos, ocuparse de la limpieza) el valor moral que se le asigna es inversamente proporcional a los ingresos que genera.

—No es lo mismo limpiar la casa de uno que limpiar casas por horas: esto último está mejor pagado pero tiene menos prestigio. No es lo mismo cuidar de los padres ancianos que trabajar en un geriátrico: esto último está mejor pagado, pero tiene menos prestigio.

Dijo Juliano en aquella ocasión. Y siguió:

—El sexo en casa, tener contento al marido es lo que debe ser. Si se saca al mercado el sexo, está muchísimo mejor pagado, pero se sufre el mayor desprestigio social, el estigma. O bien se hipervictimiza. A las mujeres supuestamente siempre las engañan, las maltratan y las obligan a prostituirse. ¿Qué hemos hecho las mujeres ante este panorama? La inmensa mayoría de nosotras hemos dejado de lado los trabajos tradicionalmente femeninos y competimos por los trabajos masculinos. No por aquello que decía Freud de la envidia del pene ni ningún tipo de complejo de inferioridad. Simplemente porque son los trabajos bien pagados y con mayor prestigio.

Montse oía esto pero no lo escuchaba. Repasaba mentalmente su discurso. Había realzado sus labios con un rojo ligero y vestía muy clásica. Antes de que Juliano le cediera la palabra, empezó a mover los dedos en un nervioso tamborileo. Creo que es la única vez que la vi titubear.

—Para mí es bastante difícil —empezó Montse—. No solamente explicar el tema de la prostitución (porque es complejo) sino porque, aunque ya he dado la cara en varias ocasiones, cada vez es un público nuevo y siempre estás a la espera de las preguntas que van a salir, si voy a ser capaz de argumentar bien, si voy a ser capaz de explicar los conceptos. Porque realmente, cuando leo la prensa, me sorprendo a diario de cómo se mezclan cosas, explotación sexual y prostitución, por ejemplo; de cómo se manipulan datos, que no se dan fuentes, que no se concreta nada. Yo empecé en la prostitución la noche de San Juan de 1989. No tenía dinero para comer. Había agotado el paro. Hacía dos meses que no pagaba el alquiler y me habían cortado la luz. Estaba yo sola con mis dos hijos. Su padre se desentendió. Fue el momento más complicado de mi vida, porque mi familia era pobre y no le podía pedir dinero. Los amigos y conocidos, cuando estás tirado como un perro, no quieren saber nada. Toda la gente que había conocido en mi trayectoria laboral —porque yo era de salir poco y los amigos los hacía básicamente en los trabajos—, toda esa gente me dio de lado. En una situación así te deprimes, estás hecha polvo, no tienes ganas de hablar, no te relacionas. Es muy duro ver que estás sola, que nadie te da trabajo, se te come la autoestima, te sientes una mierda. Miraba los anuncios de trabajo, los anuncios de demanda de chicas. «Señorita liberada», y ofrecían un millón de pesetas al mes. Un millón al mes del año 89. Dicen que la prostitución te merma la autoestima. Hay que saber cómo vive la gente antes.

Recordando su historia se afianza, se reafirma. Aunque su camino no ha sido fácil, ahora se siente muy tranquila cuando lanza la frase que resume su testimonio, su activismo y su visión de estudiosa de la prostitución.

—Si no hubiera miseria, habría menos prostitutas. Pero si no hubiera estigma, habría muchas más1.

Y da ejemplos de las llamadas de chicas que recibe a diario pidiendo consejo para introducirse en el negocio.

—La mayoría de las chicas no tiene tanto miedo a las mafias como a sus familias. En el momento en que superas el estigma y dices: «Que los demás piensen lo que quieran», eres más fuerte.

Y esa fuerza es la que la lleva a responder sin temblarle la voz.

—¿Profesión? Yo soy prostituta.

A Montse le encanta provocar. Sobre todo a los arrogantes.

Tampoco le gustan las abolicionistas que le dicen que, por ser prostituta, es una esclava. Así que a veces tomar el rol de víctima ofrece mejores resultados.

—¿No dicen que soy una pobrecita y que me tienen que ayudar? De acuerdo. Pues asegúrame mis derechos. Que todas las prostitutas reciban formación reglada, que les garanticen un piso donde vivir y que se les respete el artículo 35 de la Constitución2. Cuando ven que todo eso no me lo pueden dar, se callan.

