PACK EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO eBook bundle - Marcel Proust - E-Book

PACK EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO eBook bundle E-Book

Marcel Proust

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Beschreibung

En busca del tiempo perdido no solo es una de las obras más innovadoras de la literatura universal, sino que además se ha convertido en la mejor novela sobre la percepción subjetiva del tiempo. Repleta de personajes inolvidables, escenas pictóricas y recuerdos prodigiosamente evocados, En busca del tiempo perdido es la fascinante crónica del ocaso de un mundo elegante que de forma inevitable debe dar paso a la modernidad del siglo XX.

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Títulos del pack:

Por la parte de Swann

A la sombra de las muchachas en flor

La parte de Guermantes

Sodoma y Gomorra

La prisionera

Albertine desaparecida

El tiempo recobrado

Títulos originales en francés:

À la recherche du temps perdu I. Du côté de chez Swann.

À la recherche du temps perdu II. À l’ombre des jeunes filles en fleurs.

À la recherche du temps perdu III. Le Côté de Guermantes.

À la recherche du temps perdu IV. Sodome et Gomorrhe.

À la recherche du temps perdu V. La Prisonnière.

À la recherche du temps perdu VI. Albertine disparue.

À la recherche du temps perdu VII. Le temps retrouvé.

© de la traducción: Carlos Manzano, 1999, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A.U., 2014.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OBDO410

ISBN: 978-84-1132-929-3

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Dedico este trabajo a la memoria de Luis Martín Santos y de Alejo Carpentier y a Rafael Sánchez Ferlosio, mis maestros en el arte de cierta prosa castellana contemporánea, inexistente, por lo demás, salvo en sus obras.

AL SR. GASTON CALMETTE.

PRIMERA PARTE

I

Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora después, al pensar que ya era hora de buscar el sueño, me despertaba; quería dejar el volumen que creía tener aún en las manos y apagar de un soplo la luz; mientras dormía, no había cesado de pensar en lo que acababa de leer, pero esos pensamientos habían cobrado un cariz algo particular; me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa impresión sobrevivía unos segundos a mi despertar; no repugnaba a mi razón, pero me pesaba como escamas sobre los ojos y les impedía advertir que la palmatoria ya no estaba encendida. Después empezaba a resultarme ininteligible, como tras la metempsicosis los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se separaba de mí y me sentía libre para prestarle o no atención; en seguida recobraba la visión y me resultaba extrañísimo encontrar a mi alrededor una obscuridad suave y relajante para mis ojos, pero tal vez más aún para mi espíritu, al que parecía cosa sin motivo, incomprensible, algo en verdad velado. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, que, al indicar las distancias, me describía la extensión del campo desierto por el que se apresura hacia la cercana estación el viajero, a quien —con la excitación procurada por lugares nuevos, actos inhabituales, la charla reciente y las despedidas bajo una lámpara ajena, que aún lo acompañan en el silencio de la noche, y la cercana dulzura del regreso— el caminito recorrido se le quedará grabado en la memoria.

Reclinaba tiernamente la cara en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y frescas como las de nuestra infancia. Encendía una cerilla para mirar el reloj: faltaba poco para la medianoche. Ése es el instante en el que, despertado por un acceso, el enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y a acostarse en un hotel desconocido se alegra al advertir bajo la puerta una rayita de luz. ¡Qué dicha! ¡Ya es de día! Dentro de un momento, se habrán levantado los sirvientes, podrá tocar el timbre y vendrán a socorrerlo. La esperanza del alivio le infunde valor para sufrir. Precisamente ha creído oír pasos: se acercan y después se alejan y la rayita de luz bajo la puerta ha desaparecido. Es medianoche, acaban de apagar el gas, el último sirviente se ha marchado y tendrá que pasar toda la noche sufriendo sin remedio.

Volvía a dormirme y a veces ya sólo me despertaba un instante, el tiempo justo para oír los crujidos orgánicos de los artesonados, abrir los ojos y clavarlos en el caleidoscopio de la obscuridad y saborear, gracias a una vislumbre momentánea de la conciencia, el sueño en el que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo del que yo era tan sólo una parte pequeña y a cuya insensibilidad volvía en seguida a sumarme, o bien, mientras dormía, había regresado sin esfuerzo a una edad para siempre desaparecida de mi vida primitiva, había revivido uno de mis terrores infantiles, como el de que mi tío abuelo me tirara de los bucles y disipado el día —fecha de una nueva era para mí— en que me los habían cortado. Durante el sueño había olvidado aquel episodio y, en cuanto había podido despertar para escapar de las manos de mi tío abuelo, recobraba su recuerdo, pero, como medida de precaución, me rodeaba la cabeza completamente con la almohada antes de volver al mundo de los sueños.

A veces, durante mi sueño, una mujer nacía —como Eva de una costilla de Adán— de una mala postura de mi muslo. Me imaginaba que era ella —creada por el placer que estaba a punto de experimentar— quien me lo ofrecía. Mi cuerpo, que sentía en el suyo mi propio calor, quería unirse con él y me despertaba. Junto a aquella mujer de la que me había separado unos momentos antes, el resto de los seres humanos me parecían muy lejanos; sentía aún en la mejilla el calor de su beso y el cuerpo dolorido por el peso de su talle. Si —como a veces sucedía— tenía las facciones de una mujer que hubiera conocido en la vida, iba a entregarme por entero a ese fin: volver a verla, como quienes salen de viaje para contemplar con sus propios ojos una ciudad deseada y se imaginan que se puede gozar en una realidad el encanto del sueño. Poco a poco su recuerdo se disipaba: había olvidado a la muchacha de mi sueño.

Un hombre que duerme está rodeado por el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Los consulta por instinto al despertarse y lee en ellos en un segundo el punto de la Tierra que ocupa y el tiempo transcurrido hasta su despertar, pero sus filas pueden mezclarse, romperse. Si hacia el amanecer, después de un lapso de insomnio, lo sorprende el sueño leyendo en una postura demasiado diferente de la que suele adoptar al dormir, basta con que alce el brazo para detener y hacer retroceder el sol y en el primer minuto de su despertar ya no sabrá qué hora es, creerá que acaba de acostarse. Si se adormece en una postura aún más inhabitual y divergente —por ejemplo, después de cenar, sentado en un sillón—, el desorden en los mundos desorbitados será completo, el sillón mágico lo hará viajar a toda velocidad por el tiempo y el espacio y en el momento de abrir los párpados se creerá acostado unos meses antes en otro lugar. Pero bastaba con que en mi propia cama mi sueño fuera profundo y relajara enteramente mi espíritu para que éste abandonase el plano del lugar en el que me había quedado dormido y, cuando me despertaba en plena noche, en el primer instante —por ignorar dónde me encontraba— ni siquiera sabía quién era; tenía tan sólo la sensación de la existencia en su sencillez primordial, como la que puede vibrar en el fondo de un animal; estaba más despojado que un hombre de las cavernas, pero entonces el recuerdo —aún no del lugar en el que estaba, sino de algunos de aquellos en los que había vivido y en los que podía encontrarme— venía en mi ayuda desde lo alto para sacarme de la nada de la que no habría podido salir solo; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización y la imagen, confusamente vislumbrada, de los quinqués y después de las camisas de cuello vuelto recomponía poco a poco los rasgos originales de mi ser.

