Cicatrices ocultas - Angela Marsons - E-Book

Cicatrices ocultas E-Book

Angela Marsons

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Beschreibung

El cambio transformará su vida…  O supondrá su muerte. Cuando Jamie Mills, un chico de diecinueve años, aparece colgado de un árbol en un parque local, se determina que su muerte ha sido un suicidio.  Tras un caso desgarrador que dejó su cuerpo y mente destrozados, la inspectora Kim Stone debería reincorporarse al trabajo de manera gradual, pero siente que algo en este caso no encaja, y cuando descubre que los padres de Jamie lo enviaron a una clínica para «curar» su homosexualidad, rápidamente toma las riendas de su equipo.   Las claves para destapar este perturbador caso están detrás de los muros victorianos de la Clínica del Cambio, dirigida por la familia Gardner. Ellos afirman que los pacientes acuden por voluntad propia y son libres de marcharse en cualquier momento. Pero ¿por qué los que han estado allí tienen tanto miedo de hablar sobre lo que sucede tras sus puertas? Entonces Kim hace un inquietante hallazgo: la directora de la clínica, Celia Gardner, fue enviada allí para someterse a terapia de conversión cuando tenía dieciséis años, y eso la lleva a pensar que no es lo único que ocultan. Pero, todavía recuperándose de las secuelas del caso anterior, ¿tendrá la suficiente fuerza como para desenterrar los oscuros secretos de la familia Gardner y detener a un asesino que parece no haber terminado aún? --- «Sin exagerar, este es el mejor libro que he leído». Nigel Adams Bookworm ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Madre mía! Con cada libro que publica Marsons de Kim Stone, pienso que no puede superar al anterior, ¡pero cada vez es MEJOR! Estoy completamente obsesionada». firepitandbooks ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Amo a Kim Stone! Debo admitir que solté un pequeño gritito de emoción cuando lo leí… Fascinante, emocionante… ¡Me enganchó desde la primera página! ¡La Reina del Crimen lo ha vuelto a hacer! ¡Fabuloso, fabuloso, fabuloso!». Stardust Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «¿Por qué me lo hago a mí misma cada vez? ¿Por qué no puedo ser una lectora sensata y saborear cada frase? ¿Por qué tengo que detener el universo, sentarme en una habitación tranquila, silenciar a los niños y al marido y devorarlo de una sentada?». Bookreviewercakemaker ⭐⭐⭐⭐⭐ «Kim Stone ha vuelto y, madre mía, qué libro. Una historia con muchos fondos y un caso muy complejo y emotivo». Jen Med's Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐

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Seitenzahl: 473

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cicatrices ocultas

Cicatrices ocultas

Título original: Hidden Scars

© Angela Marsons, 2022. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Daniel Conde Bravo, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1362-1

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

First published in Great Britain in 2022 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

Este libro está dedicado a Elaine Tasker, del refugio para caballos Equine Market Watch. Dos veces al día, sin fallar uno solo, esta mujer increíble pasa por delante de nuestra casa para cuidar de manera altruista de los diez caballos que tiene a su cargo. Contando con solo un pequeño equipo de voluntarios fantásticos, esta señora ofrece la mejor calidad de vida posible a animales que previamente han estado desatendidos o han sido maltratados, durante el tiempo que lo necesiten.

Su energía y pasión son realmente inspiradoras.

Prólogo

Observo a través de la ventana del salón. Está echando una cabezada; se ha convertido en su rutina nocturna, suele dormitar un rato a eso de las diez, intentando combatir el cansancio acumulado del día.

Podría apagar la lámpara y subir a duras penas la escalera hasta el mayor de los dos dormitorios, desplomarse sobre la cama y dejar que un sueño profundo la envolviera. Pero no va a hacer eso porque aún no estoy en casa, no es capaz de dormir hasta que yo haya llegado.

Un día normal, entraría por la puerta, me quitaría las botas y ella se incorporaría, abriría los ojos y fingiría no haber estado roncando con suavidad. Pero esta noche no.

