Novia por herencia - Jacqueline Baird - E-Book

Novia por herencia E-Book

Jacqueline Baird

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Beschreibung

Julia había volado a Chile, desesperada por ver si su reciente herencia le daría el dinero que necesitaba para los cuidados médicos de su madre. Pero según el testamento debía casarse con el apuesto italiano Randolfo Carducci antes de reclamar nada. Rand se sintió inmediatamente atraído hacia aquella novia heredada, pero ¿sería Julia una cazafortunas? Por el modo en que pedía dinero parecía serlo. Él podría darle todo el que quisiera… pero con sus propias condiciones. No la quería como esposa, sino como amante…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Jacqueline Baird

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia por herencia, n.º 1511 - octubre 2018

Título original: His Inherited Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-028-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Julia Díez, Jules para los amigos, miró las gárgolas que decoraban el antiguo edificio de piedra y se estremeció.

No de frío sino de miedo.

En Chile, estaban a mediados de verano, con temperaturas que rondaban los treinta y cinco grados centígrados, y se estaba mucho más a gusto que en Inglaterra, donde el frío mes de enero era implacable.

Había llegado a Santiago la noche anterior porque le apetecía visitar el país del que procedía su padre, a quien apenas había conocido.

Casi no había dormido y nada más despertar había llamado a su madre, Liz, para ver cómo estaba. Su madre le había asegurado que estaba bien, pero aun así Jules no pudo desayunar.

Aunque sí había consumido varias tazas de café mientras esperaba a que dieran las doce, la hora de aquella cita tan importante.

Consultó su pequeño reloj de oro… era casi mediodía. Había quedado con Randolfo Carducci. Sólo recordar su nombre la ponía nerviosa, pero Jules sabía que era la única persona que podía ayudarla con su herencia.

Lo cierto era que, si por ella hubiera sido, Jules habría preferido no tocar la herencia de su padre. Sin embargo, su madre es estaba recuperando de la operación de un cáncer de pecho y no quería arriesgarse, así que entró en el vestíbulo del edificio y echó los hombros hacia atrás.

Era algo que su padre debía a su madre.

Liz se había enamorado perdidamente de Carlos Díez con dieciocho años en un partido de polo en Cotswolds. Carlos era jugador de polo y mucho mayor que ella, pero Liz se había quedado embarazada y se habían casado a los pocos meses.

Jules había nacido en Inglaterra, pero Carlos se llevó a su mujer y a su hija a Chile poco después, donde su matrimonio no duró ni seis meses.

Cuando estimó que había alcanzado una edad en la que podía comprender la situación, Liz le había confesado a su hija que Carlos había admitido despreocupadamente que tenía una amante en Santiago y que no tenía ninguna intención de no tener aventuras mientras recorría el planeta con su equipo de polo.

Entonces, Liz había decidido volver Inglaterra con su hija. Prácticamente había huido de Carlos y se separó de él rápidamente.

Jules no culpaba a su madre. Su propia experiencia con su padre había resultado un desastre. Carlos la había invitado a pasar unas vacaciones con él cuando tenía catorce años y ella no había dudado en irlo a conocer.

Inmediatamente, se había enamorado del hijo del dueño de la hacienda de al lado, un chico de veinte años llamado Enrique Eiga. Animada por su padre, había ido a Chile todos los veranos desde entonces y a los diecisiete años se había comprometido con Enrique, pero no había llegado a casarse con él.

Desde entonces, habían transcurrido siete años y Jules no había vuelto a ver a su padre. De hecho, no habría vuelto a poner un pie en Chile si no hubiera sido por su madre.

Jules observó su reflejo en los espejos del vestíbulo y se dijo que no estaba nada mal. Se había puesto una falda de lino por la rodilla color crema con una camisa sin mangas a juego. Llevaba el pelo recogido en una trenza y sandalias de tacón alto.

El recepcionista la saludó con una gran sonrisa.

–El señor Carducci la está esperando –le dijo acompañándola al ascensor–. Su secretaria la acompañará hasta su despacho.

Jules le dio las gracias y, como de costumbre, se preguntó por qué los hombres la encontraban tan atractiva. Ella no pensaba así en absoluto. De hecho, al ser ella chef y trabajar su madre en una panadería, solía rendirse a los placeres de la comida, y no era precisamente delgada.

Tenía la piel muy pálida y unos brillantes ojos verdes, pero su pelo revelaba la mezcla que corría por sus venas, pues era de un caoba oscuro y tendía a rizarse de manera salvaje si no le prestaba atención.

