Seis sepulturas - Angela Marsons - E-Book

Seis sepulturas E-Book

Angela Marsons

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Un secreto. Cuatro cadáveres. Seis sepulturas. Cuando la detective Kim Stone llega a la escena de un incendio, se encuentra con los cadáveres de dos adolescentes y sus padres. Solo que esta tragedia no es lo que parece. Los cuatro cuerpos muestran heridas de bala y todos los indicios apuntan a que Helen Daynes, la madre, es quien ha disparado a su familia. En el pasado de Helen, hay un historial clínico de depresión. Pero ¿fue eso lo que la llevó a asesinar a sus seres queridos? Mientras analiza la escena del crimen, Kim descubre una pequeña pista de vital importancia que da un giro a la investigación. ¿Podría ser otra persona el asesino de la familia Daynes? Justo cuando Kim siente que está avanzando en el caso, un siniestro psicópata de su pasado la amenaza de muerte. Sin embargo, ella no está dispuesta a dejar la investigación y que el miedo domine su vida. Cuando averigua un impactante secreto que cambia todo lo que creía saber sobre Helen, se da cuenta de que los miembros restantes de la familia Daynes están en grave peligro. El monstruo que acecha a Kim está cada vez más cerca. Hay cuatro cadáveres. Cuatro sepulturas recién excavadas. ¿Quién será el próximo? ¿Podrá Kim encontrar al asesino y salvarse antes de que sea demasiado tarde? --- «¡Fantástica! Me encanta Kim, siempre me ha gustado y siempre me gustará. ¡Es impresionante, te pone el corazón a mil, apasiona, emociona! Te recomiendo que leas no solo este libro, sino la serie completa. Es fabulosa». Stardust Book Reviews «Lo he leído en una sola tarde. Este libro tenía todo lo que yo necesitaba y más: misterio, tensión, riesgo, un ritmo rápido y la cantidad perfecta de intriga. Hasta me sentí tentada a saltarme los capítulos finales con tal de asegurarme de que todo iría bien. Casi…». Jen Med's Book Reviews «Me ha enganchado desde el primer capítulo hasta el último. Con un elenco de personajes bien conocidos, el bienvenido regreso de uno de ellos y la inoportuna aparición de otro, Marsons se ha superado a sí misma». Liz Mistry «Esta es otra apasionante novela de suspense de Angela Marsons. La historia es tensa, nítida y emocionalmente profunda». InReview «Angela Marsons es, simple y llanamente, la reina de la novela negra. Cada libro es una obra maestra de la narrativa». Reseña en Goodreads

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Seitenzahl: 446

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Seis sepulturas

Seis sepulturas

Título original: Six Graves

© Angela Marsons, 2022. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1334-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

First published in Great Britain in 2022 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

De la serie de la detective Kim Stone:

Grito del silencio

Juegos del mal

Las niñas perdidas

Juegos letales

Hilos de sangre

Almas muertas

Los huesos rotos

Una verdad mortal

Promesa fatal

Recuerdos de muerte

Juego de niños

Mente que mata

Rivalidad letal

Red de mentiras

Robadas

Este libro está dedicado al señor Derek Church.

Este hombre maravilloso se puso en contacto conmigo en Facebook hace un tiempo y me dijo «Ponte manos a la obra con el próximo libro de Kim antes de que yo estire la pata».

A sus noventa y tres años, Derek afirma ser mi lector más veterano. Ahora se encarga de enviarme un chiste al día con la intención de prepararme para la jornada laboral.

Derek, ¡eres fabuloso!

Prólogo

Bryant apartó la mirada del hoyo en el suelo. No quería ni imaginar el ataúd descendiendo en la oscuridad.

Se encogió aún más dentro de su chaqueta. El frío viento soplaba alrededor del pequeño grupo en lo alto del cementerio de Powke Lane. El féretro ya estaba entrando en el coche fúnebre para su viaje final, colina arriba, hasta donde los otros aguardaban.

Bonito lugar. Eso era lo que la gente decía siempre en el punto más alto del cementerio. En ese lugar, donde enterraban a sus seres queridos, los dolientes se consolaban con la bonita vista. Bryant sospechaba que a los muertos les daba igual.

Con tal de no enfrentarse a lo que tenía delante, su mente divagaba con pensamientos intrascendentes.

¿Stacey estaría haciendo lo mismo? Eso quiso saber cuando ella clavó los ojos en él. Sus miradas se cruzaron un instante. Los dos se preguntaban cómo habían llegado a ese punto. Llevaban en el equipo desde el principio. A un cuarto miembro lo habían tenido que enterrar después de que, en un acto heroico, salvara la vida de un chico. Para Bryant no fue una sorpresa que los ojos de la ayudante de detective se llenaran de lágrimas antes de que el vínculo de sus miradas se rompiera. También estaba pensando en el difunto sargento detective Kevin Dawson.

No muy lejos se encontraba Alison Lowe, una criminóloga que había actuado como consultora en numerosos casos y que había formado un fuerte vínculo con Stacey. Sentía una silenciosa tranquilidad al mirar de reojo a su mejor amiga.

Entonces miró a Penn. Observó su estoica actitud. Era el miembro más nuevo del equipo, un hombre a quien Bryant consideraba frío y carente de emociones, con una pizca de extravagancia. Hacía poco que había llegado a conocerlo mejor y a comprenderlo mucho más. No era tan infalible como Bryant había pensado. Antes del funeral, había tenido que llevárselo aparte para asegurarle que no la había cagado en el caso más reciente.

Era lo que ella habría querido que hiciera.

A medio metro de Penn estaba Woody, el inspector Woodward, su jefe. Permanecía con los brazos a los lados, inmóviles, y la mirada fija delante. ¿Qué recuerdos estaría reviviendo ahora?, se preguntó Bryant.

Su mirada recorrió el resto del grupo. A la derecha de Woody estaba Keats, el médico forense local. Enseguida, la doctora A, una antropóloga forense macedonia que los había ayudado en muchos casos. Un poco más allá estaba Mitch, el principal técnico forense, presente en todas las escenas del crimen, y, a un metro de Mitch, Ted Morgan, un psicólogo infantil de más de setenta años que, como cualquiera de ellos, formaba parte de la familia.

Y eso era todo. Esas eran todas las personas que rodeaban la sepultura.

A Bryant le llamó la atención que cada uno estuviera apartado del resto. No había corrillos. Era como si se hubieran espaciado de manera uniforme alrededor de la tumba, constituyendo una barrera, una protección.

Hizo a un lado esas imágenes. Ya era demasiado tarde.

El ministro terminó la oración y se hizo a un lado. Dejó al descubierto una cruz provisional de madera. A Bryant se le cortó la respiración. Su mente consciente sabía por qué estaban allí, lo que habían ido a hacer, pero su cerebro no estaba preparado para ver la prueba en blanco y negro. Pasó la mirada por encima de las fechas y la fijó en las palabras grabadas en la madera.

Incluso con lágrimas en los ojos, pudo distinguir el nombre y, una vez más, se hizo una pregunta.

¿Cómo demonios habían acabado allí?

Capítulo 1

Trece días antes

La voz de Kim quedó atrapada en la tela que le cubría la boca. Si bien no estaba apretada, la brida que le sujetaba las manos a la espalda le impedía quitársela.