—¿Estás lista? —sisea la voz a mi lado.

Por un breve espacio de tiempo, había olvidado lo que habíamos venido a hacer. Me sacude una punzada de arrepentimiento, pero no hay otra opción. Hemos llegado a un acuerdo.

Abro la puerta con cuidado, suavemente, con la mandíbula rígida por el temor a hacer el más mínimo ruido; no quiero que se despierte y me vea, porque eso lo arruinaría todo.

Avanzo por el pasillo, paso a paso, cada uno de ellos deliberado, bien calculado.

Trato de escuchar más allá de mi propia respiración, que estoy segura de que debe estar resonando por toda la casa; la despertará, lo sé a ciencia cierta.

Sobre el leve zumbido del frigorífico, que queda a mi izquierda en la cocina, oigo ronquidos suaves que proceden del sofá. Inexplicablemente, siento al mismo tiempo alivio y consternación. ¿Una parte de mí quiere que se despierte y pregunte qué coño estamos haciendo?

Pero enseguida aparto ese pensamiento de mi cabeza porque, si eso llegara a suceder, no cambiaría nada. Ella seguiría arruinándome la vida de igual modo, y obligándome a renunciar a lo que amo con todas mis fuerzas.

Mi mandíbula se aprieta de rabia; la mera idea desata un torrente de ira que me recorre todo el cuerpo. No nos va a separar, nadie podrá hacerlo jamás. Un amor como el nuestro es único, eterno; lo he sabido desde siempre, desde el momento en que nos conocimos. Nadie parece entender que esta relación significa para mí más que mi propia respiración; que, si no la tuviera, es como si estuviera muerta.

No hay tiempo para dudas. Tenemos un plan, y si no lo llevamos a cabo, no merece la pena siquiera considerar las alternativas. No nos separarán jamás.

En silencio, entro lentamente en el salón. Hago una seña detrás de mí para indicar que no hay moros en la costa.

No nos decimos ni una palabra, no hace falta, ambas conocemos el plan.

Nos colocamos detrás del sofá.

La lámpara naranja ilumina la zona que nos rodea a las tres, como si se tratara del acto final de una obra de teatro, mientras el resto de la habitación está sumido en la oscuridad.

Cada segundo cuenta.

Podría despertarse.

El martillo se eleva en el aire.

Cae sin titubear, con total firmeza.

El sonido de huesos al quebrarse llena el silencio. Después, un gemido, y un gorgoteo constante de sangre manando del agujero que se ha abierto en su cabeza, que, con la escasa luz, parece negra. La luz de la lámpara capta la riqueza resplandeciente del líquido, que escapa como si fuera la lava de un volcán y se desliza por la superficie de su pelo.

Me horroriza lo que veo, y, sin embargo, también me siento liberada. Se acabaron las indecisiones y las dudas. Ya no hay marcha atrás; lo que se ha hecho, hecho está.

Las conversaciones, los deseos y los planes son, por fin, ya una realidad. Estaremos juntas para siempre, pues lo que acabamos de hacer nos une como ninguna otra cosa podría hacerlo.

El martillo aparece de repente delante de mi cara, y de él caen gotas de sangre sobre el cubrecamas que descansa sobre el respaldo del sofá.

—Tu turno.

Lo cojo, sorprendida por lo que pesa una vez lo tengo en mi mano. Mi palma se cierra con fuerza alrededor del mango de goma.

—Hazlo.

Levanto el martillo y vacilo ante otro gemido suave que escapa de su boca.

—Si me quieres, lo harás.

De eso no hay duda, nunca las ha habido. Haría cualquier cosa para demostrar mi amor.

Con rapidez y determinación, hago caer el martillo.

Capítulo 1

—¿Estás segura de que estás lista? —preguntó Woody, mirando detenidamente por encima de sus gafas.

Ella tenía la espalda completamente recta y las manos apoyadas en el regazo; era la viva imagen del autocontrol, y en los dos últimos meses había aprendido que las apariencias lo eran todo.

