Princesa del pasado - El rey de las arenas - Una esposa díscola - Caitlin Crews - E-Book

Princesa del pasado - El rey de las arenas - Una esposa díscola E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Princesa del pasado Había llegado el momento de tener un heredero y ella debía volver al castillo… y a su cama  Tras los imponentes muros del castillo, la joven princesa Bethany Vassal descubrió que su precipitado matrimonio con el príncipe Leopoldo di Marco no era el cuento de hadas que ella había imaginado. Poco después de la boda, la princesa huyó del castillo esperando que el hombre del que se había enamorado locamente fuese a buscarla… Casarse con Bethany había sido lo más temerario que Leo había hecho en toda su vida y estaba pagando un alto precio por ello… El rey de las arenas El deber hacia su reino le impedía dejarse llevar por la pasión…  Francesca se quedó sorprendida cuando Zahid al Hakam, un amigo de la familia, apareció en la puerta de su casa. Después de todo, ahora era el jeque de Khayarzah y debía de estar acostumbrado a moverse en otros ambientes. Seguía tan atractivo como siempre y ella se sintió tentada a aceptar su invitación de ir a trabajar con él a su país. Zahid descubrió que la desgarbada adolescente que él conoció se había convertido en toda una belleza. ¿Sería justo tener una aventura secreta con ella? Una esposa díscola Estaba seguro de que, en dos semanas, conseguiría que ella cumpliera los votos matrimoniales  Temblando de miedo, Libby Delikaris reunió fuerzas de flaqueza para enfrentarse a su marido y pedirle el divorcio. Pero él resultó ser más despiadado de lo que recordaba, y pronto todos sus planes se vinieron abajo. Rion Delikaris siempre había sabido que Libby volvería tarde o temprano. La había esperado con paciencia. Pero ya no era el pobre chico de los suburbios, y estaba dispuesto a enseñarle a su esposa lo que se había perdido.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 476 - junio 2024

© 2011 Caitlin Crews

Princesa del pasado

Título original: Princess From the Past

© 2011 Sharon Kendrick

El rey de las arenas

Título original: Monarch of the Sands

© 2010 Sabrina Philips

Una esposa díscola

Título original: Greek Tycoon, Wayward Wife

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-803-8

Índice

Créditos

Princesa del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El rey de las arenas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Una esposa díscola

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

Bethany Vassal no tenía que darse la vuelta. Sabía perfectamente quién acababa de entrar en la exclusiva galería de arte del lujoso barrio de yorkville, en Toronto. Aunque no hubiese oído los comentarios de los invitados o sentido el cambio de energía en la sala, como un terremoto, lo habría sabido porque su cuerpo había reaccionado de inmediato: el vello de su nuca erizándose y su corazón latiendo como si quisiera salirse de su pecho.

Bethany dejó de fingir interés por los brillantes colores del cuadro que tenía delante y cerró los ojos para controlar los recuerdos. Y el dolor.

Estaba allí. Después de todo ese tiempo, después de tantos años de aislamiento, estaba en la misma habitación que ella. Y se dijo a sí misma que estaba preparada.

Tenía que estarlo.

Haciendo un esfuerzo, se dio la vuelta. Se había colocado en la esquina más alejada de la puerta con objeto de prepararse para su llegada. Pero la verdad, se vio obligada a admitir, era que no había manera de prepararse para ver al príncipe Leopoldo di Marco.

Su marido.

Que pronto sería su ex marido, se recordó a sí mis ma. Si se lo repetía suficientes veces, tenía que hacerse realidad, ¿no?

Le había roto el corazón tener que dejarlo tres años antes, pero ahora era diferente. Ella era diferente.

Estaba tan triste cuando lo conoció, desamparada tras la muerte de su padre y atónita al pensar que a los veintitrés años podía tener la vida que quisiera en lugar de cuidar día y noche de un hombre enfermo. Pero no sabía lo que quería. El mundo que conocía era tan pequeño. Estaba desolada y entonces apareció Leo, como un rayo de sol después de tantos años de lluvia.

Había pensado que era perfecto, un príncipe de cuento de hadas. Y había creído que con él, ella era una princesa…

Bethany hizo una mueca.

Pero había aprendido la lección enseguida. Leo había destrozado ese sueño apartándose de ella en cuanto llegaron a Italia. Dejándola fuera de su vida, sola, abrumada en un país que no conocía.

Y entonces había decidido añadir un hijo a toda esa desesperación. Había sido imposible, la gota que colmó el vaso. Bethany apretó los puños, como si así pudiera aplastar los amargos recuerdos, y se obligó a sí misma a respirar. La rabia no la ayudaría, tenía que concentrarse. Tenía un objetivo específico esa noche: quería su libertad y no pensaba dejar que el pasado la anulase.

Entonces levantó la mirada y lo vio. Y el mundo pareció contraerse y expandirse a su alrededor. El tiempo pareció detenerse, o tal vez era simplemente su incapacidad de llevar oxígeno a sus pulmones.

Paseaba por la galería de arte seguido de dos de sus miembros de seguridad. Era, como había sido siempre, un fabuloso ejemplar de hombre italiano, moreno y de ojos brillantes, con un elegante traje de chaqueta oscuro hecho a medida que destacaba sus anchos hombros, su poderosa personalidad.

Bethany no quería fijarse en eso, era demasiado peligroso. Pero casi había olvidado que era tan… Apabullante. Su recuerdo lo había hecho más pequeño, menos imponente. Había querido borrar su fuerte presencia, que parecía irradiar poder y masculinidad, haciendo que todos los demás pareciesen insignificantes.

Bethany sacudió la cabeza, intentando apartar de sí esa extraña melancolía porque no podía ayudarla, al contrario.

Su cuerpo era alto, fibroso, todo músculo y gracia masculina. Con los ojos oscuros y los pómulos pronunciados, se movía como si fuera un rey o un dios. Su boca tenía una sensualidad que ella conocía bien y que podía usar como un arma devastadora. Su espeso pelo castaño, cortado a la perfección, hacía que pareciese lo que era, un poderoso magnate, un príncipe.

Todo en él hablaba de dinero, de poder y de ese oscuro y único magnetismo sexual. Era tanto parte de su piel como su complexión cetrina, sus músculos y su aroma, que debía recordar porque no estaba lo bastante cerca como para olerlo. Y no volvería a estarlo nunca.

Porque no era un príncipe de cuento de hadas, como había imaginado una vez tan inocentemente.

Bethany tuvo que contener la risa al pensar eso. No había canciones de amor, ni finales felices con Leo di Marco, príncipe Di Felici. Ella lo había descubierto de la peor manera posible. El suyo era un título muy antiguo y reverenciado, con incontables responsabilidades y deberes. Para Leo, su título era lo más importante, tal vez lo único importante.

Lo vio mirar alrededor con gesto de impaciencia. Parecía irritado. Y luego, de manera inevitable, sus ojos se clavaron en ella y Bethany tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones. Pero ella había querido ese encuentro, se recordó a sí misma. Tenía que hablar con él para rehacer su vida de una vez por todas.

Tuvo que hacer un esfuerzo para erguirse mientras esperaba. Se cruzó de brazos e intentó fingir que su presencia no la afectaba, aunque no era cierto. Sentía la inevitable e injusta reacción que siempre había malogrado sus intentos de enfrentarse con él.

Leo le hizo un gesto a sus guardaespaldas para que se apartasen, su mirada clavada en ella, mientras se acercaba a grandes zancadas. Tenía un aspecto imponente, como siempre, como si él solo pudiera bloquear el resto del mundo. Y lo peor de todo era que podía hacerlo.

