Proyecto y pasión - Enzo Mari - E-Book

Proyecto y pasión E-Book

Enzo Mari

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Beschreibung

Enzo Mari, uno de los diseñadores italianos más importantes del siglo XX y de mayor proyección internacional, tiene tanto de diseñador y artista como de pensador y agitador cultural. La vinculación entre ética y diseño ha sido uno de los ejes que han marcado su trayectoria como creador y este es precisamente el binomio que subyace en Proyecto y pasión, un libro que reflexiona sobre la tarea de proyectar como ejercicio creativo consciente y de consecuencias éticas. Con una prosa vibrante y la voz propia de un maestro, en estas páginas Mari nos habla de artesanos, utopías, empresarios, aprendizajes, bienes de consumo, poéticas del diseño… y nos regala, en realidad, una punzante reflexión que enlaza magistralmente técnica y cultura e ilumina muchos de los sentidos de cualquier actividad proyectual.

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Título original: Progetto e passione, publicado originalmente por Bollati Boringhieri editore, Turín, 2001

Edición a cargo de Moisés Puente

Diseño de la cubierta y de la colección: Setanta

Revisión de estilo: Iñaki Domínguez Gregorio

Todos los dibujos de este libro son de Enzo Mari

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Bollati Boringhieri editore, Turín, 2001

© de la traducción: Patricia Orts

y para esta edición:

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2021

ISBN: 978-84-252-3316-6 (Epub)Producción del epub: booqlab

www.ggili.com

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Editorial Gustavo Gili, SL

Via Laietana 47, 3º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Índice

Prólogo

Una historia a golpe de hacha

Tres acontecimientos

La idea del “buen proyecto”

Tres horizontes

Horizonte de la expresión

Horizonte de las ciencias naturales

Horizonte de las relaciones productivas

Necesidades y necesidades

El grupo social que expresa la necesidad

Los vendedores

Los empresarios

Los técnicos y los trabajadores

Los comunicadores

Los proyectistas

La metodología natural

Proyecto propio y proyecto impropio

Relación entre investigación y proyecto

Relación entre la parte y el todo

Varias sugerencias a un estudiante

Describe la habitación

La escritura cursiva

Sé, no sé

Elementos de la investigación

Homeóstasis

¿Qué quieres?

Los únicos maestros

El book personal

Prólogo

¿Por qué estas notas sobre el proyecto?

La verdadera cuestión era y sigue siendo “qué hacer” con mi vida o, mejor dicho, con nuestra vida.

La calidad de vida, al menos en lo que se refiere a los aspectos que podemos determinar, se basa, sobre todo, en la calidad del trabajo que realizamos cada uno de nosotros.

Podemos imaginar un grado de calidad más elevado cuanto mayor es la proyectualidad del trabajo. Con ello no me refiero a las libertades proyectuales elitistas o afortunadas; me refiero —con un grado de proyectualidad— a poder tomar decisiones, incluso mínimas, a la hora de realizar el propio trabajo (y vivir la propia vida).

A partir de ahí se llega a una obviedad existencial: trabajo como alienación o como transformación. Dicha obviedad dificulta, precisamente, la posibilidad de delinear una teoría no reductiva del proyecto.

Consciente de la dificultad de afrontar con medios modestos la problemática del proyecto abierto a la globalidad —pues de eso se trata—, escribo estas notas teniendo bien presente la diferencia entre proposiciones de carácter científico y de carácter prescriptivo.

La palabra “proyecto” abarca múltiples prácticas de trabajo. Además, podemos decir que incluye todas en el momento en que cada práctica específica busca “otras” soluciones, o, con mayor frecuencia, trata de optimizar sus normas o finalidades. Es el caso, por ejemplo, del “proyecto de una ciudad o de una cuchara”,1 pero también del proyecto de un código legislativo o uno lingüístico.

Todas estas prácticas de trabajo, que a menudo son muy diferentes, no permiten profundizar de forma unitaria en las implicaciones del proyecto, salvo en condiciones de afirmaciones genéricamente esquemáticas.

