11,99 €
Tercer y último tomo de las Obras reunidas de Margo Glantz, incluye los libros de autores extranjeros que recorrieron la República Mexicana durante el siglo XIX, que son analizadas en su estructura narrativa y en su significado social y político, mostrando así la vida de una nación a través de su literatura.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 606
Margo Glantz nació en 1930 en la Ciudad de México, en la calle de Jesús María 42, frente al convento del mismo nombre. Su padre era poeta y, como su madre, emigrante judío-ucraniano. Estudió en la Preparatoria 1, situada en San Ildefonso, y licenciatura y maestría (1947-1952) en la Facultad de Filosofía y Letras, albergada en Mascarones, bello edificio colonial. De 1953 a 1958 cursó el doctorado en París y especializaciones en Londres y Perugia. En 1959 ingresó como maestra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM enseñando historia del teatro, y literaturas mexicana y universal en la Preparatoria Nacional, en 1958. De 1961 a 1970 dio cursos en el Centro Universitario de Teatro y escribió para diversas publicaciones periódicas sobre teatro y cultura. En 1966 fundó la revista universitaria Punto de Partida, que dirigió hasta 1970; en ese periodo dirigió también el Instituto Cultural Mexicano-Israelí. En 1971 publicó Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33; en 1978, su primera obra de creación, Las mil y una calorías, novela dietética, a la que siguieron Doscientas ballenas azules (1979), No pronunciarás (1980), Las genealogías (1981, Premio Magda Donato), Síndrome de naufragios (1984, Premio Xavier Villaurrutia), Apariciones (1996), Zona de derrumbe (2001) y El rastro (2002, finalista del Premio Herralde y Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003). Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura mexicana y comparada: Viajes en México, Crónicas extranjeras (1964), Repeticiones (1980), Intervención y pretexto (1980), El día de tu boda (1982), La lengua en la mano (1984), De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1985), Erosiones (1985), Borrones y borradores (1992), Esguince de cintura (1994), La Malinche, sus padres y sus hijos (1994), Sor Juana, ¿hagiografía o autobiografía? (1995), Sor Juana, placeres y saberes (1996), Sor Juana: la comparación y la hipérbole (2000) y La desnudez como naufragio (2004). Además de viajera profesional es profesora emérita de la unam, investigadora emérita del SNI, creadora emérita del Fonca así como profesora visitante en numerosas universidades: Yale, Princeton, Berkeley, Harvard, Stanford, Barcelona, Siena, Madrid, Viena, Berlín… Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1995, obtuvo las becas Rockefeller y Guggenheim y los premios Universidad Nacional (1991 y 2004), Nacional de Ciencias y Artes, en la rama de lingüística y literatura. Coordina la cátedra extraordinaria sobre sor Juana Inés de la Cruz en la UNAM y dirige la página virtual de la poeta mexicana en la Biblioteca Virtual Cervantes, de la Universidad de Alicante (2005), institución que le ha dedicado también una página virtual (2006). Ha ocupado diversos cargos públicos: directora general de Publicaciones y Bibliotecas (1982), directora de Literatura, INBA (1983-1986), agregada cultural y embajadora en Londres (1986-1988). Traduce ensayo, narrativa y teatro; ha colaborado durante más de 20 años en Radio UNAM; ha sido columnista en periódicos y revistas mexicanos y extranjeros. Sus libros de ficción más recientes son Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (2005) y Saña (2007, reeditado, corregido y aumentado en 2010). Su libro de viajes sobre la India, La tierra ajena, se publicará en 2011, así como la tercera parte de la trilogía de Nora García. Prepara además el cuarto volumen de sus Obras reunidas, sobre la literatura mexicana del siglo XX, y un extenso libro de viajes.
OBRAS REUNIDASIII
Primera edición, 2010 Primera edición electrónica, 2014
Diseño de portada e interiores: Pablo Rulfo
D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-2210-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
PRÓLOGO
La novela popular mexicanaPrimera parte
México en el exotismo del siglo XIXSegunda parte
Reúno en este tomo dos tipos de escritos, producto del trabajo de muchas décadas, iniciados grosso modo durante los años setenta del siglo pasado. Analizo solamente unas cuantas novelas de las que se escribieron en el siglo XIX porque no pretendo hacer un análisis exhaustivo de los múltiples textos que aparecieron diseminados en revistas y periódicos, a manera de folletín, o en libros durante esa centuria en México. Me demoro apenas en unos cuantos autores, analizo su estructura narrativa y su significado social y político. He elegido Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto; Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno; Astucia de Luis G. Inclán; algunas de las novelas de Cuéllar publicadas con el título de Linterna mágica, aunque privilegio Baile y cochino. Finalizo esta primera parte de mi libro con una novela escrita en pleno Porfiriato, ya muy cercana la Revolución de 1910, publicada en 1903, en los albores del siglo XX: Santa de Federico Gamboa.
He incluido en la segunda parte, casi a manera de apéndice nostálgico, los textos que empecé a escribir en la década de los cincuenta, como parte de mis investigaciones realizadas en Francia a fin de obtener mi doctorado en La Sorbona; seguí trabajando a mi regreso a México en los años sesenta y corregí los textos en los setenta; dejé en el camino muchos otros; estudié primordialmente textos de viajeros publicados en Europa, especialmente en Francia, durante el siglo XIX, donde México era visto con los ojos de un exotismo recurrente y mistificador, originado en el siglo XVI, a partir del descubrimiento de América; exotismo que fue adquiriendo al pasar el tiempo connotaciones muy peculiares después de la Independencia. Viajar a América —a México— era para quienes lo hacían recrear en su mente las hazañas de quienes conquistaron un mundo nuevo y lo ofrecieron a España; intentaban a menudo rectificar la historia acudiendo a viejos prejuicios y nuevos valores, reiterando los lugares comunes de la Leyenda Negra contra España y, por extensión, contra los mexicanos; admiraban la inocencia de los salvajes americanos —contagiados por Rousseau—; la contraparte: la exhibición flagrante de sus motivaciones económicas y políticas.
He compuesto este prólogo a retazos, a modo de mosaico trabajado de manera artesanal, uniendo fragmentos que al juntarse ponen de relieve la idea germinal que, creo, le ha dado sentido al libro.
Cuando releo Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto me interesa analizar su estructura e indagar sobre lo que les otorga unidad a sus apuntes, para muchos, “un desordenado borrador”. Generalmente, y en involuntaria imitación de su autor, se intenta explicar el texto mediante la enumeración de temas, personajes o situaciones que aparecen ante nosotros como una insaciable curiosidad enciclopédica o como la necesidad angustiosa de no dejar nada fuera de la escritura. Hay algo, sin embargo, que hilvana sus materiales, traza un hilo conductor, les da coherencia y explica asimismo el sentido de casi toda su prosa: los cuadros de costumbres, el retrato político, la teatralidad… un trabajo que, como lo digo más adelante, el autor compara con el de los caleidoscopios cuyos numerosos “vidritos” disparejos y dispersos permiten, al influjo del movimiento y la mirada, definir una o varias formas concretas. Una cajita de “vidritos” permite entrever gracias a la miniaturización y a la fragmentación un relato desmenuzado, expuesto a un movimiento incesante, y por ello mismo a variaciones imprevistas de foco, esbozos, bosquejos inacabados. Esta manera de mirar constituye una de las normas de organización del relato. Como en los pintores o los grabadores de ese tiempo, el ojo del narrador contempla cuadros dinámicos pero pasajeros de la realidad cotidiana, los fija como tipos o como costumbres y va trazando con ellos un panorama.
