NAVEGACIONES. ENSAYOS ESCOGIDOS - Vladimiro Rivas Iturralde - E-Book

NAVEGACIONES. ENSAYOS ESCOGIDOS E-Book

Vladimiro Rivas Iturralde

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Haber publicado en mi vida más de un centenar de ensayos literarios de diversa extensión se explica, no tanto por el cumplimiento de una obligación como por el disfrute inmenso de leer y pensar la literatura. Mi trabajo universitario en México me ha dado la oportunidad reiterada de enfrentarme a la literatura y reflexionar sobre ella. Leer, decía Borges, es una actividad más placentera y civilizada que la de escribir. Lo es porque un buen lector reescribe cada libro que lee. La política editorial y el respeto al lector me han obligado a seleccionar, de ese centenar, sólo treinta y cuatro ensayos para esta colección. Escogerlos fue una tarea amarga: no sin dolor, tuve que dejar fuera del libro a setenta artículos, muchos de los cuales fueron publicados en revistas y libros mexicanos, razón demás para hacerse presentes ante el lector ecuatoriano. No obstante, considero este libro una muestra representativa de mi quehacer ensayístico, con los artículos presentados en orden alfabético.

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Prólogo

José María Arguedas en sus relatos

Bajo el volcán, aquí hay Fausto encerrado

Bartleby y Las Encantadas de Herman Melville: dos manifestaciones del Nihilismo

Benito Cereno de Herman Melville: un caso de sobreinterpretación

Broch y La muerte de Virgilio

Jorge Carrera Andrade: del catolicismo al panteísmo

Carta a Cervantes

La ofrenda del cerezo de Iván Carvajal

“Catedral Salvaje”: el poema, piedra sacrificial del poeta

Cervantes, la locura y la pluralidad de discursos

Cortázar y la fotografía

César Dávila Andrade en sus cuentos: El hermetismo como superación del realismo

Una objeción a Los Sangurimas

El doblón ecuatoriano de Melville

Dostoyevski: del chisme al carnaval

La Escalera de Bramante: escribir contra la anécdota

Faulkner y lo real maravilloso

El legado de Carlos Fuentes

La guillotina, la música, el verdugo

Un acercamiento a Hélice

D.H. Lawrence en México: la inverosímil transformación del hombre en mito

Eduardo Lizalde: de Babel al bestiario

El otro yo y Juan Vicente Melo

Nacionalismo y exilio en la literatura ecuatoriana

Narradoras ecuatorianas en su cuarto propio

Pablo Palacio en la Vanguardia

Virgilio Piñera, ¿desterrado de El Caribe?

Javier Ponce: de la crónica a la intimidad

José Revueltas: notas sobre el estilo en sus cuentos

Bruno Sáenz: la muerte iluminada por la Fe

Del tatuaje en la literatura

Tres del treinta en su crepúsculo

Vargas Llosa en Los Andes

El destierro, metáfora del vacío: El viajero de Praga de Javier Vásconez

Hay libros que hablan de otros libros,y es como si hablasen entre sí.(Umberto Eco. El nombre de la rosa)

Prólogo

Las lecturas de un escritor –asunto de índole privada– interesan a los demás, no tanto por sí mismas como por los problemas que plantean y por sus inciertas soluciones. Pueden importar al lector común, ya por la originalidad de su visión, ya por la formulación de problemas de carácter general, como los que aparecen en este libro: la interpretación y sobreinterpretación de los textos; la verosimilitud o inverosimilitud de las historias; la relación entre las literaturas angloamericana y latinoamericana, y entre la literatura y el poder; la revisión de algunos clásicos de las letras ecuatorianas; el examen de ciertos procedimientos y características de la narración: el punto de vista, la unidad tonal y el uso del tiempo narrativo; el realismo y la literatura fantástica; la seducción de esa otredad, la poesía, que me ha llevado, sin ser poeta, a dedicar buena parte de mi vida lectora y de mis reflexiones a ese mundo extraño al que he convertido en familiar. En cierto modo, este libro constituye una desordenada poética que, por su carácter inconcluso y parcial, invita al generoso lector a completarla y, de ser posible, a sistematizarla.

Haber publicado en mi vida más de un centenar de ensayos literarios de diversa extensión se explica, no tanto por el cumplimiento de una obligación como por el disfrute inmenso de leer y pensar la literatura. Mi trabajo universitario en México me ha dado la oportunidad reiterada de enfrentarme a la literatura y reflexionar sobre ella. Leer, decía Borges, es una actividad más placentera y civilizada que la de escribir. Lo es porque un buen lector reescribe cada libro que lee.

La política editorial y el respeto al lector me han obligado a seleccionar, de ese centenar, sólo treinta y cuatro ensayos para esta colección. Escogerlos fue una tarea amarga: no sin dolor, tuve que dejar fuera del libro a setenta artículos, muchos de los cuales fueron publicados en revistas y libros mexicanos, razón demás para hacerse presentes ante el lector ecuatoriano. No obstante, considero este libro una muestra representativa de mi quehacer ensayístico, con los artículos presentados en orden alfabético.

Si las expectativas formuladas al principio se cumplen, puedo esperar de este libro una existencia menos vana en el mundo, menos precaria.

No quiero cerrar esta página sin agradecer efusivamente a mi aguerrido editor, Santiago Vizcaíno, por su interés en publicar mis ensayos, y a Valeria Guzmán, quien me ayudó, con gran amabilidad y buen criterio, a seleccionarlos.

México, febrero de 2022

José María Arguedas en sus relatos

Yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas.

(José María Arguedas: Los ríos profundos)

José María Arguedas (1911-1969) entró a la inmortalidad literaria con Los ríos profundos (1958), una de las novelas más bellas y poéticas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Sus otras novelas, Yawar fiesta (1941), El sexto (1961), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) poseen gran interés, desde luego, como testimonios y símbolos, no tanto de una sociedad entera, la peruana de los Andes, como de un autor que regresa de manera persistente a su propia biografía y obsesiones, y recrea, desde esa perspectiva, un lenguaje personal. Intercalados entre estas novelas, aparecieron varios libros de relatos, con textos que el autor corregía y volvía a publicar en nuevas colecciones: Agua (Lima, 1935), Diamantes y pedernales. Agua (Lima, 1954), La agonía de Rasu-Ñiti (Lima, 1962 y 1964), El sueño del pongo (Lima, 1965; Santiago de Chile, 1969), Amor mundo y otros relatos (Montevideo, 1967), Amor mundo y todos los cuentos (Buenos Aires, 1967). Póstumamente aparecieron El forastero y otros cuentos (Montevideo, 1972) y Relatos completos (Buenos Aires, 1974), libro que da pie a estas reflexiones.

Como suele suceder con muchos escritores, existe en Arguedas una perfecta relación de continuidad y coherencia entre sus cuentos y sus novelas, a tal punto que los cuentos pueden ser leídos como síntesis de las novelas, y las novelas, como desarrollos de los cuentos. En ellas, las preocupaciones son las mismas: el rescate de la cultura indígena de los Andes; la gran importancia atribuida a la música y la danza; la visión animista de la naturaleza; la marginalidad y el dolor del mundo; la perspectiva infantil de las acciones; la concepción maniquea de la ética; la visión de los desvalidos –los niños, las mujeres y la naturaleza–, víctimas de los abusos y la depredación del macho adulto, casi siempre un gamonal; el asco a la sexualidad; en fin, la propuesta ideológica y artística de eso que Vargas Llosa llama la “utopía arcaica”.

