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Ocho destacados escritores contemporáneos reinterpretan las clásicas historias de fantasmas en esta inquietante colección de relatos ambientados en las localizaciones más misteriosas de las islas británicas. Inglaterra es por excelencia la tierra de las apariciones y los lugares encantados. Para este libro, ocho prominentes novelistas británicos tuvieron la oportunidad de elegir un edificio perteneciente al English Heritage —una institución pública que protege y promueve el patrimonio histórico inglés— y permanecer en él después del horario de visita habitual. Inmersos en la historia, la atmósfera y las leyendas sobre esos emplazamientos, canalizaron la parte más oscura de su fantasía para crear las extraordinarias historias de fantasmas contemporáneas recogidas en este volumen. La mansión jacobea de Audley, el fuerte romano de Housesteads, los castillos de Dover, Kenilworth, Pendennis y Carlisle, el palacio de Eltham y un búnker de la Guerra Fría situado en York. Entre los muros de estos famosos lugares encantados, cada autor encontró la inspiración necesaria para reinterpretar a su manera las clásicas ghost stories, que llevan aterrorizando desde hace generaciones a cuantos lectores se acercan a ellas.
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Seitenzahl: 241
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Edición en formato digital: octubre de 2019
Título original: Eight Ghosts
En cubierta: ilustración de © Classic Stock / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la edición, English Heritage, 2017
De los relatos, © Sarah Perry, 2017
© Andrew Michael Hurley, 2017
© Mark Haddon, 2017
© Kamila Shamsie, 2017
© Stuart Evers, 2017
© Kate Clanchy, 2017
© Jeanette Winterson, 2017
© Max Porter, 2017
© De la traducción, Esther Cruz Santaella
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17996-33-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Entre estas cuatro paredesANDREW MARTIN
Ocho fantasmas ingleses
Huyen de mí quienes antes me buscabanSARAH PERRY
El último caso del señor LanyardANDREW MICHAEL HURLEY
El búnkerMARK HADDON
PremoniciónKAMILA SHAMSIE
Nunca más salióSTUART EVERS
El MuroKATE CLANCHY
Fuerte como la muerteJEANETTE WINTERSON
La señora Charbury en ElthamMAX PORTER
Diccionario geográfico de sitios encantados del English Heritage
Notas biográficas
El futuro es como un muro ciego o una niebla densa que oculta todo a nuestra vista: el pasado está vivo y móvil en los objetos, con un tinte brillante o solemne, con un interés inmarcesible.
Extraído de «On the Past and Future», en Table-Talk; or, Original Essays de William Hazlitt, 1821.1
1 Todas las citas y referencias recogidas en el presente libro aparecen en versión de su traductora (que es además la autora de todas las notas al pie que acechan estas páginas).
Las ruinas de Minster Lovell Hall —una elegante casa señorial del siglo XV en Oxfordshire— se hallan en una localización prometedora para los entusiastas de los fantasmas, entre el cementerio de la iglesia de St. Kenelm y un tramo solitario del río Windrush. El panel informativo del English Heritage anuncia que el lugar está abierto a «cualquier hora razonable del día», algo que probablemente no incluya el anochecer en un día de lluvia intensa. Y sin embargo esas fueron las condiciones en las que me planté solo delante de la casa, pensando en el rumor sobre el descubrimiento de un esqueleto en el sótano en 1718; supuestamente, se trataba del cuerpo de Francis Lovell, que se había escondido ahí después de la batalla de Stoke en 1487, al final de la guerra de las Rosas, y había muerto de hambre.2 A mi alrededor todo eran sonidos, algunos explicables (el arrullo de las palomas posadas en las ruinas de la torre, el rumor del Windrush), otros no tanto. De repente, noté una forma grande y gris sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un pájaro —una garza real, creo— deslizándose para aterrizar en el estanque contiguo.
Si hubiese echado a correr sin levantar la vista, habría tenido una historia de fantasmas que contar. Mientras caminaba de vuelta a la casa en la que me alojaba, fui pensando en inventarme una de todos modos, solo para comprobar el efecto de decirle a mi anfitriona: «Acabo de ver un fantasma en Minster Lovell Hall...». La mentira me habría parecido justificada por su valor lúdico, y es posible que me olvidase de que estaba mintiendo nada más empezar a relatar la historia. Si la hubiese contado lo bastante bien, mi anfitriona la habría ido repitiendo por ahí. Quizá ella a su vez la hubiese adornado, consciente o inconscientemente, y todas esas ocasiones en las que se hubiese vuelto a contar habrían sido un homenaje a la fascinación que despiertan las ruinas de Minster Lovell.
