Nadie en ningún lugar - Donna Williams - E-Book

Nadie en ningún lugar E-Book

Donna Williams

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Beschreibung

"La historia de Donna Williams es realmente extraordinaria. Este libro es la primera parte de su vida. La segunda está escrita en Alguien en algún lugar (Ned ediciones, 2012). En Nadie en ningún lugar, la autora muestra de qué manera una persona que lo tiene todo en contra puede a partir de los pocos elementos que los azares de la vida y su entorno ponen a su disposición llegar a construir una buena vida. Nos enseña que lo que se llama hoy autismo es una realidad compleja, que incluye realidades muy diversas. La riqueza de la descripción que nos hace Donna de su mundo y de los medios de su lucha nos muestran a una persona única, más allá de lo que cualquier etiqueta nos puede transmitir. Por otra parte, también nos da a ver, con una visión crítica que no dejará indiferente a nadie, la distancia que hay entre nuestras formas de querer ayudar a una persona y el hecho de ayudarla realmente en términos que para ella sean aceptables. Y no se limita esto, sino que aporta ideas muy concretas e interesantes que pueden ayudarnos a ayudar a quienes no disponen de los elementos comunes para encontrar deseables las cosas que nosotros deseamos. Finalmente no hay que olvidar que la decisión de salir del mundo privado del autista y tender un puente al mundo más comúnmente compartido es totalmente individual, nunca puede ser impuesta. Como demuestra Donna, imponerlo puede causar más dolor que bienestar. Que nadie se extrañe si se emociona al leer, en algunos pasajes de este libro, un canto a la libertad que nos hace pensar en las formas de servilismo y de sometimiento que a menudo consideramos "normalidad".

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© Donna Williams, 1992 y 1999

Título original en inglés:Nobody Nowhere

Esta traducción se hizo bajo el acuerdo con Jessica Kingsley Publishers Ltd.

© De la traducción: Eva Zimmerman de Aguirre

Revisada por Enric Berenguer con la colaboración de Soledad Székely

© Del postfacio: Miquel Bassols

© De la imagen de cubierta:Land’s End, by Donna Williams

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

Primera edición: noviembre de 2015

© Nuevos Emprendimientos Editoriales S.L.

C/ Aribau, 168-170, 1.º 1.ª

08036 Barcelona (España)

e-mail:[email protected]

www.nedediciones.com

Maquetación: Editor Service, S.L.

Diagonal, 299 entlo. 1ª – 08013 Barcelona

www.editorservice.net

eISBN: 978-84-944424-5-2

Reservados todos los derechos de esta obra. Queda prohibida la reproducción total o parcial por cuaquier medio de impresión, de forma idéntica, extractada o modificada en castellano o cualquier otra lengua.

Índice

Nadie en ningún lugar

Epílogo

Postfacio

A Sharon, a mis abuelos y a los Lawries del mundo,

por ser, simplemente

Agradecimientos especiales al doctor Lawrie Bartak

y a los Morgan, por ayudarme a perfeccionar

las líneas de comunicación

Nadie en ningún lugar

Esta es una historia de dos batallas: la batalla por dejar al «mundo» fuera y la de tratar de unirme a él. Narra las guerras en el interior de «mi propio mundo» y los frentes de batalla, las tácticas empleadas y las víctimas de mi guerra personal contra otros.

Este es un intento de firmar una tregua, bajo condiciones establecidas en mis propios términos. A lo largo de mi batalla íntima he sido una ella, una tú, una Donna, una mí y finalmente un yo. Todas nosotras contaremos cómo fue y cómo es.

Si lo que usted siente es distancia, no se equivoca: es real. Bienvenido amimundo.

Recuerdo mi primer sueño, o al menos el primero que puedo recordar. Me movía a través de lo blanco; no había objetos, sólo lo blanco, aunque por todas partes me rodeaban manchas brillantes de color, mulliditas. Yo pasaba a través de ellas y ellas pasaban a través de mí. Era la clase de situación que me hacía reír.

Tuve este sueño antes que otros en los que había mierda, gente omonstruos, y ciertamente antes de que notara la diferencia entre lastres cosas. Yo debía de tener menos de tres años de edad. Este sueñoretrataba la naturaleza de mi mundo en aquella época. Ya despierta,perseguía el sueño sin descanso, me volvía hacia la luz que entraba por la ventana, cercana a mi cuna, y me frotaba furiosamente los ojos. Ahí estaban. Los colores suaves y brillantes moviéndose a través del blanco. «¡Deja de hacer eso!» —así sonaba el barullo que irrumpía. Yo continuaba, tan feliz. ¡Bofetada!

Descubrí que el aire estaba lleno de manchitas. Si mirabas dentro de la nada, había manchitas. La gente pasaba por allí obstruyendo la visión mágica que yo tenía de la nada. Yo los dejaba atrás. Hacían barullo. Mi atención se centraba firmemente en mi deseo de perderme en las manchitas. Entonces ignoraba el barullo, atravesaba directamente aquella obstrucción con mi mirada, mi expresión era de tranquilidad, de alivio por haberme perdido entre ellas. ¡Bofetada! Estaba aprendiendo sobre «el mundo».

Acabé aprendiendo a perderme en cualquier cosa que deseara: en los diseños del papel pintado de la pared o de la alfombra, en el ruido de algo repetido una y otra vez, en el sonido hueco que conseguía al darmepalmadas en el mentón. Incluso la gente dejó de ser un problema. Suspalabras se convertían en un confuso murmullo, sus voces en un patrónde sonidos. Era capaz de mirar a través de la gente hasta que yo dejabade estar allí, y luego sentía que me había perdidoenellos.

Aunque las palabras no eran un problema, la expectativa que tenían los demás de que yo les respondiera sí lo era. Esto requería comprender lo que decían, pero yo estaba demasiado feliz perdiéndome para querer verme arrastrada de nuevo a algo tan bidimensional como la comprensión.

—¿Qué crees que estás haciendo? —irrumpía la voz.

Sabiendo que debía responder para liberarme de esta molestia, aceptaba y repetía: «¿Qué crees que estás haciendo», dirigiéndome a nadie en particular.

—No repitas todo lo que digo —decía la voz en tono de regaño.

Sintiendo la necesidad de responder, yo replicaba:

—No repitas todo lo que digo.

¡Bofetada! No tenía ni idea de qué se esperaba de mí.

Durante los primeros tres años y medio de mi vida este fue mi lenguaje, que incluía la entonación y las inflexiones de aquellos a quienes yo consideraba como parte de «el mundo». Un mundo que me parecía impaciente, duro, molesto e inflexible. Aprendí a responderle en los mismos términos: llorando, chillando, ignorando y huyendo.