Si prescindimos de los dos extremos de la colección, la novela corta “Diamantes y pedernales” y el cuento quechua “El sueño del pongo”, traducido y reelaborado por el mismo Arguedas, advertimos en los cuentos una gran unidad temática y hasta cronológica: en ellos asistimos al crecimiento de un niño huérfano –Ernesto, Santiago–, testigo de las injusticias y violencias de los gamonales sobre los indios y la naturaleza, pero también de la poesía, la música y la magia de una cultura a la que no pertenece pero que ama como a ninguna otra por ser la única que posee: la quechua peruana.

La estructura y la técnica de los cuentos de Arguedas son mucho menos importantes que el mundo que proponen. Hay en ellos una visión, una sensibilidad, que van más allá de la elementalidad técnica y de cualquier propuesta formal. No es sólo que a través de sus narraciones descubrimos a un ser entrañable, a un poeta de la narración que habla de sí mismo como si ese ser marginal y desgarrado fuese de algún modo todos los hombres, sino que a través de él intenta expresarse toda una cultura, la cultura indígena peruana de los Andes. “La estética de Arguedas”, afirma José Miguel Oviedo, “enfrentó el difícil reto de representar, sin traicionarla, una cosmovisión quechua en lengua castellana”1.

Arguedas descubrió muy temprano un gran problema por resolver en su narrativa: encontrar un lenguaje que permitiera a sus personajes indígenas monolingües quechuas expresarse en idioma castellano sin que sonara falso o resultara ininteligible para el lector común. Tras una larga y angustiosa búsqueda, resolvió el problema con el empleo de un lenguaje inventado: sobre una base léxica predominantemente castellana, recreó el ritmo sintáctico del quechua. “Hay que quechuanizar el español”, solía decir. El mundo propuesto es bilingüe: por razones biográficas, Arguedas pensaba en quechua, pero escribía en castellano. Los quechuismos pugnan en él por asomarse al escenario de la escritura. Las canciones son quechuas; las expresiones de ternura –particularmente los diminutivos–, tan propios de la lengua indígena, abundan en estas narraciones. Los diálogos están a punto de ser recitativos o canciones; las acciones, a menudo, fiestas. Y entonces –además de la inclusión constante de palabras quechuas (que el escritor mismo tiene que traducir entre paréntesis)– damos con una musicalidad en su prosa que no proviene estrictamente del castellano sino de hábitos lingüísticos del quechua, tales como las frases cortas y entrecortadas; la abundancia de símiles; la ausencia frecuente de artículos; la alteración del orden sintáctico castellano, poniendo al final el verbo ser en las frases nominales; el abuso deliberado del gerundio; el trato familiar y cariñoso, a través del diminutivo, a todos los seres de la naturaleza; el énfasis en ciertas partes morfológicas menos importantes de la oración, como el adverbio, entre otros recursos. El resultado es la afortunada creación de una voz, de un ritmo. El canto es tan importante como el habla, y el habla posee una musicalidad inconfundiblemente quechua. El canto se realiza en un ritual, una ceremonia, y esa ceremonia es una fiesta. En casi todos los cuentos de Arguedas hay fiestas. Desde Yawar Fiesta, su primera novela, se vuelve una constante de su narrativa, ya que la fiesta constituye un signo de identidad de la cultura quechua peruana. En la fiesta todo se comparte, todo es de todos, los límites entre las identidades personales se vuelven borrosos y todos caen presas del frenesí. “La agonía de Rasu-Ñiti” señala un extremo de esta temática, porque el agonista –literalmente un personaje que agoniza-, reacciona en sus últimos momentos vistiéndose con los atuendos del danzante de tijeras para morir danzando. Este bello cuento, que Vargas Llosa admiraba, es un homenaje a la danza. Los cuentos de Arguedas están poblados de músicos y danzantes de huaynos. El huayno es un género musical y baile andino de origen incaico, muy difundido en los Andes peruanos y bolivianos. Su estructura musical surge de una base pentatónica de ritmo binario, en la que intervienen instrumentos tales como la quena, el charango, la mandolina, el arpa, el requinto, la bandurria, la guitarra y el violín. Sin embargo, en los cuentos de Arguedas abundan los músicos de huaynos que tocan sólo el arpa y el violín, como Mariano, el arpista de la novela corta “Diamantes y pedernales”. Aunque Arguedas es, ante todo, un narrador, no resiste la tentación de dar un informe etnográfico, un cuadro de costumbres de la sociedad quechua que conoció. En este sentido, las narraciones de Arguedas son también breves ensayos antropológicos.

En términos generales, los de Arguedas son cuentos formalmente limitados –no descuidados ni negligentes–. El autor, aislado en la provincia peruana y aun en Lima, no tenía un acceso satisfactorio a la cultura europea y norteamericana y a los experimentos formales que allí se hacían. Por otra parte, una vez conocidos, los desdeñaba en aras de una autenticidad cultural. El mismo Arguedas declaraba –y de esto hay constancias en toda su obra– que su saber, su conocimiento del mundo indígena no provenía de los libros sino de la observación directa del mundo. Su conocimiento no era, en suma, erudito ni libresco. Su conocimiento era recuerdo y evocación, recuerdo de su infancia y del mundo que la determinó. “Diamantes y pedernales” es un buen ejemplo de las deficiencias técnicas de Arguedas. Al principio, toda la atención del narrador está puesta en Mariano, ese arpista forastero que llega a un pueblo de la sierra ya poblado de buenos arpistas. El interés consiste, entonces, en averiguar si Mariano podrá, en su marginalidad, abrirse paso entre tanta competencia e incorporarse a una sociedad que, de entrada, lo rechaza por “upa” (tonto). Sin embargo, el relato cambia bruscamente de orientación hacia las historias amorosas de don Aparicio, el gamonal del pueblo, primero con Irma, una mestiza, a la que había raptado de un pueblo vecino, y luego con Adelaida, la rubia y joven costeña recién llegada al pueblo. Al final, Mariano reaparece sólo para ser asesinado inexplicablemente por el patrón, quien, arrepentido, abandona el pueblo para expiar su crimen. Y, como éste, buena parte de los cuentos de Arguedas tiene, o planteamientos y desarrollos elementales, o fallas estructurales graves. Observo, por otra parte, un conflicto no resuelto entre narración y descripción. En “Orovilca”, por ejemplo, ¿qué es más importante? ¿Las hermosas descripciones de la naturaleza, desligadas de la acción central, o la pelea a puñetazos entre los dos escolares, Salcedo y Wilster, que por casi nada se desafían? La acción central –con sus consecuencias- es esta pelea, pero la mirada del narrador se siente más atraída por el paisaje. Contradicción no resuelta entre narración y descripción. Pero, como he señalado ya, de cualquier limitación técnica triunfan la gran sensibilidad, la calidad poética del mundo propuesto por el escritor peruano.

Dos son las fuentes de su obra literaria: una, externa, el deseo de rectificar la imagen que de los indios de los Andes peruanos habían presentado sus predecesores, López Albújar o Ventura García Calderón; otra, interna, dar testimonio de las desdichas de su vida, particularmente de su infancia y adolescencia.