Cuando llegó a la segunda planta, Jules salió al pasillo y miró a su alrededor. No vio a ninguna secretaria. Espero, miró el reloj y vio que eran más de las doce.

¿Estaría Carducci jugando a algún juego diabólico con ella? Por una parte, no lo culparía. Al fin y al cabo, la había llamado hacía cinco meses para proponerle que se reconciliara con su padre, pero Jules había ignorado la propuesta.

Probablemente, porque había coincidido con la época en la que a su madre le habían diagnosticado el cáncer de pecho.

En la primera llamada, Randolfo le había informado de que a su padre le había dado un leve infarto. En la siguiente, que se produjo el día anterior a que operaran a su madre, Randolfo le anunció que el ataque se había repetido y había sido mucho más fuerte en aquella ocasión.

Le dijo que tenía un billete de avión esperándola en Heathrow, pero Jules se había negado a ir, pues quería estar al lado de su madre.

La última llamada se había producido una semana después para anunciarle que su padre había fallecido y darle la fecha del entierro. Aun así, Jules había declinado asistir pues estaba preocupada por la recuperación de su madre…

A Carducci debía de haberle parecido que era una hija desagradecida que ni siquiera se había molestado en ir al entierro de su padre, pero Jules esperaba que, cuando le hubiera explicado sus motivos, aquel hombre se mostrara razonable.

No obstante, pensar en verlo la ponía nerviosa. Lo había conocido el primer verano que había ido a la hacienda de su padre. Era un hombre italiano con negocios en Sudamérica que ya había estado allí el verano anterior porque su madrastra, Ester, que era la hermana del padre de Jules, lo había invitado.

De aquella relación derivaba el supuesto parentesco entre Randolfo y Jules, que en teoría eran primos, pero no llevaban la misma sangre.

Por aquel entonces, tenía veintisiete años, era un empresario de mucho éxito y se iba a casar con una chica chilena increíblemente guapa llamada María a la que había conocido cuando ella intentaba ganarse la vida como cantante.

Por coincidencias de la vida, había resultado que María era la hija de la cocinera de la familia Eiga, los vecinos del padre de Jules, a cuya hacienda solía ir Randolfo.

A Jules, que en aquellos momentos era tan joven, le había parecido que la diferencia de edad entre ellos era insalvable y no se podía ni imaginar qué habría visto María en él.

Más tarde, se enteró…

Jules hizo una mueca de desagrado. Sabiendo lo que sabía, volver a ver a Randolfo Carducci no iba a ser fácil. Se recordó que debía luchar con uñas y dientes por su madre y con ese pensamiento se hartó de esperar en el vestíbulo y abrió la puerta que había antes sí.

Allí tampoco había nadie. Entró y se sentó en un sofá. Ya eran las doce y cuarto y seguía esperando.

En aquel momento, se abrió una puerta y Jules levantó la mirada para encontrarse de frente con Randolfo Carducci.

Era un hombre muy alto, de pelo negro blanqueado en las sienes, rasgos marcados, pómulos altos, nariz recta y barbilla prominente. Desde luego, se trataba del hombre más masculino que Jules había visto en su vida.

Claro que no era que ella tuviera mucha experiencia con los hombres, pues desde que había roto su compromiso no había querido volver a tener mucho que ver con ellos. En cualquier caso, el hombre que tenía ante sí estaba casado.

Mientras sus ojos verdes se encontraban con los negros de Randolfo Jules se preguntó cómo no se había dado cuenta antes de lo sensual que era aquel hombre.

Randolfo la miró con el ceño fruncido y Jules recordó que siempre se había sentido incómoda con él. Solía fruncir el ceño cuando la veía, sobre todo cuando sabía que había estado con Enrique, y aquello siempre la había asustado.

Claro que ella tampoco había sido muy agradable con él, pues le daba envidia la relación que Randolfo tenía con su padre y la amistad que tenía con Enrique, al que por aquel entonces Jules creía el amor de su vida.

Apartando aquellos recuerdos de su mente, Jules se puso en pie en y sintió que el corazón le daba un vuelco cuando Randolfo sonrió con educación.

Jules se estremeció y se preguntó por qué. Parecía que Randolfo había cambiado. Parecía mucho más relajado.

«Tranquila, lo que tienes que tratar con él no son más que negocios», se dijo.

–Señor Carducci, me alegro de volver a verlo –le dijo alargando la mano.

–Llámame Rand, por favor –contestó él–. Al fin y al cabo, somos casi familia –añadió mirándola apreciativamente.

La mujer que tenía ante sí llevaba la melena pelirroja recogida en una trenza y sus preciosos ojos verdes rodeados de enormes pestañas no se atrevían a mirarlo directamente.

