No como animales - Alberto Peláez Serrano - E-Book

No como animales E-Book

Alberto Peláez Serrano

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Alberto Peláez corre. Corre mucho. Y gana carreras de larga distancia. Ah, ¡y no come animales! ¿Por qué decidió dejar de comer animales? ¿Es posible llevar una alimentación 100% vegetal siendo un deportista de alto rendimiento? Este libro aporta información y datos nutricionales basados en la evidencia científica para resolver estas y otras dudas. Y a lo largo de sus páginas, acompañamos al autor en un camino de descubrimiento, donde los tópicos se rompen y lo que siempre nos ha parecido normal se vuelve injustificable. Tras darse cuenta de que la sociedad ha moldeado nuestra percepción sobre los animales, determinando por cuáles debemos tener más consideración moral, y de que es posible vivir sin participar en la explotación animal, Peláez ha llevado el mensaje de "No Como Animales" a miles de personas a través del deporte, en competiciones y hasta en los podios de las ultramaratones, y en este libro nos cuenta su historia. Una historia que también puede ser tuya. Seas o no deportista. Seas o no vegano. Prólogos de los atletas Eneko Llanos, campeón del mundo de Triatlón, el legendario Depa Runner, de Amanda Romero, activista y concejada en el Ayuntamiento de Madrid. Libro solidario con el santuario Corazón Verde. 

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Alberto Peláez corre. Corre mucho. Y gana carreras de larga distancia. Ah, ¡y no come animales!

¿Por qué decidió dejar de comer animales? ¿Es posible llevar una alimentación 100% vegetal siendo un deportista de alto rendimiento? Este libro aporta información y datos nutricionales basados en la evidencia científica para resolver estas y otras dudas. Y a lo largo de sus páginas, acompañamos al autor en un camino de descubrimiento, donde los tópicos se rompen y lo que siempre nos ha parecido normal se vuelve injustificable.

Tras darse cuenta de que la sociedad ha moldeado nuestra percepción sobre los animales, determinando por cuáles debemos tener más consideración moral, y de que es posible vivir sin participar en la explotación animal, Peláez ha llevado el mensaje de «No Como Animales» a miles de personas a través del deporte, en competiciones y hasta en los podios de las ultramaratones, y en este libro nos cuenta su historia. Una historia que también puede ser tuya. Seas o no deportista. Seas o no vegano.

NO COMO ANIMALES

Alberto Peláez Serrano

www.diversaediciones.com

No como animales

© 2021, Alberto Peláez Serrano

© 2021, Diversa Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

[email protected]

ISBN edición ebook: 978-84-18087-22-6

ISBN edición papel: 978-84-18087-21-9

Primera edición: abril de 2021

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Fotografía de cubierta: © Josué Fernández - https://www.josuefphoto.com

Todos los derechos reservados.

www.diversaediciones.com

Índice

¿La roja o la azul?

Decisiones

Del mito al logos

Antes de comenzar. Calientamiento

Capítulo 1. Tortilla de gatos

¿Por qué nos comemos a unos y amamos a otros?

Empatía

Disonancias

Si lo hace todo el mundo, estará bien

Carnismo

El pez

Minibásquet

Skate or die

Rutinas gatunas

Sobre ruedas

Capítulo 2. El señor de las bestias

Animales domésticos

Religión y cultura occidental

Oriente

Renacimiento

Ilustración

Evolución de las especies

Especismo

Primeras leyes de protección a los animales

Nace el término «veganismo»

Consenso científico

Capítulo 3. Viaje a China

Un viaje largo

Reflexión

Veganismo

¿Quién merece derecho o consideración moral?

Abolicionismo y bienestarismo

La pastilla roja

Capítulo 4. Run to the Hills

Quiero correr una ultramaratón

Born to run

Capítulo 5. Cómo hacemos sufrir a los animales

Alimentación

Producción de carne

¿Qué pasa con la leche?

Las gallinas y sus huevos

Pesca

Granjas ecológicas

¿Cómo mueren los animales?

Matando animales para vestirnos

Matando animales para divertirnos: la caza

Espectáculos con animales

Tauromaquia

Mascotas

Experimentación

Capítulo 6. Carreras fuera de la isla

Corriendo con el corazón

Capítulo 7. Un poco más de mi parte

Documentación, conocimientos y sentimientos

Capítulo 8. ¿Es sano ser vegano?

Posición de organismos internacionales en dietética y nutrición

¿De dónde sacas las proteínas?

Hierro

Calcio

Vitamina D

Omega 3

Vitamina B12

Yodo

Zinc

Consejos generales para una dieta equilibrada

Epidemiología y evidencia científica

¿Qué nos dicen la ciencia y la epidemiología acerca de la salud de vegetarianos y veganos?

Enfermedades zoonóticas

Capítulo 9. La camiseta negra

Gomera Paradise

Capítulo 10. Un deportista del montón

La langosta

Ultratrail del Mont Blanc

Un corredor mediocre

Un día en el infierno

Capítulo 11. Matando animales estamos matando el planeta

Despilfarro de agua dulce

Contaminación y efecto invernadero

Utilización de la tierra

Nos invade la mierda

Extinción de especies y pérdida de biodiversidad

Esquilmando los océanos

Una emergencia mundial

Capítulo 12. Algo más qe correr

Canela y Pimienta

Retos solidarios

Capítulo 13. De vuelta a Chamonix

Euforia

El bache

Gestión del dolor

Resurgiendo de las cenizas

Capítulo 14. Familia numerosa

Preparando la Transibérica por los animales

Sable

Fastest Known Time

Raíces de compasión

Capítulo 15. What about Protein?

¿Y tú qué haces por los niños?

Comienza el reto

Primeras pedaladas

Capítulo 16. El tour de los santuarios

Capítulo 17. Activismo

La acción directa

Acciones clandestinas

Capítulo 18. Rumbo a Costa Rica

Pura vida

El momento de la verdad

Capítulo 19. Mirando al futuro

Los comienzos

No seas «la mejor versión de ti mismo» (que nos vende Instagram)

Epílogo. Introspección asistida

Resultados destacados en pruebas de larga distancia

Imágenes a color

Notas

El autor

Parte de los beneficios de este libro van destinados a Santuario animal Corazon Verde. Podéis conocer su labor y colaborar en https://www.santuariocorazonverde.org

¿La roja o la azul?

A estas alturas de la película, nunca mejor dicho, pienso que a vosotros, lectores cultivados, hablar de pastillas rojas o pastillas azules os supone una recurrencia evidente y casi automática, implícita. Nuestro imaginario fílmico aterriza sin atisbo de duda en Matrix, y en esa conversación entre Morpheo y Neo en una escena de la película que ha trascendido al puro lenguaje cinematográfico y que se ha convertido en una forma de expresar una elección entre la verdad o el mundo que ha sido puesto delante de nosotros para ocultárnosla.

Dejemos por el momento aparcada esta referencia, porque yo no he venido hasta estas páginas para hablar de cine ni de filosofía, ni siquiera estoy aquí para hablar de mi libro, sino más bien para hablar de este que ahora mismo acaba de caer en tus manos y que espero que suponga lo mismo que ha supuesto para mí.

No como animales ha abierto ante mí de forma clara y amena, a través de una lectura fácil y adictiva por momentos, una batería de respuestas a favor de la libertad y de la verdad, basándose en argumentos como el del principio ético de igualdad, y alejándose de la cosificación, del especismo y de lo injusto, acercándome al concepto lógico de ser sintiente.

No es la primera vez que un amigo me concede el doble honor de leer su creación antes de que esta vea la luz y encargarme de escribir el prólogo de la misma. Alberto Peláez es amigo mío desde hace más de diez años, de hecho en estas páginas él habla de aquel día en el que nos conocimos en una carrera de trail en un pueblo del norte de León. El primer nexo de unión entre ambos se evidenció desde aquel momento con el simple hecho de encontrarnos allí, de coincidir en esas coordenadas espacio-temporales: los dos somos amantes del deporte, de la naturaleza, de la competición, de las montañas y de las cosas sencillas, auténticas y verdaderas como lo era esa carrera, una carrera de Pueblo, en mayúsculas, apelando al sentido más democrático y libertario del término.