Respecto de la primera, Arguedas escribió así el quijotesco propósito de enderezar un entuerto literario:

Yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios; los describían de una forma tan falsa escritores a quienes yo respeto, de quienes he recibido lecciones como López Albújar, como Ventura García Calderón. López Albújar conocía a los indios desde su despacho de juez en asuntos penales y el señor Ventura García Calderón no sé cómo había oído hablar de ellos… En esos relatos estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño, que dije: “No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido”. Y escribí esos primeros relatos que se publicaron en el pequeño libro que se llama Agua.2

Sus diarios de El zorro de arriba y el zorro de abajo dan cuenta de sus principios estéticos. No fue hombre de muchos libros: “En tantos años he leído sólo unos cuantos libros”3, escribió. De manera que este ejercicio de la memoria, este hacer de la propia biografía un gran río narrativo, está en la base de toda su obra. En consecuencia, la percepción de las cosas y los hechos se da a partir de una perspectiva infantil, aunque no siempre las narraciones se hagan en primera persona. En cualquier caso, el niño es, si no siempre el protagonista, sí el testigo principal de las acciones. Esa perspectiva infantil –la inocencia, la credulidad del niño– facilita la entrada de la magia. Dicho de otro modo, la magia se manifiesta a través de la percepción infantil del mundo. La magia y la poesía –que en Arguedas son sinónimos– rompen los principios lógicos del razonamiento, como el de causalidad. Escribe, por ejemplo: “Creía Singu que de ese canto invisible [el de las calandrias] brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo”4. Obsérvese que la conjunción “porque” no tiene la función causal que debería tener. No nos explica por qué Singu creía lo que creía. La conjunción se desvía a otra esfera, la esfera poética, en la que tiene función introductoria: es la puerta de entrada a la función poética del lenguaje.

He señalado la percepción del personaje niño en estos cuentos. Pero ¿cómo es ese niño? Sabemos que Arguedas vivió la orfandad de la madre y el abandono del padre y la reclusión entre la servidumbre, de modo que primero aprendió a hablar quechua y sólo más tarde, castellano. Los niños de Arguedas son huérfanos, sirvientes blancos en una comunidad de indios; son rubios ojiazules que sirven al patrón blanco como un indio quechua hablante. Desgarrados por un origen racial que no se aviene con su situación sociocultural, estos niños viven una marginalidad dolorosa y son alter egos del autor. Por ello, en términos generales, en todos los cuentos subyace el tema dominante de la marginalidad. Los personajes infantiles de Arguedas no son indios y, siendo blancos, no pertenecen al grupo dominante de los blancos y mestizos, sino al dominado de los indios sin ser indios. Son niños huérfanos aturdidos por la violencia de un mundo al que tampoco han acabado de integrarse. Pero esa marginalidad les concede una calidad de testigos preciosos del mundo que los rodea.

En virtud de esa perspectiva –de la vida en el campo andino y la tradición cultural recibida de los indios quechuas–, la naturaleza se concibe de un modo animado y animista, esto es, que detrás de cada cosa hay fuerzas que la animan y le conceden vida propia. En consecuencia, las piedras, los ríos profundos, los montes (el Tayta Kaurara, el Wamani, el Arayá) y, por supuesto, el Inti (el Sol), son seres tan animados como los árboles, los pájaros o las vacas y los caballos. Y, lo más importante, la naturaleza no sólo habla: canta. Y ese cántico de las criaturas conforma algunas de las páginas más bellas de la narrativa de Arguedas y, sin duda, uno de los mayores títulos de su inmortalidad literaria. Pero el animismo de la naturaleza va de la mano con otro tema, obsesión del escritor peruano: la naturaleza violada. El patrón, el misti, el gamonal, dueño de haciendas y de hombres, es el intruso, el depredador, el violador de mujeres, el corruptor y destructor de la inocencia. Los ejemplos abundan: don Guadalupe, por ejemplo, en “Amor mundo”, se lleva al niño para que contemple cómo estupra a las señoras del pueblo.

La ternura va indisolublemente unida a la crueldad: Arguedas necesita, para efectos de contraste, de cuadros crueles para mostrar, a través de los personajes, su ternura, su delicada sensibilidad. Es significativo cómo en “Warma Kuyay (Amor de niño)”, a la crueldad sucede la ternura. El indio Kutu se venga de los abusos de su patrón torturando a sus animales en compañía de Ernesto, el niño, quien, sinceramente arrepentido, acude en la noche a acariciar y besar y llorar a los animales martirizados. Se percibe en cada página suya eso que los alemanes dicen “Weltschmertz” (Dolor del mundo). Aunque este dolor es esencial y puede manifestarse al margen de cualquier situación adversa –y de tal naturaleza era el dolor de Arguedas, como también el de Vallejo, otro peruano ilustre–, se vierte, en sus narraciones, de dos maneras: primera, a través de la invención literaria de personajes y situaciones que viven y transmiten el dolor de la orfandad, la marginalidad y la crueldad de los malos –los gamonales adultos- sobre los desvalidos, las mujeres y los niños, o sobre la naturaleza; segunda, a través de declaraciones de los personajes o sobre los personajes, que revelan una sensibilidad exquisita, como las siguientes: “Y era que el mundo le hacía llorar, el mundo entero, la esplendente morada amante del hombre, de su criatura”5. Más adelante escribe, con toda la ternura de la lengua quechua: “Me recuerdas las palomas de las quebradas. Cada ojo tuyo, en tu cara trigueña, es como una torcacita cantando; pero cantando en tiempo de lluvia fuerte. El mundo le parte a uno, a veces, por el mismo centro del pecho”6. Me permito seguir enumerando: “El canto le oprimía, pero lo sangraba a torrentes; elevaba su vida, lo llevaba a tocar la región de la muerte”7. “Mi alma también, padrecito Mariano, como perro blanco te va a acompañar, por todos los silencios que tienes que andar. Y aquí, en mi cuerpo, mi sangre está como los tiempos de la helada, en mayo, en junio; como la nevada en las altas cumbres, donde las almas condenadas lloran sin consuelo”8. O este fragmento, de una sutileza y delicadeza admirables: “La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas”9.

Y es que la relación de los personajes inocentes –los niños que pueblan estos cuentos- con los animales y la naturaleza en general es destacadamente afectuosa. En “El barranco” es conmovedor ver cómo la Ene –la vaca madre que pierde a su becerrito caído en un barranco- lame su piel desollada y sigue dando leche. En “Los escoleros” (léase “Los escolares”), el principal del pueblo, don Ciprián, un hombre cruel, mata de un tiro a la Gringa, una vaca cuyo dueño se negó a cederle, y el niño se abalanza a llorar sobre el cuerpo inerte del animal. El breve lamento del niño tiene la fuerza conmovedora de un treno de la tragedia griega.

Los fragmentos mejor escritos y más poéticos de Arguedas, esos que uno destaca subrayándolos durante la lectura, no son intromisiones y meros arrebatos líricos, sino que están sostenidos y justificados por una sólida intención narrativa e ideológica, la de mostrar cómo se infiltra, en una historia determinada y en un mundo que lentamente se moderniza, esa utopía arcaica de que habla Vargas Llosa, esos rasgos de inocencia, de pureza incontaminada, esa visión tan entrañable de la naturaleza, que constituyen las mayores virtudes de su obra.

La naturaleza, con su animismo casi humano, recibe atributos éticos: no es indiferente, sino esencialmente buena, franciscanamente bella, y al ser buena, es inocente y puede ser afrentada por el hombre. Frente a la placidez y pureza de la naturaleza, el hombre es un intruso, es el mal. Ese hombre es el mismo que subyuga y afrenta a los indios, a las mujeres y a los niños en un sistema semifeudal. El mundo moral de Arguedas es esencialmente maniqueo. Los ricos, los gamonales, los dueños de las haciendas, son malos porque están poseídos por el afán de dominio y lucro a costa del esfuerzo ajeno; los indios y la naturaleza son buenos. Afirma, paladinamente: “Pero las autoridades residían lejos y los comuneros seguían viviendo según sus costumbres antiguas. No había allí verdaderos terratenientes voraces y crueles”10. Y la solidaridad es un valor superior: “Los indios son buenos. Se ayudan entre ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces a los animales de todos; se alegran cuando en las chacritas de los comuneros se mecen, verdecitos y fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay peleas y bullas en Ak’ola? Por causa de don Ciprián nomás (…) Principal es malo, más que Satanás; la plata no más busca; por la plata nomás tiene carabina, revólver, zurriagos, mayordomos, concertados; por eso nomás va al ‘extranguero’”11.