Tal vez las cosas a nuestro alrededor deban su inmovilidad a nuestra certidumbre de que son ellas y no otras, a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas. El caso es que, cuando me despertaba así, agitándome mentalmente para intentar —sin conseguirlo— saber dónde estaba, todo —las cosas, los países, los años— giraba en torno a mí en la obscuridad. Mi cuerpo, demasiado entumecido para moverse, intentaba descubrir —por la forma de su fatiga— la posición de sus miembros para de ella deducir la dirección de la pared y el lugar ocupado por los muebles a fin de reconstruir y nombrar la morada en la que se encontraba. Su memoria —la memoria de sus costillas, sus rótulas, sus hombros— le presentaba sucesivamente varias de las alcobas en las que había dormido, mientras que a su alrededor las paredes invisibles —al cambiar de lugar según la forma del cuarto imaginado— giraban en las tinieblas, y, antes incluso de que mi pensamiento, que vacilaba en el umbral de los tiempos y las formas, hubiera identificado la casa al relacionar las circunstancias, él —mi cuerpo— recordaba en cada caso cómo era la cama, dónde estaban las puertas, adónde daban las ventanas, si había un pasillo, junto con lo que estaba pensando en el momento de quedarme dormido y que recobraba al despertar. La parte anquilosada de mi cuerpo, al intentar adivinar su orientación, se imaginaba, por ejemplo, tumbada frente a la pared en una gran cama con baldaquín y al instante me decía: «Hombre, al final me dormí, aunque mamá no viniera a darme las buenas noches»; estaba en el campo en casa de mi abuelo, muerto muchos años atrás, y mi cuerpo y el costado sobre el que descansaba, guardianes fieles de un pasado que nunca debería haber olvidado, me recordaban la llama de la lamparilla de cristal de Bohemia, en forma de urna, que colgaba del techo mediante cadenillas, la chimenea de mármol de Siena, en mi alcoba de Combray, en casa de mis abuelos, en días lejanos que en aquel momento me figuraba actuales sin representármelos exactamente y que después, cuando estuviera del todo despierto, volvería a ver mejor.

Luego renacía el recuerdo de una nueva actitud; la pared seguía otra dirección: estaba en mi alcoba de la casa de la Sra. de Saint-Loup, en el campo. ¡Dios mío! Son por lo menos las diez, ¡y ya habrán acabado de cenar! Habré prolongado en exceso la siesta que hago todas las tardes, al volver del paseo con la Sra. de Saint-Loup y antes de ponerme el traje. Pues han pasado muchos años desde la época de Combray, en la que —en las ocasiones en que más tarde regresábamos— lo que veía por los cristales de mi ventana eran los rojos reflejos del ocaso. Otra es la vida que llevamos en Tansonville, en casa de la Sra. de Saint-Loup, otro es el placer que experimento al salir tan sólo de noche, al seguir a la luz de la luna los caminos en los que en tiempos jugaba al sol, y, cuando regresamos, de lejos diviso la alcoba en la que me habría quedado dormido, en lugar de vestirme para la cena, atravesada por los fuegos de la lámpara, único faro en la noche.

Esas evocaciones, serpenteantes y confusas, nunca duraban más de unos segundos; con frecuencia, me resultaba tan difícil distinguir las diversas suposiciones que me inspiraba mi breve incertidumbre sobre el lugar en que me encontraba como difícil resulta —al ver un caballo al galope— aislar las posiciones sucesivas que nos muestra el cinetoscopio. Pero había vuelto a ver ora una ora otra de las alcobas que había habitado en mi vida y acababa recordándolas todas en las largas ensoñaciones que seguían a mi despertar: alcobas de invierno en las que, cuando estamos acostados, nos arrebujamos la cabeza en un nido que trenzamos con las cosas más dispares —un ángulo de la almohada, el extremo de las mantas, la punta de un mantón, el borde de la cama y un número de los Débats roses— y que acabamos cimentando con la técnica de los pájaros y a fuerza de apoyarnos sin cesar en él; alcobas en las que, cuando el tiempo es glacial, el placer que experimentamos es el de sentirnos separados del exterior —como la golondrina de mar, que hace su nido en el fondo de un subterráneo, al calor de la tierra— y en las que, al mantenerse vivo el fuego toda la noche en la chimenea, dormimos con un gran manto de aire caliente y humoso, atravesado por los fulgores de las ascuas que se reavivan, como en una recámara impalpable, una cálida caverna excavada en el propio cuarto, zona ardiente y móvil en sus contornos térmicos, aireada con hálitos que nos refrescan la cara, procedentes de los ángulos, de los puntos —cercanos a la ventana o alejados del hogar— que se han enfriado; alcobas de verano en las que nos gusta estar unidos a la tibia noche, en las que la luz de la luna, apoyada en los postigos entreabiertos, arroja hasta el pie de la cama su escala encantada, en las que dormimos casi al aire libre, como un alionín mecido por la brisa en el vértice de un rayo de luz: unas veces la habitación Luis XVI, tan alegre, que ni siquiera la primera noche me había sentido demasiado infeliz en ella y en la que las columnitas que sostenían ligeramente el techo se apartaban con tanta gracia para mostrar y reservar el lugar de la cama; otras veces, al contrario, la pequeña y de techo tan alto, abierta en forma de pirámide hasta la altura de dos pisos y parcialmente revestida de caoba, en la que desde el primer segundo me había sentido moralmente intoxicado por el ignoto olor del espicanardo, convencido de la hostilidad de los visillos violáceos y de la insolente indiferencia del péndulo, que parloteaba muy alto, como si yo no estuviera allí, en la que un extraño e implacable espejo de pie cuadrangular, que ocultaba oblicuamente uno de los ángulos del cuarto, se hacía a la fuerza —en la plácida plenitud de mi campo visual acostumbrado— un sitio que no estaba previsto, en la que —estando yo tendido en la cama con los ojos clavados en el techo, el oído ansioso, las ventanas de la nariz aleteando y el corazón palpitante— mi pensamiento —esforzándose durante horas por dislocarse, por estirarse hacia arriba, para cobrar la forma exacta del cuarto y acabar llenando del todo su gigantesco embudo— había pasado muchas noches crueles hasta que la costumbre cambió el color de los visillos, acalló el péndulo, enseñó la piedad al oblicuo y cruel espejo, disimuló —ya que no expulsó completamente— el olor del espicanardo y disminuyó en gran medida la altura aparente del techo. ¡La costumbre! Organizadora experta, aunque muy lenta, y que empieza dejando sufrir a nuestro espíritu durante semanas en una instalación provisional, pero que, pese a todo, representa un encuentro venturoso, pues, sin ella y reducido exclusivamente a sus medios, se vería impotente para hacernos habitable una vivienda.

