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En este primer tomo empieza a adquirir forma la figura de la mujer como narradora oral y como receptora, pasando por el importante papel que juega el lenguaje en la consumación de la Conquista y por Bernal Díaz del Castillo, privilegiado cronista que lo mismo enarbola la pluma que las armas, hasta llegar a la figura central de los estudios de la autora: Sor Juana Inés de la Cruz, heredera de la callada tradición de las anónimas monjas escritoras. Glantz demuestra cómo la conquista de la escritura femenina se gesta en el más insospechado rincón del mundo: el claustro. En este fértil recorrido crítico la también novelista ha sabido desentrañar insospechados secretos de la época y sus letras, por ejemplo, del papel decisivo de las mujeres -concretamente las monjas-, que si bien no serían reconocidas como "escritoras", contribuirían a la definitiva comprensión de los aspectos social, cultural, político y religioso de su tiempo.
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Seitenzahl: 1290
Margo Glantz nació en 1930 en la ciudad de México, en la calle de Jesús María 42, frente al convento del mismo nombre; su padre era poeta y, como su madre, emigrante judío-ucraniano. Estudió en la Preparatoria 1, situada en San Ildefonso, y licenciatura y maestría (1947-1952) en la Facultad de Filosofía y Letras, albergada en Mascarones, bello edificio colonial. De 1953 a 1958 hizo el doctorado en París y cursos especializados en Londres y Perugia. En 1959 ingresó como maestra en la Facultad de Filosofía de la UNAM enseñando historia del teatro, y literaturas mexicana y universal en la Preparatoria Nacional, en 1958. De 1961 a 1966-1970 dio cursos en el Centro Universitario de Teatro y escribió para diversas publicaciones periódicas sobre teatro y cultura. Fundó la revista universitaria Punto de Partida en 1966-1970, y en las mismas fechas dirigió el Instituto Cultural Mexicano-Israelí; en 1971 publicó Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33; en 1978, su primera obra de creación, Las mil y una calorías, novela dietética, a la que siguieron Doscientas ballenas azules (1979), No pronunciarás (1980), Las genealogías (1981, Premio Magda Donato), Síndrome de naufragios (1984, Premio Xavier Villaurrutia), Apariciones (1996), Zona de derrumbe (2001), El rastro (2002, Finalista Premio Herralde y Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2003). Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura mexicana y comparada: Viajes en México, Crónicas extranjeras (1964); Repeticiones (1980); Intervención y pretexto (1980); El día de tu boda (1982); La lengua en la mano (1984); La Malinche, sus padres y sus hijos (1984); De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1985); Erosiones (1985); Borrones y borradores (1992); Esguince de cintura (1994); Sor Juana, ¿hagiografía o autobiografía? (1995); Sor Juana, placeres y saberes (1996); Sor Juana: la comparación y la hipérbole (2000); La desnudez como naufragio (2004). Además de viajera profesional es profesora emérita de la UNAM, investigadora emérita del SNI y creadora emérita del FONCA; profesora visitante en numerosas universidades: Yale, Princeton, Berkeley, Harvard, Stanford, Barcelona, Siena, Madrid, Viena, Berlín… Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1995, obtuvo las becas Rockefeller y Guggenheim, el Premio Universidad Nacional (1991) y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de lingüística y literatura (2004). Coordina la cátedra extraordinaria Sor Juana en la UNAM, y dirige la página virtual de Sor Juana en la Biblioteca Virtual Cervantes, de la Universidad de Alicante (2005), institución que le ha dedicado también una página (2006). Ha ocupado diversos cargos públicos: directora general de Publicaciones y Bibliotecas (1982); directora de Literatura del INBA (1983-1986); agregada cultural de la embajada mexicana en Londres (1986-1988). Traduce ensayo, narrativa y teatro; colaboradora durante más de 20 años en Radio UNAM, columnista en periódicos y revistas mexicanos y extranjeros, y actualmente en La Jornada. Su último libro de ficción es Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, y pronto se publicará su obra —¿de género mixtovaria invención?— Saña.
OBRAS REUNIDASI
Primera edición, 2006 Primera edición electrónica, 2014
Diseño de portada e interiores: Pablo Rulfo Fotografía de la autora: Liba Taylor
D. R. © 2006, Margo Glantz D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-2209-9 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
PRÓLOGO
ADVERTENCIA I
ADVERTENCIA II
ICrónicas de la Conquista: borrones y borradores
IIEl entorno de sor Juana
IIISor Juana: ¿hagiografía o autobiografía?
IVSor Juana: saberes y placeres
VSor Juana: el discurso religioso y sus políticas
VIEnanos y gigantes
VIIObsequios y finezas
BIBLIOGRAFÍA
Un libro, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae: centro no fijo que se desplaza por la presión del libro y por las circunstancias de su composición. También centro fijo que se desplaza si es verdadero, que sigue siendo el mismo y se hace cada vez más central, más escondido, más imperioso.
MAURICE BLANCHOT
Este volumen donde se coleccionan textos escritos a lo largo de varios lustros podría corroborar en parte esa afirmación del escritor francés. Muestran con claridad varias obsesiones y formas de lectura: se reencuentran, se desarrollan y se atraen mutuamente, aunque su tejido exterior sea evidente, pues se trata, como su título lo indica, de un conjunto de ensayos (revisados y corregidos) sobre la literatura colonial mexicana, escritos a lo largo de un periodo de varios años; se agrupan en dos secciones principales: en primer lugar, reflexiones sobre las crónicas de la conquista —Hernán Cortés, Bernal Díaz, Las Casas, Fernández de Oviedo, Álvar Núñez—, y, en segundo, ensayos relacionados con la obra de sor Juana Inés de la Cruz y su entorno: algunas monjas novohispanas —sor Inés de los Dolores o sor Inés de la Cruz— y, por significativa para entender a la jerónima y la posición que ocupaban las escritoras de su tiempo, examino la obra de una novelista española de la primera mitad del siglo XVII, María de Zayas; visito igualmente varias figuras destacadas de la Nueva España, entre las que se encuentran el travestido obispo poblano Manuel Fernández de Santa Cruz; el jesuita don Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana; el jesuita español y corresponsal de la monja, Diego Calleja, autor de una protohagiobiografía sobre sor Juana; y, finalmente, el gran humanista y polígrafo don Carlos de Sigüenza y Góngora, su amigo y rival.
Imperioso y central es reflexionar en este volumen sobre el acto implícito que entraña la producción de la escritura, el borrón, ejercido al confeccionar el borrador y conformar la memoria de los colonizados, una escritura aún tentativa, vacilante; pretende tachar —borrar— los relatos oficiales y amañados. Es mi intención también destacar los numerosos intentos por hacer desaparecer la presencia del cuerpo en una sociedad con pretensiones ascéticas que adolecía de un exceso de corporeidad. Ambos problemas tienen como espacio circunstancial la época en que aparecieron, es decir, los primeros siglos de la Colonia en México.