Revivir su pasado y el de México fue para Guillermo Prieto la creación de un espectáculo, el inicio de una función y la prolija acotación de decorados y vestuarios para la representación de escenas, también llamadas cuadros. Los cuadros de costumbres que la memoria registra y la pluma reproduce para destacar el hecho de que en sus primeros años de vida independiente México ofrecía un espectáculo teatral. Sus Memorias dan cuenta de esa patria aún diamantina, inexacta y tambaleante cuya historia, es, asimismo, debido a un extraño malabarismo del autor, la historia de quien las relata.
El tiempo teatral en México, limitado por los años de 1825 a 1853, periodo abarcado por las memorias, se vuelve un tiempo sincopado, interrumpido y, por la misma forma de la descripción, un tiempo inmediato, captado en vivo, lo que dura la representación. En su obra, los acontecimientos se despliegan teatralmente, cuando se esbozan cada uno de los “cuadros de costumbres” y las escenas se repiten interminablemente, los personajes se visten y se enmascaran ante nosotros, y en su ruidoso carnaval hay una violenta festividad que se revela auténtica. Esta farsa de carnaval repetitiva y caótica, de tiempo literal cercenado por sus interrupciones, pero actuado en el presente que la memoria reproduce, es una gran commedia dell arte con sus juegos de improvisación y sus estructuras tradicionales, que a la vez la renuevan y la conservan. Tradición y ruptura, renovación y alegría en esa temporalidad anárquica que el país vive y revive en las memorias de Fidel, el famoso seudónimo que utilizó a menudo Prieto en sus escritos. Y cuando digo teatro me refiero a una concepción teatral explícita que va desde la declaración con que se inicia el libro hasta la utilización de la terminología referente al teatro en todas sus variantes.
Como lo explicaré más tarde, no es una casualidad que las más significativas novelas mexicanas del siglo XIX tengan como protagonistas a personajes marginados: el pícaro en El periquillo Sarniento (que empezó a publicarse por entregas en 1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi; los contrabandistas de Astucia, el Jefe de los Hermanos de la Hoja o los Charros Contrabandistas de la Rama de Luis G. Inclán (1865-1866), y los huérfanos y bandidos de Los bandidos de Río Frío (1889-1891) de Manuel Payno, y que esas mismas tres novelas se mencionen siempre juntas y reiterativamente en los juicios críticos de novelistas y críticos de finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Las tres novelas tienen como escenario épocas de confrontación política y caos: para Lizardi, las guerras que desembocaron en la independencia de la Nueva España en 1821, y para los otros dos, el periodo anárquico que México vivió debatiéndose entre dos tendencias en pugna, el proyecto federalista o el centralista, con la omnipresencia (fluctuante) del dictador Antonio López de Santa Anna, aunque ambos hayan escrito sus obras después: Inclán durante la Intervención francesa, en pleno Imperio de Maximiliano (su novela recibió el permiso de impresión del subsecretario de Gobernación de ese régimen) y Payno durante el Porfiriato (1880-1910), cumpliendo, resignado, su cargo de cónsul general de México en España. Y aquí es necesario reiterar las coincidencias antes subrayadas: tanto Lizardi como Inclán y Payno son admirados por su nacionalismo, presente sobre todo en las descripciones de personajes típicos, pero mayormente por su lenguaje coloquial, tan “mexicano”, aunque al mismo tiempo sean rechazados y hasta despreciados por ese mismo coloquialismo cuyo proceso de recuperación se incrementa con la reivindicación nacionalista que se produce después de la Revolución mexicana.
Manuel Payno pasó a la historia por haber escrito una de las novelas mexicanas más importantes del siglo XIX, Los bandidos de Río Frío, texto sorprendentemente vigente hoy y poco conocido fuera de México. Reitero lo que he dicho en el cuerpo mismo de mi texto: parecería que los sucesos allí relatados hubieran sido sacados de la prensa cotidiana actual y no de la prensa contemporánea al periodo cronológico que abarca su novela (más o menos situada entre los años de 1830 a 1836), por su sordidez, su escandalosa violencia, el estentóreo manejo que de ellas se hace, y sobre todo por la inepta soberbia con que los que gobiernan precipitan al país en la ruina. La novela habla, como su título lo indica, del bandidaje, los secuestros, la inseguridad en los caminos, la ineficacia de los transportes, los asaltos a mano armada, el contrabando, y sobre todo de la corrupción que penetra hasta las estructuras más profundas de la administración pública. México, país de folletín, como bien decía Carlos Monsiváis.
En su novela, así lo analizo en su momento, Payno recrea el pasado, reconstruye una sociedad que en apariencia ha desaparecido casi totalmente cuando la describe, recrea la etapa de la anarquía con su trasfondo indisoluble de huérfanos y bandidos, y al hacerlo demuestra que, en resumidas cuentas, las cosas en México no han cambiado plenamente. Insisto, para armar la trama de su inmenso texto épico pone en escena a un huérfano, un huérfano peculiar que representa al niño expósito, Juan Robreño. El periplo de Juan por la Ciudad de México y luego por el entonces inmenso territorio nacional, su breve pertenencia sucesiva a cada una de las clases sociales y oficios de ese México situado entre la Colonia y la República, su inserción en un tipo racial específico —hijo de una criolla y de un mestizo— le permiten ser el protagonista de un mito de origen, el de una nueva conciencia gestada penosamente a partir de 1821. Sin ese personaje, sin el esbozo de su figura, Payno hubiera sido incapaz de montar su mundo novelesco como una épica nacional. México, un país donde las estructuras de bandidaje demuestran ser indestructibles porque se apoyan en una carencia de origen que fatalmente, en aparente círculo vicioso, lo reengendran. La historia sucede, es una tensión real, al mismo tiempo un producto y un objeto, captado en el doble movimiento de una causa y su efecto, entre ellas la reiteración de un signo mítico. Esta escena podría también ser una simple historia de nota roja: lo es: se inscribe en el contexto del periódico decimonónico, hecho para atraer la atención con historias truculentas.
