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"Ahora, con la ayuda de Dios, seré yo mismo." Estas palabras del filósofo danés Søren Kierkegaard impactan profundamente a Marlena Graves, una escritora, profesora y activista puertorriqueña. En estas páginas ella describe el proceso de vaciarse a sí misma que le permite subir hacia Dios y convertirse en la verdadera yo a que Dios la llama. Haciendo uso de las profundas tradiciones de los santos cristianos del este y del oeste, ella comparte historias e ideas que han vivificado su transformación. Para Marlena, la formación y la justicia siempre van mano a mano en la senda de una vida balanceada de acción y contemplación. Si deseas más de Dios, este libro ofrece un camino que honra el pasado hacia una vida más profunda.
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Seitenzahl: 227
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Traducción de Ruth Goring
Para mi familia:los que me preceden, mis padres, hermanos,Shawn, Iliana, Valentina e Isabella,deleites de Dios.
Todo el misterio de la economía
de nuestra salvación consiste en el anonadamiento
y envilecimiento del Hijo de Dios.
Si pudiera hacerme sirviente de todos,
ningún lugar más humilde.
Estaba sola en nuestra cocina, mirando por la ventana unas amenazantes nubes grises. Me puse a regañar a Dios: “¡Señor, no queda nada! Estoy vacía. Estéril. Tu pueblo, o los sinvergüenzas que lo dicen ser—y sabes tú que en mi corazón tengo palabras aún más fuertes para ellos—son una camarilla de pirómanos que prendieron fuego a toda nuestra comunidad cristiana. No cometimos ninguna injusticia, pero sin embargo dejaste que la quemaran hasta los cimientos. ¡Y luego los dejaste sin castigo! Hemos renunciado a todo para seguirte. ¿Acaso podrían los mansos heredar la tierra en lugar de ser pisoteados?”
Parece que Dios siempre me tiene cargando una cruz u otra.
Me descargo de una y de inmediato me toca recoger otra.
Continué mi letanía de quejas: “¿Qué gloria hay en esto? ¿Qué más quieres de mí? No me queda nada para dar. Nada. Estoy en vacío. Hueso seco. Debes cambiar mi nombre a Mara, porque como Noemí estoy amargada.”
Un momento después arrojé el guante: “¿Es así como tratas a tus amigos?”
Esta pregunta la robé de Santa Teresa de Ávila. Una anécdota cuenta que Teresa viajaba con un grupo de sacerdotes y monjas, en camino a establecer un convento nuevo. Mientras la comitiva santa cruzaba un arroyo, su burro la lanzó por los aires y ella se cayó. En ese momento oyó al Señor decirle: “Así trato a mis amigos.” Sin titubear, ella replicó: “Es por eso que tienes tan pocos.” Ufff, ¡cómo me suena esa respuesta!
En otra ocasión caracterizó la vida como “una noche pasada en una posada incómoda.” Cuando probé ese dicho en la oración, diciéndole a Dios que mi vida también se sentía como una posada incómoda, el Señor respondió sin demora alguna: “Bueno, al menos tienes donde reposar tu cabeza. Y al menos hay espacio en la posada para ti.”
Ya veo cómo eres de gracioso, Señor.
Me doy permiso para hablar libremente con Dios basado en la Biblia, especialmente los salmistas, y la gran nube de testigos a lo largo de la historia. Paso mis días y noches diciéndole lo que pienso: oraciones, alabanzas, lamentos, disgustos con la política evangélica y nacional, depresiones, sueños y bromas.