Cierto es que entonces ya estaba despierto, mi cuerpo había dado una última vuelta y el ángel bueno de la certidumbre lo había detenido todo a mi alrededor, me había acostado bajo las mantas, en mi alcoba, y había situado aproximadamente en su lugar —en la obscuridad— mi cómoda, mi escritorio, la ventana que daba a la calle y las dos puertas, pero, aun sabiendo que no me encontraba en las moradas cuya presencia —pese a no habérmela presentado como una imagen nítida— me había hecho considerar posible —al menos por un instante— la ignorancia del despertar, la memoria se me había puesto en movimiento; por lo general, no procuraba volver a dormirme en seguida: pasaba la mayor parte de la noche recordando nuestra vida de antaño —en Combray, en casa de mi tía abuela, en Balbec, en París, en Doncières, en Venecia—, recordando los lugares, las personas que había conocido, lo que de ellas había visto, lo que de ellas me habían contado.

En Combray, todos los días, desde el atardecer —mucho antes del momento en que debería meterme en la cama y permanecer en ella sin dormir, lejos de mi madre y de mi abuela—, mi alcoba volvía a ser el centro fijo y doloroso de mis preocupaciones. Cierto es que —para distraerme en las noches en que mi expresión de infelicidad les inspiraba mayor inquietud— se les había ocurrido la idea de ponerme una linterna mágica, con la que, en espera de la hora de cenar, cubrían mi lámpara y, a semejanza de los primeros arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, substituían la opacidad de las paredes con impalpables irisaciones, con sobrenaturales apariciones multicolores, en las que, como en una vidriera vacilante y momentánea, aparecían representadas leyendas, pero con ello mi tristeza no hacía sino aumentar, porque el simple cambio de iluminación destruía la costumbre con la que me había hecho a mi alcoba y gracias a la cual se me había vuelto —salvo el suplicio del acostar— soportable. Ahora ya no la reconocía y me sentía inquieto en ella, como en una habitación de hotel o de chalet, a la que hubiese llegado por primera vez, tras bajar del tren.

Golo, embargado por un propósito perverso, salía, al paso nervioso de su caballo, del bosquecillo triangular que aterciopelaba con un verde obscuro la pendiente de la montaña y avanzaba a saltos hacia el castillo de la pobre Genoveva de Brabante, recortado en una línea curva que no era sino el límite de uno de los óvalos de vidrio insertos en el bastidor deslizable entre las ranuras de la linterna. Era sólo un lienzo de castillo y tenía ante sí una landa en la que soñaba Genoveva, ceñida con un cinturón azul. El castillo y la landa eran ambarinos y yo no había necesitado verlos para conocer su color, pues, antes que los vidrios del bastidor, la sonoridad de doradillo del nombre de Brabante me lo había revelado con certeza. Golo se detenía un momento para escuchar entristecido la salmodia leída en voz alta por mi abuela y que parecía comprender perfectamente, pues —con una mansedumbre que no excluía cierta majestad— adaptaba su actitud a las indicaciones del texto y después se alejaba con el mismo paso nervioso y nada podía detener su lenta cabalgada. Si movían la linterna, yo distinguía el caballo de Golo, que seguía avanzando por los visillos de la ventana, abombándose en sus pliegues, descendiendo en sus hendiduras. El propio cuerpo de Golo, de esencia tan sobrenatural como el de su montura, se adaptaba a todo objeto material, a todo objeto que se interpusiera en su camino, tomándolo como osamenta e interiorizándoselo, aunque fuese el pomo de la puerta, al que se amoldaba al instante y por el que flotaba invencible su roja vestidura o su pálido rostro, siempre tan noble y melancólico, pero que no dejaba traslucir inquietud alguna ante aquella transvertebración.

Desde luego, no se me escapaba el encanto de aquellas brillantes proyecciones que parecían emanar de un pasado merovingio y paseaban a mi alrededor reflejos históricos tan antiguos, pero no puedo expresar el malestar que no por ello dejaba de causarme la intrusión del misterio y la belleza en un cuarto que yo había acabado llenando con mi persona hasta el punto de prestarle tan poca atención como a ella. Extinguida la influencia anestesiante de la costumbre, me ponía a pensar, a sentir, cosas muy tristes. Aquel pomo de la puerta de mi cuarto, que para mí difería de todos los demás del mundo —en el sentido de que parecía abrirse solo, sin que necesitara yo girarlo, de tan inconsciente como había llegado a resultarme su manejo—, servía de pronto de cuerpo astral a Golo y, en cuanto llamaban para la cena, me apresuraba a correr al comedor —donde la gran lámpara colgada del techo, que nada sabía de Golo ni de Barba Azul y que conocía a mis padres y el asado de carne de vaca, daba su luz, como todas las noches— y a arrojarme en brazos de mamá, por quien los infortunios de Genoveva de Brabante me hacían sentir más cariño, mientras que los crímenes de Golo me hacían examinar mi propia conciencia con más escrúpulos.

Después de la cena, me veía —¡ay!— obligado a separarme en seguida de mamá, que se quedaba hablando con los demás: en el jardín, si hacía buen tiempo; en el saloncito al que, si estaba desapacible, se retiraba todo el mundo, menos mi abuela, según la cual era «una lástima permanecer encerrado en el campo» y que, los días en que llovía intensamente, mantenía discusiones incesantes con mi padre, porque éste no me dejaba permanecer fuera y me mandaba a leer a mi cuarto. «Así no se hará robusto y enérgico», decía con tristeza, «sobre todo un niño como éste, que tanto necesita cobrar fuerzas y voluntad». Mi padre se encogía de hombros y examinaba el barómetro, pues le gustaba la meteorología, mientras mi madre, procurando no hacer ruido para no molestarlo, lo miraba con respeto cariñoso, pero sin demasiada insistencia para no intentar penetrar en el secreto de sus superioridades, pero a mi abuela —hiciera el tiempo que hiciese: incluso cuando llovía a cántaros y Françoise, temiendo que se mojaran los preciosos sillones de mimbre, se había apresurado a meterlos dentro— se la veía, en cambio, en el jardín vacío y azotado por el chaparrón, apartándose sus desordenadas mechas grises para que la frente se le embebiera mejor con la salubridad del viento y la lluvia. Decía: «¡Por fin se puede respirar!», y recorría las encharcadas calles del jardín —demasiado simétricamente dispuestas, para su gusto, por el nuevo jardinero, carente del sentimiento de la naturaleza y al que mi padre había preguntado desde la mañana temprano si iba a arreglarse el día— con sus entusiastas y nerviosos pasitos, acompasados con los diversos impulsos que despertaban en su alma la embriaguez de la tormenta, el imperio de la higiene, la estupidez de mi educación y la simetría de los jardines, más que con el deseo, desconocido para ella, de evitar a su falda de color ciruela las manchas de barro bajo las cuales desaparecía hasta una altura que siempre era —para su doncella— un problema y un motivo de desesperación.