En una ocasión, en vez de simplemente «oír» una frase particular, pude entenderla porque tuvo sentidopara mí. Tenía tres años y medio. Mis padres estaban visitando a unos amigos y yo me había quedado de pie en el vestíbulo cerca de la sala. Jugaba a marearme y con los brazos estirados daba vueltas y más vueltas. Tengo un vago recuerdo de los otros niños que había allí, porque el tema de conversación en la sala me había perturbado y desconcertado. Habían hecho una pregunta sobre mi entrenamiento en el uso del sanitario. Mi madre replicó que yo todavía me lo hacía encima.

Yo no sé si esto dio resultado, pero la verdad es que me volví más consciente de la necesidad de ir al baño. Lo que había sentido hasta aquel momento era un gran miedo a hacerlo: tardaba una eternidad en ir y cuando por fin lo decidía, faltaba muy poco para mojarme allí donde me encontrara. Algunas veces me contenía durante varios días y me ponía tan estreñida que vomitaba bilis. Entonces también empecé a tenerle miedo a comer. Sólo comía flan, gelatina, alimento para bebé, fruta, hojas de lechuga, miel y unas hogazas de pan blanco que venían cubiertas con «cientos y cientos» de bolitas multicolores, como en mi sueño. En realidad comía más cantidad de los alimentos que me gustaba mirar, sentir o que me trajeran asociaciones agradables, que de cualquier otra cosa. A los conejos les gustaban las lechugas; a mí me gustaban los conejos de peluche y yo comía lechuga. Me gustaba «ver a través» de vidrios de colores; la gelatina era así; me encantaba la gelatina. Al igual que otros niños, comía tierra, flores, hierba y pedazos de plástico. A diferencia de los otros niños, seguía comiendo flores, hierba, corcho y plástico cuando ya tenía trece años. Las viejas reglas se aplicaban: si las cosas me gustaban, trataba de perderme en mi fascinación por ellas. Las cosas, a diferencia de las personas, eran bienvenidas a convertirse en parte de mí.

Cuando tenía más o menos tres años presenté signos de desnutrición. Aunque no estaba esquelética, mostraba palidez y me salían moretones aun con los golpes más leves; las pestañas se me caían a montones y me sangraban las encías. Mis padres, creyendo que tenía leucemia, me hicieron hacer análisis de sangre. El médico me tomó una muestra del lóbulo de la oreja. Yo cooperé. Estaba intrigada con una rueda de cartón multicolor que el médico me había dado. También me examinaron el oído porque, aunque yo lo imitaba todo, daba la impresión de ser sorda. Mis padres solían ponerse detrás de mí y hacían ruido, sin que yo parpadeara siquiera. «El mundo» no llegaba hasta mí.

I thought I felt a whisperthrough my soul,

Everything is nothing, and nothing is everything.

Death in life and life in death of falsity

Pensé que sentía un suspiro a través de mi alma,

Todo es nada y nada es todo.

Muerte en vida y vida en muerte de falsedad

Mientras más consciente era del mundo que me rodeaba, más temor tenía. Los demás eran mis enemigos, y su arma era tratar de llegar hasta mí. Había unas pocas excepciones: mis abuelos, mi padre y mi tía Linda.

Aún recuerdo el olor de la abuela. Llevaba cadenas en el cuello. Era suave y arrugada, usaba ropa de punto, a través de cuyos huecos podíameter mis dedos, tenía una voz risueña y ronca y olía a alcanfor. Yo solíallevarme el alcanfor de los estantes de los supermercados, y veinte años más tarde me dio por comprar botella tras botella de aceite de eucalipto para regarla por todo el cuarto, de extremo a extremo y así mantenerlo todo alejado de mí, salvo el sentimiento reconfortante que esta asociación me traía. Recogía trozos de lana de colores y los unía con grapas, para después meter los dedos por entre los huecos y poder dormir sintiéndome segura. Para mí, las personas que me gustabaneransus cosas, y aquellas cosas, (u otras semejantes a ellas), eran mi protección contra lo que no me gustaba: la otra gente.

Los hábitos que adopté para conservar y manipular estos símbolos equivalían para mí a encantamientos mágicos, que pronunciaba contra todo lo desagradable que me podía invadir si perdía aquellas cosas o me las dejaba quitar. Esto no era motivado por la locura o por alucinaciones, sino simplemente por una inofensiva imaginación, potenciada por mi irresistible miedo a mi vulnerabilidad.

Mi abuelo me daba uvas pasas y galletas trocito a trocito. Solía inventarle nombres especiales a todo; era buen conocedor de su público. Entendía mi mundo y lograba fascinarme con el suyo. Tenía unas bolitas de mercurio líquido que convertía en bolitas todavía más pequeñas y hacía que se persiguieran unas a otras. Tenía dos perritos «Scottie» minúsculos magnetizados y hacía que se dieran caza el uno al otro. En esta clase de caza me sentía segura. En la comunicación a través de los objetos encontraba seguridad. Los nombres especiales para todo, para que aquello fuera «nuestro pequeño mundo», eran seguros. Todas las mañanas, cuando aún no había amanecido por completo, yo salía para ir al cobertizo donde él vivía.

Un día fui hasta allí. Él no advirtió mi presencia. Su rostro estaba amoratado y lleno de manchas. Estaba acostado de lado. El abuelo nunca volvió a despertar. No le perdoné por haber hecho esto hasta que tenía veintiún años. De pronto, caí en la cuenta de que la gente no tiene intención de morir. Entonces lloré y lloré y seguí llorando; había tardado dieciséis años en llegar hasta ahí.

Mi padre dejó de existir para mí cuando yo tenía unos tres años. Hasta aquel momento, tanto él como mi abuelo habían logrado captar mi interés, poniéndole apodos a las cosas. Por ejemplo, Cirilo al zorro,Brookenstein al gato, Charlie Warmton a la cama. Y yo era Polly lazarigüeya o la señorita Polly. En realidad, me llamaba así porque padecí de ecolalia hasta los cuatro años, repitiendo sin sentido, en forma de eco, todo lo que oía, como un loro.

Él alimentaba mi fascinación por los pequeños objetos curiosos y por las cosas brillantes. Solía traerme algo diferente cada semana y hacía crecer mi interés preguntándome si sabía cuán especiales y mágicas eran aquellas cositas. Yo solía sentarme en sus rodillas con los ojos fijos en los objetos, a escuchar esas historias como si se tratara de uno de mis discos de cuentos. En mi mente imaginaba la introducción: «Este es un disco original de larga duración y yo soy el narrador. Ahora vamos a empezar la lectura del cuento de...» Veintitrés años más tarde, todavía conservo aquellos tesoros. Entonces él, la persona que él era, me abandonó. Cuando encontré a otro que me gustaba, muchos años más tarde, me tomó muchísimo tiempo caer en la cuenta de que las dos personas eran en realidad la misma.

