Obras reunidas IV. Ensayos sobre literatura mexicana del siglo XX - Margo Glantz - E-Book

Obras reunidas IV. Ensayos sobre literatura mexicana del siglo XX E-Book

Margo Glantz

0,0
22,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Este volumen reúne los textos que Margo Glantz ha escrito a lo largo de medio siglo sobre la narrativa mexicana del siglo XX y constituye un certero acercamiento a algunos de los autores mexicanos más significativos de dicha época. A lo largo de cuatro capítulos la autora explora desde los autores que escribieron durante la revolución hasta las más recientes literaturas. Sin duda, el libro es una pieza clave para comprender el pensamiento crítico de Glantz.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 1210

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Margo Glantz nació en 1930 en la Ciudad de México, en la calle de Jesús María 42, frente al convento del mismo nombre. Su padre era poeta y, como su madre, emigrante judío-ucraniano. Estudió en la Preparatoria 1, situada en San Ildefonso, y licenciatura y maestría (1947-1952) en la Facultad de Filosofía y Letras, albergada en Mascarones, bello edificio colonial. De 1953 a 1958 cursó el doctorado en París y especializaciones en Londres y Perugia. En 1959 ingresó como maestra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM enseñando historia del teatro, y literaturas mexicana y universal en la Preparatoria Nacional, en 1958. De 1961 a 1970 dio cursos en el Centro Universitario de Teatro y escribió para diversas publicaciones periódicas sobre teatro y cultura. En 1966 fundó la revista universitaria Punto de Partida, que dirigió hasta 1970; en ese periodo dirigió también el Instituto Cultural Mexicano-Israelí. En 1971 publicó Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33; en 1978, su primera obra de creación, Las mil y una calorías, novela dietética, a la que siguieron Doscientas ballenas azules (1979), No pronunciarás (1980), Las genealogías (1981, Premio Magda Donato), Síndrome de naufragios (1984, Premio Xavier Villaurrutia), Apariciones (1996), Zona de derrumbe (2001) y El rastro (2002, finalista del Premio Herralde y Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003). Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura mexicana y comparada: Viajes en México, Crónicas extranjeras (1964), Repeticiones (1980), Inter-vención y pretexto (1980), El día de tu boda (1982), La lengua en la mano (1984), De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1985), Erosiones (1985), Borrones y borradores (1992), Esguince de cintura (1994), La Malinche, sus padres y sus hijos (1994), Sor Juana, ¿hagiografía o autobiografía? (1995), Sor Juana, placeres y saberes (1996), Sor Juana: la comparación y la hipérbole (2000) y La desnudez como naufragio (2004). Además de viajera profesional es profesora emérita de la UNAM, investigadora emérita del SNI, creadora emérita del Fonca así como profesora visitante en numerosas universidades: Yale, Princeton, Berkeley, Harvard, Stanford, Barcelona, Siena, Madrid, Viena, Berlín… Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1995, obtuvo las becas Rockefeller y Guggenheim y los premios Universidad Nacional (1991 y 2004), Nacional de Ciencias y Artes, en la rama de lingüística y literatura. Coordina la cátedra extraordinaria sobre sor Juana Inés de la Cruz en la UNAM y dirige la página virtual de la poeta mexicana en la Biblioteca Virtual Cervantes, de la Universidad de Alicante (2005), institución que le ha dedicado también una página virtual (2006). Ha ocupado diversos cargos públicos: directora general de Publicaciones y Bibliotecas (1982), directora de Literatura, INBA (1983-1986), agregada cultural y embajadora en Londres (1986-1988). Traduce ensayo, narrativa y teatro; ha colaborado durante más de 20 años en Radio UNAM; ha sido columnista en periódicos y revistas mexicanos y extranjeros. Sus libros de ficción más recientes son Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (2005), Saña (2007, reeditado, corregido y aumentado en 2010) y Coronada de moscas (2012). Prepara además la tercera parte de la trilogía de Nora García y un extenso libro de viajes.

OBRAS REUNIDASIV

MARGO GLANTZ

OBRAS REUNIDASIV

Ensayos sobre literaturamexicana del siglo XX

Primera edición, 2013 Primera edición electrónica, 2014

Diseño de portada e interiores: Pablo Rulfo Fotografía de portada: © Alina López Cámara

D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2148-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE

El impacto de la Revolución •

SEGUNDA PARTE

Lo qu e la Revolución nos trajoo lo que la Revolución nos dejó

TERCERA PARTE

¿ La escritura, la c rónicao laonda?

CUARTA PARTE

… Y hacia adelanteo como exiguo apéndice

PRÓLOGO

En este tomo he querido coleccionar los ensayos que a lo largo de muchos años—de los sesenta del siglo XX a la primera década del XXI—he escrito sobre la literatura mexicana del siglo pasado, con un énfasis primordial en la narrativa. Los he revisado y, a pesar de que ya no estoy de acuerdo con algunos de mis juicios anteriores, he decidido republicarlos con ligeras correcciones sin que éstas alteren en verdad su contenido; es obvio que la distancia permite juzgar con mayor lucidez, pero también tiene sentido respetar lo que alguna vez se consideró vigente y se escribió en un pasado más o menos remoto. He optado asimismo por seguir casi siempre un orden cronológico y he colocado al final del libro todo lo referente a las fechas y los lugares de la publicación de cada uno de los textos incluidos.

Decidí empezar con una sección intitulada “El impacto de la Revolución”. La inicié con los ateneístas. Por su fecha de nacimiento, el primero sería don Martín Luis Guzmán (1887), quien escribió la novela política más coherente que se haya publicado en México. Nadie ha logrado, con tan acabada perfección literaria, dar cuenta de un fenómeno histórico —el de la Revolución mexicana—en el momento mismo en que era liquidado y a la vez definir una retórica que, ella sí, se mantuvo activa, es decir, durante todo el periodo en que el PRI se mantuvo en el gobierno, casi todo el siglo pasado. Para verificar o rechazar esa aseveración fue muy útil analizar La sombra del Caudillo, la novela que Guzmán publicó en el exilio en 1928.

No es extraño que su idea de la historia sea eminentemente heroica, nostálgica, modelada en la palabra casi sagrada del Ariel de Rodó, cuya estética estatuaria fue trasladada a una práctica humanística: los intelectuales como héroes, como reformadores de la patria. Héroes, copias al carbón de una poética (y una ética) aristotélica. Así, tanto Alfonso Reyes como Martín Luis Guzmán, ambos hijos de militares destacados del Porfiriato, asumen como su paradigma natural la edad heroica griega. En Reyes a través de un deslinde retórico y humanístico, y en Guzmán mediante la creación de un arquetipo estético modelado por la tragedia ateniense.

Paso luego a analizar varios textos de Alfonso Reyes, los que pudieran agruparse como “Alfonso Reyes: una miscelánea”: primero, textos muy numerosos en su vasta obra, y luego reviso su tendencia a utilizar el mencionado modelo helénico al que tanto él como los demás miembros del Ateneo de la Juventud se adhirieron, quizá debido al influjo de Pedro Henríquez Ureña. Finalizo con algunos de los muchos textos que podrían considerarse autobiográficos, los catalogados como memorias.