La difusión de mi cuento habría sido bastante folclórica, por el hecho de haberse comunicado de boca en boca, sin una excesiva meticulosidad respecto a los hechos. Desde finales del siglo XVIII, hemos mantenido nuestras obras de ficción y de no ficción en estantes separados. Sin embargo, una historia de fantasmas siempre debería parecer que es de no ficción o «verídica», por usar el término preferido entre los investigadores victorianos tardíos de la Society for Physical Research.
Es frecuente que se insista desde su principio en la veracidad de un cuento. He aquí el título de la que se ha calificado, por su tono forense, como la primera historia de fantasmas moderna: A true Relation of the Apparition of one Mrs Veal the next day after her death to one Mrs Bargrave, at Canterbury, the eight of September, 1705 («Una narración veraz de la aparición de una tal señora Veal al día siguiente de su muerte a una tal señora Bargrave, en Canterbury, el 8 de septiembre de 1705»). La historia, de Daniel Defoe, comienza así:
Lo que viene a continuación es algo tan extraño en todas sus circunstancias, y lo sé de tan buena tinta, que ni mi lectura ni mis conversaciones me han aportado nada igual. Habrá de agradar al inquisidor más ingenioso y serio. La señora Bargrave es la persona a la que se apareció la señora Veal tras su muerte. Es mi amiga íntima, y puedo dar fe de su reputación durante los quince o dieciséis años pasados...
Esta presentación de credenciales se convertiría en un mecanismo familiar que utiliza ya Oscar Wilde en su parodia El fantasma de Canterville (1887). En palabras de lordCanterville: «Me siento en la obligación de contarle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros vivos de mi familia, así como el rector de la parroquia, el reverendo Augustus Dampier, que es miembro del King’s College de Cambridge».
Ya sean nominalmente reales o ficticios, los fantasmas tienden a ajustarse a unos patrones estándar. En el siglo XIX, Charles Dickens escribió que estos se reducen «a unos pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y “caminan” por rutas ya marcadas». Tales palabras salen de la boca del viejo —e irritantemente sagaz— narrador de Un árbol de Navidad (1850), una historia menor de fantasmas escrita por Dickens. Ese desencanto con el mundo de los fantasmas es ajeno al propio Dickens, quien afirmó: «Siempre me he interesado muchísimo por el tema y nunca he perdido a sabiendas la oportunidad de indagar en él». Sin embargo, la mayoría de los fantasmas sí es convencional en cuanto a apariencia y comportamiento, bien porque así son ellos o bien porque así es buena parte de la gente que habla sobre ellos.
Los fantasmas femeninos de castillos o casas grandes, por ejemplo, suelen ser «damas» y tienden a ser blancas. Se han visto damas blancas (entre otros) en el castillo de Beeston, en Cheshire; el castillo de Rochester, en Kent; y el castillo de Goodrich, en Herefordshire. Hay melancólicas damas aristocráticas disponibles también en color verde (castillo de Helmsley, Yorkshire) y azul (castillo de Berry Pomeroy, en Devon, conocido popularmente como el lugar más encantado del English Heritage, y que cuenta además con una dama blanca).
La falta de cabeza es otra queja común entre los fantasmas. El icono de la decapitación, sirWalter Raleigh, se aparece en el castillo de Sherborne Old, en Dorset, mientras que un tamborilero descabezado tamborilea en el castillo de Dover. En la vecindad del castillo de Okehampton, en Devon, ladyMary Howard (n. 1596) se pasea en un carruaje hecho con los huesos de sus cuatro maridos muertos, elegantemente decorado con un cráneo en cada esquina y conducido por un cochero sin cabeza. Al amanecer del antiguo día de Navidad (el 6 de enero), un carruaje tirado por caballos sin cabeza cruza las ruinas de la abadía de Whitby y pasa por el borde del acantilado, lo que me lleva a apreciar el empeño de mi ordenador en sugerirme «descerebrado» en vez de «descabezado».