Mi madre era tan dura como yo era suave, aunque extrañamente compartíamos la misma naturaleza inabordable y distante. Yo tenía un hermano mayor. Supongo que se convirtió en su hijo «único». Ella había querido enviarme a una institución especial para niños: recuerdo el terror que sentí y el ataque de histeria que me dio; recuerdo haberle dado patadas al coche cuando trató, en diferentes ocasiones, de meterme en él a la fuerza. Yo sabía el terror que me tenía reservado, y si enviarme a una institución especial era su último recurso, entonces debía de ser una tortura verdaderamente insufrible, comparable al infierno en la tierra.

Supongo que quiso tener una hija, porque algunas veces solía vestir a mi hermano como niña y otras como niño para sacarlo a pasear en coche. Ambos éramos niños muy guapos, pero él sí era capaz de «comportarse normalmente» como una persona y entonces mi madre no tenía por qué avergonzarse.

Estoy segura de que mi padre frenó sus intentos de traspasar a mis abuelos la responsabilidad por mí. Quizás también ellos habían tratadode llegar hasta mí y persistieron más allá del punto donde la esperanzade mi madre se había agotado. Sin embargo, mi padre pagó caro poreste hecho y también lo hizo la relación entre los dos. Él recibió laorden de no hablarme más y no tener nada que ver conmigo. Cuando mi madre hablaba, la habitación temblaba. Uno tenía que oír, aunque no escuchara.

Debo admitir que mi padre era tan insensible e indiferente con ella y con mi hermano mayor como ella lo era conmigo. La familia estaba dividida exactamente por la mitad e iba cuesta abajo, adquiriendo cada vez más velocidad, antes de terminar cayendo de bruces en las profundidades del infierno.

Los nombres con los que mis padres me llamaban revelan esta ruptura. Para mi padre yo era Polly. Para mi madre era Muñequita, y en sus propias palabras aprendí quién era yo: «Tú eras mi Muñeca y a mí me estaba permitido golpearte» —me decía una y otra vez. Esto se convirtió en una reacción en cadena. La tensión explotaba: mi padre la humillaba y la maltrataba, y entonces ella me humillaba y me maltrataba a mí. Ambos habían hallado formas de escape que persistieron por muchos años, dejando a su paso más destrucción de la que yo habría sido capaz de reunir en la magia de mi pequeño mundo insular.

Jamás los abracé; jamás fui abrazada. No me gustaba que se me acercaran demasiado y mucho menos que me tocaran. Me parecía que todo contacto era doloroso y me daba miedo.

Mi madre era una persona que, aun sin tener amigos a quienes impresionar, se sentía orgullosa de la apariencia de sus hijos. Por eso le gustaba cepillarme el pelo. Yo tenía un cabello rubio, largo y ensortijado. Ella me peinaba deshaciendo furiosamente los nudos a modo de venganza.

A mi tía Linda también le gustaba cepillarme el pelo, aunque lo hacía con tanta suavidad que tampoco me gustaba.

—¿Te estoy tirando mucho? —solía preguntar, como si yo fuera una muñeca de porcelana china.

—Más fuerte —ordenaba yo.

Y, aunque tenía cuidado de no darme tirones, se sentaba a cepillarme el pelo interminablemente, mientras yo me permanecía allí disfrutando de lasensaciónque esto me producía.

—Tienes un pelo de hada —solía decir— ¡qué sedoso es, mira su volumen!

Me gustaban las palabras que empleaba y pensaba en las sensaciones asociadas a tales cosas. Durante muchos años jugué con mi pelo, tocándolo y mascándolo. Tocarles el pelo a otros niños era el único contacto físico amistoso del que yo era capaz.

The wisps surround me in my bed,

They hover there for to protect me;

For the wisps, they are my friends.

Las mechitas trasparentes me rodean en mi cama,

Revolotean por encima para protegerme;

Porque ellas, las mechitas, son mis amigas.

La gente siempre decía que yo no tenía amigos. De hecho, mi mundo estaba lleno de ellos. Eran mucho más mágicos, confiables, predecibles y reales que los otros niños y además, tenían garantía. Ese era un mundo de mi propia creación, donde yo no necesitaba controlarme o controlar los objetos, los animales y la naturaleza, pues ellos se limitabanaseren mi presencia. Tenía otras dos amistades que no pertenecían a este mundo físico: una eran las mechitas trasparentes y la otra un par de ojos verdes que se escondían bajo mi cama, a los que yo llamaba Willie.

Tenía miedo de dormirme; siempre me había dado miedo. Solía dormirme con los ojos abiertos y seguí haciéndolo durante años. Me imagino que no tenía un aspecto muy normal que digamos. «Inquietante» o «embrujada» hubieran sido adjetivos más exactos. Temía la oscuridad, aunque me gustaba el comienzo del crepúsculo y del amanecer.

Mis recuerdos más temprano de las mechitas es de cuando empecé a dormir en una cama. Esto debió ser en la casa nueva a donde nos mudamos en esos días, aunque en mi mente la casa vieja se mezcló con la nueva. Esta última me parecía como una serie de habitaciones que yoera incapaz de encontrar. Esto me perturbaba. Me gustaba saber dónde seencontraba todo —incluyendo a mis padres. Tenía que saber dónde estaba todo el mundo y saber que estaban dormidos antes de que yo me fuera a dormir. Me acostaba a escuchar en la cama, rígida y en silencio, hasta que los sonidos apagados de la casa cesaban a mi alrededor, mientras contemplaba las mechitas transparentes revoloteando sobre mí.

Las mechitas eran criaturas diminutas. Flotaban en el aire directamente encima de mí y se parecían un poco a mechones de pelo, que probablemente es de donde mi mente sacó aquella idea. Eran casi transparentes, aunque si uno miraba a través de ellas, seguían estando allí.

Además de las mechitas, mi cama estaba rodeada de manchas diminutas que yo llamaba estrellas, quedaba completamente encerrada en ellas como si fuera una especie de ataúd místico de cristal. Hoy sé que en realidad eran partículas de aire, pero mi visión era tan hipersensible que las convertía en un primer plano hipnótico, dejando el resto del «mundo» en un fondo difuso.