Bethany sentía el abrumador deseo de darse la vuelta, de salir corriendo, pero sabía que la seguiría. Además, estaba allí para hablar con él. Había elegido aquel sitio a propósito, una galería de arte llena de gente, como protección. Tanto de la inevitable furia de Leo como de su propia respuesta ante aquel hombre.

No sería como la última vez, se prometió a sí misma. Habían pasado tres años desde esa noche y recordar cómo la pasión había explotado de manera incontrolable, devastadora, seguía avergonzándola.

Pero Bethany apartó a un lado esos recuerdos e irguió los hombros.

Leo estaba delante de ella, sus ojos clavados en su cara. Y no podía respirar.

Leo.

Esa potente masculinidad tan única, tan suya despertaba partes de ella que creía muertas tiempo atrás. De nuevo, sentía el familiar anhelo que la urgía a acercarse, a enterrarse en su calor, a perderse en él como había hecho tantas veces.

Pero ahora era diferente, tenía que serlo para que pudiera sobrevivir. Ya no era la chica ingenua a la que Leo había desdeñado durante sus dieciocho meses de matrimonio, la chica que no ponía límites y no era capaz de enfrentarse con él.

Nunca volvería a ser esa chica. Se había esforzado mucho durante esos tres años para dejarla atrás, para convertirse en la mujer que debería haber sido desde el principio.

Leo la miraba, sus ojos de color café tan amargos y oscuros como recordaba. Podría haber parecido indolente, casi aburrido si no fuera por la tensión en su mandíbula y el brillo airado de sus ojos.

–Hola, Bethany –su voz sonaba más rica, más ronca de lo que recordaba.

Y su nombre en esa boca cruel estaba cargado de recuerdos. Recuerdos que ella quería olvidar y, sin embargo, la afectaban como la habían afectado siempre.

–¿A qué éstas jugando esta noche? –le preguntó luego, su expresión indescifrable–. Me sorprende que hayas decidido verme después de tanto tiempo.

No iba a dejar que la acobardase. Bethany sabía que era ahora o nunca.

–Quiero el divorcio –le dijo, sin más preámbulos. Había planeado y practicado esa frase frente al espejo, en su cabeza, en todos sus momentos libres para que sonase tranquila, segura, decidida.

Las palabras parecieron quedar colgadas en el espacio y Bethany lo miró, ignorando el calor que sentía en las mejillas y fingiendo que su presencia no la afectaba en absoluto. Pero su corazón latía como si hubiera gritado la frase con una voz que podría romper cristal, ensordeciendo a toda la ciudad.

Leo estaba muy cerca, tanto que podía sentir el calor que emitía su cuerpo, mirándola con esos ojos indescifrables. Leo, el marido al que una vez había amado de manera tan destructiva, tan desesperada, cuando no sabía quererse a sí misma.

De repente, una oleada de tristeza le recordó cómo se habían fallado el uno al otro. Pero ya no. Nunca más.

Le sudaban las manos y tenía que hacer un esfuerzo para no salir corriendo, pero debía mostrarse indiferente, se dijo a sí misma. Cualquier otra emoción y estaría perdida.

–Es un placer volver a verte –dijo él por fin, su inimitable acento italiano como una caricia. Sus ojos oscuros brillaban con fría censura mientras la miraba de arriba abajo, observando el elegante moño francés que sujetaba sus rizos oscuros, su mínimo maquillaje, su serio traje negro. Se lo había puesto para convencerlo de que aquello no era más que una situación incómoda y porque ayudaba a esconder su figura. Ya no era la chica a la que él podía llevar al orgasmo con una simple caricia y aun así la ponía nerviosa. Seguía sintiendo que su cuerpo ardía donde la tocaba su mirada.

Odiaba que pudiera hacerle eso después de todo lo que había pasado. Como si tres años después su cuerpo aún no hubiera recibido el mensaje de que habían terminado.

–No sé por qué me sorprende que una mujer que se ha comportado como tú reciba a su marido de tal forma.

Bethany no iba a dejar que viera cómo seguía afectándola cuando había rezado para dejar todo eso atrás. Se preocuparía más tarde de lo que significaba, cuando tuviera tiempo de procesar lo que sentía por aquel hombre. Cuando estuviera libre de él.

Y tenía que librarse de él. Era por fin el momento de vivir su vida en sus propios términos. Era hora de abandonar esa patética esperanza de que él fuera a buscarla. Había vuelto esa terrible noche y luego se marchó de nuevo, dejándole bien claro que no era importante para él. Y tres años después, ella pensaba hacer lo mismo.

–Disculpa si he pensado que ser cordial era absurdo dadas las circunstancias.

Bethany tenía que moverse o explotaría, de modo que se acercó a un cuadro y sintió que Leo iba tras ella. Estaba a su lado de nuevo, lo bastante cerca como para sentir su calor. Lo bastante cerca como para sentir la tentación de apoyarse en él.

Pero debía controlar sus destructivos impulsos, pensó amargamente.

–Nuestras «circunstancias» –repitió él–. ¿Es así como lo llamas? ¿Es así como racionalizas tus actos?

–Da igual cómo lo llamemos –replicó Bethany, intentando permanecer serena. Pero cuando se volvió hacia él deseó no haberlo hecho. Era demasiado alto, demasiado poderoso, demasiado todo–. Es evidente que ha pasado el tiempo para los dos.

No le gustaba cómo la miraba, con los ojos semicerrados de un predador. Le recordaba lo peligroso que era aquel hombre y por qué lo había dejado.

–¿Es por eso por lo que te has dignado a ponerte en contacto conmigo de nuevo? ¿Para hablar del divorcio?

–¿Por qué si no iba a ponerme en contacto contigo? –le preguntó ella. Intentaba parecer indiferente, pero estaba llena de ansiedad.

–No se me ocurre otra razón, por supuesto –asintió él–. No había pensado que estuvieras dispuesta a retomar tus obligaciones o a mantener tus promesas. Y, sin embargo, aquí estoy.

Bethany no sabía durante cuánto tiempo podría mantener esa fachada. Leo era demasiado abrumador. Había sido incapaz de lidiar con él perdida en la volcánica pasión que había entre los dos. Pero su furia, su frialdad, era mucho peor. Y no sabía si podría fingir que no le hacía daño.

–No quiero nada de ti salvo el divorcio –insistió.

Su cuerpo estaba librando una guerra. Una parte de ella quería salir corriendo y desaparecer en la fría noche, pero otra parte anhelaba sus manos, que podían darle tanto placer. No quería pensar en eso, no quería recordar. Tocar a Leo di Marco era como lanzarse de cabeza al sol. No sobreviviría una segunda vez. Ella sentiría demasiado, él no sentiría nada y sería ella quien pagase el precio. Lo sabía como sabía su propio nombre.

Bethany irguió los hombros y se obligó a mirarlo directamente a los ojos, como si de verdad fuera una mujer valiente y no una mujer desesperada.

–Quiero terminar con esta farsa, Leo.

–¿A qué farsa te refieres? –le preguntó él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón–. ¿A cuando te marchaste de casa, renunciando a tus obligaciones como mi esposa para irte al otro lado del mundo?

–Eso no fue una farsa –dijo ella–. Es un hecho.

–Es una desgracia –replicó Leo, con serena ferocidad–. ¿Pero por qué hablar de eso? Está claro que no te importa nada la vergüenza que has llevado a mi apellido y a mi familia.

–Y por eso debemos divorciarnos –insistió Bethany–. Problema resuelto.

–Dime una cosa –con un gesto, Leo alejó a un camarero que se acercaba con una bandeja–. ¿Por qué ahora? Han pasado tres años desde que me abandonaste.