Al sentirse incapaz de evitar que su equipo quedara expuesto al peligro, gruñó desesperada e impotente.

Peligro de terminar los últimos, se dio cuenta poco antes de escupir la mordaza.

—Bryant, haz el mismo nudo que Stacey —gritó—. Quedará más firme.

Ese exabrupto le valió una grave mirada del coordinador del curso, Jock, un exmiembro de los Servicios Aéreos Especiales, hombre corpulento y de pelo corto que ahora enseñaba a los equipos a trabajar juntos de forma más eficaz.

—Último aviso, Stone —dijo, y volvió a colocarle el paño en la boca.

¿Cómo demonios podía ayudar a los suyos si le quitaban la capacidad de darles órdenes? Entendía la lógica de todo eso, claro: asegurarse de que, aun con la cabeza cortada, el resto del cuerpo pudiera funcionar. Sin embargo, no era como si estuviera planeando ir a ninguna parte.

A su llegada la mañana anterior —parecían haber pasado tres semanas—, se habían registrado en el campamento, a las afueras de Hay-on-Wye. Bryant y Stacey habían caminado hasta lo alto de la colina para contemplar las vistas de Black Mountain y, más allá, los Brecon Beacons.

Y antes de que Jock llegara con su pequeña compañía y les contara lo que iba a suponer el fin de semana, habían aparecido otros tres equipos policiales. Cuando Kim supo que uno de los miembros de los otros equipos había pedido un billete exprés para las cinco de la tarde del día siguiente, comprendió que los cuatro equipos estaban allí solo para pasar lista.

Y a Woody le había dejado muy clara su opinión: su equipo no necesitaba ponerse a asar malvaviscos en torno a una hoguera para estrechar lazos. Estaban perfectamente cohesionados. Las estadísticas debían hablar por sí solas.

Pero Woody le había dicho, primero, que se fijara bien. Luego, que eso no era negociable.

Y el resto del equipo estaba encantado con la idea de pasar un fin de semana fuera, durmiendo a la intemperie y viviendo del campo. Pero la cosa no había sido así. Les habían puesto una tienda de campaña de última generación, instalaciones básicas para cocinar y latas suficientes para alimentar a una familia durante una semana.

Así que, cuando llegaron al aparcamiento, Kim pensó que Woody no sabía de lo que hablaba. Su gente estaba unida.

La primera actividad había sido una excursión a Black Mountain. Entre los cuatro equipos, la camaradería y el buen humor se habían esfumado en cuanto Jock les explicó que habría premios para los más rápidos y castigos para los más lentos. Así que cada grupo había cogido su propio camino. El de Kim había llegado a la meta un minuto y medio antes que el segundo, con lo que se había ganado cuatro sacos de dormir.

Luego habían levantado antes que nadie una pila de rocas de cierta altura, todo gracias a la motivación, tenacidad y determinación de Bryant. Bajo la guía de Penn, habían descifrado un mensaje de las fuerzas enemigas diez minutos antes que los demás. Por la noche les habían puesto un problema de lógica sobre el que debían reflexionar. Stacey tenía la respuesta antes de que ninguno de los otros equipos se despertara.

Se estaban dejando la piel. Habían destacado en las áreas que ella esperaba: la estabilidad de Bryant, el cerebro estadístico de Penn y la aplicación lógica de Stacey a un problema complejo.

Lo había visto todo. Y también algo más.

Woody tenía razón.

Entre dos miembros de su equipo notaba una desconexión que no había advertido antes. No era algo que se presentara como una hostilidad abierta, y por eso había permanecido oculto durante un tiempo. Se manifestaba en forma de indiferencia, desdén, ceño fruncido, sacudidas de cabeza, miradas de soslayo.

En el trabajo cotidiano, mientras olfateaban indicios y seguían pistas, la impaciencia de Bryant con Penn había quedado soterrada bajo las largas jornadas, las mentes retorcidas, las escenas criminales desafiantes y la necesidad de terminar el trabajo. Aparte de lo habitual, había visto la frustración en la cara de Bryant mientras Penn le explicaba cómo descifrar el código que les había tocado. Y había percibido a un Bryant irritado con Penn cuando este se ofreció a escuchar a Stacey, quien quería hablar de su problema de lógica.

Pero Kim no había visto a Bryant darle una palmada en la espalda a Penn después de que este hiciera un buen trabajo ni los había visto reírse en privado acerca de algo que ella misma o Stacey habían dicho. Entre ellos no había camaradería masculina.

Le resultaba muy molesto que su jefe hubiera sido capaz de ver algo que ella no, así que soportó todas las actividades con la esperanza de encontrar puntos en común.

Ahora mismo, los tres estaban a orillas del lago Llangorse intentando hacer una balsa con cuatro bidones vacíos, cuatro tablones de madera y un kilómetro y medio de cuerda.

Y apenas podía soportar la pena de verlos trabajar en silencio, cada uno por su lado, mientras los otros tres equipos parecían comunicarse con eficacia y funcionar al unísono.

Iban a perder.

Escupió la mordaza por segunda vez.

—Bryant, Penn tiene razón. Tu nudo va a…

—Vale, los de West Midlands quedan descalificados —gritó Jock desde atrás.

Ella y su equipo se giraron para mirar.

No era broma.

—Maldita sea, solo estaba…

—… diciéndoles lo que tienen que hacer —dijo el instructor, y se acercó a ella—. Y ese no es el objeto del ejercicio. Te he dado el beneficio de la duda una vez, pero no has podido evitar…

—No los castigues por mi c…

—Estabais advertidos.

Podía ver el enfado en las caras de sus colegas.

—Quiero apelar —dijo.

—Adelante, apela —la invitó Jock.

—¿Ante quién?

—Ante mí.

—Bueno, esto no va a funcionar, ¿verdad? Tú eres quien…

—Apelación escuchada y decisión confirmada. Seguís descalificados —dijo él. En ese momento, el equipo de Cheshire lanzó su balsa al agua.

—Maldita sea —dijo Kim.

Jock echó un vistazo a la balsa abandonada.

—Y no estabais haciendo un mal trabajo —comentó—. Habríais sido los segundos en el agua, creo, y los primeros en cruzar. —Bajó la voz—. En el equipo de Cheshire hay mucho más peso. —Se encogió de hombros—. Tendrías que haber confiado en ellos…

—Confío plenamente en mi equipo —espetó ella para poner fin a las bromas.

—Confías en que las cosas se hagan a tu manera. Eso es muy diferente —dijo él mientras el equipo se acercaba.

Kim frunció el ceño y Jock se apartó.

—Vale, chicos, lo siento. Debería haber cerrado la boca —dijo. Una sirena sonó a lo lejos. Y, aunque era un sonido habitual en Black Country, parecía fuera de lugar en las montañas galesas.

Bryant se limpió las manos en los vaqueros.

—Ya casi la teníamos, jefa —dijo.

La sirena sonaba cada vez más cerca.

—Los nudos estaban bien hechos —añadió Penn.

—Yo solo quería que vosotros fuerais los primeros en el agua.

Stacey negó con la cabeza.

—Jefa, estábamos… ¿De dónde demonios viene eso? —preguntó, y se volvió hacia la carretera que bordeaba el lago.

Todos los demás se volvieron a mirar en el instante mismo en que un coche patrulla entraba chirriando en el aparcamiento.