Mi práctica, destinada a definir la calidad formal de los productos industriales en sintonía con mi formación —la artística—,2 se presta quizá a ser un punto de referencia globalizador. La calidad formal, en caso de que se alcance, implica siempre —como veremos en el capítulo dedicado a la “metodología natural”— la participación de todo lo que nos concierne o nos podría concernir. Por otra parte, es precisamente esa tensión hacia la globalidad, sobre todo en el campo de la cultura industrial, la que ha incrementado la redundancia en los valores, en los objetivos y en los tipos, algo que influye en los proyectistas de la forma.3 Quizá ninguna otra disciplina esté contaminada por una confusión de tal entidad, pero de este exceso nace precisamente el estímulo de encontrar el hilo rojo que impida el embotamiento de la redundancia. En este sentido, en los siguientes capítulos trataré de articular los fragmentos de conocimiento que me parecen incontestables (algunos muy obvios, pero necesarios como referencia, otros puede que lo sean menos) dentro de un marco de referencia.

Adelanto ya que no intentaré dar una nueva definición ni proponer una antología como las que ya se han empleado a la hora de cualificar una “profesión”. Quizá este sea el origen de la redundancia: resolver contradicciones con frecuencia irremediables con el único objetivo de legitimar un trabajo, por necesario que sea.

 

1 Estas palabras de Ernesto Nathan Rogers se encuentran en el artículo “Ricostruzione: dall’oggetto d’uso alla casa”, Domus, núm. 215, Milán, noviembre de 1946. La fecha es significativa: la II Guerra Mundial acababa de terminar y había que reconstruir Europa. En aquellos años, la frase tenía el valor (que aún conserva) de manifiesto.

2 Me ocupo apasionadamente en esta práctica desde hace más de 40 años.

3Diseño es el apelativo ya consolidado que define múltiples actividades diferentes y diseñador hace referencia a la infinidad de sus cultivadores. En este contexto, la utopía ingenua (en el sentido de tener la convicción de poder realizarla) se confunde con cualquier forma de cinismo; cualquier forma de saber concreto se confunde con nubes de ignorancia; cada proposición clara a nivel teórico se atasca en el acto práctico. En cualquier caso, y al margen de esta confusión, de vez en cuando se realiza un proyecto de buena calidad, aunque no suceda a menudo.

Una historia a golpe de hacha

Obviamente, el ser humano ha proyectado ideas desde sus orígenes y las descripciones de los antiguos proyectos suelen aceptarse si están suficientemente documentadas.

Pero esto no sirve para la historia de los últimos 200 años. Esta diferencia se debe no solo a una perspectiva histórica diferente, sino, sobre todo, a que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX tuvieron lugar una serie de acontecimientos consecutivos que dejaron su huella en una nueva y contradictoria manera de proyectar: el diseño.1

Por orden cronológico, dichos acontecimientos son:

la Revolución francesa

la Revolución industrial

el nacimiento del socialismo

la aparición de la idea del diseño

Con independencia del credo religioso o político que profese el lector de las presentes notas, los tres primeros deben considerarse fundamentales para la historia del ser humano, en el sentido de que cambian radicalmente la concepción que este se hace del mundo; el cuarto…

Intentaremos describirlos brevemente.

Tres acontecimientos

La Revolución francesa representa el desenlace de un lento proceso de transformación que se inicia con el nacimiento de la burguesía en la comuna medieval y la posterior revolución de Galileo. Por primera vez se rechaza la idea de un mundo estático, impenetrable e inmutable. Hasta entonces, poco importaba lo miserables que fueran las condiciones del ser humano común, pues debían aceptarse. Es más, estas eran el punto de partida para poder acceder a un Paraíso que estaba fuera de la Tierra (lugar del conocimiento perfecto, donde no existe la miseria y la igualdad es perfecta): el mundo era el que era y no podía transformarse.

La Declaración de los Derechos Humanos confirma la igualdad y legitima la aspiración a mejorar la calidad de vida. Por otro lado, el paradigma de la ciencia de la naturaleza ofrece los instrumentos para el conocimiento colectivo.

Emerge la nueva ideología: el mundo puede transformarse, el Paraíso puede realizarse en la Tierra (lugar del conocimiento perfecto, donde no existe la miseria y la igualdad es perfecta).

Al cabo de 200 años, el ideal de igualdad sigue siendo únicamente nominal. No obstante, a nivel planetario y a pesar de las diferencias de raza, religión, formación y —lo que más cuenta aquí— de clase social y sistema político, todos seguimos sintiéndolo con intensidad. Así pues, no es previsible que dicho ideal se ponga en tela de juicio, ya que está destinado a influir con fuerza en el significado del término “proyecto”.