Los cuatro cuentos de Amor mundo poseen unidad temática y argumental: en ellos, la mujer asume la forma de la naturaleza violada por el hombre y se narra la traumática iniciación sexual del niño Santiago, alter ego de Arguedas. En los libros anteriores, las víctimas de la violencia eran un ternerito, un caballo, un perrito, una vaca; era, también, una comunidad de indios, a través del robo de su agua. Ahora, la naturaleza víctima de la violencia del patrón, del poder, es la mujer y es el niño. Esto se resume en el incipit de “La huerta”, que dice: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”12. “El horno viejo” es un relato sobre la traumática iniciación sexual de un niño de nueve años, forzado por el patrón a ver un estupro y, más tarde, a participar. La naturaleza ya no se muestra virginal y pura, sino lúbrica y devoradora: el muchacho se inicia con una repugnante lavandera y luego contempla, en toda su brutalidad, la cópula del garañón y la yegua. “La huerta” es una continuación, con los mismos personajes, de la historia de “El horno viejo”, con relaciones sexuales desagradables y aun traumáticas para el chico Santiago. Frente a lo desagradable, grosero y hasta inmundo de los contactos sexuales, los ríos profundos de los Andes son cristalinos, la voz de los pájaros es sedante y balsámica. Si “El horno viejo” muestra el pecado, “La huerta” presenta la purificación. “El ayla” prosigue con el tema de la iniciación sexual, violenta y repugnante para Santiago. El ayla del título es un ritmo frenético, difícil y “endiablado” en el que participa un grupo de indígenas –hombres y mujeres– que también lleva el nombre del ritmo de la danza. Esta danza termina en una bacanal en las montañas, en la que el adolescente se niega a participar. Huye, entonces, se va del pueblo a la costa, a Lima. Sin embargo, no hay en “El ayla”, esa visión violenta y repulsiva del texto que se advertía en los tres cuentos anteriores, porque, como bien señala Vargas Llosa, “en este caso hacer el amor no es acto individual sino social, una representación comunitaria que se lleva a cabo según la tradición y respetando un programa”13. Finalmente, en “Don Antonio” encontramos a Santiago crecido, convertido en un jovenzuelo al que el chofer don Antonio lleva al burdel después de una conversación acerca de la vida sexual del hombre con su mujer, del hombre con su querida y del hombre con su puta. En este cuento hay un curioso contrapunto entre este diálogo y la imagen dolorosa, terrible, del ternerito muerto en el camión y la sañuda violencia del chofer.

Los cuentos de Arguedas oscilan entre la épica y la lírica. Este vaivén los anima de forma notable. La épica reside en los cuadros de grupo, en los movimientos colectivos de los indios que celebran fiestas o protestan contra el patrón; la lírica, en los abundantes cuadros íntimos, en la ternura con que se relacionan los personajes, casi siempre niños, con el entorno, con la naturaleza, sobre todo con los animales. Hay en todo ello una emoción franciscana con los seres humildes y desprotegidos, víctimas del gran depredador, el propietario de haciendas y de gente.

Mario Vargas Llosa, en su brillante estudio sobre la novela indigenista peruana, acuñó, en la expresión “utopía arcaica”, la propuesta ideológica subyacente en los cuentos y novelas de Arguedas. Sin detenerme a explicarlos, enumeraré las líneas medulares de esa propuesta: 1) Los indios de los Andes peruanos son los auténticos descendientes de los incas, por tanto, constituyen la sociedad más antigua del espectro social y racial del Perú. 2) Estos indios desarrollaron una vida comunitaria, conformando una sociedad de iguales y una organización no capitalista del trabajo. En consecuencia, las estructuras de poder difieren enormemente de las del resto del país. 3) La vida social derivada de esta organización es virginal, idílica, pura, tanto en la relación que se establece entre los hombres, como entre ellos y la naturaleza, una naturaleza ya humanizada por la magia. Todos los conflictos se suscitan, por tanto, por la intromisión de elementos y factores exógenos, como los patrones (mistis) y sus aliados, o los extranjeros, particularmente miembros del estado peruano. El sueño de la pureza étnica flota en estos planteamientos como una realidad insoslayable. 4) Los dos grandes enemigos de esta sociedad son la ciudad y la costa del Perú, que sólo la corrompen, como se ve en El sexto, su novela carcelaria.

En consecuencia, existe en el pensamiento de Arguedas un acusado conservadurismo cultural, maniqueísmo político y racismo al revés, que privilegia a la cultura indígena y descalifica a las demás del arco iris socio-cultural peruano, como lo denunció la famosa mesa redonda del 23 de junio de 1965, en Lima, cuyos participantes, además de Arguedas, eran sociólogos marxistas, críticos literarios y escritores como Jorge Bravo Bresani, Alberto Escobar, Henri Favre, José Matos Mar, José Miguel Oviedo, Aníbal Quijano y Sebastián Salazar Bondy, quienes criticaron con dureza a Todas las sangres, la más ambiciosa novela de Arguedas, a consecuencia de lo cual se hundió, hipersensible como era, en la depresión.

Sin embargo, podemos afirmar, como conclusión, que ningún acierto o desliz político podrá borrar la gran belleza de sus mejores obras, como Los ríos profundos y algunos de los cuentos aquí comentados.

(Repertorio literario, México, UAM, 2014)

1. José Miguel Oviedo. “José María Arguedas, ‘Warma Kuyay’, en Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX (1920-1980), p. 80.

2. “Primer Encuentro de Narradores Peruanos. Arequipa, 1965, en Vargas Llosa, La utopía arcaica, p. 83.

3. José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo, “Primer Diario”, Santiago de Chile, 10 de mayo de 1968, p. 11.

4. Arguedas, “Hijo solo”, en Relatos completos, p. 160.

5. Arguedas, “Diamantes y pedernales”, en Relatos completos, p. 43.

6. Arguedas, op. cit., p. 45.

7. Arguedas, op. cit., p. 49.

8. Arguedas, op. cit., p. 51.

9. Arguedas, “Hijo solo”, en loc. cit., p. 160.

10. Arguedas, “Diamantes y pedernales”, op. cit., p. 14.

11. Arguedas, “Los escoleros”, op. cit., p. 98.

12. Arguedas, “La huerta”, op. cit., p. 192.

13. Vargas Llosa, La utopía arcaica, p. 96.

Bajo el volcán, aquí hay Fausto encerrado

Mis clases en la universidad mexicana me han obligado a releer por tercera vez Bajo el volcán (1947), una de las grandes novelas del siglo XX. Su autor, Malcolm Lowry (1910-1957), fue un viajero incansable que, como otros novelistas ingleses, dejó la huella literaria de su paso por México. Los más notables fueron D.H. Lawrence (1885-1930), quien publicó en 1926 la extensa, inverosímil y aun ridícula novela La serpiente emplumada; Graham Greene (1904-1991), su inmisericorde crónica del viaje por México, Caminos sin ley (1939) y su cristalización novelística, la muy bien estructurada El poder y la gloria (1940).