Cuando mi abuela recorría así el jardín después de cenar, sólo una cosa podía hacerla volver a entrar en la casa: que mi tía abuela —en uno de los momentos en que la revolución de su paseo la traía periódicamente, como un insecto, ante las luces del saloncito, donde se servían los licores sobre la mesa de juego— le gritara: «¡Bathilde! ¡Ven, anda, a impedir que tu marido beba coñac!». En efecto, para hacerla rabiar —es que había aportado a la familia de mi padre un carácter tan diferente, que todo el mundo le hacía bromas y la atormentaba—, mi tía abuela hacía beber a mi abuelo, quien lo tenía prohibido, unas gotas de licor. Mi pobre abuela entraba y rogaba encarecidamente a su marido que no probara el coñac; él se enfadaba e igual echaba el trago y mi abuela volvía a marcharse, triste, desanimada y, sin embargo, sonriente, pues era tan humilde de corazón y tan afable, que su ternura para con los demás y el poco caso que hacía de su propia persona y sus sufrimientos se conciliaban en una sonrisa de su mirada en la que —al contrario de lo que se ve en el rostro de muchos seres humanos— tan sólo había ironía para sí misma y, para todos nosotros, como un beso de sus ojos, que no podían ver a quienes quería sin acariciarlos apasionadamente con la mirada. Aquel suplicio que le infligía mi tía, el espectáculo de los inútiles ruegos de mi abuela y de su debilidad, vencida de antemano, al intentar en vano quitar a mi abuelo la copa de licor, era una de esas cosas a las que más adelante nos acostumbramos hasta considerarlas riendo y tomar partido por el perseguidor bastante resuelta y alegremente para convencernos a nosotros mismos de que no se trata de una persecución; entonces me causaban tal horror, que me habría gustado pegar a mi tía abuela, pero, en cuanto oía decir: «¡Bathilde! ¡Ven, anda, a impedir que tu marido beba coñac!», me comportaba —hombre ya por la cobardía— como lo hacemos todos, ya de mayores, ante los sufrimientos y las injusticias: no quería verlos; subía a sollozar al punto más alto de la casa, junto a la sala de estudio, bajo los tejados, a un cuartito que olía a iris y perfumaba también un grosellero silvestre, crecido fuera, entre las piedras de la muralla, y una de cuyas ramas en flor entraba por la ventana entreabierta. Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que, durante el día, se llegaba con la vista hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió durante mucho tiempo de refugio —seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave— para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad. Por desgracia, no sabía yo que —mucho más tristemente que los pequeños incumplimientos del régimen por parte de su marido— mi falta de voluntad, mi delicada salud y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro preocupaban a mi abuela, durante aquellos paseos incesantes de la tarde y la noche, en los que se veía pasar y volver a pasar —con el perfil alzado hacia el cielo— su hermoso rostro de mejillas morenas y surcadas de arrugas —que con la edad se le habían vuelto casi malva, como las tierras labradas en otoño— y cubiertas, cuando salía, con un velito a medias alzado y en las cuales había siempre, secándose, una lágrima involuntaria, provocada por el frío o por un pensamiento triste.

Mi único consuelo, mientras subía a acostarme, era que, cuando estuviese en la cama, mamá vendría a darme un beso, pero aquellas buenas noches duraban tan poco, mamá volvía a bajar tan aprisa, que el momento en que la oía subir y después sentía, por el pasillo de doble puerta, el ligero roce de su vestido de jardín de muselina azul, del que colgaban cordoncitos de paja trenzada, me resultaba doloroso. Anunciaba el que iba a seguirle, una vez que me hubiera dejado y hubiese vuelto a bajar. De modo que llegué a desear que aquellas buenas noches que tanto me gustaban se retrasaran lo más posible, que se prolongase aquel momento de tranquilidad en el que aún no había venido mamá. A veces, cuando, después de haberme dado un beso, abría la puerta para marcharse, quería yo volver a llamarla, decirle: «Dame otro beso», pero sabía que al instante se le dibujaría el enfado en el rostro, pues la concesión que hacía a mi tristeza y mi desasosiego al subir a besarme, al traerme aquel beso de paz, irritaba a mi padre, que consideraba absurdos aquellos ritos, y habría preferido librarme de aquella necesidad, aquella costumbre, antes que dejarme adquirir la de pedirle —cuando ya se encontraba en el umbral— un beso más. Ahora bien, verla enfadada destruía toda la calma que me había aportado un instante antes, cuando había inclinado sobre mi cama su amorosa cara y me la había ofrecido como una hostia para una comunión de paz en la que mis labios saborearían su presencia real y la posibilidad de conciliar el sueño, pero las noches en las que mamá permanecía, a fin de cuentas, tan poco tiempo en mi cuarto eran aún gratas en comparación con aquellas en que había invitados a cenar y, por ese motivo, no subía a darme las buenas noches. Por lo general, el invitado era el Sr. Swann, quien era casi la única persona, aparte de algunos forasteros de paso, que venía a nuestra casa de Combray, unas veces, como vecino que era, a cenar —con menor asiduidad después de su desafortunado matrimonio, porque mis padres no querían recibir a su esposa— y otras después de la cena, de improviso. Las noches en las que, sentados —delante de la casa y bajo el gran castaño— en torno a la mesa de hierro, oíamos en el extremo del jardín, no el cascabel profuso y chillón que rociaba, que aturdía, al paso, con su ruido ferruginoso, inagotable y helado a toda persona de la casa que lo desencadenaba al entrar «sin llamar», sino el doble tintineo tímido, ovoide y dorado de la campanilla para los extraños, todo el mundo se preguntaba al instante: «Una visita: ¿quién puede ser?», pero de sobra sabíamos que sólo podía ser el Sr. Swann; mi tía abuela, hablando en voz alta, para predicar con el ejemplo, y esforzándose para que su tono pareciese natural, decía que no cuchicheáramos así, que nada hay más descortés para el recién llegado, pues le hace pensar que se están diciendo cosas que no debe oír, y enviábamos de exploradora a mi abuela, quien siempre se alegraba de tener un pretexto para dar otra vuelta por el jardín y de paso aprovechaba para arrancar subrepticiamente algunos tutores a fin de dar a las rosas un aspecto más natural, como una madre que —para ahuecarlo— pasa la mano por el pelo de su hijo, aplastado en exceso tras su paso por la peluquería.

Nos quedábamos todos pendientes de las noticias que mi abuela iba a traernos del enemigo, como si hubiéramos podido vacilar entre un gran número posible de asaltantes, y poco después mi abuelo decía: «Reconozco la voz de Swann». En efecto, sólo se lo reconocía por la voz, no se distinguía bien su rostro de nariz aguileña y ojos verdes bajo una alta frente rodeada de cabellos rubios casi pelirrojos, peinados a lo Bressant, porque manteníamos el jardín lo menos iluminado posible para no atraer los mosquitos, y yo, como quien no quiere la cosa, iba a decir que trajeran los refrescos; mi abuela insistía —por considerarlo más amable— en que no debía parecer algo excepcional y sólo para las visitas. El Sr. Swann, aunque mucho más joven, era muy amigo de mi abuelo, quien había sido uno de los mejores amigos de su padre, persona excelente pero singular, al que a veces bastaba, al parecer, una nadería para interrumpir los impulsos del corazón y cambiar el rumbo del pensamiento. Varias veces al año, oía yo a mi abuelo contar en la mesa anécdotas, siempre las mismas, sobre la actitud del Sr. Swann padre a la muerte de su mujer, a la que había velado noche y día. Mi abuelo, quien llevaba mucho tiempo sin verlo, había corrido junto a él en la propiedad que los Swann poseían en los alrededores de Combray y, para que no asistiera a su introducción en el ataúd, había logrado hacerlo abandonar un momento, deshecho en llanto, la sala mortuoria. Dieron unos pasos por el parque, donde brillaba un poco el sol. De repente, el Sr. Swann, tomando del brazo a mi padre, había exclamado: «¡Ah, amigo mío, qué felicidad pasearnos juntos con este buen tiempo! ¿No le parecen hermosos todos estos árboles, estos majuelos, y mi estanque, por el que nunca me ha felicitado usted? Parece usted afligido. ¿Nota este vientecillo? ¡Ah! Digan lo que digan, ¡la vida tiene sus cosas buenas, mi querido Amadée!». De súbito, le volvió el recuerdo de su esposa muerta y, considerando seguramente demasiado arduo intentar explicar cómo había podido dejarse llevar por un arranque de júbilo en un momento así, se contentó —mediante un gesto que le era familiar siempre que le venía al pensamiento una cuestión peliaguda— con pasarse la mano por la frente y enjugarse los ojos y los cristales de las gafas. Sin embargo, no pudo consolarse por la muerte de su esposa, pero, durante los dos años que le sobrevivió, decía a mi abuelo: «Es curioso, pienso muy a menudo en mi pobre esposa, pero no puedo hacerlo mucho de una vez».