Pero dirijámonos al momento de la decapitación del rey Luis XVI. Simbólicamente implicaba la igualdad definitiva. Cualquier desheredado (es decir, casi todo el mundo) la interpretaba, “obviamente”, en el sentido de pretender para sí mismo los objetos que poseía el rey. Dicha posesión se reivindicaba por dos razones. La primera, explícita, era la necesidad material de cierto objeto; por ejemplo, una silla. La segunda, implícita, y puede que inconsciente, era que la silla correspondía formalmente al trono real: “Ahora somos todos iguales y, por tanto, yo también soy rey”. En realidad, debería haberse dicho (al menos debería decirse en la actualidad): “Ahora todos somos iguales y los tronos ya no son necesarios” (aunque quizá se siga pensando como entonces, porque la igualdad aún no ha sido lograda y dicho proyecto parece tener como único objetivo dar respuesta a las razones inconscientes).

Ahora hablaremos de la industria que se desarrolló principalmente para satisfacer la necesidad de igualdad que había ratificado la Revolución francesa.2 Anteriormente, los productos de los cuales se servían tanto al rey como sus súbditos se realizaban artesanalmente, en pequeños talleres especializados, con poquísimos empleados y unos conocimientos que se transmitían de padre a hijo (o de maestro a aprendiz). Debido a las pequeñas dimensiones de las ciudades (exceptuando algunas pocas capitales), a las dificultades en los transportes y, en especial, al escaso número de objetos que podían realizarse (los de representación para la nobleza, por un lado, y los instrumentos esenciales para el trabajo de los campesinos y los propios artesanos, por otro), los artesanos tenían que ocuparse realmente de todo (no exagero cuando digo “realmente”).

Por ejemplo: si a un campesino le hacía falta una hoz debía explicar al herrero cuáles eran sus necesidades (si el terreno en el que iba a trabajar era más inclinado que llano, si los tallos no eran tiernos, sino fibrosos, si debía ser utilizable por manos infantiles, no adultas…), y cómo y cuándo iba a poder pagarle (en dinero, no en especie; al contado, o al año siguiente…). Después de haber adaptado (cada vez de manera distinta) el proyecto ideal de hoz que debía fabricar, y después de haber previsto y discutido cómo intercambiar parte del heno (que iba a recibir al año siguiente como pago) por carbón vegetal para poder fundir el hierro necesario, el herrero debía facilitarle la hoz (para ello podía servir tanto una vieja espada como el eje gastado de una rueda). No solo era necesario hacerse con la chatarra, sino que además había que saber fundirla para realizar la barra que después debía recocerse, forjarse, templarse y afilarse…, por no hablar del mango, para cuya fabricación había que hablar con el carpintero, también del fuelle de cuero para el horno, de la formación del joven aprendiz recién llegado… Pero, en cierto sentido, ese extenuante trabajo hacía feliz a quien lo realizaba, porque era variado y porque ofrecía márgenes de experimentación y participación en el contexto de un saber general (la duración del aprendizaje podía superar los nueve años y era similar —aunque más concreta— a la de un diseñador actual). Sin embargo, considerado desde el punto de vista de la eficiencia (de la que tardaremos en poder evaluar el precio), era extremadamente disperso. De esta forma, el coste de una simple hoz era elevadísimo, puede que incluso superior al precio que un campesino debe pagar hoy en día por una moderna motosegadora.

Si el coste de un objeto mínimo como una hoz era alto, imaginemos lo que costaba un trono… Nuestro artesano tenía que dialogar con el rey, con sus ministros, pero también debía discutir con los filósofos y poetas de este e interpretar los dibujos de sus artistas. Debía realizar largos viajes para estudiar el trono del faraón o para averiguar los secretos de fabricación de cierta pasta de vidrio… Después necesitaba el palo rosa, el marfil, las gemas y el oro. El coste era inmenso. Un trono, cualquier oropel, suponía el hambre de toda una nación o la conquista de todo un continente.