Nuestra amistad se ha ido fraguando y asentando firmemente a lo largo de todos estos años hasta llegar a convertirse en admiración por mi parte hacia una persona que pone pasión en todo lo que hace, una pasión que no está reñida con calificativos como consciente, fundamentada, coherente, culta, inteligente y absolutamente bien documentada.

No por el gran concepto que tengo de Alberto he sido menos crítico a la hora de enfrentarme a la lectura de estas páginas que os están esperando, más bien todo lo contrario. He aparcado la amistad y me he centrado en conceptos que incluso dejo de lado cuando me sumerjo en otras lecturas en las que no existe tanta implicación personal y emocional con el creador. He sido estricto con el estilo, con el lenguaje, con el léxico y la semántica, ninguna de las partes de la lingüística han escapado a la lupa del lector pionero y responsable que es consciente de ser el primer explorador de esa naturaleza por la que discurren las sendas de la literatura. No ha habido licencias referidas a la desmesura en los conceptos expuestos, tampoco ha habido piedad para el radicalismo sectario ni para la abigarrada carga filosófica, no ha sido necesario, ni rastro. Por ningún resquicio se han colado muestras de egocentrismo ni de yoísmos propios de los influyentes «campeones del mundo» de todo. No se lo hubiera perdonado, pero no ha sido menester.

Me he propuesto en este prólogo hacer una escueta presentación sin desentrañar (no he querido utilizar el anglicismo «spoiler» ni mucho menos el verbo «destripar», por motivos obvios) nada del contenido, respetando tu derecho, lector, a explorar y sentirte descubridor. De todas formas, aún estás a tiempo: «Es tu última oportunidad, después no podrás echarte atrás. Si tomas la pastilla azul, fin de la historia, despertarás en tu cama y creerás lo que quieras creerte; si tomas la roja te quedarás en el país de las maravillas y yo te enseñaré hasta dónde llega la madriguera de conejos. Recuerda, lo único que te ofrezco es la verdad, nada más».

Yo ya elegí… Ahora es tu turno.

José Antonio de Pablo, Depa

@deparunner

Depa es uno de los personajes más conocidos en el mundo del trail running, speaker en algunas de las más prestigiosas carreras internacionales, director de la revista especializada Trail Run, periodista deportivo colaborador con varios medios como la revista Oxígeno, además de copresentador del programa de televisión en La 8 Valladolid Corriendo por el mundo. Pero por encima de todo sigue siendo corredor, ciclista amateur y un convencido defensor de los animales.

Decisiones

Me he sentido identificado en muchos momentos leyendo las palabras de Alberto, en cierta forma y aunque cada uno a su manera, hemos llevado caminos parecidos. Conocí a Alberto en Lanzarote. Si bien ya había oído hablar de él por amigos comunes y le seguía por sus RRSS no fue hasta un día en el que corriendo, cómo no, nos conocimos personalmente en una ruta en la que Alberto nos guio por la Caldera Blanca, en la isla.

Al igual que Alberto, he practicado muchos deportes, el skate y la bici de montaña también marcaron mi niñez y adolescencia, y si bien he estado dedicado de manera profesional al triatlón, la montaña ha estado siempre presente en mi vida, como lo ha estado el respeto por la vida de los animales. A los 18 años asistí a unas jornadas que trataban sobre maltrato animal y descubrí la cara oculta de lo que les hacemos a los animales en nuestra sociedad; sin dudarlo, me uní al reto que allí se nos lanzó de pasar al vegetarianismo. Ovolactovegetariano en aquel momento; la verdad era que aún no conocía de lleno el veganismo, y la información en aquella época era escasa, dejar de comer carne y pescado ya parecía una locura y algo difícil de llevar a la práctica en aquellos momentos. Siendo ovolactovegetariano durante todo ese tiempo, de alguna manera me sentía tranquilo y en consonancia con lo que mi conciencia me dictaba, pero ajeno aún a la terrible realidad que sufren los animales en la industria de los lácteos y los huevos. Ha sido muchos años más tarde cuando he decidido dar el paso al veganismo y dejar de usar en lo posible todo producto de origen animal, y ha sido en parte gracias al acceso a la información que disponemos a día de hoy y que gente como Alberto comparte y difunde. Ojalá hubiese podido tener en mis manos un libro como este hace 25 años. Si de algo me arrepiento en cuanto al veganismo es de no haber dado el paso antes.

Al igual que Alberto, mi decisión de no consumir ni utilizar productos de origen animal viene motivada por la ética, pero sin duda a nivel de rendimiento no ha supuesto esto ningún problema, más bien al contrario, aún a día de hoy, a mis 44 años, sigo compitiendo a nivel de elite en triatlón y realizando algunos de los mejores entrenamientos de toda mi vida como deportista profesional.

Si has abierto estas páginas, Alberto te pondrá en la misma tesitura que Morfeo en Matrix pone a Neo al ofrecerle elegir entre la pastilla azul o la roja. Hace tiempo que elegí la roja. Miré horrorizado detrás de los muros y supe que había tomado la decisión correcta. Ahora te toca decidir a ti.

Gracias, Alberto.

Eneko Llanos

@enekollanos

Eneko es, con mucho, el mejor triatleta español de larga distancia de la historia. Representó a España en las Olimpiadas de Sídney 2000 y Atenas 2004, fue campeón del mundo de triatlón de larga distancia en el 2003, subcampeón del mundo Ironman en Hawái en 2008, ocho veces ganador de triatlones distancia Ironman y tres veces campeón del mundo de Triatlón XTerra. Todo esto lo ha conseguido siendo vegetariano desde los 18 años, actualmente es vegano.

Del mito al logos

La primera vez que escuché hablar sobre Alberto Peláez me pilló en la oficina, en aquel momento trabajaba como directora en una organización de defensa de los animales y estaba inmersa en el lanzamiento de una campaña. Entonces recibí el mensaje de una compañera que me recomendaba echar un vistazo a la web de unos activistas que arrancaban un reto solidario. «Es increíble lo que van a hacer, en serio, échales un ojo», me advertía. Dejé lo que estaba haciendo y me puse a ello.

Así llegué a la página de la Transpirenaica por los animales, donde, efectivamente, dos ciclistas veganos se planteaban un reto solidario que consistía en recorrer 657 kilómetros non stop atravesando los Pirineos, con más de 14 000 metros de desnivel, lo que supondría unas 40 horas pedaleando sin parar. El objetivo era recaudar donativos que posteriormente repartirían entre cuatro santuarios de animales.

«¡Están chalados!», pensé. En aquel momento no sabía que estaba a punto de descubrir a uno de los activistas más inspiradores del movimiento por la defensa de los animales. Ni que me esperaba la suerte de poder llamar amigo a alguien tan inteligente, entusiasta y auténtico como Alberto.

¿Cómo podemos mejorar el mundo que nos rodea?, ¿cómo conseguir cambios significativos lo más rápido posible y que sean a la vez sólidos y estables en el tiempo? Creo que cualquier persona sensible a las injusticias y a las desigualdades se ha planteado alguna vez estas cuestiones. Y si tienes este libro entre las manos, seguro que tú también.

Dudo que haya una única respuesta, lo que sí tengo claro es que uno de los grandes desafíos que enfrentamos en la apasionante tarea de construir sociedades mejores (y vidas más felices) es la transformación de las creencias.

Para mí el activismo es, en esencia, una invitación que hacemos a otras personas para que revisen sus creencias. Una invitación y también un acompañamiento hacia un marco alternativo donde puedan sustituirlas por otras nuevas, más alineadas con sus propios valores y deseos.

El activismo tiene mucho de romper mitos, de enseñar a desaprender, de ofrecer esperanza. Y de contagiar la convicción de que un mundo mejor es de verdad posible.