Aun mirando a través de las estrellas y no directamente hacia ellas, podía seguir viéndolas, y la regla era que no podía cerrar los ojos, porque en tal caso me abandonarían, dejándome sin protección contra los extraños que entraban en mi cuarto. Sentirme segura era un asunto complicado.

Y había intrusos. Ellos eran los culpables de dejarme sin protección, porque al cambiar mi enfoque, las manchas diminutas desaparecían, dejándome con un sentimiento de rabia y frustración por haber sido traicionada por las cosas que me protegían cuando me dejaban sola, expuesta y vulnerable.

Yo sabía que la gente se sentía perturbada por mi manera de dormir con los ojos abiertos. Pronto aprendí a cerrarlos cuando oía que se acercaban. Me hacía la muerta y nunca los miraba, también impedía que se me quedara grabado algo cuando me levantaban los párpados o incluso cuando me hurgaban en el ojo. Como respiraba, ellos sabían que no estaba muerta.

Las mechitas me abandonaron cuando empecé la escuela «normal», aunque las estrellas que me rodeaban mientras dormía (probablemente una versión tardía de las mechitas) siguieron yendo y viniendo, y aún lo hacen a veces.

Willie era otra historia. Willie apareció al mismo tiempo que las mechitas. Yo tenía más o menos dos años. A diferencia de las mechitas, él no me hacía sentir bien, sino que era una forma de protección contra los intrusos nocturnos. Él no era más que un par de ojos verdes penetrantes que sólo se podían ver en la oscuridad. A mí me asustaban, pero creía que lo mismo les sucedía a ellos; y entonces, lloviera o tronara, yo me ponía de su lado. Me sucedía igual con cualquier cosa a la que me acercara: trataba de perderme en ella. Me dio por dormir debajo de la cama y entonces me convertí en Willie.

Por entonces yo tenía tres años. Willie se convirtió en el «mí misma»1que yo dirigía al mundo exterior. Estaba dotado de unos odiosos ojos brillantes, una boca apretada, una postura rígida como de cadáver y los puños cerrados con fuerza. Willie daba patadas, Willie golpeaba cuando no le gustaban las cosas, pero la mirada del odio más total era su peor arma y Donna pagaba por ello.

Hacia esta época yo ya me relacionaba con el mundo exterior como Willie. Es probable que su nombre se derivara de mi propio apellido, y seguramente parte de su comportamiento lo había moldeado en respuesta a mi principal intrusa: mi madre.

Willie aprendió a usar las frases de otras personas para responder de una manera llena de significado pero agresiva. Sin embargo, el silencio me parecía un arma más letal todavía. Mi madre empezó a pensar que yo era malvada y estaba poseída. Me habría sido más fácil perdonarla si ella hubiera sufrido de alucinaciones. Pero no. Su falta de educación y el modo en que había sido criada, su aislamiento y su forma de beber, eran responsables de estas creencias, más parecidas a una explicación que a un delirio.

Mi madre se había retirado a un mundo propio, que, a diferencia del mío, no le aportaba ninguna seguridad. Su única salvación y su único amigo era mi hermano. Había una guerra en la que yo tenía que pelear sola. Ellos estaban en el mismo bando y juntos formaban una pandilla en mi contra.

Yo era una chiflada, una retrasada, una espástica. Me pasaban cosas «mentales» y no tenía un comportamiento normal. «Mírenla, mírenla» —le decían a una niña como yo, alguien que para ellos era obien una«retrasada», cuando estaba en mi propio mundo, o bien una «chiflada», cuando estaba en el mundo de ellos. De ninguna manera podía ganarles.

Viéndolo desde su punto de vista, entiendo que ellos tampoco podían ganar. Mi hermano con toda probabilidad se había dado cuenta de que yo apenas lo reconocía o lo aceptaba, y a mi madre ya hacía mucho tiempo que su vida se le había acabado, además del orgullo que tanto necesitaba y del que carecía desde antes de que yo llegara. Se convirtió en una madre sola y atormentada. Él se convirtió en un hijo único, demasiado importante. Y así como las acusaciones de ellos llovían sobre mí, también a ellos les llovían acusaciones desde todos los otros flancos.

La gente decía que mi madre, con su frialdad y su violencia, era la causa de que yo fuera tan retraída. Es probable que ella lo creyera así y yo dejaba que lo creyera. Por mi parte, nunca había querido alcanzar el mundo exterior que se entrometía en el mío, y si lo hubiera hecho, ella seguramente me lo habría impedido. Sin embargo, niños que han sido maltratados logran apegarse a padres así. En cambio, yo nunca lo hice.

Sí, guerra era lo que yo más quería y creo que la gané. Aunque mimadre era una inadaptada social ya antes de mi nacimiento, aceptomi parte de responsabilidad por haberla hecho empeorar. Por robarles, a ella y a mi hermano, una relación mutua más independiente y libre, en vez del rechazo que él acabó manifestándole muchos años más tarde.

Cuando mi madre y mi padre se peleaban una y otra vez —él queriendo que me quedara en casa, ella queriendo que me llevaran a una institución— era seguramente porque cada uno tenía su propia concepción del futuro. Ambos tenían razón. Yo me convertí en una experiencia gratificante para mi padre y en el infierno de mi madre. Para ella sólo había una recompensa: yo era su muñequita danzarina. Yo era Dolly, la muñeca que nunca había tenido.

Cuando yo tenía tres años, mi madre me llevó a mi primera clase de baile. Yo solía caminar de puntillas, me encantaba la música clásica y me inventaba bailes para mí misma. Esto fue interpretado como un indicio de que sería buena en ballet. Me encantaban las cosas bonitas y aceptaba las cintas, las redecillas y las lentejuelas. El hecho de usarlas me convertía en parte de ellas; no puse reparos. En cambio, las cosas cambiaban cuando otras personas querían participar en esto, haciéndome compartirlo.

Recuerdo la valla Cyclone en el exterior del edificio de madera donde iba a llevar a cabo una de mis primeras y últimas exhibiciones públicas por mucho tiempo. Recuerdo el sendero de tierra que se había formado en medio de la franja de hierba sobre la que caminábamos. Era posiblemente el camino de entrada a una casa, pero éste era el modo en que yo veía las cosas: pedazo a pedazo, una cadena de piezas conectadas una a la otra.

Caminamos unos cuantos pasos y entramos por una puerta doble de madera. Me cautivó el cuarto por la madera y la suavidad del suelo. Mi madre probablemente pensó cuánto había deseado estar en mi lugar cuando ella misma era niña.

Mi madre era la segunda de nueve hijos y la segunda hija mujer. Su familia era pobre, y en lugar de distribuir entre todos los hijos cualquier cosa extra que consiguieran, la hija mayor parecía quedarse con todo.