A veces Dios y yo nos encontramos con una risa desgarradora, por ejemplo en la iglesia cuando personas bien intencionadas cantan con fervor pero horriblemente desentonadas. Cada vez que me toca presenciarlo, pierdo la compostura. Me río con una fuerza que me deja temblando, bañada en lágrimas. Tengo que dejar mi asiento para huir al baño y recuperar la compostura. Mi peor pesadilla ocurre cuando estoy ayudando a dirigir el servicio y alguien se pone a cantar desafinado en voz altísima. Desesperadamente bajo la mirada como si estuviera orando o contemplando en silencio la letra del himno. La verdad es que estoy tratando de no morirme de risa, y deseo no hacer sentir mal a nadie ni distraer a la congregación—lo cual, afortunadamente, sucedió solo una vez, pero esa historia es para otro momento.
En otras ocasiones me quedo abrumada por la santidad de Dios y me acuesto postrada, sin palabras, porque Dios es santo y absolutamente trascendente. Mysterium tremendum.
Cuando yo era pequeña, a veces mi papá, a quien amo profundamente, se volvía chistoso. Intentó complacernos a mí y a mis hermanos, y también expresar amor, interpretando la canción “Always on My Mind” (Siempre en mi pensar) del icónico cantante de country Willie Nelson. Sobre todo mi padre se complacía a sí mismo en esos momentos. Mi hermana Michelle y nuestros hermanos Kenny, Marco y yo aplaudíamos. Papá sonaba como un lobo aullando. Tal vez por eso no puedo controlarme cuando alguien canta desafinado.
Pero supongo que si tuviera que jugar con la letra de la canción cambiando de lugar a lugar, podría darle una serenata a Dios con “Siempre estás en mi pensar. Siempre estás en mi pensar.” Padre, Hijo y Espíritu Santo—Dios en tres personas, la santísima Trinidad—están para siempre en mi pensar. El Dios trino está en mi conciencia dondequiera que esté y en cualquier condición en la que me encuentre, incluso si me pongo a alegar con él y él elige responder en silencio.
Cuando Dios calla y la oscuridad cubre la faz de mi tierra, simplemente tomo un número y hago fila con Job, Jesús y todos aquellos a lo largo de milenios a quienes Dios ha respondido sin palabras ni aclaraciones. Mis berrinches más ruidosos, mis protestas más brillantes y las agonías que me retuercen las entrañas rara vez obtienen una respuesta directa, ni respuesta alguna a decir verdad.
A pesar de creer que ya me he dado cuenta de esto, en algún momento ya no soy capaz de quedarme quieta en la sala de espera de la vida. Me levanto de la silla y pruebo una táctica diferente. Camino de un lado a otro como un animal enjaulado. Pisoteo en el suelo. Hago todo el ruido que pueda. Muevo mis manos como una ridícula probando diferentes payasadas para llamar la atención de Dios.
Cuando eso no funciona, me dirijo directamente a la puerta de Dios y empiezo a preguntar, buscar y tocar—no, más bien golpear. Sé que estás ahí. ¿Cuándo vas a dar la cara? Me imagino que seré la viuda persistente.
Pero Dios persiste en responder en su propio tiempo, a su manera y en sus propios términos. Me veo obligado a volver a sentarme, a confiar en él en lugar de ceder a la desesperación mientras él mantiene su derecho a permanecer en silencio. No puedo soportarlo. Solo puedo confiar en Dios en la nueva ronda de espera con la ayuda de los demás. Por mi cuenta, me derrumbo.
Y, sin embargo, aún la sala de espera de mi vida sigue siendo embrujada por Dios. Realmente, lo que soy es una ebria de Dios, una borracha asombrada.
Tengo una necesidad diaria y desesperada de Dios, que a veces se manifestaba como hambre física cuando era niña, un vacío que era una especie de ayuno involuntario. Todo se fusionó en mi conciencia constante de la presencia manifiesta de Dios, en su estar siempre en mi pensar, siempre delante de mí. Y a pesar de mis años de entrega, aún ahora a veces me encuentro vacía. Me pongo a reñirle e insinuar su traición. ¿Cómo puede ser esto?
No lo sé.