No podemos cerrar el tema de los espíritus tipo sin mencionar a los monjes fantasma. Hay uno (o más) en la abadía de Waverley, en Surrey; en la abadía de Bayham y en las torres Reculver, en Kent; en los prioratos de Thetford y Binham, en Norfolk; en Hardwick Old Hall, en Derbyshire; en la abadía de Rufford, en Nottinghamshire; en la abadía de Thornton, en Lincolnshire; en la abadía de Roche y en el castillo de Conisbrough, ambos en South Yorkshire; y en la abadía de Whalley, en Lancashire.
Llegados a este punto, se hace necesaria una digresión histórica con el objetivo de señalar que los monjes —como principales cronistas de la vida medieval— fueron también unos de los primeros escritores de historias de fantasmas. En torno a 1400, por ejemplo, un monje de la gran abadía cisterciense de Byland, en North Yorkshire, transcribió doce historias de fantasmas en las páginas que quedaban en blanco al final de una popular enciclopedia, el Elucidarium (llamado así porque arrojaba luz sobre temas de teología y creencias populares). El recopilador anónimo de historias de fantasmas tenía la ya mencionada preocupación por la veracidad. Era cuidadoso en cuanto a la localización de las escenas —mencionaba muchos lugares de la zona— y da el nombre de los protagonistas en más de la mitad de los relatos. El segundo cuento, por ejemplo, trata sobre «una batalla milagrosa entre un espíritu y un hombre que vivía en la época de Ricardo II»: un sastre de nombre Snowball que se encontró con el fantasma cuando iba de camino a su casa, en Ampleforth, muy cerca de Byland.
Uno de los fantasmas adoptaba la forma de una voz sin cuerpo, que gritaba «cómo, cómo, cómo» a medianoche cerca de un cruce de caminos. Seguidamente, se convertía en un caballo pálido y cuando el perceptor (William de Bradeforth) ordenaba marchar al «espíritu, en nombre del Señor y por el poder de la sangre de Jesucristo», el fantasma se retiraba «como un trozo de lienzo que despliega sus cuatro esquinas y vuela inflado». En otras historias, el espíritu es más corpóreo, un retornado como los que se asocian al folclore escandinavo: un cadáver animado y torpe. En la tercera historia, el retornado —el espíritu de un hombre llamado Robert, de la vecina Kilburn, que ha estado asustando a los lugareños y haciendo que los perros ladraran— acaba capturado en un cementerio y amarrado en los peldaños de la iglesia, tras lo cual empieza a hablar «no con su lengua, sino desde las entrañas, como si la voz saliera de un barril vacío». La historia termina —al igual que la mayoría de historias de fantasmas de Byland y muchas otras relatadas por monjes a lo largo de la Edad Media— con la víctima/protagonista confesando sus pecados y recibiendo la absolución. Los monjes tendían a concluir sus relatos de esta manera, subrayando con ello la eficacia de la oración a la hora de liberar las almas del purgatorio.
Incluso después de la disolución o supresión de los monasterios, los católicos siguieron creyendo en ese tipo de fantasmas previos a la Reforma: un alma que regresa y pide oraciones. Dado que el protestantismo había despachado la idea del purgatorio, todo aquel que conservase esas creencias empezó a parecer primitivo y supersticioso. De ahí que los monjes siniestros poblasen la ficción gótica, el género inmediatamente anterior a las historias de fantasmas modernas.
La ficción gótica (una reacción romántica contra el neoclasicismo dominante) tuvo su auge más vistoso a finales del siglo XVIII. Promovía lo antiguo, lo violento y lo macabro. Los monjes espectrales (así como las damas blancas y montones de decapitados) asociados a numerosas propiedades del English Heritage probablemente se implantasen durante esta fase gótica, cuando lo monacal parecía ser el epítome de la decadencia y la hipocresía del mundo medieval que había llevado sus monasterios a la ruina. Matthew Gregory Lewis creó el modelo con El monje (1796), seguido de cerca por obras sensacionales como El italiano o el confesionario de los penitentes negros (1797) de Ann Radcliffe, Gondez the Monk (1805) de William Henry Ireland y Melmoth el errabundo (1820) de Charles Maturin.