¿Qué valor tiene —¿qué significa, qué denota?— el hecho material que organiza la escritura? “Meter la mano” en el papel, como literalmente anota Bernal Díaz explicando el origen de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, revela un proceso más complicado del que podemos suponer a primera vista. Este soldado decide escribir su crónica con el preciso objetivo de enmendar los borrones y escritos viciosos con los que Francisco López de Gómara, secretario de Cortés, ha redactado su Historia de la conquista de México, soslayando o rebajando los heroicos esfuerzos de los demás conquistadores para glorificar en cambio al que se volvería después de consumada la conquista el marqués del Valle de Oaxaca. Me interesa subrayar, por otra parte, los diversos significados del término borrón, muy utilizado en diversos textos del periodo que me ocupa. Si se toman en cuenta las acepciones que la palabra tiene en el Diccionario de Autoridades, la literal quiere decir “la gota o mancha de tinta que cae en el papel o la mezcla o unión de varias letras que hace la mucha tinta, confundiéndolas” y, metafóricamente, “la acción indigna y fea que mancha y obscurece la reputación y fama”. En Bernal tendría ambas connotaciones, como una forma retórica primero, la de petición de benevolencia, común entonces y mucho más en tiempos de sor Juana, y borrón sería, asimismo, un sinónimo expreso de vicio y de error, de oscuridad y confusión, lo exactamente opuesto a la claridad que emana de una obra cuya función específica es destacar la verdad, efecto que no procede de un “buen estilo”, ni de una “gran retórica”, ambas cualidades presentes en el texto de Gómara, pero cuya finalidad es falsear la realidad. Bernal entra con naturalidad en un terreno ético: además del acto concreto de “sacar en limpio sus memorias y borradores”, devela el sentido de los discursos impuestos y su historia, cuando “se vea, dará fe y claridad en ello”. En contra de sus deseos, y para recalcar el signo que define a su escritura, su crónica permaneció en borrador durante casi un siglo.
La primera de las Cartas de Relación de Cortés fue redactada en 1519, antes de la derrota de Tenochtitlán, y es por tanto anterior a la crónica de Bernal, y, como ella, intenta esclarecer una verdad; más bien, descubrir mediante la escritura —en este caso muy semejante a la oficial por su cercanía con la escribanía o escritura notarial— un secreto nunca antes revelado, el de las tierras que desea conquistar. No pretende, como Bernal, enmendar una historia redactada con todos los preceptos de la retórica en la cual su figura —y la de sus compañeros— se vea alterada por una intención oficial, implícita en la redacción de la Historia de Francisco López de Gómara. Para Cortés, su primera misión es penetrar en el secreto de las nuevas tierras que se intentan descubrir y conquistar y entenderlas desde adentro, es decir, “calar hondo” en ellas, para luego trazar una verdadera relación. Muchos temas se tratan en las cartas restantes, en ocasiones se nombra a varias ciudades localizadas en el territorio que Cortés conquistaría y luego denominaría la Nueva España, para luego relatar su sistemática y sucesiva destrucción: ni la primera ciudad fundada por Cortés, la Villa Rica de la Veracruz, ni otras ciudades indígenas, sobre todo Tenochtitlán, existían ya plenamente cuando el extremeño terminó de escribir su Quinta Carta; pueden revivirse empero —sobre todo la antigua ciudad prehispánica— gracias a su pluma y gozar de una gran fama, esa tercera vida, que para perpetuarse exige una escritura, o usando una palabra corriente de la época, una contrahechura: quizá Cortés hubiera deseado poseer el talento de los artesanos mexicas cuando contrahacían —imitaban a la perfección— las obras de natura, en su intento por reconstruir la grandeza de la gran ciudad de los mexicas que él mismo contribuyó a aniquilar.
Una labor perpetua de recomposición de la realidad obliga a Álvar Núñez Cabeza de Vaca a echar mano de la escritura para dar cuenta de su experiencia en los Naufragios, una experiencia que “deja señal” sobre todo en su cuerpo. Se trata de un elaborado proceso cíclico que va despojando al narrador de todo aquello que lo relaciona con su origen, es decir, la cultura de donde proviene —“los que quedamos escapados, desnudos como nacimos” (cursivas mías)—, y lo devuelve a su estado natural —el otro origen— y en su esfuerzo por reconstruirse asume la forma de un palimpsesto escrito sobre el propio cuerpo. La escritura —condición absoluta de lo civilizado para los españoles— se prefigura en el recuerdo, reelaborado gracias al dilatado proceso de rumiar y cavilar: encubiertos a medias o superpuestos en la crónica, pueden descifrarse los diversos discursos de que se ha compuesto esa memoria y su referencialidad.
En su Historia de las Indias, fray Bartolomé de las Casas plantea de una manera singular uno de los debates fundamentales desatados a partir del descubrimiento de América o el llamado Encuentro entre dos Mundos. Edmundo O’Gorman lo verbaliza así: “Lo que se ventila no estriba en aclarar si el indio es o no hombre, lo que nadie duda, sino en determinar si lo es plenamente, o para decirlo de otro modo, en determinar el grado en que se realiza en él la esencia humana” (cursivas del original). Lo que a su vez nos conduce al problema de la relación entre el hombre y la bestia, entre el cuerpo desnudo y el cuerpo vestido. Las secuencias narrativas analizadas por mí corresponden al Libro II de su magna obra; en ellas lo irracional se liga irremisiblemente con lo animal y con la desnudez, convertida para él en la expresión más literal de lo irracional. En tono imprecatorio, Las Casas organiza un acto malabar: el desprecio con que los conquistadores contemplan la desnudez de los indígenas, llamados por ellos “los desnudos”, acaba trocándose en su propio signo: Las Casas consigue demostrar que, en estado de naturaleza, todos los hombres, incluyendo a los españoles, pueden ser, al mismo tiempo y según las circunstancias, civilizados y bárbaros.
Gonzalo Fernández de Oviedo, enemigo del padre Las Casas, fue autor también de una larga crónica escrita en su carácter de cronista oficial, Historia natural y general de las Indias, obra publicada, como la de fray Bartolomé, durante el siglo XIX, con lo que ambos se convirtieron a la larga, como los teólogos rivales del relato de Borges, en el reverso y el anverso de la misma moneda. Dos libros de su extensa obra me interesan aquí, el llamado Libro de los depósitos —nombre sublime, donde coloca todo aquello que no ha podido clasificar— y el Libro de los naufragios, que se inscribe en la tradición del relato catastrófico tan frecuentado en esa época. Recurren varios de los temas que me obsesionan, el cuerpo y la desnudez, así como su relación con la escritura, una escritura que se delinea, como en Álvar Núñez, a manera de palimpsesto, o en las monjas flagelantes de la Nueva España, como una escarificación escrituraria.
Por ello, mucho me ha interesado en este contexto la escritura de la que en general se privaba a las mujeres, como sucede en el caso tan peculiar de la Malinche, nuestra traductora y traidora más eminente, esa mujer que asumió la figura de “lengua” y sin la cual la historia de México hubiera sido muy distinta y jamás Cortés hubiera podido calar hondo en estas tierras ni hubiera descubierto su secreto. Y con todo, nuestra Malintzin carece de voz, o es simplemente llamada así, “la de la voz”, y a pesar de su oficio carece de verdadera lengua, es decir, de la lengua que se materializa en la escritura; en realidad, se ha delineado en su propio cuerpo una figura retórica, la sinécdoque, la que designa la parte por el todo. La justicia poética ha querido sin embargo jugarle una mala pasada a quien usó a Malinche como cómplice y como concubina, pues como dice muy adecuadamente Bernal Díaz: “… y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa, le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para ser más breve, le llamaron Malinche”.