Astucia, la novela de Inclán, se inscribe en una corriente totalmente popular —marginada por lo tanto por los escritores oficiales—, describe sus experiencias personales en la época de la anarquía del general Santa Anna (que ocupa y desocupa la presidencia del país entre 1821 y 1855) y sus héroes son contrabandistas de tabaco, descendientes de los criollos insurgentes, protagonistas de una revolución popular traicionada, según ellos, a partir del triunfo del emperador Iturbide. La creación de una utopía instaura en la escritura un sistema de vida regido por leyes diferentes de las que imperaban en su época —la de los pronunciamientos y la anarquía—, leyes que muy bien pudieran haber sido dictadas por algunos de los antiguos insurgentes desterrados totalmente de la escena política y obligados a vivir fuera de la ley, pero en la novela son creadores de un gobierno que hubiera podido cambiar de manera radical la historia de México si los triunfadores de la Guerra de Independencia hubieran sido los caudillos del sur, mulatos como Guerrero o criollos como los Rayón. Este buen gobierno se resuelve en un arcaico patriarcalismo y la arcadia utópica acaba por destruirse, como lo analizo cuando hablo de este autor; en su lugar se organiza otra utopía, la de la familia primitiva, gigantesca, pero manejable, una patria modelo en miniatura que da lecciones de organización social y política a la verdadera patria convulsa y anárquica. El protagonista y sus amigos los charros son, en su mayoría, hijos de criollos insurgentes, liberales, cuyo destino histórico ha quedado trunco porque, según ellos, ganaron la Guerra de Independencia los caudillos equivocados; los charros aseguran que los que gobiernan, sobre todo durante la veleidosa y recurrente presencia del dictador resplandeciente, personajes ilegítimos de un mundo al revés que los charros tratan de enderezar en el ejercicio de su oficio de contrabandistas de tabaco, estableciendo con su conducta las reglas de un buen gobierno: cuando Lorenzo Cabello, en la segunda parte de la novela, es elegido jefe de los Hermanos de la Hoja con el nombre de Astucia o cuando en la tercera parte de la misma organiza un territorio modelo en el valle de Quencio, la tierra caliente de Michoacán, donde durante cerca de ocho años se construye un estado ideal presidido por el coronel Astucia, regido por un ideario liberal, apoyado en una ética que define la política, ordena la administración pública y combate la corrupción: para Inclán, un ideario político, una ética y una práctica que hubieran debido regir en todo el país si hubiesen gobernado los criollos insurgentes, es decir, gente de campo, como los progenitores de los protagonistas: los cinco rancheros que junto con Astucia se asocian con el nombre de los Charros Contrabandistas de la Rama. La vieja dicotomía entre campo y ciudad, entre artificio y naturaleza sigue rigiendo en su obra. Así concibe Inclán a la patria, una patria construida por los liberales, o los que para él hubieran debido serlo, aunque también se precie, en palabras de Astucia, de no pertenecer a ningún partido político. Se trata sin embargo de una solución parcial, de una patria concebida como una zona de contención, como un territorio acordonado para evitar que penetren los males del exterior y prevenir cualquier contagio; una isla donde ensayar soluciones parciales que quizá podrían algún día convertirse en universales para beneficiar no sólo a su región sino a la patria toda. Fernández de Lizardi satiriza al pícaro y Payno revela la complicidad que existió entre bandidos y gobernantes, en esa misma época en que Inclán desmontaba esa alianza para sustituirla por la utopía insurgente, permitiendo que los hijos de los guerrilleros se convirtieran en contrabandistas.
Recuérdese que los liberales ponían un gran énfasis en la educación femenina, para contrarrestar la enorme influencia que sobre las mujeres había ejercido el clero, ideario que Cuéllar seguiría defendiendo en sus novelas escritas durante el Porfiriato, en las que fustigaba la disolución familiar producida por el surgimiento de una economía suntuaria y de consumo. Durante el Porfiriato la función de la literatura como forjadora de nacionalidad pasa a segundo plano, es la ciencia la que ocupa el lugar primordial con su ideario positivista. Es significativo que Cuéllar siga llamán-doles fisiologías a sus esbozos de personajes mexicanos, pues inconscientemente se adecuaban a los propósitos positivistas de los “científicos”, figuras prominentes de la sociedad porfiriana, término que desde tiempo atrás se había utilizado en Francia, como en las famosas Fisiologías de Balzac y de muchos otros escritores, como lo anota Walter Benjamin en su Libro de los Pasajes.
Cuéllar es un escritor citadino, y su ciudad es México, un México que se inicia en la modernidad como muchas otras ciudades de América Latina. La primera serie de textos de La linterna empieza a publicarse en 1872, época de la consumación del proyecto liberal, y la segunda serie corresponde a la época en que se consolida la paz, se inicia el progreso material del país y, por tanto, la transformación del concepto de lo urbano. Las continuas reediciones de sus novelas dan cuenta de su popularidad entre lectores de una incipiente clase media y avisan de una nueva preocupación que contrasta con las novelas de otros periodos que comunican una visión totalizadora —épica— del país, aún presente en la impresionante novela de Manuel Payno ya citada, Los bandidos de Río Frío (1889-1891), inmenso fresco donde todas las clases sociales aparecen en su deambular cotidiano, cubriendo mediante una enorme y amplia gama de personajes todos los aspectos de la vida popular mexicana; novela publicada casi al mismo tiempo que los textos de Cuéllar, intimistas, fragmentarios, fugaces, fotográficos y escritos con el objetivo específico de denostar las nuevas costumbres que sustituían a las viejas, esas costumbres que tan bien describieron sus antecesores. Pero su nostalgia, ese contraste entre lo que fue y lo que es, esas crónicas rápidas de personajes y formas de vida que detesta, nos ofrecen uno de los retratos más acabados y valiosos de una época, sólo igualados por los de Manuel Gutiérrez Nájera y quizá Ángel del Campo, quienes en sus crónicas y en sus cuentos retratan la ciudad sin los pruritos moralizantes que atormentaron a Cuéllar.
Las convulsiones en las que el país se vio sometido antes de la instauración del Porfiriato organizaron, piensa Cuéllar, un vasto “tejido de peripecias, de viajes, de transformaciones y aventuras que constituyen la de un número considerable de individuos cuyo modo de ser está ligado a la agitación y trastornos públicos en que ha estado nuestro país durante largos años”. Durante el periodo de la anarquía esos especímenes humanos se colocaron en los intersticios del desorden, pero con la estabilidad porfiriana se constituirán como elementos parasitarios asociados a cualquier estructura que durante un tiempo pudiera ofrecerles alguna estabilidad. Espacios privados pero no de intimidad, sino de promiscuidad, una promiscuidad acarreada por la desintegración de la familia nuclear, cristiana, muchas veces rural. En varios textos de Cuéllar la gente que el campo expulsa o que la ciudad atrae no encuentra un verdadero acomodo en la metrópoli, que altera sus estructuras y corrompe su moral, y donde las familias fascinadas por una economía suntuaria se prostituyen y convierten a sus mujeres en objetos de consumo. En las operaciones artificiosas que permiten reconstruir a la ciudad se incluye también un proceso de estetización que produce una belleza femenina a la medida de esa modernización; en pocas palabras, al tiempo que la ciudad se reconstruye y se ensancha, se reconstruye también a la mujer, adecuándola al nuevo concepto de urbanidad. En La Linterna erigiría ese sistema de educación popular, traducido en sentencias moralizantes, en reprimendas ejemplares. A pesar de sí mismo, sin embargo, y como resultado de la extraordinaria finura de su mirada, de su capacidad para mimetizar el lenguaje popular, de su pericia para desenmascarar la intimidad, su obra es un perfecto ejemplo de un discurso que se subvierte a sí mismo por la superposición de dos intenciones que se contraponen: una, consciente y vuelta epidérmica por su banalidad moralizante, y la otra, aunque a veces fragmentaria, expresa con un alto grado de conciencia y reflexividad las características del periodo que intentó hacer desaparecer con sus flagelos.
Al finalizar el siglo, las principales novelas realistas cambian el enfoque y la mayoría presenta personajes femeninos a quienes desclasa la nueva sociedad urbana en vías de industrialización; no es otro el esquema de novelas como La rumba de Ángel de Campo y Santa de Gamboa. Ambas se “pierden” por razones diversas, pero coinciden en su intento por abandonar un medio social cuyo esquema familiar es aún provinciano. En una ciudad que se transforma, las jerarquías empiezan a alterarse desde la base. La mujer, siempre objeto, se convierte ahora en objeto de consumo y así textualmente la describe Cuéllar.
