Nosotras que hemos curado tanto... historias de mujeres sanadoras en Ecuador - Norma Armas G. - E-Book

Nosotras que hemos curado tanto... historias de mujeres sanadoras en Ecuador E-Book

Norma Armas G.

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Nosotras que hemos curado tanto...Historia de Mujeres Sanadoras en Ecuador 2021, es una recopilación de testimonios y relatos de mujeres vin- culadas al campo de la salud en diferentes espacios y momentos. Recoge sus diversas vivencias y sus luchas individuales y colectivas, que han aportado a la salud pública, a la investigación, a la medicina alternativa, al desarrollo y a cambiar la historia de muchas otras mujeres que continúan con su legado. Se trata de una obra narrativa que engancha desde la primera historia, conjuga de manera fluida los diferentes tiempos, pasando del momento presente al pasado y viceversa, a través de la palabra de las protagonistas, de sus historias de vida, de sus anécdotas y sus enseñanzas.

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PREFACIO

PRÓLOGO

DRA. BEATRIZ CÓRDOVA DE SALAZAR“LA ODONTÓLOGA DOMADORA DE PREJUICIOS”

DRA. MYRYAM CABEZAS MURGUEYTIO

DRA. ROSA ROMERO DE AGUINAGA

DRA. RITA BEDOYA VACA

DRA. DOLORES KUFFÓ DE YOONG

DRA. IRMA BAUTISTA NAZARENO

DRA. LUZ MARINA VEGA CONEJOAL KAMARI, EL ÁGUILA BLANCA.

DRA. MIRIAM ALICIA BETANCOURT ESTRELLA

RAMONA ANGULO Y YAJAIRA VÉLEZ

OBSTETRIZ ERÉNDIRA BETANCOURT VINUEZA

LICENCIADA ROSA SANTAMARÍA ACURIO“VALEN LA PENA LOS RIESGOS”

PSICÓLOGA MERCEDES ISABEL CORDERO CASTILLO

DRA. MARGARITA SALAZAR PORRAS“SER CIRUJANA PEDIATRA ES UNA CUESTÓN DE VIDA”

DRA. VIRGINIA GÓMEZ DE LA TORRE

Para las mujeres que abrieron los caminosy para aquellas que siguen dejando huellasen cada paso.

PREFACIO

Muchos recuerdos de la Facultad de Medicina pasan por mi mente ahora que recorro las instalaciones de la PUCE como docente. Sin embargo, el camino que me trajo de vuelta a la facultad se forjó gracias a las experiencias que mis maestros dejaron en mi vida.

Estaba cursando el quinto semestre de Medicina cuando mi tutora, la Dra. Norma Armas, publicaba el libro Entre voces y silencios: Las familias por dentro. Fue así cómo, por primera vez, leí un texto de uno de mis profesores. La emoción que sentí al leer aquel libro, escrito por una mujer médica, dejó en mí una profunda inspiración para hacer del ejercicio de mi profesión, una experiencia humanista de vida. De esta manera fui conociendo mujeres ejemplares en el campo de la salud, mujeres que moldearon mi sentir y mi mente.

En este libro, Norma nos presenta una serie de entrevistas que realizó a mujeres sanadoras, como ella las llama, y su relato es conmovedor. Cada historia refleja, con precisión, las razones que tuvo la autora al incluir en esta serie las mentes y corazones femeninos más representativos en el campo de la salud de nuestro país. El estilo que usa en la redacción permite que el/la lector/a capte a detalle los distintos contextos y perciba la forma en que se expresan las entrevistadas.

Luego de haber incorporado este magnífico libro a mi vida, entiendo la importancia de dejar impregnada esta obra en la historia ecuatoriana. Sin el ejemplo de mujeres como las que conocerán en esta lectura, es imposible pensar un futuro mejor. El poder sanador de las mujeres en una sociedad se ejemplifica por cada una de las protagonistas del libro; organizadas y militantes, trabajadoras incansables y críticas implacables ante los profundos problemas de salud en esta sociedad carente de humanismo.

Para quienes sostengan este libro en sus manos, lo que realmente tendrán serán horas de perspectiva femenina que pone en evidencia las mejores cualidades que un ser humano puede tener; amor, tenacidad y ternura. Les dejo una de las frases que se cita en una de las entrevistas dentro del texto: “¿Cuándo la humanidad habrá perdido la ternura? Pues, hay que recuperarla. No cuesta nada.”