La mujer, tradicionalmente concebida como un ser débil y, a juzgar por la literatura de la época —donde resuenan las quejas y reivindicaciones de sor Juana—, también irracional (bárbara), se asemeja al indio en la Nueva España. Las fuerzas de la naturaleza, irredentas, caóticas —y en esta clasificación pareciera que tuvieran cabida tanto las mujeres como los indígenas, considerados ambos (¿especies?) como seres naturales— al no ser controladas pueden ocasionar daños, salidas de madre [sic], motines y alborotos. Más vale tenerlos a raya, protegerse de las catástrofes de los elementos pidiendo mercedes a la Virgen, colocando a los indios fuera de la ciudad letrada y a las mujeres en lugares estancos: “la mujer no ha sido para ser vista, sino para estar encerrada”, decía el pacífico y dulce fray Luis de León.
Con las manos se pinta, se borda, se corta, se sostienen las cosas, se golpea, se muele, se martilla, se cocina, se enhebra, se deshila, se degüella, se flagela, se mendiga, se hila fino; actos todos que sor Juana describe en su poesía, actos concretos, válidos en sí mismos en su utilidad y su gestualidad primarias o utilizados como metáforas de gradaciones y sutileza muy diversas; actos manuales, actos mecánicos, en apariencia simples pero organizados siguiendo reglas específicas que exigen una gran sabiduría y destreza para convertirse en un arte o artes diversas, configuradas como artes marciales, de jardinería, de cetrería, de gastronomía, de caligrafía, de relojería, contaduría, costura o tejido.
Como bien sabemos, la caligrafía —necesaria para no quedarse solamente en el borrón y llegar a una perfección de trazo muy estimada, sobre todo entre los varones de ese periodo— es una práctica manual dominada por un conjunto de reglas y de gestos precisos; coloca a quien la practica —o la practicaba— en la posición de escribir o por lo menos dibujar: alguien, por ejemplo, sor Juana, sentado frente a una mesa, toma la pluma, la afila y la introduce en el tintero antes de trazar con esmero caracteres diversos, para convertirlos en las palabras de un poema o en las de un mensaje o en ambas cosas a la vez. Se establecen, sin embargo, como dije antes, diferencias tajantes entre ese uso especial de las manos —el caligráfico, elemento esencial en un manuscrito— si es practicado por las mujeres o si lo emprenden los varones.
Las monjas, mujeres recluidas o enclaustradas, tuvieron difícil acceso a ella, aunque las crónicas de sus conventos fueron muchas veces redactadas por las religiosas y era tradicional que una se encargara especialmente de ello; conocida como la cronista, consignaba los acontecimientos más relevantes de su comunidad, papeles encuadernados y forrados en pergamino para conservarlos en las bibliotecas conventuales. Sin embargo, este género de escritura fue catalogado como simples “cuadernos de manos”, incluyendo en esta categoría los que escribiera santa Teresa, recopiados varias veces y pasados de mano en mano antes de ser publicados y muy leídos después de su canonización. Estos cuadernos de manos, materiales en bruto, solían servir para que los confesores o los altos prelados los utilizaran y pergeñaran textos hagiográficos de gran circulación en la época. Pondré como ejemplo algunos textos analizados en este volumen: el Parayso occidental, la historia del convento de Jesús María escrita por don Carlos de Sigüenza y Góngora, confeccionada a partir de los cuadernos de mano mencionados —borradores, en suma— o el obituario escrito por el padre jesuita Juan Antonio de Oviedo sobre sor Inés de los Dolores. En ellos, es posible advertir varios lineamientos definidos por la burocracia oficial: la monja debe cumplir al pie de la letra los preceptos del confesor y dedicarse de manera estricta a las labores del día, tal y como las distribuyen los prelados. Se subraya la hilación perfecta que existe entre los diferentes tipos de tareas que las enclaustradas tenían el deber de cumplir, el ejercicio espiritual dentro del cual se incluían los rezos, los raptos místicos, la meditación y la flagelación, los ayunos o las mortificaciones, una forma de inscripción corporal conocida como la edificación, y por otro lado, los quehaceres domésticos de todo tipo, entre los que se incluía la escritura, en muchas ocasiones una torpe caligrafía que guarda un enorme contraste con la finura y delicadeza expertas del bordado, la costura, el tejido y la cocina, y en muchos casos, el patchwork, parecido al proceso descrito por Beatriz de Santiago, una monja de San José, el primer convento carmelita que hubo en la ciudad de México:
Si ha de escribir algo aunque sea para una persona muy grave es en los sobreescritos de las cartas que se echan a mil pedacitos de papel que halla por los rincones de la casa los cuales recoge y guarda con licencia y una vez vide yo una carta para un arzobispo de estos pedacitos de papel asentados y cosidos en un trapo de lienzo y la cubierta era otro trapo bien cocido.
Una muestra palpable de esta diferencia tajante la ofrece sor Juana cuando en una carta se queja con el padre Núñez y le ruega que deje de ser su confesor, hecho casi sin precedentes y que revela una temeraria voluntad de la monja: “Que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecución, no más de porque dicen que parecía letra de hombre y que no era decente…” (cursivas mías). Y en el proceso entablado contra Javier Palavicino, quien había elogiado a la jerónima en un sermón pronunciado en 1991 en el convento de San Jerónimo para disentir de los argumentos que la monja había enarbolado en su Carta atenágorica y desautorizar al célebre jesuita portugués Antonio de Vieyra, el fiscal Deza lo acusa de un hecho intolerable y extraño, “el insufrible desorden” de citar:
en el púlpito públicamente a una mujer con aplausos de maestra y sobre puntos y discursos escriturales…, pareciéndome contener todo esto cierto género de indecencia que dirigiéndose todo el sermón a una adulación y aplauso de una monja religiosa de dicho convento… siendo todo esto indecente en la cátedra del Espíritu Santo que es el púlpito y faltando en todo ello el dicho predicador a su obligación y a la que intiman los santos padres y sagrados concilios (cursivas mías).
Se ha cometido una violación y es evidente que el adjetivo indecente señala un acto de transgresión, como si tanto Palavicino como la monja elogiada hubiesen violado el voto de castidad que habían jurado al hacer su profesión, favoreciendo la producción de ruido, una de las fomas de ruido más nociva, la que atrae la atención de la Inquisición. “No quiero ruidos con el Santo Oficio”, declaró sor Juana en la Respuesta a la Carta de sor Filotea, documento escrito por el obispo Fernández de Santa Cruz, travestido de monja, como un elogio y a la vez una reconvención.
No me detendré ahora en la tautología implícita en este tipo de definiciones, sólo destacaré la importancia que se le da a la idea de indecencia como lo deshonesto, lo indecoroso, una forma de explicar lo que se consideraba como una violación a las reglas de la decencia, la conveniencia y el decoro. Tal pareciera que cometer una indecencia además de caer en un acto deshonesto fuese transgredir una regla social, una conducta sancionada, romper el decoro. Un decoro, una conducta que se alteran cuando una mujer escribe y se suscita el escándalo: éste debe acallarse sometiéndola y reduciéndola. Y esa reducción se instrumenta acudiendo a diversos subterfugios, uno de ellos, la elaboración de catálogos rigurosos donde la que escribe se protege —o es protegida porque ha roto el voto de silencio a la que la naturaleza la conmina, otra cita de fray Luis— si es incluida en una lista gloriosa junto con otras mujeres que a lo largo de la historia la han enriquecido con sus obras. María de Zayas cita en su prefacio a unas cuantas damas célebres de la tradición grecolatina, mucho menos de las que se vio obligada a incluir en la suya sor Juana para defenderse de sus perseguidores y justificar su inclinación a alcanzar la sabiduría en su famosa Respuesta a sor Filotea, aunque —permítaseme la digresión— en la lista de contemporáneas que elabora no aparece María de Zayas, quizá por no haber sido religiosa como santa Teresa de Ávila o María de Ágreda, ambas incluidas por la monja novohispana.
