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Cambio climático descontrolado, pérdida masiva de biodiversidad, desigualdad social creciente, crisis de cuidados, agotamiento de los recursos naturales, neocolonialismo extractivista... Atravesamos una emergencia civilizatoria que está generando profundas discontinuidades sociales que, a su vez, amenazan la posibilidad de vidas buenas en todo el mundo. Sin duda existe el riesgo de que en los próximos años se fortalezcan los discursos de la extrema derecha o revivan viejos autoritarismos de izquierda. Pero también puede ocurrir todo lo contrario. El gran reto no es tanto perpetuar el discurso de la catástrofe ecosocial como construir alternativas y elaborar propuestas capaces de afrontar los desafíos que supone el Capitaloceno. En este libro tratamos de mostrar que de la emergencia podemos pasar al decrecimiento, a transformaciones políticas que combinen la austeridad material con una profundización en la igualdad, la justicia y la autonomía social. Un decrecimiento que en estas páginas se alía con el comunalismo, es decir, con las reflexiones que han pensado en instituciones que, ayer y hoy, tienen potencial de recuperar, construir y organizar los comunes.
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Nuevos comunalismos
© Adrián Almazán e Iñaki Barcena (coords.)
© Pablo Alonso, Laura Arribas, Pierre Dardot, Helios Escalante, Cristina Galiana, Christian Laval, Luis Lloredo, María Montesino, Antonio Ortega, Andrea Valcárcel, Nerea Zuluaga
© Traducción texto «Para una cosmopolítica de lo común» de Pierre Dardot: Albert Berenguer
De la corrección: Marta Beltrán Bahón
© Imagen de cubierta: Irie Wata
Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti
© EKOPOL «Iraunkortasunerako bideak» – «Transición Ecosocial para la Sostenibilidad» – «Transition Pathways» (UPV-EHU). Grupo de investigación consolidado y financiado por el Gobierno Vasco (IT1567-22)
© Libro realizado en el marco de financiación del proyecto «Humanidades energéticas. Energía e imaginarios socioculturales entre la revolución industrial y la crisis ecosocial» HUMENERGE, PID2020-113272RA-I00 y Humanidades Ecológicas y transiciones ecosociales. Propuestas éticas, estéticas y pedagógicas para el Antropoceno. Referencia: PID2019-107757RB-I00.
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2023
Primera edición: febrero, 2023
Preimpresión: Moelmo SCPwww.moelmo.com
eISBN: 978-84-18273-89-6
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
Índice
Prólogo. A favor del comun(al)ismo
Iñaki Barcena
Comunidad, común, comuna
Christian Laval
Mundo campesino y bienes comunes. Leyendo nuestras luchas decoloniales
Antonio Ortega
Extractivismo: una visión panorámica sobre el concepto y sus implicaciones
Helios Escalante
Formas de vida y acción autónomas frente al proyecto tecnocrático
Pablo Alonso y Nerea Zuluaga
Comunaloceno en el Capitaloceno y contra él
Andrea Valcárcel
Ruralofobia y capitalopatriarcado en los territorios vaciados
Laura Arribas y Cristina Galiana
La defensa de lo común en clave ecofeminista
María Montesino
Los bienes comunes como proyecto de transformación social
Luis Lloredo
Para una cosmopolítica de lo común
Pierre Dardot
Epílogo. Nuevos comunalismos. Una hipótesis política para el decrecimiento
Adrián Almazán
Prólogo. A favor del comun(al)ismo
Iñaki Barcena
El libro que tienes en tus manos trata de contribuir a la reflexión en torno al papel que puede jugar el ámbito universitario y académico, desde un punto de vista interdisciplinar, en la difusión, el análisis crítico y el fortalecimiento de las propuestas comuni(tari)stas que tratan de subvertir las amenazas que el sistema capitalista ejerce sobre las bases que sustentan la vida. Un intento de clarificar y dignificar conceptos clave, conocer experiencias y plantear algunos problemas y obstáculos para el avance de las dinámicas comunales a día de hoy.