Eso es exactamente lo que hace Alberto cada vez que sube a un podio con su camiseta de «No Como Animales»: desmontar creencias a la velocidad de la luz.

Y es que en torno a la relación que mantenemos con el resto de animales hay multitud de mitos sólidamente asentados. Especialmente cuando se trata de aquellos animales considerados «de consumo».

La carne y la fuerza.

La carne y la salud.

La carne y la potencia.

Existe una asociación generalizada entre el consumo de carne y valores simbólicos positivos como los mencionados y, por consiguiente, el vegetarianismo o el veganismo se vinculan automáticamente con sus opuestos: debilidad, carencias, enfermedad, etc.

Que una alimentación 100% vegetal es perfectamente saludable en cualquier etapa de la vida lleva demostrado y avalado por algunas de las instituciones especializadas más importantes del mundo, como la Asociación Americana de Nutrición y Dietética, desde hace décadas. Pero ¡ay, las creencias! Los datos racionales y científicos no siempre son suficientes para desmontarlas.

Es entonces cuando el activismo al que Alberto lleva tantos años dedicado con compromiso y entrega juega un papel fundamental.

Supera con éxito las pruebas deportivas más exigentes, sobresale en competiciones de élite, sube a los podios en ultramaratones de prestigio internacional e incluso se propone retos que llegan a rozar peligrosamente los límites del organismo humano.

Lo hace bajo un lema, el «No Como Animales» que da título a estas páginas en las que estás a punto de sumergirte.

Así es como Alberto dice la verdad, nos invita a revisar nuestras creencias y crea esperanza para los animales.

Y yo, que tengo el honor de escribir estas líneas para introduciros en su libro, os invito a entrar en él con el corazón abierto de par en par, a exprimir cada reflexión y a disfrutar de la revolucionaria pasión que Alberto pone en todo lo que hace.

Dejad que os conmueva la empatía que se respira en estas páginas, os lo merecéis.

Porque los animales necesitan a personas como Alberto, capaces de hacer cosas realmente extraordinarias para darles voz.

Y te necesitan también a ti, querido lector, querida lectora, para tomar la no menos extraordinaria decisión de ponerte de su lado.

Amanda Romero

@amanda.romerog

Activista por la defensa de los derechos de los animales, Amanda fue directora en España de la asociación internacional Igualdad Animal. Es autora del blog sobre derechos animales «A Voz Alzada», escribe en la revista Cuerpomente y es colaboradora en «El Caballo de Nietzsche» de elDiario.es. Actualmente es concejala del Ayuntamiento de Madrid por Más Madrid, donde es responsable de las políticas de protección animal.

Antes de comenzar

Calentamiento

La noche es oscura y fría, el haz de luz de mi frontal se difumina en una espesa niebla que apenas me deja vislumbrar el empinado camino.

Se suponía que esto iba a ser una experiencia placentera, una aventura donde explorar mis límites sin sobrepasarlos, conocer nuevas montañas y disfrutar del ambiente. Pero no me encuentro bien, siento escalofríos, mi estómago está revuelto, tengo náuseas que casi me hacen vomitar, la debilidad se ha apoderado de mí y, sin embargo, no puedo alimentarme.

Todos mis músculos están demandando energía, el cuerpo es sabio y en situaciones de emergencia desvía el flujo sanguíneo hacia ellos; en contrapartida, el sistema digestivo queda desatendido. Mi cerebro está acusando la falta de glucosa, lo que provoca que avance con una leve sensación de mareo.

El exigente ritmo de cabeza de carrera y la euforia de los primeros kilómetros han hecho que olvidase ingerir algo de alimento. He sobrepasado mis límites y ahora estoy sufriendo, pasándolo realmente mal.

Pienso que sería fácil terminar con la agonía, sentarme en el próximo refugio, taparme con una manta, cerrar los ojos y resguardarme en la comodidad y seguridad de una cama, olvidarme de ritmos, posiciones y estrategias. La tentación es muy grande y muy sencilla de alcanzar.

Sin embargo, tengo un pensamiento que no abandona mi cabeza. Hace meses que tomé la decisión más importante de mi vida: dejar de comer animales y no volver a colaborar con su explotación.

Últimamente no he podido sacarme de la cabeza la imagen de vacas esperando su turno en los mataderos, gallinas aprisionadas en jaulas que apenas se pueden mover durante toda su vida o cerdos viviendo hacinados entre sus propios excrementos.

No puedo evitar ponerme en su lugar y tratar de entender lo que los animales sienten ante la inminencia de un cuchillo en la garganta, frente al hacinamiento extremo, ante una existencia en la que solo han conocido agonía y sufrimiento.

Tampoco dejo de pensar en lo fácil que fue tomar esta decisión de dejar a los animales en paz, y sigo asombrado con lo sano y fuerte que me siento desde entonces, a pesar de los agoreros que me vaticinaban una vida de carencias, debilidad y enfermedad.

Entonces es cuando hago la conexión. Mi sufrimiento, durante esta ultramaratón de 106 kilómetros, es voluntario, yo elegí estar aquí; es pasajero y en unas horas podré estar en mi casa, calentito. No me voy a morir debido a la situación actual de fatiga extrema, al menos inmediatamente. En cambio, el sufrimiento de los animales no es comparable al mío, porque no es voluntario, es infligido arbitrariamente, no es pasajero, y solo finalizará con su muerte.

Ahora pienso cómo transformar ese pequeño momento propio de dolor en algo productivo. Me digo a mí mismo: sigue apretando, sigue corriendo, no lo hagas por ti, hazlo para demostrar a los demás que una vida alejada de la explotación de unos seres tan maravillosos e inocentes como los animales, no solo es posible, sino que además es sana, sencilla y plena.

Me repito: sigue corriendo, adelanta a todos los corredores y entonces, desde lo alto del podio, envía un mensaje, algo que ayude a derribar falsos mitos, demostrando que sin comer animales puedes estar sano y fuerte, al menos tanto como para emprender estas locuras de carreras con éxito. Sigue luchando, controla esa agonía y envía el mensaje alto, claro y sencillo desde lo alto del podio.

No como animales.

Capítulo 1

Tortilla de gatos

Desde que tengo uso de razón, recuerdo mi infancia rodeado de gatos. Mi madre siempre tuvo algún refugiado en casa, el típico animal rescatado en las calles con la idea de encontrarle un hogar, que terminaba ganándose el cariño y la confianza de todos, pasando entonces a formar parte de la familia.

Desde la ventana de mi habitación, mi hermano y yo nos entreteníamos observando una antigua serrería abandonada que, al estar tapiada, se había convertido en un pequeño santuario para los gatos del barrio. Dormían todos juntos, formando una gigantesca «tortilla gatuna», y los cachorritos jugaban todo el día.

La primera gata que vivió con nosotros se llamaba Yuca. No recuerdo exactamente cómo apareció, aunque creo recordar que la recogimos cuando era una cosita muy pequeña y sucia, abandonada a su suerte. El origen de los nombres siempre ha sido algo bastante absurdo, miscelánea de todas las tonterías que les decía mi madre y acababan tomando una fonética determinada. Yuca era una gata arisca, con una fuerte personalidad, que no aguantaba bien las putadas que mi hermano y yo le hacíamos jugando con ella.

Es común pensar que todos los gatos son fríos e independientes, sin ningún tipo de afecto hacia sus compañeros humanos, pero nada más lejos de la realidad. Si bien no tienen esa sumisión y servilismo de los perros, sí que muestran abiertamente sus sentimientos y diferentes personalidades, desde los que son dependientes y siempre te acompañan por casa, a los más altivos y orgullosos que disfrutan de su independencia.

Quizás esa fuerte personalidad fue lo que nos hizo sentirnos identificados y encantados con los gatos. Su belleza, elegancia, ternura y chulería los convirtieron en nuestros animales favoritos.

No es extraño que desarrollásemos una gran empatía hacia ellos.