Pero, una vez muerto el rey, todos querían, si no un verdadero trono, al menos algo que se le pareciera. Y si un trono se fabricaba artesanalmente, como hemos descrito, incluso si era de cartón piedra, seguía siendo demasiado caro para nuestros ciudadanos, que, si bien eran ahora iguales, seguían estando sin blanca. De esta forma, si lo que se pretendía era ganar en eficiencia y ahorro, había que eliminar el despilfarro que suponía la dispersión de proyectos que debían repetirse para cada objeto producido (como hemos descrito en el ejemplo de la hoz). Si bien era inevitable que el coste de un proyecto siguiera siendo alto, un proyecto podía definir todo lo necesario para un sinfín de objetos exactamente iguales. De esta forma, su elevadísimo coste se dividiría en un elevado número de objetos producidos, de modo que este incidiera mínimamente en el precio de cada objeto realizado. Pero eso no es todo: un número muy reducido de artesanos seguiría poseyendo el costoso saber técnico (diez años de aprendizaje) necesario para llevar a cabo el proyecto.3 Los demás, convertidos en “obreros”, se limitarían a realizar, a partir de ese momento y para siempre, una única operación de todas las necesarias para fabricar un objeto (con un coste irrisorio de formación), de modo que esta pudiera repetirse a toda velocidad sin pensar y de modo que fuera fácil de controlar.

No hay que olvidar que el coste reducido de producción (necesario, dado el escaso poder adquisitivo de los ciudadanos) debía reducirse ulteriormente para permitir que los capitalistas, los fabricantes y los vendedores disfrutaran de unos márgenes de ganancias “interesantes”. De esta forma, la división del trabajo (deshumanización) aumentó de forma inevitable y, por los mismos motivos, la retribución de los obreros era la menor posible. Esa fue la Revolución industrial.4

Enseguida se generaron nuevos monstruos.5 Además de la pérdida del propio saber productivo (del que ya hemos hablado) y la consiguiente degradación6 de la vida familiar y social, la ciudad se organizó de acuerdo con las razones de la fábrica; es decir, en casas igualmente estrechas, sin forma alguna de crecimiento autónomo (entendido como derroche…), surgiendo la “mercancía” como protagonista y árbitro de la relaciones económico-sociales. Al tiempo que la producción de objetos esenciales aumenta, se incrementa también de forma exponencial la producción de objetos de función simbólica, diametralmente opuestos al concepto de igualdad. Serían estos los tronos de cartón piedra que hemos mencionado con anterioridad; es decir, la “mercancía”.

Se trata de objetos cuya tipología o —con independencia de esta— cuya connotación formal los convierte en deseables como señales de “otras” condiciones sociales. Pero cualquier “otra” condición excluye, de por sí, el ideal de igualdad. En respuesta, en parte, a estas formas de alienación que se añaden a las laborales, crece y se refuerza la idea del socialismo. Simultáneamente, y por los mismos motivos, nace la idea del buen proyecto.

La idea del “buen proyecto”

La única que puede formular o compartir la idea del buen proyecto es la élite,7 que, justo por no estar totalmente sometida a formas de subdivisión, puede leerlas de modo general. Por un lado, ve en la forma degradada de la ciudad la degradación del trabajo y de la calidad de vida y sueña con un futuro donde, después de haber recuperado y enriquecido sus potencialidades de trabajo artesanal, todos los seres humanos vivan la utopía de una relación paradisíaca con la naturaleza. Por otro, comprende que la forma de los nuevos objetos imita superficialmente cualquier estilo del pasado, tanto de la civilización occidental como de las exóticas o de aquellas que han desaparecido por completo, en la redundancia de una obsolescencia y una repetición continuas.8 Además, es consciente de que la calidad formal depende en buena medida de la economía de uso de los instrumentos utilizados para lograrla, y constata que los nuevos instrumentos deben imitar de forma burda a los arcaicos (es decir, se pierden todas las modulaciones vitales del signo manual).9 En esencia, piensa que los nuevos instrumentos, nacidos para obrar el “absoluto” de la igualdad, deben realizar formas “absolutas”, no fácilmente obsolescentes, porque si lo fueran, también lo sería la igualdad. Como se puede constatar, la idea del “buen proyecto” corresponde a la superestructura del socialismo.10

Más tarde, en el momento en que se postula que alguien puede prestar un servicio profesional, de buen proyecto precisamente, se retoma del inglés el término design (que se usaba comúnmente en el primer Renacimiento en su acepción de “proyecto”) para subrayar las razones de sus orígenes; las de la primera Revolución industrial en Inglaterra.

