Red de mentiras - Angela Marsons - E-Book

Red de mentiras E-Book

Angela Marsons

0,0

Beschreibung

Sentada en una habitación sin ventanas, se le revuelve el estómago. El tipo le ha quitado el teléfono y lo ha destrozado con el tacón del zapato. Ahora baja la cara y se la pone a pocos centímetros. Para ella, ya no hay vuelta atrás. Su vida, tal y como la conocía, se ha acabado.    La detective Kim Stone acude a un establecimiento de la localidad y lo que ve la deja atónita. Del hombre que tiene delante ha quedado muy poco como para identificarlo con la foto del carné de conducir. Ahora sabe que se enfrenta al asesino más enfermo con el que se haya topado nunca.    Pero, mientras comunica la devastadora noticia a Diane Phipps, la esposa de la víctima, Kim nota que algo no encaja en la reacción de la mujer.    Veinticuatro horas más tarde, Diane se ha esfumado con toda su familia.    Aparece un segundo cadáver. En una reserva natural de la localidad, han clavado a un hombre al suelo.    Desesperados por encontrar una rápida solución, Kim y su equipo desentrañan una pista vital, un secreto ferozmente guardado que no solo vincula a ambas víctimas, sino que podría costar aún más vidas.   Y es un secreto que también protegen algunos policías.    Enfrentada a las mentiras de aquellos en quienes debería confiar, así como de familiares que no quieren revelar nada, Kim navega en las aguas más profundas de su carrera. Y, por si eso fuera poco, Tracy Frost, la reportera local, abre la caja de Pandora en el caso de una mujer asesinada por su marido un año antes.    ¿Qué motiva a este homicida sanguinario, que se ensaña con sus víctimas de una manera tan metódica?     Para atraparlo, Kim debe ahondar en sus motivaciones. Pero ¿conseguirá desvelar la terrible verdad y detenerlo antes de que ataque de nuevo?   ---   «La sota, la reina, el rey y el as de la novela negra […] No puedes dejar de leerla hasta el fantástico final […] ¡Otra lectura fascinante e hipnótica! Incluso me parece un insulto darle entre una y cinco estrellas, porque ¿cuántas estrellas le darías al sol?» - The World Is Ours To Read ⭐⭐⭐⭐⭐   «Debo de haber gritado "¡Qué coño!" un montón de veces […] La mejor de la serie, hasta ahora. La leí en una sola tarde… Devoré las páginas sin descanso». - Rachel's Random Reads ⭐⭐⭐⭐⭐   «Escalofriante […] Te revuelve el estómago […] Me encontré leyéndola con la boca abierta desde el momento que la la trama empezaba a desarrollarse […] Hará que tu corazón lata más rápido y te mantendrá enganchado desde la primera página […] ¡¡¡Angela Marsons es, sin duda, la reina del Crimen!!! Fabulosa, fabulosa, fabulosa, ¿qué más puedo decir?». - Stardust Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐   «¡Guau! ¡Guau! Este libro me ha provocado una montaña rusa emocional […] Definitivamente, le doy un 6 de 5.» - John's Book Shelf ⭐⭐⭐⭐⭐

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 430

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Red de mentiras

Red de mentiras

Título original: Twisted Lies

© Angela Marsons, 2021. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1322-5

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

First published in Great Britain in 2021 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

De la serie de la detective Kim Stone:

Grito del silencio

Juegos del mal

Las niñas perdidas

Juegos letales

Hilos de sangre

Almas muertas

Los huesos rotos

Una verdad mortal

Promesa fatal

Recuerdos de muerte

Juego de niños

Mente que mata

Rivalidad letal

Este libro está dedicado a Norman Forrest, que sigue sorprendiéndonos cada día con su energía, su espíritu y sus ganas de vivir. Nunca deja que la vida ni la pérdida lo superen.

Prólogo

La vemos sentada en una habitación, que no es más que una caja cuadrada de color magnolia sin ventanas. En una esquina, a la izquierda de la puerta, ha aparecido una pequeña mancha de humedad en forma de arco.

No hay más que una silla de metal que se le hunde en la parte posterior de los muslos. Una silla que no está hecha para ser cómoda. La mesa de acero es un simple cuadrado con manchas por todas partes. Mira a su alrededor, aunque no hay nada más que ver. Sabe que no ha hecho nada malo y, aun así, su corazón se acelera

¿Cuánto tiempo pasará ahí? ¿Quién abrirá la puerta?, ¿quién irá a buscarla?

Aunque trata de convencerse a sí misma de que está a salvo, junta las manos en el regazo y las aprieta en un intento de liberar la tensión acumulada.

Oye pasos; luego, una llave en la cerradura. Se le revuelve el estómago. Siente una gran aprensión, mucha ansiedad por saber qué sigue.

Entran en la habitación dos hombres vestidos con vaqueros y polo. Ella nunca los había visto. No cierran la puerta. ¿Significa eso que, por fin, la sacarán de ahí?

Sin decir una palabra, mira de uno al otro.

Por debajo de la mesa, aprieta las manos con fuerza.

Un hombre se acerca. El otro permanece junto a la puerta, se apoya en la pared y cruza los brazos. ¿Estará vigilando la entrada por si ella intenta huir?

—Dame tu teléfono —dice el que se ha acercado a la mesa.

No sabe cuándo ha empezado a temblarle la pierna izquierda.

—¿Es necesario, de verdad? —pregunta. El temblor de la pierna se le extiende hasta la lengua.

Ve el atisbo de una sonrisa, solo que esta se oculta de inmediato tras un rostro inexpresivo.

El tipo se alegra de verla nerviosa.

Como toda respuesta, extiende la mano.

El de la puerta bosteza. Está cansado o aburrido. ¿Cuántas veces habrá hecho esto antes?

Ella se lleva la mano al bolsillo trasero y saca el móvil. Vacila, como si estuviera entregando una parte de sí misma.

Ese aparato irremplazable contiene muchas cosas que necesita para vivir: contactos, fotos, redes sociales, citas y recordatorios.

—¿Me lo van a devolver? —pregunta. Se esfuerza en usar un tono que desprenda confianza.

Él le arrebata el teléfono de la mano, extrae la tarjeta SIM y lanza el aparato a su colega, que lo atrapa.

Ya han hecho esto antes. Siguen un guion.

El hombre que tiene delante deja caer la tarjeta SIM y, con el tacón del zapato, la aplasta contra el suelo. El metal y el plástico se desgajan contra el hormigón.

Ella suelta un jadeo audible al pensar en lo que acaban de destruirle.

El tipo apoya las manos en la mesa, con las palmas hacia abajo, y acerca su cara a la de ella.

—Es hora de que entiendas que tu vida, tal y como la conocías, se ha acabado.

Capítulo 1

—Señor, ¿está de broma? —preguntó Kim mientras buscaba cualquier rastro de humor en la expresión de su jefe.