Todas las noches, mi madre preparaba la comida para los gatos de la serrería con menú variado, cazuelas enormes de fideos, cocinados con restos de comida que mi hermano y yo recogíamos a la vuelta del colegio de la pescadería y la pollería. Ella reconocía a cada uno de los gatos, se encargaba de medicar a los enfermos y de escoger sus comidas individualmente, algunos preferían pienso; otros, comida en lata y otros, el guiso casero. Los cuidaba muchísimo.

Esta rutina nos convirtió en chavales un poco diferentes, y con la personalidad aún por desarrollar, no teníamos las cosas claras, así que cada vez que un compañero de la escuela pasaba cerca de nosotros mientras estábamos dando de comer a los gatos, sentíamos vergüenza de que nos viesen con nuestra madre. Alimentar animales de la calle no era guay, o no nos lo parecía.

Teníamos que mantener nuestra pose de niños normales, no de los que recorren la ciudad a las tantas de la mañana, saltando tapias y entrando en edificios abandonados, pegados a su madre. Además, los compañeros del colegio, por lo general, eran bastante cabrones con los animales, y lo mejor era no destacar demasiado, no fuera que les diera por burlarse de nosotros por ser excesivamente sensibles, por no permanecer indiferentes ante un gato hambriento, por no matar a patadas a una rata en cuanto aparecía por el barrio o por no tirar piedras a los perros.

Estaba claro que nos sentíamos diferentes al resto de nuestros amigos. Quizás nuestra madre era la loca de los gatos, pero en el fondo nos sentíamos orgullosos de ello, y de ella.

Sentíamos fascinación por los gatos, por sus sutiles movimientos, su ternura cuando apenas son cachorros, su agilidad y elegancia… Los felinos tienen un atractivo casi hipnótico y cuidar a estos animales era lo más lógico que una persona podía hacer.

Cuando encendíamos la tele y casualmente aparecían imágenes de una corrida de toros, éramos incapaces de mantener la mirada y no entendíamos que existiese gente capaz de ejercer tanta maldad contra un ser indefenso. Mi madre gritaba y maldecía, poniéndose de parte de la víctima y deseando que saliese victorioso de ese cruel y amañado combate.

Odiábamos a los cazadores, no entendíamos cómo alguien podía, ante la imponente estampa de un animal salvaje libre en un bosque, tener el impulso de disparar una escopeta para, cobardemente, quitarle la vida.

Como veis, parecíamos unos defensores y amantes de los animales, o eso creíamos. Los animales que merecían ser defendidos eran los perros, los gatos, los toros, todos los animales salvajes, sobre todo ballenas, delfines, monos y leones, y si estaban en peligro de extinción, más todavía.

Con Yuca, nuestro primer miembro de la familia felina. / © Rosa Serrano

Entre los animales considerados de consumo teníamos dos excepciones, los conejos, que nos parecían gatos, y los corderos. Cuando tenía unos 5 años, durante unas vacaciones que pasamos en un camping en los Picos de Europa me dejaron cuidar de un corderito por unos días. Lo llevaba con una cuerda como a un perrito y jugaba con él…, era igual de adorable que mis gatos.

Al año siguiente volvimos al camping y pregunté por mi corderito, quería sacarlo a pasear, pero me dijeron que ya no estaba. No recuerdo bien cómo me lo explicaría mi madre, pero el caso es que entendí que había terminado servido en el restaurante del pueblo. Lo habían matado para comérselo. No me lo podía creer, no era capaz de asimilar que alguien se hubiera podido comer a mi amigo. Desde entonces, nunca más volví a probar el cordero.

Sin embargo, curiosamente no me cuestioné el consumo del resto de animales. Las vacas, los cerdos, los pollos y los peces estaban en una categoría diferente, eran alimento, habían sido criados para ello y todo el mundo los comía, ni siquiera nos planteábamos la posibilidad de no hacerlo.

Años después escuché por primera vez la palabra «vegetariano», creo que fue a mi tía Pazi. Me extrañó que esa gente de la que me hablaba mi tía no comiesen animales motivados por mejorar su salud; pensaba que lo más lógico sería hacerlo por evitar dañar y matar a las víctimas. Recuerdo que le pregunté a mi madre al respecto y ella me respondió: «No se puede vivir sin comer animales. La naturaleza es, en ocasiones, cruel, pero necesitamos matar a ciertos animales para vivir». Desde ese momento no me volví a plantear el sufrimiento de aquel grupo de animales que, pensaba, estaban en el mundo solamente para que dispusiésemos de ellos devorando sus cuerpos sin vida.

¿Por qué nos comemos a unos y amamos a otros?

¿Qué es lo que hace que consideremos a unos animales como nuestros compañeros, los respetemos y protejamos, y en cambio a otros animales con características similares los consideremos solo recursos y no tengamos ninguna consideración moral hacia ellos?

Nuestra relación con los animales es bastante curiosa.

Es común que los niños, antes de que les inculquemos otros esquemas cognitivos, sientan amor por los animales, jueguen con cachorros de otras especies y eviten hacerles cualquier daño a propósito. Podemos observar que los cachorros humanos se sienten atraídos por otros bebés, sean caninos, felinos o de cualquier otra especie, y su instinto es el del jugar juntos.

Durante la niñez vemos a los animales como nuestros amigos. De hecho, esto se puede comprobar revisando la cultura tradicional. Los niños pequeños siempre jugaban con un osito de trapo, un perrito, un corderito. Los animales siempre han estado presentes en los cuentos, libros y películas infantiles. Es común que el protagonista sea un animal. Podemos encontrar muchos ejemplos: Bambi, el cerdito valiente Babe, la orca Willy, Ferdinand el toro…, y por lo general, el animal siempre está huyendo de alguien que le quiere hacer daño, como un cazador, un pescador o un torero; huye de un lugar en el que se encuentra confinado, como un zoológico, un matadero, una granja o un acuario y, por supuesto, los niños siempre nos pusimos del lado de las víctimas, porque son inocentes.

A los niños les apasionan los cerditos, los perritos, los caballos, los tigres y los leones, los loros, las águilas y las cigüeñas. Pero paralelamente les enseñamos que deben comerse el filete, el pescado, la leche y los huevos, eso sí, obviando contar que ese filete o pescado es el trozo de uno de esos animales por los que sienten tanta simpatía.

A medida que vamos creciendo ya hemos trazado, sin darnos cuenta, una línea imaginaria que separa a unos animales de otros. En un lado están los animales que nos parecen más simpáticos y que todo el mundo parece defender y tener en consideración. En esta categoría se encuentran los perros, los gatos, los delfines, los primates, casi todos los animales salvajes, ya sean tigres, leones, cebras, jirafas o elefantes. En el otro grupo tenemos a los animales que consideramos que están en este mundo para servirnos, y no nos cuestionamos su sufrimiento. Aquí incluiríamos a todos los animales utilizados para producir alimentos como gallinas, cerdos, vacas, peces…, y también los animales que explotamos por su utilidad, como burros, mulas, caballos…, o los que consideramos molestos o peligrosos: ratas, cucarachas, etc.

Esta separación se ve reforzada por la aprobación de la mayoría. Tendemos a ver como normal y justificable lo que opina la gran parte de la población y este consenso reafirma nuestro comportamiento.

Sin darnos cuenta, la sociedad ha moldeado nuestra percepción sobre los animales y ha determinado por cuáles deberíamos tener más consideración moral que por otros.

Creo que esto fue lo que nos ocurrió a mi familia y a mí. Llorábamos cada día por los gatos de la calle, cuando enfermaban o pasaban unos días desaparecidos, pero jamás nos paramos a pensar que el filete de ternera que cenábamos cada noche había formado parte de un ternero, un cachorro tan adorable como cualquier perro o gato.

Lo que realmente legitimaba nuestra incoherencia era nuestra ignorancia. No sabíamos que vivir sin participar en esta explotación animal, que incluye cautiverio, maltrato y muerte de inocentes, era posible siquiera, y menos aún que fuese saludable.