A lo largo de su numerosa obra, ya sea en verso o en prosa, sor Juana va trazando los rasgos de su autobiografía, dato evidente en su Respuesta a sor Filotea, contestación a un mandato del obispo Fernández de Santa Cruz según las reglas tácitas que regían al monacato, en este caso, emprender, como ella explica, “la narración de su inclinación”; remite, me parece, a un arte de la memoria muy practicado en su tiempo, ejercicios de mortificación que conducen a la “edificación”, es decir, ejercicios practicados por las monjas con el objeto de alcanzar la santidad, válidos para sor Juana si iban dirigidos a alcanzar el conocimiento. “Con esto proseguí, dirigiendo siempre —subraya la jerónima— los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología.” Quizá estos datos nos permitan detectar su posible inserción en el campo de la autobiografía y no en el de la hagiografía, aunque muchos de los escritos dedicados a ella por sus contemporáneos se contaminen de datos hagiográficos. Su magno poema El sueño, para varios estudiosos de la monja, parece inspirado en parte por el Iter exstaticum (Del camino a la Luna), del jesuita alemán Atanasio Kircher, que narra el viaje de Teodidacto, quien, guiado por un ángel, Cosmiel, viaja por los espacios siderales con el objeto de contemplar la magnificencia de las obras divinas. Apoyado en Ricard, Octavio Paz verifica la presencia ineludible, la necesaria existencia en todo viaje iniciático de una pareja constituida por el discípulo y el maestro: en el caso de Kircher, Teodidacto guiado por Cosmiel, en La divina comedia, Dante conducido por Virgilio, y en el Corpus hermético, Hermes por Pimandro. Una vez verificado este dato, sin el cual parecería imposible iniciar el viaje, repito, la necesidad de contar con un agente divino que actúe como mediador entre el viajero y su transcurso, entre lo terrestre y lo sobrenatural, la ruptura entre Primero sueño y los textos mencionados se acentúa, es más, se torna flagrante. En efecto, analizo cómo en el poema sorjuanino el alma, casi independizada de su cuerpo, recorre los espacios supralunares sin ninguna guía, no la encamina un emisario de Dios —la etimología de Teodidacto— sino que ella sola, librada a sus propias fuerzas, intenta descifrar “los caracteres del estrago” para conformar así la figura del Autodidacta, dato que se comprueba con la presencia definitiva del yo femenino que narra para verificar su propia experiencia y su perplejidad.
Para sor Juana, la experiencia es una forma de educación, un diálogo, ese interminable diálogo, librado a secas consigo misma, un “maestro quizá mudo”, y añade, un “retórico ejemplar…”, aclara en el Sueño, un maestro que suele descubrir senderos y, aunque suela presentarse en forma de veneno, es una medicina eficaz, si quienes lo siguen saben penetrar en sus designios y dosificarlo: la experiencia estará vinculada primero con las femeninas, las que ella ha denominado “filosofías de cocina”. Y es justamente esta irónica referencia a un quehacer eminentemente femenino lo que nos señala otro de los indicios autobiográficos añadidos a los múltiples que pueden percibirse tanto en sus romances cortesanos como en sus obras dramáticas y hasta en sus villancicos. Me explico: según Aristóteles, muy respetado y refundido en otros tratados científicos de ese tiempo, como, por ejemplo, el de Huarte de San Juan, el cuerpo de la mujer es sólo un cuerpo de hombre mutilado. Además, la diferencia entre los sexos y la debilidad congénita de la mujer se fundan en una carencia de calor vital que produce una debilidad metabólica del cuerpo femenino, según la teoría genética de Aristóteles seguida al pie de la letra en época de sor Juana; es decir, si la sangre menstrual es incapaz de alcanzar una cocción por la frialdad inherente a la naturaleza femenina, mientras que el varón posee en cambio la capacidad generadora que permite transformar la sangre menstrual en esperma mediante la cocción, es el varón quien le da forma al producto engendrado en la hembra, puesto que posee el principio motor, en tanto que la mujer, quien ha prestado simple y pasivamente su vientre para la concepción, es sólo el principio material, lo que nos remite a la genética establecida por Aristóteles, quien literalmente hace del principio generador masculino —que a su vez engendra una metafísica— una elaborada y a la vez escueta operación culinaria, en donde el uso apropiado del calor (masculino) o del frío (femenino) determinan su éxito o su fracaso, en otras palabras, “la perfecta” o imperfecta “cocción”.
No quiero terminar este prólogo sin agradecer a las editoriales e instituciones que publicaron sucesivamente y en libros diversos los ensayos hoy compilados en este primer tomo de mis Obras reunidas; por ejemplo, la Biblioteca Ayacucho de Venezuela, la Universidad Nacional Autónoma de México, la editorial Grijalbo, la Universidad del Claustro de Sor Juana, el Centro de Estudios de Historia de México de Condumex, el Instituto Mexiquense de Cultura, la dirección General de Publicaciones del Conaculta, la Editorial Iberoamericana de Francfort-Madrid y varias revistas nacionales y extranjeras. Y para esta edición, agradezco muy cumplidamente a quienes en el Fondo de Cultura Económica han hecho posible esta edición: a su directora Consuelo Sáizar, a Joaquín Díez-Canedo, su gerente editorial, y a Geney Beltrán, Director de Literatura, y antes, a Álvaro Enrigue, quien la inició. La publicación de estos textos escritos en distintas épocas permite ver cómo al ser integrados en un solo volumen adquieren una consistencia y una nueva dimensión; realzan un tramado consistente que cada texto por separado era incapaz de transmitir: ese centro a un tiempo móvil y fijo del que hablaba Blanchot.
Este tomo contiene diversos ensayos, publicados algunos en forma de libros, en revistas especializadas o en actas de congresos. Fueron escritos entre 1989 y 2005, años durante los cuales se han encontrado documentos que han ido desmintiendo los argumentos e hipótesis que numerosos investigadores han planteado respecto a sor Juana; sin embargo, siguen siendo vigentes y constituyen parte fundamental de la historia de la recepción de su vida y de su obra. Ya desde principios de la década de los ochenta, cuando se dio a conocer la Carta al padre Núñez, escrita probablemente por sor Juana hacia 1682, cayeron por tierra teorías esbozadas desde el primero cuarto del siglo XX, desarrolladas sucesivamente por varios autores, entre los cuales se cuenta Octavio Paz en su importante obra Las trampas de la fe. Haré una síntesis sucinta: la llamada Carta de Serafina de Cristo, editada por Elías Trabulse, y atribuida por él a sor Juana y que en su libro Serafina y Sor Juana, Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio desmienten después de hacer un análisis minucioso del documento, pero adjudican su factura al obispo Castorena y Ursúa, quien después de la muerte de la poetisa compilaría el tomo II de sus obras, intitulado Fama y obras póstumas. El investigador peruano José Antonio Rodríguez descubrió en febrero del 2002 en Lima, en la Biblioteca Nacional del Perú, dos documentos importantísimos, uno firmado por el escribano Pedro Martínez de Castro e intitulado Defensa del Sermón del Mandato del Padre Vieyra, y otro anónimo que lleva el nombre de Discurso apologético. Ambos documentos demuestran que ninguna de las teorías sustentadas por los investigadores mencionados puede sostenerse, reafirman en cambio y con pruebas fehacientes un hecho incontrovertible, hipótesis esbozada por varios investigadores y especialmente por Elías Trabulse: la publicación de la Carta atenagórica produjo un revuelo singular tanto en la Nueva España como en la Metrópoli y levantó un escándalo que dañó de manera considerable e irreversible a la monja novohispana.
