Penélope: El día que me casé, otra vez - María Cecilia Zunino - E-Book

Penélope: El día que me casé, otra vez E-Book

María Cecilia Zunino

0,0

Beschreibung

Penélope Baldwin Cavagnola, argentina, mezcla de tana y señorita inglesa, protagoniza esta historia de humor, amor, inocencia y rebeldía. Separada y con una hija, decide comenzar una búsqueda de sí misma y del hombre ideal. Para conseguirlo crea una lista con todo lo que debería tener, pero el tiempo le demostrará que no es necesario tildar todas las casillas. Tironeada por las costumbres, los mandatos y sus propios deseos, se irá despertando a una nueva realidad en una novela fresca y divertida, con situaciones absurdas, reveses y giros inesperados, como la vida misma, donde un detalle puede ser crucial para abrir los ojos a una verdad que siempre fue evidente para los demás.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 242

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Penélope. El día que me casé, otra vez

Caci Zunino

Legales

Penélope. El día que me casé, otra vez

© de los textos: María Cecilia Zunino, 2020

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2021

Coordinación editorial: M. Fernanda Karageorgiu

Corrección: María Belén Lacentra

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1ª edición: febrero 2021

Producción editorial: Tequisté

[email protected]

www.tequiste.com

ISBN: 978-987-4935-65-6

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

-----------------------------

Zunino, María Cecilia

Penélope, el día que me casé, otra vez / María Cecilia Zunino. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4935-65-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. 3. Mujeres. I. Título.

CDD A863

A mis amigas de ayer.

A mis amigas de hoy.

A mis amigas de siempre.

Y a cada mujer soñadora que se proponga alcanzar su propia estrella...

Agradecimientos

A Pablo, mi marido, por hacerme sentir que mi sueño de escribir era posible.

A mis amigas que me han leído, releído y criticado con amor y paciencia en mis etapas de prueba.

Gracias totales a Carolina Martínez Ochab, Sabrina Rossi, Paula Bossel, Puppe Meyer, Laura Pessagno, Marina Huber y Rosario Sáez (siempre en mi corazón) por brindarme el ánimo y acompañamiento vitales en este proceso vertiginoso.

A Fernanda Karageorgiu y Alejandro Arrojo por su sensibilidad y talento.

Introducción

¡Me caso! ¡Encontré a mi futuro marido! ¡Sí! ¡Al fin puedo gritarlo! El hombre ideal. Mi Hombre, con mayúscula.

El único detalle es que lo encontré a mis cuarenta años, tengo tres hijos de distintos padres y un divorcio encima, pero, bueno… “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” Yo, por mi parte, no puedo tirar ninguna. ¡Ni siquiera las encuentro!

Siento un gran alivio al tenerte a mi lado, hombre de mis sueños. Sí. Debo reconocer que aquello de los cuentos de hadas ha disparado más de una ilusión archi-romántica en mí, a lo largo de la vida. He crecido con ciertas ideas fijas que me han costado prácticamente cuatro décadas para recién comenzar a superarlas. Pero, como dije, ¿a quién no le ha costado quitarse los velos e intentar encarar la vida con reglas propias y no impuestas o heredadas? Como mujer nacida en el siglo veinte, soy una más de las tantas que añoró un deseo ajeno y lo defendió con uñas y dientes, como si en realidad hubiese sido el suyo…

Después de grandes sufrimientos y desazón por haberme caído, y de un golpazo haber entendido que nuestros verdaderos sueños a veces están reprimidos y ocultos detrás de todos los velos y mandatos impuestos desde el día en el que pisamos este mundo; luego de haber padecido lo indeseado y llorado como una Magdalena, me puse intransigente. Me fui de mambo (como decimos en Argentina), y me senté, lápiz afiladísimo en mano, y elaboré mi famosa listita. Sí, sí. La Listita. La listita del hombre de mis sueños. No me avergüenzo, porque sospecho que no soy ni seré la única en haberla redactado. Y, claro, después de que te quemás con leche... con más razón afinás el lápiz con saña.