Al tener tan arraigada la creencia de que el matar animales para alimentarnos era absolutamente necesario para vivir, encontrábamos el equilibrio y la lógica en evitar los actos de maldad innecesaria hacia los animales como esclavizarlos, matarlos o infringirles daño deliberadamente sin ningún motivo justificable.

Era lógico estar en contra de la tauromaquia, la caza o de abandono de perros y gatos. No necesitábamos torturar herbívoros, ni disparar contra animales salvajes, ni abandonar cánidos a su suerte para sobrevivir, ni siquiera para estar más sanos; por lo tanto, para nosotros, detrás de esos actos solo se encontraba la pura maldad, la crueldad y la falta de empatía.

En cambio, aunque estando equivocados, creíamos que necesitábamos comer animales para sobrevivir, y ya que no teníamos otra posibilidad, sería absurdo pararnos a sufrir por algo inevitable. Esto nos servía para justificar nuestra incongruencia y desarrollar una empatía selectiva.

Empatía

La empatía es la capacidad de conectar emocionalmente con los demás, pudiendo comprender las emociones del otro como la tristeza, la alegría, la felicidad o el sufrimiento. Al ser capaces de entender los sentimientos de los demás, podemos actuar en consecuencia.

Se trata de un sentimiento que nos hace meter en la piel de otro individuo para sentir lo que él siente y de esta manera poder prestarle ayuda o colaboración.

A lo largo de nuestra evolución, la empatía se convirtió en un rasgo que favorecía nuestro éxito evolutivo. Los mamíferos deben cuidar de su prole durante varios años. Empatizar con sus hijos hizo a las madres más capaces de atender las necesidades tanto fisiológicas como emocionales de estos, favoreciendo la supervivencia.

A nivel grupal, una manada que cuida de sus enfermos o ancianos tiene conexiones sociales más duraderas. Nos aprovechamos de vivir más relajados sin preocuparnos de que nos van a abandonar si una enfermedad nos incapacita o nos hacemos mayores. La empatía aumenta también en este caso la calidad de vida y las posibilidades de supervivencia del grupo. Por lo tanto, los individuos que sobreviven gracias a la empatía transmiten sus genes con más éxito que los que no son empáticos.

Algo que parecía tener solo utilidad para ayudar a los demás, también garantiza nuestro éxito individual. La empatía en principio es mayor con aquellos individuos por los que sentimos más igualdad y proximidad, en nuestro caso los humanos, y dentro de la misma especie también establecemos una jerarquía. Sentimos más empatía con nuestra familia y amigos, después con compatriotas, seguido de los habitantes de países cercanos y/o misma cultura, para seguir decayendo con humanos de otras culturas y razas, y, por último, con algunos animales como perros y gatos, y casi nula con otros como vacas y gallinas.

No todos somos capaces de empatizar con la misma intensidad. Esta depende de factores genéticos y ambientales. Por ejemplo, la psicopatía es un trastorno de la personalidad caracterizado por presentar una empatía muy reducida. Un psicópata es incapaz de ponerse en el lugar de sus víctimas y de experimentar sentimientos ajenos, por lo que carece también de remordimientos.

La empatía es modulable, se puede entrenar, puede mejorar simplemente teniendo más conciencia de nuestros actos y a quiénes van dirigidos. Por lo tanto, simplemente tratando de racionalizar nuestros sentimientos hacia los demás y dándonos cuenta de que todos los animales son capaces de sentir de igual forma, seremos capaces de sentir empatía por animales que la sociedad nos ha acostumbrado a ignorar.

Como dijo Einstein:

Un ser humano es parte de un todo, llamado por nosotros universo, una parte limitada en tiempo y espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y sentimientos como algo separado del resto. Esa separación es una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta falsa ilusión es una especie de prisión para nosotros. Nos limita a nuestros deseos personales y a dar cariño solo a personas cercanas. 

Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión, incluyendo a todas las criaturas vivientes y a toda la naturaleza en su belleza.

Disonancias

No recuerdo el momento en el que relacioné por primera vez el filete de mi plato con un animal que había tenido una vida, un individuo por el que hubiese sentido afecto si lo hubiera conocido. No lo recuerdo, pero puedo elucubrar mi forma de actuar. No comer animales no era una opción, no creía que fuese capaz de estar sano sacando todos esos productos que yo creía esenciales de mi dieta; entonces, ni siquiera merecería la pena preocuparme por un problema que no tenía solución. Amaba a los animales, sin embargo, no podía dejar de comerlos debido a nuestra naturaleza omnívora.

Lo más práctico era evitar sufrir inútilmente, no merecía la pena pensar en los sentimientos de un cerdito, de una vaca o de un pollo. Me centraría en ayudar a los seres que sí podía y debía respetar: perros, gatos y animales salvajes.

Sin saberlo, estaba sufriendo una fuerte disonancia cognitiva.

Según el psicólogo norteamericano Leo Festinger, las personas tenemos una gran necesidad de que nuestras creencias internas estén en sintonía con nuestro modo de actuar. (1) Cuando alguien percibe una incoherencia entre sus creencias y su comportamiento, esto provoca un malestar y una ansiedad que se esfuerza por eliminar. Este malestar se puede solucionar de dos formas diferentes: con un cambio de conducta o con un cambio de creencias.

En el caso que nos concierne, la disonancia cognitiva se podría presentar de la siguiente forma:

■ Pensamiento: soy un defensor de los animales, jamás les haría daño.

■ Forma de actuar: mucha de mi comida proviene de animales que han sufrido una vida terrible y una muerte violenta solo para mi consumo.

Ante esta fuerte disonancia, tenemos dos opciones:

■ Cambiar el comportamiento causante de la disonancia: dejando de participar en la muerte y explotación de animales.

■ Cambiar la realidad y ajustarla a nuestro comportamiento: buscando excusas y justificaciones (no tengo alternativa, necesito proteínas animales, además todo el mundo lo hace, los leones también cazan gacelas...).

La segunda opción suele ser la más utilizada por la mayor parte de la sociedad, porque, además, se ve reforzada por el comportamiento predominante de la mayoría. Al tomar las mismas decisiones que los demás, normalizamos conductas con las que en realidad no estamos de acuerdo. Las maneras en que resolvemos las disonancias cognitivas es un tema complicado; tendríamos que hablar un poco más en profundidad.

Si lo hace todo el mundo, estará bien

En mi caso, es cierto que sabía que existían personas vegetarianas, pero tenía muchos prejuicios, pensaba que solo adoptaba este estilo de vida gente muy diferente de mí. Pensaba que era solo para hippies y gente poco activa… Yo en cambio quería ser fuerte y llevar una vida «normal».

La sociedad se encarga de normalizar el consumo de animales desde que somos muy pequeños. La educación dirigida a los niños nos muestra las granjas como lugares idílicos donde las vacas, los cerdos y los pollos son felices. Se omite deliberadamente el momento del sacrificio y el posterior procesamiento, o desmembramiento, de sus cuerpos, para pasar directamente al producto en el supermercado, ajeno al sufrimiento que entraña, envuelto en un atractivo paquete y con una forma simétrica que no nos recuerde que alguna vez fue parte del cuerpo de un inocente.

La publicidad nos muestra caricaturas de cerditos guiñándonos un ojo, gallinas ponedoras ofreciéndonos sus huevos y comemos quesitos de una vaca que ríe. Ante esta falsa realidad, lo más probable es que no nos planteemos la cuestión moral acerca de los derechos de todos los animales.

Resumiendo, somos seres empáticos y los animales nos importan, aunque quizás a una escala menor que los humanos. A pesar de sentir que debemos respetar sus derechos y saber que matarlos está mal, preferimos no pensar en ello, aceptando que las cosas son como son, que no tenemos opción, ya que es indispensable que nos alimentemos de ellos. Los médicos nos lo aconsejan y aprendemos en el colegio que el calcio está en la leche de vaca, las proteínas en el pollo y el hierro en la carne de ternera.