He retirado de la publicación uno de mis ensayos porque estaba basado en teorías que, como señalo, han sido descartadas. Mantengo sin embargo los demás: forman parte de la historia de la recepción de la obra de la poetisa y, también, porque varias de mis ideas al respecto, pergeñadas durante largo tiempo, mantienen todavía alguna validez.
Al citar textos del siglo XVIII modernizo la ortografía y la puntuación pero suelo conservar las mayúsculas de los nombres y títulos de los personajes e instituciones según se usaban en la época. Respecto a las obras de sor Juana, cito siempre por la edición de Méndez Plancarte, cuando sus obras aparecen compiladas allí: Obras completas, 4 tomos, FCE; los tomos I, II y III fueron editados y prologados por Alfonso Méndez Plancarte, el tomo IV por Alberto G. Salceda. Salvo indicación en contrario, las cursivas son mías; cuando dos o más frases se encuentran subrayadas en un texto citado aviso cuáles cursivas las he puesto yo y cuáles el autor. Tanto la Carta atenagórica como la Respuesta a sor Filotea de la Cruz se encuentran en el tomo IV del FCE. Para facilitar la lectura uso las abreviaturas CA, CF, RF, CN, DN, EC, OC, TF, AP, DA e IC, respectivamente para las ya mencionadas Carta atenagórica y la Respuesta, y las siguientes corresponden a la Carta al padre Núñez, a El Divino Narciso, a Los empeños de una casa, a Obras completas, a Las trampas de la fe, a la Aprobación, al Diccionario de Autoridades y a Inundación castálida. También abrevio las palabras Romance: R, y Soneto: S.
Para facilitar el trabajo de los lectores, Gabriela Eguía, editora de las ediciones facsimilares de los tres tomos de la obra de la monja publicadas en España, les ha dado una numeración convencional —colocada entre corchetes[ ]— a las primeras páginas no numeradas de esas ediciones que corresponden a las licencias burocráticas y a los panegíricos habituales; sigo a mi vez esa regla.
Por último, la bibliografía sigue las tradicionales, con excepción de la numeración concerniente a las páginas de los libros y ensayos de revistas citados, que se colocan entre paréntesis.
EN ESTE espacio trataré de reflexionar sobre una cuestión que, aunque abundantemente tratada por varios investigadores, no ha sido quizá abordada desde el ángulo especial que ahora verbalizaré. Me ocuparé en este libro de dos periodos de la historia colonial, primero de la Conquista, luego del Virreinato, y en especial de sor Juana Inés de la Cruz. Debo advertir que he de concentrarme en un punto esencial que a primera vista podría parecer banal; es, sin embargo, el lazo de unión de esta reflexión: analizo el problema de la escritura propiamente dicha, y el proceso manual necesario para ponerla en ejecución, además de las consecuencias que esa acción produce, lo que en buen castellano se llamaría un borrador, el cual, para existir, deberá estar compuesto de letras y de borrones, palabra significativa y muy frecuentemente usada tanto en el siglo XVI con el XVII. Me parece fundamental reflexionar sobre ese acto de escritura implícito en la tarea de exponer las ideas, tacharlas después, hacerlas desaparecer y expresarlas o encubrirlas en caso de que resulten peligrosas. Lo que equivale a decir que iniciaré este ensayo hablando de un sentido literal de la escritura, y lo continuaré con su sentido más aparente, que, es con todo, su sentido figurado. Ese proceso nos conduce a la manera en que el llamado primer mundo ha manejado, o recibido, lo que se produce en Iberoamérica.1
El debate entablado en su época entre los autores de varias de las crónicas de Indias sobrepasa, como bien sabemos, el campo de batalla, en su literalidad más flagrante. La acción originada por esas luchas reales —históricas—, suele perpetuarse en el tiempo y en la escritura. Las crónicas de la conquista mantienen con sorpresiva vigencia su combatividad: además de revivir en la textualidad las acciones guerreras, su contenido ha sido objeto de incesante polémica cuando tuvieron la suerte de ser publicadas, y cuando más tarde, por razones de Estado, se pensó que eran peligrosas, fueron censuradas: ejemplos irrefutables serían las Cartas de Relación de Cortés (1976), la Historia de la Conquista de México, de Francisco López de Gómara (1979) o los manuscritos de Sahagún. Algunos autores vieron su obra parcialmente publicada —Las Casas, Fernández de Oviedo— y muchos no tuvieron siquiera la oportunidad de verla impresa durante su vida: Bernal Díaz del Castillo,2 Francisco Hernández, etc. Otros cronistas fueron saqueados y refundidos sin que se mencionara su origen, cosa en parte normal en ese tiempo, pero también consecuencia de un acto político de la corona española, como sucedió en el caso de varios misioneros: Sahagún, Andrés de Olmos, Motolinía, Mendieta, cuya obra no fue publicada o fue censurada, pero de la que es posible reconocer fragmentos en otras crónicas, por ejemplo la Monarquía indiana de Torquemada, publicada, a principios del siglo XVII con la licencia de impresión reglamentaria.3 Ya en el XIX, época en que algunas crónicas fueron reeditadas, o impresas por primera vez, se suscitó una polémica que provocó violentas reyertas; para finalizar, debe mencionarse el hecho de que una parte importante del material concerniente a esa época aún no ha sido publicado ni estudiado —algunos manuscritos del propio Sahagún—, y numerosos textos de primordial importancia histórica no han sido objeto de ediciones críticas. La batalla iniciada en 1492 está muy lejos de acabarse. La misma historia de la recepción de las crónicas da cuenta de enconadas y numerosas batallas en las que los investigadores se enfrascan: se producen como resultado diálogos envenenados cuyas connotaciones políticas son evidentes.
A un combate semejante se entregó, en el siglo XVI, Bernal Díaz del Castillo, a partir del año 1575, fecha en que envió al Consejo de Indias el manuscrito de su Verdadera historia, concebida en parte como una forma de borrar —o enmendar por lo menos— la crónica escrita por Francisco López de Gómara sobre la conquista de México, y de refilón las de Jovio e Illescas, sus supuestos imitadores, y donde, también, de manera velada, ataca a Cortés (muerto en 1547) y sus Cartas de Relación. En la advertencia del autor a sus lectores, incluida en la edición de Carmelo Sáenz de Santa María —producto de un cotejo de la versión conocida como el Manuscrito de Guatemala— el viejo soldado se expresa así:
Yo, Bernal Díaz del Castillo, regidor de esta ciudad de Santiago de Guatemala, autor de esta muy verdadera y clara historia, la acabé de sacar a la luz […] en la cual historia hallarán cosas muy notables y dignas de saber: y también van declarados los borrones y escritos viciosos en un libro de Francisco López de Gómara, que no solamente va errado en lo que escribió de la Nueva España, sino que también hizo errar a dos famosos historiadores que siguieron su historia, que se dicen Doctor Illescas y el Obispo Pablo Jovio […] Y demás de esto cuando mi historia se vea, dará fe y claridad en ello; la cual se acabó de sacar en limpio de mis memorias y borradores en esta muy leal ciudad (Díaz del Castillo, 1983, p. 1).
