Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis - Caroline Seebohm - E-Book

Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis E-Book

Caroline Seebohm

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Beschreibung

Un joven enfermizo, hijo del hombre que mantiene los campos de juego del prestigioso —y exclusivo— Guayaquil Tenis Club, toma por primera vez una raqueta en la década del treinta del siglo pasado. Francisco Segura Cano—Pancho Segura—se convertirá, en breve, en el mejor jugador de tenis, primero del Ecuador, luego de la región Bolivariana, después de Latinoamérica y finalmente, luego de largas peripecias y tribulaciones, en el jugador profesional número uno del mundo. Caroline Seebhom en Pancho Segura Cano: la vida de una leyenda del tenis nos lleva de Ecuador al Nueva York de los años cuarenta junto a Segura; seguimos su carrera en la Universidad de Miami y sus tres campeonatos consecutivos del NCAA (un récord todavía por batir) hasta llegar al tour de tenis profesional. Al trazar el arco de su carrera profesional la biografía nos zambulle en esos primeros años del torneo cuando los profesionales eran mal vistos por las élites del circuito amateur. La vida de Pancho Segura fue una montaña rusa de emociones. Desde su atribulado nacimiento en un bus interprovincial que seguía la ruta Quevedo-Guayaquil hasta su amistad con lo más granado del Hollywood de los sesentas y setentas (Dean Martin, Charlton Heston, Lauren Bacall, Humphrey Bogart, Barbara Streisand); ésta es la fascinante historia de un hombre que, a todas luces, había nacido para el anonimato pero que se sobrepone a todo obstáculo para convertirse en la primera raqueta del planeta y el primer héroe deportivo del Ecuador.

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Pancho Segura Cano: la vida de una leyenda del tenis

Caroline Seebohm

Traducción Álvaro Alemán

Liminar

Alfonso Laso Ayala

Durante años una serie de imágenes en blanco y negro nos acompañaron en casa. Fotos de deporte, claro. Mi padre, Alfonso Laso Bermeo, fue periodista desde siempre y, además, aficionado a la fotografía. No era de los que se tomaba demasiadas gráficas con los deportistas famosos. Supongo que era mi mamá quien guardaba celosamente algunas postales donde aparecía mi papá. En una de ellas, se lo ve junto a dos tenistas. El uno muy alto, el otro, pequeño. Al primero lo llegué a reconocer en alguna película de esas que dejan huella en la infancia (El planeta de los simios, 1968); del segundo solo le había escuchado hablar a mi viejo. Parecían muy amigos los dos.

El tenista pequeño era el inigualable Pancho Segura; el grandote, nada más ni nada menos, que el actor estadounidense Charlton Heston. A este, el cine nos ha permitido mirarlo una y otra vez en muchas de sus producciones; lastimosamente, de nuestro famoso tenista hay muy pocos videos, muy poco material. Alfonso Laso Bermeo ha tenido, desde que me acuerdo, profunda admiración por la figura de Francisco Segura Cano. En tiempos en donde conseguir estadísticas en nuestro país resultaba imposible, cuando había que recurrir a la memoria de unos pocos para contar todos sus logros. Le había escuchado, al comunicador quiteño, hablar de quien fuera su gran rival: el mexicano-estadounidense Pancho Gonzáles. Y que nuestro tricolor había ganado todo en Estados Unidos.

Años después, de paso por Quito, el periodista lo entrevistó y Pancho Segura le contó historias de tenis, le dio sus opiniones sobre la actualidad —de entonces— del deporte blanco en el mundo y le brindó detalles del club donde dictaba clases, cerca de Los Ángeles. Para entonces Pancho Segura ya había trascendido a nivel mundial como entrenador de varios campeones del deporte blanco.

Aprendimos a admirar al tenista porteño y lo imaginamos jugando y ganando a los más grandes del deporte de la raqueta en el mundo, cuando en nuestro país el desarrollo deportivo era aún una quimera. Aún hoy no hemos avanzado tanto como quisiéramos. Al tenista ecuatoriano le faltó la actual tecnología, capaz de mostrar una misma jugada de manera simultánea en cualquier parte del planeta. Sin embargo, no pareció importar, el tiempo se encargó de convertirlo en un mito. Allá, en Estados Unidos, donde lo conocían bien, lo colocaron en el salón de la fama. Un lugar escogido solo para los inmortales.

En la actualidad podemos mirar y escuchar diferentes reportajes donde se cuenta parte de la vida deportiva de Pancho Segura. Todo disperso y casi siempre relatado a manera de anécdota. He podido ver y leer a colegas que han logrado recopilar información y que la han contado en versiones cortas, en reseñas y producciones. Estas también han colaborado para agrandar su imagen en nuestra memoria.

Así —incompletos— fueron mis escasos encuentros con uno de los más grandes deportistas ecuatorianos de todos los tiempos. Muy poquito para todo lo que representa la legendaria figura de Pancho Segura y la trascendencia que tiene dentro del tenis profesional en la actualidad. Esto hasta que conocí el libro Pancho SeguraCano: la vida de una leyenda del tenis y pude ver esa cancha —de polvo de ladrillo—, donde él comenzó a pegarle incansablemente a una pelota.

Debo confesar que he vibrado con este relato. Me he conmovido, y espero que usted, querido lector, también lo haga, cuando se describe la vida del guayaquileño durante sus primeros años, intentando sobrevivir, no ya jugar al tenis. Un niño cuya perseverancia lo llevó a superar sus problemas físicos para convertirse en uno de los mejores jugadores del mundo durante varios años. La narración de sus enfrentamientos con los más grandes de ese entonces emociona y uno puede imaginar lo que un pequeño ecuatoriano conseguía, con su drive a dos manos, frente a otros que parecían gigantes en la pista.