Y, bueno, la listita tenía como ciento veinticinco ítems e incluía desde tu signo del zodíaco, pasando por tu estructura ósea y tus dotes como amante, hasta que supieras cortar cebolla con la precisión de un cocinero experto… realmente no eras fácil de encontrar, amor de mi vida… pero aquí estamos, a punto de pisar el altar…

Cuando nos conocimos, yo ya tenía a mi primera hija: una pequeña demonio de un año y medio, y rulos rojos y enloquecidos, más un divorcio en mi haber. Pero me dije: o lo encuentro con los ciento veinticinco ítems o me voy de monja. ¿De monja? ¡Sí! ¡De monja! La historia de la humanidad está repleta de mujeres que buscaron refugio y bienestar en un convento. Eso de andar saliendo con tipos que te presentan, que ni te calientan o que tienen manitos delicadas (signo de comodidad y poco esfuerzo) o con el pelito súper bien peinado, o con ganas de revolcarse un rato y nada más… no. Definitivamente, eso no es para mí. Ni pensarlo… O al altar con el hombre que cumpla con los ciento veinticinco ítems (y, de ser posible, algunos más) o al convento. Nada de términos medios. Llegué a la conclusión de que ya no me conformo con lo que hay. Por primera vez, creo entender lo que quiero, y eso es lo que deseo encontrar. Intransigente, he dicho.

¿Y si no aparece semejante ser? Me preguntaba, no sin algo de angustia en la garganta (y debo confesar que con un rosario en la mano y cuarenta velitas prendidas a los cuarenta santos que venera mi mamita y que se encarga de que me cuiden y me bendigan desde el cielo). ¿Qué más da? Me respondía, no sin dudar de mis dotes de novicia (porque, a pesar de las cuarenta velitas a los cuarenta santos y el rosario de pétalos de rosas bendecido por el mismísimo Papa y traído del Vaticano especialmente para mí, la verdadera católica es mi mamita).

Por las dudas, visualicé una linda rutina: yo, cual “Novicia rebelde”, cantando y cocinando para las hermanitas del convento, siguiendo una vida tranquila, criando a Mía (mi pequeñuela) al mejor estilo Luisa Kuliok en “La extraña dama”, con el permiso y apoyo incondicional de la madre superiora, por supuesto… Cada vez que transitaba esa fantasía, sentía que no estaba del todo mal. Me sentía capaz de enmendar los pecados que, supuestamente, había cometido (según mi mamita) y de purificar mi alma y la de mi hija.

Eso sí: siempre y cuando no se me cruzara por la mente el cura que me casó la primera vez. ¡Ay, ay, ay, ay, ay! ¡Santa María Purísima! ¡Qué difícil no visualizarlo! El padre Pío… ¡Qué pedazo de hombre! No. Hombre, no, me decía a mí misma mientras trataba de no recorrerlo de punta a punta. ¡Es un religioso consagrado! ¡Qué pensamientos sacrílegos! Ay, ay, ay… pero, claro… decían las malas lenguas que había estado con todas, y cuando digo todas es, literalmente, TODAS las del barrio. Si hubiera aprovechado cuando pude… ya no me permitía que se colara en mis fantasías nuevas. Igualmente, no podía evitar imaginar qué hubiera pasado de haberme atrevido… yo era tan mojigata para entonces que me lo perdí. Me perdí la chance de vivir una aventura que le pusiera más pimienta a la vida. Qué se le va a hacer… Live and learn… no queda otra.

Veamos un poquito qué fue lo que pasó…

Capítulo 1

Soy Penélope Baldwin Cavagnola. Sí, Penélope. ¡Cuántas veces debí soportar el “Hola, Pene” ¡No! ¡Mil veces no! Soy Penny, como “Penny Lane”. A veces siento que nadie me entiende… Yo y mis linajes… Mi identidad partida…

Yes, sure. Explicarle a mis compañeritos del colegio, en la Argentina, que mi sobrenombre es Penny, como en “Penny Lane”, la legendaria canción de los cuatro de Liverpool, no me resultó sencillo. Eventualmente, gracias a mis modales y encantos, mi cabello dorado anglosajón, mi mirada color ámbar Génova casi tan clara como mi cabello y mi piel también dorada en composé, logré que me llamaran Penny.