El jefe del campamento se colocó a un lado de Kim.

—Esto es un poco bestia, Jock. ¿La descalificación no ha sido suficiente? —preguntó.

Se preguntó quién de los otros equipos habría hecho algo malo.

Dos policías salieron del coche.

—Son de los nuestros, jefa —dijo Bryant.

Ambos fueron al encuentro de Kim.

—¿Qué demonios? —preguntó ella.

—Detective Stone, ¿puede acompañarnos?

Ella se volvió hacia su equipo.

—¿Me estáis tomando el pelo, chicos?

Las expresiones de todos le decían que no, que eso no tenía nada que ver con ellos.

Los demás equipos habían salido del agua y observaban con interés.

—¿Jock?

El hombre se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Señora, debemos insistir en que…

—Insistid todo lo que queráis —les dijo, y se cuadró ante ellos—. No iré a ninguna parte hasta que me expliquéis qué está pasando.

—Tenemos instrucciones, señora, instrucciones estrictas del inspector jefe de detectives Woodward. Debemos recogerla y llevarla de vuelta a…

Kim se volvió hacia los demás.

—¿Dónde está mi maldito teléfono? —preguntó.

—En el campamento —respondió Jock.

Maldita sea. Necesitaba llamar a Woody para averiguar qué demonios estaba pasando.

—Ponlo en la radio —ordenó al más alto de los dos hombres, el que había hablado más.

—Señora, si pudiera cooperar y entrar en el coche…

—Ya te lo he dicho. Yo no… —Kim dejó de hablar cuando el agente alto la cogió por el codo—. Quítame las putas manos de encima —ordenó, y sacudió el brazo—. Y ni se te ocurra volver a tocarme.

Kim podía ver cómo aumentaba el malestar del agente.

—Señora, por favor…

—Ni siquiera te conozco —dijo ella, y retrocedió un paso.

Él sacó su placa.

—Sargento Tovey, oficial de la Unidad de Conducción Táctica. Tenemos instrucciones de llevarla de vuelta… por la fuerza, si es necesario —dijo, y se acercó de nuevo al codo de Kim.

—Jefa, será mejor que vayas —dijo Bryant mientras ella esquivaba la mano del agente.

—Gracias por tu apoyo —espetó ella, aunque no sabía lo que esperaba de su compañero.

—Señora, el inspector jefe de detectives Woodward nos advirtió que no vendría sin resistirse, pero dijo que él le explicaría todo en el camino.

«¿Explicarme qué?», gritó su mente cuando el agente se le acercó por tercera vez.

—Ni se te ocurra —le advirtió.

El segundo oficial parecía estar haciendo poco más que admirar el paisaje.

Kim soltó un largo suspiro.

—Vale, iré, pero no me toques. —Se volvió hacia su equipo—. Chicos…

—Iremos justo detrás —respondió Bryant—, en cuanto hayamos recogido todo. Nos vemos en la comisaría.

Kim, que seguía tratando de comprender la situación, empezó a caminar hacia el coche patrulla. ¿Por qué Woody no la había llamado por teléfono? Al final, habría captado el mensaje. Si era un caso nuevo que requería su atención, ¿por qué no contactar con Jock y decirle que los devolviera de inmediato? ¿Qué situación podría justificar ese tipo de urgencia?

Se deslizó en el asiento trasero del coche patrulla mientras el policía que había llevado la voz cantante ocupaba el asiento del conductor.

Su silencioso compañero echó un último vistazo a la zona antes de montarse en el asiento del copiloto.

Asintió. El primero arrancó el coche.

Kim no había puesto mucha atención en el segundo agente. El hombre no había hablado ni interactuado con ella de ninguna manera. Ahora podía observarlo bien y advertir lo que Bryant sí había notado.

El policía silencioso estaba armado.

Capítulo 2

—Señor, ¿quiere decirme qué demonios está pasando? —preguntó Kim antes de que sus nuevos cuidadores salieran del despacho y cerraran la puerta.

A golpe de sirenas y luces azules, habían tardado menos de una hora en volver de la campiña galesa al corazón de Black Country.

Después de que el séptimo intento de obtener una pista de sus cuidadores se saldara con un silencio sepulcral, se dio por vencida. Entonces se puso a contar los kilómetros que faltaban para llegar y averiguarlo por sí misma. Los dos se habían tomado en serio las instrucciones de Woody y habían terminado por dejarla en su despacho.

—Siéntate, Stone.

—Señor, siempre es lo mismo. Ya le he dicho que prefiero…

—He dicho que te sientes.

Kim dudó un segundo. Era mejor acabar con eso de una vez para poder empezar con aquello para lo que la había llamado, fuera lo que fuera.

—¿Sabe que uno de ellos iba armado? —dijo, y señaló hacia la puerta.

—Yo le di la orden.

—¿Le dio órdenes de dispararme si no me subía al coche?

Kim vio pasar por los labios de su jefe el fantasma de una sonrisa. Pero, tras un parpadeo, la mueca ya había desaparecido.

—El oficial no iba armado para obligarte a cooperar, sino para protegerte.

—¿De qué? Todavía no me he topado con nadie que justifique ese nivel de…

—Symes ha escapado.

—¿Q…? ¿Qué?

—Está libre. Está ahí fuera y, por lo que sabemos, no te ha perdonado. Ambos somos conscientes de que sigues encabezando su lista.

Kim volvió a sentarse. Symes era, con diferencia, la persona más malvada que hubiera conocido; un hombre que hacía que su archienemiga, Alexandra Thorne, pareciera un osito de peluche.

En el cuerpo de Symes, cada músculo estaba impulsado por la ira y el odio. El tipo no conocía otro placer que infligir dolor.

Los caminos de Kim y Symes se habían cruzado hacía unos años, en una ocasión en la que él se había visto implicado en el secuestro de dos niñas de nueve años. Por todo el tiempo y el esfuerzo que había puesto en ese secuestro, su única exigencia había sido que, una vez pagado el rescate, le dejaran infligir a las niñas todo el dolor que le diera la gana. No quería una parte del rescate. No tenía ningún interés sexual. Su pago sería el puro placer de causar dolor.

Por suerte, Kim y su equipo habían frustrado el plan de Symes. Las niñas habían sido puestas a salvo antes de que él pudiera hacerles daño. Además, en la pelea cuerpo a cuerpo, ella y un trozo del cristal de una bombilla habían hecho que el criminal perdiera la vista de un ojo.

El tipo nunca la había perdonado. Durante todo el tiempo que estuvo en la cárcel, su obsesión por la venganza no hizo más que crecer. Kim había tenido noticias de un anterior conato de fuga, pero aquel intento de localizarla se había frustrado. Fue una ocasión en que otra demente del pasado se propuso recrear los acontecimientos más traumáticos de la historia de la detective. Y ella había creído que, con eso, todo había quedado atrás. Tenía que haber sabido que el odio de Symes superaría cualquier prueba.

—Por lo visto, empezó a trabajar de inmediato en su nuevo plan. Ha estado muy ocupado en su rehabilitación.

—Para Symes, la rehabilitación no es una opción —dijo Kim.

—De acuerdo, pero, tras la muerte de su mujer hace dos semanas, sus muchas horas con el capellán de la cárcel dieron frutos.

—¿Qué mujer?

—La mujer con la que se casó hace nueve meses, a sabiendas de que era una enferma terminal.