–Desde que escapé de ti querrás decir –replicó ella. Y supo en cuanto lo hubo dicho que era un grave error.

Los ojos oscuros de Leo brillaron y ella tuvo que tragar saliva. Tenía la sensación de no ser para él más que una presa, pero no podía apartar la mirada.

No iba a firmar otro trato con el diablo por desesperación, pero lo peor de todo era esa llamita de esperanza que nada conseguía apagar, ni siquiera su falta de interés.

Tenía que librarse de él para siempre.

Leo estaba furioso. Pero no era más que rabia, no era más que indignación, se decía a sí mismo; no era más que eso. La capacidad de aquella mujer de romper su armadura protectora y herirlo en lo más hondo era algo del pasado. Tenía que serlo.

Había pasado todo el día de reunión en reunión en Bay Street, la zona financiera de Toronto. No había banquero o empresario allí que se atreviera a retar al antiguo apellido Di Marco, con sus ilimitados fondos. Bethany era la única mujer que lo había desafiado, que le había hecho daño. La única persona en toda su vida.

Y tres años después, seguía siendo capaz de hacerlo.

Leo se veía obligado a mantener una fría apariencia, pero podía sentir la rabia que sólo ella inspiraba abriéndose como una caverna. Sabía muy bien por qué había querido que se vieran en un sitio público, como si él fuera un animal salvaje. Como si necesitara ser contenido, sujetado. No sabía por qué aquel nuevo insulto le dolía tanto.

Le enfurecía no ser inmune a su belleza, que lo había cautivado y engañado, pero seguía siendo una tentación. Los angelicales ojos azules eran un intrigante contraste con sus rizos oscuros, todo ello atemperado por esas pecas en la nariz que le daban aspecto de niña…

No quería concentrarse en sus carnosos labios. No parecía importar que conociese sus rasgos a la perfección, que supiera que su aparente inocencia era una farsa.

Nunca había importado.

Quería tocarla, besarla, acariciar sus pechos con la lengua. Se decía a sí mismo que eso era lo único que deseaba, lo único que podía permitirse a sí mismo desear.

–¿Escapar de mí? –repitió, con frialdad–. Que yo sepa, vives rodeada de todas las comodidades, en una casa de mi propiedad.

–¡Porque tú lo exigiste! –exclamó ella.

Se había puesto colorada. Él conocía otras maneras de despertar ese color en sus mejillas y estuvo a punto de sonreír, recordando.

–Yo no quería vivir allí –siguió Bethany.

Él era un hombre que dirigía un imperio. Lo había hecho desde la muerte de su padre, cuando sólo tenía veintiocho años, manteniendo la fortuna familiar y ampliando y modernizando el negocio. ¿Cómo podía aquella mujer seguir desafiándolo? ¿Cómo era posible? ¿Qué absurda debilidad sentía por ella?

Pero sabía cuál era esa debilidad, que había estado a punto de arruinarlo. La sentía en el peso de su entrepierna, que lo urgía a meter las manos bajo ese traje negro que se había puesto para esconderse de él. Porque Bethany no podía negar lo que sentía cuando la tocaba. Podía negar cualquier cosa salvo eso.

–Estoy fascinado por tu poco característica conformidad –le dijo, con los dientes apretados–. Recuerdo haber hecho demandas que tú no quisiste cumplir: que siguieras en Italia como exigía la tradición, que no avergonzases a mi familia con tu comportamiento, que honrases tus promesas…

–No voy a discutir contigo, Leo –lo interrumpió ella, levantado la barbilla–. Puedes revisar la historia como quieras, pero yo he terminado de discutir contigo para siempre.

–Entonces estamos de acuerdo –asintió él–. No me gustan las escenas. Si tu plan era avergonzarme esta noche, sugiero que lo pienses mejor porque no creo que termine como tú deseas que termine.

–No hay necesidad de provocar una escena –Bethany se encogió de hombros, llamando la atención de Leo hacia su cuello y recordándole los besos que le había dado allí, lo adictivo de su piel. Pero era como si se tratase de otra vida–. Sólo quiero divorciarme de ti. Nada más.

–¿Porque fue horrible para ti estar casada conmigo? Ah, cuánto debes haber sufrido.

Él no era un hombre que creyera en demostraciones públicas de afecto, pero aquella mujer siempre lo había provocado como ninguna. Y esa noche, sus ojos eran demasiado azules, sus labios demasiado jugosos…

–Entiendo cómo debió de dolerte vivir rodeada de lujos, tener todos los beneficios de mi apellido y mi protección sin ninguna responsabilidad.

–Ya no deseo nada de eso –dijo Bethany.

Su tono era retador, pero Leo vio un brillo de vulnerabilidad en sus ojos. ¿Bethany vulnerable? Ése no era el adjetivo que él usaría para describirla. Salvaje, incontrolable, rebelde, inmadura. Pero nunca vulnerable o herida. Nunca.

Impaciente, Leo intentó controlar tales pensamientos. Lo último que necesitaba en aquel momento era sentirse intrigado por Bethany. Aún no se había recuperado del desastre en que había terminado su fascinación por aquella mujer…

–¿Cómo puedes estar segura cuando nos has tratado a los dos con tal falta de respeto?

–Quiero el divorcio –insistió Bethany–. Esto se ha terminado, Leo. He seguido adelante con mi vida.

–¿Ah, sí? ¿En qué sentido?

–Voy a marcharme de la casa –le dijo–. La odio. Nunca he querido vivir en ella.

–Eres mi mujer –replicó Leo, aunque sabía que esa palabra ya no tenía ningún significado para ella por mucho que sí lo tuviese para él–. Quieras tú o no. Que hayas dado la espalda a las promesas que hiciste no significa que yo lo haya hecho también. Dije que te protegería y lo dije en serio, aunque sea de ti misma.

–Ya sé que te crees un héroe –Bethany suspiró–. Pero no creo que nadie vaya a secuestrarme. Créeme, no le cuento a nadie cuál es nuestra relación, de modo que no estoy en peligro.

–Y, sin embargo, la relación existe –su voz podría haber derretido acero–. Y por ello, tú podrías ser un objetivo.

–No lo seré durante mucho más tiempo –insistió ella, decidida–. Y no he tocado el dinero de la cuenta, por cierto. Voy a salir de este matrimonio exactamente como entré.

Leo casi la admiraba. Casi.

–¿Y dónde piensas ir? –le preguntó en voz baja, sin atreverse a acercarse porque sabía que, si la tocaba, se pondría en evidencia.

–No es asunto tuyo, pero he conocido a otra persona –respondió Bethany, con mirada retadora.

Capítulo 2

FUE COMO si la galería de arte desapareciera de repente. Leo no se había movido y, sin embargo, Bethany sintió como si la hubiera arrinconado.

¿De verdad había dicho eso? ¿De verdad se había atrevido a decirle eso a aquel hombre? ¿A su marido?

Aunque la situación no sería peor si fuera verdad, Bethany se encontró conteniendo el aliento.

Durante unos segundos interminables, Leo se limitó a mirarla con un brillo de furia en los ojos.

–¿Y quién es el afortunado? –preguntó por fin–. ¿Quién es tu amante?

Bethany hizo un esfuerzo para mantener la calma. Lamentaba haberle mentido. Sólo lo había hecho para herirlo de alguna forma, para atravesar esa barrera de férreo control y hacer que se sintiera tan inseguro como ella. Para demostrarle que hablaba completamente en serio. ¿Pero por qué se había rebajado a mentir?

Entonces recordó con quién estaba lidiando. Leo diría cualquier cosa, haría cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Y ella debía ser despiadada. Al menos, había aprendido eso.