Con mi primer apellido pude justificar mi nombre, claro, pero ¡¿a quién se le puede ocurrir poner el Cavagnola detrás del Baldwin?! ¿Era necesario? Sí, nena. «Serás muy inglesita como tu padre, pero también sos italiana», afirmaba mi madre: tana, re-tana, de esas que amasan tallarines, ravioles y cappelettis y que se comen religiosamente en familia los domingos al mediodía. «¡Y del norte! Que no se te olvide, ¿eh?». Así fue que me estamparon el Cavagnola después del Baldwin y al que estoy a punto de adosarle el Filiberti, de mi futuro marido. What??? ¡Qué combinación! Pero es así. Como todo en mi familia: no hay términos medios, pero esa es otra historia…

Lo que la puja familiar entre ingleses e italianos (del norte) pasó descaradamente por alto es que yo, Penélope Baldwin Cavagnola, soyArgentina. Complicadito, ¿no?

De todas formas, creo que el peor linaje que enredé en mi familia fue el del primer hombre que le llevé al tío Gerardo (y con el que me fui directo al altar…) ayyyy… ¡¡¡Es que no me explicaron nada!!! «Nena, ¡el amor es para siempre! Te ponés de noviecita e, inmediatamente, te me casás de blanco, ¿eh?», me lo han machacado y machacado, y ahí quedó, tatuado en mí. Dicen que borrarse un tatuaje implica someterse a un dolor profundo. Doy fe.

Borrón y cuenta nueva.

Antes de proseguir con los benditos linajes, debo presentar a mi tío Gerardo Cavagnola: mi figura paterna. ¡Qué tipo divino! Famiglia de Genoveses de La Boca, el barrio portuario de inmigrantes por excelencia. Un colorado pícaro, cabrón, cuida y adorable. Un porteño de pura cepa. El zio nació en Italia, a principios de los años treinta, y emigró de chico a la vera del Río de la Plata. Mi mamá, nacida en Buenos Aires, quedó a su cargo tras quedar huérfanos al poco tiempo de llegados a América. Amante del tango, de los cafetines, de la cortesía, de la picardía y del buen fútbol. El tío Gerardo es el lazo estrecho con mi niñez. Mi protector. El varón que me llevó de la mano a la escuela, a la ferretería a comprar cueritos para la canilla rota, un sábado a la mañana, o a la cancha de Boca Juniors, un domingo a la tarde. Jamás se perdió un acto mío de la escuela. Aunque todavía sigue siendo un don Juan; la discreción, ante todo. Seductor a más no poder y con un sentido del humor único, tiene la capacidad de hacerte reír hasta el ahogo con solo contar un chiste de salón. Un hombre comprometido. Él, siempre junto a mi madre. Nunca nos faltó cariño u apoyo gracias a él.

Perdí a mi padre inglés de muy niña, mi linaje directo a las islas británicas. Él era un hombre sobrio, conservador y acartonado. O, tal vez, es la imagen que me hice de él porque casi no lo recuerdo. Sin embargo, lo que se hereda no se roba. Sobre todo si tenés una abuela inglesa que te graba a fuego tu linaje cada vez que te ve. «Los modales, querida. Say please and thank you at any time». ¡Te lo enseñan antes que a decir mamá!

¿Y el five o’clock tea? No es folklore. ¡Es todo verdad! Ese acento soberbio, agudo y seco todavía me retumba en la cabeza. No es que reniegue de mi gringaje, por el contrario, me ha brindado más de una virtud sin las cuales hoy por hoy no podría vivir. Lo que sucede es que, en lo afectivo, los ingleses se expresan de un modo muy distinto al argentino y, al fin y al cabo, eso es lo que soy: Argentina (ni inglesa ni italiana como cada rama de la familia me ha querido inculcar). Aunque resulta complicado encontrar un parámetro afectivo en un país de inmigrantes, el estilo inglés no se jacta de ser el más expresivo, lo que no quiere decir que no sientan, of course. Las formas siempre cuentan. Manners, manners, manners… Afortunadamente, la vida me compensó con los entrañables Cavagnola. Cariñosos y expresivos, sí. Exagerados y sobreprotectores, también. Al fin y al cabo, y como dije al principio, nadie es perfecto.

En la Argentina, somos todos argentinos, pero, entre familias de inmigrantes, a principios del siglo veintiuno, todavía perduran ciertas picas pintorescas.

Existe, desde el vamos, la competencia con los países limítrofes: los argentos nos chicaneamos con chilotes, brasucas, paraguas, bolas y charrúas… entre nosotros nos matamos por esto o por aquello, pero la verdadera pica siempre pasa por el fútbol.