Como vemos, el consumo de animales, en el caso de la alimentación se justifica en la creencia de que es saludable e imprescindible, lo cual veremos más adelante que es falso.

Utilizamos a los animales en primer lugar por ignorancia, por no conocer otra opción saludable de alimentarnos y que además nos permita disfrutar de la comida.

También lo hacemos porque lo hace la mayoría, nos lo aconsejan los máximos expertos, algunos médicos nos lo enseñan en los colegios y nos bombardean con publicidad.

Además, es cómodo. Toda nuestra vida gira en torno a miles de opciones en su mayoría de origen animal.

Es conveniente, es la manera más eficiente de actuar, no tenemos que gastar energías en tomar decisiones complicadas.

Lo hacemos por costumbre, desde niños la comida ha estado ligada a nuestra cultura. Relacionamos nuestros cumpleaños y fiestas con determinadas comidas, y nuestros padres y abuelos siempre nos prepararon comidas deliciosas que incluían productos de origen animal. ¿Cómo podían ellos hacer algo malo?

Todo está perfectamente orquestado para que nuestra sociedad funcione explotando y torturando a seres inocentes, y nosotros, por ignorancia, comodidad, conveniencia y costumbre somos los aliados perfectos. Han conseguido que seamos cómplices de comportamientos que de otra manera condenaríamos.

Por eso los mataderos se encuentran alejados de las ciudades y sus ventanas están cubiertas de ladrillos, porque como dijo Paul McCartney: «Si las paredes de los mataderos fueran de cristal, todos seríamos vegetarianos».

Carnismo

Somos capaces de enternecernos acariciando a un ternero en el campo y minutos después comer el cuerpo troceado del mismo animal sin ni siquiera relacionar o cuestionar ambos comportamientos.

La psicóloga social y activista vegana Melanie Joy denomina «carnismo» al sistema de creencias que nos condiciona a comer un determinado tipo de animales. Popularizó este término en su libro ¿Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas? (2)

Nuestra consideración como omnívoros atiende más a una clasificación biológica que a un imperativo moral. Podemos obtener los nutrientes tanto de alimentos de origen animal como vegetal; en cambio, los carnívoros solo pueden alimentarse de carne.

Según Melanie Joy, el carnismo es una ideología tan arraigada que se ha convertido en invisible, lo que hace que ni siquiera nos lleguemos a cuestionar su existencia.

Para aceptar esta ideología se nos enseña a aceptar una serie de mitos que perpetúan estas creencias. Estos mitos son denominados como las cuatro enes: comer carne es Normal, Natural, Necesario y Nice («agradable», en español).

■ Es normal. Es la elección de la mayoría de la gente. Cuando los principios de una ideología se han normalizado, estos dictan cómo debemos comportarnos. Representan el camino de la mínima resistencia, el más fácil de seguir, y eclipsan otras opciones haciéndolas invisibles.

En realidad, muchas elecciones consideradas libres no han sido tomadas por nosotros con plena conciencia de su implicación.

Si nos parásemos a pensar ante la decisión de elegir dos opciones diferentes en un menú, ambas saludables y nutritivas, no es probable que eligiésemos la que implica crueldad y muerte. Sin embargo, nos limitamos a seguir normas que van en contra de nuestros instintos como algo aceptable.

■ Es natural. La caza y el consumo de animales han formado parte de nuestra evolución y por ello son considerados como naturales, como algo positivo. Sin embargo, con otros comportamientos que se han dado a lo largo de la historia como el asesinato, la violación, el canibalismo, la esclavitud o la guerra, no hacemos lo mismo, y en la actualidad los consideramos intolerables pese a haber sido una práctica habitual en otros momentos.

La misma creencia en la superioridad biológica que ahora utilizamos para justificar nuestra relación con los animales fue utilizada en el pasado para legitimar el racismo y el sexismo a lo largo de la historia. Los africanos eran esclavos por su naturaleza inferior, y se exhibían sin pudor en los zoológicos; las mujeres debían estar al servicio del hombre por ser consideradas inferiores.

Paralelamente pensamos que es natural que haya animales concebidos por la naturaleza para servirnos: vacas lecheras, gallinas ponedoras, caballos de tiro, perros de caza, animales de compañía...

■ Es necesario. Creemos que es indispensable el consumo de alimentos de origen animal para gozar de una buena salud. Sin embargo, como veremos más adelante, una dieta vegetariana bien balanceada es perfectamente saludable para el ser humano en cualquier etapa de su ciclo vital.

■ Es agradable. La carne tiene un sabor que resulta atractivo a la mayoría de la gente…, pero solamente después de haber sido convenientemente realizado todo este proceso: matar el animal, arrancar su piel, separar sus vísceras, cortar, sazonar, aderezar y cocinar. Si no efectuamos todos estos pasos, la carne solo pasa a ser el cuerpo inerte de un animal en proceso de descomposición y ni su olor, ni su vista, ni su gusto resultan agradables, a diferencia de otros alimentos en estado natural, como la mayoría de las frutas y algunas verduras que nos resultan apetitosas y nos hacen salivar. El cuerpo de cualquier animal yaciendo sin vida en la naturaleza no nos hará salivar; al contrario, su sangre y vísceras en proceso de putrefacción nos generan repulsión.

El carnismo está profundamente interiorizado en la mayoría de nosotros y necesitaremos un gran esfuerzo para volver a escribir nuestros esquemas morales y poder ser libres de utilizar nuestra empatía con todos los seres con capacidad de sufrir.

En las siguientes páginas de este libro trataré de explicar mi proceso. Cómo pasé de preocuparme y sufrir por el destino de unos pocos individuos de una determinada especie, a hacerlo por todos. Trataré de explicar cuál fue mi «despertar» y el hecho que me hizo replantear todo mi esquema de valores y el camino posterior de investigación y descubrimiento.

Asimismo, intentaré plantear cuál es la estrategia más eficaz para llegar a un mundo más justo para todos y daré consejos para hacer esta lucha más llevadera.

El pez

Siendo un niño carecía del suficiente carácter para tomar decisiones importantes o cierto tipo de reflexiones sobre los animales, y me limitaba a seguir lo que consideraba que era lo correcto, según lo que hacían mi familia y mis amigos.

Mi conciencia estaba tranquila porque éramos toda la familia defensora de los animales.

En verano solíamos veranear en plan familiar, con mis tíos y primos. Fabio, más que un primo, era para mí como un hermano mayor. Solo me saca un año, pero a edades tempranas me resultaba una diferencia importante.

Recuerdo que siempre iba un paso por delante en todo y yo quería imitarlo. Cuando sus padres le compraron un patinete, no paré de suplicar hasta tener el mío; él tenía su bici, yo quería la mía; escuchaba música punk, yo me hacía punki desde ese momento. Aprendía mucho siguiendo su ejemplo y me lo pasaba genial.

Recuerdo una tarde en el camping de Oyambre (Cantabria). Estábamos en su caravana y me enseñó lo que parecía una serpiente disecada. En realidad era un pez alargado que había pescado y dejado secar al sol. No pensé en que hubiese estado vivo; para mí, los peces no sentían como otro animal y yo, para variar, quería tener uno igual.

Al día siguiente fuimos a la playa y cogimos las gafas de bucear para pasar el rato. Era una maravilla recorrer los fondos entre las rocas de la ría de Oyambre, donde había miles de peces, grandes y pequeños, de especies que desconocía y me asombraban. Estaba en una zona donde el agua cubría muy poco, tocando el fondo con las manos, cuando de pronto la vi. Era la «serpiente» que Fabio tenía disecada. Instintivamente me acerqué hacia ella y, para mi sorpresa, la cogí sin problema. Nadé hacia la orilla alterado y comencé a gritarle a Fabio: «¡He pescado una!».

Fabio estaba con sus amigos, todos mayores que yo, así que me sentía importante. Me felicitaron, ¡había pescado una «serpiente de mar» yo solo!