—¿Me está tomando el pelo?

Woody negó con la cabeza.

Estaba segura de que resultaba tan misterioso para él como para ella la atención femenina que atraían los hombres encarcelados. Era justo decir que Symes no era muy atractivo. Medía un metro noventa y tres, era calvo y pesaba unos ciento cincuenta kilos, así que tampoco era un buen partido. La nariz rota y el ojo de cristal no ayudaban mucho a mejorar las cosas, y, sin embargo, su correo de admiradoras superaba al de cualquier otro prisionero de Featherstone.

—¿Se casó con ella solo porque sabía que iba a morir?

Woody asintió.

—El capellán y el psicólogo de la prisión estuvieron de acuerdo en que lo mejor para el recluso era asistir al funeral, que eso lo ayudaría con sus problemas de abandono, con su tan arraigado miedo al rechazo y…

—Señor, tiene que estar bromeando.

—Ojalá, Stone, pero es verdad: los dos sentían que la aflicción de Symes era genuina.

—Y supongo que un memorándum de «te lo dije» no lo pondrá de vuelta en la celda, ¿verdad?

—Me temo que no.

—¿Las familias de Charlie y Amy ya han sido informadas?

A Symes le habían prometido la vida de dos niñas. Y, si bien ya eran adolescentes, era difícil saber la tortuosa dirección que tomaría la venganza de ese criminal.

—Sí. Tomarán precauciones.

—¿Cuánto tiempo hace que se fugó?

—Veinticuatro horas.

—Madre mía, podría estar en cualquier parte.

Aunque el tiempo en prisión lo había ablandado, era un exmilitar y estaba bien entrenado en técnicas de supervivencia.

Kim se puso de pie. Necesitaba un minuto para digerir lo que acababan de decirle.

—De acuerdo, me llevaré…

—Vuelve a sentarte, Stone. Estamos lejos de terminar.

Todo el drama de su regreso a la comisaría cobró más sentido en el instante en que se percató de algo.

Se sentó.

—No tienen ni idea de dónde está, ¿verdad?

Él vaciló antes de negar con la cabeza.

—De camino al cementerio, fingió dolores en el pecho. Los conductores pararon la furgoneta para administrarle primeros auxilios.

Kim sacudió la cabeza, incrédula ante tanta ingenuidad.

—¿Los redujo a los dos?

—Uno está en cuidados intensivos. El otro tiene una conmoción cerebral grave. Las cámaras del vehículo lo grabaron casi todo, pero, desde luego, no captaron por dónde se fue. Se ha informado en las noticias del mediodía, así que no estará libre mucho tiempo.

Kim enarcó una ceja. El tipo era ingenioso. No dudaría en asesinar a una familia entera con tal de procurarse una buena comida y una cama para pasar la noche.

Y ella, mientras estaba en la campiña galesa sin teléfono, sin televisión ni noticias, se había perdido de todo eso. Se alegró de estar de vuelta, a pesar de las circunstancias.

—De acuerdo, señor, yo…

—No esperan que vuelva, Stone. —Antes de continuar, dejó que el significado de esas palabras se asentara entre los dos—. Antes de irse, regaló todas sus posesiones a otros presos. Hará lo que pretende hacer, sin importar que lo maten en el proceso —dijo—. Yo diría que eso es lo que espera. Y hay una sola cosa por la que siente tanta intensidad: tú.

—¿Lo suficiente como para embarcarse en una misión suicida?

—Eso parece. —Entrelazó los dedos sobre el escritorio—. Necesitas desaparecer por un tiempo. Vete, quédate con algún familiar.

—No tengo.

—Amigos.

—De esos tengo incluso menos.

—¿Alguien que soporte estar cerca de ti durante largos períodos?

—No. Me temo que no hay nadie.

—Vamos, Stone. Tiene que haber alguien, algún lugar al que puedas ir para no estorbar. Por ahora.

—Señor, no hay nadie, y, aunque lo hubiera, no iría. Tengo trabajo que hacer y usted no va a echarme de aquí.

—Tu trabajo no va a servir de nada si estás muerta, Stone.

—Es del todo cierto, señor, pero morir pronto no está en mis planes. Tendré mucho cuidado. Incluso dejaré que Bryant me siga a casa, si eso ayuda.

En cuanto terminó la frase, alguien llamó a la puerta.

—Un minuto —gritó él—. ¿Ni siquiera te plantearías pedir una excedencia hasta que esté entre rejas?

—Solo si usted consiguiera persuadir a los criminales de que se tomaran el mismo permiso que yo. —Él suspiró y sacudió la cabeza—. Señor, voy a obedecerlo. Tomaré todas las precauciones que usted quiera, pero no me impida hacer mi trabajo.

Él ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.

—¿Precauciones?

—Sí.

—¿Y obedecerás?

—Por supuesto.

—De alguna manera, sabía que me dirías eso, así que me he tomado la libertad de organizar un poco de protección extra para ti.

—¿Señor?

—Adelante —gritó Woody hacia la entrada del despacho.

Al abrirse la puerta, quedó a la vista la persona que estaba al otro lado.

Kim echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

Capítulo 3

Kim seguía riendo cuando Leanne King cerró la puerta.

Nadie se reía con ella. En un instante se desvaneció cualquier esperanza de que la presencia de Leanne fuera un elaborado engaño para quitarle hierro a la noticia sobre Symes.

Cuando Leanne ya había cruzado todo el despacho, Kim preguntó a su jefe:

—¿Esto es una broma de mal gusto?

Él negó con la cabeza.

—Me está poniendo al cuidado de alguien que me odia a muerte. Qué buena decisión. Se sentará delante de mi casa con un letrero de neón parpadeante y un enorme dedo que señale: «Está aquí mismo. Ven a buscarla».

—No, no hará eso.

—Bueno, vale. Quizá lo del dedo no, pero…

—Lo que quiero decir es que no estará fuera de tu casa. Estará dentro.

Kim negó con la cabeza.

—Ah, no.

—Si quieres seguir trabajando aquí, no tienes alternativa.

—¿Qué va a hacer, sentarse en el borde de mi cama? Esto es un poco espeluznante.

—Esta idea tuya me resulta igual de inquietante, Stone —dijo Leanne con una mirada pétrea.

—Cierra la boca —dijo Kim—. Pero, señor…

—Tienes una habitación libre. Considérala ocupada por poco tiempo. En cuanto Symes vuelva a estar bajo custodia, recuperarás tu casa.

—Señor, no quiero…

—Bien. En Norfolk hay una pequeña casa de seguridad que usamos…

—Está bien, está bien. Puede quedarse.

—Bueno, gracias por esta invitación tan gentil —comentó Leanne.

Kim la miró bien por primera vez. Ni en la expresión ni en el tono de la mujer había el menor signo de diversión.

Se podía decir que no habían congeniado cuando se conocieron en un caso reciente.

Desde el principio, Leanne había obstruido una investigación relacionada con el asesinato de un hombre, aunque más tarde supieron que la víctima estaba en el programa de protección de testigos. La agente había seguido adelante con la farsa de que era parte de la familia, en lugar de decirles que era una oficial de protección de testigos. Y lo había hecho el tiempo suficiente para tener al equipo de Kim persiguiéndose la cola. Además, con su actitud fría y testaruda, no había hecho nada por ganarse el cariño de nadie.