¡Si a aquello añadía una nariz perfecta y una boca sonrosada que pedía gritos que la besaran, aquella mujer era pura dinamita!

Al deslizar la mirada hacia su escote, Rand sintió que el cuerpo se le tensaba. La imagen de la adolescente que él recordaba no tenía nada que ver con la Jules Díez que tenía ante sí.

Aquella niña se había convertido en toda una mujer.

Se dio cuenta de que lo miraba casi asustada y se dijo que tenía motivos, la muy perversa. Hacía ocho años que no la veía, su cuerpo había cambiado, pero Rand habría reconocido aquellos ojos en cualquier lugar.

–Perdón por llegar tarde, Jules. Creía que mi secretaria andaba por aquí. Espero que no lleves mucho tiempo esperando –se disculpó estrechándole la mano.

Jules tragó saliva al sentir que se le disparaba el pulso.

–No, en absoluto –contestó.

–Por favor, siéntate –le indicó Rand–. Hacía mucho que no nos veíamos. Creo que la última vez fue en tu pedida, cuando tenías diecisiete o dieciocho años, ¿no?

–Diecisiete –lo corrigió Jules.

Lo último de lo que le apetecía hablar era de aquella pedida y, menos, con aquel hombre. Al recordar la cuarta y última llamada que le había hecho después del entierro de su padre, Jules se estremeció.

En aquella ocasión, Rand Carducci le había informado con ironía de que era el albacea del testamento de su padre y de que su progenitor había añadido un codicilo a su testamento una semana antes de morir.

En él establecía que, si Jules volvía a Chile en seis meses, se le entregaría algo de mucho valor.

Jules le había dicho entonces que no le interesaba, pero ahora, cinco meses después, necesitaba dinero. Lo cierto era que era su madre la que lo necesitaba.

Su médico le había dicho que iba a tener que estar tres años en tratamiento. La iban a tratar con medicamentos nuevos que venían de Estados Unidos y que no cubría el régimen sanitario público en Inglaterra.

Iban a comenzar en diez días y Jules le había asegurado a Liz que no iba a haber ningún problema de dinero.

Jules se había hecho cargo de la panadería un año antes y se había embarcado en su ampliación. Había insistido para que se mudaran a una casa nueva hacía seis meses y había convertido su antigua casa, situada encima de la panadería, en otra cocina y en un despacho.

Para ello, había tenido que pedir un préstamo al banco y, además, había comprado un coche para los servicios de catering.

Por desgracia, cuando el médico les habló del tratamiento de su madre, su situación económica no era precisamente boyante.

Jules no le había dicho nada a su madre para no preocuparla. Había ido al banco para que le ampliaran el crédito, pero no lo había conseguido y su madre no podía esperar.

Por eso, desesperada, se había puesto en contacto con Rand Carducci en Italia. Su secretaria le había facilitado un billete de avión y una reserva de hotel en Chile y, dos días después, Jules había viajado a Santiago sin haber hablado personalmente en ningún momento con Rand.

Ahora, lo tenía delante y debía preguntarle qué era lo que le había dejado su padre, pues le hacía falta el dinero.

–Sentí mucho que tu compromiso con Enrique no saliera bien –dijo Rand sacándola de sus pensamientos–. Llegué a casa de Carlos el día antes de tu boda y me dijo que la habías anulado de repente porque eras demasiado joven y querías divertirte un poco antes de sentar la cabeza.

Jules se preguntó si Rand sabía los verdaderos motivos que la habían llevado a romper su compromiso.

–Sí, bueno, tenía mis razones –contestó.

No estaba dispuesta a contarle la verdad. Si su padre había preferido decirle a todo el mundo que había roto el compromiso porque creía que era demasiado joven, mejor dejar las cosas como estaban.

La verdad era que, tres días antes de la boda, cuando todo el mundo estaba durmiendo la siesta menos ella porque estaba muy nerviosa ante su próximo enlace, Jules había decidido acercarse a la hacienda de Enrique y darle una sorpresa…

Las dos haciendas estaban situadas una al lado de la otra, tan sólo separadas por un río. En lugar de cruzar por el puente, eligió hacerlo por la hilera de piedras ocultas por unos árboles.

No había avanzado muchos metros cuando se encontró con algo que todavía no había podido olvidar.

Frente a ella estaba Enrique, completamente desnudo, al igual que María, la prometida de Rand. No había duda de lo que acababan de hacer. Jules había sentido náuseas y había salido corriendo.

Había conseguido llegar a la otra orilla, donde se había desplomado llorando en el suelo. María la había seguido y había intentado explicarle la situación.