Cuando se releen sus ensayos llama la atención su estrecha ligazón con la historia del país. No se trata solamente de contar las peripecias de una vida individual, como en la autobiografía tradicional, ni tampoco de privilegiar el acto de conocerse a sí mismo a través de la escritura, como es el caso de varios escritores europeos, empezando con Rousseau, Gide, Leiris, De Quincey, Kafka, Virginia Woolf; no, en Reyes aun los acontecimientos más banales de su vida cotidiana y de su familia —en especial los vividos por su padre, aunque también por su abuelo—están ligados inexorablemente a la historia de México, el pasado y el tiempo en que le tocó vivir; podríamos subrayar, exagerando, que, casi por derecho de nacimiento, el transcurrir de la familia Reyes está en estrecha conexión con los sucesos fundamentales que determinan a la Nación, así con mayúscula: con sólo existir él y su familia forman parte de la historia, son historia. ¿No nos dice acaso en ocasión de la muerte de su padre: “Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años toda la patria”? (Las cursivas son mías.)

Caso muy distinto es el de Julio Torri, otro gran ateneísta. En él, los sucesos revolucionarios son percibidos con la misma lejanía con la que el unicornio ve desaparecer el arca de Noé, aunque sea un acontecimiento narrado en la Biblia en referencia al Diluvio Universal. Brincar de un tren a otro, andar en bicicleta, declarársele a una mujer, vivir hipotéticamente con ella, serían para él actos más temerarios y suicidas que participar en la contienda armada. Julio Torri fue un escritor que declinó el compromiso: quizá ayer hubiese sido condenado por los mismos que hoy lo alaban en los homenajes que se le dedican. Torri les dio la espalda a la historia y a la política, y no sólo a la política, le dio la espalda al país, o por lo menos así parece. Sólo unas cuantas estampas sobre México; los demás textos son aforismos o alegorías, poemas en prosa, donde el conocimiento particular da paso a una sabiduría general, lo que se logra mediante un recurso puramente literario, pero muy trabajado y discutido por los filósofos: el de la ironía. Este difícil arte se nutre de pensamientos elevados y filosóficos, nada populares, aristocratizantes, y por ello separa al escritor de las banalidades diarias, aunque estas banalidades sean las revolucionarias. Para Torri no es vigente ningún estruendo; el heroísmo es callado, perfecto, imposible, es casi el heroísmo de Sísifo que intenta remontar su tonel, sin quejarse.

Es evidente que la Revolución mexicana fue un tema fundamental de nuestras letras durante la primera parte del siglo XX. Lo fue para Rafael F. Muñoz, para Urquiza, para Mariano Azuela, consagrado gracias a su novela más famosa, Los de abajo, a partir de una célebre polémica suscitada por un artículo escrito por Julio Jiménez Rueda para el periódico El Universal, aparecido en diciembre de 1924, sobre “El afeminamiento en la literatura mexicana”; allí increpaba con estas palabras a los intelectuales de entonces: “hasta […] el tipo de hombre que piensa ha degenerado. Ya no somos gallardos, altivos, toscos […] es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador”. Sin ahondar aquí en el asunto porque lo hago en el cuerpo del libro, conviene subrayar dos hechos que ahora nos parecen de excesiva obviedad: con esta disputa se llevó a la fama a un escritor y se integró al canon su novela Los de abajo; además, se sentaron las bases de una nueva forma de narrativa mexicana, cuyo tema fundamental sería el del movimiento armado y sus consecuencias. De esa narrativa se excluyó durante largo tiempo a una de las más importantes escritoras que México haya producido en el siglo XX: Nellie Campobello. Cito las palabras de Jorge Aguilar Mora en su prólogo a su edición de Cartucho:

Nellie Campobello se aproximó más al acontecimiento pasajero, instantáneo, aparentemente insignificante, pero profundamente revelador. Ella no describió las batallas, ni las posiciones políticas; no rescató los testimonios extensos de los guerreros. Ella fue a su memoria para perpetuar los instantes más olvidables, para otros, y más intensos, para quienes los vivieron.1

Nellie narra lo que sucede en el Cuartel de Jesús en la calle Primera del Rayo, en Parral, en el norte de la República mexicana, localización fundamental en los relatos de Cartucho; se trata aquí de una ciudad verdadera, también paradigmática, un sitio localizado muy cerca de la Segunda del Rayo, calle donde se ubica la casa de la narradora, quien, muchas veces, y desde el balcón de su hogar, es testigo de vista o de oído de lo que pasa en esos tiempos revueltos, cual si la Revolución hubiese escogido su domicilio como teatro privilegiado de los acontecimientos. Por otra parte se advierte, en la mayoría de los relatos, un tono arcaico y a la vez familiar; no es de extrañarse, pues la narrativa de Campobello está muy cerca de la tradición oral y hay que recordar, como dice Borges, que “la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral”, en los tiempos antiguos, o en los que siguieron siéndolo; por ejemplo, en un relato oímos la voz de un pariente muy cercano de Nellie, quien se lo cuenta a Mamá, personaje esencial en la narrativa de Campobello, casi de la misma estatura heroica que el general Villa. Esa alternancia de voces escalonadas dentro de los cuentos de manera magistral —recuérdese: los relatos son volitivamente muy breves—permite captar no sólo la voz familiar emitida por la propia narradora o por los miembros de su familia, sino la de los pobladores de la ciudad donde vive, la de sus paisanos, la de los que pasan a menudo por esa calle, las tropas del General y las de los carrancistas, y también, como podemos verlo en varios cuentos, el propio Villa, quien muchas veces desempeña el papel de pareja narrativa de la Madre en su función de Gran Padre.

Sus cuentos sintetizan enormemente y apenas mencionan lo necesario para que el lector pueda rellenar los huecos, textos escritos con palabras y con silencios, con una puntuación certera, adecuada, semejante al impacto de una bala inserta en un cartucho. En efecto, los cuentos tienen una magnífica sonoridad, la sonoridad que suele tener la poesía: reproduce el sonido de las balas cuando se disparan. Porque las balas son también las protagonistas del relato, como puede verse a menudo en las narraciones revolucionarias; otro ejemplo significativo sería uno de los capítulos del libro ya mencionado de Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente, “La fiesta de las balas”.

Cuando Agustín Yáñez publicó en 1947 Al filo del agua, la Revolución ya se había vuelto gobierno. A él no le interesó utilizarla como tema de su novela más conocida; más bien le importaba entender cómo pudo producirse ese acontecimiento en un mundo que aparentaba vivir en el más profundo estatismo. Es bien sabido que el título de su novela más conocida hace referencia a ese momento anterior en que la quietud hace imposible suponer que puede suceder algo tan violento y significativo como fue la contienda armada y que el pueblo protagonista de su novela, Yahualica, era un pueblo perdido en el estado de Jalisco, “¡un oscuro pueblo de sombras escabullidas, de puertas cerradas, de olor y aire misteriosos!”,2 un pueblo en el que algunos de sus habitantes desempeñan los cargos habituales durante el Porfiriato, a menudo, aunque de manera distinta, identificables en las novelas de ese periodo, por ejemplo en la tetralogía de Emilio Rabasa. Allí está el director político, el práctico en medicina y farmacia —¿Madame Bovary?—, el abogado del pueblo, todos “con fama de liberales”, posibles herejes, masones, amén de sanguinarios, ladrones, brujos. Pero lo que priva en el pueblo, lo que predomina, es un sombrío patrón de vida, una versión particular de la religión católica, idéntica a la que imperaba durante la Colonia y que conocemos explicitada en sermones, catecismos, manuales, distribución de las horas del día impresos para apuntalar la vida monástica, precisar con minucia los ejercicios espirituales y determinar la estricta organización de las procesiones de semana santa. Hay una vinculación definitiva entre el pueblo de la novela de Yáñez y cualquier pueblo colonial del centro de México, también sombrío, antes de la Reforma liberal, un pueblo enlutado, semejante a aquellos por donde los jesuitas pasaban catequizando y amenazando a la población con los castigos del infierno.