El Ejército de Salvación se ocupaba de los otros niños mientras que a la mayor le daban muñecas, vestidos bonitos y clases de danza. Mi madre la miraba con envidia y temor. Ella había dejado de competir y trató de asumir el papel del varón mayor, cosa que consiguió. Aunque no era un papel tan glorioso ni tan glamuroso y le proporcionaba muy poco sentido de autoestima, le otorgaba cierta posición, que le vino como anillo al dedo para satisfacerse golpeando a su hermana mayor y a los amigos que nunca logró hacer.

Su hermana prosperó gracias a las atenciones que recibía, convirtiéndose en una persona encantadora y carismática. Más tarde pagó todo esto con sentimientos de culpa y remordimiento y trató de acercarse a su hermana menor y pedirle perdón. Esta lo aceptó sin la menor misericordia —yo misma tampoco le mostré a mi madre misericordia alguna.

Yo tenía la impresión de que había niños por todas partes. Brazos y piernas rosados salían desde los torsos enfundados en las mallas negras de la Escuela de Baile de Willoughby. El tumulto empezó a ceder a medida que la voz penetrante del instructor lograba imponerse.

Los niños formaban filas. Nos habíamos convertido todos en un gran cuadro, formado por líneas horizontales paralelas. «Vista al frente.» «No, muévete hacia la izquierda.» «No, no a la derecha, a la izquierda.» «Mira, quédate ahí.» Brazos invasores tratando de ayudar, dando instrucciones, interfiriendo. Yo, mirándome los pies. Los muros se hacían cada vez más altos.

La música era un borrón. Había demasiado alboroto a mi alrededor, invadiendo mi espacio y mi mente. Con los puños cerrados di una patada y escupí varias veces en el suelo.

—Llévesela de aquí, señora Williams —dijo el señor Willoughby, el profesor—, me temo que todavía no está lista. Tráigala en un par de años.

Mi madre quedó avergonzada, sus sueños y esperanzas reventaron en su propio rostro. Yo miraba al suelo. Me tiraban del brazo con violencia. Miré hacia arriba. De su boca manaban palabras; su tono era mortífero.

—Se acabó. Te vas al hospicio.

La histeria invadió mi cabeza y probablemente la vomité en el coche, aunque no fui consciente de ello. Willie nunca logró ser una bailarina.

Mi madre empezó a verme, ya no como a ella misma sino como a su malcriada hermana. Me convertí en «Marion» y, como para intensificar su odio, acabé siendo «Maggots». Durante años me quedé con ese apodo.

I see that girl in the mirror, looking back at me.

I see her thinking I am crazy, for believing I am free.

Yet I can see it in her eyes that as I am staring,

She is trying to understand that I am not lying,

I am just trying to find my way back home to me.

Veo a aquella chica del espejo, devolviéndome la mirada.

Veo que cree que yo estoy loca, por creer que soy libre.

Pero puedo ver en sus ojos que mientras miro fijamente,

Trata de entender que no estoy mintiendo,

Sólo ando buscando el camino de regreso a casa.

El parque quedaba al final de la calle y por el camino había rosas. Había casas y todas ellas tenían un nombre especial. La casa del final era «Rose House».

Yo solía irme de casa muy temprano por la mañana a explorar. Me gustaba mirar el criadero de peces del señor Smith, atisbar a través de las puertas de cristal de la casa de las rosas y bailar en sus jardines, cantando canciones o recitando poemas que había oído por ahí. Me comía las plantas de los viveros de la mamá de Lina, tiraba por el aire los pétalos de las rosas de la casa de las rosas y caminaba a través de ellos como si fueran las estrellas que rodeaban mi cama. Quizás para quien me viera parecía un ángel, pero si intentaban estar conmigo era como un diablo. La dueña de la casa de las rosas nunca me regañó. Un día alguien comentó algo sobre mi forma de cantar. Entonces dejé de cantar delante de la gente, aunque por muchos años no me di cuenta de que podían seguir oyéndome aún cuando yo no los viera a ellos.

El parque era un lugar mágico. Solía acostarme en la mitad del balancín, haciéndolo subir y bajar. En el columpio podía hacer que el patio de la casa de Lina apareciera y desapareciera, lo que me hacía reír. Algunas veces ella salía a mirarme. Venía al parque y me pedía que pasara por su casa. Yo me reía y seguía columpiándome más y más alto: «Miren, nadie puede tocarme.»

Lina y su madre sólo hablaban italiano y a mí me encantaba oírlas hablar. Sus voces eran suaves; aun cuando hablaran en tono autoritario no sonaban duras.

Me encantaba el olor de su casa; allí había muchas cosas que ver y a través de las cuales mirar. Tenían vasos de cristal alineados en pulidos gabinetes de madera de teca veteada, colocados sobre anaqueles con espejos, como si merecieran estar en un escenario. El suelo era liso y brillante como la seda y parecía como si en él se pudiera comer. Todo parecía agradable al tacto. Me gustaba frotar las mejillas contra las cortinas, los gabinetes, los cobertores de los asientos y la puerta de cristal. Yo le parecía hermosa a la mamá de Lina y me daba pedazos de calamar. A mí me agradaban porque ella me gustaba. Y cuando reía, los ojos le bailaban, todo su cuerpo parecía agitarse con la risa.

Lina también me gustaba. Tenía un hermano mayor que era un rufián. Eso yo lo entendía.

Su mamá le preguntó a Lina qué les había pasado a sus plantas, que tenían partes mordidas. Yo volví la cabeza y traté de no reír.

—¿Lo hiciste tú? —dijo Lina haciendo un gesto.

La miré a los ojos y mis ojos no mintieron.

Mi árbol favorito vivía en el parque. Solía trepar a él para balancearme colgada de las rodillas, generalmente de la rama más alta que pudiera encontrar. Unas veces cantaba y otras tarareaba. Mientras todo se moviera a un ritmo, me sentía feliz.

Un día en particular, estaba balanceándome en mi árbol. Una niña se me acercó y empezó a hablarme mientras yo me mecía. Su nombre era Carol. Me imagino que le parecí algo extraña porque llevaba puesta sólo la camisa de dormir blanca, que me caía sobre la cabeza, dejándome el resto del cuerpo expuesto. Mi rostro debió de impresionarla aún más, porque me había pintado con el maquillaje que usaba mi madre. Yo sentía que estaba hermosa. Seguramente mi apariencia era un asco.