Azotaba la pandemia de la covid-19 cuando, a finales de noviembre del 2021, nos reunimos en la Facultad de Economía de la UPV-EHU en Bilbao (Sarriko) en el marco de las jornadas «Nuevos comunalismos ante el colapso ecosocial», que fueron la semilla de la que ha brotado este libro. Y también se cumplían 150 años de la experiencia de la Comuna de París (1871), una episodio traumático y sangriento, aunque también aleccionador, en la que el poder burgués aplastó con saña y virulencia el intento de las clases trabajadoras de instaurar el socialismo en la ciudad de París. Socialistas, anarquistas y comunistas, mujeres y hombres de toda condición y lugar, han discutido en este siglo y medio transcurrido desde aquel acontecimiento, revolucionario y luctuoso, ejemplar y trágico a la vez, sobre cuáles han de ser los caminos, las guías y las claves para crear las nuevas instituciones que sustituyan al Estado capitalista. A mi entender, el objeto de aquellas jornadas y de este libro es escribir mancomunadamente en torno a ello; sobre las teorías y las prácticas que nos pueden y deben acercar al fin del capitalismo, el cual, como plantea el filósofo marxista norteamericano Fredric Jameson, parece ser «más difícil de imaginar que el fin del mundo».
Creo que en este empeño imitamos a los colibrís, los cuales, a pesar de su exiguo tamaño y diminuto pico, son ejemplares aportando lo que pueden, unas pequeñas gotas para combatir al fuego que devasta la foresta. Lo hacen mientras que otras especies prefieren huir despavoridas «hacia ninguna parte». Como los colibrís, las personas que colaboramos en esta obra colectiva tratamos de poner nuestra voz y nuestras manos al servicio de la construcción de una alternativa ecosocial que nos permita sobrevivir a los estragos destructivos del Capitaloceno.
Ciencia interdisciplinar para clarificar, dignificar y reivindicar nuestros conceptos
Una primera meta básica para las sociedades contemporáneas es saber de qué estamos hablando, construir un sistema de interpretación y traducción que nos posibilite determinar la naturaleza del reto al que nos enfrentamos en el inicio de este siglo xxi. Para ello, los diversos y complementarios itinerarios de la(s) ciencia(s) son una gran ayuda que nos permiten comprendernos y hacernos entender. De la sociología a la historia y de la biología a la física o de la sexología al derecho, por caminos inter- y transdisciplinares, buscamos las herramientas para diseñar estrategias que nos conduzcan a ese «otro mundo posible» más allá del capitalismo.
En ese sentido, Común (Gedisa, 2021), la obra del inseparable dúo formado por Pierre Dardot y Christian Laval, ambos colaboradores en este libro, es muy recomendable. Como ambos plantean, salir del mundo neoliberal significa recuperar lo común, construir comunidad, hacer deseable el comunismo. Y esta ingente labor necesita que clarifiquemos sus contenidos y desechemos la idea de volver a un pasado irrepetible. Aprender de la Historia no significa proponer su repetición, ni como tragedia, ni como farsa.
Reivindicar lo común, la comunidad y el comunismo supone irremediablemente rechazar de plano, y con mayúsculas, los abominables crímenes cometidos en nombre de este último en los variados intentos y experiencias revolucionarias anticapitalistas del siglo xx.
Además de repudiar los desmanes cometidos en nombre del socialismo y del comunismo, de la causa «común», consideramos que sin renunciar a los esquemas productivistas y extractivistas del denominado «socialismo real» no conseguiremos poner freno a la trayectoria suicida del sistema capitalista hoy omnipresente en casi todos los lugares del planeta. La causa ecosocialista nació reivindicando esas premisas. El filósofo Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) fue un pionero a seguir por la senda roji-verde-lila del socialismo igualitarista y libertario.
Otro científico pionero fue el sociólogo alemán Ferdinand Tönnies (1855-1936) cuando remarcó las diferencias dicotómicas entre la comunidad (Gemeinschaft) precapitalista y la sociedad (Gessellschaft) industrial burguesa. En su análisis macro, micro y de valores, se contraponen ambos modelos advirtiéndonos de los decadentes derroteros de las sociedades modernas. En el plano macro, la comunidad está dominada por lo orgánico, lo natural y real, mientras que la sociedad moderna es mecánica, artificial e ideal. En el plano micro, en la sociedad se ha impuesto el albedrío o arbitrio (Kürwille, Willkur) centrado en la mente y orientado a un futuro de progreso eterno, mientras que las comunidades se orientan por la voluntad de la esencia (Wesensvillen) que nace del cuerpo y madura orgánicamente. Y en el plano de los valores, las comunidades se basan en el afecto y el amor, la comprensión, la amistad, la gratitud y la fidelidad; mientras que a los ojos de Tönnies, los valores de las sociedades capitalistas modernas son el egoísmo y la vanidad de los triunfadores, la ambición económica de la ganancia y del lucro y la avidez por el saber (Schluchter, 2011: 51 y 52).
A pesar de la rigidez y simplificación de su dicotomía bicolor, su análisis sigue siendo clarificador y válido para entender los problemas de las sociedades capitalistas y reivindicar la necesaria revertebración comunitaria para enfrentarnos al colapso ecosocial.