«A menudo, pero poco de una vez, como el pobre Swann padre», había pasado a ser una de las frases favoritas de mi abuelo, quien la pronunciaba a propósito de las cosas más diversas. Si mi abuelo —a quien yo consideraba mejor juez y cuyo juicio, que sentó jurisprudencia para mí, me ha servido posteriormente para absolver faltas que habría sido propenso a condenar— no hubiera exclamado: «Pero, ¡qué dices! ¡Si tenía un corazón de oro!», aquel padre de Swann me habría parecido un monstruo.

Pese a que el Sr. Swann hijo vino con frecuencia, sobre todo antes de casarse, a verlos en Combray, durante muchos años, mi tía abuela y mis abuelos no sospecharon que en absoluto vivía ya en la sociedad frecuentada por su familia y que —con la perfecta inocencia de probos hoteleros que tienen en casa, sin saberlo, a un célebre bandido— albergaban, bajo el anonimato que en cierto modo le brindaba aquel nombre de Swann entre nosotros, a uno de los miembros más elegantes del Jockey-Club, amigo preferido del conde de París y del príncipe de Gales, uno de los hombres más mimados por la alta sociedad del Faubourg Saint-Germain.

Evidentemente, la ignorancia en que vivíamos de aquella brillante vida mundana de Swann se debía en parte a la reserva y a la discreción de su carácter, pero también a que los burgueses de entonces tenían una idea de la sociedad un poco hindú y la consideraban como compuesta de castas cerradas en las que cada cual se encontraba situado desde el nacimiento en el rango que ocupaban sus padres y del que nada —salvo los azares de una carrera excepcional o un matrimonio inesperado— podía sacarlo para hacerlo penetrar en una casta superior. El Sr. Swann padre era agente de cambio y bolsa; «Swann hijo» resultaba ser miembro para toda la vida de una casta en la que las fortunas, como en una categoría de contribuyentes, oscilaban entre tales y cuales ingresos. Se sabía cuáles habían sido las frecuentaciones de su padre y, por tanto, cuáles las suyas, con qué personas estaba «en condiciones» de codearse. Si conocía a otras, eran relaciones de juventud sobre las que los amigos antiguos de su familia, como mis padres, hacían la vista gorda de tanto mejor grado cuanto que, desde que se había quedado huérfano, seguía viniendo muy fielmente a vernos, pero se podía apostar sin miedo a equivocarse a que, si estando con nosotros se hubiera encontrado a aquellos para nosotros desconocidos a los que veía, no se habría atrevido a saludarlos. Si hubiese habido que aplicar a Swann un coeficiente social personal, entre los otros hijos de agentes de cambio y bolsa de situación igual a la de sus padres, habría sido, en su caso, un poco inferior, porque, como era de modales muy sencillos y siempre lo habían «chiflado» los objetos antiguos y la pintura, residía entonces en una mansión antigua en la que acumulaba sus colecciones y que mi abuela soñaba con visitar, pero situada en Quai d’Orléans, barrio que mi tía abuela consideraba infamante para vivir. «¿Es usted de verdad un entendido? Se lo pregunto por su bien, porque los marchantes deben de endilgarle una de mamarrachos», le decía mi tía abuela; en efecto, no le atribuía competencia alguna y ni siquiera tenía en gran concepto desde el punto de vista intelectual a un hombre que en la conversación evitaba los temas serios y mostraba una exactitud muy prosaica no sólo cuando nos transmitía, con todo lujo de detalles, recetas de cocina, sino incluso cuando las hermanas de mi tía abuela hablaban de temas artísticos. Incitado por ellas a dar su opinión, a expresar su admiración por un cuadro, guardaba un silencio casi descortés y, en cambio, se desquitaba si podía facilitar una información material sobre el museo en que se encontraba, sobre la fecha en que había sido pintado, pero, por lo general, se contentaba con intentar divertirnos contando todas las veces una historia nueva que acababa de sucederle con personas elegidas de entre las que conocíamos: con el farmacéutico de Combray, nuestra cocinera, nuestro cochero. Cierto es que aquellos relatos hacían reír a mi tía abuela, pero sin que distinguiese del todo si era por el papel ridículo que en ellos se atribuía siempre Swann o por la gracia con que los contaba: «¡La verdad es que es usted de lo más original, señor Swann!». Como era la única persona un poco vulgar de nuestra familia, procuraba hacer ver a los extraños —cuando hablaban de Swann— que, si éste hubiese querido, habría podido vivir en el Boulevard Haussmann o en la Avenue de l’Opéra, que era el hijo del Sr. Swann, quien debía de haber dejado cuatro o cinco millones, pero que se trataba de un capricho por su parte, que, por lo demás, había de ser, a su juicio, tan divertido para los otros, que, cuando el Sr. Swann iba el 1 de enero a llevarle en París su bolsa de marrons glacés,no dejaba de decirle, si había alguna visita: «¿Qué, señor Swann? ¿Sigue usted viviendo cerca del Almacén de Vinos para estar seguro de no perder el tren, cuando viaja a Lyon?». Y, con el rabillo del ojo, miraba, por encima de los lentes, a los otros visitantes.

Pero, si hubiesen dicho a mi tía abuela que aquel Swann —que, como hijo de su padre, era perfectamente «apto» para ser recibido por la «alta burguesía», por los notarios o los procuradores más encumbrados de París, privilegio al que no parecía atribuir demasiado valor— tenía, como a escondidas, una vida muy diferente, que, al salir de nuestra casa, en París, después de habernos dicho que volvía a la suya a acostarse, daba media vuelta, nada más doblar la esquina, y se dirigía a determinado salón jamás contemplado por los ojos de agente ni socio de agente alguno de cambio y bolsa, habría parecido tan extraordinario a mi tía como podría haberlo sido para una señora más letrada la idea de mantener relaciones personales con Aristeo —quien, después de conversar con ella, iba (y ella lo comprendería) a sumergirse en los reinos de Tetis, en un imperio substraído a los ojos de los mortales y en el que Virgilio nos lo muestra recibido con los brazos abiertos— o —por atenernos a una imagen que podía ocurrírsele con más probabilidad, pues la había visto pintada en nuestros platos para pastas de Combray— la de haber recibido a cenar a Alí Babá, quien, al saberse solo, penetraría en la caverna, deslumbrante de tesoros insospechados.