Y, si hablamos de las colectividades que habitamos las provincias unidas del sur, las variedades son casi infinitas. Fieles a nuestro estilo, tenemos nombres para todos, aunque más de uno puede caer en la misma categoría nominal que otro a quien no se le parece ni en lo blanco del ojo. Así somos.

Podemos mencionar a los tanos, o sea, los italianos; a los gallegos o gaitas, que vienen a ser casi todos los españoles, ya que los vascos son los vascos. Hay portugueses, que pensamos que emigraron todos al Brasil, pero, en Argentina, está lleno. Bajo la nomenclatura gringos, se contempla un abanico dispar en sí mismo que va desde los ingleses, pasando por los alemanes, cada uno de los países celtas, llegando hasta los escandinavos (para ser francos, un gringoviene a ser cualquier persona de tez blanca y de ojos claros que habite en la Argentina). Una de las colectividades más distintivas son los moishes, o sea, los judíos de todos los colores y formas. Hay armenios en cantidad; griegos con apellidos imposibles, y turcosa roletes, ya que dicha nomenclatura contempla una enorme variedad de razas como ser turcos, sirios y árabes o cualquiera que venga del medio oriente, sin distinción. Tenemos a los franchuteso franceses, y una categoría muy interesante: los rusos. Los rusospueden ser rusos, ucranianos o de, prácticamente, cualquier país de la ex Unión Soviética, o bien los mismísimos judíos (del origen geográfico que sean). No podemos dejar de lado a los croatas, y razas aledañas, y a los polacos (calentones por excelencia). Los chinosabarcan a cualquier ser humano de cualquier raza que tenga los ojos rasgados. Pero los chinos, japoneses, taiwaneses o vietnamitas también suelen ser llamados ponjas. Los negrosson otra enorme categoría que va desde los negros azules del África a los pueblos originarios y hasta cualquier individuo que tenga la piel un tono más oscuro que el estándar porteño o argento medio (aunque negro puede ser tanto una expresión de cariño como un terrible insulto…). No puedo dejar afuera a algún que otro yankee que pasó por acá y se quedó entre nosotros por algún motivo laboral o sentimental.

Los argentinos no tenemos ni un drama en convivir o mezclarnos en términos de raza, nos chicaneamos, nos gastamos, sí. De lo contrario no seríamos argentinos. Pero, a la hora de los matrimonios, algunas colectividades se prefieren entre sí. No hay vuelta que darle. Como diría Orwell: «Somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros».

Y el primer hombre que le llevé a mi tío Gerardo era un típico gallego-argento. López y López. ¡López y López! Pero eso no fue nada: también era hincha de River. En este bendito país, un cuadro de fútbol también puede generar rispideces. Especialmente si se trata del clásico de clásicos porteño. ¿Qué digo porteño? ¡De la nación entera! La rivalidad River-Boca llega, en este país, a límites insospechados. Somos, de hecho, un país extremo. ¡Ni hablar cuando de política se trata! Es una utopía ponernos de acuerdo…

—¡Pero es lindo, tío! —le decía yo para convencerlo.

A mí, ciertos gallegos me pueden, pero ¡cómo explicárselo al tano que no hizo más que soñarme casada con otro genovés!

—¡Se parece a Antonio Banderas! A Banderas en Átame… ayyy, ¿te acordás, Laura?

—¡Sí! ¡Obvio! ¡Qué bombón!

Y bueh… la cosa es que a mí Banderas me gustaba, el mandato decía: “tenés que casarte”, entonces fui y me casé.

Pobre tío, ¡lo que sufrió! Mamá, en cambio, estaba contenta: había casado a la nena, (aunque fuera con un gallego; y aunque, por pura rebeldía mía, el vestido no haya sido blanco). «¡Y, bueno, Gerardo! ¡Hay que adaptarse! ¡Esto no es Génova!», lo consolaba mamá.

El tema es que mi mamita no se esperaba lo que vino después. A decir verdad, ¡yo tampoco! Las generaciones nuevas no nos manejamos con tantos tapujos e hipocresías. Cuando nació Mía, con Banderas nos dimos cuenta de que no nos poníamos de acuerdo ni para elegir dónde colgar el repasador. Mucho menos podíamos afrontar la crianza de una hija juntos sin revolearnos un plato por la cabeza cada media hora.

