Ni aquí ni en ningún otro lugar - Patricia Esteban Erlés - E-Book

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Patricia Esteban Erlés

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Beschreibung

Érase una vez una puerta custodiada por hadas y dragones. Érase un reino de bosques encantados y casas embrujadas, de castillos y palacios habitados por princesas y príncipes, brujas y hadas, gigantes y enanos. En este libro Patricia Esteban Erlés se acerca a esas historias, esos cuentos de la niñez, con una mirada y una reinvención personales de la tradición literaria y popular de la narrativa infantil. Un bello y estremecedor catálogo humano de gestos y de personajes marcados por el amor, la muerte, la traición, el miedo, la locura o la crueldad ilustrado por la artista chilena Alejandra Acosta para no olvidar que, en realidad, somos los libros que hemos leído y los relatos que nos han contado.

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Patricia Esteban Erlés

Ni aquí ni en ningún otro lugar

Patricia Esteban Erlés, Ni aquí ni en ningún otro lugar

Primera edición digital: septiembre de 2021

ISBN epub: 978-84-8393-676-4

Colección Voces / Literatura 314

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

© Patricia Esteban Erlés, 2021

Representada por la Agencia Literaria Dos Passos

© De las ilustraciones, Alejandra Acosta, 2021

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2021

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

La vieja

La vieja solo se sabe un cuento, pero es el mejor de todos. Se relame de gusto mientras pela patatas duras como piedras, pensando que ella es la dueña de esa historia. La vieja da un puntapié al gato negro que se asoma a su cocina, sin dejar de evocar por un instante ese comienzo capaz de apresar cualquier alma. Ella, que apenas recuerda el día en que vive, se sabe un cuento letra a letra, palabra a palabra. Imagina los ojos de sus oyentes mientras remueve la sopa de gachas con el cucharón de madera, se felicita a sí misma porque nunca olvida una coma. Repite para sus adentros el momento en que el llanto de la niña rubia atraviesa el bosque oscuro tras ser abandonada por su propia madre. Paladea complacida ese instante en que la sombra del ogro surge ante ella y se la lleva a su castillo para cebarla bien y darse en solo unos meses un festín con ese bocado tan tierno; meses que al final se convierten en años, porque la niña crece y se hace hermosa de verdad y los ogros, créanme, los ogros también se enamoran, y muy ciegamente, algunas veces. La vieja de los ojos cubiertos de telarañas ve con toda claridad, como si acabara de estrenarlos ahora mismo, que a lo lejos ondea la capa de terciopelo azul del bello príncipe. Sabe que se acerca a lomos del inexcusable corcel blanco para rescatar a la muchacha presa y la vieja, feliz porque se siente la única propietaria de un tesoro, sonríe al esparcir en el suelo del corral el maíz que picotean rítmicamente sus gallinas. Disfruta de una inmensa dicha secreta cuando en la iglesia bisbisea la misma oración que recitan las otras viejas. Puede parecerse a las demás pero ella se sabe un cuento, el mejor de todos. Eso es así, eso la diferencia. Ella y solo ella puede hablar del enorme ojo ensangrentado del monstruo, perplejo, muy abierto, partido en dos por una flecha envenenada. Esa pupila de ciénaga que alcanza a ver, antes de que todo se vuelva oscuro, al borroso galán azulado llevándose lejos a la niña a la que él dejó crecer por puro amor. La vieja que parecía vieja mucho antes de serlo, se persigna al acabar, sonríe a escondidas al abrir con la llave herrumbrosa su cabaña. Pronto vendrán, como cada tarde, esos seis gatos escuálidos y pelirrojos, la camada completa de hijos de su hija que han sobrevivido a las fiebres y la hambruna, se sentará alrededor del fuego, para refugiarse del frío, de la noche que ensaya afuera su voz de viento helado. Pronto estarán allí mismo, alrededor de su mecedora, rumia la vieja. Ella, que se sabe la mejor historia, el cuento más inolvidable del mundo, sonríe, complacida y mira a los pequeñuelos tomar asiento. Una noche más, la vieja se balancea atrás, adelante, otra vez atrás, cruza sus manos sobre el regazo y calla.