Incluir a Frida Kahlo en un libro sobre narrativa mexicana podría parecer fuera de foco. No obstante, junto con los escritores revisados hasta ahora, creí oportuno incluirla aquí, producto de ese fenómeno que hemos dado en llamar la Revolución mexicana, y porque además su proyección legendaria engendra literatura y mitos. En efecto, durante su vida Frida Kahlo fue construyéndose poco a poco como personaje y después de su muerte su fama se fue perfeccionando cada vez más hasta sobrepasar con creces la de su marido, el pintor Diego Rivera. Indudablemente es una de las más mexicanas y la más internacional de nuestros artistas, aunque sea casi imposible definirla, pues sobre ella recae la maldición de la fridomanía. Monsiváis la explica: “La fridomanía es una moda, y el concepto Frida Kahlo incluye y trasciende la fridomanía…” Frida es además una escritora importante, como se comprueba al hojear sus diarios, al releer sus cartas, al repetir los títulos de sus cuadros. Dice Carlos Monsiváis:

Ella apunta [en su Diario]: “Tú me llueves-yo te cielo” y la metáfora inesperada podría trasladarse a los cuadros, en donde con supremo ímpetu se llueve y se ciela. Como Icelti, “Frida es la que parió a sí misma”, aquella que engendró al personaje único y diverso, la de los autorretratos en donde el narcisismo se anula de tanto hacer sufrir al deleite, en donde la que padece, ama y se rodea de animales, agradece al arte la continuidad radical de su existencia y grita para obtener la suprema armonía de los restos: “yo soy la desintegración”.3

La segunda parte del libro está dedicada a los autores que no participaron en la Revolución, pero sobre los cuales ésta dejó su impronta; la intitulé “Lo que la Revolución nos trajo o lo que la Revolución nos dejó”. Se inicia con cuatro ensayos sobre Octavio Paz a partir de El laberinto de la soledad, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Apariencia desnuda y La máscara y la transparencia. Es bien sabido que en El laberinto los mexicanos fueron bautizados por Paz como “Los hijos de la Malinche”, por lo que yo a mi vez, con impudicia feminista, intenté dilucidar qué significaba la mujer para Paz en esa su ontología del mexicano.

Si, como pretende Paz, todos somos los hijos de la Malinche, aun las mujeres, ¿cómo pueden ellas (podemos nosotras) compartir o discernir su (nuestra) porción de culpa y hasta de cuerpo? Llevar el nombre genérico de la Chingada es mil veces peor, es carecer de rostro o tener uno falso, impuesto: para verse hay que descubrir la verdadera imagen, cruzar el espejo, lavar la “mancha”. Rosario Castellanos sintetiza en un fragmento de poema esta idea: “No es posible vivir/con este rostro/que es el mío verdadero/y que aún no conozco”. Si el hombre mexicano ha sido producto de la traición, de la entrega de la Malinche, la Chingada, ¿qué es entonces la mujer mexicana, o simplemente, en este caso, la mujer? ¿Cómo se enfrenta ella a esta esencia negativa? Para entenderlo decidí trabajar a escritoras que parecen adolecer de malinchismo, por lo que legítimamente podrían ser consideradas como “Las hijas de la Malinche”: Rosario Castellanos, Elena Garro y Elena Poniatowska.

Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe estudia a la célebre monja novohispana en este libro que de alguna forma ayudó a reinstalar a Sor Juana en el imaginario universal. A mí se me ocurrió examinar nuevamente un tema muy debatido entre los sorjuanistas: ¿es o no Primero sueño un texto autobiográfico? La respuesta podría encontrarse mediante la argumentación que no sólo Paz sino varios autores más, entre los que me incluyo específicamente, han esgrimido para defender su tesis.

En 1966 Paz publicó un ensayo sobre Marcel Duchamp intitulado El castillo de la pureza, incluido en un libro-maleta ilustrado por Vicente Rojo y publicado por la editorial Joaquín Mortiz. Luego, en 1973, escribió, a pedido de los organizadores (Museo de Arte de Filadelfia y Museo de Arte Moderno de Nueva York), un texto sobre Étant Donné, o Dados, como él mismo lo traduce, para la exposición retrospectiva de Duchamp, una obra en la que el pintor francés se ocupó en secreto durante los últimos años de su vida. Paz reunió en 1973 los dos estudios corregidos y aumentados con el nombre de Apariencia desnuda, en verdad uno de los trabajos de Paz que menos comentarios han suscitado. Nuestro poeta explicaba, entre otras cosas, que en alguna medida el ready-made inventado por Duchamp es una crítica del gusto, una forma de “higiene intelectual”, o un ataque a la noción misma de obra de arte, una crítica del arte “retiniano”, “manual” y “olfativo”, al que se había reducido para este artista la pintura de comienzos del siglo XX. Paz reitera: “Duchamp no es un hacedor, sus obras no son hechuras sino actos”. Pero en su reiterado manejo de la contradicción como forma privilegiada de trabajo (remito al lector a mi artículo para entender este tipo de argumentación) Paz no advierte que esa misma frase con que ha definido el arte de Duchamp desmentiría la tajante adscripción de este artista en la tradición hermética.

Durante el largo periodo en que oímos la palabra del subcomandante Marcos, ésta ha jugado con la conocida paradoja enunciada por Paz, la máscara y/o la transparencia: el gobierno se esconde tras una palabra enmascarada por lo que las pláticas de paz, ese diálogo tantas veces roto por el gobierno y el ejército, se convierte de facto en una palabra encubierta. La ya larga lucha entre zapatistas y gobernantes va marcada por una disyuntiva, la que legitima a quienes llevan la máscara en el rostro y la palabra verdadera, y descalifica —ilegitima—, según los zapatistas, a quienes representan al gobierno, es decir, a quienes se descubren el rostro pero enmascaran su palabra, los que se ocultan tras una palabra sospechosa y no son fieles a su propia máscara, para tomar literalmente las palabras del epígrafe con que Marcos abre el texto que rompió su silencio el 18 de julio de 1998.

Parecería que la escritura de Rulfo —de quien me ocupo en la siguiente porción del libro—es simple porque está reducida a su mínima expresión. Esa reducción, ese despojo —el implacable ejercicio de borrar—depura el texto, lo limpia de excrecencias y organiza un tipo diferente de narrador. Sin explicaciones, que Rulfo considera “más propias del ensayo que de la novela”, nos entrega a los personajes en su máxima desnudez y a la vez construye un lenguaje, a lo largo de los años convertido en un lenguaje totalmente rulfiano que se reconoce de inmediato de la misma manera en que reconocemos el lenguaje de Borges. En este sentido, en el de la depuración del lenguaje que acaba terminando en el silencio, he comparado también en mi discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua a José Gorostiza con Juan Rulfo, pues, como diría de nuevo Borges, el mérito de obras como la de estos dos autores no está en la longitud, sino en su delicado ajuste verbal. Quise descubrir asimismo cómo puede elaborarse en la escritura la forma de la muerte, pues no todas las muertes tienen la misma forma; la forma de morir en esa gran faja geográfica conocida como la Tierra Caliente que Rulfo privilegia, aunque sea evidentemente campesina, no puede reducirse a una simple ecuación: asociar lo rural per se con lo indígena, traducido como lo extraño, lo ajeno, lo irredento, o mejor, como la esencia de la barbarie, juzgada desde lo civilizado.