La Historia es siempre buen terreno de aprendizaje. En su libro Marx y Rusia, Carlos Taibo (2011) analiza las relaciones del Marx maduro y el movimiento Naródnik y se apunta a la interesante tesis defendida por estudiosos de Marx como Michael Heinrich, que insisten en la especial atención que dedicó a la comuna rural rusa como posible germen y motor de la sociedad socialista. El marxismo ortodoxo, por el contrario, siguió persistente en la búsqueda del «desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas» y pensando que las bases de la sociedad socialista serían «los soviets y la electricidad», como sintetizara lapidariamente Lenin. Pero una pata quedó atrofiada y la otra creció enormemente. Los soviets desaparecieron pronto, aunque la URSS y la S de soviética duraron setenta años más hasta 1991. Los consejos de «obreros, campesinos y soldados» tuvieron una vida muy breve y el gran desarrollo de las fuerzas productivas, del consumo de energía y de la producción y circulación de mercancías no sirvió para lograr una sociedad libre e igualitaria. Por el contrario, el socialismo se identificó con el centralismo estatal, burocrático, militar y represivo, basado en el ordeno y mando vertical del perpetuo dictador de turno. Por eso redignificar el socialismo y el comunismo es una tarea ardua pero vital.
A pesar de las fracasadas experiencias socialistas en el siglo xx, del implacable avance del capitalismo neoliberal y de las amenazas neofascistas en los diversos continentes del planeta, a contracorriente, millones de personas siguen construyendo proyectos comunitarios para hacer frente a la crisis civilizatoria múltiple y creciente que nos asola. No están solas.
Una muestra de ello son un par de buenos maestros ecosociales con trayectorias científicas interdisciplinares: la escritora y profesora de botánica, Robin Wall Kimmerer (Una trenza de hierba sagrada, 2011) y el sociólogo ambiental mexicano Enrique Leff (Discursos sustentables, 2008). Kimmerer es madre y bióloga, indígena aníshínaabe y profesora. Defiende que la ciencia es un mundo donde el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas y las propias plantas, animales y hongos tiene mucho que enseñarnos. Aprendiendo a escuchar los cantos y los lenguajes de esos «otros» seres vivos y ancestrales, y reconciliándonos con ellos, en suma, abandonando nuestro antropocentrismo prometeico, podemos reconocer la generosidad de la Tierra y tratar de reconducir nuestra deriva civilizatoria.
También en Abya Yala, pero más al Sur, Enrique Leff es un profesor que ha trabajado, desde lo que considera un «impulso in-disciplinario», en diversos campos académicos que abarcan desde la economía del desarrollo a la filosofía, pasando por la epistemología ambiental, la economía ecológica, la ecología política o la educación y formación ambiental. Como él mismo atestigua:
La ingeniería química fue mi primera disciplina académica profesional... una «decisión de compromiso». Mi salto a la economía fue una decisión motivada por la inquietud de comprender el mundo; el marxismo me abrió el pensamiento a la condición social, y no tardé mucho en dar marcha atrás a la economía convencional, hasta convertirme en un antieconomista, como corresponde al ambientalismo radical. La crisis ambiental se cruzó en mi vida en esa etapa de las búsquedas fundamentales y fue determinante en la orientación de mis indagatorias teóricas a lo largo de mi vida, que habrían de llevarme a explorar disciplinas como la ecología y la sociología, la epistemología y la filosofía. (Ecología política 49: 120).
Kimmerer y Leff marcan una estela académica digna de ser seguida.
Cuatro ideas clave para el comun(al)ismo del siglo xxi
Considero que, en el que Jorge Riechmann denomina, con gran razón, El Siglo de la Gran Prueba (Baile del Sol, 2012) y Michel Löwy el siglo de la cuestión ecosocial, es indispensable poner en la agenda política ciertos temas y debates. Me voy a referir a cuatro de ellos.
En primer lugar, fortalecer lainstitucionalización de los comunes, entendidos no solamente como bienes comunes tradicionales que se deben proteger, sino también incluyendo una serie de servicios y prácticas nuevas que rechazan el mercantilismo y se basan en la reciprocidad, la democracia participativa, la sostenibilidad y los cuidados de la vida.