–Nos conocimos en la universidad mientras terminaba la carrera –respondió, mirando sus fríos ojos.

Se recordó a sí misma que el objetivo era terminar con ese matrimonio de una vez por todas. ¿Por qué iba a hacerlo con guantes de seda cuando Leo utilizaría todo lo que tuviera en su mano para impedírselo?

–Es todo lo que busco en un hombre –siguió–. Es considerado, comunicativo. Tan interesado en mi vida como en la suya propia.

Al contrario que Leo, que había abandonado a su joven esposa en cuanto llegaron a Italia porque los negocios requerían su atención. Al contrario que Leo, que se había encerrado en sí mismo por completo, mostrándose frío con ella.

Al contrario que Leo, que no dejaba de mencionar palabras como «responsabilidad» y «deber», pero sólo quería decir que debía obedecer sus órdenes sin cuestionarlas.

Al contrario que Leo, que había usado la poderosa química sexual que había entre ellos como un arma, convirtiéndola en adicta para abandonarla después.

Bethany no había podido entender por qué el hombre que una vez la había adorado desaparecía por completo, como si fuera otra persona.

Leo la miraba como si supiera lo que estaba pensando, lo que estaba recordando: sus cuerpos unidos, su piel cubierta de sudor… Y él enterrándose en ella una y otra vez.

Bethany respiró profundamente, apartando la mirada e intentando controlar los latidos de su corazón. No había sitio para esos recuerdos. No tenía sentido. Leo había estado a punto de destruirla, pero había sobrevivido y lo único que quedaba por hacer era solucionar el problema legal. Lo habría hecho a través de los abogados si no hubieran insistido en que el príncipe querría lidiar con el asunto personalmente.

–Pues entonces debe de ser un modelo de hombre –dijo él, con aparente calma.

–Lo es –asintió Bethany, preguntándose por qué se sentía tan incómoda, incluso infantil, aún sabiendo que estaba usando la única arma a su disposición. Tal vez era que estar cerca de Leo la hacía sentir como se había sentido cuando estaba con él, tan joven, tan ingenua.

–Yo no tengo intención de separar a una pareja tan perfecta –dijo Leo entonces, pasando una mano por la solapa de su chaqueta, como si necesitase alisarla. Como si algo de su propiedad pudiera atreverse a desafiar sus órdenes.

Bethany frunció el ceño.

–No hay necesidad de ponerse sarcástico.

–Debo ponerme en contacto con mis abogados –siguió Leo, sin dejar de mirarla a los ojos.

Y a ella le temblaron las rodillas.

Qué injusto que pudiera seguir afectándola de esa forma después de todo lo que había pasado.

–¿Tus abogados? –repitió, sin saber qué decir.

Ojalá hubiera tenido más experiencia cuando conoció a Leo. Ojalá no hubiera pasado su juventud encerrada, cuidando de su padre. ¿Pero qué otra cosa podía haber hecho? No había nadie más para cuidar de él.

Había tenido que dejar los estudios en el segundo curso de carrera, cuando apenas tenía diecinueve años. Tenía veintitrés cuando conoció a Leo, durante un viaje al que había sido el sitio favorito de su padre, hawái. Había ido allí con el poco dinero que recibió del testamento para lanzar sus cenizas al mar, como él deseaba. ¿Cómo iba a estar preparada para un príncipe?

Jamás hubiera imaginado que algo así pudiera ocurrirle a ella o siquiera que hubiese príncipes fuera de los cuentos. Y había perdido la cabeza en el momento en que Leo clavó esos oscuros ojos en ella.

Tal vez si hubiera sido como otras chicas de su edad, si hubiera sido más madura, si hubiera podido salir de ese pequeño mundo en el que estaba encerrada debido a la enfermedad de su padre…

Pero no tenía sentido intentar cambiar el pasado y, además, no lamentaba los años que había pasado cuidando de él. Sólo podía seguir adelante, armada con la fuerza que no tenía a los veintitrés años. Entonces Leo la había aplastado, pero eso no volvería a pasar.

–Mis abogados deben encargarse del proceso de divorcio. Ellos me dirán lo que hay que hacer –la sonrisa de Leo era fría, amable–. Como comprenderás, no tengo experiencia con tales asuntos.

Bethany se sintió desconcertada. ¿Estaba ocurriendo de verdad? ¿Leo estaba de acuerdo? No había imaginado que tal cosa fuera posible. Había imaginado que pelearía sucio. No porque la quisiera, por supuesto, sino porque el príncipe Leopoldo di Marco no era un hombre al que dejase nadie.

Y Bethany no estaba segura de qué significaba la sensación de vacío que empezaba a experimentar.

–¿Es un truco? –le preguntó.

Leo levantó las cejas, en un gesto arrogante, tan típico de él.

–¿Un truco? –repitió, como si no entendiera el término.

–Te negabas a dejarme marchar –le recordó ella–. Y no parecías más resignado hace un momento. ¿Cómo voy a confiar en que hagas lo que tienes que hacer?

Él se quedó callado un momento y, de nuevo, Bethany sintió una oleada de calor. Y cuando Leo tomó su mano sintió que todo su cuerpo se tensaba. Querría apretar esa mano más de lo que deseaba respirar, pero se obligó a sí misma a permanecer inmóvil, dejando que la tocase, fingiendo que no la afectaba en absoluto.

Leo la miró durante unos segundos y luego bajó la mirada hacia su mano, moviendo el pulgar sobre el dorso, haciendo que sintiera escalofríos.

–¿Qué haces? –le preguntó Bethany. ¿Cómo podía seguir sintiéndose tan impotente? ¿Cómo podía seguir teniendo tal poder sobre ella?

–Parece que has perdido tu alianza –dijo él, con voz helada.

–No la he perdido, me la quité hace tiempo.

–Ah, claro.

–Había pensado empeñarla, pero me pareció mezquino.

–Y tú eres muchas cosas –murmuró Leo, clavando en ella su mirada oscura–. Pero no eres mezquina, ¿verdad?

Leo miraba el ventanal del ático que usaba cuando estaba en Toronto, pero no veía las torres de Bay Street, ni las luces de la ciudad brillando a pesar de la hora.

No podía dormir. Se decía a sí mismo que era porque odiaba la lluvia, el frío y la humedad que llegaba del lago Ontario. Porque, acostumbrado al clima cálido de Italia, odiaba el frío de Canadá. Necesitaba otra copa, se dijo; tal vez eso lo ayudaría a tranquilizarse.

Pero no podía dejar de pensar en los ojos azules de Bethany, limpios y retadores. Y en ese brillo de vulnerabilidad que había en ellos, como si la hubiera herido de muerte.

Era una especie de bruja.

Eso mismo había pensado cuando chocaron en la playa de Waikiki. La había sujetado por los hombros para evitar que cayera al suelo y habían sido esos ojos lo que lo atrajo de ella, tan grandes, tan azules como el mar frente a ellos y el amplio cielo de hawái.

Bethany, con el pelo mojado y los sensuales labios entreabiertos, lo había mirado como si fuese el mundo entero. Y él había sentido lo mismo.

Cómo habían cambiado las cosas.

No era suficiente con haber perdido su renombrado autocontrol con ella. Que hubiese traicionado los deseos de su familia y sus propias expectativas para casarse con una desconocida, de un sitio tan lejos de Italia. Debería haber elegido una esposa italiana, alguien con un título nobiliario, una mujer con pedigrí y sangre azul; ése era el destino que había aceptado, como un deber más. Era el príncipe Di Felici y las raíces de su familia llegaban hasta el siglo xIII en Florencia. Y todo el mundo esperaba que su futura esposa tuviese una herencia igualmente impresionante.