Santa es una novela popular mexicana. Desde su publicación en 1903 hasta 1939, año de la muerte de Gamboa, la obra había alcanzado el estratosférico tiraje —para México— de 65 000 ejemplares. Demuestra que Santa no sólo vivió de su profesión y murió por ella, sino que hizo la fortuna de Gamboa y hasta la de Agustín Lara (recuérdense “Santa”, “Aventurera”, “Mujer”). Es más, después del derrocamiento del Porfiriato, su creador habría vivido en la miseria si su personaje no le hubiera seguido reportando ganancias como se las había producido a la casa de Elvira, por lo que puede decirse que Gamboa fue su gigoló como Zola lo fue de Nana, Alejandro Dumas de Marguerite Gautier y Prévost de Manon Lescaut. Gamboa lo confesaba abiertamente a pesar de su puritanismo moralista. Y en efecto, el cuerpo femenino, y especialmente el cuerpo femenino prostituido, permite canalizar literalmente, como los desagües y las alcantarillas, todas las lacras sociales: opera a manera de desinfectante social: la prostitución como el antídoto contra otros males, la prostituta como cuerpo nefando y pútrido que contamina pero que al mismo tiempo preserva a la especie, imágenes todas que abundan en la novela de Gamboa.
Una curiosa y significativa entrada en un tomo de su Diario es la del 14 de febrero de 1902, también la citó en el cuerpo del texto, aquí la reitero:
Al filo del mediodía, alcanzó término y remate la novela de mi pobre pecadora Santa. Si a augurios vamos, el libro vivirá […] Notificada mi mujer de la terminación de mi obra, va hasta mi mesa, sirve dos copas, y solos ella y yo, brindamos porque Santa llegue a vieja, y con la narración de su endiantrado vivir nos agencie montañas de pesos, toda la cordillera de que habemos menester para que subsistamos sin servir a reyes ni roques.1
En el primer capítulo de la segunda parte de mi libro frecuento a varios viajeros que desde 1821 se aventuraron a recorrer los peligrosos y mal trazados caminos de la flamante y recién estrenada República mexicana. Como reitero allí, numerosos son los motivos por los que recorren el país; algunos son abiertamente políticos como los de Joel Poinsett o Albert Gillian, cónsules de los Estados Unidos en México, interesado el primero en aumentar el territorio de su país, comenzando por Texas. Otros viajan por brechas, cruzan ríos, están a punto de morir de sed y conviven fraternalmente con las poblaciones indígenas que pueblan regiones lejanas e inhóspitas y poco frecuentadas del entonces enorme territorio mexicano, como es el caso de Hardy, quien vino desde Inglaterra con el objeto de formar una compañía coralera; fracasó, pero recorrió zonas maravillosas y describió sus experiencias con minucia. También los negocios y el afán de invertir en el país atraen a Basil Hall y Morelet y Stephens; vienen imantados por los sitios arqueológicos; Beltrami, simplemente por el placer de viajar y de correr peligro; Vignaux es uno de los aventureros que formaba parte de la expedición filibustera del conde de Raousset-Boulbon que intentó conquistar Sonora.
Viajar por México significa por ello exponer la vida y la fortuna, o quizá ganarse la lotería. Llegar a Veracruz o a otro puerto de la República, podía significar tal vez caer presa de los escollos que acechaban a las naves. Salvarlos, entrar en una tierra donde las enfermedades, por ejemplo el vómito negro que los mataba sin darles tiempo a saborear las delicias tropicales. Salir ileso de la plaga, entrar a las viejas carreteras o brechas trazadas por los españoles y abandonadas o destruidas durante la Independencia, para soportar el mal trote de los carruajes incómodos. Las bellezas del paisaje retribuían al viajero de todas sus molestias, pero las sombras del camino a lo mejor ocultaban a los bandidos que esperaban el momento propicio para apoderarse de sus presas. Si, por el contrario, la jornada transcurría normalmente, solía pasar la noche en los sucios mesones situados a lo largo del camino, para malcomer y maldormir rodeado de bestias de carga, arrullado por el zumbido de los mosquitos y devastado por los insectos que pululaban.
El México que la Independencia descubrió ante los ojos de los visitantes extranjeros era fascinante y caótico; país maravilloso, por fin “abierto” a las miradas de los viajeros que se atrevieran a recorrerlo, esgrimiendo en sus manos el hacha de doble filo que alternativamente los convertía en fieros conquistadores o en prácticos robinsones altivos y soberbios, contemplando una región virgen pero contaminada.
México desplegaba sus bellezas exóticas, se seguían en muchos casos las huellas del Gran Viajero, el barón de Humboldt, mentor de varios de los viajeros; los más hacían correr de boca en boca la leyenda de las riquezas inagotables de nuestras minas y nuestro suelo, de la belleza inconmensurable de nuestros valles, los ardientes ojos de las mexicanas y sus bellos piececitos.
Una doble leyenda circulaba sobre México hacia 1850. La precisión estadística y geográfica se une a la exageración que provoca ambiciones desmedidas: tierra rica cuyas montañas exudan el oro y la plata, como los árboles de los cuentos de hadas producen frutos de piedras preciosas; territorio maravilloso que acoge todas las culturas de distintos climas; el trigo y el maíz crecen hermanados a la vid, la caña y los manzanos; corrientes subterráneas derraman su savia sobre la tierra transformada en Canán de leche y miel.
La leyenda negra siempre renacida entenebrece este bello panorama, como lo indicaré en su lugar. Las razas mestizas impuras, la mezcla indigna de españoles e indios es incapaz de gozar de sus riquezas y se hunde en la degeneración. Una emigración debe traer la sangre nueva que habrá de purificar la mezcla y elevar una barrera latina contra la invasión anglosajona del destino manifiesto en Texas. En esta vertiente se esboza un cuadro en el que se habrá de insertar, sin gloria, la expedición del conde de Raousset-Boulbon a Sonora.
México no sólo pierde una parte importante de su territorio como consecuencia de la guerra de Texas: numerosas secuelas prodigan los problemas. El tratado de Guadalupe-Hidalgo, celebrado en 1848 entre México y los Estados Unidos, amenaza aún la integridad nacional a pesar del convenio establecido para proteger la frontera, desprotegida del lado mexicano, y comanches y apaches invaden Sonora, Chihuahua, Durango y Coahuila y para 1852 se despueblan casi totalmente Sonora y Chihuahua. La población rural se dirige a California atraída por la fiebre del oro e impulsada por la ruina que los indios precipitan. A manera de contracorriente, los aventureros que California ha imantado y no han tenido ningún éxito en ese nuevo estado de la Unión Americana contemplan el espejismo de una Sonora abierta para ellos y abandonada por sus habitantes.
Para esos franceses, “rabiosos de miseria”, como los llamaba el propio Raousset, no existía mejor espejismo y el conde empieza a madurar su sueño preparando su advenimiento al Nuevo Mundo vistiendo de nuevo la armadura que hizo invencible a Hernán Cortés. Cuadro plástico y lleno de color local; se perfila nítidamente en dos direcciones: primero, un país admirable; luego los objetos y sujetos que lo pueblan. Objetos intercambiables, paisaje inalterable: hombres degradados; raza envilecida, primitiva y salvaje: suelo soberbio; tierra de promisión envilecida también por ese contacto abyecto. Resurge la idea de la raza latina en decadencia y la de Francia como promotora de su resurrección. De la visión plástica, romantizada, que moviliza ensueños de grandeza, se pasa a la actitud interesada, típicamente burguesa, que insiste en impulsar la productividad latente de esa comarca pródiga.
La aventura de Raousset fue un simple remedo, un folletín con final infeliz, pero también un preámbulo para la Intervención francesa.
Es bien conocido: el exotismo es teoría de la evasión y resumen de nostalgias que reviste peculiar expresión en la Francia romántica, en la Francia que definen las figuras de Chateaubriand y Alfred de Musset. La concepción del paisaje como paraíso del hombre civilizado y la figura heroica del buen salvaje enmarcada en llanuras y bosques redentores se unen a la admiración que siente el vizconde, y que Europa comparte, por la nueva democracia estadunidense, punto de convergencia de otro exotismo, el histórico, el que vuelve los ojos a la democracia griega con sus ideales preclaros y a la virilidad y el vigor romanos. En el mismo territorio hay salvajes nobles, naturaleza virgen e instituciones democráticas. ¿Qué más puede pedirse?