Del conjunto de reflexiones e investigaciones que han resaltado en los últimos años la importancia de reforzar las instituciones que organizan los bienes comunes, quiero traer a colación tres autores y argumentos que me parecen reseñables. Por un lado, considero pertinente la reflexión de César Rendueles sobre las condiciones para la institucionalización de los comunes. A su entender, tales condiciones se debe más a un proceso o estrategia social contingente que a una expresión espontánea de nuestra identidad colectiva y plantea tres conflictos que esta estrategia debe superar: «Los altos estándares de autonomía y libertad personal que la mayoría de los ciudadanos de las sociedades modernas consideramos irrenunciables, la existencia de desigualdades socioeconómicas que se solapan con los procesos de organización comunitaria y por último los requisitos de racionalidad burocrática en la organización y provisión de muchos bienes y servicios» (Rendueles, 2012: 53-54). Como bien apunta el sociólogo astur, no debemos confundir la institución, que es una forma de hacer, un conjunto de normas compartidas para un fin (p. ej. la enseñanza pública), con la organización, que hace referencia a un actor social concreto (p. ej.: la universidad pública vasca). Asumir los conflictos apuntados por Rendueles nos ayudará a avanzar en la defensa del común.
En la misma línea, Martin Beckemkamp, economista ecológico y psicólogo, siguiendo las enseñanzas de Elinor Ostrom, abunda en la vulnerabilidad de las instituciones de los comunes y la necesidad de establecer controles y sanciones que hagan posible su mantenimiento y crecimiento.
En el plano local, las instituciones comunales suelen basarse en el reconocimiento recíproco y la confianza mutua. Pero ¿cómo construir instituciones de lo común en escalas territoriales superiores donde la gente no se (re)conoce, que eviten las actitudes egoístas y vandálicas que pongan en peligro su desarrollo? A su juicio, diseñar y poner en marcha proyectos comunales requiere a la vez de una dimensión psicológica (emocional) y otra institucional (cognitiva) que se compaginen conformando lo que denomina «ergonomía institucional» que sea garantía de su éxito (Beckemkamp, 2012: 27).
En tercer lugar, Silvia Federici critica la falta de voluntad de la izquierda para la conformación de un «nuevo modo de producción» basado en los comunes, y nos recuerda la importancia de la mirada feminista en este empeño. Tanto históricamente como en la actualidad, las mujeres como sujetos primarios en la reproducción de la vida han dependido y dependen más que los hombres del acceso a los bienes y recursos naturales comunes, han sido más penalizadas por su privatización y se han comprometido de forma más evidente en su defensa (Federici, 2012: 48; 2020). El ecofeminismo socialista ha venido a recalcar esta idea, mirando a las condiciones materiales que sustentan la vida, más que a esencialismos o creencias espiritualistas.
Una segunda idea clave a tener en cuenta es el inexorable colapso ecosocial al que nuestra civilización se ve abocada y el perentorio trabajo comunitario que, más que a impedirlo o evitarlo, debe orientarse a lograr «colapsar mejor». Considero que, más que imaginar el colapso como un hipotético Armagedón universal o Apocalipsis total, similar a la distópica idea de invierno nuclear divulgada en los años 1980, es más interesante partir de la base de que en muchas partes del mundo el colapso es una cruda realidad (Libia, Afganistán, Irak, Sudán, Chad, Yemen, Siria, Lesbos...) y que multitud de comunidades, sobre todo en el Sur global, se enfrentan diariamente a procesos de expulsión de sus territorios por conflictos bélicos, causas climáticas o proyectos invasores extractivistas ante nuestra pasividad e indiferencia.
Tener en cuenta estos escenarios ya existentes y buscar alternativas para la defensa de una vida deseable exige conocer la realidad ecosocial aquí y ahora. Porque ahí y ahora, como muestra el Atlas de la Justicia Ecológica (https://ejatlas.org), existen miles de conflictos ecosociales. En este mapa in progress se documentan 3.682 lugares del mundo donde la gente se enfrenta a agresiones socioambientales que ponen en riesgo la tierra, el agua o el aire que son las bases de la vida. Este proceso de devastación y expulsión está causado por un metabolismo social que sigue alimentando los procesos de destrucción social y ecológica, así como la expropiación de los comunes, acaparados por el mercado y el Estado, indispensables para el crecimiento capitalista. Y la salida de esa lógica insostenible y la búsqueda de nuevos horizontes alternativos nos conduce al término decrecimiento. Como dicen las compañeras de Ecologistas en Acción, las soluciones deseables ante la crisis ecosocial en curso pasan no sólo por renunciar al crecimiento económico, sino por volver a pensarlo casi todo.
Necesitamos otra economía, otra forma de producir, otros imaginarios, otras formas de vida... Es a todo esto a lo que nos referimos cuando hablamos de decrecimiento, una transformación integral capaz de poner la vida en el centro y construir un entramado institucional, social y económico que no requiera de la destrucción sistemática de la vida (ecológica y social) para su funcionamiento. (Almazánet al., 2022).