Así fue que, tras haberme aprendido cada uno de los diálogos de La familia Ingalls (serie formadora por excelencia), tras horas y horas de catecismo, y tras haberme casado para tutta la vita, ¡me separé! Me divorcié. Me quedé sola, con la nena.

Y, sí… o los ciento veinticinco ítems o el convento…

Mi madre se vistió de luto por años, lo cual no es extraño porque ella guarda consigo todas las estrictas costumbres italianas, por más que en su país natal ya se hayan extinguido. Recién ahora lo está abandonando. Mi tío, en cambio, y muy a pesar de todo, estaba contento. Nunca lo quiso al gallego. Nunca sabré si por gallego o por hincha de River.

En retrospectiva, creo que mi padre se casó con mi madre para llevarle la contra a mi abuela. Creo, firmemente, que yo hice lo propio con Banderas. Ni tano ni gringo. Es así. Lo que se hereda…

Capítulo 2

Tarde de calor. Pero calor en serio. Treinta y siete grados a la sombra. Literalmente. Sequía desde hacía un año y medio, gracias a la corriente de la bendita niña. Twingo, modelo 96, negro por fuera, fucsia por dentro. Usadísimo. No. Me quedé corta. Baqueteado a más no poder. Y sin aire acondicionado. Mi hija de un año y medio y de rulos rojos y enloquecidos, en el asiento trasero, dormida, agobiada de calor, colorada como un morrón, más de lo que ya es. Y yo, por las rutas bonaerenses en busca de una tranquera en medio de la nada y con instrucciones de paisano de a caballo. ¡Ja! Es así. Estás sola, sos joven, te llama la “aventura”…

Las rutas de la provincia de Buenos Aires tenían por esos tiempos ese no sé qué… ese no sé dónde estoy, esa falta de antenas, de señales, de carteles, y a los únicos seres a los que se les podía consultar una dirección o una coordenada eran a las mismísimas vacas. Sí, es lo único que abunda. Campo y vacas. Llanura interminable. Y vacas. Y yo. Con la nena, en un auto destartalado.

Pero bueno, punto a mi favor, porque encontré la tranquera cuya señalización era la de un eucaliptus a medio crecer a la vera de una ruta idéntica a casi todas las que trazan la llanura pampeana. Ese pequeño gran gesto llamó tu atención. Al llegar a la tranquera sana y salva pero agobiada de calor seco, te miré torcido. ¿Qué hace este acá? Ni siquiera tuve una mirada de cortesía por haber ido con la comitiva a recibirme. Me había tomado unos días de vacaciones para estar sola y olvidarme del mundo exterior y no me cuadraba tu presencia.

Luego te recordé… a vos ya te había visto un año atrás (y todos los años anteriores, desde que conozco a los Arizmendi) en la cena de cumpleaños de mi anfitriona del campo… ¡Sí! ¡Por supuesto! El padrino de la nena de la casa. Vos que, según los cuentos de Carmela, eras el soltero empedernido del grupo de amigos de Barrio Norte, donde se criaron. Te miré de reojo, con cierto desprecio, y me dije: «Mmm… este no te corta una cebolla ni a palos…» Pero me equivoqué. Primer error a enmendar: eliminar los preconceptos… Así comenzó nuestra historia.

Capítulo 3

Me viste. Te vi. Nos habíamos visto antes. Quedaba claro que, en algún rincón de la memoria, estaba la fotografía de aquel encuentro en particular.

¿Te acordás, Luciano? Era invierno y llovía a mares, pero era el cumpleaños de Carmela. Carmela y Justo Arizmendi venían muy poco para Buenos Aires, y los natalicios eran la excusa perfecta para vernos en la ciudad y ponernos al día. No podía perdérmelo. Se lo había prometido a Mela, con quien me costaba bastante comunicarme durante el año por la falta de señal del celular, y me venía bien despejarme. Yo, madre primeriza y sola, porque mi maridito siempre se inventaba algún asunto cuando de mis planes se trataba, me empilché, me maquillé un poco, me acomodé mis ondas rubias, simplemente para sentirme más mujer, y partí. Dejé a Mía con mamá y, aprovechando entonces que Banderas se había impuesto una reunión de negocios para evadir mi tertulia, decidí salir a tomar una bocanada de aire e intentar mantener una conversación relajada y adulta sobre temas que no involucraran pañales, chupetes y baberos.