Así pues, la matriz ideológica del diseño presupone contribuir a resolver las contradicciones implícitas en las relaciones de producción propias de la cultura industrial.11 Pero, como ya sabemos, la lucha de los “obreros e intelectuales”, que tuvo lugar en diferentes formas durante 200 años para mejorar o dar un vuelco a estas condiciones, no consiguió sustancialmente nada, a pesar de la pasión que demostraron millones de personas en el contexto de notables elaboraciones culturales y de varias y distintas gestiones político-administrativas.12 Pero en el momento en que reivindica ser el instrumento de racionalización de la industria, el diseño se convierte de forma inevitable —como elemento importante— en su bandera. Veamos cómo.

La cultura de la mercancía impone fabricar exclusivamente lo que puede venderse con independencia de cualquier otra necesidad. Dada la complejísima interrelación existente entre las necesidades materiales, las necesidades simbólicas generales y las específicas en un régimen de competencia exasperada, las razones del éxito comercial de un producto determinan que cada empresario (el único artesano que ha sobrevivido con un segundo subordinado a él: el proyectista) se comporte de forma mucho más intuitiva que racional (si la racionalidad fuera viable tendríamos miles de empresarios…); o el empresario consigue lo que pretende o muere como tal. Ninguna industria, sea cual sea su dimensión o estructura organizativa, puede prescindir del dominio de la intuición que, como tal, es análoga a la que expresa un artista (a un artista no se le puede enseñar nada). Solo después permite que se hable de racionalización de las razones empresariales (a menos que estas no sean totalmente accesorias).

Quien teoriza la “profesión” del buen proyecto pretende enseñar la racionalidad, pero el buen proyecto consiste en materializar el socialismo, que es la forma de la utopía… En cambio, nuestro empresario, que como individuo podría tener dicha intención, tiene un único problema: producir concretamente lo que puede venderse; lo que debería venderse, pero no se vende, pertenece al dominio de la utopía y del arte y no, sin duda, al de una profesión.

Si bien el diseñador profesional puede influir, al menos en parte, en la funcionalidad de lo que debe producirse, no puede manifestarse desde un punto de vista material (en caso de que quisiera hacerse cargo de este) sobre la calidad de las relaciones productivas, que, en cambio, representan el verdadero objetivo del buen proyecto. Así pues, podemos decir que nuestro diseñador no tiene nada que enseñar a la industria.

Lo único que consigue realizar, siempre y cuando esté permeado de los valores de la igualdad, es la forma alegórica de dicha utopía. Al contrario, no forma parte de la cadena de montaje cuya función quizá intuye, pero de la que, en la mayoría de los casos, no es racionalmente consciente.13 Dicha función puede evaluarse desde el punto de vista de un proyecto específico, o desde el punto de vista general; es decir, que incluye a todos los proyectos y a todos los proyectistas.

Desde el punto de vista de un proyecto específico, se llama al diseñador de ese modo en cuanto que portador de un signo preconstituido —el de su poética— que se considera adecuado para el mercado al que está destinado el producto. No sirve, no está permitido definir la esencia de un objeto (su propia forma). Sirve connotarlo de formas homologadas, reconocibles en la medida en que son subjetivamente reiterativas (una mercancía implica siempre una etiqueta).

Desde un punto de vista general, la suma de cada una de estas poéticas constituye la poética general del diseño, a pesar de la pretensión de articularlo en dos intencionalidades históricamente verificables: la forma derivada de las razones de la mercancía y la derivada de los valores de la igualdad. No vale la pena insistir sobre la primera salvo para decir que su norma debe ser la redundancia (en el sentido de que son legítimos tanto un poco de todo como su contrario; es decir, la superficialidad y, por tanto, la ignorancia: el dominio de la mercancía implica la ignorancia de los ciudadanos).

Desde el punto de vista de los resultados materiales (los objetos realizados), la segunda poética, la de la forma de la igualdad, solo puede pertenecer al ámbito de la mercancía. Precisamente por su tensión hacia la utopía, se la responsabiliza de ser el estandarte de la industria, al menos a niveles elitistas.

Llegados a este punto, y para no cometer errores, es necesario articular la producción industrial de los bienes de consumo en dos grandes sectores.14 Uno, prevalente en el plano cuantitativo, no siente la necesidad de subrayar las eventuales cualidades proyectuales de los productos de amplio consumo, salvo en formas aproximadas. El otro, minoritario, dirigido a compradores con mayor preparación cultural o (la mayoría de dicho grupo) deseosos de parecerlo, necesita subrayar una supuesta calidad del proyecto (un indicio se encuentra además en las formas aproximadas del primer sector).