Pancho Segura decidió, allá por los años cuarenta, jugarse el todo por el todo a nombre del tenis profesional. Fue uno de sus grandes impulsores y, gracias a su extrovertido carácter, se convirtió en un showman dentro de las canchas, algo absolutamente indispensable para una actividad que, para ese entonces, apenas despertaba curiosidad. Luego de leer este libro, cuando veamos a los monstruos del tenis moderno, sabremos que un ecuatoriano ayudó a que sean lo que son en la actualidad. Es que cuando Pancho resolvió dejar de jugar profesionalmente se dedicó por entero a entrenar a las grandes estrellas del cine, pero también a las nuevas figuras del deporte blanco. De ellos, el que más destacó fue Jimbo, el histórico Jimmy Connors, múltiple campeón norteamericano que creció al lado de Pancho Segura hasta transformarse en un imparable campeón. En esta biografía, editada por El Fakir, se explica la relación cercana entre ambos y luego su distanciamiento. Además, se habla de figuras como Andre Agassi o Michael Chang que también pasaron por las manos del campeón ecuatoriano.

Gracias a la lectura de este libro queda claro cuál fue la relación de Pancho Segura con las estrellas de Hollywood y cuánto llegaron a apreciarlo. Su carácter extrovertido y jovial y esa actitud ganadora pero respetuosa le hicieron muy apreciado en la sociedad estadounidense. Muchísimos actores y otras tantas actrices recibieron sus enseñanzas y secretos y mejoraron su juego. Fue un revolucionario en el deporte blanco pues supo desde el principio que no podría competir contra la fuerza de sus rivales, sino que habría que —a su tenis— agregarle perseverancia, velocidad y astucia. Pancho se convirtió en el primer gran estratega de este deporte, primero mientras jugaba y luego cuando dirigía.

También queda reflejada en estas páginas la generosidad de Pancho con los suyos. Se llevó prácticamente a toda su familia al país del norte en busca de nuevas oportunidades, aquellas que no encontraban en su natal Guayaquil. Y, finalmente, recibió en nuestro país también el reconocimiento de autoridades y aficionados, en tiempos en los que las noticias circulaban con lentitud.

Será imposible compararlo con nuestras grandes figuras de la era profesional: Andrés Gómez o Nicolás Lapentti. Sin embargo, no es atrevido pensar que la calidad de ellos, y de otros que también nos representaron o nos representan, nace de su demoledor y peculiar drive a dos manos que sorprendió primero y luego conquistó al mundo del tenis en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.

En la historia deportiva de Ecuador no tenemos demasiadas figuras de élite y menos tenistas de nivel mundial. Es por eso que nos aferramos a nuestros grandes gladiadores deportivos. Pancho Segura es, indiscutiblemente, uno de esos escasos números uno. Supo ser campeón profesional en una época en la cual los torneos del Grand Slam estaban reservados para los tenistas amateur y no para quienes recibían dinero por jugar. Y fue él, con otros visionarios, quienes cambiaron la historia del tenis y lo condujeron hacia donde hoy lo conocemos. Lo de Francisco Segura fue sobrevivencia y mucho entrenamiento, pero indudablemente también talento. Con alegría y orgullo hoy entendemos muchos detalles de una vida que siempre giró alrededor de una raqueta, una red y una pelota. Sabemos que es un gigante de nuestro deporte y del mundo. La diferencia es que ahora podemos contarlo con detalles, rigor y emoción. Pancho Segura Cano: la vida de una leyenda del tenis inmortaliza, si quedaba alguna duda, a este incomparable tricolor. Hace honor a su genio deportivo y a su sangre ecuatoriana. Ya sabemos quién «inventó» el tenis en nuestro país.

Pancho Segura Cano: la vida de una leyenda del tenis

Caroline Seebohm

Traducción Álvaro Alemán

Índice de contenido

Portadilla

Liminar, Alfonso Laso Ayala

Prólogo: Un partido para el recuerdo

Capítulo 1. Un milagro en Ecuador

Capítulo 2. La educación de un prodigio del tenis

Capítulo 3. ¡Hasta luego!

Capítulo 4. El amor: dentro y fuera de la cancha

Capítulo 5. El profesionalismo circense

Capítulo 6. Un nuevo contendor

Capítulo 7. Los dos Panchos: Segura y Gonzales

Capítulo 8. Jugar duro, jugar fuerte

Capítulo 9. Un entrenador para las estrellas

Capítulo 10. Días de alegría en Beverly Hills

Capítulo 11. El dominio de Jimbo

Capítulo 12. Buenos y malos momentos

Capítulo 13. Descansando en La Costa

Capítulo 14. El tenis es mi vida

Epílogo: La pareja de tenis. Abraham Verghese

Agradecimientos de la autora

Nota de traducción y reconocimientos

Glosario

Seebohm, Caroline

Pancho Segura Cano: la vida de una leyenda del tenis / Caroline Seebohm - 1a ed. - Fakir, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de Álvaro Alemán

ISBN 978-9942-8740-5-4

Primera edición en inglés: Little Pancho: The Life of Tennis Legend Pancho Segura, Caroline Seebohm, University of Nebraska Press, 2009.

Traducción: Álvaro Alemán

Prólogo: Alfonso Laso Ayala

Portada, contraportada e ícono: Carlos Villarreal Kwasek

Corrección de textos: Álvaro Alemán, Gabriela Alemán, César Salazar y Paulina Rodríguez

Diseño y diagramación: Ernesto Proaño Vinueza

Todos los derechos reservados © El Fakir Ediciones

El Fakir

Olmedo Oe2-73 y Guayaquil, Centro Histórico, Quito

www.fakirediciones.com

[email protected]

Primera edición en formato digital: septiembre de 2020

Digitalización: Proyecto451

ISBN edición digital (ePub): 978-9942-8740-5-4

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Prólogo

Un partido para el recuerdo

Como en toda gran contienda, David enfrenta a Goliat. Pancho Segura, el pequeño: 1,68 m, trigueño, de piernas arqueadas y pies torcidos, ecuatoriano, dotado de una velocidad fenomenal y un drive devastador a dos manos. Pancho Gonzales, su alto rival: siete años menor, ágil, mexicano-estadounidense, con aires de estrella de cine, temperamental y temerario.