Gracias Norma, gracias por tu escritura tan humana, sin lugar a dudas es un libro que cura.

Dra. Ana María Gómez

PRÓLOGO

Nosotras que hemos curado tanto…Historia de Mujeres Sanadoras en Ecuador 2021, es una recopilación de testimonios y relatos de mujeres vinculadas al campo de la salud en diferentes espacios y momentos. Recoge sus diversas vivencias y sus luchas individuales y colectivas, que han aportado a la salud pública, a la investigación, a la medicina alternativa, al desarrollo y a cambiar la historia de muchas otras mujeres que continúan con su legado.

En esos tiempos era necesario mantenernos unidas, las sesiones eran en nuestras propias casas. Las médicas con más experiencia nos inculcaban el amor a la Medicina, a la formación académica de excelencia y a la lucha para ganarnos el respeto y el sitial que nos merecíamos, dentro de un campo académico en el que recién incursionábamos las mujeres.1

Se trata de una obra narrativa que engancha desde la primera historia, conjuga de manera fluida los diferentes tiempos, pasando del momento presente al pasado y viceversa, a través de la palabra de las protagonistas, de sus historias de vida, de sus anécdotas y sus enseñanzas.

Norma ha realizado un trabajo cuidadoso para dar a cada palabra su lugar preciso, como dice una de las protagonistas el poder está en la palabra, y es esta palabra la que hace que los testimonios tomen vida y que estas quince valientes mujeres sanadoras pasen a la historia con un reconocimiento por su tenacidad y compromiso para transformar, para curar a las personas y a las sociedades.

(…) dije que era mi obligación convertir en realidad el sueño de establecer la Medicina Familiar en mi país. Era la primera ecuatoriana con ese título, el mandato estaba hecho para mí.2

La selección de las participantes en los relatos ha sido clave porque, además de mostrar una diversidad etaria, étnica y profesional, nos muestra cómo estas mujeres influyeron en diferentes hitos históricos de la salud en el Ecuador.

La autora nos guía hacia una lectura fluida, coloquial y encantadora, a través de esta galería de retratos. Su sensibilidad y sencillez, características de su escritura, permite la formación de un entretejido con aspectos familiares y cotidianos, junto al aporte de testimonios que dan lugar al profundo estudio de cómo influyeron los enfoques interseccionales en la vida de las personas.

Este libro también manifiesta, desde las vivencias de las protagonistas, cómo las desigualdades de género han sido históricamente barreras que han imposibilitado a las mujeres ejercer sus derechos, tales como el acceso a la educación, a ciertos espacios públicos o a trabajos con remuneraciones equitativas. Significa la búsqueda por lograr una transformación, no solo en el ámbito de la salud, sino también en el ámbito de la equidad de género y en el avance de los derechos humanos.

Norma nos muestra que, ser una mujer habitante de ciudad con una familia que apoya su desarrollo, no es lo mismo que ser una mujer negra, pobre y/o habitante de una zona rural. Ésta última tendrá que vencer muchos más obstáculos para cumplir sus sueños. “No soy mujer sola, soy con ellos, soy junto al pueblo afro y la lucha por sus reivindicaciones. Hoy la mariposa negra vuela y enseña a volar.”3

Lo que nos lleva a analizar estos aspectos y visibilizar las estrategias y resistencias que se emplearon para romper con patrones socioculturales negativos.

Debería horrorizarnos el saber que a las mujeres nos violan y nos matan (…) He escuchado miles de testimonios de mujeres violadas y me conmuevo siempre como la primera vez que los escuché, cuando apenas empezaba a ejercer como médica.4

Nosotras que hemos curado tanto pone en evidencia cómo estas maravillosas mujeres comenzaron curándose, empoderándose y luego, cambiaron las historias de muchas otras que venimos después de ellas. Es también un excelente aporte al análisis de la salud pública, que no se limita sólo a la atención en los hospitales, sino que va mucho más allá. Resalta el trabajo en la lucha contra la tuberculosis, en las comunidades, con la epidemiología, en las calles, en la Asamblea, en el diseño de normas y políticas que no dejan a nadie atrás.

Hacer esta lectura significa emprender un recorrido por las vidas y los transitares de mujeres ecuatorianas que han dejado una huella profunda en diferentes ramas de la Medicina. Significa también aprender a trabajar en el campo de la salud desde el enfoque de la promoción y la prevención, desde la participación y el compromiso.