—Señor, mi evaluación psic...

—No me refiero a tus sesiones con la psicóloga del cuerpo. Tengo su informe, y no estarías sentada en mi despacho si no te hubieran considerado apta para trabajar. Quiero que me digas cómo te sientes tú.

—Estoy bien, señor. Entusiasmada y con muchas ganas de retomar mis funciones.

La miró durante unos segundos más; ella le sostuvo la mirada.

¿Se estaba preguntando, quizá, cómo era posible que hubiera pasado la evaluación psicológica?

No había sido difícil.

Kim supo desde el momento en que dejó atrás el cementerio tras detener a Symes que iba a ser mucho más difícil sanar su mente que su cuerpo. La paliza que le había propinado uno de sus antiguos enemigos había dejado cicatrices más profundas en su cabeza que en su piel. Sabía que la parte física de su recuperación requeriría al menos ocho semanas; los huesos rotos se habían curado y le habían quitado la mayoría de los clavos, todos menos uno en la cadera derecha, que ahora la acompañaría de por vida. La rehabilitación no había sido nada fácil, pero concentrarse en curar su cuerpo la había distraído de los pensamientos que tenía en la cabeza.

Había planificado su recuperación psicológica con la misma diligencia y, para escenificarla con éxito, había dividido su recuperación en cuatro periodos de dos semanas.

A razón de dos citas con la terapeuta por semana, se pasó las cuatro primeras sesiones hablando de las pesadillas que la atormentaban. Tras indagar por su cuenta, se había detectado diferentes variaciones de las secuelas típicas del trastorno por estrés postraumático. Ni una sola vez había revelado la verdadera naturaleza de sus terrores nocturnos.

El segundo cuarto de su recuperación se lo había pasado, básicamente, diciéndole a la psicóloga lo que esta quería escuchar acerca del miedo que había pasado. Durante las siguientes dos semanas, las pesadillas habían disminuido y estaba quedando de nuevo con su familia y amigos. Paseaba a Barney casi a diario y charlaba con otros dueños de perros. Para el último cuarto del proceso, las pesadillas eran escasas y durante la mayor parte del tiempo se sentía como antes.

Mentira; todo ello era una mentira absoluta y descarada, pero la terapeuta se la había tragado y se daba palmaditas en la espalda por haber hecho tan buen trabajo.

Le dieron de alta en la terapia dos días antes de que el médico la declarara físicamente apta para volver al trabajo.

Las pesadillas no habían desaparecido, y nunca revelaría la verdad acerca de su bienestar; era su batalla, nadie podía ayudarla. Siempre había resuelto sus problemas por sí misma y a su ritmo.

—¿Has estado en contacto con alguien? —preguntó Woody.

Ella negó con la cabeza.

Los mensajes de su equipo se habían quedado sin contestar. Bryant había sido más persistente; iba al menos una vez a la semana a llevarle algo de comida casera que Jenny había preparado. En esas ocasiones, se limitaba a subir el volumen de la música y a ignorarlo hasta que se marchaba.

Sentía un leve remordimiento al verlo marcharse, pero no tenía suficiente energía para gastar asegurando a la gente que estaba bien, especialmente a aquellos que mejor la conocían.

—Supongo que sabes quién ha estado dirigiendo el equipo en tu ausencia, ¿no?

Su única respuesta fue una contracción en su mandíbula.

—Hubo una reestructuración en Brierley Hill, y les sobraba un inspector detective, y nosotros teníamos un hueco que cubrir. —Abrió las manos expresivamente.

Kim lo comprendió. Para los poderes de arriba era un simple juego de números, hay un excedente por aquí, un hueco que cubrir por allá... Estupendo. Bueno, en realidad lo sería si no fuera por el papel que ese inspector había desempeñado en la investigación de Symes.

—Sé que no me lo vas a preguntar, pero la respuesta es que el equipo ha funcionado.

Kim asintió, dejando claro que lo entendía; no había pasado nada importante y él se había encargado de mantener al equipo en marcha.