A los dos les dicen Pancho—que es como designaban los angloamericanos de entonces a cualquiera al sur de su frontera, seguramente pensando en Pancho Villa, el mexicano revolucionario—. «A mí no me molestaba», afirma Segura, mientras que a Gonzales el apodo lo enfurecía (1).

La fecha: 5 de julio de 1951. El lugar: la cancha de tenis más importante de Estados Unidos, el West Side Tennis Club en Forest Hills, en la ciudad de Nueva York. La superficie: césped, el terreno histórico del tenis; para algunos, el más complicado, rápido, traicionero y hermoso. El torneo enfrenta a todos contra todos y es bien recibido por aficionados que vienen a ver competir múltiples veces a sus jugadores preferidos en lugar de asistir a partidos de eliminación simple.

Los dos ya han jugado muchas veces, pero este es su primer enfrentamiento en césped. Segura, con 31 años, está en su mejor nivel. Al momento defiende el título profesional de Estados Unidos tras ganar, en 1950, en Cleveland, al invencible monarca de «saque y red» Jack Kramer (2), considerado el mejor jugador del circuito, campeón profesional en 1949. En cuanto a su oponente, luego de una carrera llena de altibajos, Gonzales, de 24 años, empieza a mostrar su verdadera calidad, y los aficionados a intuir que dentro de poco este feroz y agresivo jugador de tenis alcanzará el nivel más alto.

Segura llega al match sin haber perdido un solo set en los cuatro partidos previos. Gonzales ha ganado tres de cuatro juegos. Las estadísticas favorecen a Segura, pero la altura de Gonzales, su condición atlética y su potencia hacen del resultado algo incierto. Gonzales ha derrotado a Segura en un torneo de todos contra todos en Filadelfia, meses antes, y al momento le lleva la delantera en el ranking profesional. El contraste en la apariencia física de ambos es tal que todos dudan que el menor de los Panchos, pese a sus triunfos, pueda compensar sus evidentes desventajas.

El partido está programado para el inicio de la tarde. Ha llovido, lo que implica mayores dificultades en el desarrollo del juego: una superficie tan complicada que provoca trayectorias erráticas de la pelota y posibilidades de lesión. Cuatro mil aficionados abarrotan los graderíos, saben que el duelo ofrecerá una muestra espectacular de tenis entre dos jugadores deliciosamente dispares. Los conocedores del tenis de otras épocas recuerdan los grandes partidos de la década de 1920 entre Big Bill Tilden (3), el jugador más alto de su momento, con 1,85 m, y su perenne rival, Little Bill Johnston, con 1,72 m. El uno ligero, diestro y veloz, casi siempre perdía hacia el final ante la superioridad física y la fuerza de voluntad de Tilden.

Los aficionados al deporte, por lo general, apoyan a quien lleva las de perder y, como Johnston, Segura despierta la pasión de la multitud con todas sus aparentes desventajas. Los golpes «engañosos» que descolocan a su rival como por obra de magia, el drive lapidario a dos manos, tan preciso que donde pone el ojo pone la bola, la anticipación casi sobrenatural que anula la fuerza de una pelota que pudo ser un winner. Cuando Segura ejecuta uno de sus drop shots disfrazados, que dejan a su rival varado y confundido, el Guerrero Inca (4) (como lo han tildado los periodistas deportivos) mira a los graderíos, lleva su dedo índice a la frente en un gesto y sonríe. Los aficionados enloquecen.

En este portentoso día de lluvia, Gonzales sale al ataque. La cancha mojada y la relampagueante respuesta de Segura pronto ponen a prueba su devastador juego de saque y bolea. La devolución de Segura, ese particular golpe desafiante y vital, resulta implacable y pone a Gonzales a la defensiva. El saque de Segura, aunque no tan poderoso como el de otros, este día tiene la precisión de un reloj suizo, enviando a Gonzales a ángulos de difícil respuesta o clavándolo en el centro de la cancha, donde no tiene defensa alguna. Sin embargo, lo más notable del partido es quizá la velocidad de Segura. En vez de ser un impedimento, la superficie resbalosa parece inyectar en las piernas del ecuatoriano una energía inesperada. Mientras avanza el partido, Gonzales desfallece y Segura eleva su nivel de juego.

«Ese día sentía que volaba», concede Pancho Segura más adelante con una sonrisa.

El primer set termina 6-3. El segundo 6-4. Los aficionados ya huelen la victoria para el «pequeño dínamo». Segura mantiene sus errores al mínimo, en tanto Gonzales, molesto y frustrado, empieza a fallar. Ahora, el más espigado de los Panchos pierde totalmente la confianza. En el momento decisivo Gonzales abandona su principal fortaleza, su juego en la red, donde por lo general domina, para aferrarse a la línea final.

Segura, con gran inteligencia, entiende lo que esto significa y saca pronta ventaja, atacando a su oponente con un drive preciso, diversificando sus golpes con astutos drop shots y ubicando sus reveses con tal claridad que Gonzales no tiene respuesta. Segura no solo que salva milagrosamente algunos de los mejores golpes de Gonzales, sino que los convierte en puntos a su favor. El espíritu ganador de Gonzales jamás ha sido cuestionado, pues ha convertido muchas aparentes derrotas en victorias. Pero en esta ocasión, cuando el tercer set se va de sus manos, no hay nada que pueda hacer para salvarlo. Segura es invencible y gana el último set 6-2. El partido termina en menos de una hora.

Los periodistas que cubren el partido están asombrados por la victoria del más pequeño de los Panchos. El legendario escritor de tenis, Allison Danzig del New York Times, dice que: «Segura le quitó el filo al potente juego de saque y red de Gonzales con la violenta y recurrente precisión de sus calculados contraataques. En el último set, en césped mojado, el espigado californiano finalmente cedió ante la presión». Jesse Abramson del New York Herald Tribune, no estaba menos impresionado al describir al «resuelto y habilidoso» Segura como alguien que «arrasó» a Gonzales: «[Él] sobrepasó a su rival más espigado desde la línea final y con frecuencia superó al mercurial Gonzales en la red… su velocidad, cobertura de cancha e infranqueable defensa fueron demasiado para Gonzales».