Igualmente, no sé cómo Satanás podría haberse apartado de Dios. O cómo Adán y Eva pudieron haber pecado cuando tenían todo lo que podían haber deseado en Dios. O cómo Judas pudo haber traicionado a Jesús después de pasar tres años con él. O cómo Pedro traicionó a Jesús descaradamente poco después de prometer que nunca lo haría.
Después de reprender a Dios en mi cocina, no tenía más que decir. Dejé de hablar. Eventualmente, en el silencio entre nosotros, lo escuché responderme en un leve susurro. En esta ocasión no quedó en silencio. Esto es lo que dijo: “Sólo cuando estés vacía te podrás llenar.” Y “Mi fuerza se perfecciona en tu debilidad.”
Estos mensajes no eran lo que yo esperaba.
Es apenas recientemente que he comenzado a despertar a las profundidades de esta palabra para mí, sus particularidades, y al conocimiento de que vaciarse para que Dios me llene a mí (y a cualquiera de nosotros) es el camino hacia una comunión más profunda con él. Nos lleva a las profundidades y glorias del reino.
Despiértate, tú que duermes,
levántate de entre los muertos,
y te alumbrará Cristo. (Efesios 5:14)
La corriente de Dios tiene el propósito de alejarme cada vez más de las orillas del egocentrismo. En el océano de la gracia no puedo aferrarme a mi voluntad ni a las ilusiones que poseo; tengo que nadar viviendo en la plenitud de la realidad. Dios tiene la intención de hacerme más real, una imagen menos distorsionada de él. A medida que me parezco más a él, me vuelvo más humana. A su vez, lo amaré a él y a los demás con un amor más profundo. Me volveré dependiente de Dios para que me energice con su vida.
Dios tiene la intención de hacerme más real, una imagen menos distorsionada de él.
Si quiero estar llena, abierta a recibir abundante gracia, más humana, desinteresada, primero debo vaciarme. Él debe crecer y yo debo disminuir (Juan 3:30). La palabra que descubrí es kénosis. Pon atención, no es que la palabra fuera nueva para mí. Al contrario, ya estaba bastante familiarizada con la idea. Pero una cosa es definirla y discutirla de manera desapegada, mantenerla a una distancia segura. Otra cosa es cuando Dios nos llama a ponerla en práctica. Y siempre nos llama a ponerla en práctica.
La kénosis es un anonadamiento voluntario, una renuncia a mi voluntad a favor de la de Dios. Es una vida caracterizada por la entrega. Es el tipo de entrega de María, Madre de Dios, manifestada en su tierna y confiada aceptación del anuncio del nacimiento de Dios pronunciado por el ángel Gabriel. “Aquí tienes a la sierva del Señor,” respondió María. “Que él haga conmigo como me has dicho” (Lucas 1:38). María se avino a una pobreza de voluntad propia con un espíritu de humildad, incluso cuando no tenía idea de lo que estaba sucediendo y no tenía garantías de que todo saldría bien. Arriesgó todo en Dios. Se entregó a los planes de Dios para su vida en lugar de trazar los suyos propios. Me pregunto, ¿podría yo ser como María?
¿Y sería que Jesús mismo aprendió el hábito del anonadamiento voluntario y la renuncia a la voluntad propia al observar a su madre? Al renunciar a su propia voluntad a favor de la voluntad del Padre a lo largo de su vida terrena, Jesús exhibió la misma postura de su madre: “Aquí tienes al siervo del Señor. Que él haga conmigo como me has dicho.”
La confianza de Jesús en la buena voluntad de nuestro Padre fue probada una y otra vez. Nuestra confianza también será retada. Y, sin embargo, Dios nos llama al mismo tipo de postura de vida que tenía Jesús:
La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús,
quien, siendo por naturaleza Dios,
no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.
Por el contrario, se rebajó voluntariamente,
tomando la naturaleza de siervo
y haciéndose semejante a los seres humanos.
Y, al manifestarse como hombre,
se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte,
¡y muerte de cruz! (Filipenses 2:5-8)
Elegir el vacío implica una profunda confianza en Dios mientras tomamos el descenso hacia el servicio y la humildad.