La tensión hacia la utopía o, en cualquier caso, la calidad de la elaboración formal (cuando sucede raramente) —incluso si solo se intuyen— constituyen, con el apoyo de los museos y de un sinfín de publicaciones, los elementos de un gran mural, de alguna forma similar al de la capilla Sixtina.

Si es evidente que este último ejemplo ilustra el gran valor del “otro diferente de sí mismo”, ¿qué valor pretende ilustrar el mural del diseño? Sin duda alguna, el de la industria… ¿No es más correcto decir que la industria solo es un instrumento y no un valor?

Desde sus orígenes, la escuela de diseño siempre ha vivido dolorosamente estas contradicciones.

Por lo general, desde el punto de vista institucional (con independencia de los hermosos ideales de muchos maestros), las escuelas se dirigen a dos tipos de estudiantes: a, los que pertenecen o desean pertenecer a la clase dirigente (saber es poder), y b, los que se ven obligados a pertenecer a la clase de los ejecutores.

Las escuelas del tipo a implican la adquisición de conocimientos de tipo humanístico; es decir, globalizadores (calidad de la lengua y la forma, historia, filosofía y, por tanto, de manera implícita, antropología y sociología). Faltan, en cambio, los conocimientos técnicos y manuales. En consecuencia, el saber global que se adquiere puede resultar con frecuencia ahistórico, porque se abstrae del devenir de la realidad, que garantiza la actividad práctica.

Las escuelas del tipo b excluyen la adquisición de cualquier saber humanístico; es decir, globalizador (su duración es, en cualquier caso, inferior). Así pues, se trata de adquirir instrumentos para la actividad práctica, sin reflexión crítica.

La enseñanza del diseño se ha realizado y experimentado en los dos tipos de escuela, con fuerte predominio de las del tipo b (la industria necesita “obreros” que no piensen, por mucho que digan los cantores de la cuarta revolución industrial). En consecuencia, los defectos del primer y del segundo tipo de escuela se han visto agravados por las siguientes contradicciones:

la tensión hacia la utopía del socialismo pretende convertirse en una profesión

la pretensión de racionalidad científica frente a la utopía de poder reducir la industria a un instrumento laboral

En caso contrario, debido a sus implicaciones ideales, el “buen proyecto” solo puede realizarse intuitivamente en forma de alegoría, la forma propia de la actividad artística, y no puede pretender constituirse en una actividad totalmente racional (como se pretende para cualificar una profesión).

Así se entiende cómo, al margen de la pasión que puedan sentir maestros o alumnos, la enseñanza del diseño contribuye a mantener la redundancia útil en el ámbito de la mercancía.

Lo dicho hasta ahora no debe parecer fruto exclusivo de un exceso de pesimismo. Muchos argumentos se presentan “a golpe de hacha” para destacar los puntos esenciales que pulverizan el exceso de redundancia. Surge la sospecha de que la irremediable contradicción que existe entre utopía y realidad material es precisamente el resorte que, de forma inconsciente, impide a muchos “teóricos” o “prácticos” de comprobada honradez intelectual aceptar con “estoicismo” esta dicotomía. Si esta diferencia es inmediata para los defensores del “movimiento moderno”, resulta mucho más apropiada para sus opositores. Afirmar que la utopía está muerta y desahogar desenfrenadamente en su lugar una creatividad formal sin reglas (en el sentido de ideales) no hace sino confirmar el dominio de la mercancía. Decir que el proyecto no puede eludir el dominio de la mercancía equivale a decir que, dado que todos los seres humanos deben morir, no vale la pena proyectar o que basta limitarse a proyectar objetos fúnebres.

Resumo a continuación los que, en mi opinión, son los puntos principales.

Tal y como está configurada, la industria no es un valor, sino un instrumento con el que se realiza el dominio de la mercancía. Esta no debe entenderse como la suma de productos manufacturados siempre negativos: parte de ellos deben entenderse positivamente. La negatividad de la mercancía deriva de que esta ha superado con creces las necesidades, generando efectos destructivos no solo para los recursos humanos y materiales del planeta, sino también para la capacidad de pensar de forma autónoma de los que (¿conscientemente?) disfrutan de los frutos de su robo.

A todo ello se opone desde su nacimiento el ideal de la igualdad y la transformación. El diseño, el buen proyecto, es su alegoría. La igualdad, la transformación, el diseño están fuertemente permeados de utopía.