Los conocedores de tenis sabían que la victoria de Segura, esa tarde en Forest Hills, no era motivo de sorpresa. Entendían cómo pensaba un partido, cómo su velocidad y anticipación jugaban a su favor sobre este tipo de superficie, cómo su abordaje físico y psicológico del tenis lo convertía en uno de los jugadores más originales en la historia del juego. Sabían lo bien que se había preparado, estudiando los movimientos de raqueta de su rival y ensayando de forma incansable los golpes que lograrían doblegar a su oponente más alto y fuerte que él. Pero muchos ese día, al ver que el pequeño, delgado y estevado ecuatoriano estallaba contra el atlético y gigantesco californiano, sentían que veían un extraño cometa centellear a través de un cielo oscurecido por la lluvia. El marcador final era inimaginable. No valía siquiera una apuesta mínima. Se suponía que, esa tarde, Segura no debía ganar. Y pese a ello, destruyó a Gonzales en apenas tres cortos sets. ¿Cómo explicarlo?

1. Gonzales, que se llamó originalmente Ricardo Alonso González, tomaba el sobrenombre como un insulto xenófobo; en el caso de Segura el apelativo coincide con el hipocorístico de su primer nombre, Francisco.

2. Jack Kramer: tenista de Estados Unidos que brilló como amateur en los años cuarenta y como jugador profesional en los años cincuenta. Fue una de las personas más activas en el desarrollo del profesionalismo en el tenis, formando su propio circuito profesional. Fue el primer jugador de jerarquía en emplear constantemente el juego de saque y red. Se lo considera el fundador de la ATP.

3. Bill Tilden: estrella del tenis estadounidense de los años 1920 y 1930, considerado como número 1 del mundo durante siete años y entre los más grandes tenistas que ha dado la historia. Su gran categoría, su supremacía y su fama lo hicieron uno de los hombres más influyentes en la historia del «deporte blanco», cambiando la imagen de este en todo el mundo.

4. Guerrero Inca: nombre que le daban los periodistas a Pancho Segura. Los incas constituyeron el imperio más grande y poderoso de Sudamérica en la época precolombina. Ellos ocuparon el territorio del Ecuador por un período no mayor de 60 años.

Capítulo 1

Un milagro en Ecuador

Nadie nota al niño pequeño en una esquina del Guayaquil Tenis Club mientras golpea una pelota contra la pared con una raqueta deteriorada. El niño tiene un aspecto peligrosamente delgado, con piernas torcidas que parecen bananos y brazos finos que terminan en muñecas delgadas, tanto así que debe sostener la raqueta con las dos manos para que la pelota rebote contra la pared. Para los pocos miembros del club que se fijan en él al salir, con seguridad camino a casa en busca de una ducha y de un trago, este niño es simplemente uno más de los muchos niños pobres del barrio que juega mientras espera que alguien lo lleve a casa.

Quien piensa de esta manera se equivoca. La expresión que lleva el niño es de gran concentración y ferocidad. No solo pasa el tiempo. Golpea la pelota de la única manera que sabe: una y otra vez con una pasión poco común para su corta edad. Lo que se refleja en su rostro entusiasta y determinado es aquello que el mundo entero conocerá un día.

El día oscurece y el niño ya no puede ver la pelota. Un hombre grande y fuerte, que limpia las canchas, junta toallas y pelotas, desmonta la red y asegura puertas, se aproxima. «Panchito, ya es hora. Vamos a casa».

A regañadientes, el pequeño detiene su práctica, levanta la pelota con que juega, se la da a su padre, y toma su mano. Es hora de que Domingo y Pancho Segura regresen a casa.

Francisco Pancho Segura Cano tiene más o menos siete años cuando levanta por primera vez una raqueta de tenis. Para entonces ya ha contraído y sobrevivido una serie de enfermedades que hubiesen detenido a una persona menos decidida. Nace el 20 de junio de 1921 en un bus que viaja de Quevedo a Guayaquil: «Los caminos estaban en mal estado en ese tiempo», recuerda la madre de Pancho, Francisca Cano de Segura. «No habíamos avanzado mucho cuando le pedí a mi esposo que le dijera al chofer que regresara el bus a Quevedo porque iba a dar a luz prematuramente». Así fue como Morenito, como le decía su madre, llega al mundo.

Su nacimiento no fue romántico. Fue el primogénito de Domingo Segura Paredes y Francisca Cano. Su padre de ancestro español, su madre de ancestro indígena, nacida en Quevedo; él era un cholo (5). Nació en junio, un mes de ensueño en ciertas partes del mundo, con cielos azules y jardines floridos. En Guayaquil es un mes infernal y solo un poco menos húmedo que los meses lluviosos que van de diciembre a abril. Desde el primer momento que abrió sus ojos, Pancho se tuvo que adaptar al aire pesado, pegajoso e infestado de mosquitos de su ciudad natal, al igual que todos los habitantes de Guayaquil.

A principios del siglo XX Guayaquil era una ciudad comercial humilde de aproximadamente 250 000 personas, ubicada en una región calurosa de la Costa del Ecuador. En esos días lucía tercermundista: pequeñas casas de madera con techos de zinc, calles polvorientas por donde circulaban carros tirados por caballos, muy pocos automóviles y vegetación exuberante. Luego de una serie devastadora de incendios, las nuevas viviendas empezaron a construirse con cemento.