Un día en que había venido a vernos a París después de cenar y se había excusado por ir vestido de frac y, después de su marcha, Françoise había dicho que, según el cochero, había cenado «en casa de una princesa», mi tía, al tiempo que se encogía de hombros sin alzar los ojos de su labor de punto, había respondido con ironía serena: «Sí, ¡de una princesa de vida alegre!».

De modo, que mi tía abuela adoptaba una actitud impertinente para con él. Como creía que debía sentirse halagado por nuestras invitaciones, le parecía de lo más natural que en verano no viniera a vernos sin un cesto de melocotones o frambuesas de su huerto en la mano y que de todos sus viajes a Italia me trajese fotografías de obras maestras.

No se lo pensaban dos veces a la hora de ir a buscarlo en cuanto se necesitaba una receta de salsa gribiche o de ensalada de piña para grandes cenas a las que no lo invitaban por no considerarlo suficientemente digno de ser presentado a quienes venían a casa por primera vez. Si la conversación versaba sobre los príncipes de la Casa de Francia, mi tía abuela decía a Swann, quien tal vez llevara en el bolsillo una carta de Twickenham: «Esas personas que nunca conoceremos ni usted ni yo y de las que podemos prescindir, ¿verdad?». Las noches en que la hermana de mi abuela cantaba, le hacía empujar el piano y pasar las páginas mostrando para con aquel hombre tan solicitado en otros ambientes la ingenua brusquedad de un niño al jugar con una figurita de colección sin más precauciones que con un objeto barato. Seguramente el Swann que conocieron en la misma época tantos clubmen era muy distinto del que creaba mi abuela cuando —por la noche, en el jardincito de Combray, después de que hubieran tintineado los dos toques vacilantes de la campanilla— inyectaba y vivificaba con todo lo que sabía sobre la familia Swann al obscuro e incierto personaje que se destacaba, seguido de mi abuela, sobre un fondo de tinieblas y al que reconocíamos por la voz. Pero, incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo materialmente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre un pliego de condiciones o sobre un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Incluso el acto tan sencillo que denominamos «ver a una persona conocida» es en parte un acto intelectual. Colmamos la apariencia física de la persona que vemos con todas las ideas que tenemos sobre ella y, en el aspecto total que nos imaginamos, dichas ideas ocupan, desde luego, la mayor parte. Acaban hinchando tan perfectamente las mejillas, siguiendo en una adherencia tan exacta la línea de la nariz, matizando la sonoridad de la voz como si no fuera ésta sino una funda transparente, que, siempre que vemos ese rostro y oímos esa voz, recobramos, escuchamos, dichas ideas. Seguramente, en el Swann que habían concebido, mis padres habían omitido, por ignorancia, infinidad de peculiaridades de su vida mundana gracias a las cuales otras personas, cuando estaban delante de él, veían las elegancias reinar en su rostro y detenerse en su aguileña nariz como en su frontera natural, pero también habían podido acumular en ese rostro desprovisto de su prestigio, vacío y espacioso, en el fondo de sus desdeñados ojos, el vago y grato residuo —recuerdo a medias y a medias olvido— de las horas ociosas pasadas juntos, después de nuestras cenas semanales, en torno a la mesa de juegos o en el jardín, durante nuestra vida de buena vecindad campestre. La apariencia corporal de nuestro amigo había quedado tan colmada con dichas ideas, además de con algunos recuerdos relativos a sus padres, que aquel Swann había llegado a ser una persona completa y viva y, cuando me remonto en la memoria desde el que más adelante conocí con exactitud hasta aquel primer Swann —aquel primer Swann en quien vuelvo a ver los encantadores errores de mi juventud y que, por lo demás, se parece menos al otro que a quienes conocí por los mismos años, cual si nuestra vida fuera como un museo en el que todos los retratos de una misma época tienen un aire de familia, una misma tonalidad; aquel primer Swann, todo ocio, perfumado por el olor del gran castaño, los cestos de frambuesas y una brizna de estragón—, tengo la impresión de dejar a una persona para acercarme a otra distinta.

Sin embargo, un día en que mi abuela había ido a pedir un favor a una señora a quien había conocido en el Sacré-Coeur, la marquesa de Villeparisis, de la célebre familia de Bouillon —y con la que, por nuestra concepción de las castas, no había querido mantener relaciones, pese a una simpatía recíproca—, ésta le había dicho: «Creo que conoce usted mucho al Sr. Swann, que es un gran amigo de mis sobrinos, los Des Laumes». Mi abuela había vuelto de su visita entusiasmada con la casa, que daba a unos jardines y en la que la Sra. de Villeparisis le aconsejaba alquilar un piso, y también con el chalequero y su hija, en cuya tienda, situada en el patio, había entrado a pedir que le hiciesen un pespunte en la falda, rasgada en la escalera. Aquellas personas habían parecido perfectas a mi abuela, quien declaraba que la pequeña era una perla y el chalequero el hombre más distinguido, el mejor, que había conocido jamás, pues, para ella, la distinción era algo por completo independiente del rango social. Se extasiaba con una respuesta que el chalequero le había dado, al decir a mamá: «¡Sévigné no se habría expresado mejor!», y, en cambio, refiriéndose a un sobrino de la Sra. de Villeparisis, a quien había conocido en su casa, decía: «¡Ah, hija mía! ¡Qué ordinario es!».

Ahora bien, las palabras relativas a Swann no habían tenido el efecto de realzarlo ante mi tía abuela, sino de rebajar a la Sra. de Villeparisis. La consideración —inspirada por mi abuela— que teníamos para con la Sra. de Villeparisis le había infundido —parecía— el deber —incumplido al enterarse de la existencia de Swann y al permitir a unos parientes suyos frecuentarlo— de nada hacer que la volviese menos digna de ella. «¿Cómo? ¿Que conoce a Swann? ¡Una persona emparentada, según decías, con el mariscal de Mac-Mahon!». Aquella opinión de mis padres sobre las relaciones de Swann les pareció posteriormente confirmada por su boda con una mujer de la peor sociedad, casi una casquivana, a quien, por lo demás, nunca intentó presentar, sino que siguió viniendo solo a nuestra casa, aunque cada vez menos, pero mediante la cual creyeron poder juzgar el medio, desconocido para ellos —suponiendo que de él procediera su esposa—, que solía frecuentar.