En este párrafo es obvio que la palabra borrones tiene un sentido figurado. Según el Diccionario de la Real Academia, borrón es: 1. la gota de tina que se cae o la mancha de tinta que se hace en el papel; 2. el borrador o escrito de primera intención, y 3. en un sentido figurado, denominación que por modestia (y yo diría que durante el barroco sobre todo por cortesanía) suelen dar los autores a sus escritos. En el párrafo de Bernal que recién cité, la palabra borrón sería el sinónimo expreso de vicio y de error, también de oscuridad y de confusión; es decir; exactamente lo opuesto a la claridad que emana de un texto cuya función específica es destacar la verdad, efecto que no procede de un “buen estilo” ni de una “gran retórica”. Ambas cualidades están presentes en el texto de López de Gómara, pero son recursos mentirosos. Bernal carece de “estilo” y de “retórica”, pero sus escritos dan cuenta estricta de los acontecimientos tal como sucedieron, su única verdad depende de la buena relación de los hechos, como nuestro ladino cronista tiene el buen cuidado de subrayar en su advertencia. Bernal pone al servicio de la verdad su mal estilo, o mejor, su estilo coloquial —casi podríamos llamarlo oral—; lo utiliza como un arma contra el estilo elegante, cortesano, reglamentado de Gómara. Al principio confiesa: “Cuando leí su gran retórica, y como mi obra es tan grosera, dejé de escribir en ella, y aún tuve vergüenza que pareciese entre personas notables…” (p. 42). Una relectura cuidadosa abulta los defectos y permite destacar un hecho para él primordial: el buen estilo, la gran retórica son artes nefandas si ocultan la verdad; por ello opone la estética a una ética. Sabemos bien que su verdad es lo que a él le parece conveniente destacar para su beneficio; actitud rutinaria, por otra parte, entre los conquistadores, así se trate de los que triunfan como Cortés o de quienes fracasan como Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Utilizada en este contexto, la palabra borrón se adecua perfectamente a otras de las definiciones que la Academia da al verbo borrar: 1. hacer rayas horizontales o transversales sobre los escritos para que no pueda leerse o para dar a entender que no sirve; 2. hacer que la tinta se corra y desfigure lo escrito; 3. hacer desaparecer por cualquier medio lo representado.
Esa crónica que Bernal menosprecia y desenmascara mediante un epíteto vergonzoso, el de borrón, le servirá a la vez como punto de partida para iniciar un ejercicio de escritura con el cual pretende tachar —hacer que desaparezcan— los relatos amañados y mentirosos y sustituirlos por hechos verdaderos, claros, dignos de fe, limpios. Hay que subrayar que el término limpieza es usado por Bernal en el sentido estrictamente literal, sacar en limpio […] mis memorias y borradores, es decir, la labor de mano implícita en la tarea de corregir, ordenar y escribir con letra clara —sin borrones— el manuscrito que ha de mandarse al Consejo de Indias. Pero al asociarlo en el texto, en un párrafo inmediatamente anterior, con la siguiente frase: “Y además de esto cuando mi historia se vea, dará fe y claridad en ello”, Bernal entra con naturalidad en un terreno ético en el que su escritura se vuelve luminosa, porque está respaldada por la constancia definitiva de una religiosidad.
Gómara, insiste Bernal, “no acierta en lo que escribe”; sus relatos provienen de datos falseados, transmitidos oralmente por quienes desean que esos datos se organicen de cierta manera, siguiendo un orden especial y presentando los acontecimientos “de tal arte… que place mucho a sus oyentes”, para que perdure así la versión de lo “que él dice que hacíamos”, en beneficio del propio Cortés, el disparador del relato gomariano, según Bernal, quien, disimulado detrás del pronombre —“en todo lo engañaron—”, colectiviza la información para beneficiarse y hacer que su prestigio se desmesure a costa de los demás. Bernal tenía probablemente razón, fray Bartolomé de las Casas así lo entiende cuando se refiere despectivamente a Gómara como criado de Cortés. Por su parte, Georges Baudot hace mención de un documento en el que se atestigua “que la desconfianza de la Corona respecto a Gómara fue tan radical que después de la muerte de este último, Felipe II mandó recoger todos sus archivos, en septiembre de 1572”, y dentro de esos archivos, se especifica allí, “mandaron traer los papeles que dejó tocantes a historia…” (Baudot, 1983, p. 496). Con ello se demuestra que para la Corona esos documentos denotaban una forma de peligro real, una estrategia política contra su propia autoridad. Al ser manejado como el único sustantivo adecuado para denunciar la doblez y mala fe con que el capellán de Cortés escribió su relación, el significado figurado de la palabra borrón—tal como aparece reiteradamente en Bernal Díaz— se utiliza de manera estratégica para contrastarlo con una corporeidad derivada de una escritura compuesta por un testigo de vista, es decir, la escritura de aquel que ha puesto todo el cuerpo al servicio del rey:
Y sobre lo que ellos escriben —Gómara, Jovio, Illescas—, diremos lo que en aquellos tiempos nos hallamos ser verdad, como testigos de vista, y no estaremos hablando las contrariedades y falsas relaciones de los que escribieron de oídas, pues sabemos que la verdad es cosa sagrada… (Díaz del Castillo, 1983, p. 45).
A pesar de que las dos crónicas que hemos venido manejando entran en un mismo sistema de representación, el de la escritura, la cercanía que Bernal tiene con la corporeidad lo relaciona con la pintura o con una actividad teatral en la que la palabra va unida totalmente a la expresión corporal, cosa bastante habitual en una sociedad que básicamente transmitía sus conocimientos de manera oral, colocando a la escritura en una jerarquía especial, muy alta, distinta de la ordinaria, es decir, la relación oral que transmite los acontecimientos. Así se deduce de la cita recién leída que la verdad —si se escritura— es sagrada. Parecería que la vivacidad con que Bernal describe las situaciones permitiera visualizarlas para acoplarlas a la reivindicación implícita en su texto, el producto de un combatiente de la conquista de México, motivo por el cual demanda mercedes al rey. No basta con recordar nítidamente las batallas, los nombres de los participantes, su jerarquía dentro del ejército y sus conductas, es necesario dar una imagen verdadera de su apariencia:
Acuérdome que cuando estábamos peleando en aquella escaramuza, que había allí unos prados algo pedregosos, e había langostas que cuando peleábamos […] nos daban en la cara, y como eran tantos flecheros, y tiraban tanta flechas como granizos, que parecían que eran langostas que volaban, y no nos rodelábamos y la flecha que venía nos hería, y otras veces creíamos que era flecha y eran langostas que venían volando: fue harto estorbo (Díaz del Castillo, 1983, p. 27).
La escritura de Bernal es pues una escritura corpórea: proviene no sólo de su mano —“antes de meter más la mano en esto”—, sino que en ella se implica todo él, es una escritura de bulto, la del cuerpo del soldado —testigo que no sólo contempló las batallas sino que tomó parte en ellas, para integrarse así en un linaje de cronistas que dentro de su cuerpo textual hacen referencia constante a las señales recibidas —especie de tatuajes— como consecuencia de las batallas o expediciones de que participaron; pueden incluirse muchos ejemplos, empezando por el relato que transcribe del segundo viaje de Colón su hijo Hernando:
Desde esta isla en adelante no continuó el Almirante registrando en su diario la navegación que hacía, ni dice cómo regresó a la Isabela, sino solamente que, […] por las grandes fatigas pasadas, por su debilidad y por la escasez de alimento, le asaltó una enfermedad muy grave, entre pestilencial y modorra, la cual de golpe le privó de la vista, de los otros sentidos y de la memoria (Colón, 1984, p. 178).