Su fuente primaria de trabajo yacía en el puerto. Era la entrada portuaria más grande del Ecuador; a través del estuario El Salado se exportaba e importaba cargamento en este pequeño país sudamericano. El delta del río Guayas es el más grande en el Pacífico sur; su puerto marítimo aún se encarga de recibir tres cuartas partes de las importaciones al país y casi la mitad de sus exportaciones. A principios del siglo pasado algunos de sus habitantes se ganaban la vida con negocios relacionados con la importación-exportación de bienes como café y banano. Esos hombres de negocios vivían en casas grandes cercadas por murallas altas, rodeadas de árboles florales al norte de la ciudad; pertenecían al Club de la Unión, que ofrecía una hermosa vista hacia el litoral. Hombres como estos fundaron el primer Guayaquil Tenis Club en 1910.

El cementerio de Guayaquil era —y sigue siendo— uno de los sitios más cautivantes de la ciudad. Establecido en una colina, es el lugar donde miles de guayaquileños han sido enterrados por más de un siglo. Al pie de la colina se pueden encontrar impresionantes mausoleos, bellas estatuas y esculturas que reflejan la importancia de los difuntos. Subiendo por la colina a través de un revoltijo cada vez más abarrotado, el cementerio se vuelve una democrática ciudad de nichos blancos, lápidas desmoronadas, cruces pintadas de blanco con inscripciones en negro. Aquí yacen los padres de Pancho Segura.

En la década de los veinte en Guayaquil la expectativa de vida era corta. Pancho fue el primero de siete hijos (lo siguieron dos varones y cuatro mujeres) que tuvieron Domingo y Francisca. Estaba también la hija del primer matrimonio de Domingo. Nada fue fácil para la familia. Pero el hijo mayor, Francisco, parecía atraer las peores desgracias. Su juventud estuvo plagada de enfermedades. La primera apareció en forma de una doble hernia, muy común en bebés varones. La hernia pediátrica, relacionada con el desarrollo y descenso de los testículos, causa una inflamación aguda y dolor en la ingle. Es probable que los padres de Pancho no reconocieran el problema de inmediato y lo dejaran sin tratar. A los diez años el dolor e inflamación eran tan grandes que Pancho no podía caminar. Eventualmente lo operaron y repararon la hernia.

Un peligro para los habitantes del Ecuador de ese entonces era la malaria, una enfermedad endémica en los trópicos. Los mosquitos eran una amenaza constante en Guayaquil, dentro y fuera del hogar, ya que el calor sofocante obligaba a los habitantes a mantener las ventanas abiertas. Pancho contrajo malaria a los ocho o nueve años y sufrió sus consecuencias, a intervalos, hasta los veinte. Debido a las fiebres debilitantes que la malaria produce Pancho tuvo que guardar cama a menudo. En una ocasión recibió quinina; su madre lo acompañó preocupada mientras temblaba en la cama del hospital.

Sin embargo, la peor enfermedad que sufrió fue el raquitismo. Este es un desorden juvenil causado por la malnutrición, particularmente por la falta de vitamina D, calcio y fosfato. Esta enfermedad causa deformidades esqueléticas, en especial piernas estevadas. Las consecuencias del raquitismo acompañaron a Pancho toda su vida. Es difícil saber qué comían Pancho y su familia, pero la incidencia del raquitismo muestra que la pobreza jugó un papel importante.

Domingo Segura, el padre de Pancho, mantenía a su gran familia de la mejor manera que podía. Era un hombre guapo y fuerte de un metro ochenta que trabajaba como cuidador en la propiedad de uno de los hombres más ricos de Guayaquil, don Juan José Medina. Medina estudió en Inglaterra, era un banquero importante y fue el padrino del pequeño Pancho. Este se preocupó por el desarrollo del chico y opinaba que Pancho debía tener una actividad que lo ayudara a fortalecer sus huesos, desarrollar sus músculos y agregar masa corporal a su marco atrofiado. Medina decidió que dicha actividad sería su deporte favorito: el tenis.

El señor Medina formaba parte del consejo directivo del Guayaquil Tenis Club: un pequeño club de las élites guayaquileñas que contaba con quinientos miembros. En Ecuador, como en el resto del planeta, el tenis era considerado un juego de hombres ricos. Un juego reservado solo para privilegiados que pudieran pegar a pelotas caras con raquetas igualmente caras sobre una superficie difícil y costosa de mantener.

Medina decidió emplear a Domingo Segura para que sea el cuidador del Guayaquil Tenis Club. Así Segura no solo recibía un salario estable sino también un lugar para vivir. Él y su familia vivían en una casa pequeña en las afueras del terreno del club. Entre sus obligaciones estaba ocuparse de las canchas, mantener el terreno y la sede del club, y proveer servicios para los miembros, incluyendo conseguir pasabolas. Panchito no solo sería el asistente de su padre, sino que también empezaría a jugar tenis.

Era, desde luego, un arreglo enteramente privado. A los miembros del club no les importaban sus empleados. Siempre y cuando el club y las canchas se mantuvieran en perfecto estado y hubiera pasabolas, no importaba quién hiciera el trabajo. Al igual que tres o cuatro otros niños empleados por el club, Pancho pasaba el día recolectando pelotas y devolviéndolas a los jugadores cuando fuera necesario. Cuando no eran necesarios, los niños se preocupaban de desaparecer. Pancho era el más joven de ellos. «Mi papá me hacía recoger bolas, barrer las líneas, arreglar la red, pasar las toallas a los socios», recuerda Pancho. El club solo tenía cuatro canchas de cemento que se ocupaban los fines de semana, cuando los socios no tenían que trabajar. Pancho, sin embargo, iba todos los días a ayudar a su padre.

En la escuela primaria de Guayaquil, Pancho demostraba buenas aptitudes académicas, especialmente en matemáticas: «Era bueno con los números», cuenta. Tenía buenos profesores, pero era un muchacho solitario. Debido a su baja estatura y cuerpo frágil, los compañeros de Pancho se burlaban de él sin piedad y lo llamaban «maricón». Todos los días después del colegio, en vez de jugar en la calle o juntarse con sus amigos, Pancho iba al club de tenis, un lugar vedado para sus compañeros. Tuvo una vida ensimismada como niño.