El príncipe

La víspera del funeral de su heredero el rey mandó al mozo de cuadras que matara a Boreal, la yegua del príncipe Orlando.

Nadie pudo entender entonces por qué debía morir ese animal tan dócil que se había librado de sus ataduras y había huido del establo para ir a tumbarse como un perro fiel bajo la alcoba del pequeño, el mismo día en que contrajo las fiebres y ya no pudo salir a dar su paseo matutino. Todo el mundo se había apiadado de la bestia leal que se negaba a abandonar al príncipe enfermo y apenas probaba el heno fresco o el agua limpia que los criados comenzaron a acercarle al rincón donde yacía con la elegancia del unicornio de un viejo cuento infantil.

Costaba comprenderlo porque, además, Boreal había sido el obsequio más preciado, el más difícil de conseguir de todos los que el rey le hizo a su hijo. Entonces lo habían tomado por una muestra de euforia desatada del padre feliz. Pocos sabían que la mañana del nacimiento, mientras la reina aún descansaba en el lecho opulento con el diminuto príncipe entre los brazos, el soberano recibió a los apesadumbrados astrólogos que le hicieron entrega de la carta astral de Orlando sin mediar palabra. Al contemplar sus semblantes abatidos el monarca rehusó que le dieran explicaciones, porque temía que aquellas palabras llegaran a pronunciarse en voz alta, que se hicieran verdad en su presencia. Así que se encerró en sus aposentos para descifrar en privado el pergamino enviado desde el cielo y allí permaneció recluido varios días, descifrando la desgracia que acechaba a un niño apenas recién nacido y cavilando sobre aquello que debía hacer. Solo cuando hubo tomado una decisión abandonó su encierro. Mandó llamar a sus más leales servidores, tres caballeros de la corte a los que tenía en gran estima, y les rogó que le trajeran un caballo joven de las Tierras Altas. Se decía que aunque esos corceles de blanco pelaje solo podían hallarse en el extremo norte del reino, en lo alto de las más remotas cumbres nevadas a las que resultaba tan difícil llegar, eran muy mansos y se dejaban atrapar por el ser humano sin oponer resistencia. Los antiguos aseguraban en sus fantasiosos bestiarios que vivían cientos de años y podían galopar tan velozmente que a ratos echaban a volar sin darse cuenta y flotaban sobre los caminos, sin que sus cascos pisaran el suelo. El trío de servidores accedió de buen grado a cumplir su deseo. Partieron envueltos en sus capas de piel de oso a lomos de tres caballos negros una mañana, aunque sabían que aquel viaje iba a separarlos de sus damas y tardarían un tiempo en regresar de las montañas, por lo escarpado del terreno y la llegada del invierno inclemente que acechaba. La corte entera aguardó con ansia durante meses el día de su vuelta, dudando a veces de que lograran cumplir con la misión encomendada. Se preguntaban si los verían regresar, pues muchos eran los peligros que los podrían retener para siempre en la montaña helada. Sin embargo, un buen día se los vio aparecer a lo lejos, como a tres jinetes fantasmales envueltos en niebla. Llegaron tan apuestos como siempre, si bien barbados y con una fina capa de escarcha cubriendo aún las crines de los caballos, sus sombreros y ropas. Fueron recibidos con el desmayo de pura felicidad de alguna de las doncellas que los aguardaban, con salvas y alegres vítores del resto del séquito real cuando vieron que los seguía dócilmente una yegua, blanquísima como todos los de su especie.

Para entonces Orlando ya no era el recién nacido que habían dejado al partir. Con el paso de las semanas se había convertido en un bebé rollizo de bucles dorados y ojos azules, heredero de la legendaria belleza de su madre y del temperamento resuelto de su padre. Cuando los tres caballeros llegaron con la joven yegua frente a los tronos instalados en el jardín de invierno donde los reyes aguardaban para darles la bienvenida, no pudieron por menos que admirar la gracia natural del pequeño, que los observaba desde el regazo cubierto de armiño de la reina lleno de asombro y curiosidad. El tercero de los caballeros se inclinó frente a él y le tendió las riendas de aquel regalo viviente. Orlando dio un respingo. El niño que debiera haber sido rey abrió todavía más sus enormes ojos celestes y los fijó en la bestia majestuosa. Fue, dicen los que asistieron al prodigioso encuentro, como si alguien hubiera encendido para él la luz más deslumbrante de todas en medio de una estancia completamente sumida en la oscuridad hasta entonces. Y añaden que la yegua parpadeó y acercó, curiosa, su hocico de nieve, correspondiéndole con ese amor repentino que a veces sienten dos seres vivos de diferente especie sin que pueda explicarse de forma razonable qué vieron el uno en el otro. Será que, como afirman los pensadores más sagaces, los ojos tiernos de quien lleva aún poco tiempo en este mundo y los de las criaturas privadas de la razón que nos asiste a los humanos son las únicas que pueden contemplar aquello que tienen frente a ellos entendiéndolo del todo, en un solo instante.