Y, sin embargo, se había casado con Bethany. Se había casado con ella porque por primera vez en su vida se había sentido temerario, apasionado, lleno de vida. No era capaz de imaginar la vida sin ella.

Y había pagado un precio muy alto por esa locura. Leo se volvió para dejar su vaso sobre la mesa, negándose a pensar en la opresión que sentía en el pecho. No se molestó en mirar los suntuosos sofás, ni las estatuas que decoraban la habitación.

Sólo podía pensar en Bethany, algo a lo que se había acostumbrado en esos años. Era su único pesar, su único error. Su mujer.

Había comprometido más de lo que creía posible, contra todos los consejos de todos e incluso contra su propio instinto. Había creído que sus problemas durante el primer año de matrimonio eran una fase, que se le pasaría, que era algo lógico mientras se acostumbraba a la vida en Italia.

Había sufrido su mal humor, su resistencia a cumplir con sus deberes oficiales, incluso su horror cuando anunció que quería tener hijos lo antes posible. Había creído tontamente que necesitaba tiempo para acostumbrarse a su nuevo papel como princesa Di Felici.

Y había permitido que lo dejase, atónito y dolido. Estaba seguro de que recuperaría el sentido común y volvería con él, que necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea de que su vida era otra en ese momento, tan diferente a la que había vivido una chica sencilla de Toronto.

Después de todo, él mismo se había pasado la vida intentando acostumbrarse a los deberes de la herencia Di Marco y a sus muchas exigencias. Cuando se casaron, Bethany era tan ingenua, tan poco sofisticada.

Y así era como le pagaba, pensó. Mintiéndole sobre un amante inexistente cuando debería saber que él conocía todos sus movimientos. Diciendo que quería el divorcio en un sitio público, donde cualquiera podría haberla escuchado.

Se alegraba de estar furioso porque eso era más fácil que enfrentarse con lo que había por debajo de esa furia. Y había jurado no mostrar nunca su vulnerabilidad, nunca más.

La venganza sería dulce, decidió, y no tendría ningún escrúpulo. Pensó entonces en ese brillo de vulnerabilidad en sus ojos…

Los Di Marco no se divorciaban. Nunca.

La princesa Di Felici tenía dos deberes: apoyar a su marido en todo y darle un heredero que heredase el título.

Leo se dejó caer sobre un sofá, suspirando.

Era hora de que Bethany empezase a asumir sus responsabilidades.

Y si esas responsabilidades la obligaban a volver con él como debería haber hecho tres años antes, mucho mejor.

Bethany no debería haberse sorprendido al ver a Leo al día siguiente en la puerta de su dormitorio. Pero no pudo contener un gemido.

Era la sorpresa, se dijo a sí misma; sólo eso. Desde luego, no era esa loca esperanza que se negaba a reconocer.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó. Aunque sabía qué hacia allí, al fin y al cabo era su casa. Tres plantas de ladrillo y dinero de toda la vida en Rosedale, la zona más lujosa de Toronto. El sitio donde el príncipe Leopoldo di Marco, el príncipe Di Felici, debía residir.

Bethany odiaba aquella casa que era una contradicción para ella, más bien una mentira. Y, sin embargo, Leo había insistido en que viviera allí o en Italia con él y, tres años antes, no tenía fuerzas para buscar una tercera opción.

Mientras viviera bajo su techo estaba esencialmente consintiendo a esa farsa de matrimonio y al control de Leo. Sin embargo, se había quedado allí hasta que ya no le quedaba ni la mínima esperanza de que fuera a buscarla.

Una vez aceptada tan deprimente verdad, había sabido que era el momento de actuar.

–No creo que mi presencia no puede ser tan sorprendente –dijo Leo.

–¿Y no puedes llamar al timbre como todo el mundo? –le espetó ella, más seca de lo que pretendía.

No ayudaba nada que no hubiese dormido bien, pensando en él. Ni que fuera vestida con un pantalón vaquero y una sencilla camiseta de manga larga, sus rizos sujetos en una coleta, decidida a guardar sus cosas en cajas. No tenía precisamente un aspecto muy elegante.

Él, por supuesto, iba impecable con una camisa oscura que se ajustaba a su torso y un pantalón de lana gris que destacaba las fuertes columnas de sus muslos.

Leo se apoyó en el quicio de la puerta y la miró en silencio durante unos segundos.

–¿Por qué te pones tan antipática, Bethany? ¿De verdad crees que merezco esa hostilidad?

Algo más profundo que la pena, y parecido al bochorno, hizo que se le encogiera el estómago. Pero se obligó a sí misma a no hacer lo que el instinto le pedía que hiciera: disculparse. No, no iba a hacerlo. Sabía por experiencia cómo terminaría eso. Leo tomaba y tomaba hasta que no le quedaba nada más que darle.

De modo que no dijo nada. Ni siquiera se encogió de hombros. Siguió guardando cosas en la caja como estaba haciendo antes de que apareciese.

–Sé que ésta es tu casa, pero te agradecería que tuvieras la cortesía de llamar al timbre. Es lo más lógico.

Había tantas minas por el suelo, tantos recuerdos. Y en lo único en lo que podía pensar era en su primera noche en Italia y en las pacientes instrucciones de Leo sobre cómo debía comportarse, entre besos, en su cama. Pero había empezado a ser menos paciente y mucho menos afectuoso con el paso del tiempo, cuando quedó claro que había cometido un error al casarse con ella.

–Por supuesto –murmuró Leo–. ¿Estás guardando tus cosas?

–No te preocupes, no voy a llevarme nada que no sea mío.

–Es un alivio –dijo él, irónico.

Cuando había doblado el mismo jersey cuatro veces sin éxito, Bethany se volvió para mirarlo, tragándose la ansiedad y otro sentimiento que no quería reconocer.

–Leo, de verdad, ¿para qué has venido?

–Hacía tiempo que no venía por aquí.

–No, desde luego –murmuró Bethany.

¿Cómo se atrevía a recordar esa noche, esa terrible, vergonzosa noche? ¿Cómo podía ella haberse comportado de ese modo cuando estaba dispuesta a dejarlo? ¿Y cómo toda esa furia y ese fuego se habían convertido en pasión, en deseo incontenible? Que hubieran hecho el amor con esa ferocidad era algo que seguía haciéndola temblar.

Bethany no sabía lo bajo que podía caer hasta que Leo la llevó allí.

–Tengo noticias para ti –dijo él entonces–. Pero no creo que te gusten.

–¿Qué noticias?

Leo no respondió inmediatamente. En lugar de eso empezó a moverse por la habitación, empequeñeciéndola con su formidable presencia.

Bethany lo vio mirar las sábanas dobladas y colocadas sobre la cama mientras, en su memoria, revivía esa noche… El jarrón que cayó al suelo haciéndose pedazos, la risa de Leo, la camisa que ella misma había arrancado con manos desesperadas, la boca de Leo aplastando la suya, sus manos de fuego llevándola al cielo, maldiciéndolos a los dos…

Cuando levantó la cabeza la encontró mirándola con un brillo en los ojos, como si también él estuviera recordando la escena. Estaba al pie de la cama, demasiado cerca de ella. Si la tocase, Bethany no estaba segura de lo que pasaría.

Se quedó helada entonces, sorprendida por la dirección de sus pensamientos, sintiendo una desesperación ya familiar.

Seguía deseándolo, a pesar de todo, seguía deseando a Leo. No entendía que pudiera ser así, pero sólo quería que se marchase de una vez. Necesitaba liberarse de él.

Fue como si Leo hubiera leído sus pensamientos. El silencio parecía cargado, como un ser vivo. Su mirada se clavó en sus labios y luego más abajo, en la curva de sus pechos, y Bethany sintió como si hubiera puesto las manos allí.