La decadencia de Francia y de las razas latinas es la causa de la enfermedad que destruye a Musset y a los jóvenes franceses; es la melancolía y la postración, el desfile de las heroínas blancas como camelias, de los jóvenes duelistas de ojos grandes y enfermizos que se matan por indiferencia, en plena nostalgia de un pasado destruido y sin esperanzas de un futuro que los libere. Esta indiferencia, este aburrimiento conducen a una inercia que sólo podrá romperse con un acto heroico: la restauración del pasado napoleónico capaz de devolverle a Francia su grandeza perdida y lograr rehabilitar las razas latinas.
Ese sentimiento de obligatoriedad —la necesidad imperiosa— se vuelve el origen de otra premisa que se esgrime a diestra y siniestra, como se explicará de manera más amplia después. Los recursos de un país deben aprovecharse y si los mexicanos son incapaces de hacerlo, esas riquezas no les pertenecen y la explotación racional y organizada del territorio fértil que les ha tocado en suerte debe caer en manos firmes y maduras. México mismo exige su salvación.
Pero las cosas no fueron tan fáciles. La primera dificultad a la que se enfrentaron las tropas francesas en tierras mexicanas fue el clima insalubre, sobre todo en la región de Veracruz; muchos soldados perecieron en epidemias de fiebre amarilla, inmolados a las delicias tropicales de la “tierra caliente” sin poder nunca ver la “tierra templada” y las riquezas mexicanas tan celebradas. Si lograban cambiar de clima y pasar a regiones más amables, se encontraban frente a frente con la guerrilla mexicana que diezmaba sus tropas. De esa forma parecían destruirse dos de las principales condiciones que estaban en la base de la tesis que aseguraba una rápida conquista del territorio mexicano por las tropas francesas: ciertamente, el país era rico, fértil, maravilloso, pero también maligno y pernicioso para quien no vivía allí. El ejército estaba desorganizado, pero una armada regular no podría oponerse en territorio desconocido a una guerrilla dispersa pero eficaz; en efecto, la anarquía propiciaba la guerrilla, la mejor forma de combate contra un ejército de ocupación, y resultaba la prueba más evidente de que los mexicanos negaban en su mayoría el pretendido voto popular para imponer con éxito una monarquía.
1 Federico Gamboa, Mi diario (1901-1904), vol. III, México, Conaculta, 1995, p. 89 (Memorias Mexicanas).
Primera parte
CALEIDOSCOPIOS, RETRATOS Y PANORAMAS
Gracias a la paciencia, constancia y entusiasmo de Boris Rosen nos es posible contar con la mayor parte de los tomos que forman las Obras completas de Guillermo Prieto, hasta ahora desperdigadas en publicaciones periódicas, viejas ediciones agotadas y archivos desconocidos. Podremos ya hablar con más propiedad y claridad de esta magna obra que, como decía Carlos Monsiváis, se presenta como uno de los posibles resúmenes imprescindibles del siglo XIX
Me limitaré aquí a hablar de Memorias de mis tiempos. Cada vez que lo releo para analizarlo me preocupa su estructura y vuelvo a preguntarme qué es lo que da unidad a esos apuntes, para muchos “un desordenado borrador” que en 1906 ordenara para su publicación don Nicolás León. En lugar de explicar el libro y en involuntaria mimetización de Prieto, muchas veces se corre el riesgo de simplemente enumerar los temas, los personajes, las situaciones que el autor coloca ante nosotros en su insaciable curiosidad enciclopédica o su necesidad angustiosa de no dejar nada fuera de la escritura. Hay sin embargo algunas constantes que hilvanan sus materiales, trazan un hilo conductor, les dan estructura y explican también el sentido de casi toda su prosa, los cuadros de costumbres, el retrato político, la teatralidad…
Prieto habla en el prólogo de su Viaje a los Estados Unidos de sus juegos de infancia y su gusto por los caleidoscopios, esas cajitas de vidritos, y en las Memorias alguna vez se refiere a la linterna mágica como instrumento narrativo, mismo que habrá de ser utilizado después y de manera tan especial por José Tomás de Cuéllar, no sin razón llamado también, como Fidel, escritor costumbrista. Prieto sabe muy bien lo que quiere hacer y a menudo él mismo se encarga de explicárnoslo con intercalaciones textuales, a manera de reflexión: “¡Buen chasco se lleva quien busque en este libro observaciones profundas, estudios serios, animadas descripciones, sino en descolorida imitación los vidritos del cuento… Es decir se trata de charla, y charla tendrán los que quieran comprar esta cajita de vidritos”.1
Como ya lo decía en el prólogo casi con las mismas palabras, una cajita de vidritos permite visualizar, gracias al doble diminutivo y a la movediza consistencia de la visión, un relato desmenuzado, expuesto a una constante fragmentación y a un incesante devenir, y por tanto a cambios imprevistos de foco, esbozos rápidos, deslumbramientos, bosquejos inacabados. Esta manera de mirar es sistemática y constituye una norma de organización del relato. Como en los pintores o los grabadores de ese tiempo, el ojo del narrador contempla cuadros dinámicos pero pasajeros de la realidad cotidiana, los fija como tipos o como costumbres y va trazando con ellos un panorama, algo que se extiende ante nuestros ojos con rápidos brochazos, sin ánimo de profundizar puesto que carece de un sistema de selección muy definido: se capta todo lo que alcanza la mirada y el conjunto se construye con base en fragmentos, gentes o situaciones encontrados por casualidad —o por costumbre—, y se conforma un rápido y certero esbozo a vuelo de pájaro.
Al hablar de los antecesores de Baudelaire, Walter Benjamin explica: “Un nuevo género literario ha abierto sus primeras intentonas de orientación (en el siglo XIX). Es una literatura panorámica. Esos libros consisten en bosquejos, que con su ropaje anecdótico diríamos que imitan el primer término plástico de los panoramas e incluso, con su inventario informativo, su trasfondo ancho y tenso”.2
Los vidritos conforman tipos, esos tipos pintorescos que en sus cuadros de costumbres se dibujan en su apariencia visual y en sus comportamientos; un ejemplo, al azar, don Onofre Calabrote:
El empinado sombrero cae ahora con gracia sobre sus sienes; su chaqueta no ha sido ingrata al cepillo; el pantalón modesto, ni aun roza el empeine de su pie; y esa bota, ahora café y melancólica, pronto recibirá en el Progreso el brochazo de regeneración. ¡Vedlo! Un cirial parece su paraguas con funda: si abulta una de sus bolsas, es el paliacate sumamente doblado que conduce. El tesoro va hundido en la bolsa del costado.3
Y los tipos mexicanos son reproducidos asimismo por los pintores o los litógrafos, muchos de ellos viajeros extranjeros (Linati, Rugendas), y también por los escritores costumbristas como Guillermo Prieto, que en estos cuadros ha elegido representarlos literalmente encuadrados por la descripción que los aísla de los otros tipos y les da una fisonomía y un apodo estereotípicos. El mismo sistema organiza las tradiciones populares descritas como pequeños apartados dentro de sus cuadros de costumbres; por ellos desfilan los días de fiesta, los años nuevos, las posadas, las navidades, la semana santa, los días de corpus, pues muchas de esas tradiciones son festividades religiosas de las que participa toda la población en curiosa y aparente confusión de clases. También reseña las corridas de toros, las funciones de teatro, las de ópera y ¡los pronunciamientos!