Utopía es el lugar feliz que no existe (los improbables avances que puedan producirse lo desplazarán siempre hacia adelante). Nunca podrá realizarse como tal. Por tanto, en primer lugar el proyecto permeado de utopía no puede generar realizaciones concretas o, en todo caso, que incidan cuantitativamente en los comportamientos de masa (la “cantidad”, tanto desde la perspectiva del socialismo como del capital, es la “calidad”); y en segundo, la tensión hacia la utopía corresponde a la dignidad social y, como tal, solo puede interpretarse como guía ética para afrontar las contradicciones de lo real.

Dadas estas premisas, el diseñador (sea cual sea el tipo de intervención) debe desarrollar su trabajo teniendo presentes los dos mundos: el utópico y el real. El real solo puede vivirse declarando las razones de la utopía,15 y, a la luz de esta, negociando cada vez con la contraparte lo que, por mínimo que sea, es posible negar entre las superfetacionesmercancía del producto que hay que realizar y los comportamientos que lo favorecen como tal. Estos comportamientos, en parte inducidos y en parte biológicamente arquetípicos, son precisamente los que determinan la necesidad de oropeles de la mercancía. En consecuencia, la verdadera calidad de un proyecto debería reconocerse hoy en día en la oposición eficaz a dichos comportamientos.

El proyectista está —con el empresario, si es un “iluminado”— en el ojo del huracán de la mercancía. Esto lo aproxima, mucho más que a otros, a la comprensión de lo que condiciona concretamente nuestra modernidad (para los que quieren, también “post”). Trasmitir de forma comprensible el conocimiento de dichas contradicciones es, quizá, el primer objetivo del buen proyecto.

Antes de concluir este capítulo, vagamente sociológico, podemos anticipar alguna reflexión sobre la importancia de la calidad formal de un producto manufacturado. Para empezar, un producto de alta calidad formal resiste más a la obsolescencia expresiva: de forma incluso mínima, se reduce la necesidad de renovación.

Es más, si la parcelación ha expropiado a todos los seres humanos —salvo al proyectista, aunque solo en parte— de su potencialidad de expresar proyecto, de forma que todos puedan poseer objetos, se deduce que este privilegio solo puede pagarse con la máxima calidad.

Esta última reflexión plantea una pregunta. En la actualidad, al menos en el mundo occidental, se han superado las necesidades de supervivencia brutal, pero no las condiciones de alineación; de hecho, la gente está dispuesta a echar a perder la propia vida para poseer cada vez más objetos. Un objeto “bien hecho” ¿mejora o empeora esta situación? Opino que un objeto bien hecho influye positivamente, aunque solo sea como modelo de referencia. Se trata de comprender qué entendemos por “bien hecho”. Intentaremos abordar esta cuestión en los siguientes capítulos.

 

1 Las “poéticas” más recientes del diseño pretenden haberse liberado de la ideología arquetípica y rechazan el concepto mismo de ideología en favor de una experimentación “libre”. Si se hacen emerger de nuevo las motivaciones materiales originarias, es posible comprender cómo, negándolas, las actuales “novedades” corresponden a una ideología corriente de signo opuesto.

2 En la Antigüedad existían sin duda formas de organización del trabajo asimilables a las de la industria moderna. Sin embargo, aquellas tenían como objetivo principal ciertas necesidades específicas del Estado, como, por ejemplo, fabricar ladrillos para las fortificaciones.

3 El saber de cada industria moderna (por ejemplo, Ford) está integrado por un grupo de artesanos internos o externos a la fábrica que realizan de común acuerdo los diferentes prototipos de un coche, de los exclusivamente formales a los inherentes a las razones mecánicas; lo mismo sucede con los moldes y las herramientas necesarias para la producción del vehículo o las pruebas en carretera o el material de promoción. Y tanto la persona que viste un mono (con pinzas y martillos) como la que lleva una camisa blanca (con compases y ordenadores) ofrecen una aportación igual o análoga de saber técnico-económico.

4 Las historias de la tecnología, o también del diseño, insisten mucho en el nacimiento de las nuevas formas de energía, eficientes, económicas y fáciles de distribuir. Si bien es innegable su influencia, incluso en ausencia de estas el impetuoso ideal de la igualdad habría determinado la producción masiva, incluso en formas diferentes y (quizá) aún más desastrosas.

