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En 1979 ya sabíamos casi todo lo que conocemos hoy sobre el cambio climático, incluso cómo detenerlo. Durante la siguiente década, un puñado de científicos, políticos y estrategas arriesgaron sus carreras en una campaña desesperada para convencer al mundo de que actuara antes de que fuera demasiado tarde. Perdiendo la Tierra es su historia. The New York Times Magazine dedicó un número entero a esta innovadora crónica de Nathaniel Rich sobre esa década, que se convirtió rápidamente en un fenómeno periodístico: el tema copó las noticias, editoriales y conversaciones de todo el mundo. Perdiendo la Tierra cuenta la historia humana, en términos ricos e íntimos, del cambio climático. Revela el nacimiento del negacionismo climático y el esfuerzo coordinado de la industria de los combustibles fósiles para frustrar la política climática a través de propaganda con información errónea e influencia política. Rich traslada la historia al presente, luchando con la larga sombra de nuestros fracasos anteriores y haciendo preguntas cruciales sobre cómo damos sentido a nuestro pasado, nuestro futuro y a nosotros mismos; y desarrolla un fascinante trabajo que articula el marco moral para comprender cómo hemos llegado hasta aquí y cómo debemos avanzar cuanto antes.
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La sabiduría grita en las calles,
en las plazas alza su voz,
en las encrucijadas llenas de ruido clama,
a las puertas de la ciudad su discurso pronuncia:
«¿Hasta cuándo, ingenuos, amaréis la fatuidad,
y los insolentes se complacerán en el escarnio,
y los insensatos odiarán el saber?
Volveos a mi recriminación:
he aquí que os comunicaré mi espíritu,
os daré a conocer mis palabras.
Porque he llamado y habéis rehusado,
he extendido mi mano y nadie presta atención;
habéis desechado todos mis consejos
y mi amonestación no habéis querido;
también yo me reiré de vuestro infortunio,
me mofaré cuando os sobrevenga el espanto;
cuando llegue cual tormenta vuestro espanto,
y vuestro infortunio como torbellino venga,
cuando vinieren sobre vosotros angustia y opresión.
Entonces me llamarán y no contestaré,
me buscarán y no me encontrarán;
por cuanto aborrecieron la ciencia».
Proverbios 1, 20-29
Casi todo lo que sabemos en la actualidad del calentamiento global ya lo sabíamos en 1979. Si algo había de bueno en aquel momento era que se comprendía mejor. Hoy en día, casi nueve de cada diez estadounidenses desconocen que los científicos están de acuerdo, más allá de un umbral de consenso, sobre el hecho de que los seres humanos han alterado el clima global con el uso indiscriminado de combustibles fósiles. Sin embargo, ya en 1979 esta cuestión quedó fuera de todo debate, y la atención se centró en intentar definir las posibles consecuencias que se derivarían. A diferencia de la teoría de cuerdas o la ingeniería genética, el «efecto invernadero» —una metáfora que se acuñó a principios del siglo XX— se conocía desde hacía tiempo, y aparecía descrito en cualquier libro de texto de Introducción a la Biología. Los principios científicos básicos no eran especialmente complicados. Podían reducirse a un simple axioma: cuanto más dióxido de carbono arrojemos a la atmósfera, más subirá la temperatura del planeta. Y año tras año, quemando carbón, petróleo y gas, la humanidad ha ido arrojando cantidades cada vez más dañinas de dióxido de carbono a la atmósfera.