A primera vista parecería que existe una gran similitud entre Elena Garro y Juan Rulfo, sobre todo en los cuentos de La semana de colores y en la novela Los recuerdos del porvenir. La creación de un lenguaje que da cuenta de una oralidad, aparentemente un habla popular que reproduce un modo de ser y una forma de vida rural, la de una provincia mexicana. Es cierto en parte, pero un rápido análisis nos revela de inmediato mundos distintos y un narrador-protagonista situado en un lugar diferente del de los personajes rulfianos; Elena Garro escribe como mujer y, es más, en algunos de sus cuentos como mujer rubia, pues el narrador es una niña que junto con sus hermanas forma un grupo compacto que contrasta por el color de su rostro y de su pelo con el de los otros protagonistas, los indígenas, quienes vistos con los ojos de la niña, son un conjunto de abigarrado colorido tanto en su físico como en su vestimenta. Mundo indígena de una gran intensidad expresada en trenzas renegridas, vestidos de satín morado, lila y rosa, túnicas color buganvilia, ruido de huaraches sobre las piedras pulidas y brillantes de la calle y sábanas blancas que las criadas azotan sobre el lavadero. Verdadero conflicto que encuentra su más hermoso desarrollo en el cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”.

De Arreola puede decirse, quizá con palabras de Borges, a quien tanto admiró, “que su mérito es la diversidad multitudinaria de estilos”, o mejor, como “Shakespeare, como Quevedo, como Goethe, como ningún otro escritor, es menos un literato que una literatura”. Por eso Arreola organiza inventarios, ferias, bestiarios, palíndromos, invenciones varias y, sobre todo, confabularios. Un vasto universo convocado para recitarse en discusión, en ocasiones violenta, pues confabular es, como dice la Real Academia, “conferir, tratar una cosa entre dos o más personas”, y por ello toda confabulación es por lo menos plural; confabular es también decir o referir fábulas y en esto no hay que abundar pues es clara esa función en los textos de Arreola. Confabular es, en una tercera acepción, ponerse de acuerdo dos o más personas sobre un negocio en que no son ellas solas las interesadas. Tómase, por lo común, dice el apartado enciclopédico, “en mala parte”. Por fin, un confabulador es, además de un decidor de cuentos y fábulas, cada una de las personas que tratan entre sí algún asunto, principalmente de los que requieren cautela.

Tito Monterroso es un clásico. Un clásico que, como dice Monsiváis, es guatemalteco de origen y mexicano por nacimiento. Cuando leo y releo por quincuagésima vez los textos que conforman La oveja negra y otras de sus obras completas, pienso que son milagrosos: por muy pequeñitos que sean acaban volviéndose gigantes y su gigantismo no es un gigantismo cualquiera: es el de los animales prehistóricos cuyos esqueletos ocupan enormes salas de alturas desmesuradas, parecidas a la de ese dinosaurio que cuando Tito despertó “todavía estaba allí”. Su economía es singular; su brevedad, proverbial, pero también inexplicable. Para entenderlo le dedico aquí cinco escritos; en realidad quería explicarme y explicar la razón de esa capacidad explosiva que permite que de un texto breve, apretado, ceñido al máximo, se obtenga de pronto un texto gigante: siempre me ha fascinado la dependencia que puede existir entre una mosca y un dinosaurio. Y claro, la mosca y el dinosaurio son los animales preferidos de Monterroso, o mejor, los cuentos que de él prefiero son los que hablan de la mosca y del dinosaurio. Y los prefiero porque en uno se habla de un animal gigantesco, ya desaparecido, y que sin embargo todavía está allí y sólo ocupa una línea, y el otro habla de una mosca que, al contrario del dinosaurio y aunque sea más pequeña que él, nunca se queda en su sitio. La proporción es lo que me gusta. Hacer que algo inmenso quepa en un espacio muy pequeño. Hacer que algo pequeño no ocupe ningún espacio, o por lo menos no parezca ocuparlo porque su movimiento es perpetuo.

Como Tito Monterroso, Álvaro Mutis ha vivido la mayor parte de su vida en México y ha producido su vasta obra aquí. Por eso lo incluyo.

Además de las calenturas intermitentes, las heridas recibidas en riñas tabernarias, las llagas purulentas causadas por insectos invisibles, a Maqroll el Gaviero, personaje entrañable de Mutis, lo aqueja en realidad otra grave y verdadera enfermedad: la fiebre del perdedor: “Teoría de males, angustias, días en blanco en espera de nada, vergüenza de la carne, deudas nunca pagadas, navegaciones por tierras y aguas emponzoñadas […] en fin, todos esos pasos que da el hombre usándose para la muerte y terminar encogido en la ojera de su propio desperdicio”. Las aventuras de Maqroll se van narrando primero de manera fragmentaria en libros de poemas: Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de Ultramar (1954), Caravansary (1981) o Los emisarios (1984). Luego, varios de esos fragmentos son retomados y desarrollados en las siete novelas publicadas en Alfaguara: La nieve del Almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1988), La última escala del Tramp Steamer (1988), Un bel morir (1989), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993). En ellas el ritmo es acelerado y circular, de tal forma que sus aventuras pueden siempre retomarse y su supervivencia se asegura, como puede asegurarse la de un mito o la de esos relatos-marco recurrentes como los que organizan Las mil y una noches o los que explora Potocki en Manuscrito encontrado en Zaragoza, rituales de la repetición y las trasmutaciones alquímicas. Sus aventuras se entrelazan con las de otros personajes, entre los que destaca una figura muy cercana a Maqroll, otro de sus alter egos, Abdul Bashur, el soñador de navíos, nacido en Beirut, descendiente de navegantes que recorrieron a perpetuidad el mundo. Esta circularidad rige también las geografías y garantiza el regreso al lugar originario, una zona bautizada con extraños nombres orientales pero situada en realidad en Colombia y los países fronterizos. Por ello, Maqroll y sus amigos siempre regresan a América y las diversas versiones de la muerte de Maqroll ocurren en algún río amazónico, en un lanchón oxidado y perdido en la corriente. Esta épica del fracaso se acaba en el momento de la muerte, o por lo menos se manifiesta ese deseo: el de que la muerte pueda instaurarse como figura para cumplir con los requisitos de un bel morir.

Sergio Fernández practica la estética de lo increíble —que no otra cosa es lo cotidiano—; colinda entonces con la monstruosidad, ¡qué duda cabe! Mejor, lo cotidiano es, en síntesis, lo monstruoso: lo natural es pues lo antinatural si nos avenimos a los discursos ordenados y ¿precisos? de la Real Academia. Por eso existen los segismundos y las narcisas, y por eso, en sus textos, esa naturalidad contrahecha se asila en el campo viscoso de un lenguaje intermedio, preciso y corrompido. Es el producto de un retorcimiento exquisito, la lucha cuerpo a cuerpo con un híbrido, la conciencia destructora de una realidad ambiente, inmediata y banal, violenta e inaccesible que se entrega a duras penas después de la pelea carnal entablada entre las palabras y las cosas, los recuerdos. Una lucha insomne con el otro monstruo, el que nos obliga a parirlo de nuevo al infinito.