—¿Por qué tú? —preguntó Kim.

—Este es mi trabajo.

—¿No hay violadores, asesinos ni jefes de la mafia disponibles en este momento?

—No.

—Eres muy comunicativa, ¿verdad?

—Podéis continuar esta conversación en otro lugar, no en mi despacho —dijo Woody, y se puso en pie para darles a entender que la reunión había terminado. Un movimiento en el exterior del edificio captó su atención—. Y creo que tu equipo acaba de entrar en el aparcamiento.

Kim se puso en pie.

—Gracias, señor —dijo, aunque no estaba segura de qué le estaba agradeciendo.

Esperó a estar fuera del despacho, con la puerta ya cerrada, para volverse hacia Leanne.

—¿Cómo va a funcionar esto, entonces?

La agente se encogió de hombros.

—Haz todo lo que te diga y estaremos bien —dijo.

—Bueno, ese será tu primer problema, pero me refería al hecho de que no nos soportamos.

—Ninguna de las personas de las que he sido responsable me ha caído muy bien que digamos —admitió Leanne.

—Qué reconfortante. También lo es que uno de ellos esté muerto; pero, bueno, todos hemos tenido un mal rato en el trabajo, supongo.

El destello de ira en los ojos azules de Leanne y la tensión en su mandíbula cuadrada fueron toda una recompensa para la detective.

Ahora, Kim entendía mejor que antes a los agentes de protección. Sabía que eran responsables de la seguridad de algunas de las personas más trastornadas del país. Comprendía el estricto control emocional que necesitaban para jugarse la vida por ciertos personajes; a veces, por gente muy despreciable. También entendía que trabajaran en solitario y en absoluto secreto, sin poder compartir el más mínimo detalle con sus amigos ni sus seres queridos. Un descuido podía hacer desaparecer a una familia entera.

—Entonces, ¿vas a seguirme a todas partes? —le preguntó Kim mientras bajaban las escaleras hacia la sala del escuadrón.

Leanne le seguía el paso.

—Sí —respondió.

—Vale, ¿no vamos a ser el hazmerreír?

***

Entraron en la sala de la brigada y, sin perder el tiempo, Kim dijo:

—Hola, chicos, ¿os acordáis de Leanne? Tomaos la libertad de ser tan agradables con ella como ella lo sea con vosotros.

Mientras le dirigían una mirada interrogante, tanto Penn como Stacey levantaron una mano en señal de saludo. Bryant, que estaba hablando por teléfono, les daba la espalda.

—Nuestro viejo amigo Symes ha escapado de la cárcel y, en lugar de irse al sur de Francia, vendrá a buscarme. Intentará romperme todos los huesos; pero no os preocupéis, porque Leanne lo detendrá.

Todas las expresiones mostraban el mismo grado de asombro. Kim sabía que estaba tratando todo ese asunto de una manera frívola y displicente, pero ni siquiera había empezado a asimilar lo ocurrido cuando, otra vez, la maldita Leanne King ya se había metido en su vida. Los golpes seguían llegando.

Y el equipo respondió como ella esperaba.

—¿Cómo demonios…?

—¿Qué coño…?

—No importa. Symes está en la calle y no piensa dejarse atrapar. Ya nos ocuparemos de ello, pero, ahora mismo, vayamos a lo más importante: ¿hemos ganado?

Penn levantó una pequeña copa de plata con una placa en la que estaba grabado: «Primer lugar».

—Qué bien —dijo Kim.

Penn llevó el trofeo, ganado con tanto esfuerzo, a colocarlo en el alféizar de la ventana, junto a la cafetera.

—Sí, hemos ganado por goleada. El segundo equipo solo…

Bryant colgó el teléfono.

—Oye, jefa —dijo—, nos buscan…

—Gracias por colgar para…

Él le lanzó el móvil.

—En realidad, este es el tuyo.

Kim lo atrapó. Miró a Leanne y frunció el ceño.

—Le acabo de explicar al…

—Ahórratelo —dijo Bryant, y levantó la mano—. Ya me lo explicarás en el coche. Era Keats. Ha habido un crimen en Pedmore y nuestro nombre está por todas partes.

—No tan rápido —dijo Leanne, y levantó la mano—. Antes, debo tener una sesión informativa obligatoria completa contigo y tu equipo.

Kim miró a Bryant.

—Eeeeh…

—Jefa, debemos irnos. Por lo visto, la escena comienza a degradarse.

—Aaaah…

—Stone, tu equipo debe comprender los peligros desde el principio.

De repente, Kim se sintió entre la espada y la pared.

—Vale, todos al coche. Lo haremos por el camino —dijo.

«Vaya, todo esto iba a salir bien», pensó mientras se dirigían a la puerta.

Capítulo 4

—¿Y Leanne es quien se interpondrá entre tú y Symes?, ¿un hombre que mata a la gente con sus propias manos? —preguntó Bryant cuando estaban saliendo del centro de la ciudad.

—Estoy aquí —les recordó Leanne desde su lugar, en el asiento trasero del coche, entre Stacey y Penn.

—Eso ha sido más por Symes que por ti —explicó Kim.

Leanne no dijo nada.

—Sin ánimo de ofender —aclaró Bryant—, no sé de nadie que pueda detener a ese hombre.

Kim veía la preocupación grabada en las facciones de su compañero, y le estaba agradecida.

—¿Qué alternativa hay? —preguntó.

—El ejército, la Guardia Nacional, los Servicios Aéreos Especiales… Todos. O, mejor aún, esconderte en una cueva hasta que el tipo esté entre rejas.

—Sí, porque esa opción me encanta —comentó Kim con sarcasmo.

—Lo mismo digo —añadió Leanne.

—Jefa, ¿cómo te preparas para algo así? —preguntó Stacey, que estaba justo detrás de ella.

Kim se giró en su asiento.

—Buena pregunta —dijo—. Leanne, tienes la palabra. Infórmanos.

—Bueno, lo fundamental es que, como sois las personas que pasáis más tiempo con el objetivo, ahora estáis todos en peligro. Por lo que tengo entendido, él usará cualquier cosa que tenga a la mano para llegar a su objetivo. Si tuviera que atraparos a uno de vosotros para obligar a Kim a salir, lo hará. Todos tenéis que tomar medidas de precaución hasta que lo atrapen.

—¿Como qué? —preguntó Penn.

—Cambiad vuestras rutas de ida y vuelta al trabajo. Procurad no estar solos en ningún momento. No visitéis lugares desconocidos. Cercioraos de que vuestras casas sean lugares seguros y estad atentos a cualquier cambio en el entorno. No abráis la puerta si no estáis esperando visitas. Y, si llegarais a sospechar que algo va mal, avisadme de inmediato.

Kim se sintió obligada a reconocer, aunque solo para sí misma, que Leanne parecía saber de lo que hablaba.

—¿Debería decírselo a alguien de mi calle? —preguntó.

—No le digas nada a nadie hasta que yo haya hecho una evaluación completa de la casa. Ahora bien, debes informar a tus familiares y amigos para que te llamen con antelación en caso de que tengan pensado visitarte.

Kim se volvió hacia Bryant.

—¿Piensas venir de visita?

—No.

—Hecho —dijo ella justo en el momento en que Bryant empezaba a detener el coche. Los ocho kilómetros de Halesowen a Pedmore habían pasado en muy pocos minutos.