La Tierra se ha calentado más de un grado centígrado desde la Revolución Industrial. El Acuerdo del Clima de París —el tratado no vinculante, inviable e ignorado firmado el Día de la Tierra de 2016— esperaba limitar el calentamiento a 2 grados centígrados. Un estudio reciente calculaba que las probabilidades de conseguirlo eran de una entre veinte. Si gracias a algún milagro lo conseguimos, solo tendremos que lidiar con la extinción de los arrecifes de coral del trópico, el aumento de varios metros del nivel del mar y la evacuación del golfo Pérsico. El climatólogo James Hansen ha descrito el calentamiento de 2 grados centígrados como «la fórmula para el desastre a largo plazo». El desastre a largo plazo es ahora el mejor escenario posible. Por otro lado, el calentamiento de 3 grados centígrados es la fórmula para llegar a un desastre a medio plazo: bosques brotando en el Ártico, diáspora de los habitantes de muchas de las ciudades costeras, hambruna generalizada. Robert Watson, el anterior presidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPPC, por sus siglas en inglés), ha afirmado que un calentamiento de 3 grados centígrados es lo mínimo que podemos esperar si somos realistas. Si el aumento es de 4 grados: Europa en sequía permanente; grandes áreas de la China, la India y Bangladés conquistadas por el desierto; la Polinesia engullida por el mar; el río Colorado reducido a un hilillo de agua. La perspectiva de un calentamiento de 5 grados centígrados da pie a algunos climatólogos —no necesariamente los más alarmistas— a predecir la posibilidad de que se extinga la civilización humana. La causa más inmediata de esta catástrofe no sería el calentamiento en sí —no sucumbiremos a las llamas y quedará todo reducido a cenizas—, sino sus efectos secundarios. La Cruz Roja estima que en la actualidad hay más refugiados como consecuencia de las crisis medioambientales que como resultado de conflictos violentos. La hambruna, la sequía, la inundación de las costas y la asfixiante expansión de los desiertos obligarán a cientos de miles de personas a huir de sus tierras para salvar su vida. La migración masiva hará que se tambaleen los acuerdos regionales y precipitará la lucha por los recursos naturales, los atentados terroristas y las declaraciones de guerra. Más allá de cierto límite, las dos mayores amenazas para nuestra civilización, el calentamiento global y las armas nucleares, romperán sus cadenas y se unirán para rebelarse en contra de sus creadores.
Si un posible escenario de calentamiento de 5 o 6 grados parece algo rocambolesco, es solo porque asumimos que reaccionaremos a tiempo. Al fin y al cabo, tendremos décadas para eliminar las emisiones de carbono antes de que nos encontremos atrapados en un aumento de temperatura de 6 grados centígrados. Sin embargo, hemos desperdiciado ya varias décadas —décadas marcadas por desastres relacionados con el clima— y hemos hecho casi todo lo posible por agravar el problema. Ya no parece racionalmente factible asumir que la humanidad, ante la amenaza de dejar de existir, se vaya a comportar de forma racional.
No puede haber una comprensión de nuestra difícil situación presente y futura sin entender por qué hemos fracasado en solucionar este problema cuando hemos tenido la oportunidad de hacerlo. En la década que va desde 1979 a 1989, tuvimos una excelente oportunidad. Las principales potencias mundiales estuvieron muy cerca de firmar un acuerdo marco vinculante que redujera las emisiones de carbono; mucho más cerca de lo que hemos conseguido estar desde entonces. Durante esa década, los obstáculos a los que culpamos de nuestra actual inacción aún no habían aparecido. Las posibilidades de éxito eran entonces tan amplias que parecen ahora los ingredientes de una fábula, especialmente en un momento en que muchos de los medioambientalistas veteranos —científicos, negociadores políticos y activistas que durante décadas han estado luchando contra la ignorancia, la apatía y la corrupción corporativa— han perdido toda esperanza de lograr ni siquiera un éxito paliativo. Así lo expuso recientemente Ken Caldeira, un científico líder en el estudio del clima de la Institución Carnegie para la Ciencia de Stanford (California): «Estamos desplazándonos cada vez más desde un modo de actuar que predice lo que va a pasar a uno que trata de explicar lo que ha pasado».
Y, entonces, ¿qué ha pasado? La explicación más común en la actualidad es que la culpa la tiene el afán depredador de la industria de los carburantes fósiles, que en décadas recientes ha desempeñado el papel de villano con la bravuconería propia de los cómics. Entre el año 2000 y el 2016, la industria invirtió más de 2.000 millones de dólares, o, lo que es lo mismo, diez veces el presupuesto de los grupos medioambientalistas, para hacer fracasar la legislación sobre el cambio climático. Una parte importante de la literatura sobre el clima se ha encargado de recopilar las maquinaciones de los lobistas de la industria, la corrupción de los científicos sin escrúpulos y la influencia de las campañas propagandísicas, que, incluso ahora, muchos años después de que las mayores compañías de petróleo y de gas hayan abandonado la estúpida bandera del negacionismo, continúan corrompiendo el debate político. Pero el ataque de la industria no comenzó a ser efectivo hasta finales de la década de 1980. Durante la década anterior, algunas de las mayores compañías de petróleo y gas, incluyendo Exxon y Shell, realizaron importantes esfuerzos para intentar comprender el alcance de la crisis y tratar de buscar posibles soluciones.