La vena anticatólica todavía se detecta quizá en la obra del distinguido anticuario y escritor de historias de fantasmas M. R. James, sobre todo en lo diabólico del epónimo El conde Magnus (1904). (Fue James, por cierto, quien primero transcribió y publicó —transcribió, no tradujo— las historias de Byland; disfrutó con el latín «tan refrescante» en el que estaban escritas).
Los escritores góticos se sentían atraídos por los monjes no solo por su teología exótica, sino también por lo pintoresco de sus hospedajes. Después de todo, la literatura gótica recibió ese nombre de su asociación con los edificios y ruinas «góticos», los monasterios y castillos con sus pasadizos subterráneos, las amenazadoras cresterías y las escaleras desmoronadas. Sin embargo, el nivel de histeria de esta literatura era insostenible, y su energía se canalizó —suavizando de paso los siniestros trasfondos— en las novelas de amor históricas más decorosas de Walter Scott. El nuevo sensacionalismo residía en las historias de fantasmas, cuyos autores trataban de apartarse del materialismo implícito en el darwinismo, del mismo modo que los escritores góticos se habían rebelado contra el racionalismo del siglo XVIII.
Se podría decir que las historias de fantasmas fueron la primera forma de «literatura de género», y durante un tiempo los avances científicos complementaron lo espectral, más que negarlo. Existe una analogía, por ejemplo, entre la telegrafía y la telepatía. Esos nuevos fantasmas vagaban en libertad por el mundo, y los escenarios típicos —castillos o monasterios en ruinas—, ya no eran necesarios...
Los fantasmas emigraron a zonas residenciales, donde les esperaba un público cautivo. En prácticamente todas las casas victorianas el comedor habrá albergado una sesión de espiritismo, cuyos refinados participantes no esperaban que se les presentase el típico aparecido frankensteiniano torpón, propio de las historias de fantasmas medievales; no había la fe suficiente como para que un ser así cobrase vida. Se aceptaba que la vida después de la muerte quedara probada de forma indirecta, a través de una voz incorpórea, un descenso de la temperatura o un movimiento de la güija. Si los participantes conseguían conjurar una manifestación sobrenatural, esta sería efímera y transparente.
La caza de fantasmas se fue haciendo cada vez más doméstica, y pasó a ocuparse de rostros aparecidos en ventanas, golpes de puertas, crujido de suelos y arañazos tras los rodapiés. (En las historias de fantasmas victorianas y eduardianas, los ingenuos protagonistas atribuirían primero esos ruidos a las ratas, aunque estas dejaron de invocarse tan a la ligera tras el gran papel que tuvieron en los horrores de las trincheras de la Primera Guerra Mundial). Un clásico del género de las casas encantadas es Relato de los extraños sucesos de la calle Aungier, escrito por Sheridan Le Fanu en 1851. En esta historia —cuya brillantez sugiere ya el propio título, con lo lúgubre que suena «Aungier»—, dos estudiantes de Dublín alquilan una casa que había pertenecido a un juez conocido por sus sentencias de horca. Una noche, tumbado en la cama, uno de los jóvenes se hace consciente de «una suerte de preparativos horrendos aunque indefinidos puestos en marcha en un barrio desconocido [...]». El propio Le Fanu pasaba noches despierto sumido en horribles elucubraciones y tenía una pesadilla recurrente: una casa grande que se derrumbaba con él dentro, dormido. Cuando murió en su cama —de un ataque al corazón y con una expresión sobresaltada en el rostro—, el médico comentó: «¡Al final se cayó la casa!».
También una cama es el punto focal de una de las mejores historias de fantasmas de M. R. James, ¡Silba y acudiré! (1904). El suceso fantasmal comienza al aire libre. Un académico muy racionalista llamado Parkins está paseando por una playa desolada y gris de Suffolk. Llega al lugar donde hubo una preceptoría templaria en la que desentierra un silbato de hueso. Se lo lleva a la posada en la que está alojado y en su habitación lo hace sonar temerariamente, levantando con ello un viento que se agita al otro lado de las ventanas. Es en la habitación donde al final tiene lugar la manifestación, en forma de unas sábanas arrugadas (inolvidables para quien haya visto el cortometraje de Jonathan Miller basado en esta historia y estrenado en 1968). Mi lectura de este desenlace es que el «sincero y arisco» Parkins se lleva su merecido por partida doble. En primer lugar, está la manifestación. En segundo, el hombre queda reducido a un temblor temeroso ante un objeto tan trivial como una sábana.