Sin duda, la mejor novela escrita sobre México por un autor extranjero es Bajo el volcán y, desde mi apreciación personal, la más triste que he leído. Cada lectura me ha deparado nuevos asombros, me ha permitido descubrir tesoros que yacían escondidos en el subsuelo de su lenguaje. Es una novela inagotable. A tal punto lo es, que ahora he visto en ella una magistral y dolorosa actualización de la leyenda medieval de Fausto, inmortalizada por Christopher Marlowe y Goethe, y revitalizada en el siglo XX por escritores como Thomas Mann (Doktor Faustus), Mijaíl Bulgákov (El maestro y Margarita) o Paul Valéry (Mi Fausto). Como no es tan frecuente considerarla como una novela fáustica, me voy a concentrar en este artículo en este punto de vista.

Lowry sólo sabía hacer tres cosas: escribir, beber y viajar. Dipsómano, se autorretrató en su novela, bajo el nombre de Geoffrey Firmin, un Cónsul honorario, que ha permanecido en México luego de la ruptura de relaciones entre Gran Bretaña y México, por la expropiación y nacionalización petrolera del 18 de marzo de 1938, bajo el presidente Lázaro Cárdenas. Alcohólico, paria y proscrito voluntario, desprotegido por las leyes, casi carente de existencia legal, vivió en contacto directo con la tierra mexicana, que significó para él a la vez un infierno y un paraíso. Admira que esta novela, escrita por un dipsómano, sea una de las más perfectas, mejor estructuradas, del siglo XX. Tuvo cuatro versiones, y sólo la cuarta fue aceptada por el editor Jonathan Cape, de Nueva York, luego de una defensa escrita en enero de 1946 por el propio Lowry en forma de carta al editor, que es una de las más lúcidas y brillantes exégesis que un escritor haya escrito sobre su propia obra.

Es curioso, también, que este hombre, que ambicionó escribir una gran trilogía, análoga a la Divina Comedia, sólo alcanzara a publicar el Infierno, Bajo el volcán. El Purgatorio debía ser Lunar Caustic y el Paraíso, In Ballast to the White Sea. Lunar Caustic se quedó en borrador de novela corta, poco más que una sinopsis. El manuscrito del Paraíso, In Ballast to the White Sea, ardió en el incendio de la cabaña de Lowry en Dollarton, cerca de Vancouver, en junio de 1944, pero Jan Gabrial, su primera esposa, reveló poseer una copia anterior del manuscrito, no corregido, y logró que se publicara en 2014, poco después de su muerte. En 2017 apareció en español, con el título de Rumbo al Mar Blanco.

El lector común se preguntará, así como yo, ¿qué tiene que ver conmigo lo que a un borracho inglés le ocurre en México en un solo día, el día de muertos de 1938? ¿Por qué me concierne tan íntimamente su aventura espiritual? A ese qué tiene que ver conmigo he contestado: todo.

Es una novela extremadamente triste porque narra la historia de una caída, de una condenación. Es una gran novela religiosa porque describe, no la presencia de Dios ni la santidad ni la salvación, sino lo contrario: la sed de absoluto desde la miseria, el demonismo y la condenación. Uno de los secretos de la calidad de esta novela es su extrema concentración: no hay una sola frase, en sus cuatrocientas páginas, que no tenga que ver con el asunto central: el drama de la caída, que es, también, una intensa variante de la condenación de Fausto. Fausto, recordemos, es un viejo filósofo y alquímico con sed de absoluto que, al tomar conciencia de que no ha vivido, vende su alma al diablo, Mefistófeles, a cambio de la juventud y el amor de una mujer, Margarita. Cumplido el plazo, Mefistófeles acude por el alma de Fausto y, mientras se lo lleva a los infiernos, Margarita intercede por él ante los cielos y lo rescata.

El Cónsul, a sabiendas de que vive en una tierra que puede ser paradisiaca, la ciudad jardín –Quahunáhuac (Cuernavaca), la ciudad de la eterna primavera– es profundamente infeliz porque no acepta la felicidad que le ofrece este edén terrenal: se sabe de antemano condenado en el paraíso, que también puede ser el infierno maloliente de las profundas quebradas, los perros hambrientos en los basurales, una fauna omnipresente y amenazante de zopilotes, escorpiones, ratas, hormigas carnívoras, de siniestros policías, funcionarios estatales y mestizos de mirada y conducta torva y violenta. La novela plantea la posibilidad real de que el infierno esté también, y sobre todo, dentro de nosotros. El mundo entra y sale de la mente del Cónsul como de una jaula de diablos enloquecidos. Descenso al yo, al infierno, como las almas perdidas del infierno de Swedenborg, que prefieren las tinieblas al esplendor insoportable del Cielo. Es una novela profundamente religiosa porque el conflicto central se plantea como una elección entre el cielo y el infierno, aunque de una manera absolutamente heterodoxa.

Es una novela triste y esencial, porque su tema, hondamente desarrollado, es la pérdida del amor, y más, la imposibilidad de amar. Por eso es el infierno. A pesar de que Yvonne, el gran amor del Cónsul, regresa a buscarlo para salvarlo de sí mismo, él la rechaza una y otra vez porque no se siente digno del amor, es decir, del paraíso y la salvación. Se sabe condenado, y desempeña ese papel hasta sus últimas consecuencias. Aquí el amor terrenal adquiere una dimensión sagrada, ultraterrena. El sentimiento de culpa presente en la novela está más allá de cualquier circunstancia concreta. Es una culpa metafísica. Pero ese rechazo viene propiciado, no sólo por el alcohol –ese Mefistófeles que ha invadido su cuerpo y se ha apoderado de su alma–, sino también por una voluntad de sacrificio, también de dimensiones trascendentales. También la impotencia del Cónsul adquiere dimensiones simbólicas. Como Fausto, el Cónsul aspira a sacrificarse, a condenarse, con tal de salvar a Yvonne, su Margarita, salvarla de él mismo, el condenado. (De paso, sostengo que el Mefistófeles de Goethe es una figura traviesa, carnavalesca, operática, alegórica y aun caricaturesca). Los demonios de Lowry sí que son demonios, como los de Dostoyevski.

Hay una frase que se repite una y otra vez en Bajo el volcán, un apotegma que puede ser un lugar común, pero que en el contexto de la novela cae como latigazos en la conciencia del lector: “No se puede vivir sin amar”. Pero el amor deslumbraba y anulaba a Lowry, es decir, al Cónsul. No se sentía digno. Como no puede manifestarlo, vende su alma al diablo, a ese Mefistófeles que es el mezcal. Lo que el Cónsul hace es desandar la ruta que el aforismo ha recomendado, contradecirlo a cada paso y condenarse, autodestruirse. Como en Moby Dick de Melville -uno de los libros de cabecera de Lowry-, el lenguaje posee siempre una dimensión metafórica y una fuerza connotativa extraordinarias, con frecuencia shakespeareana. (Por cierto, un libro, una selección de dramas isabelinos, desempeña un papel importante en la novela). Las palabras están cargadas siempre de una segunda intención, una característica alusiva a la que no podemos llamar de otro modo que poética. Y Lowry se vale del expediente de los delirium tremens de su personaje para otorgar a la realidad esa dimensión demoníaca y trágica, que es la característica central de la novela. Notable es, por ejemplo, el episodio del capítulo V, en que el Cónsul, en pleno delirio alcohólico, dialoga con un gringo vecino que riega su jardín y lo toma, paródicamente, como el Jardinero del Edén, Dios.