Carlos Fuentes acaba de morir; con sus creaciones abrió nuevos registros y espacios en la literatura mexicana. Quizá fuera él quien iniciara la mal llevada y traída “Onda” mediante la mimetización de jergas populares, entre las que se encontraba la de los futuros “chavos” (La región más transparente); quizá también introdujo en nuestro país la literatura de vampiros —Aura, Una familia lejana—. Lo importante no es descubrir otro vampiro más; ya Aura demostró la capacidad de Fuentes para añadir vampiros a la literatura; lo fundamental es demostrar que toda la literatura está hecha de la sangre de los otros, del robo, del plagio, y el jeroglífico se resuelve de otro modo: Fuentes es el plagiario; peor, es el vampiro, pero por partida por lo menos doble. Su relato se nutre de los cuerpos de otros relatos, exhibidos como La carta robada de Poe (muy citada en el texto) ante los ojos de los descubridores de entuertos detectivescos; es también la historia concentrada de todos los demás cuerpos de ficción que el propio Fuentes haya pergeñado. En síntesis, es una mirada crítica sobre la propia trayectoria, el deseo de advertir desde lo alto de una pirámide construida por la narración los abismos y las fallas de una productividad lograda a lo largo de varios lustros.

En una entrevista imaginaria que pergeñé entre Edgar Allan Poe y Salvador Elizondo, le hice decir a este último lo siguiente, utilizando fragmentos de algunos de sus escritos:

Hablar de violencia en términos de Farabeuf no es del todo correcto. La violencia implica generalmente un acontecer súbito. En Farabeuf yo he tratado de frenar ese acontecer mediante procedimientos retóricos; he tratado de que la violencia acontezca con la velocidad de la escritura, de la lectura. El expediente novelístico propiamente es el empleo del cuerpo como personaje central de la novela. Pero no todo el cuerpo; sólo esa zona del cuerpo en la que el Yo y el Mundo se encuentran; en la zona en la que solamente las sensaciones dan cuenta de la existencia del mundo. El escenario de Farabeuf es la epidermis del cuerpo. Todo lo que pasa ahí, pasa en un nivel sensible. Yo no estoy muy seguro de que Farabeuf sea la descripción de un coito. Yo creo más bien que se trata de la descripción de un asesinato en términos de un coito. El carácter esencialmente instantáneo de ambas operaciones facilita su empleo como correlativos simbólicos.4

A Julieta Campos le gustaba dibujar lo evanescente, por ello privilegió al agua como tema principal de sus primeros relatos, que son los que visito en este libro. Los personajes se desenvuelven en la irrealidad del sueño, la influencia de los elementos (agua, luz, tierra florecida) y del color, la presencia de los objetos, el tiempo mítico, y en la omnipresencia de su ciudad natal, La Habana. Hay seres humanos, los habitantes de la casa, y hay objetos, los que la amueblan; en la escritura se van recuperando al tiempo que se desintegran, a la manera de esas historias de Alejo Carpentier donde una ciudad se reconstruye desde sus ruinas. No hay continuidad en el relato; escribir significa fijar, ordenar con la palabra una descomposición en la que se mezclan pedazos de filigrana y de yeso, viejas fotografías, rosas marchitas, doseles empobrecidos y buhardillas art nouveau. El tiempo se refugia en las molduras hasta formar una oquedad de un ahora que transcurre y sin embargo queda fijo, tratando de que las cosas no mueran y los seres permanezcan idénticos, pero la ciudad cancela esta esperanza. Vive en abstracto, concentra, guarda, esconde lo que sucede en las casas para perderse en las calles, los parques, los jardines. Un sentimiento de insularidad castiga el ambiente y corroe a la ciudad en parábola maligna; se repliega como gusano adoptando una forma de caracol marino, mimetizándose para regresar a su lugar de origen, el mar. En un diálogo que Sergio Pitol y yo sostuvimos hace más de veinte años, Sergio me hablaba de una tendencia aparente en su obra anterior a su llamada veta carnavalesca. Hablando de cierto tipo de personajes recurrentes en algunas de sus novelas—El tañido de una flauta o Juegos florales— y en varios de sus cuentos coleccionados bajo diversos nombres, como, por ejemplo, Asimetría, explicaba:

Algunos críticos han comentado reiterativamente que me deleito en la descripción del fracaso. No creo que las cosas sean tan simples: ni me deleito en la descripción de una agonía, de un derrumbe, ni me interesa el fracaso en sí. En lo que intento detenerme es en el momento de opción al que se enfrentan mis personajes; momento que pudo haberlos salvado o condenado. Muchas veces los presento cuando son personajes ya condenados, ya derrotados, y retrocedo al pasado, hasta el instante en que jugaron la carta falsa. Estoy totalmente de acuerdo cuando señalas que en mi literatura se plantea casi como una obsesión el tema de la bifurcación: el hombre y la mujer que prometen mucho en la juventud y que en un determinado momento son aniquilados por fuerzas que no manejan, que provienen del exterior. En el momento en que ceden, se transforman en un desecho de la naturaleza, en esos tipos que andan con los zapatos rotos, con los dientes podridos, o bien en esa especie de sepulcros blanqueados, que son quienes generalmente resultan más maltratados en mis relatos; gente que suprimió sus deseos, mutiló toda vida individual, eliminó su verdadero lenguaje, todas las características que pudieron hacer de sí mismos gente real para convertirse en triunfadores de salón y de oficina.

Y continúa:

En cuanto al otro tipo de personaje, por lo menos intentó jugarse algo, responder a algunos desafíos, enfrentarse a retos y fue vencido por el sepulcro blanqueado que por lo general relata su historia. La escritura se realiza a través de los problemas de un personaje escritor o artista. Esto se debe a que los problemas formales de la creación me interesan muy vivamente. Pocas cosas me apasionan de tal manera como el proceso de la creación: el esfuerzo de un pintor, un fotógrafo o un novelista por seleccionar y manejar el material que la naturaleza le ofrece, e individualizarlo a través de la forma apropiada. Prefiero desarrollar esto en la novela, no en el ensayo, y convertirlo en un elemento vivo del relato.5

Y en otro de sus textos uno de sus personajes, hablando de su propia obra y esbozando de esta manera su propia poética, avisa:

En sus primeros cuentos las asociaciones eran más libres, un surtidero de imágenes y acontecimientos por lo general unidos con una sutura muy enterrada y cuya conexión el lector no lograba advertir hasta bien avanzada la lectura; en los posteriores el discurso serpenteaba por un cauce más lento, más espacioso también, donde con deliberación se dejaba sentir el eco de ciertos autores alemanes y sobre todo austriacos que lo habían entusiasmado desde sus años de estudiante.6

¿En qué consiste esa sutura tan enterrada, siempre presente aun en los relatos más clásicos producidos por Pitol? ¿Nos tranquilizaría decir que Sergio echa mano de ese procedimiento conocido como la puesta en abismo que siempre nos remite a otras figuras centrales que nunca se tocan, sino oblicuamente? Esbozo un asomo de respuesta, acudiendo de nuevo al autor: “La necesidad de desentrañar el misterio había llegado a poseerlo de una manera muy viva”, piensa el niño protagonista de uno de sus cuentos, “La casa del abuelo”. “Pero esa necesidad se enfrenta al terror de desvelar ‘la presencia de lo vedado’, imposible de verbalizar, pero sí de rodearse, de sugerirse, con la ventaja de que este procedimiento propicia ‘una actitud de saludable lejanía’.”

