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En 1968 Enrique Vila era un joven aspirante a director de cine. Hizo sus pinitos laborales en la revista Fotogramas, donde le encargaron la traducción de una entrevista a Marlon Brando. Sin saber apenas inglés, y con el ánimo de no perder el trabajo, se la inventó. A esta, siguieron otras. Y así empezó a forjarse una imaginación particularísima y un autor singularísimo. En esa época y con estas entrevistas inventadas apareció la que es hoy una firma de referencia obligada de nuestra literatura: Enrique Vila-Matas. El volumen se completa con el relato «Recuerdos inventados», auténtica bisagra en la trayectoria del autor entre estas entrevistas inventadas y su ya inconfundible narrativa. Prólogo de Mario Aznar.
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Seitenzahl: 70
Primera edición: febrero de 2024
Ocho entrevistas inventadas, © de Enrique Vila-Matas, 2024
Por mediación de MB Agencia Literaria, S. L.
© Del prólogo: Mario Aznar, 2024
© De esta edición:
H&O Editores
www.hyo-editores.com
Imagen de la cubierta: Enrique Vila-Matas, 1969 (autor desconocido)
Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre López-Gay
Maquetación: Fotocomposición gama, sl
Corrección: Guillermo Pérez Ortiz
ISBN: 978-84-128089-3-3
Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, y el alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, salvo las excepciones previstas por la ley.
Historia de una voz. Prólogo de Mario Aznar
Hay una fotografía ligeramente movida en la que se ve a Rudolf Nuréyev, vieja gloria de la danza clásica, sosteniendo en el aire una bofetada, hija a partes iguales de la voluntad y de la inercia. Como la vida misma. El brazo, delgado pero fuerte, nervioso, queda suspendido en lo más alto, como en esas otras muchas imágenes que lo retratan congelado a mitad de un salto magnético. Al otro lado de este fugaz arco narrativo, que comienza con la mano alzada del bailarín, se encuentra Enrique Vila-Matas. Esa fotografía existe en mi cabeza y ahora también en la tuya, lector ilustre o quier plebeyo. Entre esa imagen y lo que ocurrió realmente en la discoteca Bocaccio de Barcelona, una noche de primavera de 1969, se abre una falla inapreciable. Entre ambos instantes se da el desplazamiento de la escritura.
Escribió George Steiner que «el genio de la época es el periodismo», que llena cada grieta y cada fisura de nuestra conciencia. Hablaba Steiner de un mundo mediático, pero también, y sobre todo, de un mundo mediado por el lenguaje y las formas discursivas. Steiner hablaba en los años sesenta de posficción, mientras que ya en el siglo xxi Albert Chillón introducía el término de facción para hacer explícito que todo texto posee cierto grado de ficción al tender un puente discursivo —personal y lingüístico— con el mundo. En este modesto escarceo terminológico se cifra tal vez un cambio de paradigma: del periodismo a la ficción —que llena hoy cada grieta y cada fisura de nuestra conciencia.
La escritura de Vila-Matas coquetea con esa condición facticia a través de un entramado de referencias autobiográficas, históricas y literarias, pero no es hasta 1973 cuando se publica su primera novela, Mujer en el espejo contemplando el paisaje. Para entender mejor su papel en este giro, cabe retroceder cinco años, a la época en la que el escritor comienza a colaborar como redactor y crítico de cine en la revista Fotogramas, bajo la dirección de Elisenda Nadal. En agosto de 1968, aparece allí el primer texto firmado con su nombre: el artículo «Clint Eastwood o el mito de un rostro impasible». Pero es un poco antes, en el mes de julio, cuando ve la luz la mítica entrevista inventada a Marlon Brando. Con ese texto fundacional, Enrique Vila-Matas —bajo el nombre aún de Mary Holmes, firma apócrifa y comodín habitual en la redacción de la revista— abre este libro y también las puertas de su literatura.
Con apenas veinte años, Vila-Matas renuncia a traducir del inglés la entrevista real —su verdadero cometido— y a través de una particular visión del actor de El padrino construye un personaje irreverente, dispuesto a asumir el riesgo de su desaparición y a atreverse a «dejar de ser», como buena parte de los antihéroes de sus novelas posteriores: «Toda la gente con un poco de personalidad, de inteligencia y de dignidad tiene que ser un poco loca», comenta la estrella de Hollywood, y Vila-Matas a través de él en su papel de ventrílocuo literario.
Es en estos años —en Fotogramas, pero también en Destino, bajo la supervisión de Pere Gimferrer— cuando la ocupación periodística se convierte en un laboratorio de literatura potencial —al modo de OuLiPo— en el que, a través de entrevistas, crónicas, notas de cine, estampas y reportajes, el escritor hace implosionar las convenciones y las constricciones del discurso factual para abrir paso al discurso facticio o incluso abiertamente ficcional.