Algunas veces me bajaba del árbol con un dramático balanceo final. Soltaba mis piernas del árbol y salía volando hasta que aterrizaba de un porrazo en el piso. A veces rodaba hecha un ovillo. Y muchas otras veces me hacía arañazos. Me daba igual. Me incorporaba para continuar con mi próxima aventura. El mío era un mundo rico, pero al igual que mucha gente rica, yo estaba muy sola.

Me fui con aquella niña gigantesca. Me sentía fascinada por su vivacidad, aunque no podía entenderle casi nada. Oía palabras. Probablemente las copiaba. Pero sólo sus acciones y su capacidad de cautivarme tenían significado, y mientras algo fuera nuevo para mí, yo me sentía fascinada.

Fuimos a casa de Carol. Ella tenía mamá. Su mamá se sorprendió ante el estado de mi rostro. A mí me sorprendió su sorpresa: me parecía que los colores que me había puesto eran preciosos. Ellas se reían. Con mucha frecuencia la gente lo hacía en mi presencia, excepto mi madre.

Años después, la gente decía que no se estaban riendo de mí sino conmigo, pero yo no me reía. Entonces los imitaba y hacía lo que decían que era correcto. Luego se reían de mi risa extraña y yo me reía con ellos, y ellos creían que yo me estaba divirtiendo y que era muy divertida. Esto demostró ser útil cuando me hice mayor. Volvían a invitarme. Estaba aprendiendo a comportarme.

La mamá de Carol consiguió un trapo y me lavó cara, manos y piernas. Estaba lista, como nueva. Puso una bebida frente a mí. La miré,esperando que me dijeran qué hacer. «Puedes tomártela», dijo una voz.Era una oración compuesta de palabras, una afirmación. Miré el vaso, miré a la madre y a la niña. La niña, sentada al otro lado de la mesa, alzó su vaso y bebió. Yo era su espejo. La copié.

—¿Dónde vive? —dijo una voz.

—No lo sé. La encontré en el parque —dijo otra voz.

—Me parece que es mejor que la vuelvas a llevar allí otra vez —dijo la madre.

Vino el miedo y se me llevó. Dejé de estar allí.

Carol me tomó de la mano y me acompañó de nuevo al parque. Mis ojos, como una cámara, captaron el momento. Ella vivía en otro mundo, dentro de aquella casa suya. Yo tenía un inmenso deseo de formar parte de él. La miré con furia, traicionada. El mundo me estaba expulsando.

Yo había descubierto la posibilidad de elegir. Quería vivir en el mundo de Carol, en la casa de Carol. «¿Dónde vives», dijo su voz mientras ella escapaba de mi realidad. La miré fijamente y grité en mi interior con frustración. No salió ningún sonido. Vi a la persona que había sido Carol despidiéndose y pronunciando palabras. Durante muchos años me pregunté si ella había sido real, pues hasta aquel entonces nadie había logrado ponerme de manera tan completa dentro de «el mundo». Aquella extraña a quien sólo vi una vez había cambiado mi vida. Se convirtió en «la niña del espejo». Más tarde yo me convertí en Carol.

Cuando ya era mayor me dio por traer a casa un gatito tras otro de forma compulsiva, para hacer lo mismo que Carol había hecho conmigo cuando me llevó a su casa, y me preguntaba cuándo se convertiría mi madre en la madre de Carol. Nunca lo hizo.

Finalmente dejé de esperar que Carol regresara al parque. Ya no quería balancearme desde ningún árbol. Era demasiado doloroso. Comencé a pasar la mayor parte del tiempo mirándome al espejo.

En mi habitación había un espejo largo. En su reflejo podía ver la puerta del cuarto de mi hermano. Mi hermano nunca entraba por esa puerta. Supongo que no dormía allí o que salía por la otra puerta, la que daba al porche trasero. Si él hubiera entrado, estoy segura de que yo hubiera gritado. Mi cuarto era mi mundo; mi madre, aunque indeseada y nunca invitada, era la única intrusa cuya presencia toleraba.

Durante el día yo quería que la puerta se mantuviera cerrada. Por la noche, la quería abierta para poder echarle ojo a cualquier cosa que pudiera entrar. Carol entraba a través del espejo.

Carol se parecía mucho a mí, pero la mirada de sus ojos traicionaba su identidad. Sí, era Carol. Yo empezaba a hablar con ella y ella me imitaba. Entonces me enfadaba. No esperaba que ella hiciera eso. Con un gesto le preguntaba por qué y su gesto me lo preguntaba a mí. Suponía que la respuesta era un secreto.

Decidí que Carol comprendía que nadie más tenía permiso para verme comunicándome con ella y que ésta era su manera de protegerme. Comencé a susurrarle, poniendo mi rostro muy cerca del de ella y preguntándome por qué no acercaba su oído para escucharme.

Cuando yo no estaba frente al espejo, Carol desaparecía. Entonces me sentía abandonada. Cuando caminaba frente a él, ella volvía y yo trataba de mirar detrás del espejo para ver si había pasado por aquella puerta que se podía ver al fondo. Después de todo, esa no era la puerta de la habitación de mi hermano. ¡Era la casa de Carol! La habitación donde la veía, en el espejo, era sólo una habitación entre el mundo de ella y el mío.

Por fin entendía el secreto. Si yo pudiera cruzar aquella habitación, podría irme con ella a su mundo. Mi único problema era cómo meterme en el espejo.

Me había dado cuenta de que tendría que introducirme en el mismo espejo si alguna vez había de llegar a aquella habitación. Los siguientes cuatro años traté de hacerlo. Solía ir directamente hacia el espejo y me preguntaba por qué no era capaz de pasar a través de él.

La ansiedad debida a mi batalla interior estaba volviéndose intolerable. Yo era capaz de pronunciar palabras, pero lo que deseaba era comunicarme. Quería expresar algo. Quería dejar salir algo. Rendirme ante la angustia resultaba demasiado fácil y de hacerlo perdería de nuevo toda conciencia de mi propio yo y de mi entorno.

Me ponía a llorar y miraba con desesperación a los ojos de Carol reflejados en el espejo, deseando saber las respuestas a mi pregunta de cómo salir de mi prisión mental. Comencé a golpearme por la frustración, abofeteando mi propia cara, mordiéndome y tirándome delpelo. Si mi madre no hubiera sido tan experta en maltratos, lo queyo misma me infligía habría hecho que sus esfuerzos quedaran como pálidos reflejos.

Finalmente llegué a creer que lo que me impedía entrar en el mundo de Carol era la resistencia que yo misma sentía antes de golpear el espejo. Al recordarlo, me doy cuenta de la verdad que había en ello. Era cierto que había una resistencia interna incontrolable que me impedía introducirme en el mundo en general.