Bryant se detuvo en un camino de entrada que aún no estaba lleno, a pesar de que había una ambulancia, un coche de bomberos, algunos coches patrulla y las furgonetas de los forenses. Más allá de una hilera de elaboradas estructuras topiarias, había un edificio de falso estilo georgiano y, a la derecha, un garaje para tres coches.

Todos se apearon. Kim dio un respingo al notar que Leanne estaba justo detrás de ella. Agitó las manos a su alrededor.

—¿En serio? —preguntó. Allí había más uniformes que en una graduación militar, y eso sin contar a los miembros de su propio equipo.

—A donde tú vayas, yo voy —dijo Leanne en pocas palabras.

—Vale. Prepárate para ver lo que hacen los policías de verdad.

Antes de que pudiera evitarlo, la pulla ya había salido de su boca. Todavía le escocía que, a pesar de que la mujer era una compañera de la policía, no hubiera hecho nada por ayudarla en una de sus investigaciones anteriores.

Keats salió de la tienda que se había levantado en la puerta principal.

—Ah, ya estás aquí —dijo—, junto con lo que parece la mitad del Departamento de Investigaciones Criminales.

—La unión hace la fuerza —comentó ella.

El médico forense miró a Leanne.

—¿Quién es tu amiga?

—No importa —respondió Kim.

—¿Te la has traído de la idílica campiña galesa —preguntó él—, donde no podías quedarte callada ni siquiera cuando estabas atada y amordazada?

—¿Cómo demonios te has enterado de…?

—Tengo amigos en las altas esferas, inspectora.

—Alegar que tienes línea directa con Dios habría sido un poco vanidoso, Keats, incluso para ti.

—Jock es un viejo amigo de…

—Estupendo —comentó Kim. Ya habían perdido bastante tiempo—. ¿Qué tenemos?

—Informe de humo saliendo de la residencia a las siete de la mañana.

—Keats, es domingo y son las seis de la tarde. ¿Por qué me estoy enterando ahora?

—Nos autorizaron la entrada hace apenas una hora, que fue cuando los encontramos.

Kim levantó la vista hacia el edificio. Dos plantas y dos buhardillas. Una casa familiar.

—¿Cuántos?

—Cuatro. Todos muertos.

—Mierda.

—Hombre adulto, mujer adulta, chico adolescente, chica adolescente.

Vaya, al parecer, toda una familia aniquilada.

—¿Alguna idea de qué ha causado el incendio? —preguntó Kim, que ahora comprendía cuál era su papel en esa tragedia. El médico forense y ella debían ponerse de acuerdo sobre la causa de las muertes antes de sacar los cadáveres.

—No lo sé —respondió Keats.

En ese momento, Mitch apareció en la puerta.

Kim avanzó unos pasos para entrar.

—¿Dónde empezó todo? —preguntó al médico forense.

—Aún no estamos seguros.

—Keats, ¿te estás haciendo el tonto?

Él negó con la cabeza.

—Estoy esperando a que llegue Nigel Adams, pero él no nos va a ayudar en nada. No los ha matado el fuego. Tienen heridas de bala. Todos. Me da la impresión de que ha sido un asesinato-suicidio.

Kim dejó de caminar. Había dado por hecho que el incendio se había cobrado la vida de los cuatro.

—¿Me estás diciendo que papá cogió una pistola y mató a toda su familia?

—Lo que te estoy diciendo es que eso parece, con la excepción de que era mamá quien sostenía el arma.

Capítulo 5

Una vez ataviada con ropa protectora, Kim siguió a Keats al interior de la casa. El médico forense había autorizado la entrada solo a dos de ellos. No había duda de que tendrían que ser ella y Bryant. Kim había mandado a Stacey y Penn a registrar el exterior del edificio y a comprobar con los uniformados las declaraciones de los testigos. Leanne tenía instrucciones de permanecer fuera. La agente de protección había tratado de discutir el tema con Keats. «Buena suerte», le había deseado Kim en silencio. Pocas cosas habría protegido Keats con más ferocidad que una escena del crimen activa.

Mientras caminaban a través de tiendas, la detective aún iba procesando lo que el médico forense acababa de decirle. Ella nunca había asistido a la escena de un asesinato-suicidio, aunque sabía que, en casos como ese, lo normal era que el padre hubiera acabado con la vida de su familia; a menudo, por guardar un secreto o tras una ruina económica.

De inmediato recordó un caso ocurrido en Shropshire en 2008. Un hombre de cincuenta años había matado a tiros a su mujer y a su hija adolescente, lo mismo que a todos sus caballos y perros, antes de incendiar la casa, valorada en un millón de libras. Muy pronto, la investigación determinó que el hombre estaba muy endeudado y que, con toda probabilidad, había matado a su familia para protegerla de la pobreza a la que habrían de enfrentarse.

Kim miró la casa y se preguntó si allí se estarían enfrentando a una historia semejante.

—Todos los miembros de la familia están arriba —la informó Keats.

Kim subió las escaleras de caracol. Notaba que se estaban alejando de las partes dañadas por el incendio, ya que el persistente olor a humo se hacía más débil y no se veían daños en el pasillo inferior ni en esas escaleras, que terminaban en un amplio rellano.

En los numerosos tramos de pared que iban de una puerta a otra había elegantes armarios y cómodas. Cada mueble lucía una lámpara decorativa, un adorno delicado o una foto enmarcada. No había una sola superficie desordenada; todo con estilo, aunque hogareño.

En la moqueta de buena calidad se podía distinguir un camino pisoteado que conducía a los dormitorios. Solo en las orillas se conservaba el antiguo esplendor del tejido.

—¿A dónde vamos primero? —preguntó Keats.

—¿Podríamos seguir el camino que tomó la mujer? —sugirió Kim. La referencia femenina le sonaba discordante en esa situación.

—Es imposible saberlo en este momento, pero esta primera puerta da a la habitación de Rosalind Daynes, la hija de diecisiete años de Helen y William.

Kim tomó aire y entró en la habitación, consciente de que Bryant la seguía. Veinticuatro horas antes, ese dormitorio estaba lleno de vida; ahora mostraba una prematura quietud.

—Dios mío —susurró Bryant.

Kim supuso que, al igual que la suya, la mirada de su compañero estaba puesta en la cama.

Una chica de pelo negro rizado yacía de espaldas. Tenía la funda de la colcha recogida por la cintura, lo que dejaba al descubierto la mitad superior de su cuerpo. En su camiseta blanca de finos tirantes, en medio de los pechos, había una mancha circular roja. Los hilos de sangre se alejaban del círculo hasta filtrarse entre las sábanas.

La víctima solo llevaba una delicada cadena al cuello, y, en la muñeca, un reloj Fitbit. Se alcanzaban a ver unos auriculares y, sobre la almohada, junto a la cabeza de la chica, descansaba un teléfono móvil.

La cama no estaba desordenada, no había indicios de lucha. Parecía que Rosalind Daynes había recibido un disparo a quemarropa mientras dormía. Kim supuso que la muerte habría sido instantánea y que la chica se había librado de ver la cara de su madre. Pero ¿cómo podía una madre haber apretado el gatillo mientras miraba a su hija dormir?