Hablaré ahora de ese nuevo periodo jocoso y burlesco que constituye su llamada Trilogía del Viaje, en uno de los seis apartados que le dedico a Pitol. Cuando se inicia la lectura de El arte de la fuga parecería que se está frente a una novela o un cuento suyos y no frente a un libro ¿autobiográfico?, contado como se debe, en primera persona, dato que verificamos sólo cuando en el segundo párrafo de su memoria Sergio empieza diciendo: “Llegaba yo de Trieste…”, que quizá debiese o pudiese haber sido el primer párrafo del libro. ¿No se trata acaso de una historia personal dividida nítidamente en cuatro partes? La primera, dedicada a las reminiscencias y llamada simplemente “Memoria”; la segunda, intitulada “Escritura” y, como su nombre lo indica, una reflexión sobre el proceso de la escritura, ya sea la ajena o la propia, y la tercera, llamada de nuevo nítidamente “Lecturas”, se ocupa de analizar sus lecturas predilectas, y constituye, en suma, otra forma de reflexión sobre la escritura, a veces con reminiscencias académicas irónicamente violentadas, cuando por ejemplo se pasa de Thomas Mann, Galdós o Chéjov a la popular tira cómica mexicana de Gabriel Vargas llamada La familia Burrón. Y la cuarta parte se intitula simplemente “Final” —¿un gran final?—y luego, un subtítulo, “Viaje a Chiapas”, donde se define una posición política y se apunta hacia algo más abierto y colectivo: un futuro, el futuro —permítaseme llamarle con cursilería—de la patria.

Al principio con signo dramático —como en El tañido de la flauta y muchos de sus cuentos—, y transformada sucesivamente después, la escritura de Sergio Pitol ha devenido en una escritura paródica y jocosa, como él mismo la define, asombrado de que esa vena no hubiese aparecido antes en su obra, sobre todo “porque si algo abunda en mi lista de autores preferidos, son los creadores de una literatura paródica, excéntrica, desacralizadora”. Su pasión por la narración ha cambiado también de signo. Es fácil percibirlo: en El mago de Viena y El arte de la fuga reelabora el arte de la narración; las anécdotas que pudieran convertirse en posibles novelas o cuentos se van enredando entre el recuento de las lecturas o las biografías de sus autores preferidos, convirtiéndose así en nuevos relatos donde los personajes principales pueden asemejarse a aquellos que pueblan las obras de los autores que relee, o reescribe algunas de sus obras anteriores haciendo, por ejemplo, que un amigo dilecto, Vilamatas, reaparezca con su nombre pero como el doble intruso de sí mismo o el fantasma que se inmiscuyera en alguno de sus relatos.

Aunque en esta compilación dejo fuera a muchos autores, no hubiera podido no mencionar a Carlos Monsiváis. Lo visito levemente al analizar uno de sus ensayos menos conocidos, intitulado Quietecito por favor, donde se reproducen fotografías de principios del siglo XX cuyo tema es nada menos las fotos que los padres tomaban de sus niños en vida y también de los que morían en su primera infancia. Cuando se trata de uno cuya edad oscila entre los primeros meses y los dos o tres años de su edad, el niño es privado de sus juguetes para retratarlo o éstos le sirven solamente para complementar la escenografía. Cuando crece tiene que amplificar su apariencia y revestirse de solemnidad, adoptar el decoro y el prestigio de los adultos de su clase y aparecer en las fotos enfundado en trajes largos y severos de casimir tipo inglés, con corbata, plastrón y el pelo muy engominado; niños a los que se les obliga a demostrar que con esa vestimenta y esa actitud ya se preparan para tomar estado, mucho antes de que la edad se lo permita; a su lado, en la misma página, enmarcadas por el cuadro y la escenografía, niñas de seis o siete años ataviadas ya como sus madres, cuyos vestidos se adornan con aplicaciones de piel o sus anchas faldas se dejan gobernar por las crinolinas: “¡Qué empeños de la casa y del ánimo! —concluye Monsiváis—. Desde que el niño era niño, esto es, cuando uno era un adulto en miniatura, la madurez comienza en casa”.

En Los rituales del caos, la Biblia es una presencia esencial, a veces soslayada pero indispensable por lo demás en muchos de sus ensayos; un ejemplo contundente sería El catecismo para indios remisos. Aquí, el tono imprecatorio del texto de Juan, cuando leído sin comentarios no ofrece redención alguna, es más, anuncia solamente un cataclismo, El Cataclismo, es decir, la Destrucción Total de los hombres concebidos como un todo, los hombres enfrentados como conjunto multitudinario a una maldición que los alcanzará sin excepción alguna; por ejemplo, el cataclismo impulsado por las fuerzas del Mal que aniquila la noción de forma o le da origen a otra, lo informe, es decir, el caos que preside tanto el Principio como el Fin de los Tiempos, un concepto en el cual parecerían anularse de manera decisiva las nociones mismas de tiempo y espacio. Sin embargo, y jugando con la idea tradicional que pone en escena y en acción a grupos humanos numerosos, las muchedumbres, en reunión indiscriminada de multitudes, las crónicas de Monsiváis reactivan la intención apocalíptica, pero trastruecan su signo al convertir el caos en un acontecer gozoso, paródico, grotesco y en muchas ocasiones erótico: la gente que pone en escena Monsiváis se reúne para presenciar o participar en un espectáculo (un concierto, una procesión o una fiesta religiosa, nadar en un balneario popular repleto de gente, un concierto de música popular, una pelea de box), o para desplazarse en las calles o en el metro, constituirse como sociedad civil en un mitin, ejercer la función cívica y convertirse en “sociedad civil” o animar su conciencia política e impedir el fraude electoral, como por ejemplo durante el terremoto de 1985 y, más tarde, en las luchas ciudadanas del 2 de julio de 1988.

La obra de José Emilio Pacheco es muy vasta; empecé a frecuentarla cuando yo era muy joven, aunque él es mucho más joven que yo y sin embargo lo considero, como a Sergio Pitol y a Carlos Monsiváis, uno de los miembros de mi propia generación. Sobra decir que es un escritor muy prolífico; una muestra como botón: los innumerables libros de poemas: Los elementos de la noche (1958-1962; publicado en 1963), El reposo del fuego (1963-1964; publicado en 1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968; publicado en 1969), Irás y no volverás (1969-1972; publicado en 1973), Islas a la deriva (1973-1975; publicado en 1976), Aproximaciones (1958-1978), Tarde o temprano (1958-1978), Ayer es nunca jamás (antología publicada en 1978, en Monte Ávila, Venezuela), Desde entonces (1975-1978; publicado en 1980), Los trabajos del mar (1979-1983; publicado en 1983), Fin de siglo y otros poemas (1984), Alta traición (1985), Álbum de zoología (1985), Miro la tierra (1983-1986; publicado en 1986), Ciudad de la memoria (1986-1989; publicado en 1989), El silencio de la luna (1985-1993; publicado en 1994), La arena errante (1992-1998; publicado en 1999), Siglo pasado (Desenlace) (1999-2000; publicado en 2000) y La fábula del tiempo (Santiago de Chile, 2007).