El uso sistemático de retratos es otro elemento indispensable tanto en las memorias como en los cuadros de costumbres y los viajes. Prieto es un gran retratista: nos ha dejado notables descripciones de las grandes figuras que hicieron la historia del México en que transcurrió su existencia, casi todo el siglo XIX. Veamos la prosopografía de dos miembros de la Academia de Letrán, es decir su descripción física; primero el poeta Ignacio Rodríguez Galván: “El aspecto de Ignacio era de indio puro, alto, de ancho busto y piernas delgadas no muy rectas, cabello negro y lacio que caía sobre una frente no levantada pero llena y saliente; tosca nariz, pómulos carnudos, boca grande y unos ojos negros un tanto parecidos a los de los chinos”.4
En cambio, Manuel Carpio, el poeta católico, es de
estatura regular (plagio de filiación de soldado), frente alemana y calva con un rosquete de cabello sobre la región frontal, ojos azules, apacibles y melancólicos, ropa holgadísima: frac, pantalón azul y chaleco blanco; continente grave, el cuello como embutido en su ancha corbata blanca. El habla clara y sentenciosa, con un acento especial. Tenía la manía de alzarse de la pretina los pantalones constantemente, cuando estaba de pie… [p. 152].
Más interesante es la etopeya o descripción moral de un político, especialmente si se trata del inefable general Santa Anna:
Santa Anna era el alma de este emporio del desbarajuste y de la licencia.
Era de verlo en la partida, rodeado de los potentados del agio, “dibujando” el albur, tomando del dinero ajeno, confundido con empleados de tres al cuarto y aun de oficiales subalternos; pedía y no pagaba, se le celebraban como gracias trampas indignas, y cuando se creía que languidecía el juego, el bello sexo concedía sus sonrisas y acompañaba a Birján en sus torerías.
En el juego de gallos era más repugnante el cuadro, con aquellos léperos desaforados, provocativos y drogueros, aquellos gritos, aquellas disputas y aquel circular perpetuo de cántaros y cajetes con pulque.
Allí presidía Santa Anna diciendo que proclamasen la chica o la grande, cuidando que estuvieran listos los mochilleres y que saliera vistosa la campaña de moros y cristianos [p. 363].
Los retratos físicos o prosopografías tienen un gran interés, forman una galería de personajes de nuestra historia que podemos apreciar como si estuvieran pintados, es decir configuran un museo del retrato hablado. Pero si bien es posible darse cuenta de muchas cosas admirando sólo la fisonomía de los personajes, su verdadera personalidad es la etopeya, misma que en Prieto acompaña, invariable, a su pormenorizada descripción; en esta serie de cuadros la vivacidad de una escena o de una anécdota se interrumpe cuando nos revela un acontecimiento de la vida nacional. Y la etopeya es fundamental; en realidad diseña las “fisiologías”, tan en boga durante la primera mitad del siglo XIX en Francia. “En 1841 —dice Benjamin— se llegó a contar con setenta y seis fisiologías” (p. 50) y, luego advierte “que la vida sólo medra en toda su multiplicidad, en la riqueza inagotable de sus variaciones” (p. 51). Las fisiologías vendrían a ser una forma de observar, sin reflexionar demasiado sobre ellos, los cambios que se van perfilando en una sociedad, en sus personajes, en sus calles, en sus actividades cotidianas o en las extraordinarias, pero aunque se construyan retratos es necesario activarlos, vivificarlos, como en las cajitas de vidritos donde es necesario reacomodarlos para que las figuras digan algo. Prieto llegó a cultivar las fisiologías, por ejemplo en El placer conyugal y otros textos similares:5 la fisiología o anatomía de un personaje o de los tipos o costumbres se congela y nos remite a especímenes científicos interesantes, dignos de contemplación pero ya muertos, como las mariposas coleccionadas y clavadas con un alfiler en las cajas de los coleccionistas, objetos bonitos, objetos curiosos, y como tales, cercanos a los caleidoscopios que pueden, si queremos, constituir y revivir lo que el ojo ha captado morosamente por curiosidad.
A pesar de que a veces se nos antojan ingenuos o sentimentales, los cuadros de Prieto tienen una gran fuerza política y moral; remiten a una sátira de las costumbres y a una energía política que desnuda a una sociedad y revela las amenazas y violencias a las que se la somete. Y esta faceta oculta sólo se potencia mediante la teatralidad.
La sociedad como teatro
La gran perspicacia de Prieto fue advertir que la sociedad mexicana era fundamentalmente una sociedad teatral, tema que desarrollaré con mayor amplitud más adelante. Esta característica sólo pudo advertirla de manera cabal al observarla desde la distancia que le daba el tiempo: es justamente su carácter de memoria lo que le da al texto su singularidad. Contemplado con los ojos del recuerdo, el México que Prieto nos entrega es un México ya pasado; sus memorias, escritas en pleno Porfiriato, se sitúan en una perspectiva totalmente diferente; se trata de una sociedad casi totalmente modificada por el orden, el progreso y la dictadura, una sociedad histórica que sin embargo en el origen fue la que recuerda Prieto.
Este libro aparentemente confuso y desordenado —porque no tuvo tiempo de dejarlo listo para la imprenta— y que sin embargo se ha convertido en un clásico del siglo XIX, tanto como Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno o Astucia de Luis G. Inclán, suele recordarnos de manera casi exacta lo que ya antes había escrito en textos hechos para ser publicados de inmediato o casi de inmediato: sus viajes, sus cuadros de costumbres, algunas de sus poesías líricas. Y es así en cierta medida: se trata del mismo material humano, los mismos acontecimientos históricos, los mismos paisajes ya transformados en el Porfiriato: el motín de la Acordada, la invasión de Barradas, los continuos cambios en la presidencia, la fluctuante presencia del general Santa Anna, la Guerra de los Pasteles, la rebelión de los polkos, la terrible invasión norteamericana. En las memorias reproducía una sociedad en parte liquidada pero que había engendrado a la República Restaurada, permitido la Intervención francesa y dado a luz al Porfiriato, perspectiva de la que carecían sus textos anteriores, esos textos producidos al calor del momento, de la frescura de la mirada o de la vivencia del hecho relatado de inmediato. Encuentro entonces que la única coherencia, el verdadero hilván, el movimiento brusco que ordena la cajita de vidritos es la verificación de que todo en México tenía un carácter teatral.
Prieto se dio cuenta cabal de ello; por eso inicia su texto con una alusión a la teatralidad de pleno,6 su mundo infantil, un mundo idílico, el del nacimiento del México independiente y su propia entrada a la vida, en una época en que no había desaparecido aún la estructura del sistema colonial, con su aire falso de lo bucólico y lo protegido.
El mundo teatral se descompone en géneros: de la pastorela y el coloquio se pasa a la comedia de capa y espada, luego a la zarzuela, a la pantomima, al teatro de títeres, a la farsa, al sainete, a lo operístico, y por fin, de 1846 a 1855 y de 1863 a 1867, a la tragedia:
La agitación cundió violentamente, los mismos empleados del gobierno y los propios soldados eran propagadores de la revuelta... El poder se arrastraba con convulsiones impotentes, y Santa Anna, en medio de su embriaguez de suficiencia y de mando, persistía en su desprecio al pueblo y en su confianza absurda en la fuerza.