No se trata sólo del último día en la vida de un alcohólico, sino que, a través de esa aventura espiritual, de esa impotencia, vemos también nuestro fracaso como especie, nuestra condición humana contingente y autodestructiva. Vemos también la insoportable posibilidad de vivir sin amar. Lowry plantea la falla trágica de su personaje de una forma tan radical como la de Calderón: “El delito mayor del hombre es haber nacido”. De ahí que la única salida es una muerte sacrificial y generosa. Por esto sostengo que Bajo el volcán eleva a su personaje borracho a la categoría de símbolo de la especie, por eso su destino nos incumbe y compromete: leemos en él una cifra de la condición humana.

Como los Faustos de Marlowe y Goethe, el Cónsul es también un adicto a la astrología, a la alquimia y el ocultismo y, con frecuencia, pretende interpretar el mundo desde esas disciplinas poco ortodoxas. Sólo que el mundo, para él, es México, cuyo paisaje terrestre y humano supo ver con una penetración admirable: infierno y paraíso. Pero, quizá tanto o más que en sus predecesores fáusticos, el esoterismo del Cónsul acrecienta en la novela sus virtudes poéticas.

Como en los Faustos que le precedieron, hay en el Cónsul una sed insaciable de absoluto, tan intensa y verdadera, tan asunto de vida o muerte, que hace ver a las de sus ilustres predecesores como simples discursos retóricos. El capítulo V se inicia con una página en cursivas de una gran intensidad y belleza poética, que bien puede pasar por epígrafe o por monólogo del narrador, y que expresa esa sed de absoluto a la que me he referido. Literalmente insaciable: la sed permanente del alcohólico aparece como metáfora de esa sed de absoluto fáustica, humana: no hay nada en el mundo, con todas sus maravillas, sus flores, sus frutos, sus amaneceres y ponientes, sus mares, sus ríos, que mitigue la sed del Cónsul. Nada. Por eso su sed es mística: sólo algo fuera de este mundo la puede satisfacer. Esa maravillosa página podría ser el epítome de la novela entera. Paul Claudel calificó a Rimbaud de “místico en estado salvaje”. Es también lo que me atrevería a declarar de Lowry. El envilecimiento de su cuerpo por el alcohol, la renuncia al amor terreno, todo tiene que ver con un afán casi suicida de trascendencia. Aquí el misticismo es hermanado con el suicidio. En otras palabras, el suicidio puede ser una forma del misticismo: la renuncia radical a las contingencias del mundo para acogerse a una forma de vida superior. Humillarse, castigar el cuerpo, destruirlo, para hacerse digno de esa otra vida desconocida. Como contraste y contrapunto a esta búsqueda casi demoníaca del Cónsul, están los conmovedores anhelos de Yvonne por construir con Geoffrey una casa, la casa del amor y la felicidad, que sólo encontraremos en un cuento bellísimo: “El sendero del bosque que conduce a la fuente”, publicado años más tarde. Por la imposibilidad de realizar este deseo fundamental, Yvonne –la Margarita de la novela– es también un personaje trágico.

Como Fausto, el Cónsul se sacrifica por Yvonne, su Margarita. Al final, ella muere atropellada por un caballo marcado en la grupa con el cabalístico número 7 –una fuerza desatada por el Cónsul–. Yvonne asciende, como Margarita, hacia el mundo estrellado, en tanto que el Cónsul, como Fausto, se hunde en el infierno –arrojado a una barranca por policías mexicanos–. Como vemos, el mito de Fausto carece, en Lowry, de la misericordia de sus antecesores, según la cual Margarita rescata a Fausto a última hora del infierno.

Acaso la más temible lección que esta novela ofrece a los lectores es que se trata del producto de un sacrificio extremo. Así como el Cónsul se sacrificó por Yvonne, para salvarla de sí mismo, Malcolm Lowry sacrificó su felicidad, su integridad, su vida personal, para escribir Bajo el volcán; anuló al hombre Lowry para que su novela existiera. Y digo temible porque nos enfrenta a fondo con la verdadera responsabilidad del escritor: no hacer de la literatura un pasatiempo dominical ni un producto cómodamente trabajado que busque el aplauso de los demás, sino un compromiso en el que podríamos sacrificar nuestra vida personal y aun lo que más amamos. Escribir es condenarse para salvar a otros. ¿Quiénes son capaces de llegar hasta aquí?

(Quito, Mundo Diners, octubre de 2019)

Bartleby y Las Encantadas de Herman Melville: dos manifestaciones del Nihilismo

Que autores eslavos como Bakunin, Dostoyevski o Turguénev, o un alemán como Nietzsche, o un irlandés como Beckett, o franceses como Sartre, Camus, Bernanos, Mauriac o Cioran se hayan planteado alguna vez la nada como problema central de la existencia puede no extrañar a nadie. Me refiero al nihilismo moral, no al epistemológico ni metafísico, es decir, a la ética de la conducta que consiste en la negación de toda autoridad, de todo principio y objeto moral de la existencia. Según esta ética, la vida carece de todo objetivo: se desmorona en la nada, en el vacío. Pero que se la haya planteado un norteamericano –el americano fundamenta su vida en una metafísica de la acción– es algo que nos llena de perplejidad. Herman Melville, muchas de cuyas narraciones se caracterizan por su acción trepidante, vertió también su nihilismo en las mismas páginas de acción y en otras que me parecen emblemáticas, particularmente en Bartleby y en Las encantadas.

La novela corta Bartleby apareció con el título de Bartleby, el escribiente en el Putnam’s Monthly Magazine, en los números de abril y mayo de 1853, es decir, poco más de un año después de la publicación en Londres de su obra maestra, Moby Dick (18 de octubre de 1851) y de su edición en Nueva York (14 de noviembre de 1851). Pero al incluirse en The Piazza Tales (Cuentos de la plazoleta, 1856)14 cambió su título solamente a Bartleby. Tres de las seis narraciones de The Piazza Tales se cuentan entre lo más significativo de su obra: Benito Cereno, Las encantadas y Bartleby el escribiente, aparecidas primero anónimamente en el Putnam´s Monhtly Magazine entre 1853 y 1855.

Herman Melville, el ballenero literato, se había distinguido por sus libros acerca de los Mares del Sur, con todo su exotismo. Libro tras libro, sus narraciones marítimas fueron derivando hacia el planteamiento literario de problemas morales y aun metafísicos, que encontraron en Moby Dick la más bella, extensa, profunda y compleja formulación. Por eso, aún hoy, sorprende que después de abismar al lector en los horizontes infinitos de sus libros sobre el mar, Melville lo sumerja en el encierro claustrofóbico de un relato como Bartleby.

Se trata de una de las narraciones más originales, no sólo de Melville, sino de toda la literatura moderna. La gran eficacia de este relato radica en la sencillez y radicalismo de sus planteamientos anecdótico y conceptual. De ese radicalismo se deriva su profundidad. El escenario produce claustrofobia: una oficina de escribientes en Wall Street, oscura como una tumba. La narración en primera persona contribuye a encerrar aún más esa atmósfera casi irrespirable. Relaciones frías, distantes, entre los escasos personajes: el jefe de oficina, que es el maduro narrador sin nombre; sus tres dependientes de nombres paródicos: Turkey (“Pavo”), Nippers (“Pinzas”) y Ginger Nut (“Nuez de Jengibre”), y el personaje epónimo, el recién llegado Bartleby.