Empecé a sentarme, hecha un ovillo, dentro de la alacena. Cerraba los ojos tratando de perder toda sensación de mi propia existencia, de tal manera que en mi mente pudiera entrar en el mundo de Carol. La necesidad de ir al baño, de comer o cualquier llamada a participar en la familia (para traer cosas, que era el principal papel que yo desempeñaba en casa), cada vez me producían más irritación. En resumen: mi humanidad, mi mera existencia física, era mi fracaso.

En la oscuridad de aquella alacena encontré a Carol dentro de mí misma.

Carol era todo aquello que le gustaba a la gente: se reía mucho, hacía amigos, traía cosas a casa, tenía una mamá.

Para dicha de mi madre, Carol era capaz de comportarse con una relativa normalidad. Sonreía, era sociable, risueña; se convirtió en la perfecta muñeca bailarina justo a tiempo para que la predicción del señor Willoughby se hiciera realidad: «Tráigala de nuevo en un par de años».

Y mientras tanto, Donna había desaparecido. Para entonces yo ya tenía cinco años.

Detestaba llamar a la gente por su nombre, también que me llamaran a mí por el mío. Nunca les dije a los demás que yo creía que mi nombre era Carol y que ellos eran personajes de una obra teatral con los que Carol se encontraba. El miedo a traicionar el secreto era el temor a perder lo que me mantenía unida al mundo de Carol, la única salida de mi prisión interior. Había creado un ego separado del yo que seguía estando preso de mis emociones lisiadas. Esto se convirtió en algo más que una actuación. Se convirtió en mi vida, y como yo tenía que rechazar todo reconocimiento de un yo emocional, debía rechazar todo reconocimiento de Donna. Finalmente perdí a Donna y quedé atrapada de una forma distinta de la anterior. Carol luchaba por lo que resultaba inaceptable: la aceptación social. Al hacerlo, Carol se apoderaba del escenario. Willie, mi otro rostro frente al mundo y la personificación del más completo autocontrol, permanecía inmóvil, sentado entre el público. Donna permanecía en la alacena. Una vez, cuando yo ya tenía veintidós años, buscándome a mí misma volví a meterme en aquella alacena y cerré la puerta.

Staring into nothingness since time began,

There and yet not there she stood.

In a world of dreams, shadows and fantasy,

Nothing more complex than colour and indiscernible sound.

With the look of an angel no doubt,

But also without the ability to love or

Feel anything more complex than the sensation of cat’s fur

Against her face.

Mirando fijamente la nada desde que el tiempo empezó,

Estando allí y al mismo tiempo no estando, permanecía de pie

En un mundo de sueños, sombras y fantasía,

Nada más complejo que el color y el sonido indiscernible.

Sin duda, con la apariencia de un ángel,

Pero también incapaz de amar o

Sentir cualquier cosa más compleja que la piel del gato

Contra su rostro.

Antes de que Carol llegara, me habían llevado a una escuela especial.

Tenía tres años cuando me puse el riguroso uniforme apropiado para la escuela: vestido a cuadros azules, americana azul oscuro, que siempre llevaba abotonada hasta arriba para permanecer encerrada en ella.

Me encantaban las pesadas puertas de roble de la iglesia de la escuela, los suelos brillantes, los vitrales tan altos. Me fascinaba el olor de todo y también los árboles que descolgaban sus ramas hacia el patio. Me gustaban los pastelitos de crema de los recreos y el cabello de Elizabeth. Me gustaba mucho el escudo metálico de la escuela cosido a mi americana. Veintitrés años más tarde, aún lo conservo. Lo saco de alguno de mis muchos botes de cristal llenos de tesoros y regreso a la escuela como si fuera ayer. Tales tesoros eran las llaves para entrar en mí misma y... ¡ay de quien los tocara!

Esta era una escuela privada conocida por dar una buena atención personalizada y por su política de aceptar a niños con «necesidades especiales». Para empezar, los niños eran diferentes. Casi todos eran mayores que yo. Eran más tranquilos y menos intrusivos que otros niños.

Aunque todos creían que yo era lista, con frecuencia no entendía lo que me decían. Si bien era inteligente, parecía que me faltaba sentido común. En lugar de conversar con la gente me limitaba a imitarla y a hablar sin parar, más alto que nadie, como si hacer esto fuera conversar.

También tenía problemas cuando se me acercaban. Retrocedía y me hacía a un lado. Mi padre culpaba a mi madre. Para mi madre era mi comportamiento lo que explicaba su maltrato. Mi hermano mayor, cada vez más cansado de mí, me llamaba «espástica». Yo imitaba sus ademanes obscenos cuando me lo decía. ¡Bofetada! Entonces aprendí a no responder de ningún modo.

También aprendí a disfrutar haciendo cosas en la escuela especial. El profesor nos hacía entrar en la capilla de la escuela y ponía en el suelo una hoja de papel muy grande. A cada lado del papel había un niño, pero yo los ignoraba.

Cada uno de nosotros tenía un lápiz y dibujábamos, hasta que alcabo de un rato yo alzaba la mirada para ver la cara que iba unida ala mano que había dibujado algo invadiendo mi dibujo. El profesor trataba de encontrar figuras en la obra de arte garabateada entre todos nosotros.

Algunas veces, me interesaba por lo que los niños de la clase estaban haciendo. Me daban pedacitos de objetos para trabajar. Estos objetos me frustraban. No me importaba tener que dibujar, pero detestaba verme obligada a ensamblar cosas para hacer personas o cosas semejantes. Solía pasar mi tiempo fabricando mundos en miniatura, llenos de cositas coloreadas y mullidas, también de cosas en las que me imaginaba que me introducía o trepaba. Ponía mi mejilla a ras de mi obra de arte, tratando de ver el interior, en vez de observarlo por fuera, como cuando un gato mira dentro de una ratonera.

No me gustaba sentarme en las sillas. Mis piernas eran inquietas y no podía mantenerlas inmóviles, siempre me hacían imposible permanecer quieta en una silla. Me encantaba sentir la tierra debajo de mí. Mientras más parte de mí cuerpo estuviera sobre ella, mejor. Un día me puse de pie junto a la silla de una muchacha mayor llamada Elizabeth, que estaba haciendo un muñeco con un cono de cartón y papel, y me sentí atraída por su cabello, que llevaba recogido detrás en una trenza grande. Pasé la mano por la trenza. Me miró y me asusté por la manera en que su cara estaba unida a su pelo. Había querido tocar su cabello, no a ella. Me dijo que su nombre era Elizabeth. Fue la primera vez querecuerdo haberme esforzado por tocar a alguien con suavidad, aunquesólo fuera su cabello.