José Manuel Naredo dice, con conocimiento de causa, que más allá del mero enunciado se echa en falta una propuesta más concreta e inclusiva de decrecimiento. Y abunda en que el deterioro ecológico y el daño provocado por la especie humana en la Tierra no es separable del reduccionismo monetario, guiado por el del lucro, y apostilla: «El objetivo de hacer que decrezcan ciertos flujos físicos no puede abordarse directamente, es decir, sin cambiar las reglas de juego económico que las mueven y que hacen que el crecimiento de los agregados monetarios de renta, producción o consumo acentúe el deterioro ecológico» (Naredo, 2022: 110). Esto es, el decrecimiento debe conjugarse con el anticapitalismo y asaltarse por la vía ecosocialista y feminista.
El decrecimiento vendrá inexorablemente, queramos o no, marcado por las leyes de la entropía (menor disponibilidad de energía) y la exergía (pérdida de materiales). Pero su segura llegada no significará el fin de las reglas del «juego» capitalista. Las advertencias y las posibilidades del ecoautoritarismo son palmarias. En la coyuntura actual del Brasil de Bolsonaro a la Rusia de Putin o los Estados Unidos de Biden, de la Francia de Macron y Le Pen a la Hungría de Orbán, las políticas de crecimiento económico se basan en la exclusión de los sectores más desfavorecidos y en la búsqueda de chivos expiatorios extranjeros.
Esto nos lleva a un cuarto tema, último en este apartado, que se refiere a la democratización radical de las instituciones sociales y políticas. Y radical no es sinónimo de violento, extremista e iracundo. Sino de profundo y completo. De volver a las raíces y articular un demos como sujeto pensador y hacedor de los cambios ecosociales que han de ser realizados. Ángel Calle, en la obra colectiva Democracia radical: entre vínculos y utopías, hace una apelación a repensar la democracia y la justifica por cuatro razones. Porque no podemos evadir el debate sobre nuestras relaciones sociales, que nos interpela continuamente porque tanto la política institucional como la no formalizada nos afectan y algo tendremos que decir; porque los riesgos socioecológicos se democratizan (cambio climático, acceso a alimentos sanos, pandemia...) afectando más a quienes menos recursos tienen y porque, habida cuenta de la complejidad y profundidad de la crisis ecosocial, necesitamos respuestas complejas y legitimadas (Calle, 2011: 20).
Las vías democráticas pueden permitir formas abiertas de expresión y de representación/movilización en situaciones conflictuales; ser un espacio donde las ideas emerjan sabiendo que los métodos democráticos no son garantía de soluciones viables, pero sí de poder replantearse las decisiones erradas y cambiar de rumbo. Ni los poderes institucionales ni los económicos tienen derecho a separar de la toma de decisiones a la gente cuyas vidas quedan afectadas por sus decisiones. Los procesos y contenidos de tales decisiones son igualmente importantes y los problemas socioambientales, al igual que otras cuestiones sociopolíticas, conllevan casi siempre un déficit de conocimiento que las élites pretenden resolver con la ayuda de expertos (Barcena, 2006: 19-43).
En la vía de las alternativas democratizadoras, y en referencia a la lucha contra la mercantilización de nuestras vidas, existen medidas políticas apropiadas: la movilización popular, los ejercicios de democracia directa por vías participativas, la defensa del sistema público, la desmercantilización/nacionalización soberana de sectores y empresas estratégicas o la remunicipalización de servicios y bienes comunes vinculando lo público a lo comunitario (Fernández Ortiz de Zarate, 2016: 114).
Conocer, aprender y expandir las prácticas y experiencias de la democracia comunal
Se pueden contar por millares los ejemplos de praxis comunales que disputan diariamente sus tiempos, cuerpos y territorios a la vorágine mercantil depredadora que trata de imponerse sobre la vida urbi et orbi. Analizar, desde la teoría y desde la práctica, estos procesos y experiencias comunitarias, de poder popular, autogestión, autogobierno, de defensa de los comunes y de participación colectiva es parte de esta obra colectiva que tienes entre tus manos y también fue el eje central del primer Congreso Internacional sobre «Democracia Comunal-Comunidad, poder popular y autogobierno: prácticas para transformar la democracia»que se celebró en Hernani y Donostia/San Sebastián (País Vasco) en otoño de 2021 (https://demokraziakomunala.wordpress.com/).