Jesús no se aferró a sus derechos; los entregó repetidamente. Su postura era “no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). De manera similar, cada día de nuestras vidas, Dios nos pide que renunciemos a nuestros derechos a favor de su voluntad, para que nuestra voluntad y la suya sean una. Elegir el vacío implica una profunda confianza en Dios mientras tomamos el descenso hacia el servicio y la humildad. Abandonamos el esfuerzo de sostenernos a nosotros mismos. La escalera del éxito está invertida. Éste es el camino de Jesús y de sus discípulos. Es el camino de su mamá. Pero desde la perspectiva humana no tiene ningún sentido en absoluto.
El servicio marcado por este anonadamiento, desinterés o kénosis comienza con la entrega de nuestra voluntad a Dios. Poco a poco, con la fuerza del Espíritu Santo, renunciamos sumisamente a nuestra voluntad propia y cooperamos con Dios; nos despojamos de nuestra falta de Dios para poder llenarnos de la vida de Dios. Es la vida de Gálatas 2:20-21. Esto lo aprendí en una traducción antigua: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Reina-Valera 1960). Note que Pablo señala que Jesús se entregó, o se ofreció a sí mismo, por Pablo (y por ti y por mí) por amor. De eso se trata. Es una vida caracterizada por ofrecerse por amor a Dios, a los demás y a la creación. Nos rendimos a Dios para que pueda vivir en y a través de nosotros. Nuestras vidas se convierten en una ofrenda de amor. Así de fácil.
Pero no tan fácil.
A veces no queremos hacer lo que Dios nos llama a hacer. Tememos que nos costaría un precio demasiado alto. La vida ya nos tiene harapientos. Si somos honestos con nosotros mismos, sabemos que estamos habituados con el egoísmo en lugar de la auto-ofrenda. Nos inclinamos a elegirnos a nosotros mismos sobre Dios. Preferimos dar órdenes a Dios y a los demás en lugar de aceptarlos. Además nos preocupa que el ofrecimiento propio no nos lleve a ninguna elevación en el mundo o en la iglesia. Probablemente no lo hará. No habrá ovaciones de pie ni se otorgarán premios Nobel de la Paz, ni siquiera un modesto aplauso. Aunque nos ofrezcamos como sacrificio vivo (Romanos 12:1-2), nuestras muertes heroicas, tipo leyenda, pasarán mayormente desapercibidas para los demás. Sin embargo, nuestro amor y nuestra obediencia nunca se desperdician. Un día serán ricamente recompensados (1 Corintios 15:58).
Caryll Houselander escribe:
Muchas personas sienten que podrían alcanzar la santidad heroica si pudieran hacerlo de la manera que les atrae, por ejemplo, siendo mártires. Pueden imaginarse a sí mismos yendo alegremente a la hoguera . . . pero si Dios no provee ninguna revelación sino que las deja seguir en un trabajo insignificante en la oficina día tras día, o les pide que sigan siendo amables con un marido cascarrabias, o que sigan siendo una criada concienzuda, no están dispuestas. No confían en que Dios sepa cuál es su propia voluntad para ellas.
El llamado a renunciar a nuestra voluntad en cada nueva circunstancia para que la voluntad de Dios se pueda hacer en y a través de cada parte de nosotros, es el llamado al desinterés. No se trata de una sola vez: requiere arrepentimiento diario y conversión a los caminos de Dios. Constantemente tendremos que examinarnos a nosotros mismos y decidir si realmente queremos seguir el camino de Jesús y entregar todo el control de los resultados a Dios. Tal vez, como Pedro, hacemos grandes promesas al principio, diciéndole a Jesús que haremos todo lo posible por él, que lo seguiremos a cualquier parte, que moriremos por él. Y luego, cuando llega el momento y la vida no se ajusta a nuestros deseos, cuando finalmente nos damos cuenta de lo que está en juego, damos rápidamente hacia atrás. Juramos y perjuramos que no conocemos a Jesús o lo que hace, o que no teníamos idea que exigiría tanto de nosotros. Tal vez nos ponemos a regañar a Dios. Seguimos en esta tónica hasta que el canto de un gallo en la distancia nos despierta con un susto a la realidad de las cosas, y entonces caemos en desespero, dolor y autorecriminación.