Mi madre solía ir a recogerme a la escuela especial. Yo siempre le decía adiós al edificio. Un día le dije adiós para siempre. Me contaronque una niña con parálisis cerebral me había pegado en la cabeza con unapiedra. Es posible que fuera cierto. Yo era tan ajena a todo lo que no me cautivara o me perturbara, que no me di cuenta. Ni siquiera me había sentido herida físicamente ni de ninguna otra forma.

Cuando dejé esta escuela especial empecé a convertirme en Carol. Carol le hablaba a la gente. Yo aprendí a hablarle a la gente. La gente probablemente creía que la escuela especial me había convenido. Probablemente fue así. En todo caso, lo que es seguro es que no me hizo daño.

Empecé a asistir a una escuela primaria regular y a clases de ballet al mismo tiempo. Me había vuelto muy buena para obedecer, ya que esto era lo que a la gente le gustaba, y a la gente le gustaba Carol. Como tenía articulaciones flexibles, podía contorsionarme como formando nudos, lo que hacía reír a la gente, la impresionaba y hacía que mi madre se sintiera orgullosa de la habilidad de su muñeca danzarina.

Mi madre había superado a su hermana mayor: tenía una muñeca danzarina; su hermana sólo tenía varones. Me agarraba las piernas, las movía y tiraba de ellas hasta casi quebrarlas, forzándome a que las abriera al máximo o a que hiciera el puente hacia atrás. Mi hermano era feliz sujetándome de una de las piernas cuando me acostaba sobre el suelo para formar con ellas un reloj humano. Tal como lo haría Carol, si ellos reían yo también lo hacía. A ellos les debía parecer que me estaba divirtiendo mucho. No solamente tenían una muñeca danzarina; ahora tenían además una contorsionista. ¡Qué talento, qué habilidad, qué competencia! Me convertí en una valiosa pieza de exhibición. Baila, pequeña muñeca danzarina. A los once años, ya debía tomar analgésicos para el reumatismo que se había desarrollado en todas las articulaciones de mi cuerpo. Apretaba los dientes y me daba golpes para aplacar el dolor. Me parecía que los huesos se restregaban unos contra otros.Tuve que tomar analgésicos durante varios años. Sólo bailé hasta que tuve siete años y jamás pude distinguir la derecha de la izquierda.

En esta escuela primaria aprendí a llamarme a mí misma loca. En mi búsqueda de quién era yo, cuando tenía veintidós años regresé a la casa donde había crecido. La mujer que había allí me mostró algo que había descubierto escrito en el muro del cobertizo de mi abuelo. Recuerdo el momento en que lo escribí: fue después de su muerte. Tenía más o menos seis años. La frase decía: «Donna es una chiflada.» Cosa extraña, me tomó más de cuatro años darme cuenta de que los niños normales se refieren a sí mismos como «yo».

Para mí era irrelevante si los otros niños eran amigos míos. La primera amiga de la escuela que elegí por mí misma fue Sandra. Me gustaba el rostro sonriente de Sandra y su cabello oscuro y brillante. Era una niña grande y alegre. Los otros la molestaban. Ella se convirtió, según sus palabras, en «mi mejor compañera, mi eterna camarada».

Los otros niños jugaban a escuelitas, a papás y a mamás, o a médicos y enfermeras. Otros más saltaban la cuerda, jugaban a pelota o intercambiaban cromos. Yo tenía cromos y los regalaba para hacer amigos, antes de aprender que lo que debía hacer era intercambiarlos, no regalarlos.

Sandra y yo solíamos jugar a lo mismo todos los días. Ella reía, yo reía y ambas reíamos. Nos sentábamos la una al lado de la otra a gritarnos cosas al oído. Me daba risa porque me hacía cosquillas y no me importaba lo que gritaba; fue la primera persona que jugó mis juegos.

A la hora del recreo y de la comida, Sandra y yo bebíamos tanta agua como pudiéramos, hasta sentir que íbamos a reventar. Nos ahogábamoshasta ponernos azules, tosiendo y luchando para poder respirar. Nos apretábamos los ojos con los dedos para ver colores y chillábamos hasta que se nos ponía roja la garganta.

A mí me parecía que esto era muy divertido. Había descubierto que era capaz de compartir sensaciones físicas. En compañía de otras personas mis sentidos se cortaban y me quedaba tan entumecida que para poder sentir algo tenía que forzarme hasta límites extremos.

Sandra encontró otra amiga. Yo la llamé gorda; ella me llamó loca. Ella y su nueva amiga trataron de incluirme. Yo, incapaz de arreglármelas para tener dos amigas al mismo tiempo, resolví la situación rechazándolas a ambas.

Con frecuencia jugaba sola en las barras paralelas, miraba mi juego de naipes, trepaba a los árboles, arrancaba las flores, daba vueltas y vueltas sobre mí misma mirando fijamente al sol. Me tiraba al suelo y veía girar el mundo. Estaba enamorada de la vida, pero terriblemente sola.

Yo resultaba atractiva para los otros niños. Fascinados, me contemplaban cuando caminaba por encima de las barras paralelas o me columpiaba en la rama de un árbol a treinta pies de altura; en suma, cuando hacía «locuras».

Aunque íbamos a la misma escuela, mi hermano no tenía nada que ver conmigo. Si bien antes me había protegido, ahora le parecía que yo era una loca, una «espástica» y una vergüenza. Realmente no lo culpo. Mientras que yo vivía mi propio mundo, a él le estaba yendo bien en «el mundo real».

Las aulas parecían ser una extensión del patio y éste parecía ser una extensión de las aulas. El profesor pronto aprendió a no dejarme ir al baño sola, pues a menudo salía a vagar y no regresaba.

Me iba al patio a divertirme por mi cuenta. Me parecía natural, si algo no me gustaba, encontrar la manera de evitarlo. Pensando en aquella época, puedo imaginar la extrañeza delmaestro cuando le pidieron que saliera al patio porque una de sus alumnas estaba meciéndose y cantando «On Top of the World»,2colgada por las rodillas de la rama más elevada de uno de los árboles más altos de la escuela.

Todo el mundo se reunió debajo del árbol. Gritaban. Yo cantaba más y más alto y me mecía con más y más fuerza. Al fin me di cuenta de que estaban preocupados y me asusté. Con mucho miedo, bajé. Aún no sé si me asusté por lo que había hecho o por el miedo a que alguien subiera a agarrarme. El profesor me aseguró que no tendría problemas. Al fin bajé. En sueños repetí una y otra vez aquel día de derrota.

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