Hoy en día, quisiera encontrarme con estas mujeres, agradecerles y honrar el camino que nos abrieron a nuevas generaciones. Cada historia deja aprendizajes de valentía y coherencia con la vida y la dignidad de los seres humanos. Con este texto, la Dr. Armas reivindica que a través de la palabra se puede mostrar la realidad y el contexto de un país, también reafirma a la literatura como una poderosa herramienta para el aprendizaje y, sobre todo, nos sensibiliza, recuperando el lado humano de la Medicina, particularmente de la ejercida por mujeres. Gracias a ello pone en evidencia que, para curar, se necesitan muchas manos actuando desde diferentes lugares, y que la identidad se construye mediante el reconocimiento de uno mismo y de las otras personas.

Dra. Marcia Elena Álvarez Chávez

1 Cita recogida dentro de este mismo escrito (Página 17)

2 Ibid (Página 27)

3 Ibid (Página 40)

4 Ibid (Página 72)

DRA. BEATRIZ CÓRDOVA DE SALAZAR “LA ODONTÓLOGA DOMADORA DE PREJUICIOS”

La Dra. Beatriz Córdova de Salazar es una de las primeras odontólogas de Quito y del país. Me recibe en su casa, muy cerca del Colegio San Gabriel. Es temporada de Navidad, el Nacimiento, los adornos y los cojines a tono, hacen la casa aún más acogedora. El Jesús del Nacimiento es un Niño de Caspicara, un regalo de mi abuela, Judith Toledo, me dice con emoción. El piano está callado en una esquina de la sala, desde su silencio habla de un hogar habitado por la música. Mis ojos se fijan en su madera reluciente.

Una noche mi esposo me trajo una serenata con piano. ¡En plena madrugada la música de un piano despertando a todo el barrio! Y yo, emocionada mirando desde la ventana del balcón. ¿Puede usted imaginar a Carlos y a sus amigos de Radio Quito intentando subir al camión ese piano de cola? Era la ilusión del amor.

Su cabello de tono blanco plata se desliza en suave ondulación hasta el cuello. Sus ojos de un verde tenue y su sonrisa generosa, están hechos de ternura. La voz clara se perfila con quiebres intermitentes y sutiles propios de sus 94 años. Camina apoyada en mi brazo hasta los sillones próximos a la orquídea blanca. Desde ese sitio me abre el tesoro de sus recuerdos. Al frente está la chimenea y, sobre ella, se despliega un hermoso árbol de la vida, ramas coronadas con fotos y detalles especiales de su gran familia. Es obra de mi nieto artista, recalca con orgullo. En armónica distribución aparecen la Dra. Beatriz Córdova junto con su esposo Carlos Salazar Sión, sus 10 hijos, 54 nietos y 13 bisnietos. En las otras paredes de la sala encuentro fotografías en sepia, donde posa rodeada por sus hijos entre adolescentes y niños. En un sitio preferencial destaca la figura del Corazón de Jesús. Él protege mi hogar-me dice, mientras se miran amorosamente.

Nació en Quito, el 21 de Julio de 1927. Es la cuarta entre doce hijos y es la última que fue recibida por la matrona Francisca de la Cruz. Los hermanos menores llegaron al mundo ayudados por médicos de la época. Vivían en la calle Antonio Elizalde, aquella que sube hacia el este desde La Alameda, en una casa baja rodeada por un patio con flores y pileta; un patio privilegiado con vistas a la ciudad y al monte Pichincha. Atrás de la casa continúa la pendiente del Itchimbía, cima preferida para los paseos infantiles. Los hijos varones asistieron a la escuela de los Hermanos Cristianos y luego estudiaron en el Colegio San Gabriel. Las hijas Córdova Toledo recibieron su educación primaria en el Instituto Luis Fidel Martínez, dirigido por las Religiosas Oblatas. A los 5 años de edad, Beatriz asistió a primer grado acompañando a su hermana mayor. Sus padres le obligaron a repetir el primer grado porque pensaban que debía estudiar con niños de su edad. Al cursar por segunda vez el primer grado, la profesora le nombró “monitora”, es decir ayudante de la maestra con responsabilidades especiales en el aula. Fui monitora durante los 6 años de escuela. Eso me gustaba, dice con cierta picardía, porque ayudaba en otras tareas y así, no me obligaban a hacer tantas costuras y tejidos.