El tono es constantemente irónico, con humor que recuerda a Dickens y prefigura a Kafka15. Hay, premonitoriamente, un aire kafkiano en ese escenario oficinesco colmado de papeles inútiles que los empleados copian a mano, oficina cuyas escasas ventanas dan a paredes grises y pequeños cubos de luz. Como la mayor parte de la obra de Melville, Bartleby es profundamente introspectiva y ensimismada: si la narración se asfixia en los estrechos límites del mundo físico que ella registra, busca un poco de aire volcándose hacia el interior del narrador o hacia adentro de la narración misma. Con la llegada de Bartleby, el nuevo escribiente, el absurdo se instala a saco en el relato. Ante las tareas nuevas que se le encomiendan, el escribiente inescrutable sólo emite una frase que cae como un rayo en la oficina: “I would prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”), una de las frases más célebres y enigmáticas que haya proferido personaje alguno en la historia de la literatura. Estamos ante una fantasía de la conducta y, aparentemente, de la irracionalidad y la sinrazón. Un atentado contra el sentido común, filosofía en que se basa la democracia norteamericana. Esta cosmovisión estadounidense del sentido común –recogida y expuesta metódicamente por William James (1842-1910) en su Pragmatismo (1907) y en su Empirismo (1912)– es una metafísica de la acción, que encuentra su proyección en el terreno de la ética. Moby Dick, precisamente, vendría a ser una ilustración anticipada de esta metafísica16. Sólo que constituye una ilustración por la vía negativa, es decir, a través del error trágico del personaje, el capitán Ahab, atrapado por su insensata obsesión de cazar a la ballena blanca. En Hemingway –sobre todo en El viejo y el mar- encontraremos el propósito de exorcizar a la nada a través de la acción, aunque esta acción esté condenada al fracaso.

Pero ¿quién es Bartleby? Es un hombre sin historia, alguien que llega de ninguna parte al relato y a ninguna parte se encamina. Mejor: no se encamina. Es el solo, el soltero que, exento de responsabilidades, a nadie tiene que dar cuentas de nada. De una manera, es un muerto en vida. El único receptor de su no-acción es su jefe, el narrador. Y es, por ello mismo, una abstracción y una frase.

El eje del relato es la misteriosa frase proferida con helada reiteración y cándido nihilismo por Bartleby, cuyo verbo central, “preferiría” es un verbo democrático, un verbo que alude y señala el libre albedrío. (No es casualidad que el narrador dé cuenta de unas elecciones municipales como el único hecho registrado en el breve momento que pasa afuera del encierro oficinesco). Pero este verbo democrático aparece usado por Bartleby como una negación no razonada (no necesariamente irracional) a toda acción, y un asalto al sentido común. Por este camino, entonces, el texto de Melville se convierte en un texto paródico, una parodia del libre albedrío, que es el eje de la democracia, y señala, humorísticamente, uno de los extremos de la libertad: el nihilismo, es decir, el principio filosófico que niega toda autoridad humana y divina y afirma a la nada como principio sustentador de todas las acciones humanas. Pero ¿puede la nada sustentar algo? Es la pregunta que Melville se formula y responde con sus propias armas, las armas de la narración literaria.

Melville no se limita a registrar una irracional conducta individual en el trabajo, sino que la lleva hasta sus últimas consecuencias, como un silogismo. Al negarse a toda acción, Bartleby cae en un precipicio del que no hay regreso: al fondo le espera la nada con sus máscaras sucesivas: el silencio, la inacción, la muerte. Con el demónico principio de la negación a flor de labios, Bartleby se niega a todo: no sólo a obedecer y trabajar, sino a informar de sí mismo, a salir de la oficina, a mudar de trabajo, a toda vida social y hasta a sobrevivir. Con su exasperante inmovilismo, este hombre renuncia a todo, aun a la vida. No se trata, como en los místicos, de una abdicación vital en aras de una vida superior; tampoco del autosacrificio por una causa patriótica o de cualquier otra índole; menos, aún, de una capitulación para abreviar o terminar con un sufrimiento físico. Se trata, de una manera perfectamente nihilista, de la renuncia por la renuncia misma, sin objeto. Y en este “sin objeto” está la nada, si es que puede situársela en alguna parte. “Parecía”, escribe el narrador, “estar solo, completamente solo en el universo. Como un despojo en medio del Atlántico.” Esta soledad metafísica y moral nos trae a la memoria la locura del negro Pip en Moby Dick o la soledad de Ismael, narrador, náufrago y único sobreviviente de la catástrofe, quien vivió para contarla. Detrás de la serie de negaciones de Bartleby está, en cualquiera de sus formas, la nada: el silencio, el antitexto, o más exactamente, el no-texto. La muerte es sólo una de esas formas. El silencio es el negativo del texto, y ese silencio, intolerablemente, no es respuesta de nada.

La transgresión no se limita a las fronteras de lo individual, sino que invade, como un cáncer, a quienes rodean a Bartleby, portador del absurdo. Ellos –el narrador, Turkey, Nippers, Ginger Nut– empiezan a contaminarse, a proferir también el verbo maldito, como si bastase que una conducta sea absurda (mejor: nihilista) para que también las demás lo sean.

De aquí se desprende, entonces, que el relato de Melville tenga una o varias tesis o, dicho casi peyorativamente, una o varias moralejas. Hemos formulado la primera: basta una conducta absurda para que las demás lo sean. La segunda cabría en las siguientes palabras: nadie puede ser nihilista sin renunciar a la vida. La negación de todo principio de autoridad, la eliminación de todo deseo trae consigo la nada en cualquiera de sus formas. Nadie puede ser impunemente nihilista. Kirillov, ese alucinante “demonio” de Dostoyevski, prepara metódicamente su muerte haciendo gimnasia y razonando que “la libertad absoluta existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir” y que “quien desee la plena libertad está obligado a atreverse a matarse”17. Con la lógica acerada de un silogismo, se suicida, acto que constituye la última frase de su discurso nihilista. Bartleby, más secreto y pasivo que el locuaz Kirillov, se limita a identificarse con su frase característica. Kirillov es un filósofo del nihilismo mientras que Bartleby, un cándido –y acaso sin proponérselo- humorístico practicante.

Las repetidas negaciones de Bartleby constituyen un acto único: decir no. Pero si el acto es único, sus interpretaciones son múltiples. Enrique Vila-Matas ha historiado en su precioso libro Bartleby y compañía18 esa “pulsión negativa o atracción por la nada” que ha conducido a muchos autores a dejar de escribir, a callarse durante años o, simplemente, a no escribir. El escritor español ha publicado una originalísima serie de “notas al pie de página” de libros nunca escritos, resultado de esa pulsión negativa a la que sucumbió Bartleby. Una prueba más, como el Bartleby de Melville, de que también el silencio, el antitexto o el no-texto, dialéctica y paradójicamente, ha producido textos.

¿Y si en vez de referir conductas nihilistas con las cuales el autor íntimamente se solidarizara, describiera un paisaje que representara el vacío y la nada del mundo? En Las encantadas, Melville dio forma visual a su nihilismo: identificó a la nada con el paisaje lúgubre de las Galápagos que vio en 1841.

Las islas Galápagos experimentaron tres descubrimientos. El primero fue estrictamente geográfico. El obispo Tomás de Berlanga se embarcó el 23 de febrero de 1535 en Panamá con rumbo al Perú y, después de haber navegado siete días hacia el sur al abrigo de la costa, fue arrastrado mar adentro por una poderosa corriente y dio con una isla deshabitada, un pedregoso desierto invadido por cactus erizados de púas. Era la primera vez que un europeo (y seguramente un ser humano) veía una de estas islas, a las que llamarían los españoles Las encantadas y más tarde, las Galápagos.