Me fui sola al restorán de siempre. Si bien los Arizmendi venían de su estancia en el medio del campo argentino, donde allí residían permanentemente desde hacía ya un tiempo, el punto de reunión de rigor a la hora de la cena o algún festejo era nada menos que una parrilla de campoen plena ciudad. Por suerte, al Twingo todavía le andaban los limpiaparabrisas. Vos tampoco podías faltar. «Seguro que va Luciano, como todos los años, pensé, el padrino de la nena». La nena es Renata, la única hija de Justo y Carmela. Luciano, el amigo soltero, ese que según Carmela siempre está disponible para la joda. Pero a mí no me lo pareció. Las veces que lo había visto, me resultaba un hombre reservado, casi taciturno. El resto de los invitados consideró que era una noche ideal para ver llover por las ventanas de sus casas. La cena fue para cuatro. Dos parejas. Dos parejas es lo que simulamos ser esa noche, a modo de juego, y sin decir nada.

Desde ya que yo lo ignoraba, pero aquella noche lúdica se transformaría en mucho más que una bocanada de aire: me encontraba nada menos que en la antesala del resto de mi vida con vos.

Cuando te vi en el campo, en la tranquera, enseguida lo supe, Luciano. Todo volvió a mí. Esa sonrisa… aquella conversación… tus ojos verdes, tu voz profunda… ¡Pero yo, el día de aquella cena, era una mujer casada! ¡Casada con el doble latinoamericano de Antonio Banderas! Por eso te borré de mi mente. Tuve que proponérmelo dado el tremendo impacto de tu presencia y de todo tu ser.

Durante mi matrimonio, yo estaba convencida de que llegaba a casa y me esperaba el doble de Charles Ingalls (y no, el de Banderas) con la camisa sudada, y que yo le diría Oh, Charles! y que viviríamos felices por siempre. La real realidad es que ese no era el caso. Nunca lo sería. ¡Cuán naive fui de joven! Al llegar a casa, Banderas sería el mismo estorbo de siempre: inútil con la nena, obsesivo con todo, insulso para una conversación elevada y estructurado en el amor. Debo reconocer que no era su culpa. Él era así. Yo era la que quería ver otra cosa. En algún punto no lo culpo por su engaño… llegar a tu casa y que tu mujer te ponga cara de asco por no ser lo que ella fantasea de vos no debe ser nada fácil.

La farsa duró menos de lo que yo esperaba. A la semana de aquel lluvioso cumpleaños de Carmela, Banderas hizo las valijas y se mandó a mudar con su secretaria. Hueca como un zapallo, ella, pero con más plata que los ladrones y una vida de country top a fuerza de empeño y no de linaje. Todo lo que a él le fascinaba. Todo lo que él aspiraba a tener. Él también quiso que yo fuera otra. No pudo ser.

Capítulo 4

Recuerdo el episodio emblemático de aquel viajecito al campo. ¡Qué caída del catre!

¡Por Dios!

Ya no en un restorán, un día lluvioso de invierno, sino en una tórrida temporada estival, en un campo en el medio de la nada: la vida quiso que fuéramos cuatro, otra vez. Dos parejas. Y dos nenas, por supuesto. Renata y Mía. A Mía le gustaste en seguida. ¡Cómo te espiaba por detrás de las velas y los adornos de la mesa ratona del living de la estancia! ¿Te acordás, Luciano? No había electricidad. ¡Qué noches habríamos de pasar en ese campo aislado! Noches eternas a la luz de la luna y al canto de los grillos desesperados por un poco de humedad. Tragos largos, charlas interminables. ¡Qué miedo me daba conocerte! Dejarme llevar…

Durante el día hacía calor y más calor. Lo único indivisible era el aire elevándose de la tierra en ondas resecas y los pájaros sedientos con el pico abierto pidiendo una gota que los salpicara. Como era lógico, todos nos congregábamos en la pileta, y vos, con tu cuerpo esbelto, ese bronceado que realzaba el verde de tus ojos, y ese traje de baño que me resultó tan sugestivo. Me atreví a mirarte un poco, de reojo. ¿Cómo puede ser? La mojigata parecía descubrir al sexo opuesto por primera vez. ¡Cuánta represión! Inaudito y ridículo. Habría de caer en la cuenta, tras tomar coraje y animarme a observar, grandulona yo, que no todos los hombres vienen del mismo tamaño…

Wow! Tachamos otro punto más de la lista. ¡A veces sí podemos tenerlo todo!