Dentro de su cabeza, la pregunta había sido: «¿Ha estado fumando cristal?». Así que se sintió aliviada al instante de que su boca hubiera traducido semejante pensamiento hasta convertirlo en una pregunta más adecuada para su jefe, el inspector jefe de detectives Woodward.

Pero el alivio no duró mucho: en el rostro del hombre que tenía delante no había el menor indicio de diversión.

—No, Stone, no estoy bromeando —respondió.

Kim se sintió tentada de dejarse caer en la silla que él a veces le ofrecía y que ella rara vez aceptaba. Lo que acababa de escuchar justificaba sentarse.

Pero se obligó a permanecer de pie. Su última esperanza era haber oído mal.

—Estoy segura de que ha sido una broma, porque juraría que me acaba de decir que ha dado su consentimiento para que Tracy Frost pase un día con nosotros. Eso significaría, claro, que usted ha perdido el jui...

Él la cortó justo a tiempo.

—Se lo debemos, Stone —dijo.

Sí, lo sabía. Hacía solo un par de semanas, la reportera del Dudley Star los había ayudado a comunicarse con un asesino que tenía secuestrado a un niño de seis años. Kim estaba de acuerdo en que había que darle las gracias.

—Bien, le pagaré un café y la invitaré a comer. Y usted podría enviarle flores; pero, darle acceso total a nosotros un día entero, es nada menos que...

—No es sin restricciones. Debe permanecer contigo y Bryant en todo momento.

—Sí, eso ayudará. —Kim acababa de ver venirse abajo su astuto plan de sentarla junto a Stacey y que la viera llenar formularios de declaraciones policiales.

—Stone, ¿necesito recordarte que gracias a su cooperación se salvó la vida de un niño?

Kim trató de sofocar la irritación que ya la incomodaba en el vientre.

—Para ser justos, señor, creo que nosotros también tuvimos algo que ver.

—Pero ese es nuestro trabajo, no el suyo.

Buen punto, solo que Kim aún no había terminado.

—Pero imagine el artículo que es capaz de escribir. Podría dañar seriamente la imagen y la reputación de...

—Stone, solo podrá escribir lo que vea, así que confío en ti para que demuestres motivación, compasión y profesionalidad.

—¿Confía de verdad? —preguntó Kim, sorprendida. Tal vez debería enviar a Frost con Bryant y que se fueran solos.

—Y he acordado con su editor que nos permitirá leer cualquier artículo antes de que se publique.

Claro que sí. Ella tendría que haber adivinado que su jefe no iba a permitir que Frost tuviera el control absoluto de lo que se iba a imprimir. Al arrogarse el dominio de la situación, Woody despojaba a Kim de su último argumento.

Miró la pelota antiestrés que su jefe tenía a un lado de la alfombrilla del ratón. Él aún echaba mano de ella en presencia de Kim, pero ya no tan a menudo como antes.

Woody siguió su mirada.

—Cógela —dijo—. Será un día interesante.

—¿Por qué ha escogido...? Ah, espere, ya sé lo que está tramando.

—No tramo nada —dijo él, fingiendo ignorancia—. Es un día tranquilo. Ahora mismo, no tienes ningún caso importante, así que nos va bien a todos.

El sabor amargo de su boca seguía siendo difícil de tragar, pero ya no la ahogaba tanto.

La primera visita del día sería a la familia de Trisha Morley, una mujer de veintisiete años a quien su marido había asesinado hacía poco más de uno.

Nick Morley era un abogado que luchaba por los derechos humanos y ganaba casi todos los casos que aceptaba, lo que le había valido el apodo de Nick Midas. Y montar el caso contra ese enigmático hombre había sido bastante difícil, aunque en su casa habían aparecido partes del cuerpo de Trisha. Pero Morley tenía una imagen tan impecable, que, a pesar de las pruebas forenses, el juicio había terminado con el jurado dividido y se había declarado nulo.

Dado que volvería a los tribunales la semana siguiente, Kim quería tranquilizar a la familia, decirles que confiaban en obtener una sentencia condenatoria. Y deseaba que así fuera.

El hombre había contratado a una costosa empresa de relaciones públicas. Apenas pasaba un día sin que apareciera algún artículo en la prensa sensacionalista sobre la generosidad y el buen hacer de Nick Morley. Estaban aprovechando al máximo estar en la mira pública y, aunque no tenía por qué influir, lo estaba haciendo.

Ni la policía ni la familia de Trisha Morley tenían medios para competir con él; sin embargo, una pieza informativa en las noticias locales acerca del sufrimiento de la víctima y su familia tampoco iría mal. Kim lo supo con solo echar un vistazo a ese viejo y astuto zorro, cuya expresión no revelaba nada. Sin duda, el jefe había elegido bien el día.

—Vale, como usted quiera, pero no voy a ser amable con ella ni la dejaré sentarse delante.

Caminó hacia la puerta y, de pronto, dio media vuelta.

Volvió al escritorio y cogió la pelota antiestrés.

—Y apostaría su trasero a que voy a necesitar esto.

Capítulo 2

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bryant después de que Kim, ya de vuelta en la sala de escuadrón, compartiera con su equipo las buenas noticias.

—Llevar a una reportera de excursión.

—Pero ¿por qué esa reportera en concreto? —preguntó él, refiriéndose a Tracy Frost.

—Porque, al parecer, estamos en deuda con ella.

Bryant se lo pensó un segundo y terminó por asentir.

Vaya. A veces, Kim deseaba ser un poco más como él. Su compañero, sensato y pragmático, era capaz de adaptarse muy pronto a cualquier situación nueva. A ella aún le escocía por dentro que les hubieran endilgado a Tracy Frost.

—Y he captado esas miradas —dijo a los otros dos miembros del equipo. Tanto la ayudante de detective Stacey Wood como el sargento detective Penn conocían la espinosa relación entre la jefa y la reportera—. No sé por qué ponéis esa cara de suficiencia, vosotros dos os la vais a llevar a comer.

Eso, si llegaban a la hora de comer sin haberla matado. Estaba bastante segura de que, de darse el caso, tanto ella como Bryant necesitarían el descanso.

—No hay problema, jefa —dijo Stacey con la brillante sonrisa que llevaba pegada desde sus recientes nupcias.

Kim tenía la sensación de que, en ese momento, cualquier cosa que le dijese a Stacey le resbalaría. La idea le recordó una conversación que quería tener con ella hacía tiempo.

—Stace, más tarde, una vez que nos hayamos deshecho de Frost, recuérdame que tú y yo debemos tener una charla rapidita. —Una tenue nube negra pasó por delante de la oficial y su brillante horizonte—. No es nada malo —la tranquilizó de inmediato.

A pesar de que las habilidades de Stacey y su confianza en sí misma habían crecido a lo largo de los años, la ayudante de detective seguía preocupada por si había cometido algún error.

Un movimiento llamó la atención de Kim al otro lado de la ventana de la sala.