El segundo descubrimiento fue de orden científico. En 1835 arribó a las islas en la chalupa “Beagle” el naturalista inglés Charles Darwin y, de resultas de sus observaciones filogenéticas en la flora y fauna del archipiélago, y de sus reflexiones a la luz de los descubrimientos de antropología física, publicó en 1859 esa obra maestra del positivismo científico del siglo XIX, El origen de las especies.

El tercer descubrimiento fue literario. Gracias a Las encantadas de Melville, las islas Galápagos ingresaron como tema en la literatura.

Melville visitó las Galápagos en 1841, seis años después del famoso viaje de Darwin. Llegó al archipiélago de regreso de Lima, siguiendo la corriente de Humboldt, en la cual grandes escuelas de ballenas, atraídas por los prolíficos calamares y crustáceos, se movían hacia sus campos de reproducción cerca de las Galápagos. El “Acushnet”, barco ballenero en que servía, atravesó en tres meses este volcánico archipiélago de 7960 Km2 situado a 960 kilómetros de la costa de Ecuador. Melville hizo únicamente el viaje sencillo y visitó pocas de las trece islas grandes, pero de resultas de esta experiencia, de sus lecturas subsecuentes de los capitanes Cowley, Colnett, Porter, Delano (los primeros viajeros anglosajones de los Mares del Sur), y, desde una libre y abundante invención verbal, Melville redactó su fragmentario texto Las encantadas.

Melville oficia en este libro a la vez de huésped que de cicerone. Contempla el paisaje desolado y sombrío del archipiélago con melancólica complacencia. Nos muestra las dos caras de la tortuga –arriba y abajo, el gris y el amarillo, el sol y la luna, la claridad y la oscuridad–, que finalmente es devorada por el hombre. Somos invitados a contemplar la duración casi intemporal, casi infinita, de la materia, de la lenta sustancia mineral. Somos guiados en Roca Redonda –imagen de los círculos concéntricos de las altas jerarquías celestiales– hasta la cumbre, desde donde tenemos la panorámica del archipiélago y del mar: miramos el mar y las islas desde un montículo de 70 metros de altura, pero también miramos el mapa verbal de ese mar y de esas islas. Mapa, más que simbólico, alegórico.

El texto de Melville está dividido, no en capítulos –puesto que no es una novela- sino en diez pequeñas partes a las que él llama Sketches (Apuntes), encabezados cada uno por un epígrafe tomado de The Faerie Queene (La reina de las hadas, 1590) del poeta isabelino Edmund Spenser (1552-1599), centrados todos en el tema de la paciencia. El texto de Las encantadas es enteramente descriptivo y la narración prácticamente no existe. El interés reside entonces en la forma verbal como el escritor norteamericano anima sus descripciones de la naturaleza, del paisaje. Las descripciones de Melville obedecen, ante todo, a una intención alegórica, como sugieren las citas de Spenser, quien tanta influencia –como Shakespeare, Milton y Carlyle– ejerció en toda su obra19.

Fiel a su visión del mundo, Melville no ve en las Galápagos –como tantos otros- un paraíso, sino un infierno, una condena. Las islas son el resultado de erupciones volcánicas, es decir, son hijas del fuego. Y este dato geológico le basta a Melville para calificar al archipiélago de infernal. El paisaje árido, erosionado por el calor ecuatorial, el basalto plano y la lava en las costas de Albemarle (Isabela), los volcanes activos y sulfurosos, hicieron hablar aun a Darwin de “Regiones infernales”. El europeo urbano y civilizado se asombraba ante una tierra salvaje y antigua, de una antigüedad que se remontaba al Mioceno. Pero Melville careció de la privilegiada condición y visión de un naturalista, quien puede afirmar sin temor alguno que su patria es el planeta entero, porque su patria está ahí donde hay vida. Desde esa feliz condición, Darwin pudo afirmar que la “corteza del infierno” de Galápagos revelaba un paraíso viviente, con una flora y fauna ricas y bellas. Melville, en cambio –con su fascinación puritana por el mal–, vio en ese paisaje lunar, en esos desiertos rocosos de alta mar, un mundo inhumano, la imagen misma del vacío y el caos, los restos de una devastadora conflagración. Para Melville esos montículos de desechos sin historia, sin estaciones (según él), rodeados de engañosas calmas y corrientes, parecen paisajes de encantamiento; sus tortugas gigantes, víctimas “extrañamente autocondenadas” de la metempsicosis. Borges registra en “Las kenningar”20 –esa forma peculiar de metáfora nórdica– el concepto poético de isla: techo de la ballena. Cuando Melville vio las tierras basálticas que se levantan del fondo del océano, debe haber experimentado una fascinación semejante a la que le provocaba la ballena fantasmagórica emergiendo de la superficie marina.

La visión de Melville no es realista ni fantástica, sino hiperbólica y alegórica, resultado de un autoengaño literario que lo lleva a ver más de lo que hay. Es la misma ansiedad verbal de Moby Dick, el mismo afán de hacer un registro puntual del mundo circundante y de tatuarlo con palabras, sólo que, en Las encantadas, malogrado el propósito por el estatismo alegórico. Compárense los Viajes de un naturalista de Charles Darwin, luminosos y atentos al origen y evolución de la materia, con Las encantadas, libro sombrío en el que la vida del lenguaje depende del carácter inhóspito de aquello que se describe, esto es, las Galápagos en tanto que paisaje lunar y representación del vacío. Hay, en efecto, en las observaciones de Melville, una mezcla de fascinación y espanto ante el espectáculo de la naturaleza hostil y salvaje, que es más bien el escenario de la nada: del vacío, de la aniquilación (a-nihilación), de la falta de vida. Y en su estilo se advierte la angustia de quien, desde el logos de la palabra pretende describir el caos de la materia. El cristianismo identifica al demonio con la negación. Y la negación absoluta es la nada, el caos original. Es muy posible que Melville haya visto en las Encantadas el escenario de la nada, es decir, del mal. En esta posibilidad encuentro la fascinación demoniaca melvilleana por el mal y la nada. Las encantadas, en suma: la escritura concebida como una operación nihilista.

Goethe había puesto en boca de Mefistófeles el espíritu de negación y de aniquilación en los siguientes términos: “Ich bin der Geist, der stets verneint!” (Soy el espíritu que siempre niega: Fausto, I). Bartleby parece coincidir con esta concepción “aniquilacionista” del mundo. En cambio, el nihilismo de Las encantadas consiste más bien en la representación iconográfica, paisajística de un pesimismo radical. En otras palabras, si las palabras pueden pintar el pesimismo radical, úsese entonces como modelo el archipiélago que Melville vio. Si Bartleby es incontestablemente nihilista, Las encantadas es pesimista. Las encantadas no infunden alegría sino terror. No constituyen un laboratorio natural donde la vida brota y se devora incesantemente a sí misma, sino la imagen de un cementerio ígneo, antiguo como el caos. El mundo no existe como sustancia sino como fenómeno, y las bocas de los volcanes hablan, pregonan, el carácter infernal y mortuorio de estas islas. Mientras existen sobre el mar ilimitado, estas bocas son proféticas: anuncian un fin del mundo que es un regreso al caos original. No hay rastro de un Dios inteligente e inteligible en estas islas: se trata de un mundo, no por marginal menos representativo de la índole caótica de la naturaleza. La naturaleza (es decir, el universo) fue –como podemos constatar en toda su obra, particularmente en Mardi y en Moby Dick– la gran obsesión de Melville. No el amor, no la amistad ni la política, no la sociedad ni la familia, sino el universo. Este afán desmesurado por apresarlo literariamente se estrelló con lo inapresable, con lo infinito. Convertido su afán en impotencia y dolor, se transformó finalmente en nihilismo, en una propuesta literaria nihilista.