Pero un día levantó una raqueta de tenis. Era vieja, abandonada y desechada por uno de los socios. Era demasiado grande para él: debía utilizar ambas manos para alzarla y no le daba la fuerza para golpear una bola. A pesar de ello, Pancho puso sus manos en la empuñadura, tiró una bola y la golpeó. «En un principio no estaba interesado», recuerda, «todos mis amigos del colegio jugaban fútbol. Pero cuando le di al muro con la bola, me gustó».

Sin embargo, había también otros factores en juego. Pancho era pequeño y débil para su edad y no podía hacer deporte como sus compañeros de colegio. Mientras ellos jugaban fútbol y béisbol, Pancho se quedaba sentado. Podía aprender este misterioso juego llamado tenis, que ninguno de sus compañeros conocía, en privado, en el club con su padre. A veces, cuando las canchas estaban vacías, el padre de Pancho lo llevaba junto con una raqueta a golpear bolas. «Entrábamos a hurtadillas a las canchas».

Su madre, por otra parte, era la deportista de la familia y no solo Pancho heredó esos genes; Elvira, la hermana de Pancho, fue campeona nacional de básquet. Francisca Cano también jugaba tenis con Panchito y, por un corto tiempo, le ganaba. «Pancho se sentía tan frustrado que, por fin, ella lo dejó ganar», recuerda Elvira.

Pero Francisca no quería que sus hijos se dedicaran al deporte. Ella esperaba que sus cinco hijas se quedaran en casa y ayudaran con los quehaceres mientras se preparaban para el matrimonio. La madre se sentía incómoda por la pasión creciente que Pancho mostraba por el tenis: el deporte lo alejaba de casa y de ella. Él era su primogénito y el más preciado por su fragilidad; después de todo, sus dos hermanos alcanzaron el metro ochenta de altura. Francisca se preocupaba, cuidaba y oraba por su hijo. Amaba de igual manera a sus otros hijos, hasta fajaba las piernas de sus hijas para evitar que quedaran torcidas como las de su hijo mayor.

Pero Panchito, por ser el más vulnerable, era su favorito. La señora Cano quería que Pancho fuera más devoto, por eso, lo mandaba con sus hermanas a novenas. Cada vez que pasaban frente a una iglesia, ella insistía que Pancho se persignara con agua bendita. Ella también era la mano dura en la familia: «Solía darnos con el cinturón», cuenta Elvira. «Recuerdo que Pancho se oponía y decía: Mamá, ¿le vas a pegar a un campeón de tenis?».

Francisca acompañaba a Pancho a las canchas pero le angustiaba hacerlo. Pancho no usaba zapatos de tenis, los suyos estaban hechos de caucho y sus medias no eran largas y blancas como las de otros jugadores; esos eran lujos fuera del alcance familiar. Pero había cosas peores, según recordó al final de su vida, veía cómo los socios trataban a su pequeño cuando trabajaba de pasabolas: «Recuerdo cuando se sentó en la silla de uno de los señores durante un juego, este le dijo: ¿Qué mierdas haces sentado ahí? Tienes que sentarte allá, en las escaleras. Y mi hijo se levantó y, en silencio, se fue a sentar en la escalera. También tenía prohibido usar el baño de los señores. Pero, con su buen sentido del humor, me decía: Me dicen que no use sus sillas ni su baño, pero cuando no están, me siento en sus sillas y me ducho cuantas veces quiera… Y, algún día, seré yo el que esté sentado ahí en frente de todos ellos».

Fue entonces cuando su madre aceptó la ambición de su hijo y el amor que tenía por el juego. Mientras Pancho crecía, Francisca se encontró atrapada por la obsesión que este tenía y lo empezó a animar. Iba al club al anochecer, cuando no quedaban socios, y lo llevaba a las canchas vacías para jugar. Una vez que llegó a la adolescencia, no cabía duda de quién ganaba entre los dos. Jugaban hasta que se ponía demasiado oscuro para ver la bola: «Recuerdo que lloraba porque no podía jugar en el día», dice Elvira, «solo de noche».

Pancho era el mayor de los hermanos, el más centrado y el favorito de su madre. Como sucede, por lo general, con los hijos mayores, conocía perfectamente bien su lugar en la familia. De niño solía sacar un burro a las afueras de la ciudad para traer leña a casa. «Hubo muchas veces que mi hijo volvía con un sucre (6) que se había ganado en el día», recuerda la orgullosa madre. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por su familia, incluso si eso tuviera repercusiones más adelante. A los doce años tuvo que dejar la escuela para aportar económicamente en casa.

Años más tarde admite que su niñez había sido triste porque su vida en el club y su abandono escolar lo alejaron de sus amigos. «Ellos no tenían permitida la entrada. Era un club privado y nosotros solo trabajadores. No los podía invitar». La falta de dinero también lo marginaba. «Nunca tuve una bici. No podía ir a ninguna parte, ni siquiera a la playa».

El mundo exterior estaba cerrado para Pancho dada la pobreza de su familia. «En esos días», recuerda riéndose, «si veíamos un avión, ¡pensábamos que era un pájaro!». De niño miraba los cruceros Grace Line que navegaban en el puerto de Guayaquil. Para él era impensable que algún día pudiera pagar el pasaje de esos enormes barcos. Brillantes y glamorosos, los barcos seducían al joven con sus sirenas estridentes y llenas de promesas. Con frecuencia soñaba que algún día se iría de Guayaquil en uno de esos barcos. «Algún día me subiré a uno de esos botes y me largaré de aquí», se prometía a sí mismo, «un día voy a triunfar».