—Venga, Bryant, nos toca. —El Audi TT blanco de Frost acababa de estacionar en una plaza del aparcamiento de visitantes.

—Lo estoy deseando —dijo él, y cogió su abrigo del respaldo de la silla.

Ella cogió el suyo al pasar por delante del escritorio de reserva.

—¿Cómo vas a convencer a la familia de que esta vez vamos a lograr que lo condenen? —preguntó él mientras bajaban las escaleras.

—Te lo haré saber cuando tenga las palabras en la boca —respondió ella con sinceridad.

—Después de haber leído uno de los últimos artículos, hasta mi señora me ha dicho que le cuesta trabajo creer que lo hiciera.

—Alegrémonos, pues, de que tu señora no esté en el jurado la semana que viene.

Y ese era el problema. Jenny Bryant era una de las personas más objetivas y decentes con las que Kim se había cruzado nunca. Si hasta ella dudaba de la culpabilidad de ese hombre, las cosas no auguraban nada bueno para el juicio que se avecinaba.

Cruzó la puerta principal de la comisaría con decisión: resolvería los problemas de uno en uno.

En ese instante, Frost, que los esperaba justo al lado de la señal de «Prohibido fumar», arrojó al suelo su cigarrillo a medias y lo pisoteó.

—Anda, inspectora, creía que me harías esperar más tiempo. —Se alisó el traje pantalón azul marino.

«Sí, de diez a quince años, si dependiera de mí», pensó Kim.

—Frost, antes de empezar, debes saber que...

—... no estás de acuerdo con esto, que tengo que hacer lo que tú me digas y que no debo estorbar en ningún momento.

—Sí, y hay más. No mires a la gente, no hables con ellos ni garabatees ruidosamente en tu libretita. No comas ni bebas en el coche de Bryant. No me molestes...

—Así que, para resumir: debo fingir que no estoy aquí.

—Exacto. Y solo tengo una regla más: no tienes permitido hablar. Nunca, en absoluto —dijo Kim.

De camino al Astra Estate de Bryant, Frost venía trastabillando detrás.

—Ya, eso no va a pasar.

Él abrió la puerta del conductor y Kim le habló por encima del techo.

—Merecía la pena intentarlo.

Al meterse en el asiento trasero, el tacón de aguja de diez centímetros de Frost se quedó atrapado entre dos baldosas de pavimento.

—Frost, ¿por qué demonios...? Bah, déjalo —dijo Kim, y cerró su puerta.

Acababa de recordar que Frost tenía una pierna más corta que la otra, por lo que había sido acosada sin piedad en sus tiempos del colegio. Ahora, la gente pensaba que su andar antinatural se debía a los tacones altos. Y esa era la idea.

La reportera se desplazó hasta el centro del asiento trasero para ver por en medio de los dos detectives.

Un chirrido agudo sonó a sus espaldas.

—¿Qué co...?

—Un juguete de perro —respondió Bryant—. Déjalo en el suelo —la aconsejó. Luego miró a su jefa y se encogió de hombros—. No sabía que íbamos a tener compañía.

Kim soltó un largo suspiro. Iba a ser un día terriblemente largo.

—Esto me recuerda a una de las películas de Arma letal —comentó Frost de buen humor—. Solo necesito saber si soy Riggs o Murtaugh.

—Joe Pesci —respondieron Kim y Bryant a la vez.

—Ah, bonito coordinación, ¿eh? —añadió la reportera mientras se ponía el cinturón de seguridad.

Bryant arrancó el coche y enfiló la salida del aparcamiento.

Frost rebuscó en su bolso Hermès.

—Será mejor ir entrando en materia —dijo—. Voy a necesitar...

Kim se volvió hacia su colega.

—Bryant —dijo—, ¿has escuchado a Frost intentar decirnos cómo va a funcionar esto? —No se molestó en esperar una respuesta antes de medio girarse en su asiento.

«Mira, lo que tú necesites es poco... En realidad, no tiene ninguna importancia para nosotros. Nuestras instrucciones son dejarte acompañarnos durante no más de ocho horas, excluyendo el almuerzo y las pausas para el café. Dejémoslo entonces en seis, porque hoy me siento generosa. Durante esas seis horas, serás los tres monos sabios: no verás, no oirás y no hablarás. Lo último será un reto para ti, pero tendrás que aguantarte, florecilla. Si por un segundo obstruyes, interfieres o impides cualquiera de nuestras actuaciones, será un placer sacarte volando de este coche y dejarte a un lado del camino. Si dices algo que moleste, irrite...

—Me aburres con tu discursito sobre las reglas, Stone. Así que dime adónde vamos primero.

Kim se sacó del bolsillo la pelota antiestrés y le dio un rápido apretón.

Le resultaba irritante tener que responder a cualquier pregunta de Frost. En un día normal, se habría permitido el lujo de insultarla y marcharse.

Bryant, que veía a su jefa enfadada, respondió a la reportera.

—Vamos a ver a la familia de Trisha Morley.

—¿La esposa de Nick Morley, cuyo nuevo juicio comienza la próxima semana?

—A esa.

—¿Para qué? —preguntó Frost.

Kim volvió a estrujar la pelota.

—Queremos decirle a la familia que estamos haciendo lo posible por conseguir que condenen a Nick por el asesinato de Trisha.

—Sí, lo entiendo, dada la cobertura de la prensa. Con la campaña que ese hombre ha estado haciendo, deben de estar esperando que lo canonicen en vez de sentenciarlo a una pena de cárcel. Pero ¿por qué vosotros? El caso no era vuestro.

—Hay motivos —dijo Kim.

—¿Cuáles? —insistió.

—No es asunto suyo.

Frost empezó a garabatear en su cuaderno.

—De acuerdo —dijo.

Eso puso nerviosa a Kim. Aún no le habían dado nada, así que se giró en su asiento y fulminó a su pasajera con la mirada.

—¿Qué has escrito?

Frost la miró a los ojos.

—Mira, cuando acabe el día, tendré que escribir un artículo. Y, aunque te parezca raro, mi editor espera que lo haga, así que, si no vas a compartir nada conmigo, tendré que inventarme alguna mierda.

Kim sintió que un gruñido empezaba a tomar forma en su garganta, pero lo reprimió.

—Vale. La familia no tiene mucha fe en el equipo de Brierley Hill, pero eso no lo puedes publicar.

—¿Por qué no confían en ellos? ¿Porque, a pesar de las pruebas, el equipo no logró que lo condenaran la primera vez?

Kim lanzó una mirada a Bryant.

—Eso tendrías que preguntárselo a ellos.

Sí, esa era exactamente la razón, pero Kim no se lo iba a confirmar. Todo el caso de Trisha Morley había sido un fiasco de principio a fin. La inspectora se alegraba de que su escuadrón no hubiera participado. Lo que hoy se proponían hacer era un favor a Brierley Hill y al equipo de comunicación. De viva voz, la hermana de Trisha había revelado todos los errores.