José Emilio empezó su vida literaria como narrador. Así lo confiesa en una entrevista: “Todo mundo empieza por escribir poemas. Y es verdad que a mí me gustó mucho leer versos desde niño, pero a partir de los seis años me acerqué a las historias de piratas y a pequeños cuentos. Los primeros poemas que hice son más tardíos”. Su narrativa se inicia con La sangre de Medusa, escrita asombrosamente en 1959, cuando apenas tenía veinte años; sigue El viento distante (1963), donde todos los cuentos tienen como protagonistas a los niños, siguiendo una tradición que inicia, creo, con ciertas escritoras como Nellie Campobello, Rosario Castellanos, Elena Garro. El principio del placer (1972) y dos novelas extraordinarias, Morirás lejos (escrita en 1967) y Las batallas en el desierto (1981), ambas de temas y estructuras muy diferentes; de la primera diría que es quizá la única novela en México que haya tratado de manera tan eficaz y elegante el difícil y casi imposible tema del holocausto, así como escribió el guión de una película para Ripstein con la historia de la familia Carvajal y la Inquisición en México.

Para leer Las batallas en el desierto es necesario aceptar la voracidad que hace de José Emilio un coleccionista: una voracidad constreñida a claudicar y desvanecerse en la enumeración, para tornarse, como en los cuentos de Borges, en sobriedad de la abundancia y en condensación de la Historia, así con mayúsculas:

Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél? Ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las Calles de México, Canseco, El Doctor I.Q… Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto…7

Desde hace mucho tiempo una de mis novelas preferidas fue Morirás lejos, quizá la historia de una persecución organizada siguiendo lo que en la jerga literaria se ha dado en llamar la mise en abîme o la puesta en abismo, antes identificada como la trama dentro de la trama, trama paralela o, en la dramaturgia, teatro dentro del teatro. Este sistema, también llamado de la caja china, podría sintetizarse como la forma de producción textual donde uno de los elementos de la trama ofrece una relación de similitud con la obra que la contiene. Método muy usado en literatura, que tiene como uno de sus ejemplos más definidos Las mil y una noches; José Emilio la cita diciendo: “pues sabe que desde antes de Sherezada las ficciones son un medio de postergar la sentencia de muerte” o de anularla o de resucitar en la lectura a los cuerpos muertos. La mise en abîme aparece, como definición literaria, en los diarios de Gide en 1893.

En 1971, mi amigo Arnaldo Orfila, el genial editor que dirigió el Fondo de Cultura Económica y fundó Siglo XXI el siglo pasado, me encargó que preparara una antología de jóvenes autores que en ese entonces tenían entre veinte y treinta y tres años; la hice, la prologué y la intitulé Onda y escritura. Desde entonces, la generación de autores encabezada por José Agustín y Gustavo Sainz fue conocida con buena o mala fortuna como la generación de la Onda. Transcribo aquí unos párrafos de ese prólogo, a manera de botón de muestra:

“El adolescente —dice Paz en El laberinto de la soledad—, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo.” Esa contemplación absorta e interrogante, esa conciencia a medias del propio ser es la que se manifiesta en dos novelas publicadas entre 1965 y 1966: Gazapo, de Gustavo Sainz, y De perfil, de José Agustín. El joven rebelde a su circunstancia, opuesto a su sociedad, crítico de las generaciones que lo preceden, es repetitivo en la historia; viejos mitos surgen para comprobarlo; movimientos reiniciados secularmente dejan testimonio constante de su acaecer. Vestir ropajes extraños como símbolos de ruptura, desconocer las ataduras mediante un comportamiento externo desafiante y grotesco, inventar lenguajes de “iniciados”, despreciar “a los que se alinean”, es enfrentarse a una nueva identidad que se pierde en cuanto algo intenta fijarla, porque la edad, la sociedad, vuelven a colocar al adolescente en el camino trillado que desprecia y que le repugna. “… El adolescente —continúa Paz—no puede olvidarse de sí mismo, pues apenas lo consigue deja de serlo.”8

Esta trágica paradoja hace que el joven sea en esa etapa de su vida un Narciso detenido en el acto de contemplarse, un Narciso incapaz de reconocer su rostro, porque el espejo que lo refleja se fragmenta antes de que su imagen se clarifique, antes de que logre perfilar sus facciones. La rebeldía es el espejo roto antes de que se cumpla la revelación. Gazapo y De perfil, en parte modeladas o inspiradas en Salinger, no son las únicas novelas que nos hablan de adolescentes; no es México el primer país donde los adolescentes, o los que empiezan a dejar de serlo, escriben este tipo de literatura planteada con una especie de código de iniciados para iniciados, literatura que el adolescente escribe para que el adolescente lea. En La ciudad y los perros de Vargas Llosa se advierte la presencia de un adolescente que se sitúa en la perspectiva crítica necesaria para trascender al clan, para ingresar como adulto en el mundo; los protagonistas de Gazapo de Gustavo Sainz parecen intentarlo, a veces, pero no lo logran sino en Obsesivos días circulares de este último.

En el apartado intitulado “Doy vueltas y miro hacia atrás” intenté hacer un rápido balance de la literatura producida a partir de la década de los sesenta, y en la última sección del libro, intitulada “… Y hacia adelante o como exiguo apéndice”, paso revista a varios autores que han publicado ya en este nuevo siglo, es decir, a algunos miembros del movimiento conocido como el Crack (Volpi, Padilla et al.), y a Mónica Mansour, Myriam Moscona y Mario Bellatin.

Finalmente, quisiera agradecer a mis colaboradores Oscar Zapata y Alberto Bastard su valiosa ayuda en la revisión de este libro

Nota al margen

Me ha sido imposible encontrar las páginas exactas de algunas citas. Lo deploro y lo subrayo. Quieran mis lectores, si los tengo, disculparme.

1 Jorge Aguilar Mora, “Prólogo”, en Nellie Campobello, Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México, México, Era, 2000, pp. 11-12.

2 Agustín Yáñez, Al filo del agua, prólogo de Antonio Castro Leal, 11ª ed., México, Porrúa, 1971, p. 48.

3 Carlos Monsiváis, “De todas las Fridas posibles”, en Gabriela Olmos (coord.), Frida Kahlo. Un home-naje, México, Artes de México / Fideicomiso Museo Dolores Olmedo, 2004, p. 9.

4 Véase la p. 360, en el presente volumen.

5 Véase la p. 389, en el presente volumen,

6 Sergio Pitol, Vals de Mefisto, Barcelona, Anagrama, 1984, p. 14; las cursivas son mías.

7 José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto, México, Era, 1981, p. 9.

8 Véase la p. 482, en el presente volumen.

EL IMPACTO DE LA REVOLUCIÓNPrimera parte

Martín Luis Guzmán

LA SOMBRA DEL CAUDILLO:UNA METÁFORA DE LA REALIDAD POLÍTICA MEXICANA

LENGUAJE POLÍTICO Y RETÓRICA

Si uno se atiene a lo que el lenguaje político sostuvo durante largo tiempo, la ideología de la Revolución mexicana siguió siendo vigente durante todo el periodo en que gobernó el PRI. Para verificar o rechazar esa aseveración sería interesante, y además útil, analizar La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán, la novela política más coherente que se haya escrito en México. Y pienso que nadie ha logrado, con tan acabada perfección literaria, dar cuenta de un fenómeno en el momento mismo en que posiblemente era liquidado, y a la vez definir una retórica que, ella sí, se mantuvo activa durante mucho tiempo. Además, al recrear con precisión novelesca un acontecimiento histórico mexicano e imitando a los trágicos griegos, Guzmán determina cuáles son los usos y abusos del poder.