A las noticias del pronunciamiento... las corrientes de gente se engrosaban por momentos hasta desaparecer el suelo, saltar sobre las rejas de las ventanas y columpiarse en los pies de gallo de los faroles del alumbrado.
Semblantes desaforados, ojos de locura, aullidos de fiera, carcajadas de orgía, sombreros de petate y sorbetes agitándose en el aire, cabelleras desgreñadas, ruidos indefinibles, todo como que surgía en borbotones entre un bosque movedizo de palos, fusiles, espadas, martillos y no sé cuántas cosas más.
La multitud rabiosa se dirigió al teatro y demolió en un instante la estatua de yeso erigida a Santa Anna.
Corrió furibunda al panteón de Santa Paula y con ferocidad salvaje exhumó la pierna de Santa Anna, jugando con ella y haciéndola su escarnio.
A la estatua de Santa Anna que estaba en la Plaza del Volador la pusieron en tierra, apeándola sin saberse cómo de su alta columna.
MEMORIAS DE MIS TIEMPOS:REPRESENTATIVIDAD DE UNA REALIDAD TEATRAL
Este libro se inicia con estas significativas palabras:
Suelen los autores de comedias de magia, después de agotar su imaginación en vuelos imposibles, transformaciones milagrosas, abismos que se abren para descubrir palacios encantados, enanos que danzan, brujas que se desenvainan de un saco tenebroso y aparecen ninfas seductoras, lluvias de fuego y orgías de infierno, dar cuna y remate a sus fantásticas creaciones con una vista que llaman de gloria, porque en efecto, parece descender la gloria al suelo […] arrobada el alma, flota, sueña, se encanta y deleita como desprendida de todo lo terreno; y cuando el telón cae y desaparece la visión, caemos, como despeñados, a la triste realidad, sintiendo tristeza y desdén por cuanto nos rodea […] He aquí el cuadro de las impresiones de mis primeros años al despertar a la vida …
Revivir su pasado y el de México es para Fidel la creación de un espectáculo, el inicio de una función y la prolija acotación de decorados y vestuarios para la representación de escenas, también llamadas cuadros. Los cuadros de costumbres que la memoria registra y la pluma reproduce hacen literal un acontecer teatral desplegado en todos los niveles: la vida nacional es el gran teatro de México: es teatro el cólera morbo, es teatro el populo bárbaro, como Prieto se obstina en llamarlo; es farsa la política y lo son sus pronunciamientos, y su máximo actor de carácter es don Antonio López de Santa Anna, a la vez el más grande creador de sainetes que la patria haya producido. Y es necesario reiterarlo: las memorias de Prieto cubren una temporalidad muy definida, la de su infancia y juventud, que al mismo tiempo son la infancia y juventud del país, la época de la anarquía, desde la Independencia hasta la invasión norteamericana, aunque se reseñen también algunos acontecimientos posteriores.
La Guerra de los Pasteles (1838) se vuelve guerra de títeres; los pronunciamientos y la anarquía son zarzuelas; los juegos de monte y sus flores de albures, las corridas de toros y los palenques de gallos forman el más alegre y dispendioso escenario para procesiones, paradas y saraos. La ópera y la comedia romántica son la vida de la nación, y los políticos, al participar en ella, confunden las vicisitudes de su profesión con las de la farándula. Los cafés de moda ofrecen la función con sus calaveras, sus oradores, sus viejos verdes y sus actrices favoritas.
El tiempo teatral en México, limitado por los años de 1825 a 1853, periodo abarcado por las memorias, se vuelve un tiempo sincopado, interrumpido y, por la misma forma de la descripción, un tiempo inmediato, captado en vivo, lo que dura la representación. Esta cronología literal se apoya en la teatralidad que implica, y se inicia con cada “cuadro de costumbres” y se disuelve en la digresión de una memoria que hilvana sus recuerdos al influjo de la libre asociación. Las escenas suelen repetirse desde otros ángulos; los personajes se visten y se enmascaran ante nosotros, y en su ruidoso carnaval hay una violenta festividad que se revela auténtica. Esta farsa de carnaval repetitiva y sincopada, de tiempo literal cercenado por sus interrupciones, pero actuado en el presente que la memoria reproduce, es una gran commedia dell arte con sus juegos de improvisación y sus estructuras tradicionales, que a la vez la renuevan y la conservan. Tradición y ruptura, renovación y alegría en esa temporalidad anárquica que el país vive y revive en las memorias de Fidel, el famoso seudónimo que utilizó a menudo Prieto en sus escritos. Y cuando digo teatro me refiero a una concepción teatral explícita que va desde la declaración con que se inicia el libro hasta la utilización de la terminología referente al teatro en todas sus variantes. Esa terminología designa pero se apoya también en un tipo de lenguaje que organiza un discurso originado en la teatralidad, aunque fuera la somera descripción de una función de teatro en sus distintos géneros —desde la ópera hasta el teatro de títeres—, con sus actores y comparsas; o un discurso histórico que pone en escena figuras nacionales o sucesos ocurridos en ese periodo de la historia patria, como si esas figuras y esos acontecimientos históricos mismos estuvieran organizados y representados a manera de espectáculo teatral. La vida cotidiana es teatralidad como bien puede advertirse en la liturgia eclesiástica que proviene de la época colonial y aún subsiste en esa primera mitad del siglo XIX: la celebración de una procesión en honor de un santo patrono, la profesión de una monja, el nombramiento de un alto prelado, el entierro de un personaje importante, las celebraciones patrias; asimismo las reuniones frente a una pulquería, la riñas entre la gente que habita una vecindad de medio pelo, una aristocrática comida, un drama de venganza o de celos, o una escena de nota roja se presentan en su máxima representatividad, con sus actores y su público, sus entradas y salidas de escena, los aplausos entusiastas o los abucheos denigrantes. Prieto vive especularmente su propia época y esa operación lo desdobla: es actor y espectador de su propia historia, historia donde la intimidad se representa en un amplio escenario siempre habitado por actores —ya sea la gente común y corriente o los actores profesionales—, escenario contemplado por unos espectadores que a menudo se convierten casi sin transición asimismo en actores: en suma, parecería que los acontecimientos se representaran siempre en el ámbito público descartando cualquier idea de intimidad que correspondería al ámbito de lo privado, en apariencia inexistente entonces. Tiempo sincopado e inmediato, el de una mirada, la del espectador que fue actor —quien escribe—, que en la memoria se visualiza a sí mismo como testigo privilegiado del inicio de una historia, la de la nación que empieza su vida independiente como un bebé de pecho, y que, paulatinamente, después de andar a gatas, intenta caminar sin tambalearse, identificando al niño que Prieto también fue —integrado al texto desde su primera infancia— con esa misma patria cuyo acontecer vital se visualiza como un drama escrito y acotado, vuelto a representar incesantemente ante sus ojos, insisto, los de un espectador desdoblado en actor que rehace cotidianamente las escenas de un mismo drama en ensayo reiterado. Gracias a la memoria se escritura la patria durante el tiempo de la representación.
Pero, por obra y gracia de lo escrito que rememora el pasado, este actor desdoblado en espectador y dramaturgo es a la vez el testigo implacable de otra vida nacional que sólo puede contemplarse desde fuera como público y nunca como participante. Fidel es actor en las representaciones literarias, en los pronunciamientos políticos, en las gestiones oficiales, en los oficios burocráticos, en la elaboración de planes políticos, en la educación. Es espectador cuando mira al pueblo desde arriba, considerado como populacho, habitando su mismo territorio pero en cierta medida ajeno a él. Debo subrayar un hecho: la estrecha cercanía que hacía convivir a todas las clases sociales en un mismo tiempo y espacio, gracias a una vieja tradición originada en la Colonia, la de la vida fastuosa de la ciudad durante las ceremonias y celebraciones religiosas o políticas jamás anula por completo las jerarquías que las separaban tajantemente entre sí, las que la sociedad de castas había troquelado en el cuerpo social. En el relato de Prieto se marca, con todo, una fisura en ese esquema gestado durante la Colonia: la revolución de independencia provoca una movilización social de la que Prieto da cuenta.