«Ahora tienes que ahogarla», me dijeron. Me quedé traspuesto, pero tanta era mi ansia de imitar a Fabio, que no había pensado que ese pez disecado de mi primo había tenido, alguna vez, vida, como el individuo que se movía entre mis manos.

«Entiérrale la cabeza en la arena», me dijeron. Yo en ese momento no podía dar marcha atrás, perdería mi prestigio y la oportunidad de ser de la pandilla de los mayores. Así que hice lo que me decían.

Enterré su cabeza en la arena y su cuerpo empezó a girar cada vez más rápido. De pronto, empecé a sentirme mal, un escalofrío recorrió mi cuerpo, quería parar de hacer eso, el animal estaba agonizando, pensé que ya era tarde y que terminaría pronto. En cambio, esos segundos, que me parecieron minutos, no terminaban nunca. Solo sentía que cada vez se movía más rápido en su esfuerzo por escapar, por intentar respirar. Le estaba quitando la vida solamente para imitar a mi primo. Finalmente, sus estertores cesaron y sentí como literalmente su vida se había ido; más bien, yo se la había arrebatado, causando un sufrimiento terrible.

Nunca me había sentido más miserable en mi vida, quería llorar, dar marcha atrás en el tiempo y nunca siquiera haber visto al pez en el agua. La muerte de un ser que quiere vivir es horrible, un pequeño animal por el cual no sentía demasiada empatía me había enseñado lo terrorífico que es matar a alguien. Tuve que disimular, fingir que estaba contento. Fabio dejó el pez al sol y me lo devolvió a los dos días. Avergonzado, triste y culpable, lo tiré a la basura. No quería volver a recordar el acto tan terrible que había cometido.

A pesar de este traumático episodio, apenas cambié mi comportamiento con los animales. Tenía claro que quitar la vida a alguien que quiere vivir era algo deleznable, pero no veía mal pagar a otros por hacer el trabajo sucio. Esto es lo que hacemos cuando compramos carne, pescado, leche o huevos. Pagamos a alguien por hacer cosas que nosotros nunca seríamos capaces de hacer, por considerarlas reprobables moralmente.

Cada vez estaba más indignado con el sufrimiento innecesario causado a los animales, no entendía cómo algún amigo podía defender las corridas de toros o decirme que su padre era cazador. Porque para mí el sufrimiento de los animales que consumía era justificable. (Más tarde me di cuenta de que estaba equivocado). Sin embargo, acabar con la vida de un ser inocente solo por diversión me parecía una aberración.

Mi primo, a pesar de haberme conducido a actuar en contra de mis principios, seguía siendo mi referente y olvidé rápido ese capítulo. Molaba bastante y no era el típico niño de mi colegio.

En mi escuela solo existían dos tipos de chavales: los que juegan al fútbol y los que pasan el recreo deambulando solitarios al ser excluidos de los equipos. Yo pertenecía al segundo grupo, era un niño un poco atípico, pero siempre tuve buenos amigos, fui capaz de encontrar a otros desadaptados y hacer buenas migas. Tampoco era el más guay del cole, quizás un poco tímido e introvertido, pero cuando llegaba el fin de semana, iba a casa de mis primos y hacíamos cosas más divertidas. Me dejaba su patinete, explorábamos edificios abandonados y salíamos con nuestras bicis de expedición.

Minibásquet

Recuerdo que en sexto curso mi madre me apuntó a baloncesto y, a pesar de ser bajito, no se me daba mal. Disfrutaba mucho y al finalizar las clases pasaba horas jugando en las canastas de la Llama, al lado de casa. Jugaba en el equipo del colegio, pero tuve la mala suerte de ser el mayor del equipo y jugar con niños de cursos inferiores. Además, el baloncesto no se tenía en cuenta como un deporte serio, así que todos los que estábamos allí éramos en realidad rebotados por no ser diestros en el deporte rey. Éramos el pelotón de los torpes, en el cual, al ser el mayor, me habían dado el mando.

Recuerdo nuestro primer partido. Llegamos bien temprano al campo del colegio rival. En mi mente intento rememorar el momento en el cual vi calentar a los chicos del equipo contrario. Me parecían jugadores de la NBA, no fallaban una canasta y además eran altos, muy altos, demasiado para nuestra edad.

El partido comenzó y a los pocos segundos me di cuenta de que iba a ser una pesadilla, cada vez que teníamos la posesión del balón no tardábamos ni cinco segundos en perderlo, el equipo rival nos sometía a una presión aplastante.

Ahora intento recapacitar… Éramos niños y el entrenador rival, sintiéndose insultantemente superior, solo pensaba en machacarnos sin piedad. Terminó el primer tiempo y el marcador mostraba la puntuación: 100 puntos a 0. Sé que puede parecer difícil de creer, pero juro que es cierto, se llegó a esa cifra tan vergonzosamente redonda.

Nuestro entrenador estaba desesperado, nos daba instrucciones, que intentábamos llevar a cabo, sin éxito. En un momento me encuentro con una situación inesperada… Un compañero de mi equipo debajo de la canasta rival completamente solo, y yo con el balón en las manos. Rápidamente hago un pase largo, es nuestra oportunidad de meter al menos una canasta. El balón lleva una dirección perfecta hacia mi compañero, lo va a coger sin problema, pienso. El balón se aproxima a él, extiende los brazos y el balón golpea su cabeza. El entrenador se lleva las manos a la suya. Incomprensiblemente seguimos persistiendo y finalmente el árbitro muestra buen criterio o quizás compasión y pita una falta a nuestro favor, con los correspondientes tiros libres para nuestro equipo. Recuerdo a Diego lanzar el balón y cómo, a cámara lenta, golpea el tablero… ¡y entra!

Esta canasta nos dio el empujón de moral necesario y nuestro equipo anotó 4 puntos. El rival, 170. Aun así, fuimos capaces de sacar aspectos positivos de nuestra abultada derrota. En el segundo tiempo habíamos encajado 30 puntos menos y anotado 4…, y lo más importante, no dejamos de darlo todo en ningún momento. Aprendimos una lección importante: si disfrutas lo que haces y das lo mejor de ti mismo, no importa el resultado.

Al final del campeonato fuimos mejorando y cada vez perdíamos por menos puntos. Incluso fuimos capaces de ganar un partido, bueno dos, porque el encuentro de la gran paliza que he relatado resultó ser fraudulento, ya que todos los jugadores del equipo rival pertenecían a una categoría superior, de ahí su gran altura. Aun nos sentimos más orgullosos de no haber arrojado la toalla.

Las clases de gimnasia de la época no eran muy motivadoras. Juegos aburridos y mucho fútbol, para variar. Sin embargo, recuerdo un día en octavo curso, durante la clase de educación física, que teníamos que correr un kilómetro lo más rápido posible. Creo recordar que eran cinco vueltas al campo del colegio. Todo el mundo salió muy rápido y yo daba todo lo que tenía para situarme sobre la mitad del pelotón con mucho esfuerzo. Pero en la segunda vuelta empecé a ganar posiciones, en la tercera pude ver la cabeza del grupo, en la cuarta me situé en primer lugar y, a pesar de sentir mis pulmones estallar y saborear sangre en mi pecho, seguí corriendo con más ganas. La última vuelta comencé a doblar a compañeros y finalicé, por primera vez en mi vida, primero en algo.

Nadie se acercó a mí a decirme que lo había hecho bien ni el profesor me recomendó probar suerte con el atletismo, al fin y al cabo, no era bueno jugando al fútbol. Pero fue la primera vez que sentí el gusanillo de la carrera en mi cuerpo.

Skate or die

Creo que fue en las Navidades del año 1988 cuando los patinetes parecieron haber tomado anabolizantes. Las tablas clásicas en España, finas y alargadas, pasaron a ser tres veces más anchas, los ejes también se adaptaron al nuevo estándar y las ruedas engordaron cambiando el material que llamábamos «caramelo» por una goma blanda más parecida a un chicle.