Así fue como la alegre torpeza del diminuto príncipe que hacía sonreír de inmediato a todo aquel que tenía la dicha de mirarlo y la belleza impoluta del animal, al que el rey llamó Boreal porque traía en su lomo la nieve eterna del rincón más lejano del reino, quedaron unidos para siempre en el recuerdo de los miembros de la corte. El rey agradeció a los valerosos servidores su hazaña obsequiándolos con valiosas armas y un condado. Estaba orgulloso y feliz al abrazarlos como un igual, quizás, pensaron todos entonces, porque gracias a ellos había logrado hacerle a su hijo el mejor regalo del mundo.

Desde ese día las damas de palacio cargaban en brazos al pequeño príncipe para pasearlo por los jardines que rodeaban los muros, seguidas de cerca por el paje que guiaba a Boreal. A todos asombraba la elegancia y la calma con las que caminaba aquel animal del norte, como si en realidad se tratara de una doncella albina transformada en caballo por culpa de un maleficio, que aún recordaba su linaje y el porte gracioso de cuando era una hermosa muchacha de piel muy blanca. Orlando aprendió a montar a los cuatro años y desde entonces el niño y la yegua fueron uno para siempre. Nada le gustaba tanto al pequeño heredero como galopar durante horas, abrazado al cuello de Boreal, dejando que el viento le rozara las mejillas y las crines blancas acariciaran a través del aire sus rizos de ángel.

Por eso, por eso mismo, los miembros de la corte, que amaban mucho a su rey y sabían que siempre había sido bueno y cabal atribuyeron aquel mandato tan cruel a los desvaríos causados por su inmenso dolor. Sí, la razón que guiaba una orden tan incomprensible tenía que ser el horror al vacío que había embargado al monarca al colocar sobre los párpados de su hijo las dos monedas de oro que pagarían el último viaje del barquero que lo llevaría al Otro Lado. A todos les dolía el alma al pensar que las risas y las carreras de Orlando no volverían a escucharse en los corredores de palacio después de una de sus travesuras. La muerte había condenado a los soberanos a un futuro desierto, a una tristeza abismal. Quizás, se dijeron, cegado por la pena, el padre dolorido no podía soportar la idea de que la yegua blanca del príncipe continuara paciendo en los establos cuando su heredero dormía ya bajo la tierra.

Un silencio pesaroso, más profundo aún que el que se había adueñado por completo del reino desde que se supo que el príncipe sufría unas fiebres incurables, se extendió por los pasillos y los jardines al anochecer, cuando alguien pudo ver al palafrenero armado con una lanza caminar a paso lento y con la cabeza baja hacia Boreal. Nadie miró, nadie se asomó a presenciar el espectáculo atroz de su muerte pero todos imaginaron a la amada yegua del príncipe tumbada en el mismo lugar, mientras los crespones negros que colgaban de la balaustrada de la alcoba de Orlando se agitaban espoleados por un viento furioso. El pobre mozo rezó entre dientes mientras se acercaba, rogando a los dioses que Boreal se incorporara y saliera huyendo a galope tendido, porque entonces nadie, ni siquiera el jinete más veloz, el más hábil en los torneos, podría volver a atraparla. Pero Boreal ni se movió al ver llegar a su cuidador y el hombre que tantas veces había cepillado su espléndida melena de plata siguió rezando para armarse de valor cuando vio que Boreal alzaba la majestuosa testa de estatua y sus pupilas tristemente serenas lo miraban, como concediéndole de antemano el perdón por aquello que iba a hacerle.