Este evento quiso ser un espacio de reflexión, debate y análisis para personas y movimientos populares que trabajan en la transformación social comunal y comunitaria. Como argumentaban sus organizadoras, es de vital importancia estudiar, analizar y dar a conocer este tipo de prácticas y experiencias colectivas, entre otras cosas, para «construir un sentido común compartido sobre las formas de hacer y ejercer democracia», buscando la articulación de redes, procesos y dinámicas de trabajo conjunto entre agentes diversos (activistas, investigadoras, académicas, colectivos, agentes institucionales) y en diferentes escalas (local, regional, estatal, internacional) para generar un lugar de encuentro y reflexión colectiva y poner estas experiencias prácticas en común, con el doble objetivo de darles visibilidad y fortalecerlas. Se trató de construir alianzas solidarias y relaciones de apoyo mutuo entre personas y colectivos de Italia, Brasil, Venezuela, Kurdistán, Chile, Sudáfrica, Argentina, Catalunya, Paraguay, Estados Unidos, Colombia y Euskal Herria. Éste es un buen sendero a seguir en la conformación de saberes y prácticas comunales alternativas al capitalismo.
Existen buenos ejemplos y buenas maestras. De los caracoles chiapanecos de la Selva Lacandona al confederalismo democrático que en tan duras condiciones bélicas se intenta construir en Rojava. De las comunidades energéticas que intentan recuperar el control de la energía desde abajo (los disfraces de comunidades con proyectos de lucro en su interior no nos interesan, son pura fachada sin esencia de cambio) a las plataformas en defensa derecho a la vivienda, a la educación o a la sanidad pública. Aprender de lo mucho «bueno» que ya existe y «cambiar a mejor» es un camino atractivo y de contagio que puede y debe interesar a la gente de a pie. Éste es un cometido donde confluyen la academia crítica y los movimientos populares desde diversas perspectivas históricas, sociológicas, filosóficas y políticas. Ante la complejidad y las incertidumbres que tenemos aquí y ahora, necesitamos alternativas que sean capaces de expandirse hasta para garantizar vidas dignas para la mayoría. Y como dicen en Ecologistas en Acción:
Para ello seguramente será necesaria una combinación de un crecimiento de las iniciativas cooperativas, una estrategia de replicación de iniciativas exitosas y, sobre todo, una reflexión sobre el escalado profundo... Necesitamos pensar en alternativas capaces de modificar los metabolismos, las relaciones económicas pero también los valores o los imaginarios. (EeA, 2022).
Ello supone un esfuerzo transdisciplinar conjunto para construir sociedades más libres e igualitarias, comunidades solidarias e interseccionales, no jerárquicas y homogéneas sino híbridas, horizontales y multiétnicas. Confederaciones democráticas y mutualistas que siguen siendo el Norte que marca la brújula comuni(tari)sta. (Iglesias, 2022). Aunque no sin problemas.
Retos, problemas y obstáculos comunales: tecnología, escalas, redes y dualidades
Para acabar, me voy referir algunos retos y problemas que el comun(al)ismo del siglo xxi debe enfrentar. Empiezo con el reto tecnológico, eso que Jorge Riechmann llama tecnolatría y Adrián Almazán tecnolofilia, y que sirve para designar las promesas tecnooptimistas que Marcel Coderch ha condensado en la frase «algo inventaremos». El corazón religioso de este elemento se condensa bien en la siguiente metáfora: «Es como si te compras un boleto de lotería y dices: “Voy a comprarme un coche... eléctrico, ¡cómo no!”. Y al ir a pagar dices: “Tenga”, e intentas pagar con el billete de lotería» (Bordera y Turiel, 2022: 135).
En algo como eso consiste la fe ciega en la tecnología. Como apunta Adrián Almazán, debemos diferenciar entre la técnica, un atributo social general e irrenunciable de toda sociedad humana, y la tecnología, una creación de la modernidad y el capitalismo. El acelerado desarrollo de la tecnología en los tiempos de la globalización ha generado una irracional confianza en su omnipotencia y nos promete ser capaz de hacer frente a todas las problemáticas cuando, en realidad, nos hunde más profundamente en la crisis que el mundo industrial ha puesto en marcha (Almazán, 2021).
Dicen que Lewis Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías «democráticas», que son aquellas que funcionan acorde con la naturaleza humana, y tecnologías «autoritarias», que son tecnologías en pugna, a veces violenta, con los valores humanos. Decimos que las energías renovables son parte de la solución a la crisis energética y al pico del petróleo. Pero pueden volverse parte del problema si pretendemos mantener el actual modelo de producción y consumo con la energía que capturamos del Sol. Ese postulado es simplemente ridículo, acientífico y peligroso. Decrecer no es una opción, sino un dato para tener muy en cuenta y luego obrar en consecuencia (Bordera y Turiel, 2022).