Apartó los ojos del cadáver. Si la colcha hubiera estado un poco más arriba, esa escena habría sido la de una adolescente normal que dormía. Junto con la tristeza, Kim no pudo evitar sentir algo de alivio de que la chica no hubiera sabido quién le había hecho eso.

En ese dormitorio, por otra parte, no había nada fuera de lo normal. El papel de las paredes era un poco anticuado, pero estaba cubierto de pósteres de lo que parecían ser estrellas del rap con muchas joyas de oro y nombres de una sola palabra. Alrededor del armario y de una cómoda alta, el suelo estaba cubierto de pequeñas pilas de ropa.

Kim se acercó a un escritorio que parecía usarse para cualquier cosa que no fuera estudiar. Vio un ordenador de alta tecnología y una cámara de vídeo rodeados de montones de cosméticos y horquillas para el pelo, peines y pasadores. Todo había sido dejado sin orden ni concierto, como quien tiene toda la intención de regresar.

Que esa adolescente nunca pudiera volver a salir de su habitación hizo que Kim sintiera una punzada de tristeza. A los diecisiete años, la joven estaba a punto de convertirse en adulta, pero nunca experimentaría esa vida por su cuenta.

Keats se dirigió a la puerta.

—Me temo que las cosas no van a mejor —dijo muy serio.

Kim cruzó el pasillo y entró en un dormitorio algo más pequeño y desordenado que el anterior.

—¡Maldita sea! —susurró al ver al adolescente tumbado bocabajo, vestido con un pijama azul de Fortnite; tenía las extremidades extendidas y una mancha de sangre similar en la espalda.

—Lewis Daynes. Hace una semana cumplió quince años —informó Keats desde la puerta.

A diferencia de su hermana, Lewis parecía tener sueños caóticos. La colcha se le había enredado entre las piernas y tenía los brazos extendidos a uno y otro lado. Junto a su mano derecha descansaba el mando de una videoconsola. Kim supuso que el chico se habría quedado dormido, con la mente todavía en blanco después de haber estado jugando en línea con sus amigos. ¿Había alguna señal de que no se despertaría ni volvería a jugar a esos mismos juegos? No tenía auriculares como su hermana y Kim supuso que Lewis había sido el primero en morir.

—¿Qué demonios pasó por la mente de esa mujer? —preguntó Bryant a su lado.

Kim no tenía respuesta. Nada de lo que pudiera pensar tenía sentido.

Mientras se dirigía al dormitorio principal, sobre ella pesaba la tristeza del panorama que estaba presenciando.

Ese escenario era más caótico que los dos anteriores. En las otras habitaciones, nada insinuaba un poco de resistencia, pero allí la mirada de Kim se fijó en los objetos que habían caído de la mesilla de noche. En un extremo de la cama estaba el cuerpo de un varón vestido solo con calzoncillos. La colcha tirada parecía decir que se había levantado de la cama para ir hacia la puerta.

La mujer, por lo visto, le había disparado desde la entrada. Después se había puesto el arma bajo la barbilla para volarse un costado de la cabeza. La escopeta yacía su lado, con el dedo aún en el gatillo. El camisón de tres cuartos le caía justo por debajo de las rodillas.

—El señor y la señora Daynes, supongo.

—Así es —respondió Keats.

—¿Se puede? —preguntó Mitch desde la puerta. Un fotógrafo venía detrás.

Kim echó un último vistazo antes de volver al pasillo.

—¿Hay señales de intrusos? —preguntó al técnico forense.

Este negó con la cabeza.

—Todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Los bomberos tuvieron que romper el cerrojo de la puerta de la cocina para entrar.

Kim asintió.

Para Mitch y su equipo, la recogida de pruebas forenses iba a ser una pesadilla. Tres escenas del crimen separadas que investigar.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que puedas llevártelos a todos? —preguntó Kim.

—No será antes de primera hora de la mañana —respondió Keats.

Kim podía entender que les llevara tanto tiempo. Había mucho que procesar.

—Mañana empezaremos con el segundo plano y…

—Jefa, ¿podrías bajar, por favor? —gritó Penn desde la parte baja de la escalera.

Fuera se oían gritos.

«Ay, mi madre, por favor, todavía no», pensó mientras bajaba las escaleras. No quería parientes en la casa. Salió del edificio hacia donde Penn, Stacey y un par de agentes contenían a dos hombres.

—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó.

Leanne, que se había hecho a un lado, no estaba ofreciéndoles ninguna ayuda.

Ambos hombres eran delgados y atractivos, uno moreno y el otro rubio.

El rubio avanzó un paso. Al instante, Penn levantó un brazo, como si fuera la barrera de un aparcamiento. El hombre lo miró con asco y apartó el brazo de un golpe.

—Zachary Daynes —dijo a modo de presentación—. ¿Dónde está mi familia?

El moreno acababa de poner una mano firme en el hombro del otro. Kim lo miró.

—Gavin Daynes —se presentó en un tono más tranquilo.

—¿Son hermanos? —preguntó Kim.

Gavin levantó la mano izquierda para mostrar una alianza de oro.

—Estamos casados.

—Entendido, señor Daynes. ¿Podría acompañarme, por favor? —preguntó Kim en tono amable.

Él negó con la cabeza y se lanzó hacia la barrera. Bryant, que ya estaba preparado, lo empujó suavemente hacia atrás.

—Déjenme pasar —siseó él, y por primera vez Kim percibió el olor a alcohol en su aliento.

—Por favor, señor Daynes, venga conmigo.

Necesitaba alejarlo de la puerta antes de que el hombre pudiera ver u oír algo que no debía.

Con la ayuda de Gavin, lo llevó a un banco justo fuera de la zona acordonada.

—Hemos recibido una llamada de los vecinos —explicó Gavin—, algo sobre un incendio —añadió mientras Kim levantaba la cinta para que pudieran pasar.

—Tengo que ayudar —dijo Zachary, y quiso darse la vuelta, pero Kim lo estaba sujetando del brazo con firmeza.

—Señor Daynes, me temo que ya no hay nada que pueda hacer por ellos.

—¿Q…? ¿Qué? —preguntó. Dirigió la mirada hacia la entrada de la casa, a espaldas de Kim.

Ella negó con un movimiento de la cabeza.

Al hombre se le doblaron las piernas y se desplomó sobre el banco.

—¿Me…? ¿Me está… diciendo que están muertos?

—Me temo que sí —dijo ella, retrasando por un momento lo inevitable. Un detalle horrible a la vez era suficiente.

Gavin, con la boca abierta, aferraba a su marido por el hombro.

—¿Rozzie y Lewis?

—Lo lamento, señor Daynes.

—Dios mío —exclamó Gavin.

En ese momento, la cabeza de Zachary cayó hacia delante y su cuerpo empezó a temblar.

—Lo siento mucho —dijo Kim.

—¿Por el incendio? —preguntó Gavin. Parpadeaba entre lágrimas.

Lo inevitable acababa de llegar, mucho antes de lo que ella había esperado.

—No, no directamente.

Zachary levantó la cabeza.

—¿Q…? ¿Qué quiere decir?

—Parece que la muerte de su familia no está relacionada con el incendio, pero, por el momento, eso es todo lo que puedo decirle.

Zachary dejó de llorar por un segundo antes de que en su rostro se reflejase la ira. Se levantó y encaró a Kim, demasiado cerca.