Entre tanto, no tenía otra alternativa que golpear bolas contra el muro del Guayaquil Tenis Club. Empezó a esforzarse en aprender el juego. Aunque veía que todos los jugadores adultos del club ejecutaban sus golpes con una sola mano, notó que él podía pegar con más fuerza si utilizaba ambas manos en su drive. Sin embargo, no fue sino hasta los años sesenta cuando otros jugadores empezaron a usar ambas manos para el drive y el revés. Observaba cuidadosamente a los otros jugadores, analizando sus golpes, su juego de pies, la técnica y luego copiando todo mientras jugaba contra una pared. Aprendió de los movimientos de don Nelson Úraga, un tenista zurdo altamente reconocido que tenía un espíritu guerrero que Pancho admiraba. Practicaba su grip, su juego de pies, su posicionamiento. Arreglaba las raquetas viejas y abandonadas que estaban a su alcance y las veneraba. Reparaba las cuerdas desgastadas con cinta para evitar que se siguieran desintegrando y para que duraran.

Su juego mejoraba. «Jugando contra la pared me di cuenta de que la bola regresaba rápido y aprendí a pegarle de una». Nacido con instintos y coordinación, Pancho desarrolló reflejos para compensar sus deficiencias. También empezó a hacer ejercicio con una máquina de remo, un aparato nuevo en el club. Su padrino, J. J. Medina, se aseguró de que su ahijado pudiera entrar al deseado cuarto de ejercicio cuando no había nadie. A los once años de edad, la práctica incesante, la concentración implacable y la mente concentrada de este insólito atleta empezaron a dar fruto. Consiguió una raqueta viable, una Top Flite, que una vez olvidó un brasileño de paso por Guayaquil. «La miraba con orgullo», recuerda su madre, «como si fuera un tesoro, y la utilizó por muchos años».

La gente empezó a notarlo. «Pronto empecé a ganar a los chicos mayores», dice Pancho con un brillo en el ojo. Mientras trabajaba, a veces lo invitaban los miembros del club para que jugara con ellos. Para ellos no era un partido legítimo entre un adulto con experiencia y un pequeño “pata ´e loro”, como lo llamaban. Ni siquiera llevaba puestas medias ni zapatos deportivos. Pero le daba a la bola como un diablo y siempre devolvía la pelota, era como una máquina de aquellas que aparecerían en el tenis años más tarde. Si no había nadie más en el club, o si no había ningún instructor disponible, los socios llamaban al pequeño. «Yo era un pasabolas para ellos y me pagaban tres reales, hasta cinco, para que jugara con ellos».

Aunque cinco reales parece muy poco, para Pancho y su familia ese dinero era importante. La lucha de sus padres por mantener a su familia producía una ansiedad constante, especialmente para su madre que a veces no podía pagar las cuentas. La actitud de su padre hacia el dinero era más pragmática: los consejos que daba a sus hijos eran prácticos: «No salgan a la lluvia que no tenemos impermeables» o «si necesitan usar traje, compren uno negro que puedan usar en velorios y así comer gratis». Que su hijo menos prometedor llegara a casa con dinero, no importa cuán poco fuese, era inesperado y salvador.

El hecho de que el tenis fuese una manera de aportar fondos para la familia fue una revelación que transformó la manera que tenía Pancho de pensar sobre su familia y su propia vida. «Jugar tenis traía dinero a la casa y mis padres apoyaban aquello», dijo, reconociendo las inmensas implicaciones de este inesperado hallazgo.

Practicó con afán y los socios del club pronto notaron la determinación de este pequeño que siempre rondaba las canchas. Al jugar con los chicos de más edad, Pancho aprendió de ellos y desarrolló su juego, revelando una competitividad feroz que sorprendía a sus adversarios. Se convirtió no solo en pasabolas del club, sino en el pasabolas oficial, ganando pequeñas sumas de dinero. «¡Pero nunca me pagaban!», recuerda riéndose. «Esperaba afuera de los camerinos mientras se cambiaban y, cuando salían, ¡les pedía mis tres reales!» Fueron estas las primeras experiencias que tuvo Pancho con la indiferencia de los ricos, que exigían su tiempo y su talento a cambio de nada. Más tarde, al empezar su viaje por el mundo glamoroso del tenis, entendería perfectamente este hábito cruel de los ricos y famosos, y al igual que en su adolescencia en el Guayaquil Tenis Club, se encogería de hombros y sonreiría de manera resignada.

En 1935, cuando Pancho tenía trece años, un personaje importante visitó el club. Se llamaba Francisco Rodríguez Garzón y era el periodista y editor más importante de la sección deportiva del diario El Telégrafo. Vio jugar a Pancho y, unos días después, el diario publicó un artículo que causó sensación:

Tan pronto como lo vi, ese joven humilde y tímido, que se puso más nervioso cuando le dije que se dejara sacar fotos, se adentró en mi ser. Tenía miedo de que los dueños se enojaran y no quería hablar de su pasión por el tenis, de sus habilidades, ni de lo que era capaz de hacer. Pero una vez que hablé con los socios del club, me puse a pensar sobre lo que un chico con ese talento, ese conocimiento de la raqueta y los secretos del tenis y con la capacidad de impresionar a todo el país pudiera lograr.

Entonces empezó el amorío entre El Telégrafo y su nueva celebridad. Ese artículo también anunció al mundo por primera vez que en Guayaquil vivía alguien que se convertiría en un héroe nacional. Los socios del Guayaquil Tenis Club no podían seguir ignorando al joven mestizo que había sido su pasabolas por tanto tiempo. Ahora Pancho les ganaba a los mejores jugadores con cierta frecuencia: «No les gustaba para nada», sonríe, «siempre objetaban los puntos».

En cierta ocasión un jugador norteamericano conocido como el señor Brown llegó al club con la intención de jugar tenis. Allí tuvo noticias de un pasabolas con una gran habilidad para jugar tenis y lo buscó. Los funcionarios del club aceptaron un enfrentamiento entre ambos a regañadientes. Pancho ganó el encuentro en tres sets consecutivos con facilidad. Lejos de sentirse ofendido, el gringo informó al club que tenían un gran jugador entre manos y los exhortó a que dejaran de emplearlo como pasabolas y en su lugar que le ofrecieran la oportunidad de hacer del tenis una profesión: «Este chico, cuando cumpla diecisiete, va a brillar, y va a hacer que todo el país brille».