–Has dicho que tienes una noticia que darme –su voz casi sonaba serena, como si su corazón no latiese por él, como si no sintiera una descarga eléctrica cada vez que lo miraba.

–Sí, es cierto –asintió Leo, demasiado alto y demasiado poderoso para estar en aquella habitación, en su vida–. Existe una pequeña complicación con respecto al divorcio.

–¿Qué complicación? –preguntó ella, suspicaz.

–Me temo que no puede ser –Leo se encogió de hombros, ese gesto tan italiano como diciendo que la situación escapaba a su control.

–¿No querrás decir…? –Bethany lo miró a los ojos y sintió que se le ponía la piel de gallina. Era como si alguien hubiera caminado sobre su tumba, pensó.

–No hay manera de solucionarlo –dijo él–. Me temo que debes volver a Italia.

Capítulo 3

NO PIENSO volver a Italia –dijo Bethany, sorprendida de que pudiera sugerir algo tan absurdo.

¿Había perdido la cabeza? Él había conseguido que detestase ese país y no se le ocurría nada que la hiciera volver. Volver a Italia significaba volver a ser esa chica ingenua y sin personalidad que había sido mientras vivía allí y no volvería a serlo nunca.

Pero Leo la miraba con esos ojos tan perceptivos, como si supiera algo que ella no sabía.

–¿Ah, no?

–Por supuesto que no. Es absurdo.

Leo levantó las cejas, como asombrado de que alguien se atreviera a sugerir que el príncipe Di Felici decía algo «absurdo». Por supuesto, él estaba acostumbrado a que todo el mundo le diera la razón.

Bethany se mordió los labios, pero no pensaba dar marcha atrás.

–Me temo que no hay otra solución si quieres divorciarte de mí.

Si fuera otro hombre, pensaría que usaba un tono de disculpa. Pero era Leo, de modo que tenía que sospechar…

–Claro que, si quieres que sigamos estando simplemente separados, puedes quedarte aquí.

–No soy tan tonta, Leo. Soy ciudadana canadiense y no necesito ir a Italia para divorciarme de ti. Puedo hacerlo aquí mismo.

–Eso sería cierto si no hubieras firmado todos los documentos cuando nos casamos –dijo él, con aparente tranquilidad–. Tal vez no lo recuerdas, pero cuando llegaste al castillo…

–Por supuesto que me acuerdo –lo interrumpió Bethany–. ¿Cómo iba a olvidar que estuve un día entero firmando documentos legales?

Recordaba muy bien los aterradores e interminables folios que un ejército de abogados había ido colocando sobre la mesa, exigiendo que firmara una y otra vez.

«Firme aquí, principessa».

La mayoría de los documentos estaban en italiano y llevaban un sello oficial. Ella no entendía una sola palabra, pero estaba tan desesperadamente enamorada de Leo que los había firmado todos.

–Entonces tal vez no hayas olvidado lo que firmaste –siguió él.

–No tengo ni idea de lo que firmé y tú lo sabes. No hablo italiano –tuvo que admitir ella. Le dolía haber sido tan confiada incluso cinco años antes, al principio de su matrimonio, cuando creía que Leo era el mundo entero para ella–. Lo firmé todo porque tú me lo pediste, porque confiaba en ti. Pensé que te preocupabas tanto por mis intereses como por los tuyos, pero es un error que no volveré a cometer.

–No, claro que no –asintió Leo, irónico.

Luego miró alrededor, observando los elegantes muebles, las paredes azules con delicadas molduras y la gruesa alfombra bajo sus pies.

–Porque –siguió, con el mismo tono– has vivido como si fuera una pesadilla desde el día en que aceptaste casarte conmigo.

–¿Vas a decirme qué derechos he conculcado firmando esos papeles o prefieres quedarte ahí haciendo comentarios sarcásticos todo el día? –replicó Bethany, exasperada por su tono condescendiente. Odiaba que la mirase de ese modo tan arrogante, como intentando intimidarla.

–Mis disculpas –dijo él, desdeñoso–. No sabía que mis preferencias te interesasen en absoluto. Pero eso no tiene importancia, claro. La cuestión es que firmaste que, de haber un proceso de divorcio, tendría lugar en los tribunales italianos.

–Y, naturalmente, tengo que fiarme de tu palabra –replicó Bethany, horrorizada–. Porque yo no puedo saberlo.

–Si quieres contratar un traductor para que examine los documentos, le pediré a mis secretarios que los pongan a tu disposición inmediatamente.

–¿Y cuánto tardaría en hacer eso? ¿Años? –exclamó ella–. Todo esto es un juego para ti, ¿verdad?

Su mirada pareció encenderse entonces y la sala empequeñeció de repente hasta que no quedaba más que Leo, el auténtico Leo, demasiado furioso y oscuro, demasiado cerca. Podía alargar una mano y tocarlo, podía incluso respirar el aroma de su exclusiva colonia.

Y podía arruinar todo lo que estaba intentando conseguir.

–Debes volver a Italia si quieres divorciarte de mí –insistió Leo, con voz ronca–. No hay otra solución.

–Qué conveniente para ti –consiguió decir Bethany con voz temblorosa–. Me pregunto cómo sería tratada la esposa extranjera de un príncipe italiano.

–No es tu lugar de nacimiento lo que debería preocuparte –replicó Leo, sus facciones tan arrogantes, tan frías e imposiblemente hermosas–. Pero que abandonaras a tu marido para buscar un amante… Eso, me temo, podría obligar a los tribunales a decidir que la disolución del matrimonio es culpa tuya –añadió, encogiéndose de hombros–. Pero tú estás orgullosa de haberlo hecho, ¿verdad? ¿Por qué te preocupa entonces?

Bethany sintió una opresión en el pecho que le impedía respirar y hacía que sus ojos se empañaran. Era su tono al pronunciar la palabra «abandono» tal vez. Hacía que casi quisiera confesarle que era mentira, que no tenía un amante. La hacía desear poder seguir creyendo en los sueños que se había visto obligada a olvidar años atrás.

Pero ella sabía que no debía darle munición. Mejor que la odiase y la dejase en paz.

–Tiene que haber otra manera –empezó a decir.

Leo negó con la cabeza, ese amable exterior escondiendo la arrogancia y la furia que había dentro de él. Bethany podía sentirlas como un torno apretando su corazón. Demasiada emoción, demasiada historia entre ellos.

–No lo acepto –dijo luego.

–Por lo visto, hay muchas cosas que no aceptas, pero eso no significa que no sean verdad.

La deseaba. Siempre la había deseado y había dejado de preguntarse a sí mismo por qué.

Daban igual sus mentiras, sus insultos, sus acusaciones. Sólo quería estar enterrado en ella, con sus piernas enredadas en la cintura, donde estaba la única verdad que importaba en su relación, quisiera creer Bethany lo que quisiera.

Y debería saber que no era buena idea estar con él cerca de una cama. Debería saber que las discusiones, los desacuerdos, todo desaparecía cuando la tocaba… Y sentía un poderoso deseo de demostrárselo.

Ella se apartó los rizos de la cara, mirándolo con expresión agotada.

–Te preguntaría qué quiere decir eso y seguro que a ti te encantaría decírmelo, pero estoy cansada de tus juegos, Leo. No pienso volver a Italia. Nunca.

Un juego había dicho. Y eso era, tenía que ser un juego.

–Haces tan grandes proclamas: no volverás jamás a Italia. Hace tres años no volverías a acostarte conmigo… Tantas amenazas que no terminan en nada.