Al amanecer del día siguiente, el rey y la reina y un pequeño cortejo de hombres ilustres vestidos de riguroso luto subieron en la barca que trasladaría el cuerpo de Orlando hasta la otra orilla del lago, allí donde se pensaba que estaba situada la tierra de la muerte, el lugar donde los que ya cerraron sus ojos aguardan el día en que el barquero vuelva a reunirlos con los seres amados que todavía pueden mirar el mundo. El monarca prohibió que sonara música de despedida y los nobles que acompañaron en silencio al séquito solo escucharon el golpe seco del remo cada vez que se hundía en el agua gris, alejándose un poco más de ellos. Detrás de la barca de Orlando partió una de mayor tamaño que cargaba con el cadáver de Boreal, envuelto con un manto del mismo terciopelo negro que cubría a su amo. No pudieron ver el desembarco al otro lado, pero sabían que el pequeño bulto del príncipe y el grácil cuerpo de su yegua serían conducidos en una carreta por los criados que esperaban en la orilla hasta un claro de bosque. Allí los dejarían, como venía haciéndose desde siempre, para que las aves carroñeras se alimentaran de ellos y sus almas pudieran alzar el vuelo sin lastre. Las barcas regresaron envueltas en el mismo silencio desangelado con el que habían partido, como si nadie se atreviera aún a pronunciar la primera palabra en un mundo donde ya no estaba el príncipe.

Pero pasó el tiempo y concluyó el luto decretado. La reina suspiró una tarde, igual que cuando se cambia de estación demasiado pronto o llega el frío sin avisar. Llamó a sus doncellas con una palmada, mandó a su favorita que le peinara de nuevo su trenza prematuramente encanecida y luego ordenó que abrieran los armarios donde colgaban yertos sus trajes de fiesta. Los músicos, que habían guardado en su interior las melodías de antaño, como si también ellos fueran cofres cerrados con llave, desempolvaron laúdes y arpas y acudieron a la primera velada en los jardines. Las damas encargaron velos blancos con un secreto alborozo, los caballeros mandaron bruñir sus espadas para el torneo en el que volverían a jugar a la guerra. Y el rey pidió a sus servidores que retiraran de la balaustrada de los aposentos de Orlando los lazos negros, ya muy ajados.

El rey volvió a ser rey, aunque a veces permanecía absorto, con la mirada fija en el horizonte, como esperando que apareciera a lo lejos una sola razón para no sentirse condenado a seguir viviendo. Y la reina volvió a ser reina y solo por las noches, cuando todo estaba oscuro, dejaba el lecho y se tumbaba en el suelo, para sentir el mismo frío que los huesos de Orlando allá, en la tierra de los muertos. No puedo olvidarlo, se decía, esforzándose en recordar la primera vez que despertó y Orlando estaba allí, junto a ella, en la cama donde había dado a luz. Y evocaba cada momento de la vida de su hijo, el azul de sus ojos, la risa de cascabeles cuando el bufón brincaba frente a él, su pelo rubio enredado en las crines de Boreal. No puedo olvidarlo, se repetía, porque entonces sí será verdad que él está muerto.

Un alivio suave al que nadie se hubiera atrevido a llamar alegría, aún no, fue instalándose en el atrio, en las cocinas donde volvían a elaborarse manjares ligeros y deliciosos que pasaban de los labios a la garganta como la caricia de una pluma blanca de ganso. Todos los que habían amado a Orlando se sentían convalecientes de una larga enfermedad, la tristeza que dejó en sus almas el regreso de las barcas vacías y el silencio abrumador que reinaba a todas horas en las telas sombrías de los trajes de luto, en galerías y pasillos. Debían acostumbrarse de nuevo a la vida, poco a poco, sin apresurarse.