Por lo visto, llevaba acostándose con Enrique desde los catorce años. Su madre se había enterado y la había mandado a vivir con una tía a Santiago. Nadie más sabía de su relación con Enrique y María no quería bajo ningún concepto que Rand, su prometido, se enterara.

Al fin y al cabo, Rand estaba patrocinando su carrera como cantante y quería casarse con él cuando se cansara de la música.

Jules le había dicho entonces que aquello no era honorable por su parte y le había indicado que se casara con Enrique pues ella, después de haber visto lo que había visto, no lo iba a hacer.

La idea de que Enrique le pusiera la mano encima le daba náuseas.

–Dios mío, qué inocente eres –había contestado María sacudiendo la cabeza–. ¿Creías que un chico chileno iba a contentarse con ver a su novia una vez al año? ¿No te has dado cuenta de que apenas te besa? ¿No se te ha ocurrido pensar que se casa contigo por la hacienda de tu padre? Enrique y tu padre lo tenían todo pensado. Crece un poco, bonita. Enrique está completamente enamorado de mí y se casaría conmigo mañana mismo si yo quisiera, pero no pienso vivir en el campo. Rand es mucho mejor. Con él podré viajar por todo el mundo lujosamente.

Jules, completamente conmocionada, tuvo que admitir que lo que María decía tenía sentido. Antes de despedirse, María le había hecho prometer que jamás le diría nada a nadie.

Jules le había dicho a su padre aquel mismo día que no se quería casar con Enrique porque lo había pillado con otra mujer, pero no había mencionado con quién. En cualquier caso, su padre le había dicho que el sexo no era lo mismo que el amor y que eso no era problema.

Jules había protestado y, entonces, su padre había confesado que lo tenían todo apalabrado con el padre de Enrique para unir las dos haciendas. Era su única hija y heredera y por lo tanto debía cumplir con su deber. De lo contrario, no le daría más dinero.

Jules se dio cuenta entonces de que su padre era un mal hombre. Recordar aquel episodio todavía la hacía estremecerse.

Rand permaneció en silencio, en absoluto sorprendido por que Jules se hubiera quedado sin palabras. No era de extrañar después de haberle fallado a su padre como le había fallado.

–Supongo que te enterarías de que Enrique murió en un accidente de coche unos meses después –comentó irritado.

–El padre de Enrique se puso en contacto conmigo –contestó Jules.

Jules recordó la nota, que le había llegado a través de un abogado, cargada de odio. El padre de Enrique la culpaba de la muerte de su hijo porque creía que Enrique estaba destrozado porque ella había roto su compromiso.

Rand la miró enfadado. Así que Jules sabía que Enrique había muerto y, aun así, tenía las agallas de no bajar la mirada.

–Aunque ya no erais novios, supongo que te dolería.

–Sí –murmuró Jules.

–Lo siento, perdóname por recordarte episodios tan dolorosos para ti –se disculpó Rand.

Jules se preguntó si estaba siendo realmente sincero. Parecía que sí, pero no podía evitar sentir que de alguna manera la estaba insultando.

–No pasa nada –murmuró sintiéndose hipócrita–, pero preferiría no seguir hablando de esto.

Rand Carducci sabía perfectamente para qué había ido a verlo, así que, ¿por qué se estaba comportando de manera tan amable?, se preguntó ella. Tal vez, el matrimonio y unos cuantos hijos lo hubieran reblandecido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Aquella entrevista no estaba siendo como Jules había planeado. No había ido a Chile para recordar el pasado, sino para asegurar el futuro de su madre.

–No he venido hasta aquí para hablar del pasado. Me preocupa más el presente –comentó muy seria.

–Sí, claro, qué tonto por mi parte creer que necesitarías que me apiadara de ti. Después de todo, dejaste a Enrique prácticamente plantado en el altar –contestó Rand encogiéndose de hombros–. ¿Por qué te iba a preocupar una muerte tan lejana, acaecida hace tantos años, cuando no te ha importado que tu padre muriera hace poco?

Jules lo miró a los ojos con desprecio y se dio cuenta de que aquel hombre no había cambiado en absoluto.

–No tienes ni idea de la relación que yo tenía con mi padre –dijo poniéndose en pie–. En cualquier caso, no es asunto tuyo.

Una de las pocas veces en las que Jules había conversado con su padre, Carlos le había contado que su hermana Ester se había afiliado a un partido de izquierdas en Chile y, tras pasar una temporada la cárcel por sus ideas políticas, se había escapado a Europa. Allí, se había casado con un viudo italiano que tenía un hijo de cuatro años, Randolfo, y nunca había vuelto.