¡Cómo te reíste cuando te lo confesé! Con mucha paciencia e infinita ternura, fuiste enseñándomelo todo…

Estaba tan empeñada a seguir el librito de mandatos, que jamás me permití a mirar a mi alrededor con honesta claridad.

Capítulo 5

Tus manos. A pesar de tu atractivo que pude admirar en la pileta, en realidad, lo primero que miré con sumo interés fueron tus manos.

En ese viaje, pude ver algo de lo que eran capaces. En el futuro las vería desplegar todas sus virtudes y bondades.

Esas manos grandes, fuertes, no parecían ser las manos de un niño bien de Barrio Norte. No, señor. Esas manos eran capaces de todo y de mucho. Esas manos lucían sabias y experimentadas. Ansiaba descubrir si eran ásperas o suaves, a pesar de su aspecto. Deseaba superponerlas con las mías y comparar su tamaño, color y textura. Deseaba descubrir quién era el dueño de esas manos que me seducían sin razón aparente.

En principio, me llevaron a tachar un par de ítems más de mi listita…

La segunda noche de estadía en el campo nos daría ciertas pistas de quiénes éramos los dos. Primero: ¡Sabías cortar cebolla! Segundo: Yo me adelantaba a lo que vos esperabas. Intuitivamente. Espontáneamente. Eso llamó de nuevo tu atención.

Tus manos, fuertes y varoniles, habrían de hacer maravillas en mí. Armarían fuegos en ardientes chimeneas; cocinarían boccatos di cardinalle solo para mi boca; rozarían mi cuerpo con fricción ardiente como el fuego de aquellas chimeneas; llenarían mi cabello de caricias como de ángeles del mismísimo cielo, y también el cabello de mi hija, de mis hijos… de tus hijos… de nuestros hijos.

Durante esa noche en el campo, tus manos mostraron seguridad y sabiduría: sujetaron con firmeza tabla, carne y cuchillo, y encararon un corte de cebollas delicioso. Una tras otra.

Quedé absorta. Jamás de los jamases hubiese imaginado que podría enamorarme de una mano sosteniendo un cuchillo y rebanando un vegetal. Enorme gracia. Enorme firmeza. Enorme deseo el mío. Es que los gestos y el lenguaje corporal lo dicen todo, si es que uno se atreve por fin a mirar más allá.

Luciano y Justo se quedaron preparando tacos para la cena. Mela y yo nos fuimos cuchicheando al pueblo en busca de una señal telefónica y de víveres varios. Traje un par de cervezas rubias para maridar con los tacos. Esas que no me pediste, pero que deseabas beber. Cumplí con tu deseo callado. Otra vez llamé tu atención. Vos también me estabas observando.

Ni bien llegué de aquel caluroso viajecito al campo, mandé a imprimir algunas fotos. Cuando se las mostré a mamá, brujita como siempre, de inmediato pegó un salto y te señaló.

—¿¿Quién es el de la foto??

—Es Luciano, el padrino de Renata.

—¿Es italiano, nena?

—Sí —respondí—, la familia es piamontesa…

—¡Del Norte! ¡Qué bien, nena! ¿Es soltero? —insistió.

—Sí —respondí.

—¿Tiene hijos?

—No.

—Ah, este me gusta, creo que me puedo morir en paz, nena.

—¡Ay, mamá! Nada que verrrr… además, es de River.

Silencio.

One hundred and twenty-four out of one hundredand twenty-five, no está nada mal… en realidad, no se puede tener todo en la vida, pensé…

—¿Y por qué es soltero? —irrumpió.

Silencio.

En el momento no puede contestar. El tiempo me regaló la respuesta: porque me estabas esperando a mí, Luciano Filiberti.

«Te soñé», me dijiste un atardecer inolvidable, tiempo después; no sabías que yo existía, dijiste…

Sos mi sueño hecho realidad, Luciano… qué bueno que existas…

Capítulo 6