La más famosa de todas las apariciones domésticas la relató el célebre cazafantasmas y charlatán Harry Price en su libro de 1940 The Most Haunted House in England («La casa más encantada de Inglaterra»), es decir, la rectoría de Borley, en Essex. Cuando Price se iba de retiro a Borley —cosa que hizo con regularidad durante diez años—, se llevaba su «equipo de caza de fantasmas», que incluía una botella de brandi (por si alguien se desmayaba) y un par de «fundas de fieltro para calzado, para moverse en silencio por la casa sin perturbar a seres humanos ni a “entidades” paranormales en caso de que produjeran “fenómenos”». He aquí un ejemplo de cazafantasmas «dandi».
Cualquier clase de casa puede estar encantada. Dickens hablaba de la «casa evitada», la finca abandonada y misteriosa que queda en evidencia por la formalidad de las residencias convencionales que tiene a cada lado (a las que quizá avergüence). En la literatura, las casas encantadas tienden a ocupar la escala más alta del mercado. En el relato de Walter de la Mare Out of the Deep («De las profundidades», 1923), el protagonista, Jimmie, hereda la «horrible mansión vieja de Londres» de su tío. En Moonlight Sonata («Sonata de luz de luna», 1931) de Alexander Woollcott, uno de los dos protagonistas reside en «la ruinosa casa señorial de la familia, que había heredado con indignación». De nuevo, los poltergeists no necesitan una casa ni grande ni señorial. Se presentarán en cualquier sitio en el que haya muebles que tirar.
Haunted Houses («Casas encantadas»), un poema de 1858 de Henry Wadsworth Longfellow, comienza así:
Todas las casas en las que han vivido y muerto hombres
son casas encantadas...
Y cuantas más muertes, mejor, sinceramente. Por eso mismo fui a Minster Lovell Hall al anochecer. Es eso lo que me hace ir a cualquier propiedad del English Heritage: mientras los visitantes más diligentes están en la sala contigua escuchando hablar de la cornisa dentada y las molduras de las puertas, yo remoloneo en la sala anterior, fijándome en el espejo nublado, desafiando a cualquier rostro del pasado para que se aparezca junto al mío.
En resumen, lo que espero es ver un fantasma y disfrutar la sensación de asombro que —estoy seguro— acompañará al respingo de puro miedo.
ANDREW MARTIN
2 El conflicto conocido como guerra de las Rosas o de las Dos Rosas enfrentó en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XV, a las casas de Lancaster y York, ambas pretendientes al trono. El nombre se deriva del emblema de las dos casas: una rosa blanca en el caso de York y una roja en el de Lancaster.
—¿Te he hablado alguna vez de mi amiga Elizabeth? —me preguntó Salma.
Estábamos en la cafetería de la mansión Audley End. Habíamos ido a pasear a su bebé (afortunadamente dormido para entonces) por las estancias sombreadas de aquel lugar y a contemplar mientras tanto, con el debido respeto, las escayolas de los techos y las extintas aves acuáticas que vadeaban aguas en ninguna parte al otro lado de las cristaleras.
—No, que yo recuerde.
—Bueno, tanto como amiga... —Salma hizo una pausa y con la mano derecha meneó el carrito adelante y atrás. Su rostro, que solía mostrar una mirada alegre y benévola, estaba alterado. Vi en él una mueca de desprecio pasajera—. Nunca fuimos íntimas.
—No me habías hablado de ella antes.
De nuevo esa mirada de desprecio, que contenía además un cierto toque de repugnancia. Me resultaba inquietante, así que aparté la vista y miré al punto en el que la pradera de césped daba paso a una casona más apartada.
—Trabajó aquí, el año pasado o el anterior, no sé. Ahora está muerta. —Lo dijo con tan poca expresividad que no supe cómo responder—. Mira, tráeme un café, y algún dulce si acaso, que te voy a contar una historia.