Intentaré descifrar los rituales y gestos que preparan la representación y esbozan al mismo tiempo una forma de vida nacional concebida como teatro en toda su riqueza y con sus prodigiosos matices.
El teatro social
El periodo de tiempo que Fidel describe en sus memorias es el que abarca su primera juventud, pero también la primera juventud del país, lo reitero. México nace como nación independiente cuando Fidel nace a la vida. Ambos nacimientos son visualizados como un mismo acontecer. El colorido mágico de la comedia de ensueño que románticamente abre las puertas de la memoria parece ser la juventud vivida como paraíso en la intimidad familiar, aunque exista a la vez una conciencia muy clara del país anárquico en que México se ha convertido al iniciarse su vida independiente; en realidad una epopeya degradada y convertida en sainete. Vuelvo a subrayar que no se trata solamente de una sociedad teatral y teatralizada; el discurso mismo está constituido por vocablos y expresiones que provienen del lenguaje teatral. Casi podríamos decir que el texto se concibió a manera de una gigantesca acotación escénica. Esa vida colorida, espectacular, funambulesca, se representa hasta en los trajes de los moradores del entonces inmenso territorio nacional; trajes suntuosos, variados, imaginativos; contrastan con los sombríos y más bien luctuosos atavíos que se empezaron a usar en la segunda mitad del siglo, uniformándolo todo bajo la idea de progreso.
Lucían entonces para el militar los deslumbradores entorchados y las pintorescas charreteras; el fraile lucía los pañuelos de puntas de chaquira hechos por las delicadas manos de las hijas de confesión; el juez ostentaba su bastón con borlas; los catrines sus vuelos encarrujados y sus dolmanes con alamares; los charros sus cueros ricamente bordados, y las chinas sus encarnados castores sembrados de lentejuelas como estrellas, sus puntas enchiladas y sus zapatitos color de esmeralda, con mancuernas de oro y palabaja a raíz de la piel de piñón.7
El espectáculo de la calle es ya en sí mismo decoración; basta salir de la casa para presenciar una función de teatro, y hasta en una fonda ordinaria Prieto descubre en el dueño del local a un director de escena (p. 80). De un simple café nos dice: “… era un gran libro y el primer motivo de reflexiones profundas de la sociedad que percibía desconocido y como entre bastidores” (p. 29). El lugar elegido para una excursión es descrito como “el teatro de este paseo campestre” (p. 89). El país es una gran puesta en escena y el que escribe sus memorias espía como director para orquestar mejor los movimientos y los parlamentos de los actores, por lo que todo acto social será registrado como un espectáculo con sus reglas de juego: cada personaje de la vida nacional, sea importante o anónimo, histórico o estereotípico —el charro, la china o el lépero— será presentado como actor que cambia sus máscaras para poder vivir diversos papeles en la escena pública. Es significativo que Manuel Payno sea descrito específicamente como una personalidad mimética que se adapta a muy diversos personajes como si fuese un verdadero actor (p. 99).
Las reglas del juego nos conducen a los distintos juegos escénicos representados, característicos de una mentalidad. Una sociedad que surge de una colonización cuya impronta más definida es lo religioso, mantiene vivos los elementos de la teatralización litúrgica. Y esta teatralización se organiza según el espectáculo que requiere cada acto: se trate de procesiones en honor de algún santo patrono, celebraciones en torno a la vida de Cristo, las ceremonias normales que el culto de la Iglesia exige, los ordenamientos de frailes y monjas, los sermones y las confesiones. “La gran función de Nuestra Santa Madre Iglesia era el Corpus”, subraya Prieto, utilizando de manera reiterada la terminología teatral. Esta terminología se acopla con la representación descrita que hace de la ciudad entera el espacio teatral por excelencia. Las casas se engalanan, las calles se decoran con banderolas, se alfombran con flores, se improvisan suntuosos altares con ornamentos de oro y riquísimos brocados, se colocan capillas posas y altos clarines anuncian a su paso la imagen. Todas las clases sociales se reúnen para el acontecimiento y participan en él, separadas siempre por su jerarquía y por su traje; y el atuendo es consistentemente un objeto decorativo pero a la vez jerárquico porque revela su procedencia, ya sea por su suntuosidad o por su despojo. Este espectáculo que parece congregar al pueblo y hacerlo actor universal cuando se celebran esas ceremonias o se festejan ciertos acontecimientos épicos tiene además sus espectadores, a la manera del público tradicional de los teatros o las corridas de toros. Fidel relata:
Pegadas a las paredes se colocaban sillas, y en los zaguanes amplios se armaban gradas para la concurrencia; en la parte exterior de los balcones también se colocaban asientos, entre macetas, floreros y espejos. El conjunto era de lo más animado y pintoresco… La multitud de gente, la variedad de trajes, la diversidad de tipos y el aire de fiesta, de contento y zandunga que a todo comunicaba vida, hacían de la solemnidad de Corpus uno de los espectáculos de mayor grandiosidad y atractivo [p. 222].
La rivalidad proverbial que enfrentaba la virgen de los Remedios a la virgen de Guadalupe —la primera considerada virgen gachupina y la segunda la virgen nacional, insignia de los insurgentes— provoca dramas aún más lucidos y enconados que los de otros santos patronos y se diseña como si se sostuviera un argumento teatral. La virgen de los Remedios es destronada totalmente por la virgen morena hacia los años cuarenta, pero Prieto recuerda los magníficos espectáculos que ocasionaba la visita de la virgen española a los conventos de monjas. Su tránsito por las calles se llevaba a cabo con la misma solemnidad con que se trasladaron los restos del emperador Iturbide, por esos mismos años llevado al Altar de los Reyes de la Catedral Metropolitana, colocando dentro del mismo juego escénico figuras representativas de la Colonia: la autoridad religiosa representada por la virgen de los Remedios y la jerarquía aún virreinal que un emperador surgido de los rangos españoles podía revestir. Las festividades dedicadas a esta virgen terminaban como las verbenas populares: con cohetes y luces a profusión y con riñas o fandangos que “proporcionaban —según advierte Prieto textualmente— interés dramático a la vistosa y animada escena” (p. 240).
La Semana Santa se dedicaba íntegramente a la imitación de la vida de Cristo. Se procedía a la elección de actores, a la confección de decorados y vestuarios, y durante ese periodo las calles de la ciudad se convertían en espacio escénico puro. Otro género teatral que combinaba hábilmente el entremés y el auto sacramental era el ceremonial dedicado a la profesión de las monjas. Tres días de “libertad” se representaban fastuosamente en el mundo, y la novicia, decorada y enjoyada como reina, era el centro de numerosos festejos. Iba al teatro y a la ópera y ella misma era objeto de curiosidad popular. El día de la profesión la iglesia se engalanaba y los actores ocupaban su puesto. El sainete daba paso a una “negra, imponente y tremenda representación de la muerte”, y al final del acto se la despojaba de sus galas mundanas, incluso de su cabellera y, metida en un ataúd, oía el responso que la borraba del mundo, muerta para él, y la consagraba a Dios, emparedándola, nada menos que como se hacía en el periodo colonial.