De repente, Frost soltó una carcajada.

—Ja, la inspectora detective Stone siendo enviada a un ejercicio de relaciones públicas. Dios, solo con esto podría redactar los artículos de, al menos, una semana.

Kim vio cómo sus nudillos se ponían blancos en torno a la pelota antiestrés. Al mismo tiempo, en la mandíbula de Bryant saltó un músculo.

Él le dirigió una mirada y entablaron una conversación silenciosa.

«¿Esto va a ser así todo el día?», pensó Kim.

«Más o menos», respondió la mente de Bryant.

«¿Me das permiso para matarla?», pensó Kim.

«Todavía no, tal vez más tarde», contestó Bryant por telepatía.

Kim clavó la mirada al frente. Reprimió el enfado que le provocaba la presencia de esa mujer y supo que su compañero intentaba hacer lo mismo.

—Vale, ¿así que...?

—Frost, cierra la puta boca —dijeron los dos a la vez.

Capítulo 3

Bryant se detuvo ante la modesta casa en la que Trisha Morley había crecido. Kim aún sopesaba la idea de que le hubieran cargado aquel ejercicio de relaciones públicas. Por una vez, era capaz de entender el regocijo de la reportera.

—Esto está muy lejos de Romsley —observó Frost, que se hacía eco de todos sus pensamientos.

Se sabía que la casa que Trisha había compartido con su marido en St Kenelms Road, en la zona más rica de Halesowen, valía más de un millón de libras.

Se sabía también que todo el dinero lo había puesto Nick Morley.

En cuanto a estilo de vida, Trisha había saltado de un extremo a otro. Ahora, los detectives estaban delante de una deteriorada vivienda adosada, a unos cuatrocientos metros del castillo de Dudley.

Kim supuso que quien les había abierto la puerta era la hermana mayor de Trisha.

Extendió la mano.

—¿Penny Colgan? —preguntó.

Penny asintió. Antes de mirar a los demás, estrechó por un instante la mano de Kim.

—Mi colega, el sargento detective Bryant, y Tracy Frost, del Dudley...

—Esa no entra.

Kim estuvo tentada de darle la razón, pero, por una vez, se sintió obligada a defenderla; entre otras cosas, porque sabía lo que Woody esperaba de la presencia de Frost allí.

—Está aquí por nosotros, no por usted. Que yo sepa, no ha escrito nada positivo sobre Nick Morley.

Frost negó con la cabeza.

—Nunca.

Penny dudó y se hizo a un lado para dejarlos entrar.

—Mamá se está preparando para salir —dijo Penny en cuanto cerró la puerta.

Los tres intentaron moverse por una minúscula habitación llena de juguetes.

—¿Cómo está? —preguntó Kim.

Penny iba recogiendo todo lo que podía para amontonarlo en un rincón.

—Lo siento. —Se sentó en el suelo mientras los otros tres se sentaban en un sofá con forma de ele.

Según Kim tenía entendido, cuando Trisha había desaparecido por primera vez, Penny había abandonado su estudio de protección oficial para volver a vivir con su madre. El padre de las hermanas había fallecido poco después de que Trisha se casara con Morley.

—¿Asistirá al nuevo juicio?

—No —dijo Penny—. No podemos volver a pasar por eso. Estuvo a punto de destrozarla la primera vez. —Levantó los ojos hacia las tablas del techo, que parecieron crujir en el momento oportuno—. Ha encontrado una especie de rutina que la ayuda a pasar el día. Juega con Riley, va al parque casi todas las mañanas, se preocupa por mí... Y Dios no quiera que el jurado...

Cerró la boca en cuanto su madre entró en la habitación.

—Ah, hola...

Kim se puso de pie.

—Señora Colgan, somos...

—Policías. Sí, ya lo veo —dijo, aunque su mirada se detuvo en Frost.

—Ella no importa —dijo Kim, incapaz de prever cómo sonarían esas palabras fuera de su cabeza.

Laura Colgan se encogió de hombros, como si de verdad nada de aquello tuviera importancia. Cogió su chaqueta.

—Señora Colgan, ¿podemos molestarla unos minutos?

Laura negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no. —Se puso un pañuelo entorno al cuello—. Nada de lo que usted diga podría ayudarme. Tengo que salir.

La mujer no quería quedarse y a Kim no se le ocurría ninguna razón para intentar convencerla de lo contrario.

—Lo siento —dijo Penny cuando su madre ya había salido de la casa—, pero ya no confía en ninguno de ustedes. Se está preparando para que ese cabrón salga libre en unos días, y no hay nada que nosotros, como familia, podamos hacer al respecto.

Kim captó la insinuación de que otras personas podrían haber hecho más.

—Confiamos plenamente en que...

Penny levantó la mano.

—Por favor —dijo—, no prometa lo que no pueda cumplir. Nadie es capaz de predecir lo que hará el jurado. Ojalá la hubieran conocido. Ojalá todos la hubieran conocido. La han reducido a una estadística, a una víctima de violencia doméstica, a una niña de cartel para que todos los bienhechores la agiten como ejemplo de lo que te puede ocurrir si no sales de una relación abusiva. Todo el mundo habla del caparazón en que se convirtió; pero ese tipo hizo de ella un saco de boxeo, y Trisha era mucho más. —Mientras Kim guardaba silencio, Penny miró la foto colgada sobre la chimenea.

«Mírela —dijo—, era hermosa, intensa, vital.

Kim no tenía respuesta. Era una fotografía posada de las dos, con una Trisha de poco menos de veinte años

Había un evidente parecido entre las hermanas; pero era como si los dioses se hubieran tomado más tiempo en moldear los rasgos de la cara de Trisha. Los labios eran un poco más carnosos; los ojos azules, más brillantes, y los pómulos, más altos, apenas. Diferencias sutiles que causaban un gran impacto.

—A nadie le importa que detestara la comida muy condimentada ni que insistiera en poner el vinagre antes que la sal en las patatas fritas, porque, según explicaba, tenía más sentido desde un punto de vista químico.

Kim se contentó con escucharla, pues no tenía ni idea de qué más hacer por esa familia. Había ido a tranquilizarlas, pero no querían escucharla. Era como si ya se hubieran resignado al peor resultado posible. En parte, se preguntaba si, al intentar que cambiaran de opinión, no les estaría haciendo algún flaco favor, puesto que tenían razón en que ella no podía garantizarles un veredicto condenatorio. Ojalá fuera así.

—De acuerdo, señora Colgan, no la molestaremos más. —Kim se puso de pie—. Pero, si necesita algo, llámenos. —Entregó a la mujer una tarjeta que sacó del bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la salida principal.

Frost recogió sus pertenencias y dio el pésame antes de que la puerta se cerrara tras ellos.