Pero en cierta ocasión mi abuelo leyó en un periódico que el Sr. Swann era uno de los más fieles asiduos de los almuerzos dominicales en casa del duque de X..., cuyos padre y tío habían sido los estadistas más destacados del reinado de Luis Felipe. Ahora bien, mi abuelo sentía curiosidad por todos los detalles nimios que podían ayudarlo a entrar con la imaginación en la vida privada de hombres como Molé, el duque Pasquier, el duque de Broglie. Le encantó enterarse de que Swann frecuentaba a personas que los habían conocido. En cambio, mi tía abuela interpretó aquella noticia en sentido desfavorable para Swann: alguien que elegía sus frecuentaciones fuera de la casta en la que había nacido, fuera de su «clase» social, experimentaba, para ella, un enojoso desclasamiento. Así se renunciaba de una vez —le parecía a ella— al fruto de todas las buenas relaciones con personas bien situadas que las familias previsoras habían mantenido y acopiado honorablemente para sus hijos: mi tía abuela había cesado incluso de ver al hijo de un notario de nuestros amigos, porque se había casado con una aristócrata, con lo que había descendido, para ella, del respetable rango de hijo de notario al de uno de esos aventureros, antiguos ayudas de cámara o mozos de cuadra, a quienes, según cuentan, las reinas hicieron algunos favores. Censuró el proyecto concebido por mi abuelo de preguntar a Swann, la próxima noche en que hubiera de venir, por aquellos amigos suyos cuya existencia descubríamos. Por otra parte, las dos hermanas de mi abuela, solteronas que tenían su noble carácter pero no su inteligencia, declararon no comprender el placer que podía encontrar su cuñado en hablar de semejantes boberías. Eran personas de aspiraciones elevadas y, por eso mismo, incapaces de interesarse por un chismorreo, aun cuando hubiera sido de interés histórico, y de forma general por todo lo que no se relacionara directamente con un objeto estético o virtuoso. El desinterés de su pensamiento por todo lo que parecía más o menos relacionado con la vida mundana era tal, que su sentido auditivo —tras haber acabado comprendiendo su inutilidad momentánea en cuanto la conversación en la cena cobraba un cariz frívolo o simplemente prosaico sin que aquellas dos ancianas señoritas hubiesen podido encarrilarla hacia los temas que les eran caros— dejaba en reposo sus órganos receptores y las hacía experimentar un auténtico comienzo de atrofia. Si entonces mi abuelo necesitaba llamar la atención de las dos hermanas, debía recurrir a esas advertencias físicas que utilizan los médicos alienistas para con ciertos maníacos de la distracción: golpear repetidas veces un vaso con la hoja de un cuchillo, coincidiendo con una brusca interpelación de la voz y la mirada, medios violentos que esos psiquiatras —ya sea por hábito profesional o porque consideran a todo el mundo un poco loco— transfieren con frecuencia a las relaciones corrientes con personas sanas.

Se interesaron más cuando, la víspera del día en que Swann, quien ya les había enviado personalmente una caja de vino de Asti, debía venir a cenar, mi tía —con un número de Le Figaro en el que, junto al nombre de un cuadro que figuraba en una exposición de Corot, se encontraban estas palabras: «De la colección del Sr. Charles Swann»— nos dijo: «¿Habéis visto que en Le Figaro hacen “los honores” a Swann?». «Pero, ¡si ya os he dicho siempre que tiene muy buen gusto!», dijo mi abuela. «Naturalmente, tú, con tal de sostener una opinión diferente de la nuestra», respondió mi tía abuela, quien, como sabía que mi abuela nunca era de la misma opinión que ella y como no estaba del todo segura de que nosotros le diésemos siempre la razón, quería arrancarnos una condena en bloque de sus opiniones y nuestra solidaridad —por la fuerza— con las suyas, pero guardamos silencio. Como las hermanas de mi abuela habían manifestado la intención de hablar con Swann sobre esa nota de Le Figaro, mi tía abuela se lo desaconsejó. Siempre que veía en los demás una ventaja, por pequeña que fuese, de la que ella no disfrutaba, se convencía a sí misma de que no era tal, sino un perjuicio, y los compadecía para no tener que envidiarlos. «No creo que sea de su agrado; a mí, desde luego, me resultaría muy desagradable ver mi nombre impreso así, con todas las letras, en el periódico y no me haría ninguna gracia que me lo comentaran». Por lo demás, no se empecinó en persuadir a las hermanas de mi abuela, pues éstas, por horror de la vulgaridad, ejercían con tal maestría el arte de disimular bajo perífrasis ingeniosas una alusión personal, que con frecuencia pasaba inadvertida incluso a aquel a quien iba dirigida. En cuanto a mi madre, sólo pensaba en procurar que mi padre accediera a hablar a Swann —no de su mujer, sino— de su hija, a la que adoraba y por la cual había acabado —según decía— contrayendo aquel matrimonio. «Podrías decirle unas palabras nada más, preguntarle cómo está. Debe de ser algo tan cruel para él». Pero mi padre se enfadaba: «¡Ni hablar! ¡Qué ideas más absurdas se te ocurren! Sería ridículo».