O tal vez nuestra reacción inicial sea huir (o querer huir) de él. Somos Jonás saltando a bordo del primer barco a Tarsis. Somos como mi hija Isabella a sus tres años, que solía huir de mí, correr y esconderse, cuando no quería hacer lo que le pedía. Insistía en que se hiciera su voluntad, no la mía.
Ante la gloria de Dios siempre es necesaria la entrega a la humillación y la crucifixión, el vaciamiento. No hay forma de evitarlo. Por mi parte, desearía que los hubiera. Pero para que llegue la plenitud es imprescindible el vacío. Tenemos que vaciarnos de cualquier cosa que desplace la presencia o la gracia de Dios en nuestras vidas. Cuando cooperamos con el Espíritu de esta manera, nos convertimos en receptáculos de la gracia. Como María madre de Jesús, nos convertimos en portadores de Dios, preñados de lo divino. Nos volvemos ricos para con Dios y los demás. Llenos y completos.
Es por esto que Dios le dijo a Pablo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.” Y así Pablo pudo escribir acertadamente: “Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9-10). Pablo sabía que la fuerza de Dios se podía desatar en su debilidad; que cuando estaba vacío, estaba en la posición perfecta para llenarse del poder de Dios. Al reconocer y admitir nuestro vacío, al ser pobres de espíritu y contritos de corazón, al adoptar la postura de siervos, también nosotros podemos abrirnos a percibir la fuerza y el poder de Dios en nosotros y en el reino. Cuando estamos llenos de nosotros mismos o de otras cosas, obstruimos la gracia de Dios.
Stephen Freeman, un sacerdote ortodoxo bizantino, escribe: “Si vamos a ser transformados ‘de un grado de gloria a otro,’ entonces estamos siendo transformados hacia la ‘gloria’ del Cristo crucificado y abnegado . . . porque no hay otra clase de vida que se nos revela en Cristo.” Crucifixión y kénosis: no hay otra clase de vida cristiana. Esta es la vida a la que Dios nos llama. Y se necesita práctica. Se necesita la fuerza de Dios.
En las páginas siguientes, exploraremos las formas en que Dios nos llama a rendirnos continuamente para ser vaciados y luego llenos de su abundante gracia. Pronto descubriremos que es por este proceso que se hacen santos. Este es el camino desinteresado, la vida moldeada por Dios.
Jesús ha buscado tan diligentemente el lugar más bajo
que sería muy difícil que alguien se lo arrebate.
Ninguno de nosotros se da cuenta de lo que no sabe a menos que tenga los ojos abiertos. Mi primera revelación fue el boleto del almuerzo en la cafetería escolar. Cuando lo mostraba a la señora que administraba los almuerzos, quedaba en exhibición para que todos lo vieran. No había manera de ocultarlo. Su color brillante me marcó como elegible para un almuerzo gratis.
A veces la pura vergüenza de ser conocida como pobre me impedía almorzar. Mi boleto de almuerzo gratis: un estigma. Pero yo sabía que bajando del bus escolar regresaría a una nevera vacía, así que cuando sentía mucha hambre me tragaba el orgullo y presentaba el boleto del almuerzo.
Había otros indicadores.
En quinto grado cuando regresé de Puerto Rico a los Estados Unidos continentales, alguien me preguntó despectivamente: “¿Eres negra?” Hasta entonces no me había dado cuenta de que mi aspecto era diferente al de mis vecinas y compañeras. Hoy en día, como una puertorriqueña birracial desteñida, soy blanquita. Antes era más oscura. Al igual, cuando era niña y adolescente, no sabía que tenía acento en inglés hasta que la madre de mi mejor amiga me lo dijo. Hoy en día me dicen que no tengo acento.