No hay que creer algunas mentiras, no hay que creer en la muerte, es casi seguro que pensó la madre de Orlando, sentada de espaldas al lago una tarde cualquiera, algún tiempo después. Los pájaros habían vuelto a trinar tímidamente y un aire manso agitaba los tules que jugaban a descubrir los rostros más bellos de la corte mientras los músicos se acomodaban para tocar la siguiente pieza. La reina ni siquiera necesitó darse la vuelta. Lo supo antes de que aquel joven paje amusgara los ojos para asegurarse de que en verdad veía lo que estaba viendo; antes de que ahogara un grito que era puro terror y alivio a la vez, mientras señalaba la otra orilla. No hay que creer en ella, se repitió, cerrando los ojos cuando enmudecieron las arpas como si de pronto las hubieran sumergido a la fuerza en las aguas del lago. No se giró porque deseaba quedarse para siempre en el ritmo de timbal que crecía en su pecho, al compás de los cascos que surcaban la lejanía. Sí, eso era, el galope inconfundible atravesaba el puente, acoplándose a su latido. Solo la vida se percibe así, como una música interna, como un credo cierto. La muerte, ah, la muerte, debe conformarse con ser un silencio forzado, una oscuridad impuesta. La reina sonrió con los ojos cerrados, acariciando su vientre mientras todos los demás veían llegar al grácil caballo esqueleto y al niño de huesos blancos que se aferraba a sus crines de doncella como si todo hubiera sido en verdad un juego algo más largo de la cuenta. Y el rey, de pie en la orilla, supo entonces que era cierto y que los sabios decían la verdad cuando dejaron por escrito que algunos de los caballos blancos de las montañas heladas sabían encontrar el camino de vuelta a casa desde el otro lado. Reconoció la sonrisa de aquella calavera amada y agitó la mano para darle la bienvenida en la distancia.

Dos princesas

Las tres hijas del rey murieron de peste negra. El cadáver de la princesa más pequeña fue enterrado en la cripta del palacio junto a su muñeca preferida, a la que llamaba Iseo. Bajo tierra, las dos niñas pasan los siglos hablando en voz baja de duques ingleses muy rubios y de fiestas a las que acudirán, vestidas con el mismo traje. La muñeca se queda dormida a veces. La hija pequeña del rey, muy aburrida, se pregunta entonces por qué esta noche se le está haciendo tan larga.

El ogro

Se llevaron al señor Z. una mañana de domingo, a finales de junio. Al principio nadie en Siete Colinas entendía por qué se había formado un barullo semejante delante de su casa. Cuatro coches de policía, cuatro, dónde se ha visto, bramaba la tía abuela Irene durante el desayuno, agitando los brazos como aspas de molino y mirando con los ojos muy abiertos ese punto impreciso del techo al que se dirigía a menudo como si creyera que Dios estaba allí mismo, escuchándola. Pero en realidad no sabíamos aún a qué había venido el desquiciado ulular azul de las sirenas que nos había despertado a todos. Se decía que llegaron en busca del señor Z., que Lisa, su esposa había bajado todas las persianas de la casa y su sobrino, al que querían como a un hijo, fue a recogerla con el coche poco después. Mamá servía en silencio el té a mi padre y la tía Irene nos contaba, por enésima vez pero enriqueciendo cada nueva versión con un pequeño detalle, lo que había visto desde su palco particular de la buhardilla, que daba al patio delantero de nuestros vecinos. El señor Z. iba esposado, esposado, gemía la tía abuela Irene, tirándose teatralmente del pelo. Y yo imaginaba a nuestro vecino saliendo de su casa escoltado por los policías, igual que uno de esos gorilas enormes de los documentales que caen en las trampas de los cazadores furtivos en las montañas de África. Podía verlo así mismo, caminando tan digno como aquellos monos gigantescos, maniatados y con una mirada de resignada derrota en sus ojos casi humanos. Pobre señor Z. Pregunté por qué lo habían detenido, dónde estaría ahora. Mi padre nos mandó callar, dando un golpe seco en la mesa que arrugó el mantel y dejó torcidas las líneas rectas de algunos cuadros blancos y rojos. Nadie volvió a abrir la boca. Mi madre y yo retiramos los platos de la mesa y nos preparamos para ir a misa. Peiné la trenza blanca de la tía abuela Irene, que seguía gimoteando por el buen señor Z. sentada ante el espejo y le anudé bien el lazo rosa de niña que le gustaba llevar los domingos.

Cuando pasamos ante la cerca de nuestros vecinos no se oía el chischischís