Mis hermanas y yo estudiamos en el Colegio 24 de Mayo, el mejor del mundo, dice la Dra. Córdova con gratitud. No olvido la actitud respetable y la inteligencia clara de María Angélica Carrillo de Mata Martínez, rectora de la institución. Ella, junto con la profesora Lucinda Cortés y la Madre Lelia, nos enseñaron a ser mujeres decididas y estudiosas. Nos decían que tenemos capacidad para llegar a ser presidentas de la República, nos inculcaron la idea de ser las mejores en todo lo que hagamos. Hace poco cumplimos 72 años de egresadas del colegio y recibimos reconocimientos y condecoraciones.De alguna manera, todas hemos sido importantes y hemos abierto camino en distintas áreas.

Uno de los hechos que marcó mi vida colegial fue el programa de alfabetización. Nos asignaron un grupo de hombres ya adultos que no sabían leer ni escribir. Algunos eran matarifes, otros eran capariches. En las noches, cuando ellos terminaban sus tareas, tomé sus manos manchadas para enseñarles a dibujar las primeras letras. Fue una experiencia que jamás he olvidado. Conocí a la gente con sus inmensas necesidades. Muchas personas se opusieron a que las señoritas colegialas nos relacionemos con estos hombres trabajadores que podrían faltarnos al respeto, pero eso no sucedió y continuamos con la alfabetización. Entonces, yo decidí que tenía que seguir una carrera universitaria para servir a los demás.

En casa, mi papá nos decía, “Yo no les voy a dejar herencia de haciendas. La mejor herencia son los estudios y las profesiones que ustedes logren con nuestro apoyo. Los títulos nadie les quita de la cabeza”. Y les dimos la satisfacción de ser buenos estudiantes. Mi mamá me sugería estudiar Química porque ella soñaba con comprarme una droguería. Recuerda a su hermana Guillermina, quien fue una de las primeras egresadas en Bioquímica en la Universidad Central. Ella le dio ese gusto a mamá, dice. Guillermina fue becada a Chile para realizar estudios de posgrado. Pero, cuando volvió y presentó papeles para ser profesora en la Politécnica, le ignoraron por ser mujer. Ella trabajó en LIFE. Una hermana es contadora, otra secretaria, la otra es maestra y la última, religiosa.

El ingreso a la universidad fue toda una proeza. Era 1947. Estudiamos duro con Rosita Oleas para dar la prueba de admisión. Ella desistió al ver que solo estábamos dos mujeres entre 600 varones. El día del examen, yo, temerosa, me quedé en la última fila. Sin embargo, uno de los médicos que tomaba el examen se percató de su presencia. Le indicó que se levante y camine hasta colocarse en el primer asiento.

Ese corredor con bancas a cada lado se me hizo largo y eterno. Al principio tenía terror, creo que me temblaban los tobillos, pero a medida que avanzaba me llenaba de orgullo y decisión. Caminé sin detenerme ante las miradas incrédulas de todos y las burlas que no faltaron. Ese mismo maestro se colocó delante de mí, dejando ver un revólver debajo de su leva. Lo hacía a propósito. Entonces, le dije: ¡A mí ya nada me intimida! Estoy aquí porque soy capaz. Pronuncia estas palabras con el mismo vigor que a los 18 años y reconozco su fuerza vital inmensa e intacta. Por algo un periodista ponderó su valía y le llamó Domadora de Prejuicios.

La memoria hilvana recuerdos de ese mismo día: En esos exámenes no se firmaba con el nombre sino con un pseudónimo. Uno de aquellos médicos elegantes que tomaba el examen se me acercó y con ánimo de complicidad me sugirió, casi al oído, que ponga un pseudónimo femenino para poder ayudarme. Ese momento le pedí a la Virgen Dolorosa que me ilumine y decidí llamarme “Platón”. Un joven que escuchó la sugerencia firmó como Flor de Liz y fue reprobado. Recibió pésimas calificaciones porque ese era el acuerdo secreto, no querían mujeres en sus aulas. ¡Platón obviamente aprobó!