Hoy nos desesperamos ante la politización del tema del clima, que es una forma amable de describir el negacionismo obtuso del Partido Republicano de los Estados Unidos. En 2018, solo el 42 % de los republicanos inscritos sabía que «muchos científicos creen que el calentamiento global está ocurriendo ahora mismo», y ese porcentaje está disminuyendo. El escepticismo acerca del consenso científico sobre el calentamiento global —y, con ello, el escepticismo acerca de la honestidad del método experimental y la búsqueda de la verdad objetiva— se ha convertido en bandera fundamental del partido. Sin embargo, durante los años ochenta, muchos republicanos miembros del Congreso de los Estados Unidos, funcionarios del Gobierno y estrategas compartieron con los demócratas la convicción de que el problema climático era un asunto político de primer orden que debía quedar al margen de la lucha partidista y por el que valía la pena implicarse. Entre aquellos que abogaban por una acción política urgente sobre el clima, inmediata y de largo alcance, estaban los senadores John Chafee, Robert Stafford y David Durenberger; el director de la Agencia de Protección Medioambiental, William K. Reilly; y, durante su campaña electoral por la presidencia, también George H. W. Bush. Malcolm Forbes Baldwin, presidente interino del Consejo de Calidad Ambiental durante la presidencia de Ronald Reagan, se lo comunicó así a los directivos de las industrias en 1981: «No hay ningún asunto más importante para los conservadores que la protección de nuestro propio planeta». El tema era irreprochable, igual que lo era el apoyo al Ejército o la libertad de expresión, solo que la atmósfera tiene un electorado mucho más amplio que la apoye, ya que está compuesto por todos y cada uno de los seres humanos que habitan la Tierra.
Había un consenso general sobre el hecho de que se tenía que pasar a la acción de inmediato. A principios de los años ochenta, los científicos que trabajaban para el Gobierno federal predijeron que la evidencia concluyente del calentamiento se mostraría claramente con el récord de la temperatura global hacia el final de la década, momento en el cual ya sería demasiado tarde para evitar el desastre. Los Estados Unidos eran, en aquel entonces, los mayores productores de gases de efecto invernadero. Por otro lado, más del 30 % de la población mundial no tenía acceso completo a la electricidad. No hacía falta que miles de millones de personas alcanzaran el «modo de vida americano» para que se incrementaran de forma catastrófica las emisiones globales de carbono; solo sería necesaria una bombilla más en cada una de esas poblaciones. Un informe elaborado en 1980 a petición de la Casa Blanca y redactado por la Academia Nacional de Ciencias afirmaba que «el tema del dióxido de carbono aparecería en la agenda internacional en un contexto que maximizaría la cooperación y la construcción de consenso, minimizando la manipulación política, la controversia y la división». Si los Estados Unidos hubieran respaldado una propuesta ampliamente apoyada a finales de los ochenta —la congelación de las emisiones de carbono, junto a una reducción del 20 % en 2005— el calentamiento podría haberse limitado a menos de 1,5 grados centígrados.
Un amplio consenso internacional acordó poner en marcha un mecanismo para conseguir un tratado global vinculante. La idea empezó a tomar forma ya en febrero de 1979, en la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima de Ginebra, en la que científicos de cincuenta países acordaron unánimamente que era «urgentemente necesario» actuar. Cuatro meses más tarde, en una reunión del Grupo de los Siete en Tokio, los líderes de los países más ricos firmaron una declaración en la que pactaban reducir las emisiones de carbono. Una década más tarde, una reunión de la diplomacia a alto nivel aprobó un marco para convocar una reunión en los Países Bajos. Delegados de más de sesenta países asistieron a ella. Entre los científicos y los líderes mundiales, la opinion fue unánime: era necesario pasar a la acción y que los Estados Unidos asumieran el liderazgo. Pero no lo hicieron.