—Bueno, esto ha sido una pérdida de tiempo, ¿no? —resopló mientras esperaba a que Bryant abriera las puertas del coche.

—Ya te lo he dicho, Frost, hoy no te vamos a dar ningún titular importante.

—Sí, no sería noticia de portada que tus dotes de percepción ahí dentro no hayan sido las mejores.

Kim cogió la bola de estrés.

—¿De qué demonios estás hablando? —estalló—. Tú misma has visto cómo se sentían las dos. No había nada más que pudiéramos hacer para ayudarlas.

—Sí lo había, pero tú no lo has visto. Penny Colgan solo quería hablar de su hermana. Para ella misma y para ti, quería recordar la persona que había sido Trisha. Quería que conocieras a la mujer, no a la víctima.

Bryant no comentó nada. Era su forma tácita de decir que estaba de acuerdo con Frost. Kim había precipitado su salida porque pensaba que se estaban metiendo a la fuerza en el dolor de otros y que, para esas personas, tenerlos allí no era una experiencia positiva.

—Estás soltando mierda, Frost —se quejó. No sabía qué más decir.

—Te lo juro, Stone. A veces, tus ingeniosas réplicas...

Calló cuando el teléfono de Kim empezó a sonar.

«Mierda, ahora no, Keats», pensó en cuanto leyó el nombre en la pantalla.

Abrió la puerta del coche y volvió a salir.

—Stone —respondió.

—Hayes T-Trading Estate, en Lye —dijo el médico forense, y colgó.

Ella se quedó mirando el teléfono, estupefacta. Ya no era que Keats ni siquiera la hubiera saludado, ni sido sus bruscas maneras ni la estuviera citando en un lugar. Estaba muy acostumbrada a todo eso.

Lo que nunca había notado antes era el temblor que acababa de oír en su voz.

Capítulo 4

De vuelta al coche, Kim no mencionó la llamada.

—Hayes Lane, en Lye —indicó a su colega mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.

Ya se había dado cuenta de que, si llevaban a Frost a la comisaría, donde estaba aparcado su coche, perderían un tiempo valioso. Tampoco podía hacer valer su amenaza de dejarla tirada en el arcén; no con esos malditos tacones. Pero en la voz de Keats había algo que ella nunca había oído. ¿Con qué demonios se iban a encontrar?

Frost interrumpió sus pensamientos.

—¿Qué dicen tus famosos instintos, Stone?

Por una fracción de segundo, Kim pensó que la reportera le preguntaba hacia dónde se dirigían. Espabiló para volver con la mente al lugar del que acababan de salir.

Sin embargo, cuando estaba a punto de abrir la boca para decir algo, recordó quién le hacía la pregunta.

—Creo que nuestro sistema de justicia...

—No me jodas, Stone. Ni siquiera tengo a mano el bloc de notas. Te estoy haciendo una pregunta muy simple. Por una vez, solo una vez, me gustaría tener una conversación normal contigo.

—Bueno, cuando te retires, llámame y...

Captó la sutil mirada de reojo de Bryant y cerró la boca. Entendió el mensaje. Quizás su colega tenía razón.

—Vale. Mi instinto no está tan seguro, como yo quisiera, de que lograremos una condena —admitió—. Y eso se queda en este coche.

—Te has explayado, ¿eh? Créeme, no sería un titular con potencial para vender periódicos. ¿Por qué dudas, entonces?

Kim fijó la mirada al frente. De ninguna manera iba a responder a eso.

Al cabo de unos segundos, Frost gimió.

—Maldita sea, Stone, tienes serios problemas de confianza. Y, vale, yo también estoy preocupada, y me alegra decirte por qué.

—Hazlo, por favor —dijo Kim, aunque deseaba que Bryant pudiera viajar hasta Keats a vuelo de pájaro y llegar antes.

—Vale, la cínica que hay en mí se pregunta qué será diferente esta vez. De hecho, creo que la Fiscalía de la Corona se enfrenta a un reto aún mayor en este segundo intento.

—Continúa. —Frost aún no había dicho nada con lo que ella no estuviera de acuerdo.

—Bueno, Nick Morley no hizo nada antes de su primer juicio. Ese cabrón arrogante pensó que iba a salirse con la suya, sin más. Y estuvo a punto de conseguirlo gracias a la percepción que el jurado tenía de él. En el tiempo transcurrido desde entonces, ha sacado el máximo provecho de su imagen. Ha seguido explotando lo mismo que causó la anulación del primer juicio. Se ha esforzado, pero no hay nuevas pruebas, así que creo que la balanza se inclina aún más a su favor.

Y esa era, tal cual, la razón por la que Kim no estaba convencida del resultado.

Bryan giró el coche hacia la zona comercial.

—¿Adónde demonios vamos? —preguntó Frost.

En la parte más alta de había una única vía que la atravesaba en línea recta, de la que partían calles secundarias. No había actividad en el punto más alto, así que Bryant siguió conduciendo con lentitud. Los dos detectives miraban a izquierda y derecha entre carteles destrozados. Muchos de los negocios que anunciaban ya no existían. En algún momento, la pequeña ciudad de Lye había sido un próspero centro de pequeños comercios y tiendas locales. Sin embargo, las continuas recesiones la habían golpeado, negocio tras negocio, hasta que los comerciantes propietarios se vieron obligados a cerrar.

A su alrededor, el número de comercios menguaba.

—No sabía que esta calle llegaba tan abajo —observó Kim.

Bryant tomó una suave curva que los llevó a perder de vista el resto de los comercios.

—Ahí —dijo Kim.

La furgoneta de Keats, entre dos coches patrulla, estaba a la entrada de lo que había sido un almacén mayorista de cortacéspedes. La propiedad ocupaba una superficie equivalente a dos campos de fútbol y se encontraba a cuatrocientos metros de su vecino más cercano.

—¿Vamos a una escena criminal? —preguntó Frost con entusiasmo.

—Nosotros, sí; tú, no —dijo Kim—. Aparca aquí, Bryant. —Quería poner la mayor distancia física posible entre la reportera y un asunto que no le concernía. Se giró en su asiento—. Frost, quédate en el coche. Y lo digo en serio. No te atrevas a moverte o te juro que...

—Vale, vale, deja de hacerme la maldita puñeta. La Virgen, qué mala...

Kim salió del vehículo sin escuchar el resto. Bryant la siguió.

—¿Hay manera de encerrarla? —preguntó Kim mientras se alejaban.

—Jefa, la cosa es que hasta a los perros hay que dejarles una ventana abierta.

No tuvo tiempo de discutir, porque se cruzó con dos agentes que flanqueaban a un hombre de mediana edad que apestaba a vómito. A ellos también se los veía un poco verdes.

Bryant le ofreció unas zapatillas protectoras.

—Toma, jefa.

Kim se las puso y atravesó enseguida una puerta de persiana cuya vista había quedado oculta tras los vehículos.