Como de costumbre, mi primo, a la vanguardia de las modas, fue de los primeros en tener uno de estos deseados patinetes, y como era de esperar, mi hermano y yo emprendimos la ardua tarea de convencer a nuestros padres de cuál debería ser nuestro regalo de Navidad.

Lo debimos de hacer bien porque a los pocos días ya teníamos un patinete Variflex XPS con la leyenda «Skateboarding is not a crime».

Toda nuestra información acerca de este nuevo deporte que venía de Estados Unidos la recibíamos a través de las dos tiendas especializadas en Torrelavega. En sus escaparates una televisión reproducía vídeos de los profesionales norteamericanos patinando en piscinas abandonadas, en rampas y en las calles de San Francisco.

El skate, además de ser muy divertido, nos sirvió para hacer amigos. Junto con mi primo y mi hermano, empezamos a frecuentar el primer skatepark de Torrelavega, Pista Río, una vieja piscina donde se habían construido una media rampa y una «U» o medio tubo. Incluso, recuerdo colaborar en su construcción, ayudando a rellenar las rampas con escombro.

Con el skate, como me ocurrió antes con el baloncesto, descubrí que era muy obsesivo y disfrutaba pasando horas practicando sin parar, metido en un trance que me hacía repetir sin parar un movimiento hasta que llegaba a controlarlo.

Disfrutaba de la sensación de aprender, de sentir cómo la torpeza inicial se transforma gradualmente en movimientos coordinados y ágiles.

Mi táctica era simple, aprendía un truco en el suelo, lo repetía las veces que fuese necesario hasta tenerlo controlado y después lo llevaba a la rampa. Primero lo intentaba en la parte baja, casi sin inclinación, y poco a poco iba subiendo a la zona más vertical; probando, fallando, cayéndome, levantándome y volviendo a caer, pero siempre persistiendo, con cabezonería, con paciencia y disfrutando los pequeños éxitos cada vez que el movimiento salía con éxito.

No sé si aprendí con el skate este método de insistir y repetir hasta la saciedad, o simplemente lo tenía interiorizado en mi carácter y fue este deporte el que lo sacó a la luz. El caso es que ahora me doy cuenta de que lo aplico a todos los ámbitos de mi vida. Persistir, repetir, fallar y volver a repetir. Ser resistente a la fatiga, al fracaso, a la frustración y confiar en que todo es cuestión de seguir intentándolo y, finalmente, el tiempo se encargará de mejorar nuestra técnica y nuestras habilidades, y conseguiremos nuestro objetivo.

Y no solo aplicado al deporte, sino que resultó ser muy útil en otros ámbitos de la vida para conseguir alcanzar cualquier meta.

El patinete también hizo que encontrásemos nuestro grupo de amigos. Siendo unos críos, como era nuestra costumbre, empezamos a juntarnos con los chicos mayores, el grupo más trasgresor, moderno y malote de la ciudad, «la peña de la estación», un grupo muy heterogéneo de chavales que, como buenos adolescentes que éramos, estábamos muy alocados y éramos bastante cabrones.

Puedo decir que hice grandes amigos en esta época, aunque el ambiente general que reinaba era de desconfianza. La prioridad era reírse a costa de quien fuese; sí había que putear a uno de tus amigos para hacer la gracia, pues se hacía sin problema. Mis nuevos amigos no eran crueles con los animales, pero sí que mostraban indiferencia. Las prioridades eran patinar, pasarlo bien… de risas y más tarde la fiesta y las chicas.

La culturilla del skate nos llevó hasta el punk rock y algunos colegas formaron sus propias bandas.

Me fascinaba el espíritu rebelde y reivindicativo, utilizar la música como canal de denuncia social. Además, las letras eran muy transgresivas y decían tacos… Eso para nosotros era lo más, aunque a veces no llegábamos a darnos cuenta de que grupos como La Polla Records denunciaban cada faceta opresiva del sistema capitalista en sus canciones.

A pesar de cantar contra el capitalismo, el racismo, la religión, la policía y los banqueros, echaba de menos que algún grupo sacase el tema de la explotación animal. No fue hasta que empecé a escuchar a Soziedad Alkoholika que descubrí que alguna banda lanzaba su voz por los animales. No, no eran veganos, pero al menos expusieron la barbarie de la vivisección en su tema «Ciencia Asesina» y de la tauromaquia en «Motxalo».Pero bueno, parecía seguir siendo un tema marginal, molaba más cantar «¡mucha policía, poca diversión!» de Eskorbuto.

Tenía amigos, pero no íntimos amigos, porque sabía que, si salía algún tema relacionado con los animales, bien sea porque viésemos a un perro abandonado, se hablase del tema de la caza, de las corridas de toros o de cualquier otra causa animalista, a mis «amigos» les iba a importar una mierda el punto de vista de los animales en cuestión. Eso me hizo ser un chaval un poco reservado. Me negaba a querer conocer demasiado a la gente y era reacio a sacar determinados temas de conversación por miedo a descubrir algo que no me gustase de la persona.

Llegué a dar por hecho que mi familia y yo éramos unos bichos raros. Pensaba que lo normal era no sentir empatía por los animales. Prácticamente no conocía a nadie fuera de mi círculo íntimo que sintiese indignación hacia los maltratadores de animales o mostrase compasión hacia un animal abandonado y hambriento.

En plena adolescencia parecía que preocuparse por los animales era cosa de chicas. Yo solo tenía como referencia a mi madre, así que, víctima de una educación machista, también me avergonzaba preocuparme por los animales, prefería aparentar ser un tío duro e insensible.

Además de patinar todos los días, éramos unos chicos modernos que estábamos siempre a la última, y por eso, rápidamente también nos apuntamos a una nueva moda que venía de Estados Unidos, el mountain bike. Alucinamos con unas bicis similares a las de ciclismo clásico, pero con ruedas gordas. También tenían cambios, pero además te permitían rodar por terrenos sin asfaltar y sus desarrollos más cortos permitían subir pendientes muy pronunciadas.

Patinando en el bowl de Villaviciosa (Asturias). / © Rosa Serrano

Encontré varias similitudes entre la bici de montaña o mountain bike y el skate. Ambos deportes eran nuevos, desconocidos hasta el momento y se habían originado en Estados Unidos. Por supuesto, también teníamos nuestros referentes americanos, que de momento podíamos seguir mediante vídeos o revistas especializadas.

Fui de los últimos de mi grupo en tener bicicleta propia, pero en cambio mi hermano fue el que convenció a mis padres y, por suerte para mí, se cansó rápido de ella y la pude coger prestada para mis primeras rutas.

En una de nuestras primeras salidas pude reafirmar lo solo que me sentía dentro de mi pandilla en lo que a derechos de los animales y compasión en general por ellos se refiere.

Habíamos decidido subir a las antenas de Ibio, una montaña cercana, pero que, para nuestra escasa experiencia, suponía un reto formidable.

En aquellos tiempos la indumentaria que llevábamos para practicar ciclismo distaba mucho de lo que ahora consideramos normal y cómodo. Como íbamos a hacer deporte, pues un pantalón de chándal de algodón me parecía lo más apropiado, pero como también íbamos a la montaña, mi calzado era lo más parecido que tenía a material técnico de alpinista, unas botas militares que me llegaban a media pantorrilla, y, como seguramente haría frío para bajar, pues una chaqueta ligera y que abrigase… La que tenía a mano era una «chupa vaquera». Aún no era común llevar casco de ciclismo y tampoco teníamos, así que, con esta mezcla de chavales normales, punkis y montañeros, nos metíamos rutas de varias horas con nuestras flamantes bicis de montaña.

Como era de los más pequeños de la banda, los mayores me dejaban tirado en las subidas, aunque comprobé que para lo pequeño y poco desarrollado que estaba en comparación con ellos, tampoco me sacaban mucha distancia y siempre los mantenía al alcance de mi vista.