El capítulo que abre la saga del cambio climático llega hasta aquí. En dicho capítulo —que podríamos llamar de reconocimiento— identificamos la amenaza y sus consecuencias. Debatimos las medidas necesarias para conservar el planeta dentro del ámbito de la habitabilidad para la especie humana: una transición del uso de combustibles fósiles a la implementación de la energía nuclear y la renovable; la puesta en marcha de prácticas agrícolas más conscientes; la reforestación; la aplicación de tasas sobre el carbono, etc. Hablamos, cada vez con más urgencia y esperanza, sobre la perspectiva de salir victoriosos contra todo pronóstico.
Sin embargo, no contemplábamos seriamente la posibilidad de que fracasáramos. Comprendimos lo que supondría nuestra derrota para el litoral, la producción agrícola, la temperatura media, los patrones migratorios y la economía mundial. Pero no nos permitimos concebir lo que supondría el fracaso para nosotros. ¿Cómo iba a cambiar la forma en que nos veíamos a nosotros mismos? ¿Cómo íbamos a recordar el pasado? ¿Cómo íbamos a imaginar el futuro? ¿Cómo nos han modificado los errores cometidos hasta el momento? ¿Cómo hemos podido hacernos esto a nosotros mismos? Estas cuestiones serán el objeto del segundo capítulo del cambio climático, que podríamos llamar de ajuste de cuentas.
Que como civilización llegáramos a estar tan cerca de romper nuestro pacto suicida con los combustibles fósiles fue posible gracias a los esfuerzos de un puñado de gente: científicos de más de doce disciplinas, responsables políticos, miembros del Congreso estadounidense, economistas, filósofos y funcionarios públicos anónimos. Fueron liderados por un lobista hiperactivo y por un físico ingenuo que, con gran sacrificio personal, intentaron prevenir a la humanidad de lo que se avecinaba. Arriesgaron sus carreras profesionales en una dolorosa y creciente lucha por solucionar el problema; primero a través de informes científicos, luego por vías de persuasión política y, finalmente, mediante una estrategia de concienciación pública. Sus esfuerzos fueron perspicaces, apasionados, firmes. Pero fracasaron. Lo que pretendemos explicar aquí es su historia, y también la nuestra.
Resulta atractivo pensar que si tuviéramos la oportunidad de empezar de nuevo, actuaríamos de forma distinta, o por lo menos actuaríamos. Podría esperarse que, tras un examen científico exhaustivo y una evaluación sincera de las ramificaciones sociales, económicas, ecológicas y morales de la asfixia planetaria, mentes razonables y con buenas intenciones habrían acordado una línea de actuación. Se podría pensar, en otras palabras, que si hiciéramos tabula rasa —si pudiéramos sustraernos mágicamente de la toxicidad política y de la propaganda corporativa— seríamos capaces de resolver el problema.
En realidad, tuvimos algo parecido a una página en blanco durante la primavera de 1979. El presidente Jimmy Carter, que había instalado paneles solares en el tejado de la Casa Blanca y tenía un índice de popularidad del 46 %, organizó la firma del Tratado de Paz entre Israel y Egipto. «Hemos dado, al fin, el primer paso hacia la paz —dijo—. El primer paso de un largo y difícil camino». La película más taquillera en los Estados Unidos fue El síndrome de China, la canción número uno en las listas fue «Tragedy», de los Bee Gees, y uno de los diez libros más vendidos del año fue el de Barbara Tuchman, Un espejo lejano, que narraba las calamidades que asolaron la Europa medieval después de un gran cambio climático. Una plataforma petrolífera de la costa del golfo de México explotó y el crudo estuvo brotando durante nueve meses, contaminando todas las playas hasta llegar a Galveston (Texas). En el municipio de Londonderry, en el estado de Pensilvania, la planta nuclear de Three Mile Island sufrió un fallo grave en el circuito de agua, con el consiguiente vertido. Mientras, en el cuartel general de los Amigos de la Tierra, en Washington D. C., un activista de treinta años, autodenominado «lobista medioambiental», estaba desentrañando un denso informe gubernamental, cuando su vida cambió.
01
¡Esto es tremendo!