–No son amenazas, es la verdad. Ya no soy tu mujer. Siento mucho que no estés acostumbrado a escuchar verdades porque te rodeas de aduladores que te dicen sólo lo que quieres escuchar, Leo. Pero todo eso es culpa tuya, deberías vivir en el mundo real.

Él dio un paso adelante.

–No volverías a hablar conmigo cuando te marchases de Italia. No seguirías en esta casa cuando me hubiera ido… Pero aquí estás. Y no olvidemos mi amenaza favorita –Leo dio otro paso adelante, sin tocarla como le gustaría. Estaba tan cerca que Bethany tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, sus labios entreabiertos, sus mejillas ardiendo.

–¿Qué quieres, asustarme? –le espetó, pero era apenas un susurro–. ¿Esperas que salga corriendo?

–Prometiste no volver a estar cerca de mí, dijiste que te daba asco –le recordó Leo, mirándola a los ojos–. ¿Es por eso por lo que tiemblas, Bethany? ¿Te doy asco?

–No es algo tan profundo como eso –contestó ella, apartando la mirada–. Es simple aburrimiento de la situación.

–Estás mintiendo y lo sabes –dijo él, intrigado por las sombras que veía en sus ojos azules.

No le sorprendió que se apartase, poniendo más distancia entre los dos, como si eso pudiera evitar el deseo que había entre ellos. Como si algo pudiera evitarlo.

–Eso casi tiene gracia viniendo de ti, Leo.

–Dime en qué te he mentido. ¿Qué pecado he cometido para que me odies tanto?

–Como si no lo supieras –Bethany suspiró–. Como si no lo hubiéramos hablado una y otra vez.

–Muy bien, entonces hablemos de tus pecados. Podemos empezar por tu amante.

Sus palabras parecieron quedar colgadas en el aire, como una acusación. Le gustaría gritar, empujarlo, ponerse a llorar hasta que no le quedasen lágrimas.

Pero no era capaz de moverse. Se sentía clavada al suelo.

¿Por qué le había contado tan absurda mentira? ¿Por qué se había puesto en una posición en la que él podía sentirse superior?

–Es mejor que no hablemos de mi amante –le dijo, odiándose a sí misma por mantener la mentira. Pero tenía que hacerlo creíble–. No te puedes comparar con él en ningún sentido.

–¿Cómo vas a decirle que tendrás que seguir cometiendo adulterio porque no quieres finalizar el proceso de divorcio? ¿Qué hombre toleraría tal cosa cuando lo único que tienes que hacer es ir a Italia para terminar con ese detalle?

–Él es tremendamente tolerante –dijo Bethany. Pero la palabra «adulterio» parecía rebotar en su pecho, rompiendo pedazos de su corazón.

–Yo me voy a Italia mañana. Podríamos terminar con esto de una vez por todas.

Eso la paralizó y, por un momento, se limitó a mirarlo. No podía imaginar lo que significaría esa capitulación. No quería imaginarlo.

–Si no hay otra manera… –dijo por fin, sintiendo como si estuviera al borde de un precipicio, como si su voz perteneciese a otra persona–. Entonces supongo que tendré que ir a Italia.

Los ojos de Leo se oscurecieron aún más, con una pasión masculina que conocía bien y que atraía a esa parte de ella que odiaba por su debilidad.

Porque a pesar del dolor y de la soledad seguía deseándolo. Su cuerpo, su presencia, la luz de su sonrisa, el roce de sus manos, su proximidad.

El tiempo pareció detenerse. Sólo existía el brillo de sus ojos, como siempre. Un roce, le prometía su mirada, sólo un roce y sería suya. Sólo eso y se traicionaría a sí misma para siempre.

Y sabía que una parte de ella deseaba que lo hiciera, deseaba que la llevase a la cama y la tomase como el amante experto que era, haciendo que se derritiera, haciéndola suya en todos los sentidos.

–Mi avión está a tu disposición, naturalmente –dijo él, y Bethany pudo notar la intensa satisfacción en su tono, como si hubiera sabido desde el principio que todo iba a terminar así, como si pudiera leer sus pensamientos.

–No pienso ir contigo –Bethany mantuvo los hombros erguidos aunque estaba rindiéndose porque no sabía qué otra cosa podía hacer, cómo escapar de él, del pasado. Iría a Italia y lucharía allí, donde todo había terminado–. Iré por mi cuenta.

Y Leo, maldito fuera, sonrió.

Capítulo 4

EL PEQUEÑO y pintoresco pueblecito de Felici, la ancestral cuna de la familia Di Marco y el último sitio al que Bethany había querido volver en toda su vida, apareció en la falda de la colina bajo el último sol de la tarde, con sus tejados rojos y sus casitas blancas.

Allí estaba la iglesia del pueblo, con su orgullosa torre, sus campanas dando la hora como habían hecho durante siglos, rodeada de viñedos. Y sobre un promontorio, el antiguo castillo Di Felici, defendiendo el pueblo, anunciando el poder de la familia Di Marco a todos los que se aventurasen por esas tierras.

Todo eso estaba allí y, sin embargo, Bethany sólo podía ver fantasmas.

Subió por la vieja carretera hacia el centro del pueblo, famoso por sus estrechas callejuelas medievales, y se detuvo en el aparcamiento frente a la pensión. Pero no parecía capaz de llenar sus pulmones de aire o calmar los nervios que le encogían el estómago.

Había sido así desde que el avión despegó del aeropuerto de Toronto dos noches antes. Sólo había podido dormir unas horas, pero su sueño había sido inquieto, con la amarga mirada de Leo como un láser clavado en su corazón.

–Mis hombres irán a recibirte al aeropuerto –le había dicho, con ese tono tajante tan suyo, como si no hubiera discusión, antes de irse de la casa de Rosedale.

Había sido como volver al pasado. Bethany no podía soportar la idea de hacer lo que le pedía y no sólo porque él lo hubiese decretado, sino porque sentía claustrofobia al imaginar cómo sería: bajaría del avión y un ejército de desconocidos la meterían en un coche para llevarla al castillo con la pompa adecuada…

Sintió un escalofrío sólo de pensar en ello. Por eso había decidido ir a Roma en lugar de a Milán, que estaba más cerca.

Había llegado la noche anterior y, después de alquilar un coche para ir a Felici al día siguiente, cayó agotada en la cama del hotel, a las afueras de la ciudad. Eran casi las doce cuando por fin despertó, los rápidos latidos de su corazón diciéndole que los angustiosos sueños habían continuado durante la noche, aunque no los recordase.

Pero sí recordaba otras cosas, por mucho que intentase borrar los recuerdos.

–Ah, luce mia, cómo te quiero –le había susurrado Leo al oído en el balcón, frente al valle de Felici, mientras el sol se ponía esa primera noche en Italia.

–¿Tu luz? –le había preguntado ella–. ¿Por qué soy tu luz?

–Esos ojos –había respondido él, besando sus párpados–. Son tan azules como un cielo en verano. ¿Cómo puedes no ser mi luz?

Bethany salió del hotel y, antes de emprender el viaje, tomó un café expreso en una cafetería cercana, retrasando lo inevitable. No había querido ir a Italia, no había querido ir a Felici para adentrarse en el pasado, donde todos sus sueños se habían convertido en polvo.

Le parecía imposible que aquello estuviera pasando de verdad. Le recordaba los sueños que había tenido cuando se marchó de allí tres años antes. Entonces soñaba que no se había ido, que sólo lo había imaginado, que seguía mordiéndose la lengua y guardándose sus opiniones como la principessa en la que no había podido convertirse, que los largos y solitarios años desde que dejó a Leo no eran más que una pesadilla.

Siempre despertaba asustada, sus ojos llenos de lágrimas, el dormitorio haciendo eco como si hubiera gritado en sueños.