En las noches de tertulia familiar esta anécdota era muy comentada entre tías y abuelas. Y ellas le contaban otros relatos. Mi abuela María conversaba: “Yo conocí a una mujer que tuvo que vestirse de hombre para estudiar en la universidad y seguir Leyes. Pero el día que se graduó, con honores y 10/10, pidió unos minutos al Tribunal, salió vestida de varón y cuando regresó, entró espléndida y sobria, vestida de mujer con un elegante traje estilo sastre. Entonces les dijo: Yo no soy Juan Barba, soy Juana Barba y así debe constar en mi título.” Historias de mujeres repetidas por voces femeninas bajo la luz de la luna eran las que impulsaban a la joven Beatriz.

Nada podía contra sus sueños y su perseverancia. El profesor José David Paltán dictaba la cátedra de Anatomía en la Universidad Central. Hay que recordar que, en aquella época, los tres primeros años de estudio formaban una base curricular común para Medicina y Odontología. Recién en cuarto año se separaban las aulas de cada carrera profesional. El Dr. Paltán era muy exigente y cuando entregaba las evaluaciones de los exámenes, iba mencionando el nombre de cada alumno con su nota, en orden descendente. En una de las primeras pruebas, Beatriz Córdova esperó hasta el final, con el alma en un hilo, pero no fue llamada. Con temor levantó la mano y pidió explicación al maestro. El eminente docente dijo: “Lo hice a propósito, para felicitarle, porque usted tiene la nota más alta del grupo”.

Sin embargo, con el Dr. Paltán tuvo un lamentable percance. Alguna vez ella leía en voz alta a sus compañeros el editorial de un periódico universitario que no era del gusto del reconocido anatomista, y él la había escuchado desde la puerta. Desde ese momento cayó en desgracia ante el maestro. Afortunadamente había cumplido con el puntaje para pasar el año ya que: por más que recitara de memoria las anatomías de Rouviere y de Testut nunca más saqué buenas notas. Pese a todo, no reprobé- enfatiza la Dra. Córdova.

En cuarto año optó por la Odontología. Un tío dentista fue quien le impulsó a tomar esta decisión. Me parece que después ya todo fue más fácil. Mis compañeros y mis maestros me respetaban y me querían mucho. En la universidad, si una quiere sobrevivir sabiendo que está sola, es necesario llevarse con todos. Pero también es necesario poner límites, y yo sabía cómo hacerlo. A veces me inventaba paredones a mi alrededor para poder protegerme.

Beatriz se enamoró a los 21 años. La primera vez que conoció de lejos a quien sería su esposo fue en un programa del Colegio San Gabriel, cuando Beatriz tenía alrededor de 15 años. El joven Carlos Salazar Sión era parte de un grupo musical de esa institución educativa. Como sus hermanos estudiaban ahí, lo veía en cada programa colegial. Después, ya en la universidad, Carlos Salazar fue el presidente de la Juventud Universitaria Católica Masculina y Beatriz fue elegida presidenta de la Juventud Universitaria Católica Femenina. Por tanto, las reuniones entre ambos grupos eran frecuentes. Entre serenatas que oía desde el balcón y reuniones compartidas, se fueron enamorando, sobre todo luego de aquella inolvidable serenata con piano sobre un camión. Ese piano era de Radio Quito, donde Carlos trabajaba tocando fondos musicales en vivo.

Se casaron cuando Beatriz terminó el tercer año de la carrera. Con los años, Carlos se graduó como licenciado en leyes y Beatriz como odontóloga. Juntos formaron una familia con diez hijos: siete varones y tres mujeres. En una de las fotografías de la sala, la Dra. Beatriz Córdova me va presentando a cada uno de ellos. Reconozco a Fabián, el compañero médico familiar, quien es el penúltimo hijo: con sus aproximadamente 4 años, está sentado en las piernas de su padre, mientras Beatriz carga al último hijo, Roberto.

Egresé de la Facultad de Odontología el 9 de julio de 1951 y tuve a mi primer hijo el 17 de julio, o sea 8 días después. Imagínese que asistí a mi incorporación a punto de dar a luz. Y ante mi cara de asombro, continúa: ¡Claro que hubo fiesta! Yo quería bailar y estar con los amigos. Le pedí a mi esposo que solo compre champagne y coñac. Oswaldo Troya Mariño, mi ginecólogo, estuvo en mi fiesta por si acaso se adelantaba el parto. Disfruté y bailé toda la noche. ¡Qué recuerdos!, ríe la Dra. Córdova con gratitud por lo vivido.