Su temprana vocación cinéfila tiende cada vez más hacia lo literario. Mientras que en algunas entrevistas modifica, tergiversa o acomoda las respuestas a su gusto —Juan Antonio Bardem o Francisco Rovira Beleta—, en otras acabará inventando sin ningún reparo. Tras haber discutido con Nuréyev la noche anterior —«Confuso. En la barra. Un malentendido. Dos bandos. Empujones. Una bofetada.»— el escritor decide no presentarse en el hotel donde se alojaba el bailarín y en su lugar inventar la entrevista. A propósito de esta pieza, sin duda uno de los ejemplos más brillantes de ventriloquía que aquí se recogen, cuenta el autor que Terenci Moix le preguntó a Manuel Vázquez Montalbán si había leído las barbaridades que decía Nuréyev. Al oír esto, Vila-Matas se ofendió tremendamente, ya dueño absoluto de aquellas palabras. Como en el caso de Brando, se deslizan en la conversación con Nuréyev declaraciones y apuntes que parecen ahora pensamientos en voz alta del propio Vila-Matas, como cuando especula con la posibilidad de desmontar su compostura de hombre-genio y que por un momento el bailarín olvide «su careta, sus poses, sus ficciones».
En el caso de las entrevistas con Cornelius Castoriadis o con Anthony Burgess, Vila-Matas se presentó directamente con la entrevista escrita —algo que, al parecer, el propio Burgess ya había hecho antes. De modo que esas entrevistas no son exactamente invenciones, sino reescrituras a partir de otros diálogos ya existentes. Siguiendo una estrategia similar, aunque a posteriori, Vila-Matas decide recurrir a una entrevista previa de Patricia Highsmith aparecida en el diario francés L’Express y recrear desde ahí una conversación que nunca tuvo lugar en esos términos, movido en este caso por la actitud antipática y parca en palabras de la escritora.
El Vila-Matas que reconoceremos con posterioridad, aquel que entreteje su voz con la de otros o que elabora sus ficciones desde el ensayismo y la reescritura crítica, relumbra en la segunda entrevista a Marlon Brando —ahora en Dezine, en 1980—, donde se permite lanzar una mirada irónica y reincidente —doce años más tarde— hacia el primer encuentro con el actor estadounidense. Los motivos y los procedimientos difieren, pero el resultado es la apertura paulatina a la ficción. Ese recorrido, que el lector puede reconstruir ahora a través de estas páginas, cuenta también la historia de una voz, pues no olvidemos que es en esta época y en estas entrevistas cuando surge el guion entre los apellidos y, simbólicamente, el escritor:
Mary Holmes
Enrique Vila
Vila Mata
E. Vila-Matas
Enrique Vila-Matas
De alguna forma, esta historia del estilo es correlato del desplazamiento que separa cada vez más los hechos de su escritura, y que cuajaría al poco tiempo en el relato de ficción —ahora sí— que abre su primera antología personal: «Recuerdos inventados». Pieza vertebradora de su obra posterior —«auténtica bisagra programática» que reorienta «la narrativa de Vila-Matas hacia la segunda gran etapa de su trayectoria», al decir lúcido y pertinente de Cristian Crusat—, al final del libro se incluye también este texto como estrategia bifronte de cierre y apertura.
La posibilidad misma de inventar un recuerdo evoca, precisamente, el modo en el que Vila-Matas comenzó a admirar y a imitar a Witold Gombrowicz mucho antes de haberlo leído, comportándose tal y como imaginaba que sería el autor de Ferdydurke,al que solo conocía por una fotografía publicada en Quimera. El propio escritor —feliz inventor de sus precursores— ha comentado en alguna ocasión, como sorprendiéndose a sí mismo, que de esta manera encontró sin darse cuenta su propio estilo mientras creía que copiaba el estilo de otro. El nombre, la voz y el estilo son las huellas con las que un escritor firma ese ligero desfase, esa diferencia o desajuste entre el texto y el mundo a partir del cual se crea algo nuevo: el halo que en una fotografía movida incorpora a la realidad algo que antes no estaba.
«Prefiero sorprenderme a mí mismo. Es una fiesta más íntima. Siempre sale mejor», confiesa Marlon Brando, convertido en un muñeco de madera y trapo, sentado en el regazo de Enrique Vila-Matas, mientras este, sin mover los labios pero emitiendo una leve vibración solo perceptible para quien está muy atento, observa una fotografía movida en la que el bailarín soviético Rudolf Nuréyev levanta el brazo en actitud dramática y parece olvidar su careta, sus poses, sus ficciones. Como recuerda el trágico ventrílocuo de Una casa para siempre