Dichas marcas organizan, al inscribirse en el cuerpo, una memoria: de esas vicisitudes: “Todavía saqué señal”, precisa Álvar Núñez Cabeza de Vaca; o articulan en el discurso una violencia que se inicia en la carne, como se deduce de manera irremediable de esta carta de Lope de Aguirre a su legítimo soberano: “Rey Felipe, […] y yo estoy manco de mi pierna derecha, de dos arcabuzazos que me dieron en el valle de Chuquinga […] siguiendo tu voz y tu apellido”.4
Bernal escribe pues con toda su corporeidad; es, subraya, testigo de vista. Gómara escribe sólo de oídas por las relaciones que otros le han transmitido. Esta distinción es esencial: involucra en el acto de escribir no sólo su mano, sino su cuerpo entero. Con este acto subraya un procedimiento legal, explícito en un documento que, exigido a los soldados cuando reclamaban mercedes a cambio de sus acciones guerreras —la Probanza de Méritos y Servicios—, constituye la prueba irrefutable de que se ha peleado y de que los servicios se han cumplido y merecen una recompensa, porque están inscritos en el cuerpo.
Manejado así, el borrón es una marca que separa a Bernal del ilustrado Gómara; la verdad es imborrable, ha dejado señales indelebles; se convierte entonces en un texto singular, el de las inscripciones corporales. Gómara malea las acciones de los conquistadores que fueron testigos de vista, sobre todo las de aquellos que “sacaron señal” al conquistar y poblar; por el simple hecho de hacerlo, los coloca en una jerarquía distinta de la que les corresponde por derecho, los inserta en una categoría ambigua que los acerca peligrosamente a los indios, utilizados como bestias de carga, marcados, troquelados, semejantes a las cabezas de ganado para hacer producir los campos y las minas. En cierta medida, con su escritura Bernal exige un reconocimiento, e implica el deseo de que no se le convierta en un colonizado avantla lettre, colonizado porque los borrones de la escritura de Gómara, producidos en la Metrópoli, lo desfiguran a él y a los demás soldados que expusieron sus vidas por conquistar las Indias, y al borronear sus hazañas, las oscurecen, las confunden, las hacen desaparecer. Por ello critica también, y con mucho veneno, a gente como Diego Velázquez, gobernador de Cuba, o Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, funcionario del Consejo de Indias, que, sin exponerse, se aprovechan y reciben prebendas del trabajo de los otros, los españoles que pasaron a Indias. Gómara se les parece: como ellos, desfigura, borronea las acciones de los conquistadores que han venido a América con el deseo expreso de ser tratados como señores. La escisión se ha producido; además de los indios, ha aparecido una especie intermedia, la de los indianos también colonizados. La única forma de lavar la mancha es ser reconocidos por la Metrópoli, enmendarle la plana a Gómara.
La historia es paradójica. López de Gómara no conoció a su contrincante. Su historia fue reimpresa, durante su vida, luego censurada, como las obras del propio Cortés, y su fama póstuma está ligada a la de Bernal, cuya Verdadera historia, impresa en 1632, ha tenido numerosas reimpresiones. Sin embargo, el deseo de Bernal se ha cumplido en demasía: la batalla desatada por él contra los escritos viciosos del capellán de Cortés —desde las páginas de su libro— mantiene su vigencia hasta la fecha y sigue dividiendo a los historiadores.5
LA ESCRITURA Y LA ESCRITURACIÓN
La llamada Primera Carta de Relación de Cortés fue escrita en 1519, antes de la derrota de Tenochtitlán. Es obviamente anterior a la Verdadera historia de Bernal y, como ella, intenta esclarecer una verdad. Pero, como todas las verdades, la suya es relativa, aunque pretende la más absoluta objetividad. Objetividad que, a diferencia de Bernal y de los otros conquistadores-cronistas de la Conquista de México, destierra por completo la oralidad. Su texto es antes que nada escritura, y a momentos colinda con la escrituración, actividad que como bien sabemos pertenece al ámbito jurídico, contexto notarial absolutamente indispensable de la empresa de expansión española en Indias.6 Todos los actos emprendidos, ya fueran requerimientos, tomas de posesión, fundación de ciudades, probanzas y méritos, interpretaciones de los lenguas, etc., son cuidadosamente legalizados ante escribano. Cortés se lamenta en su Segunda Carta de Relación, después de la Noche Triste. “Porque en cierto infortunio ahora nuevamente acaecido, de que adelante en el proceso a vuestra alteza daré entera cuenta, se me perdieron todas las escrituras y autos que con los naturales de estas tierras yo he hecho, y otras muchas cosas” (Cortés, 1976, p. 31).
No pretende, como Bernal, enmendar una historia escrita con todos los preceptos de la retórica donde su figura y sus actos queden alterados por una manera especial de contar las cosas. Su intención es cumplir al pie de la letra una de las instrucciones que, el 23 de octubre de 1518, Diego Velázquez le diera ante notario: descubrir el “secreto” de las tierras que iban a explorarse.7 Por eso, y atacando a Velázquez, Portocarrero y Montejo, los procuradores de Cortés ante Carlos V y la reina Juana, dicen en la llamada Primera Carta de Relación, probablemente dictada por el marqués del Valle:
Bien creemos que vuestras majestades, por letras de Diego Velázquez […] habrán sido informadas de una tierra nueva que puede haber dos años poco más o menos que en estas partes fue descubierta, que al principio fue intitulada por nombre Cozumel, y después la nombraron Yucatán, sin ser lo uno ni lo otro, como por nuestra relación vuestras altezas mandarán ver; y por que las relaciones que hasta ahora a vuestras majestades de esta tierra se han hecho, así de la manera y riquezas della, como de la forma en que fue descubierta y otras cosas que de ella se han dicho, no son ni han podido ser ciertas porque nadie hasta ahora las ha sabido como será esta que nosotros a vuestras reales altezas escribimos (Cortés, 1876, p. 7).
Y la imposibilidad de decir la verdad se deriva de una incapacidad esencial, tanto de Hernández de Córdova como de Grijalva: la de no calar hondo en la tierra que van a descubrir, ni saber el secreto de ella, ineficacia reiterada con constancia inigualable por el cronista Juan Díaz, capellán de la armada de Grijalva.8
Sin penetrar en el secreto, sin calar hondo en la nueva realidad, es inútil hacer una relación. Cuando el secreto se devela es posible destruir el viejo orden, conquistar, pacificar, poblar: es decir, crear una nueva sociedad sobre las ruinas de la antigua, y definirla, aun antes de que exista. En el momento mismo en que entrega sus secretos, esa sociedad ha sido destruida de antemano y una de las armas ha sido la escritura. De esto habla Ángel Rama; para él, la conquista y la creación de ciudades americanas responde a una razón primordial: “Fue una voluntad que desdeñaba las constricciones objetivas de la realidad y asumía un puesto superior y autolegitimado: diseñaba un proyecto pensando al cual debía plegarse la realidad” (1984, p. 13).