Otro de los problemas, no menor, que debemos afrontar los defensores del común, es la creación reticular de experiencias más allá del barrio y del municipio. Hace varias décadas el ecologismo cambió el «Piensa global, actúa en tu barrio» por «Pensar y actuar, local y globalmente». Como comentaba recientemente un alumno en el curso «Alternativas a la crisis ecosocial: teoría y práctica»,1 mientras la barbarie parece irse imponiendo paralela y acompasadamente en todo el planeta, se están formando diferentes expresiones de organizaciones sociales (indígenas, afro, feministas, juventudes, ecologistas, etc.) que no llegan a ser expresiones suficientes para desde ellas emprender cambios sustanciales en las instituciones, países o regiones. Representan la lucha de hoy y demuestran que la transición está siendo diversa y plural, lo cual es positivo, pero no vemos por dónde lograr una «movilización socio-política global, necesaria para el giro radical civilizatorio que demanda el ecosocialismo». Esto no puede quedar al albur de los tiempos, requiere esfuerzos organizacionales e intelectuales que potencien su aparición. Estamos de acuerdo. La escala importa. Lo local es la base, pero la retícula debe avanzar para ocupar más territorio y fecundar en confederación.
Y por último, pero no menos importante, está la dicotomía ciudad/campo, urbano/rural, que no es nueva pero que en los últimos tiempos ha reapareciendo en la agenda política comunalista. Nos preguntamos: ¿estamos ante una dicotomía o ante la cara y cruz de la misma e inseparable moneda? Ruralizar el mundo industrial (en lo posible) es una tarea encomiable que hará a la ciudad menos dependiente de la energía y de los materiales/bienes exógenos. La insostenibilidad de las megaciudades es indiscutible y las grandes ciudades son lugares donde los problemas relativos a la escasez de recursos materiales y energéticos serán más apremiantes en un futuro cercano, obviamente para las clases subalternas. Buscar una nueva relación entre los movimientos urbanos y los rurales es imprescindible. Hoy, en plena lucha de modelos sobre la transición ecológica y energética, propuestas de alianzas y campañas como ALIENTE (aliente.org) entre los territorios rurales y el ecologismo social que busca una transición energética justa, son un buen ejemplo de maneras de revertir esta falta de diálogo y generar ámbitos de trabajo en común (Julia Martí e Iñaki Barcena, Viento Sur, nº 179).
Los movimientos rurales reivindican su diversidad, rompiendo con la imagen estereotipada de brutos y atrasados en la que se les intenta encasillar. Al mismo tiempo, se organizan para defender un territorio nuevamente amenazado. Tomar como referencia el concepto de Nueva Ruralidad (NR) nos puede ayudar a desgranar, entender y analizar muchos de los procesos sociales, culturales, económicos, políticos y ecológicos que se dan en el medio rural (María Montesinos, 2022).
Bibliografía
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1. https://vientosur.info/curso-alternativas-a-la-crisis-ecosocial/.
Comunidad, común, comuna
Christian Laval
«Comunidad», «común», «comuna»: la cuestión aquí será saber qué diferencias presentan estos términos y qué relaciones mantienen entre sí. Esta pregunta es necesaria a la vista del éxito que está teniendo este léxico político, que es a la vez muy antiguo y que ha encontrado una nueva relevancia en los últimos años en las movilizaciones sociales, convirtiéndose en referencias importantes para pensar en la alternativa al capitalismo y al Estado. No es fácil plantear esta pregunta sobre categorías tan llenas de significado. Es necesario preguntarse tanto lo que han significado estos términos en el pasado como lo que significan hoy en los grandes movimientos sociales, en los experimentos de democracia local o en la organización cooperativa de la producción. Este cuestionamiento se hace aún más delicado por el hecho de que su traducibilidad entre lenguas es a veces bastante problemática. ¿Estamos seguros de que estamos diciendo lo mismo cuando hablamos de «lo común» en francés (il comune), en italiano o en español, sobre todo porque cada uno de estos términos tiene múltiples significados en cada idioma?