Sin embargo, fue en mi empleo en una universidad cristiana que me di cuenta de la disparidad económica, cultural y racial entre mí y mi entorno. Fue en la universidad cristiana que aprendí lo desfavorecido que era.
Brenda Salter-McNeil, una líder de opinión en el área de la concientización sobre racismo y desigualdad, dirigió una gran sala llena de personas en una actividad reveladora organizada como una carrera. La línea de partida fue cinta adhesiva colocada en el piso al medio del espacio. La dra. Salter-McNeil hizo una serie de preguntas como estas:
¿Asististe a campamentos de verano?
¿Tus padres asistieron a la universidad?
¿Clasificaste para almuerzos gratis o a precio reducido?
¿Eres mujer?
¿Perteneces a una minoría étnica?
Avanzábamos o retrocedíamos de acuerdo a nuestras respuestas.
Al final de las cincuenta preguntas, quedé al fondo extremo de la sala con una de mis mejores amigas, una mujer afroamericana. Casi de puras últimas. Nos encontramos muy por detrás de la línea de salida, por no hablar de la línea de meta.
Cuando todos se giraron para ver quienes quedaron de últimas, allí me vieron humillada. Esta vez fueron mis respuestas a las preguntas, no mi boleto de almuerzo, que me expusieron como una pobre. Hasta entonces no tenía idea de lo desfavorecida que era. Pensé que todo lo estaba haciendo bien. Pero resultaba que aunque mi etnia, mi género y el estatus económico de mi familia de origen no estaban bajo mi control, afectaron todo. Aún disponiendo ya de dinero para el almuerzo y una nevera llena de comestibles, no puedo escaparme de los parámetros de mi vida. Nací en el último lugar, o digamos el penúltimo. Incluso con los privilegios que tengo ahora, nunca podré alcanzar a los que comenzaron con adelantos. Ese día, descubrí que incluso con mi educación y mi capacidad intelectual, todavía me encontraba en la parte inferior de la jerarquía de la sociedad y la iglesia estadounidense. Era una habitante del fondo.
Supongo que es por mis antecedentes que me fascina profundamente la elección de Jesús de vivir su nacimiento, vida, muerte y resurrección sin privilegios, en el fondo del orden jerárquico de la sociedad. El apóstol Pablo habla de este misterio en su segunda carta a los Corintios: “Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Corintios 8:9). ¿Qué persona en su sano juicio, y mucho menos Dios, hace esto?
En obediencia amorosa, Jesús eligió dejar su hogar en el paraíso donde fue apreciado, conocido y adorado. Intercambió poder absoluto lleno de shalom por la esclavitud, convirtiéndose en un don nadie a los ojos de aquellos que creó. Desde el paraíso viajó voluntariamente hacia abajo, abajo, hacia la cueva oscura pero cálida del útero de su madre. Jesús, divino y humano a la vez, naciente como un niño indefenso. En su viaje hacia abajo, se despojó de los privilegios de la divinidad y se volvió completamente dependiente de una ser humana. La primera vez que nuestro Dios abrió los ojos, miró fijamente el rostro de su madre. Si María no hubiera podido alimentarlo con su propio cuerpo, Jesús habría perecido.
Santa vulnerabilidad.
Nuestro Dios, el Rey del universo y de todos los mundos inimaginablemente del más allá, eligió emerger como un hijito pobre de dos padres sin dinero a los márgenes de la sociedad. Cuando Jesús fue circuncidado, Mamá María ni siquiera podía ofrecer un corderito como ofrenda quemada, como la ley mosaica requería que hiciera en el templo a nombre de la familia. En cambio, ofreció dos tórtolas: la ofrenda de los pobres.