Primavera de 1979
El primer indicio que tuvo Rafe Pomerance de que la humanidad estaba destruyendo las condiciones necesarias para su propia supervivencia le llegó cuando estaba leyendo la página 66 del informe gubernamental EPA-600/7-78-019. Se trataba de una publicación técnica —encuadernada con una cubierta de color gris oscuro y con una tipografía beige— que versaba sobre el carbón; uno de los muchos informes que llenaban las pilas de papeles de distinta altura que atestaban el despacho sin ventanas de Pomerance, que, situado en el primer piso de una de las casas de la colina del Capitolio, era la sede de la asociación de Amigos de la Tierra en Washington. En el último párrafo de un capítulo sobre la regulación medioambiental, los autores del informe sobre el carbón subrayaban que el uso continuado de combustibles fósiles podría, en dos o tres décadas, provocar cambios «importantes y perjudiciales» para la atmósfera del planeta Tierra.
Pomerance, alarmado, dejó la lectura a medio párrafo. Parecía haber surgido de la nada. Lo releyó otra vez. No tenía sentido. Él no era un científico; hacía once años que se había graduado en Historia por la Universidad de Cornell. Tenía toda la pinta de un desnutrido estudiante de doctorado emergiendo de madrugada de entre las estanterías de libros con sus gafas de carey y su espeso bigote, que se marchitaba desordenadamente por las comisuras de sus labios. Su característica más definitoria era su gran altura (medía casi dos metros), que parecía que le avergonzaba y que le obligaba a encorvarse para amoldarse a sus interlocutores. Su expresivo rostro era propenso a configurar una amplia sonrisa, casi de maníaco, pero cuando guardaba la compostura, como mientras leía el informe del carbón, transmitía preocupación. Hacía tiempo que se enfrentaba a informes técnicos, y cuando lo hacía actuaba como lo haría un historiador: analizaba la fuente original, leía entre líneas. Cuando no conseguía entender algo, hacía alguna llamada telefónica, normalmente a los autores de los informes, que solían sorprenderse con sus preguntas. Los científicos no estaban acostumbrados a responder a las dudas de los lobistas políticos. No estaban acostumbrados a pensar sobre temas políticos.
Pomerance tenía una importante pregunta acerca del informe del carbón: si el uso de carbón, petróleo y gas natural nos podría conducir a una catástrofe global, ¿por qué nadie se lo había contado? Si había alguien en Washington —alguien en los Estados Unidos de América— que tendría que haber conocido aquel peligro, ese era Rafe Pomerance. Como subdirector legislativo de Amigos de la Tierra, la astuta y combativa organización sin ánimo de lucro que David Brower había fundado tras dimitir del Sierra Club una década antes, Pomerance era uno de los activistas medioambientales mejor conectados de la nación, con estrechas relaciones con empleados públicos de todos los niveles de las ramas legislativa y ejecutiva. El hecho de que fuera bienvenido en los salones del edificio Dirksen de oficinas del Senado para asistir a las celebraciones del Día de la Tierra tenía algo que ver con el hecho de que fuera un Morgenthau —bisnieto de Henry Morgenthau padre, embajador en el Imperio otomano bajo la presidencia de Woodrow Wilson; sobrino nieto de Henry Morgenthau hijo, secretario del Tesoro bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt; y primo segundo de Robert, fiscal del distrito de Manhattan—, pero quizás también con su carisma. Discreto, locuaz, obsesivo y con un talento innato para realizar discursos entusiastas, Pomerance parecía estar en todas partes a la vez, hablando con todo el mundo en voz muy alta. Su principal obsesión era la calidad del aire. A los veinticinco años, tras una etapa dedicada al ámbito de los derechos sociales, había empezado a trabajar para proteger y ampliar la Ley del Aire Limpio, la ley integral que regula la polución atmosférica, en relación con la cual elaboró varias proposiciones de enmienda. Ello le llevó a afrontar el problema de la lluvia ácida y, en última instancia, a leer el informe sobre el carbón.
Pomerance le mostró el inquietante párrafo que acababa de leer a Betsy Agle, su compañera de despacho. ¿Había oído ella algo relacionado con el «efecto invernadero»? ¿Era realmente posible que la humanidad estuviese recalentando el planeta?
Agle se encogió de hombros. Ella tampoco había oído hablar nunca de ello.
Aquella conversación podría haberse quedado en anécdota, pero unos días más tarde, cuando Pomerance llegó a la oficina, Agle lo recibió blandiendo una copia de un periódico que le habían enviado sus compañeros de la oficina de Amigos de la Tierra en Denver.