Ciertamente, podríamos empezar por retomar la etimología latina de todas estas palabras que empiezan por «común» y considerar que la matriz semántica del latino cum-munus nos proporciona un amplio abanico de posibles significados: obligación mutua, tarea en común, lo que hay que compartir con otros, reciprocidad de servicios. Los historiadores medievales nos dicen que las palabras de la raíz común- proliferaron en los siglos xii y xiii, con el redescubrimiento del Código de Justiniano por los romanistas de la Escuela de Bolonia y la reutilización del derecho romano en los asuntos privados y públicos. Los términos que comienzan con esta raíz, como communitas o communio, se utilizaron ampliamente para la creación de múltiples asociaciones civiles relativamente independientes de los poderes dominantes, e indican la idea de una posesión, una propiedad, un derecho de uso disfrutado en común por varios individuos. Cuando este grupo adquiere un estatus institucional, el término communitas, al igual que universitas, indica la existencia de una comunidad estable a la que se le reconocen derechos y normas específicas. Es este movimiento general de creación de instituciones el que en la Edad Media dio lugar a las expresiones comune en italiano y commune en francés, términos que designan comunitates o universitates particulares, en este caso «comunidades de derecho público que agrupan a los habitantes de una aglomeración que gozan de un estatuto propio». Es interesante observar cómo la Europa medieval, que experimentó este inmenso movimiento institucional desde abajo, con el poderoso desarrollo de las ciudades y los gremios medievales, tomó al mismo tiempo otro camino, el de la centralidad estatal construida sobre el concepto de soberanía.
El objetivo aquí es abordar algunos de los problemas a los que se enfrenta cualquier discurso que intente movilizar y, a veces, combinar estos antiguos términos en una perspectiva poscapitalista y no estatalista, es decir, en un proyecto de sociedad autogestionada. ¿Son estos términos sinónimos, se pueden articular y combinar, o son antinómicos? Evidentemente, en nuestros debates, a escala internacional y más allá de los obstáculos lingüísticos, merecen plantearse problemas y se necesitan aclaraciones.
¿Qué hacer con la «comunidad»?
No se trata sólo de cuestiones terminológicas, sino de cuestiones políticas y estratégicas, como puede verse cuando la categoría de «comunidad» se moviliza en direcciones muy diferentes e incluso opuestas. El uso del término «comunidad» no tiene el mismo significado en diferentes partes del mundo, dependiendo de las relaciones entre países, culturas y grupos sociales. El término comunidad puede referirse a una lucha de autodefensa colectiva en una situación colonial o poscolonial cuando se trata de defender un territorio o unas formas de vida; también puede referirse a una lucha por el reconocimiento de los derechos de un grupo minoritario en un país capitalista desarrollado (por ejemplo, la «comunidad LGBT»), mientras que en otro contexto puede utilizarse para afirmar la pureza u homogeneidad étnica, cultural o religiosa de un grupo mayoritario dominante que pretende imponer la misma norma a todos.
De manera muy general, el término comunidad se refiere a una realidad colectiva preconstituida, cuya consistencia y duración en el tiempo la convertiría en el modelo al que debería ajustarse una construcción política. La antecedencia de la «comunidad» adquiere así el valor de una trascendencia sobre cualquier construcción política. Como es evidente y acabamos de recordar, esta lógica, que hace del pasado la ley del presente y del futuro, alimenta discursos a menudo muy opuestos según se entienda por comunidad un pueblo originario, una nación, un grupo de creyentes o un conjunto de habitantes de un mismo territorio. El término se utiliza con menos frecuencia cuando se refiere a la clase social, precisamente porque el discurso de clase ha tratado históricamente de romper la unidad imaginaria de las comunidades étnicas, religiosas, raciales o nacionales.
En la conflictividad política, la referencia a la comunidad sigue siendo un arma muy importante. Invocar la comunidad para defender una causa es, muy a menudo, entablar una lucha entre identidades o esencias comunitarias. Todas las guerras de religión, de frontera y de cultura se convierten rápidamente en guerras de identidad comunitaria, en guerras esencialistas. Y es por su condición de guerras de esencia que son profundamente movilizadoras, a veces por causas legítimas y a menudo por las peores. No debemos olvidar que los nazis utilizaron sistemáticamente la retórica de la comunidad, o más precisamente de la Volksgemeinschaft. Tampoco debemos olvidar que las luchas de liberación contra un opresor extranjero, un Estado centralista, también se libraron en nombre de la comunidad oprimida y negada.
El problema al que nos enfrentamos es el siguiente: sin negar la consistencia sociológica de las «comunidades», y ello a diferentes escalas —consistencia que se debe a hechos culturales que la antropología es perfectamente capaz de identificar—, ¿no deberíamos pensar en la posible forma política de los grupos humanos fuera del lenguaje de la «comunidad», fuera de esa antelación y trascendencia que le otorgamos al término comunidad? ¿No deberíamos situarnos a la mayor distancia posible de cualquier problemática esencialista que alimente el particularismo, el nacionalismo, el autoritarismo y muy a menudo el racismo?