—Agente, exijo saber la verdad. Es mi puta familia.

Kim dio un paso atrás.

—Lo entiendo, y usted será el primero en saberla, en cuanto tengamos una idea clara de lo que ha ocurrido aquí. Aun así, en este momento no puede entrar en la casa.

Gavin obligó a su marido a retroceder un paso.

—No entiendo nada —se lamentó Zachary. Sacudía la cabeza mientras las lágrimas brotaban de nuevo—. ¿Cómo han muerto? ¿Estaban todos en la misma habitación? ¿Ha sido la caldera de gas o…?

—Señor Daynes, por favor, márchese. Enviaremos a su casa un oficial de enlace familiar. Lo pondremos al día tan pronto como sea posible.

Kim miró hacia atrás e hizo señas a Bryant para que se acercara.

Gavin dio su dirección al sargento y Kim aprovechó el momento para poner una mano en el brazo de Zachary.

—Lo informaremos tan pronto como podamos, señor Daynes.

—La tengo —dijo Bryant, y cerró su cuaderno.

Gavin seguía apoyando a su marido.

—¿Deberíamos hablar con alguien? —preguntó—. Zach tiene una hermana gemela.

—En este momento, solo familiares directos. Hablaremos con ustedes en cuanto podamos darles más información.

Kim dirigió una mirada a Gavin. Parecía ser una influencia tranquilizadora, a pesar de la lucha que estaba librando contra sus propias emociones. Él empezó a alejar a su marido del edificio.

—Lo llevaré a casa —dijo.

—Estas cosas nunca se vuelven más fáciles, ¿verdad, jefa? —preguntó Bryant mientras veían a Gavin llevar a Zachary de vuelta al coche.

Los siguieron con la mirada hasta que estuvieron de nuevo dentro del coche y vieron a Gavin abrazar a su marido para consolarlo.

El resto del equipo empezó a acercarse.

—Hay muchas cámaras en el exterior, jefa —dijo Stacey.

Kim asintió. Al parecer, toda la acción había tenido lugar en el interior de la casa.

—No hay más que un par de vecinos en un radio de cuatrocientos metros. Ya les han tomado declaración y están de camino a la comisaría.

—Vale, chicos, poco más se puede hacer esta noche.

El motor del coche de los Daynes se puso en marcha.

Cuando el BMW salió del camino, apareció otro vehículo.

—Oh…, mierda —exclamó Kim. Solo conocía a una persona que condujera un Audi TT blanco.

Vio cómo Tracy Frost, la reportera del Dudley Star, aparcaba justo al lado del Astra Estate de Bryant. Eso significaba que tendrían que pasar junto a ella para salir.

—¿Quieres que hable con ella? —preguntó Bryant.

Kim negó con la cabeza.

—Es mejor hablar con ella antes de que tenga oportunidad de empeorar las cosas.

A sabiendas de que Frost los esperaría hasta sacarles una historia, Kim se dirigió hacia el cordón policial. No había otra cosa que hacer antes de que los cadáveres fueran retirados.

Al día siguiente aún no habría pasado tiempo suficiente para haber reconstruido la tragedia que había ocurrido allí.

No se molestó en buscar a Leanne. Tenía la certeza de que no estaría muy lejos.

—Ah, aquí viene mi inspectora detective favorita, dijo Frost. —Apoyada en su Audi, bloqueaba el paso de Kim hacia el Astra de Bryant. Con una mirada abarcó a todos los demás—. Y su equipo de hombres… y mujeres —añadió.

—Y aquí está mi reportera menos favorita.

Frost hizo caso omiso de la pulla.

—¿A quién me vas a presentar? —preguntó.

—A una reportera del Worcester News. Tiene acceso total.

—Eso es una tontería, pero, aunque fuera cierto, solo podría desearle la mejor de las suertes —dijo con ironía.

Kim no sabía si Frost llegaría a recuperarse del todo de haber estado en una de las escenas criminales más horrendas que jamás hubiera presenciado. Ver a un hombre desnudo, despojado de la mayor parte de su piel y amarrado a una jaula rodante, no era algo que olvidaría pronto.

—De todas formas, no estoy interesada —dijo Frost, y despachó a Leanne con la mirada—. Estoy más interesada en lo que ha ocurrido aquí.

La inspectora echó un vistazo a la colección de vehículos de los servicios de emergencia y a los coches patrulla, a toda la actividad, a todas las tiendas de campaña que bloqueaban la puerta principal.

—¿Qué te hace pensar que aquí ha ocurrido algo? —preguntó.

—Mi intuición —respondió Frost.

—Ha habido un incendio —dijo Kim. Rodeó el coche para llegar a la puerta que Frost no le estaba bloqueando.

—Y yo que pensaba que los bomberos habían venido por un gato perdido. Puedo oler el maldito humo, Stone.

—Sigue así, Frost, y algún día serás una buena reportera. —Kim abrió la puerta del pasajero.

—¿Y los disparos?

La detective se quedó de piedra.

—¿Qué disparos?

Frost se encogió de hombros.

—He oído que hubo disparos.

Kim se acercó más.

—No ha habido disparos. Si en tu artículo inicial aparece cualquier disparo, lo mejor será que tu coche sea capaz de…

—¿Sabes, Stone?, ya deberías estar harta de amenazarme.

—No, eso nunca pasará; pero no ha habido disparos, ¿vale?

Frost soltó un largo y sonoro suspiro.

—Quizá quieras poner una mordaza a los vecinos de al lado, que parecen felices de compartir todo lo que han visto y oído.

Kim miró a Bryant. Este sacó su móvil y se alejó. Él se aseguraría de enviar a un agente a la puerta de al lado para que les aconsejaran no hablar con nadie.

Kim era consciente de cuál tendría que ser su primera visita por la mañana.

—Nada de disparos —insistió.

Frost puso los ojos en blanco.

—Vale, tragedia familiar hasta la rueda de prensa.

—Y tendrás la primera pregunta —dijo Kim, con lo que le agradecía que la hubiera puesto al tanto de los vecinos.

—Cuidado, Stone, la gente podría pensar que…

—Ahora, lárgate. Y ahí lo tienes, eso acabará con cualquier conjetura.

Kim abrió la puerta del coche y a Frost no le quedó más remedio que apartarse de su camino.

Tuvo que esforzarse por reprimir su irritación. No podía esperar nada mejor de la periodista. Por supuesto, Frost había manipulado la conversación con los vecinos, quienes, como era natural, no podían hacer otra cosa que hablar de lo que habían oído.

Bryant colgó el teléfono y asintió en dirección a Kim. Con ese gesto le indicaba que ya se había ocupado del asunto. Un agente acudiría para hablar con los vecinos.

Una vez que los cinco estuvieron de vuelta en el coche, Kim preguntó:

—Y bien, ¿cuál es el plan ahora? —Se volvió hacia Leanne—. Supongo que tu coche estará aparcado en la comisaría.

Leanne se encogió de hombros.

—¿Tú qué vas a hacer?

—Bryant no suele compartir el coche con todo el equipo, pero, como Penn no tiene el suyo porque acabamos de volver de Gales, supongo que dejará a estos dos en casa antes de llevarme a mí. Estaremos listos para la sesión informativa de las siete de la mañana.

—Eso es lo que haremos, entonces. Por ahora, todo seguirá igual, excepto que yo también voy.