No mucho tiempo después del nacimiento de Jesús en una cueva en Belén—porque ni siquiera había hogar cómodo donde naciera Dios—y luego de ser presentado en el templo y circuncidado en Jerusalén, se convirtió en refugiado en Egipto junto con sus padres. La superpotencia judía de la región, el rey Herodes, buscaba matarlo. Porque aún como un bebé indigente, la presencia de Jesús era una amenaza para los más poderosos del mundo. Y así nuestro Dios sabe lo que es dejar atrás las comodidades humildes de su vida familiar, huyendo a lo desconocido y la incertidumbre y la hostilidad. Por el resto de su vida, ya porque recordaba el viaje debido a su divinidad, o porque María y José le contaron de la experiencia cuando fue mayor, la vida de los refugiados quedó tatuada para siempre en su corazón.
Dios se identifica con los refugiados porque él era uno.
Hay poca seguridad en ser un refugiado. El estatus, la salud y la dignidad de los refugiados, incluso los niños refugiados, depende por completo de la buena voluntad y la paciencia de los gobiernos y los pueblos de las zonas a las que huyen. Es fácil no verlos. Fácil de despojarnos de cualquier responsabilidad por ellos. Es fácil hacerles daños profundos.
Después de que José, María y Jesús pasaron un tiempo en alerta máxima como refugiados en Egipto, regresaron a su tierra natal. Solo pudieron regresar porque la amenaza de ejecución y violencia había pasado temporalmente. Se establecieron en Nazaret. Allí Jesús creció en la oscuridad, amando fielmente al Padre y al prójimo como a sí mismo. Fue en la oscuridad y la humildad entre los opresores romanos que Jesús creció en sabiduría y estatura. Carlo Carretto describe Nazaret como “el lugar más bajo: el lugar de los pobres, de los desconocidos, de los que no contaban, de la masa de trabajadores, de los hombres sometidos a las duras exigencias del trabajo sólo por un trozo de pan.”
Al igual que millones antes y después de él, Jesús, junto con sus padres, comprendió lo que era trabajar duro por un trozo de pan de cada día. Cuando la alacena familiar estaba vacía, tal vez iba a las afueras de su pueblo para orar en soledad, como hizo cuando era mayor. En comunión con su Padre y en su humanidad, aprendió a ver.
Vio cómo nuestro Padre celestial proveyó abundantemente para las aves del cielo y vistió lujosamente las flores silvestres que crecían en los campos a su alrededor. Jesús quedó convencido de que si nuestro Padre celestial proveía para los cuervos y los gorriones, el Padre también proveería para él, y para cualquier persona que pidiera algo de comer y ropa para protegerse contra los elementos, los cuales podían ser brutales. Al igual que los israelitas, día tras día Jesús tuvo que aprender a confiar en Dios el Padre para el maná en su desierto terrenal. En los años de su ministerio Jesús daría la vuelta a este aprendizaje existencial, y les enseñaría a sus discípulos que él es “el pan de vida” (Juan 6:35) y que debían alimentarse diariamente de él para existir.
Jesús, nuestro Dios en la carne y la realeza de la creación, vivió entre los bajos de la sociedad y se crió en el lado indeseable de la calle. Aquel que era independiente de cualquier mortal, eligió voluntariamente depender no solo de su madre y padre, sino también de la bondad de otros seres humanos. Durante su ministerio terrenal, confió en el apoyo financiero y práctico de varias personas de recursos, mayormente mujeres, para sostenerse. Cuando tuvo sed, se sentó junto a un pozo y le pidió agua a una mujer que en las tradiciones de los ortodoxos y católicos orientales se llamaba Fotini. Esta mujer samaritana, que sobrevivía en los niveles más bajos de su sociedad, refrescó a Jesús dándole un trago de agua—por eso le llaman Santa Fotini. Jesús no discriminó en su dependencia.
Y en su muerte confió en otros.