No podía quejarme mucho ante la perspectiva de oír uno de los relatos de Salma, dado que tenía el don de sacar una anécdota de una hora a partir de un incidente de un minuto. Diligente, le llevé una cafetera bien caliente y un platito con algo dulce. Su hijo se había despertado y tenía hambre, y Salma lo amamantaba con satisfacción; entretanto, la cafetería había empezado a llenarse, de manera que lo que me contó a continuación llegó a mis oídos y a los de nadie más. Todo esto ocurrió hace al menos diez años: no he vuelto a ver a Salma desde entonces, pero aquella historia se quedó conmigo, como algo que me hubiesen contado de pequeña para asustarme.
Elizabeth (me dijo) era una de esas personas atractivas y atrayentes a las que quisieras detestar, pero es imposible. La ropa vieja y andrajosa le quedaba como si fuese de terciopelo y seda; era una belleza; tenía muchos amigos y parecía que sus padres nunca le hubieran hecho ningún mal. De niña era una artista dotada y más tarde se convirtió en una dotada restauradora. Había vivido en París, donde reparó el telón de una ópera dañado en un incendio, y en una ocasión descubrió un mural art nouveau oculto tras la escayola en una casa en Norfolk. A finales del último verano del siglo pasado, la llamaron para trabajar en Audley End. Había nacido en Essex, así que estaba familiarizada con la mansión, con su largo camino de acceso bordeando el césped soleado y con el famoso seto de tejo recortado que simulaba nubes de tormenta. Por entonces estaba casada, y si bien el trabajo de una semana en su condado natal carecía del glamur de un tapiz bohemio en Praga, le permitiría alojarse con su esposo en la casa en la que se había criado, junto a unos padres por los que sentía devoción.
La tarea para la que la habían contratado no tenía nada que ver con ninguna que hubiese desempeñado antes. Sus herramientas de trabajo eran la lana y las sedas, y tenía las yemas de los dedos rugosas por los pinchazos de las agujas. Pero en Audley End iba a ser una de las tres personas que devolverían su antigua gloria a un gran panel jacobino. Se trataba de una pieza tallada en roble que había perdido brillo y lustre.
La mujer llegó temprano a la casa, alegre como siempre, si bien algo nerviosa, y salieron a recibirla a la puerta.
—¡Vaya! Pase, pase. Elizabeth, ¿verdad? No me gusta abreviar los nombres. Yo, por ejemplo, me llamo Nicholas, nada de Nick. Bueno, pues aquí estamos: todo listo.
Habían llegado al salón principal. En los estandartes suspendidos sobre sus cabezas se leían inscripciones en latín. Las persianas estaban bajadas. Un par de botas excéntricamente grandes colgaba sobre una escalera de piedra blanquecina que conducía a una galería de piedra igual de blanquecina, y había un nido de avispas cubierto por una vitrina de cristal, sobre un pedestal. Era una mañana cálida, con una neblina blanca y alta que prometía un día sofocante, y sin embargo, mientras estrechaba las manos de sus compañeros, Elizabeth tiritaba por el frío gélido que subía del suelo de piedra.
—Buenos días —dijo como saludo a los jóvenes a los que Nicholas dio paso animadamente.
—Ade —se presentó el primero, sonriendo mientras le estrechaba la mano a Elizabeth—. Este es Peter, que no habla mucho.
Peter también sonrió, con una expresión teñida de una especie de placer burlón que hacía redundantes las palabras. Elizabeth sintió de repente esa cálida camaradería que va vinculada a un propósito común.
—Bueno —intervino Nicholas, orgulloso, como si él mismo hubiese tallado el panel—. ¿Qué le parece?
A decir verdad, la primera respuesta de Elizabeth fue de desagrado. El panel, vasto y oscuro, ocupaba toda la anchura del salón. En el centro tenía una puerta en arco cubierta de terciopelo rojo y flanqueada por cuatro bustos enormes que parecían los reyes y reinas de una baraja de cartas. El conjunto estaba engalanado con guirnaldas talladas y ramilletes de melocotones, uvas y peras hechos en madera, todos en apariencia excesivamente maduros; los ojos de Elizabeth se detuvieron en una granada abierta que dejaba a la vista su depósito de semillas, y la mujer casi creyó percibir el aroma de la fruta pudriéndose. Aquí y allá se veían más rostros: hombres verdes sonrientes y mujeres sin extremidades, con pechos bulbosos y duros. Todo era de estilo jacobino, admirable a su manera; no obstante, Elizabeth se notó reticente a cruzar la mirada con todos aquellos ojos imperturbables.