Y como muestra de retórica basta un botón, oigamos hablar en la novela a los dos personajes en contienda por la Presidencia de la República, el general Ignacio Aguirre y el general Hilario Jiménez, personajes que se debaten impulsados por los designios del entonces presidente, el Caudillo, en realidad Álvaro Obregón:

—Estamos hablando con el corazón en la mano, Hilario —dice Aguirre—, no con frases buenas para engañar a la gente. Ni a ti ni a mí nos reclama el país. Nos reclaman (dejando a un lado tres o cuatro tontos y tres o cuatro ilusos) los grupos de convenencieros que andan a caza de un gancho de donde colgarse; es decir, tres o cuatro bandas de politiqueros… ¡Deberes para con el país!…

Pero Jiménez estaba ya de vuelta en el terreno de la sinceridad. Con ella replicó:

—Franqueza por franqueza. Yo no creo lo mismo, o no lo creo por completo. Mis andanzas en estas bolas van enseñándome que, después de todo, siempre hay algo de la nación, algo de los intereses del país, por debajo de los egoísmos personales a que parece reducirse la agitación política que nosotros hacemos y que nos hacen…1

ALGUNOS DATOS BIOGRÁFICOS

Martín Luis Guzmán nació en 1887 en Chihuahua, uno de los estados del norte de la República mexicana más decisivos en el curso de la Revolución. Su padre era instructor del Colegio Militar donde se formaron esos soldados federales que habrían de figurar en sus novelas, ya fuera como los enemigos huertistas o como los militares más sabios del ejército constitucionalista, entre los que se destaca el extraordinario Felipe Ángeles. Guzmán sigue la carrera de jurisprudencia y en 1911 se asocia con los miembros del Ateneo de la Juventud y participa en las actividades culturales de formación y método de estudio, así como de difusión de nuevas ideas que habrían de ser tan importantes en el ideario político de la Revolución. Obsesión de seriedad y de rigor que le hacen decir: “Únicamente la especialización rigurosa hace pueblos completos y organizados, porque en ellos nadie adquiere derecho a la universidad si antes no ha dominado su oficio, y no hay otra senda”.2 Organización y rigor filosóficos, idearios humanistas, reacción contra los ideólogos porfiristas conocidos como los “científicos”.

En 1913, Guzmán se une al movimiento revolucionario del norte, el de los constitucionalistas. Sus años de experiencia en el ejército le permiten relacionarse con los más importantes militares y políticos de México: Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Pancho Villa, Adolfo de la Huerta, Lucio Blanco, Felipe Ángeles, de los cuales deja retratos memorables y vívidos en El águila y la serpiente.

Las diferencias políticas que separan en facciones a los revolucionarios después de la caída de Huerta, la escisión entre Carranza y Villa, lo obligan a optar por la facción villista, hasta que Carranza lo pone preso en 1914. Liberado por la Convención de Aguascalientes y “perplejo ante los dictados de la lealtad, que no le consentía desconocer al gobierno de la Convención ni tampoco hacer armas contra Francisco Villa y Emiliano Zapata, decide expatriarse temporalmente, hasta 1920”.3 De 1922 a 1924 fue diputado al Congreso de la Unión; al apoyar la rebelión delahuertista que fue derrotada, se ve obligado a exiliarse desde 1924 hasta 1936 en España. En el trasfondo histórico de La sombra del Caudillo se funden dos momentos de la vida política de México, en parte de 1923 a 1924, la época de la candidatura a la presidencia de Adolfo de la Huerta, y el periodo de 1927 a 1928, que como corolario tiene el asesinato del general Serrano en Huitzilac, por ir contra los deseos del Caudillo. Los personajes, apenas disfrazados, serían, como ya lo indicaba antes, Álvaro Obregón (asesinado luego en 1929) y Plutarco Elías Calles, quien fundaría el partido que hoy, llamado PRI, aún se mantiene en el poder.

A partir de 1936, Martín Luis Guzmán se integra a la vida política nacional, ocupa diversos puestos, algunos de elección popular, escribe otros libros y corona su carrera con varios premios y cargos.

EL ATENEO DE LA JUVENTUD

En sus notas sobre la cultura mexicana del siglo XX, Carlos Monsiváis recuerda el halo mitológico que aureolaba a la generación del Ateneo de la Juventud y antes de matizarlo resume los atributos específicos de que se componía su sustancia. Extraigo algunas de sus frases:

Es una generación con claridad y unidad de propósitos […] Destruyen las bases sociales y educativas del positivismo y propician el retorno al humanismo y a los clásicos […] En Grecia encuentran la inquietud del progreso, el ansia de perfección, el método, la técnica científica y filosófica, el modelo de disciplina moral, la perfección del hombre como ideal humano […] Representan la aparición del rigor en un país de improvisados […] Impugnan frontalmente el criterio moral del porfirismo […] Renuevan el sentido cultural y científico de México, y [para terminar] son precursores directos de la Revolución.4

El impacto ateneísta se atenúa para Monsiváis si se advierte que

su importancia política no es tan amplia ni tan demoledora [aunque] frente a los sectores reaccionarios y feudales del porfirismo representan un adelanto, una liberalización, una alternativa: son la posibilidad de reformas dentro del sistema, la certidumbre de un comportamiento intelectual de primer orden. Pero [insiste] su raigambre conservadora es imperiosa.5

Y, sin embargo, Monsiváis, quien para reforzar sus argumentos se apoya en los de Jorge Cuesta, aunque disienta levemente de ellos, acepta que los aportes culturales del Ateneo, en relación con los individuos que lo formaron, son extraordinarios. Cuesta, a su vez, dice: “Para los ateneístas el conocimiento se maneja como acción, la inteligencia como sensibilidad y la moral como estética”. En suma, tanto Cuesta como Monsiváis coinciden en que su proyecto fue un “intento de reconstrucción utópica”, y añade Monsiváis, citando a Cuesta:

[formado por] espíritus que por violentar demasiado a la ética se han visto política y estéticamente casi desposeídos, y por mantener un orgullo demasiado erguido en el sueño, lo han visto sin fuerza en la realidad […] El Ateneo de la Juventud se significó con su actitud aristocrática de desdén por la actualidad; pero su aristocracia es una ética, casi una teología.6

No es extraño entonces que su idea de la historia sea eminentemente heroica, nostálgica, modelada en la palabra casi sagrada del Ariel de Rodó, cuya estética estatuaria fue trasladada a una práctica humanística: los intelectuales como héroes, como reformadores de la patria. Héroes, copias al carbón de una poética (y una ética) aristotélica. Así, tanto Alfonso Reyes como Martín Luis Guzmán, ambos hijos de militares destacados del Porfiriato, asumen como su paradigma natural la edad heroica griega. En Reyes a través de un deslinde retórico y humanístico, y en Guzmán mediante la creación de un arquetipo estético modelado por la tragedia ateniense.

LO ESCULTÓRICO Y LA TRANSPARENCIA

Recalco, entonces: podría afirmarse que este último escritor tuvo como modelo directo la Poética