—¿Es esto de lo que estabas hablando el otro día? —le preguntó entre aspavientos.
En el periódico había un artículo de un geofísico llamado Gordon MacDonald. Pomerance nunca había oído hablar de él, pero lo sabía todo sobre los Jasons, el grupito de científicos de élite al que pertenecía MacDonald. Los Jasons eran como una de esas bandas de héroes con superpoderes que unían sus fuerzas cuando había una crisis a nivel galáctico. Habían sido convocados por el equipo de inteligencia de los Estados Unidos para que buscasen soluciones científicas innovadoras para los problemas de seguridad nacional más acuciantes: cómo detectar un misil que se aproxima; cómo predecir la lluvia radiactiva subsiguiente al estallido de una bomba nuclear; cómo desarrollar armas no convencionales, como rayos láser de alta potencia, explosiones sónicas o plagas de ratas infectadas por la peste. Algunos de los Jasons tenían contratos federales o vínculos históricos con la inteligencia estadounidense y otros tenían puestos prominentes en las universidades punteras en investigación, pero todos estaban unidos bajo la convicción, compartida por sus clientes gubernamentales, de que el poder norteamericano debería guiarse por el saber de las mentes científicas superiores. Los Jasons se reunían en secreto cada verano, e incluso su mera existencia fue relativamente secreta hasta la publicación de «Los papeles del Pentágono», donde se exponía un plan para colocar sensores de movimiento a lo largo de la Ruta Ho Chi Minh con el fin de guiar a los cazas estadounidenses. Después de que los detractores de la guerra de Vietnam incendiaran el garaje de MacDonald, este les pidió a los Jasons que usaran sus conocimientos para la paz en lugar de para la guerra.
Esperaba que los Jasons pudieran unir sus fuerzas para salvar el mundo. La civilización humana, tal como él lo percibía, estaba enfrentándose a una crisis existencial. En el artículo «How to Wreck the Environment» (Cómo destruir el medioambiente), publicado en 1968 mientras MacDonald era consejero científico de Lyndon Johnson, predijo un futuro próximo en el que «las armas nucleares serían prohibidas de forma efectiva y el arma de destrucción masiva sería la catástrofe medioambiental que nos aguardaba». Los ejércitos más avanzados del mundo, pronosticó, pronto serían capaces de convertir la meteorología en un arma. Mediante el incremento de las emisiones industriales de dióxido de carbono se podrían alterar los patrones del clima, forzando la migración masiva de la población, la hambruna, la sequía y el colapso económico.
Desde esa década, MacDonald se había ido alarmando cada vez más al ver cómo la humanidad aceleraba su propósito de lograr su particular arma de destrucción masiva no de forma malintencionada, sino inconscientemente. La iniciativa del presidente Carter de desarrollar combustibles sintéticos con alto contenido en carbono —combustible líquido y gaseoso extraído de esquistos y arenas bituminosas—era una locura aterradora y suponía el equivalente a fabricar una nueva generación de bombas termonucleares. Durante la primavera de 1977 y el verano de 1978, los Jasons se reunieron en el Centro Nacional para la Investigación Atmosférica de Boulder (Colorado) para determinar qué ocurriría una vez la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera doblara sus niveles respecto a los que tenía en la época previa a la Revolución Industrial. Aquella cifra, la duplicación de la cantidad, era un hito arbitrario, pero marcaba el terrible punto a partir del cual la civilización humana habría vertido a la atmósfera, en unos años, la misma cantidad de carbono que todo el planeta había emitido durante los 4.600 millones de años anteriores. La duplicación era un hecho incuestionable; cualquier alumno de primaria podría hacer la multiplicación. Dependiendo del índice futuro de consumo de combustible fósil, el umbral probablemente se superaría hacia el año «2035, y nunca más tarde del 2060».