5 Continúa (y continuará) la lista de cosas negativas. Puede objetarse que el sistema industrial no tiene alternativas que sostengan la igualdad, que produce también cosas buenas, que el tenor de vida ha aumentado mucho, que las aberraciones iniciales fueron el precio que había que pagar. Es cierto, pero también lo es que hoy en día sabemos que ciertas aberraciones persisten, unidas a muchas otras, que entonces eran inimaginables. Lo que importa aquí es recordar la que fue, y debería seguir siendo, la matriz ideológica del diseño.

6 Vale la pena insistir en lo que ya he dicho en el prólogo; es decir, que el saber que deriva del trabajo es esencial para la calidad de vida. Dicho saber nos hace soñar que contribuimos a construir el paraíso de la igualdad (no se entiende cómo se puede soñar y pretender que sea real la posibilidad de que exista un paraíso privado en soledad).

7 William Morris es su representante más conocido. De toda su actividad literaria, artística, empresarial y política, me limito a citar la novela Noticias de ninguna parte (1891), donde imagina una Inglaterra gobernada por un régimen socialista que refleja sus ideas utópicas.

8 La característica vital de la mercancía es la rápida obsolescencia que permite que esta pueda volverse a proponer continuamente. Aprovecho la ocasión para poner un ejemplo feroz, no tan paradójico dada la referencia a la muerte (aunque sea la del pensamiento): los proyectiles de un arma de guerra que solo se utilizan una vez.

9 Por otra parte, las nuevas técnicas y condiciones sociales deberían promover la realización de formas coherentes y, por tanto, nuevas.

10 Para Karl Marx, la superestructura es el conjunto de las “formas jurídicas, políticas, religiosas, las artísticas y filosóficas, en pocas palabras, las formas ideológicas”. Las fuerzas productivas materiales constituyen la estructura de una determinada sociedad en la que se conforman, más o menos, las relaciones de producción, su regulación jurídica y política y las distintas manifestaciones de la conciencia social (superestructura): “No es la conciencia de los seres humanos la que determina su ser, sino, al contrario, es el ser social el que determina su conciencia”. En su acepción común, este término representa todo lo que no tiene justificación en el interior de una obra o una concepción, lo inútil y exterior. Pero quizá haya sido precisamente la idea de que la superestructura es secundaria la que haya determinado el fracaso de todas las experiencias de gestión del socialismo. Esto es más grave en el ámbito de la “cultura del buen proyecto”, en la medida en que dicha cultura era, de entre todas, la que participaba de forma más estrecha en las relaciones productivas.

11 La calidad de las relaciones productivas implica necesariamente la calidad de las necesidades derivadas de ellas. A quien objeta que hoy en día las relaciones de producción ya no corresponden a las de la primera Revolución industrial —a ese tipo de parcelación brutal, sin contar a los actuales robots— es necesario precisar de nuevo que la industria no consiste en máquinas de cualquier tipo, sino en la parcelación del trabajo. Dicha parcelación pervive sobre todo en las numerosas especializaciones, también en el ámbito directivo. Es cierto que la complejidad implica conocimientos diversificados, pero solo si estos sirven para afrontar la complejidad y no para generar autosatisfacción en el propio microcosmos.

12 “Obreros e intelectuales”. Uso voluntariamente esta expresión de la antigua retórica del socialismo frente a la actual cultura, que considera superada la figura del obrero en la fábrica ya robotizada, para reafirmar (véase la nota anterior) que son “obreros” todos los que, con independencia de la forma y la entidad del salario, siguen viviendo condiciones de parcelación. En lo que se refiere a las “gestiones políticas administrativas”, es indudable que estas han fracasado, ya sea de forma total o parcial. Doblemente, si el objetivo era favorecer el buen proyecto.

14 Académicamente, la producción industrial se articula en bienes de consumo y bienes de producción. Prefiero la expresión “bienes de consumo”, porque es más adecuada a la hora de categorizar la mercancía. En consecuencia, un bien de producción (por ejemplo, una máquina herramienta), cuando se produce para la venta, asume de inmediato las características de un bien de consumo (una forma diferente supone una cualidad distinta…). Los bienes de producción que permanecen como tales y que, por tanto, no están hechos para la venta son los que realizan en cada ocasión los artesanos de la industria para llevar a cabo el prototipo industrial. No considero aquí las grandes obras de ingeniería de las que hablaremos en los capítulos “Tres horizontes” y “La metodología natural” un tipo importante de producción industrial.

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