La primera casa de la familia Salazar Córdova estuvo ubicada en La Villaflora, frente al parque. Ahí estaba mi hogar y mi consultorio. Almorzábamos todos juntos. El papá era el primero en sentarse a la mesa, y se servían los platos empezando por los más pequeños, porque mi esposo decía que ellos se demoran más en comer. En la casa actual luce la misma mesa de madera que estaba antes en la Villaflora. Luego de almorzar, los hijos retiraban el mantel, limpiaban la mesa y ahí mismo se sentaban a hacer los deberes. Cada hermano mayor se encargaba de ayudar en las tareas a su hermano menor.Era hermoso verlos a todos haciendo los deberes y desde la ventana del consultorio también les controlaba cuando salían a jugar en el parque. Vivimos allá por 26 años. Mis pacientes no solo se hacían controles dentales, sino que me pedían consejos sobre sus vidas personales. Me decían con cariño, Dra. Bachita.

En la vida comunitaria, junto con el padre José Cajas, trabajaron para levantar el templo de la Villaflora. Ahí está enterrado mi hijo Emilio. Nada hay tan triste como el dolor de la pérdida de un hijo. Su voz se escucha temblorosa y dolida.

Yo no celebro ni el año viejo ni el año nuevo. Mi hijo Emilio murió un 31 de diciembre, en un accidente, en la carretera a Pomasqui. Yo le lloraba mucho y una noche, en sueños, me dijo que estaba bien, que estaba con Dios. Por años pensé que murió sin recibir la extremaunción, pero un día, una monja vino como paciente, y al mirar la foto de Emilio en el consultorio lo reconoció y me contó que esa noche ella y un padre español pasaban por el sitio del accidente de tránsito y pudieron dar la última bendición a su hijo. Coincidencias necesarias.

Ha vivido en la nueva casa ya por 40 años, rodeada por un jardín que ella misma cuida. Me gustan las rosas rojas, me dice mientras las acaricia. Bordeando el jardín asoma el consultorio actual, una sala de espera acogedora se continúa con el área odontológica, con dos camillas y sus aditamentos completos. Fui de las primeras en tener equipo de Rx para placas dentales, me cuenta mientras pone su mano sobre el aparato que ha sido testigo de tantos años de entrega a sus pacientes. Dos de mis hijos son odontólogos, Pilar y Carlos Eduardo, ellos trabajan en este espacio. Aquí atendí hasta hace 5 años, dice con orgullo. Me llama la atención una foto de 1947 en donde aparece la joven Beatriz realizando sus primeras extracciones dentales con su uniforme blanco. Se ve segura y decidida en su tarea. Cerca, a unos pasos, aparece otro cuadro con una foto reciente, es un recorte de una entrevista que le hizo el diario El Comercio hace 7 años. Más allá, detrás de su escritorio la Virgen Dolorosa domina y cubre el espacio.

Hija de Antonio Córdova Estrella y Judith Eduviges Toledo Duque, la Dra. Beatriz recuerda de ellos su ejemplo de trabajo y honestidad. Con admiración y respeto trae al presente a sus tías Lucinda y Teresita Toledo. Lucinda pertenece al grupo de primeras egresadas del Normal de señoritas inaugurado por Alfaro en 1901. Ella misma se convirtió en reconocida educadora de grandes ecuatorianos, su primer grupo de estudiantes recibía clases frente a la Capilla de los Milagros, tras la Iglesia de la Compañía. Un día, Teresita Toledo pasó por ahí y se encuentró con un grupo de niños indígenas, asoleándose, esperando que salgan sus patrones de las clases que dictaba su hermana Lucinda. Entonces Teresita piensó: “Para mi todos son niños, todos necesitan estudiar”. Decidida, solicitó un aula a los dominicos a quienes les convenció diciéndoles: “Yo veo solo niños que deben estudiar, no hay patrones ni peones”. Fue así como Teresa Toledo inició la escuela que se llamó Santa Rosa de Lima en un espacio del convento de Santo Domingo.

Ese espíritu de servicio es un legado que también corre en la sangre de la Dra. Beatriz Córdova y de su esposo. Juntos promovieron la fundación de un colegio nocturno para que los jóvenes que trabajaban en el día pudieran estudiar en la noche. En el campo de los movimientos sociales, fueron parte del grupo de fundadores de la CEDOC, Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos, uno de los principales grupos organizados en la década de los años 60 y 70 en el Ecuador.