Al contemplar la escena, sus pies dejaron de moverse. De su boca no salieron más que cuatro palabras:

—¿Qué coño es esto?

Capítulo 5

Kim se esforzó por encontrarle sentido a lo que tenía delante: un hombre de edad indeterminada estaba esposado de pies y manos a una jaula con ruedas como las que se usaban en los almacenes para el transporte de suministros. Estaba desnudo. Con los brazos y las piernas bien abiertos, parecía formar una grotesca estrella.

Cada centímetro de piel que había al descubierto estaba quemada y ampollada con llagas blancas que iban desde el tamaño de una uña hasta el de una pelota de golf. En algunas zonas, las ampollas habían reventado hasta dejar al descubierto tramos de piel enrojecida.

Se volvió hacia Keats para apartar la mirada de aquella horrible escena.

Tres cubos metálicos, que formaban un triángulo, estaban ardiendo. El intenso calor había teñido de marrón la superficie externa de los recipientes. Las tapas estaban puestas de tal forma que permitían el paso del humo y ralentizaban su salida.

Kim pasó la mirada por aquel vasto espacio. Se preguntaba cuánto tiempo habría tardado en llenarse de humo.

Abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Sí, no tengo palabras —observó Keats—. Lo cual es toda una novedad para mí y, me imagino, que algo aún más raro para ti, inspectora.

Ella pasó por alto la pulla, contenta de que la voz del médico forense hubiera vuelto a la normalidad.

Volvió a echar un buen vistazo. El lugar estaba vacío, salvo por la incongruente escena que tenía ante los ojos y una única silla de metal, a seis metros de distancia.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

—Este hombre ha sido torturado lenta y horriblemente —declaró Keats.

—No me digas, Keats.

Eso lo sabía. Ya se había dado cuenta.

Con el rostro, Bryant señaló la entrada.

—Jefa, ¿me permites...? —preguntó.

Sin esperar una respuesta, salió a ver al tipo que había sentado en el suelo. No lo culpaba. De haber podido salir, también lo habría hecho.

La mayoría de las escenas criminales se quedaban en la memoria de los policías. Algunas permanecían en un primer plano de la mente consciente y eran más difíciles de archivar. Kim conocía a muchos agentes que habían recurrido al alcohol o a las drogas en un intento de adormecer el horror y encontrar alivio ante ciertas imágenes. Pero algunas escenas permanecían con uno hasta la muerte, sin importar lo que usara para intentar borrarlas. Y esta, sin duda, sería una de esas.

A paso lento, rodeó el cuerpo. Estaba atado a la jaula de acero con cuatro juegos de esposas: una en cada muñeca, una en cada tobillo. Tenía las extremidades lo más extendidas posible.

Con solo entrar en el almacén, Kim ya había sentido el azote del hedor a carne carbonizada. El olor acre se mezclaba con el persistente aroma del humo y la suciedad cenicienta de los contenedores.

Toda la piel visible de la víctima era rojo fuego o ampollas. Sin embargo, Kim notó que el pelo estaba intacto. Recordaba haber leído en alguna parte que el cabello no sufría cambios físicos hasta que la radiación térmica superaba los doscientos cuarenta grados Celsius.

Señaló la jaula.

—¿Puedo? —preguntó.

Keats le entregó un par de guantes de látex.

Ella movió el carro con un impulso suave.

—Dios —exclamó. Qué fácil era empujarlo, incluso con el peso muerto de un varón de tamaño medio a bordo.

Era obvio que a ese hombre lo habían esposado a la jaula para moverlo con facilidad e irlo girando hacia el calor de manera intermitente. Ninguno de los tres contenedores encendidos se había movido de su lugar. Había sido la víctima a quien habían hecho girar alrededor.

Pero, para Kim, el horror más grande era la silla. El hijo de puta que había hecho aquello se había tomado la molestia de llevar una silla para contemplar el espectáculo, como si fuera una barbacoa y esperara a que se cocinara el filete.

—Enfermizo, es absolutamente enfermizo —soltó mientras recorría de nuevo las inmediaciones.

—¿Quieres un poco? —Keats le ofreció Vicks VapoRub para que se lo pusiera debajo de la nariz.

—¿No piensas volver a ducharte? —le preguntó, rechazándolo con un ademán.

No quería refugiarse de esa fetidez. Tenía que llevarse consigo esa característica de la escena criminal. La ayudaría a formarse una imagen completa, una que le recordaría lo que había ocurrido allí. Y también fijaría en su mente qué clase de persona buscaba.

Keats leyó sus pensamientos.

—¿Algún psicópata?

—Tiene que serlo —reconoció ella—. Ninguna persona capaz de experimentar sentimiento alguno podría hacer algo así.

—Como tú comprenderás —replicó él, por cobrarse el comentario de la ducha.

—Sobre todo, si tú fueras el que estuviera ahí colgado —respondió ella.

En ese momento, Bryant entró y se puso al lado de su jefa.

—Sí, esto ha sido tan terrible como pensaba —dijo, y lanzó una rápida mirada a la víctima, como si, en su breve ausencia, la escena hubiera cambiado. Se refería al tipo que habían visto sentado en la entrada—: Seamus O’Halloran, escocés... Solo bromeaba. Es irlandés. Lleva aquí diecisiete años. El hombre creía que los portales de nuestras tiendas eran mejores que los de Belfast. Se topó con el cuerpo mientras atajaba a través de la zona comercial para llegar a Cradley Heath.

—Pero ¿qué lo ha hecho...? Ay, no; no me lo digas —pidió, y contuvo un gemido.

Bryant asintió.

—Lo siento, jefa. El tipo entró aquí porque pensó que algo olía bien.

El gemido terminó por escapar. Kim se preguntó si el pobre hombre de la jaula rodante podría sufrir más humillaciones.

—Gracias, Bryant. Entonces, Keats, ¿de cuánto tiempo hablamos?

—Diría que unas doce horas, pero sabré más cuando me lo haya llevado a casa.

Kim se dio la vuelta para marcharse, pero sintió que había metido la pata. Se volvió hacia el médico forense.

—¿Hay algo más que deba saber?

—Bueno, su nombre y dirección, creo.

La detective soltó un sonoro suspiro. Como no había ropa, había supuesto que las pertenencias de la víctima habían desaparecido.

Extendió la mano.

El médico se sacó del bolsillo una bolsa de pruebas y se la tendió.

Ella cogió el móvil y sacó una foto del permiso de conducir.

La víctima se llamaba Keith Phipps y tenía treinta y ocho años. La foto del permiso de conducir guardaba muy poco parecido con la cara chamuscada que tenían delante.

Le devolvió la bolsa.

—Keats, te juro...

El alarido de una de mujer, seguido del estruendo de un golpe, llenó el espacio.

«Oh, no», pensó Kim, y corrió hacia la entrada. Se había olvidado de un pequeño detalle.

La puñetera Tracy Frost.