Pero no iba a despertar de aquel sueño, pensó mirando la pared cubierta de hiedra frente a ella.

Cuando salió del coche el aire era fresco, limpio. Casi le pareció que podía oler el maravilloso sol italiano. Podía ver los alpes en la distancia, los viñedos interminables. Podía oler la rica comida italiana en el aire, la polenta y el cremoso risotto, el aceite de oliva…

Y todo eso llevaba tantos recuerdos que le dolía.

No pudo evitar mirar hacia el castillo, sus altos muros como parte del precipicio, feudal e imponente, mirando el pueblo como un dragón guardando un tesoro. Podía imaginar a generaciones de Di Marco peleando en sangrientas batallas, disfrutando de su riqueza e influencia desde la seguridad de sus torres. Casi podía imaginar a Leo como un señor feudal, con el mundo a sus pies.

Casi desearía poder odiar aquel sitio porque de algún modo culpaba a esas piedras por destruir su matrimonio. Era un sentimiento visceral, irracional, pero la chica que había entrado entre esos muros no había vuelto a salir jamás.

Desearía odiar los gruesos muros de piedra del castillo del siglo xV. Desearía odiar el puente que llevaba al interior de lo que había sido originalmente un monasterio. Desearía odiar el difunto foso bajo el escudo de armas de los Di Marco.

–¡Es precioso! –había exclamado la primera vez, entusiasmada. Y Leo la había tomado en sus brazos, dando vueltas en círculo, los dos riendo de alegría mientras entraban en el gran vestíbulo.

–No tanto como tú –le había dicho, con una sonrisa que Bethany había sentido en el corazón–. Nunca tan hermoso como tú, amore mio.

Intentando apartar de sí ese recuerdo y enfadada por tan absurda melancolía, Bethany sacó la maleta del coche y se dirigió a la entrada de la pensión. Había elegido aquel sitio a propósito porque era nueva y no habría ninguna posibilidad de encontrarse con alguien a quien hubiese conocido mientras vivía en Felici.

Y estaba razonablemente segura de que también podría evitar a Leo alojándose allí.

–No tendrás que estar en Italia más de dos semanas –le había dicho.

Dos semanas, tal vez un poco más. Si había sobrevivido a los últimos tres años, ¿qué importaban dos semanas?

Sin embargo, la idea de estar allí otra vez la empujaba inexorablemente hacia una vasta caverna de soledad y dolor y Bethany no pudo evitar lanzar una última mirada al castillo sobre su hombro mientras entraba en la pensión.

–Lo siento –le dijo el hombre de recepción, con fuerte acento italiano–. La habitación aún no está preparada.

Pero Bethany sabía la verdad. Podía verla en la expresión del hombre, que evitaba su mirada. Había ocurrido en el momento que dijo su nombre. No parecía importar que hubiera usado su apellido de soltera.

–Qué extraño. Son las cinco de la tarde.

–Si no le importa esperar un momento… –el hombre sonrió un poco cortado, haciéndole un gesto para que esperase en el vestíbulo.

Suspirando, Bethany se dirigió al sofá, sintiéndose frágil y agotada mientras el hombre llamaba a alguien por teléfono y hablaba en italiano.

Diez minutos después, la puerta se abrió y dos hombres con traje oscuro entraron en la pensión. No los reconocía, pero no tenía la menor duda de que eran hombres de Leo.

Cuando se acercaron a ella, Bethany siguió mirando hacia delante, intentando mantenerse calmada aunque tenía un nudo en el estómago.

–Principessa –dijo el más alto, con tono respetuoso–. Per favore…

¿Qué podía hacer? Era el pueblo de Leo y ella era su princesa. Había sido una tonta al pensar que podría volver a Felici sin que él controlase todos sus movimientos. Años atrás se había dicho a sí misma que Leo no sabía portarse de otra manera, que lo habían educado de ese modo, que no era culpa suya ser tan dictatorial.

Pero ahora sabía la verdad: Leo era así porque quería serlo. Lo que ella quisiera nunca había importado lo más mínimo.

De modo que se levantó con toda la dignidad de la que era capaz y dejó que los hombres de Leo la llevasen hasta el elegante coche negro que esperaba en la puerta, furiosa, impotente y tan desesperada como el día que se marchó de allí, mientras la llevaban a las fauces del castillo.

Todo estaba exactamente como lo recordaba, exactamente como lo había soñado tantas veces.

El gran castillo estaba silencioso, abierto al público sólo un par de días a la semana durante el verano y sólo después de pedir cita. Parecía vacío, aunque ella sabía que había hordas de empleados, tal vez incluso vigilándola.

Bethany sintió que se ahogaba, como si volviera atrás en el tiempo, a esa otra vida en la que había sido tan infeliz, en la que se había sentido tan terriblemente sola. Y había sido peor porque al principio no sabía que estuviera sola, aún creía que podría recuperarse de la muerte de su padre con la ayuda de Leo, que se convertirían en la familia que tanto anhelaba.

En lugar de eso, Leo la había abandonado de todas las maneras posibles.

Como si las propias piedras recordasen su dolor, parecían repetir no sólo el eco de sus pasos, sino el eco de esos días horribles en los que se había sentido tan sola, tan abandonada.

Apenas se fijó en la impresionante entrada, en los tapices sobre las paredes de piedra, en las habitaciones llenas de antigüedades valiosísimas, todas hablando de la herencia de Leo, de su pedigrí, de los siglos de historia de su familia. Sus silenciosos escoltas la llevaron al primer piso, a las habitaciones de la familia, y luego por un largo corredor hasta una puerta que conocía bien. Pero lo único que Bethany podía ver era el pasado.

Después de depositar su maleta en la entrada de la suite, la puerta se cerró silenciosamente y Bethany se quedó sola en la habitación que una vez había sido la suya, su lujosa jaula, como si no se hubiera ido nunca.

Suspirando, cerró los ojos. Aquélla era la principesca suite que pasaba de una novia Di Felici a otra, con los mejores muebles, cuadros con marco de pan de oro, una cama con dosel de caoba, el edredón de un opulento damasco rojo. Todo era de la mejor madera, las mejores telas, todo abrillantado y planchado. No había una sola mota de polvo en la habitación, ni una cosa fuera de su sitio, salvo la propia Bethany.

No tenía que investigar para saber que todo estaba exactamente como lo había dejado la última vez que estuvo allí. No tenía que acercarse a la ventana para saber que al otro lado estaban los cuidados jardines del castillo y, al fondo, los tejados del pueblo y el campo hasta donde llegaba el horizonte. Todo ello bellísimo y, sin embargo, capaz de hacer que esa sensación de vacío en su interior fuese aún más dolorosa.

No se volvió inmediatamente al oír que se abría la puerta porque sabía muy bien quién había entrado. Pero no pudo evitarlo, su mirada atraída hacia él como si fuera una llama y ella no más que una polilla. Leo estaba apoyado en la pared, con un pantalón oscuro y un jersey de cachemir negro que destacaba la anchura de sus hombros. Sus ojos parecían negros también y Bethany tuvo que hacer un esfuerzo para no pasarse una mano por la nuca, donde su vello se había erizado.

Tenía un aspecto tan imponente y poderoso como los antiguos dioses romanos que una vez habían vivido en aquellas tierras, caprichosos y crueles como él. Y sabía que Leo estaba igualmente decidido a vengarse. No tenía que sonreír sarcásticamente, no le hacía falta. Su mera presencia era suficiente.

Y Bethany sintió que, de nuevo, lo perdía todo.

–Ah, principessa –le dijo, su tono cargado de ironía–. Bienvenida a casa.