El informe de los Jasons para el Departamento de Energía, titulado The Long-Term Impact of Atmospheric Carbon Dioxide on Climate (El impacto a largo plazo del dióxido de carbono atmosférico sobre el clima), fue redactado en un tono moderado que realzaba lo catastrófico de sus descubrimientos: la temperatura media global se incrementaría entre 2 y 3 grados centígrados; unas condiciones como las que se dieron durante el Dust Bowl[1]podrían «amenazar grandes áreas de Norteamérica, Asia y África»; y la producción agrícola y el acceso al agua potable se desplomarían, desencadenando una migración de las poblaciones sin precedentes. Sin embargo, «la característica más inquietante» sería el efecto que causaría en los polos. Incluso un calentamiento mínimo podría «conducir a la fusión» de la capa de hielo del Antártico oeste, que contiene suficiente agua para elevar casi cinco metros el nivel de los océanos.
Los Jasons mandaron su informe a decenas de científicos dentro y fuera de los Estados Unidos; a grupos industriales como la Asociación Nacional del Carbón y el Instituto de Investigación de la Energía Eléctrica y, en el seno del Gobierno, a la Academia Nacional de Ciencias, al Departamento de Comercio, a la Agencia de Protección del Medioambiente, a la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA), a la Agencia de Seguridad Nacional, al Pentágono, a cada una de las ramas del Ejército, al Consejo Nacional de Seguridad y a la Casa Blanca.
Pomerance leyó aquellas palabras en estado de shock, y, como era propio de él, explotó bruscamente indignado.
—¡Esto es tremendo! —le dijo a Agle.
Era necesario que se reuniera con Gordon MacDonald. En el artículo, se mencionaba que este trabajaba en la Corporación MITRE, un think tank financiado por el Gobierno para desarrollar la defensa nacional y la tecnología nuclear de combate. Su cargo era el de analista principal de investigación, que era una forma sutil de decir que era asesor de la comunidad nacional de inteligencia. Después de una simple llamada telefónica, Pomerance, activista en contra de la guerra de Vietnam y objetor de conciencia, recorrió en coche varios kilómetros por el cinturón de circunvalación hasta llegar a un conglomerado de edificios blancos de apariencia anodina que se parecían más a la sede de un banco regional que al plexo solar de la industria militar estadounidense. Fue conducido hasta la oficina de un hombre con uniforme militar y anteojos de montura de concha, de voz suave, cabello canoso y tupé engominado, que tenía cierto parecido con Alex Karras,[2] como si se tratara de un geofísico atrapado en el cuerpo de un delantero de fútbol americano. Le tendió una mano que parecía la garra de un oso.
—Me alegro de que usted se interese por este tema —dijo MacDonald, dirigiéndose al joven activista.
—Es imposible no estar interesado en esto —respondió Pomerance—. Es un tema de interés para toda la humanidad.
MacDonald no encajaba en el papel de predicador del apocalipsis; tenía una presencia imponente y unos modales excesivamente decorosos. Había sufrido una poliomielitis a los nueve años, lo que le dejó una cojera crónica y una gran pasión por la investigación científica, nacida a raíz de los meses de convalecencia que tuvo que pasar en un hospital de Dallas, donde se dedicó a leer publicaciones científicas sobre su enfermedad. A pesar de su discapacidad en la pierna, jugó como alero en el equipo de la Academia de San Marcos (Texas) y le fue concedida una beca de fútbol para la Universidad de Rice. Harvard le ofreció una beca sin ningún compromiso. Una vez llegado al campus, rápidamente se granjeó la reputación de tener una mente prodigiosa. En la veintena, aconsejó a Dwight D. Eisenhower acerca de la exploración espacial. Con treinta y dos años, se convirtió en miembro de la Academia Nacional de Ciencias. A los cuarenta, fue nombrado miembro del recién estrenado Consejo de Calidad Ambiental, desde donde aconsejaba a Richard Nixon sobre los peligros medioambientales del uso del carbón como combustible. En aquel momento, cerca de los cincuenta, MacDonald contó que la primera vez que estudió el tema del dióxido de carbono fue cuando tenía la edad de Pomerance, concretamente en 1961, mientras realizaba labores de asesoramiento para John F. Kennedy. Desde entonces, había seguido el problema de cerca con creciente alarma.
Habló durante dos horas. A medida que dibujaba la historia de cuál había sido la comprensión del problema por parte de la humanidad y exponía los fundamentos científicos, Pomerance iba sintiéndose más horrorizado.
—Si yo organizo unas conferencias informativas con algunas personas del Capitolio —preguntó Pomerance—, ¿usted les explicará lo mismo que acaba de contarme a mí?