Capítulo 6

—¿Estás segura de que te pondrás bien? —le preguntó Kim a la reportera cuando estaban entrando en el aparcamiento de la comisaría de Halesowen. Habían hecho todo el viaje en silencio.

Al mirar el bulto en el suelo del almacén, a Kim se le esfumó la rabia que, al principio, esa mujer le había provocado por desafiar sus órdenes en la escena del crimen. Segundos antes de desmayarse, Frost había perdido el color.

Los dos agentes a quienes había conseguido burlar la ayudaron a sentarse contra la pared del almacén. Poco después, en cuanto abrió los ojos, se encontró con una Kim que se erguía sobre ella con los brazos cruzados. La confusión se le quedó marcada en las facciones hasta que su cerebro reprodujo la escena que acababa de presenciar. Se giró hacia un lado y vomitó.

El caballeroso Bryant le había tendido un pañuelo y le había dicho que se lo quedara. Después de que Frost se hubiera limpiado la boca, Kim le preguntó:

—¿No has sido capaz de imaginar que, si te he pedido que te quedaras en el coche, era por tu propio bien?

—No —había respondido Frost, convencida.

Kim giró en su asiento.

—Y ahora tenemos que dejarte aquí, ¿lo entiendes? —preguntó.

—Sí, lo entiendo.

Kim juraría haber oído cierto tono de alivio en esa voz.

—Y sabes que no puedes...

—Stone, escribir sobre ese tema significaría recordarlo, y pienso tratar de quitarme esa imagen de la cabeza cuanto antes.

La pizca de color que había recuperado pareció desvanecerse con solo volver a pensar en ello.

—¿Estarás bien? —volvió a preguntarle Kim. Se sentía un poco culpable por la expresión de pánico que aún se reflejaba en el rostro de la reportera.

—Sí, estoy bien. Gracias, chicos, ha sido una pasada —dijo, y se bajó del coche.

La vieron llegar hasta al Audi, cojeando, con el enorme bolso colgado del hombro. Kim ya le había explicado que no les quedaba más remedio que seguir adelante sin ella. Y Frost no les había puesto ninguna objeción.

La detective había esperado más resistencia y previsto que la reportera intentaría meterse a la fuerza en una investigación activa de asesinato, pero ahora tenía la sensación de que la mente de esa mujer ya estaba en otra parte.

Salió del coche y se dirigió a la comisaría.

Tracy Frost ya no era importante.

Había un psicópata al que encontrar.

Capítulo 7

Ya en la seguridad de su propio espacio, Frost respiró hondo unas cuantas veces. El cuerpo ya la había traicionado en otras ocasiones, y lo maldijo.

Había salido del coche siguiendo su instinto natural de enterarse de todo. ¿Cuántos periodistas habían podido asistir en primera fila a una escena criminal fresca y jugosa? Era una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla. Pero ella había esperado ver un cuerpo tendido en el suelo, casi oculto detrás de la gente; una prenda de vestir o el color del pelo, o tal vez una herida mortal, como una puñalada. No encontrarse con un hombre desnudo, atado a una jaula rodante y con la mayor parte del cuerpo quemada.

Y, mientras ante sus ojos aparecían destellos, había visto a la inspectora detective Stone de pie, junto al cadáver, estudiándolo, analizándolo, considerándolo una pista. ¿Cómo demonios hacía aquello?

Sí, la visión había sido sobrecogedora, pero era su propia reacción la que la había sorprendido. Siempre se había imaginado a los agentes de policía acudiendo a las escenas del crimen y observando los cadáveres con frialdad desde el primer instante, del mismo modo en que uno observa un plato de bollería antes de elegir. Tenía asumido que la escena no le provocaría reacciones emocionales, ninguna, que era solo parte del trabajo. Pero ¿cómo se preparaba uno para un espectáculo así? ¿Cómo podía alguien estar mentalmente preparado para absorber y procesar una escena como aquella?

Sacó su cuaderno y empezó a anotar pensamientos. Sabía que Stone estaba extrañada de que no le hubiera hecho más preguntas sobre el asesinato ni la víctima, pero, la verdad, no quería hacer nada que fijara esa imagen en su mente. Por muy jugoso que fuera, Fitz tendría que pasárselo a otro.

No podía escribir una historia sobre lo que había visto. Sin embargo, por su cabeza rondaban otros pensamientos de esa mañana. Los agentes de policía rara vez tenían una idea clara de lo que iban a encontrarse en la escena de un crimen. No tenían ni idea del horror que los esperaba. ¿Cómo se entrenaba uno para eso? ¿Y si les afectaba de más? ¿Y si se sentían abrumados por la visión hasta quedarse incapacitados? Por otra parte, si no pudieran hacer su trabajo, ¿qué diría eso de ellos como individuos?

De vuelta en el coche, Stone se había mostrado distante y reservada. Durante años, Frost había creído que esa mujer tenía un solo gesto, pero ahora se daba cuenta de que, según la situación, el ceño fruncido podía expresar diferentes matices y variaciones emocionales.

Que las dos se llevaban mal no era ningún secreto, a pesar de que, juntas, habían tenido un escarceo con la muerte un par de años antes. Sin embargo, Tracy Frost prefería pensar que entre las dos había un respeto mínimo. Y era consciente de que, a veces, hacía poco por ganarse ese respeto desde su puesto actual en el Dudley Star.

No sentía más que admiración por los verdaderos periodistas, aquellos que iban a pie a países asolados por la guerra, los que informaban sobre situaciones de vida o muerte, los que se ponían en peligro frente a grupos rebeldes o ante gobiernos corruptos o herméticos con tal de que la noticia llegase a la gente. Esas personas informaban sobre hambrunas y genocidios, sobre la difícil situación de los refugiados y los niños hambrientos y moribundos, y ella sabía que estaban hechos de una pasta mucho más dura que la suya.

Hacía un par de años, tras cierto caso muy sonado que ella había cubierto en las Midlans, un diario del este de Londres había contratado sus servicios. Y Frost les había durado poco más de dos meses.

Al principio, la entusiasmaron la gran ciudad y sus alrededores, pero no había tardado en ver el lado oscuro: las drogas, los sintecho, la pobreza detrás de las llamativas luces.

La crisis se produjo cuando su jefe insistió en que hiciera un reportaje sobre una madre negligente de Hackney, una mujer que había provocado una sobredosis de heroína a una niña de quince años. Frost había echado mano de todos los trucos posibles para conseguir una entrevista. Sin embargo, en lugar de una madre negligente, se había encontrado con una mujer que había perdido la perspectiva mientras trataba de conservar dos empleos, puesto que el casero le había aumentado un setenta por ciento el alquiler de la vivienda en un barrio marginal. Esa era la historia que ella había querido publicar, pero el editor se había negado. Había insistido en que el artículo se concentrara en la negligencia.

Ese día, Tracy Frost recordó que, si bien era despiadada, no lo era hasta ese extremo.