Pero el único de nosotros para el que la llegada de Swann pasó a ser motivo de preocupación dolorosa fui yo. Es que las noches en que había visitas —o sólo la del Sr. Swann— mamá no subía a mi alcoba. Yo cenaba antes que todos y después iba a sentarme a la mesa hasta las ocho, hora a la que —según lo convenido— debía subir a acostarme, y aquel beso precioso y frágil que mamá me confiaba habitualmente en mi cama, en el momento de quedarme dormido, había de transportarlo desde el comedor hasta mi habitación y conservarlo mientras me desvestía, sin que se desintegrara su dulzura, sin que se derramase y se evaporara su volátil virtud y, precisamente aquellas noches en que habría necesitado recibirlo con más precaución, debía tomarlo, arrancarlo brusca y públicamente, sin el tiempo ni la libertad mental necesarios para poner en lo que hacía el detenimiento de los maníacos que se esfuerzan en no pensar en otra cosa, mientras cierran una puerta, a fin de poder oponer victoriosamente a la incertidumbre enfermiza, cuando les vuelve, el recuerdo del momento en que la han cerrado. Estábamos todos en el jardín, cuando sonaron los dos tañidos vacilantes de la campanilla. Sabíamos que era Swann; no obstante, todo el mundo se miró con expresión inquisitiva y enviamos a mi abuela en misión de reconocimiento. «No os olvidéis de darle las gracias de forma inteligible por el vino: ya sabéis que es delicioso y se trata de una caja enorme», recomendó mi abuelo a sus dos cuñadas. «No empecéis a cuchichear», dijo mi tía abuela. «¡Qué agradable es llegar a una casa en la que todo el mundo habla en voz baja!». «¡Ah! Aquí está el Sr. Swann. Vamos a preguntarle si cree que mañana hará bueno», dijo mi padre. Mi madre pensaba que unas palabras suyas borrarían toda la pena que nuestra familia hubiera podido causar a Swann desde su boda. Se las ingenió para llevárselo un poco aparte, pero yo la seguí: pensando en que después tendría que dejarla en el comedor y volver a subir a mi habitación sin el consuelo de que viniera, como las demás noches, a darme un beso, no podía decidirme a separarme ni un paso de ella. «A ver, señor Swann», le dijo, «hábleme un poco de su hija: estoy segura de que ya es aficionada a las obras bellas, como su papá». «Venga, venga a sentarse con todos nosotros bajo el mirador», dijo mi abuelo acercándose. Mi madre se vio obligada a interrumpirse, pero incluso aquel obstáculo le inspiró otro pensamiento delicado, como los buenos poetas a los que la tiranía de la rima fuerza a encontrar sus mayores bellezas: «Ya volveremos a hablar de ella cuando estemos solos», dijo a media voz a Swann. «Sólo una mamá puede comprenderlo a usted. Estoy segura de que la suya sería de mi opinión». Nos sentamos todos en torno a la mesa de hierro. Yo habría querido no pensar en las horas de angustia que pasaría aquella noche, a solas en mi habitación y sin poder conciliar el sueño; intentaba convencerme de que no tenían la menor importancia, pues el día siguiente por la mañana las habría olvidado, y centrarme en ideas sobre el futuro que deberían haberme conducido, como por un puente, allende el abismo próximo que me espantaba, pero mi mente, tensa por la inquietud, convexa como la mirada que lanzaba a mi madre, no se dejaba penetrar por impresión ajena alguna. Sí que entraban los pensamientos en ella, pero con la condición de dejar fuera todo elemento de belleza o simplemente de gracia que habría podido emocionarme o distraerme. Así como un enfermo asiste con plena lucidez —gracias a un anestésico— a la operación que le practican, pero sin sentir nada, yo podía recitarme versos que me gustaban u observar los esfuerzos de mi abuelo para hablar con Swann del duque de Audiffret-Pasquier sin que los primeros me hicieran experimentar la menor emoción ni los segundos alegría alguna. Dichos esfuerzos fueron infructuosos. Apenas había formulado mi abuelo a Swann una pregunta relativa a ese orador, cuando una de las hermanas de mi abuela —en cuyos oídos resonó aquella pregunta como un silencio profundo, pero intempestivo, y que la cortesía exigía romper— se dirigió a la otra: «Imagínate, Céline, que he conocido a una joven institutriz sueca y me ha dado detalles de lo más interesantes sobre las cooperativas en los países escandinavos. Habrá que invitarla a cenar aquí un día». «¡Ya lo creo!», respondió su hermana Flora. «Pero yo tampoco he perdido el tiempo. Me han presentado en casa del Sr. Vinteuil a un anciano sabio que conoce mucho a Maubant y a quien éste ha explicado con el mayor detalle cómo se las arregla para componer un papel: algo de lo más interesante. Es un vecino del Sr. Vinteuil, cosa que yo no sabía, y muy amable». «El Sr. Vinteuil no es el único que tiene vecinos amables», exclamó mi tía Céline con una voz que, con la timidez, resultaba fuerte y, con la premeditación, artificial, mientras lanzaba a Swann una mirada —como ella decía— significativa. En el mismo momento, mi tía Flora, al comprender que aquella frase era el agradecimiento de Céline por el vino de Asti, miraba igualmente a Swann con una expresión en la que se mezclaban el pláceme y la ironía, ya fuera para subrayar simplemente la ocurrencia de su hermana, porque envidiara a Swann haberla inspirado o porque no pudiera por menos de burlarse de él, creyendo que se encontraba en un apuro. «Creo que podremos lograr que ese señor venga a cenar», continuó Flora; «cuando orientas la conversación sobre Maubant o sobre la Sra. Materna, se pasa horas hablando». «Debe de ser delicioso», suspiró mi abuelo, en cuya inteligencia la naturaleza no había tenido —por desgracia— a bien incluir la posibilidad de interesarse apasionadamente por las cooperativas suecas o la composición de los papeles de Maubant, como también había olvidado dotar a la de las hermanas de mi abuela con el granito de sal que debemos añadir para apreciar algún sabor en un relato sobre la vida íntima de Molé o del conde de París. «Pues mire», dijo Swann a mi abuelo, «lo que voy a decirle tiene más relación de lo que parece con lo que me preguntaba usted, pues en ciertos aspectos las cosas no han cambiado gran cosa. Esta mañana he releído en Saint-Simon algo que lo habría divertido a usted. Está en el volumen que versa sobre su embajada en España: no es uno de los mejores, es un simple diario, pero al menos está maravillosamente escrito, lo que constituye ya una primera diferencia con los tediosos periódicos que nos consideramos obligados a leer mañana y noche». «No soy de su opinión: hay días en los que la lectura de los periódicos me parece muy agradable...», interrumpió mi tía Flora, para hacer ver que había leído la frase sobre el Corot de Swann en Le Figaro. «¡Cuando hablan de cosas o personas que nos interesan!», encareció mi tía Céline. «No digo que no», respondió Swann, asombrado. «Lo que yo reprocho a los periódicos es que nos hagan prestar atención todos los días a cosas insignificantes, mientras que leemos tres o cuatro veces en nuestra vida los libros que encierran cosas esenciales. Puesto que todas las mañanas desgarramos febrilmente la faja del diario, deberíamos cambiar las cosas y poner en él, qué sé yo, los... ¡Pensamientos de Pascal!», y recalcó esa palabra con tono irónicamente enfático para no parecer pedante. «Y en el volumen de cantos dorados que tan sólo abrimos una vez cada diez años», añadió dando muestras del desdén por las cosas mundanas que fingen sentir ciertos hombres de mundo, «es en el que leeríamos que la reina de Grecia ha ido a Cannes o que la princesa de Léon ha dado un baile de disfraces. Así quedaría restablecida la proporción justa». Pero, lamentando haber caído en la tentación de hablar, aun con ligereza, de cosas serias, añadió, irónico: «Bonita conversación la nuestra, no sé por qué abordamos esas “cimas”», y, tras volverse hacia mi abuelo, añadió: «Pues, como le decía, Saint-Simon cuenta que Maulévrier había tenido la audacia de tender la mano a sus hijos. Es, verdad, ese Maulévrier del que dice: “Nunca vi en esa basta botella otra cosa que mal talante, grosería y necedades”». «Bastas o no, yo conozco botellas en las que hay cosas muy distintas», dijo con vivacidad Flora, quien también quería dar las gracias a Swann, pues el regalo de vino de Asti era para las dos. Céline se echó a reír. Swann, desconcertado, prosiguió: «“No sé si fue ignorancia o listeza”, escribe Saint-Simon, “pero quiso dar la mano a mis hijos. Lo advertí a tiempo para impedírselo”». Mi abuelo estaba ya extasiándose con lo de «ignorancia o listeza», pero la Srta. Céline, a quien el nombre de Saint-Simon —un literato— había impedido la anestesia completa de las facultades auditivas, se indignó: «¡Cómo! ¿Admira usted eso? ¡Muy bonito, hombre! Pero, ¿qué puede querer decir? ¿Es que no vale un hombre tanto como otro? ¿Qué puede importar que sea duque o cochero, si tiene inteligencia y corazón? Bonita manera tenía ese Saint-Simon de educar a sus hijos, si no les decía que dieran la mano a todas las personas honradas. Pero, ¡si es que es abominable, sencillamente! ¿Y se atreve usted a citar eso?». Y mi abuelo, consternado, al advertir la imposibilidad, ante aquella obstrucción, de lograr que Swann contara las historias que lo habrían divertido, decía en voz baja a mamá: «Recuérdame el verso que me enseñaste y que tanto me alivia en momentos así. ¡Ah, sí!: “Señor, ¡cuántas virtudes nos haces detestar!”. ¡Ah! ¡Qué bien está!».