Cortés se adelanta entonces a su tiempo. Su obsesión por descubrir el secreto de las nuevas tierras contrasta con la pasión por las aventuras que en ellas han vivido otros cronistas, esa pasión que hace “escribir” a fray Francisco de Aguilar, gotoso y tullido, estas palabras con las que empieza su relación:
Fray Francisco de Aguilar, fraile profeso de la orden de los predicadores, conquistador de los primeros que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra, y de más de ochenta años cuando esto escribió a ruego e importunación de ciertos religiosos que se lo rogaron diciendo que, pues que estaba ya al cabo de la vida, les dejase escrito lo que en la conquista de esta Nueva España había pasado, y cómo se había conquistado y tomado, lo cual dijo como testigo de vista y con brevedad y sin andar con ambajes y circunloquios, y si por ventura el estilo y modo de decir no fuese tan sabroso ni diere tanto contento al lector cuanto yo quisiera, contentarle ha a lo menos y darle agusto la verdad de lo que hay acerca de este negocio (Aguilar, 1980, p. 63).
Hay una diferencia esencial con Cortés: en Aguilar se escribe por placer, para recordar, mediante la escritura, aquellos tiempos extraordinarios, actividad implícita en la manera de justificar su textualidad, para “contentar al lector y darle agusto la verdad”. Cortés es un singular testigo de vista: su mirada abarca lo inmediato con gran sagacidad, pero al mismo tiempo es capaz de mirar hacia el futuro y organizarlo en la escritura desde distintas posiciones, siempre utilitarias, meduladas de entrada por un objetivo político.
Primero se identifica —y se mimetiza a ella— con la escrituración notarial, cuyo ámbito propio es lo jurídico, lo institucional, lo que se le debe a la Corona: duplica los acontecimientos y los despoja de su especialidad para sancionarlos legalmente y, al privarlos de dimensionalidad humana, los burocratiza. Amenazados siempre por la legalidad, los conquistadores suelen cubrirse las espaldas y confeccionar memoriales que podrán servir después como probanza de méritos y servicios o, en los casos excepcionales, para protegerse ante futuros juicios de residencia”.9 Cortés tenía una gran experiencia como escribano: mientras negociaba en Sevilla su pasaje a Indias se ocupó como ayudante en una notaría, cargo del que ya había tenido experiencia en su estancia en Salamanca.
En la villa de Azúa, en Santo Domingo, a la que llegó en 1504, recibió una encomienda como pago por una “pacificación” de indios —al servicio de Diego Velázquez— y, además la escribanía de ese pueblo, cargo que desempeñó como titular durante cinco años.10 Desde Cuba participa en numerosas peleas legales; al llegar a México, ya con el deseo de convertirse en capitán general, empieza a librar en contemporánea sucesión la batalla campal y la batalla escrituraria.
Como complemento de la actividad notarial, implícita como digo en la estructura de las Cartas de Relación, está la manía epistolar de Cortés. Esta manía alcanza proporciones desmesuradas, sobre todo si se tiene en cuenta que el arte epistolar era fundamental en ese tiempo, y que junto a los memoriales, ordenanzas, provisiones, etc., era normal acompañarlas de mensajes donde se explicaba su sentido: la mensajería exige la escritura de mensajes. Por otra parte, y a pesar del analfabetismo de algunos de los conquistadores, es muy notoria la fiebre escrituraria entre ellos. Es muy frecuente, además, que los cronistas mencionen con precisión el intenso intercambio epistolar de los conquistadores.11 Cortés escribe para seducir, para ordenar, para justificar, para guardar secretos, para manipular situaciones. Uno de los primeros ejemplos que tenemos es una respuesta a los mandamientos y provisiones secretos que Velázquez envía, con dos mozos de espuelas, para revocarle el poder y que él intercepta en la ciudad de Trinidad, en Cuba. Lo cuenta Bernal con “sabrosas” palabras:
[…] muy mansa y amorosamente [contestó] a Diego Velázquez que se maravillaba de su merced de haber tomado aquel acuerdo, y que su deseo es servir a Dios y a su majestad, y a él en su real nombre […] Y también escribió a todos sus amigos, en especial al Duero y al contador, sus compañeros; y después de haber escrito, mandó entender a todos los soldados en aderezar armas (Díaz del Castillo, 1983, p. 54).
Lo que resalta en esta cita es la intensidad y rapidez con que Cortés escribe, al tiempo que regula a su armada, de manera tan organizada, que el mismo Bernal añade, sorprendido, unas líneas adelante: “No sé yo en qué gasto ahora tanta tinta en meter la mano en cosas de apercibimiento de armas y de los demás; porque Cortés verdaderamente tenía grande vigilancia en todo” (Díaz del Castillo, 1983, p. 63).
Esta vigilancia y este ejercicio desenfrenado de la escritura simultáneos tienen efectos de primordial importancia para la conquista de México. Cortés se empeña, nos asegura, en calar hondo, en descubrir los secretos de la tierra; busca para ello intérpretes: una de las consecuencias de descifrar un secreto es poder comprender las cosas.12 Los primeros farautes son muy rudimentarios, no aseguran una transmisión correcta y cabal de los mensajes. En la Primera Carta de Relación o del Cabildo, al querer Cortés “saber cuál era la causa de estar despoblado ese lugar”, Cozumel, adonde han llegado sus navíos, usa a los lenguas y les ruega también que transmitan el tradicional requerimiento (1976, p. 11). Esta conducta sería normal si no hubiese añadido a su petición una carta dirigida a los caciques. Idéntica fórmula utiliza cuando intenta “redimir” a los cautivos españoles, de los cuales han tenido noticia los soldados desde las expediciones anteriores: envía primero un mensaje oral que transmiten los farautes y lo remacha con una carta dirigida a los europeos; espera luego varios días el resultado de esa doble maniobra. La segunda operación es adecuada: la carta va dirigida a otros cristianos; la primera, en cambio, la destina a los caciques indios, “y luego el dicho capitán les dio una carta para que los dichos caciques fueran seguros” (1976, p. 12). Al cabo de dos días, la carta, objeto incomprensible para los indios que no entendían la escritura, ha surtido efecto: “partió [el faraute] con su carta para los otros caciques, y de allí a dos días vino con él el principal y le dijo que era señor de la isla…”
De este ejemplo se puede deducir que Cortés no sólo intenta comprender (como asegura con razón Todorov).12 Con ese método absolutamente natural en la época, esto es, el envío de una carta escrita del puño y letra del remitente con las características señales que lo identifican, el futuro marqués del Valle ha definido los términos como quiere la intercomunicación. Un nuevo sistema de transmisión de los mensajes empieza a fijar sus cauces: una civilización ágrafa se enfrenta por primera vez a la escritura. ¿Podría decirse que con ello los indígenas han entrado en la historia?
Michel de Certeau da una explicación:
El descubrimiento del Nuevo Mundo, la fragmentación de la cristiandad, los desgarramientos sociales que acompañan al nacimiento de una política y de una razón nuevas, engendran otro funcionamiento de la escritura y la palabra. Comprendida en la órbita de la sociedad moderna, su diferenciación adquiere una pertinencia epistemológica y social que no había tenido antes; en particular se convierte en el instrumento de un doble trabajo que se refiere, por una parte, a la relación con el hombre “salvaje”, y por otra parte a la relación con la tradición religiosa (1985, p. 227).
Bernal mantiene una relación personal con la historia. De ella borra a quienes pretenden cancelar su paso por el mundo. Cortés escribe en el lenguaje objetivo e impersonal de un político moderno. Su relación con la escritura ya no es religiosa, decir la verdad no tiene nada que ver con la divinidad, aunque se pretenda catequizar y convertir a los naturales, cuando la palabra escrita se sacraliza, por ejemplo, en las Escrituras. Su verdad es la del Estado, y a través de la escritura organizada por él dentro de los moldes epistolares, tanto para comunicarse con el rey —sus Cartas de Relación