Los planes de reinserción laboral para prostitutas hasta ahora han sido discretos. En la ciudad de Barcelona, por ejemplo, en 2010, fueron atendidas 894 prostitutas por los servicios sociales. La mayoría eran trabajadoras de calle, aunque el porcentaje más alto de trabajadoras sexuales se encuentra en pisos privados o prostíbulos. De las atendidas, 112 abandonaron la prostitución, tan solo un 12,5% del total. Y casi todas acabaron trabajando en la economía sumergida porque no tenían papeles.

Fue muy ilustrativo el caso de una argelina y una eslovena, a quienes trataron de homologar sus títulos universitarios, aunque no lo consiguieron porque faltaban tanto algunos documentos como el dinero para pagar las tasas.

Con este panorama, hay voces que reclaman una regularización jurídica y económica del oficio de prostituta. Y mientras las autoridades se lo piensan, las trabajadoras sexuales han encontrado modos de dotarse de cobertura legal. Por ejemplo, estableciéndose como autónomas bajo el epígrafe de «otros servicios personales»3, lo que les permite cotizar a la Seguridad Social.

De esta manera mantienen el oficio en secreto. Hay que tener en cuenta que cuando una persona quiere abandonar la prostitución para trabajar por cuenta ajena, está obligada a mentir acerca de su currículum.

Otras han emprendido el camino del cooperativismo, con gran alboroto mediático4. Pero es perfectamente legal, siempre y cuando sean mayores de edad, tengan los papeles en regla y ejerzan libre y voluntariamente, sin proxenetas.

—Hay muchas cosas que no se saben de este mundo —dice Montse—, ni sobre las prostitutas ni sobre los clientes.

Pone como ejemplo la historia de un cliente a quien le gusta llevar tacones, zapatos de mujer. Lo hace durante sus viajes en primera clase de avión. Le gusta que las azafatas se le queden mirando, solo por el gusto de la trasgresión. Nadie de su familia lo sabe, pero sí lo sabe Montse.

—Es como las adolescentes que salen vestidas de casa y luego se pintarrajean. Y es una afición bastante extendida —asegura Montse.

Montse sabe entender a sus clientes, como también ocurre con Carlos. Con él saca su faceta más tierna. Le susurra palabras de cariño al oído, le masajea las manos y los lóbulos de las orejas. Después, acerca su cuerpo desnudo. Se coloca encima de él para que note la calidez de su piel, para que aprecie el olor sutil de sus axilas o el aroma de su vagina impregnado en sus dedos. Como Carlos no puede mover las manos libremente, se las coge con suavidad y las coloca sobre sus nalgas. Investiga con caricias si tiene sensibilidad genital para convertirla en su aliada. Pero si no, continúa buscando otras zonas erógenas, acariciándole con los pañuelos de seda o los aceites. Y así, poco a poco, va explorando su sexualidad y Carlos la va descubriendo con ella.

Montse ha aprendido a leer en la mirada de aquellos que no pueden hablar ni moverse y prueba a aumentar el ritmo de las caricias siguiendo el movimiento de los ojos. Si algo les provoca mucha tensión, se pondrán rígidos y se contraerán. A veces con eso simplemente le están indicando que baje el ritmo. Algunos chillan al descubrir sensaciones nuevas. Entonces Montse afloja, se estira a su lado, les coge la mano y espera con palabras de calma. «Cariño, tranquilo, no pasa nada, esto es normal, ya pasará», les dice.

—Lo importante no es llegar al orgasmo, aunque todos llegan. Piensa que el punto de partida para la mayoría es de una sexualidad nula y cualquier sensación de placer ya es mucho. Que te acaricien, que te toquen, que te seduzcan, que te hablen a susurros es algo que les encanta, como a todos. En realidad lo que hago con ellos es una concepción mucho más oriental del sexo, de no mitificar tanto los genitales y la eyaculación e intentar alargar al máximo el placer.

Cuando, al cabo de una hora, Montse sale del cuarto y se va al baño, Cristina entra en la habitación. Carlos está tranquilo. Ella ya tiene preparado un barreño con agua tibia para lavarle y vestirle de nuevo.

Antes de que Montse se vaya, compartimos un último café.

—¿Qué tal, cómo ha ido? —pregunta Cristina. A lo que Carlos responde moviendo el brazo otra vez.

—Bien, ¿no? ¿Estás contento, entonces? —prosigue.

Y Carlos muestra los dientes en una sonrisa.

—Ha ido todo muy bien —tercia Montse—. Me he sentido muy a gusto con Carlos.

—Esto solo lo podemos hacer de vez en cuando, ¿eh, Carlos? Que no tenemos tanto dinero... —avisa Cristina.