Por suerte para ella, el director del Dudley Star no había cubierto su puesto y estuvo dispuesto a admitirla de nuevo. Ahora sabía que no era cierto que la hierba fuera más verde en el otro prado, sino que a veces no era hierba de verdad.

Arrancó el coche y volvió a inspirar hondo.

Esa mañana tan llena de acontecimientos había visto algo que se quedaría grabado en su memoria para siempre y, sin embargo, mientras daba marcha atrás para salir del aparcamiento y alejarse de allí, ese no era el pensamiento que invadía su cabeza.

Capítulo 8

Cuando Kim fue a servirse un café recién hecho, se dio cuenta de lo mucho que Frost había tardado en marcharse. Estaba sorprendida. Quizá la experiencia había afectado a la reportera más de lo que había pensado; o estaba tomando notas para no olvidar ningún detalle. Nada de eso cambiaba las cosas. Woody nunca dejaría pasar un artículo sobre el suceso, fuera cual fuera el tipo de texto que Frost eligiera escribir.

Se volvió hacia el equipo y levantó su taza.

—Gracias a quien lo haya preparado —dijo.

Penn levantó una mano para atribuirse el mérito.

Estupendo. Stacey no bebía té ni café, así que sus intentos no conseguían los mejores resultados.

Bryant ya había informado al equipo, minutos antes, mientras ella ponía al día a Woody. Y, durante la conversación con su jefe, aparte de la noticia del crimen, él le había preguntado si ya había hecho «aquello». Woody sabía muy bien que Kim trataría de escudarse en la investigación de asesinato para aplazarlo todo un poco más, pero no estaba dispuesto a dejarla salirse con la suya. Al final, ella había afirmado que abordaría «aquello» en unos minutos.

—Bien, la autopsia es a las tres. —Penn levantó la cabeza, expectante. Kim asintió—. Sí, es tuya, pero prepárate: será dura.

—No hay problema.

Stacey sacudió la cabeza.

—Penn, eres un bicho raro.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó él con una sonrisa reluciente.

—Que te pongas los cascos sin sonido —respondió ella.

Penn bizqueó.

—¿Quién dice que no hay sonidos? —preguntó.

—Vale, basta ya —dijo Kim. Si los dejaba, esos dos seguirían gastándose bromas durante horas, y en ese momento no las podían malgastar.

El primer deber del equipo era dilucidar si el crimen estaba motivado por la víctima o por el asesino. ¿Dónde encontrar el hilo del que tendrían que tirar con las uñas para desenredarlo? ¿Mitch, el principal técnico forense, sería capaz de encontrar pruebas que los condujeran hasta el asesino? ¿La historia de la víctima los ayudaría a averiguar la identidad del criminal?

—En pocos minutos, Bryant y yo iremos al domicilio de la víctima. Mientras estemos fuera, quiero que encontréis toda la información posible sobre nuestra él y que comprobéis los circuitos cerrados de videovigilancia de la zona. Esto estaba bien preparado. El asesino tenía que conocer el lugar. No se trata de un edificio con el que uno se toparía por casualidad al pasear por el polígono. El asesino debe haber llegado en un vehículo de tamaño decente para poder transportar los contenedores, la jaula rodante, la silla y el combustible.

Stacey y Penn tomaban notas mientras ella hablaba. No necesitaba ser más específica. Sus colaboradores se repartirían el trabajo.

Pero, antes, había algo que no podía seguir posponiendo: «Aquello».

—Stace, tenemos que hablar. —Señaló el Tazón.

Café en mano, esperó a que la ayudante de detective entrara y cerró la puerta.

—Siéntate, Stace.

—Así estoy bien, jefa, pero me estás asustando.

—No has hecho nada malo. De hecho, es todo lo contrario; ahora, por favor, siéntate —le dijo, y fue al otro lado del escritorio.

La distribución le resultaba extraña. Se sentía más a gusto en la sala de la brigada, apoyada en el borde del escritorio de reserva.

Stacey se sentó.

—Woody y yo hemos hablado de tu rendimiento y él... Los dos creemos que estás lista para la siguiente etapa de tu carrera.

—Vale —dijo la ayudante, y juntó las manos.

—Es hora de que te presentes al examen de sargento.

Stacey la miró, sorprendida.

—Vale —repitió—. Es decir, si de verdad crees que estoy preparada.

—Estás lista —dijo Kim sin vacilar—. Has crecido tanto en confianza como en habilidad, y tu madurez siempre ha superado la propia de tu edad. Serás de gran valor para cualquier equipo.

—Gracias, jefa. De verdad, no sé qué decir. Agradezco la fe que has puesto en mí y daré un poco...

—Estupendo. Deja todo en mis manos y empecemos con esto, ¿vale?

—Va-vale, jefa, gracias —Stacey se puso de pie.

Kim abrió sesión en su ordenador para iniciar el proceso.

Había tenido la suerte de presenciar cómo crecía la ayudante de detective; sin embargo, era hora de que las cosas cambiaran.

Capítulo 9

—Sé lo que acabáis de hacer —dijo Bryant cuando llegaron al coche.

—Buen trabajo, Sherlock —replicó ella—. Si esto de ser chófer te va mal, siempre puedes intentar...

—¿Te das cuenta de que, si ella llega a sargento, uno de nosotros tendrá que marcharse?

—Y más te vale que no sea yo quien elija —le soltó ella. Sabía que su compañero tenía razón, pero la elección no dependería de Kim. En un equipo de cuatro no podía haber tres sargentos detectives. Lo más probable era que Stacey fuera trasladada a otro grupo. Esa idea no la atraía en absoluto, pero la chica tenía demasiado potencial como para desaprovecharlo—. Es lo correcto, Bryant —dijo más para sí misma, que para nadie. Hizo una pausa y continuó—. Pasando a temas más triviales, qué gracioso que Frost se desmayara, ¿no crees? —preguntó con una sonrisa diabólica.

Habían decidido no mencionar ese detalle al resto del equipo. Por divertido que fuera, solo había servido para recordarles que Frost no era tan dura como quería hacerles creer. Miró por la ventanilla. El desmayo había sido la única parte trivial de semejante escena del crimen, pensó mientras Bryant conducía en silencio.

Había muchas cosas que tomar en cuenta en ese asesinato. La logística del crimen le decía que se trataba de un homicida bien organizado: había buscado el lugar propicio para torturar y matar a su antojo y había planeado con precisión cómo hacerlo. Había llevado el equipo necesario y se había sentado a observar. Y eso era lo que ella recordaba una y otra vez. Tenía que ser una de las escenas del crimen más horribles que hubiera presenciado. ¿Con qué clase de monstruo estaban lidiando?, ¿y por qué esa víctima? Pocos crímenes merecían semejante castigo.

—Creo que es aquí arriba. —Bryant salió de la carretera principal de Halesowen y entró por una calle lateral de Old Hill.