Aunque algunos de los socios no aceptarían nunca que este «cholito» pudiera convertirse en un jugador de tenis relevante, una familia en particular empezó a interesarse en este excepcional talento. En 1937 Luis Eduardo Bruckmann Burton y su esposa, Ángela, decidieron hacerse cargo de este improbable prodigio. Invitaron a Pancho a que los acompañara a su casa vacacional en Quito. No sabían entonces que se convertiría en un gran jugador, habían oído los rumores y entendieron intuitivamente que podían ayudarlo dándole apoyo.

En ese tiempo Quito era una alternativa para aquellos guayaquileños adinerados que podían costear su permanencia en la capital durante los meses complicados de invierno. Los Bruckmann Burton le ofrecieron a Pancho un trato generoso. Lo alimentarían, velarían por su bienestar mientras respiraba aire puro y, a cambio, él les enseñaría los rudimentos del tenis a sus dos hijas adolescentes, Ilse y Olga. Era una oportunidad espléndida y Pancho la aprovechó no sin dejar de expresar su gratitud. Los Bruckmann Burton cumplieron su palabra. Una vez en Quito comió bien, se fortaleció y ejercitó su cuerpo, aumentando tono muscular a su físico en pleno desarrollo. En cuanto a lo demás, compartió días inolvidables con Ilse y Olga.

Pancho pasó unos meses en Quito junto a la familia Bruckmann Burton y regresó a su ciudad natal en mejor condición física que cuando se fue. Para entonces tenía dieciséis años de edad, su primera prueba como tenista estaba por llegar.

5. Cholo: el término tiene varios significados, entre los cuales se encuentran: mestizo de sangre europea e indígena, de mal gusto o término despectivo usado para referirse a algo o alguien. El Diccionario de la lengua española dice: «Dicho de un indio: Que adopta los usos occidentales».

6. Sucre: moneda utilizada en Ecuador antes de la dolarización (en el año 2000).

Capítulo 2

La educación de un prodigio del tenis

Pancho volvió a Guayaquil a inicios de 1938. Había estado fuera de casa durante algunos meses mientras jugaba a diario en el altiplano. Cuando se presentó en el Guayaquil Tenis Club, luego de su ausencia, cualquiera podía ver que había experimentado una transformación. Era más fuerte, rápido; se encontraba en mejor condición física y jugaba al tenis de manera genial. También era extremadamente competitivo cuando jugaba con los socios. Jugaba a ganar.

Los socios estaban impresionados. Algunos entendieron que este pequeño Pancho podría serles enormemente útil. Por esas fechas se aproximaba el torneo anual que se celebraba entre Guayaquil y Quito, dos ciudades que expresaban una rivalidad política intensa; que, en este caso, se reflejaba en la cancha. Se trataba de un torneo jugado a muerte, el campeonato más importante del país. Ese año algunos de los socios del club de Guayaquil decidieron que incluirían a Pancho en el torneo.

¿Pancho Segura? ¿Jugar por el Guayaquil Tenis Club? Muchos se sintieron ofendidos al escucharlo. ¿El «cholito»? ¿El pasabolas? Pero si no era socio y no podría serlo ni en mil años. La idea misma era ridícula. ¿Cómo iba el hijo del cuidador a representar a la crema y nata de Guayaquil en un evento social y deportivo de tanta importancia? Y, además, ¿no se trataba de un profesional? ¿No había recibido dinero a lo largo de los años a cambio de jugar tenis? ¿Y qué, si solo se trataba de unos reales? El club no podía tolerar esta amenaza a su condición amateur (7). Las quejas fueron persistentes y estridentes a la vez.

Esta fue la primera vez que Pancho sintió su propia dislocación. Había tocado, inocentemente, a la puerta de un mundo que nunca lo dejaría olvidar sus orígenes. A los dieciséis años ya descubría los obstáculos, no solo físicos y mentales, sino sociales que tendría que enfrentar si iba a seguir por este camino. Ya había demostrado su capacidad para manejar exitosamente las barreras físicas y mentales; las sociales, sin embargo, eran intangibles y más complejas.

La solución se presentó de manera ingeniosa. No había forma de que Pancho Segura pudiera representar al Guayaquil Tenis Club. No era miembro y nunca lo sería, y no había nada que hacer al respecto. Aunque sus benefactores encontraron la vuelta: Pancho representaría a otro club guayaquileño que le ofreció las credenciales necesarias.

Y de esta manera Pancho Segura viajó a Quito. Fue emocionante, era su primera aparición importante a nivel nacional, parecía que se cumplía un sueño. Sin embargo, tuvo que pagar un duro precio para ser aceptado como competidor. Sus compañeros de equipo no veían de buena manera el hecho de compartir cancha con quien percibían como un «arribista» y así expresaban de múltiples maneras su superioridad de clase. Pancho podía estar en el equipo, pero de ninguna manera era socio del club. En el viaje en tren a Quito no recibió un boleto, como ellos, a primera clase; tuvo que contentarse con viajar en un vagón de tercera clase. Los socios y jugadores compraban manjares durante el trayecto; Pancho, sin dinero a su haber, se vio reducido a comprar maduro asado en el camino.

Pancho aceptó estas condiciones sin rencor. Su tarea era jugar tenis en representación de su ciudad natal y, con su característica concentración, respondió estupendamente. Ganó sus tres partidos, contribuyendo de esa manera al triunfo del puerto sobre su tradicional rival andino. «Les sacamos la madre», recuerda Pancho con una sonrisa de satisfacción. De regreso a casa, sus compañeros se mostraron más deferentes ante el «cholito». Al parecer sí podía hacer algo por ellos: ganar partidos. En ese viaje de regreso, se le permitió acompañar a los demás miembros del grupo.

Luego de su triunfo, Pancho ya no era un desconocido. Muchas de las personas que lo vieron jugar en Quito no lo olvidarían. ¡Qué velocidad! ¡Qué anticipación! ¡Qué drive