Observándola, Nicholas esbozó una sonrisa.
—Curioso, ¿verdad?
El hombre se le acercó entonces en un gesto de confianza; durante un instante, pareció que iba a desvelarle un secreto, pero evidentemente cambió de opinión. Juntó las manos y se las frotó con energía.
—No es lo que uno elegiría para su salón, pero bien merece una buena limpieza. De modo que... —Hizo un gesto hacia una mesa de caballete sobre la que, encima de una sábana blanca, había trapos, pinceles, frascos de cera y botes de disolvente—. Ade es el experto, ¿no? Genial, maravilloso. Les dejo trabajar. Estaré en la cafetería a la hora del almuerzo.
Antes de salir por la puerta escarlata les dedicó una despedida general, aunque a Elizabeth le pareció que a ella le lanzaba una mirada cómplice al pasar por su lado.
La mañana avanzó muy rápido. Los rituales de preparación se desarrollaron en un silencio sociable, roto solo por las advertencias de Ade, que era experto en trabajos en madera y tenía clavadas las astillas que lo atestiguaban. A Elizabeth la pusieron a cargo de una pareja de monarcas situada a la izquierda de la puerta principal, y de los pedestales correspondientes. Incluso desde detrás de las persianas bajadas se notaba el calor del día, que llegado el mediodía había logrado borrar el último rastro de frío gélido. La primera tarea de Elizabeth era retirar el polvo que se había instalado en los ojos vacíos de las figuras talladas y en la fruta partida. La aversión que sentía por el panel se disipó conforme la iban cautivando la veta de la madera y la habilidad de las manos que la habían tallado.
Poco después de mediodía, por acuerdo común, dejaron de trabajar. Ade y Peter tenían otro compromiso, así que se marcharon en una furgoneta, con la promesa de regresar a última hora del día. Sola en el salón, Elizabeth notó que el frío regresaba: con las manos apretadas contra la espalda dolorida, contempló el panel, y el panel la contempló a ella. Entonces se echó a reír y se fue a buscar a Nicholas.
Parecía que el hombre la había estado esperando: en cuanto abrió la puerta de la cafetería desierta, Nicholas le hizo señas para que se acercase.
—¿Cómo va la cosa? —le dijo.
—Bien, creo. Aunque no paro de estornudar con el polvo.
—Siento que la hayan dejado sola esta tarde. ¿Le supone alguna molestia?
—No, en absoluto.
—¡Maravilloso! ¿Y qué le parece a usted?
—¿El panel? No encaja en mi estilo, pero es muy exquisito, ¿no cree? Me ha dado por pensar que más de uno tuvo que sudar sangre sobre esa madera.
Su interlocutor no se rio, sino que adoptó una expresión seria, casi cómica en su gravedad.
—Tiene una historia curiosa —respondió.
—No me sorprende.
—No, no... —Nicholas empezó a juguetear con un botón del puño—. No en un sentido normal y corriente. Dicen que está maldito. Ya, claro, ríase. Muy bien, muy apropiado.
—¡Pues cuénteme! ¿Maldito cómo? ¿Y por culpa de quién?
Reticente y encantado a partes iguales, según parecía, Nicholas se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas.
—Sabrá usted, claro, que la casa se levanta sobre un terreno consagrado. El primer propietario sacó un buen pellizco de la disolución de los monasterios, y después de echar a los monjes, convirtió la abadía en su casa particular durante un tiempo.4
—¡Menudo canalla!
—La historia de siempre. La abadía ya olía un poquito a chamusquina: uno de los monjes se había ahorcado en el claustro, un pecado imperdonable, desde luego. Contaban que sus hermanos lo llegaron a despreciar tanto que al final ni lo miraban a la cara, y al diablo con la tolerancia cristiana. Supongo que simplemente la aversión llegó demasiado lejos. Un inciso: ¿no tiene usted un calor insoportable? Voy a por agua.
Nicholas regresó con un vaso que Elizabeth se bebió agradecida, y reanudó la historia.