—Mantenlo cerca de ti todo el tiempo que necesites. Tómatelo con calma y limítate a hacer labores administrativas durante una o dos semanas. No estás...

—¿Hemos terminado, señor? —preguntó, poniéndose de pie.

Su expresión le decía que quería añadir algo más, pero asintió lentamente, permitiéndole marcharse.

Al llegar a la puerta, volvió a oír su voz.

—Stone, nadie espera milagros. Has pasado por...

—Gracias, señor, pero estaré bien —dijo ella, cerrando la puerta tras de sí.

Respiró hondo y se preparó para el recorrido que la esperaba: tres pasillos y un tramo de escaleras. Apretó los dientes y fue a por ello.

***

Los saludos procedían de todas partes.

—Bienvenida de nuevo.

—Qué alegría verte.

Bajó la cabeza y avanzó con determinación, abriéndose paso entre gente que normalmente no le dirigiría la palabra por miedo a que le arrancaran la cabeza. Rezó para que el revuelo que provocaba la novedad de su regreso desapareciera cuanto antes.

Llegó por fin al refugio que suponía la sala de la brigada y respiró con alivio. Le había enviado un breve mensaje a Bryant la noche anterior diciendo:

«Vuelvo mañana; no quiero alborotos».

Atípicamente, la puerta de la sala del Departamento de Investigación Criminal estaba cerrada, algo poco frecuente bajo su mando. El departamento en sí ya era una entidad independiente del resto del cuerpo; las puertas cerradas no servían para cambiar esa realidad.

Volvió a respirar hondo y se dio cuenta de que últimamente lo hacía muy a menudo.

Abrió la puerta para encontrar, de primeras, silencio, pero cuatro cabezas se giraron hacia ella.

El rostro de Stacey se iluminó al instante con una sonrisa, al igual que el de Penn; Bryant la miró a los ojos y asintió.

—Buenos días, jefa —cantaron Penn y Stacey al unísono, mientras que el cuarto ocupante de la sala, sentado en el escritorio vacío, se levantó y le ofreció su mano.

—Inspector detective Burns. Participé en...

—¿Tú eres el idiota que no quiso vincular la búsqueda de Symes con el odio que me tenía? —dijo ella, ignorando su mano extendida.

Llevaba dos meses fuera, pero lo había leído todo.

El rostro del inspector se tensó, y volvió a encoger su mano.

—Me limité a ofrecer una alternativa...

—¿Y cómo te ha funcionado? —le preguntó, pasando a su lado.

Por el montón de pertenencias que había sobre el escritorio, estaba claro que Burns se había instalado en su despacho rápidamente.

—Seguid con lo vuestro —dijo, llegando a la puerta del centro de operaciones—. Si me necesitáis, estaré borrando por lo menos veinte mil correos.

Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella para recuperar el aliento. Sentía como si hubiera entrado en un lugar que ahora le resultaba completamente ajeno.

Inspector detective Ian Burns. Treinta y un años, soltero, su padre y su abuelo también habían prestado servicio. Ambicioso, motivado y con la esperanza de que la captura de Symes fuera la culminación de su candidatura a inspector jefe de detectives.

La vida de Stone había sido una oportunidad constante de ascenso; él, en cambio, lo había intentado, pero no había tenido éxito.

Kim sabía lo que había pasado. Su grave incapacidad para atar cabos provocó que lo enviaran a Siberia. Los grandes ascensos no provenían de Halesowen, y el inspector Burns se encontraba ahora solo.

Tras leer los expedientes, podía entender algunas de sus acciones, y otras no. Pero lo que no podía perdonar era lo que había utilizado para defenderse en su declaración, que a la vez era el único motivo por el que no lo habían destituido: el hecho de que ella se había entregado voluntariamente al enemigo. De algún modo, había logrado que ella pagara por los errores que él había cometido.

Dejó de centrar su atención en él y trató de deshacerse de los pensamientos violentos que se le pasaban por la cabeza. Encendió el ordenador.

«Date un poco de tiempo —le había dicho Woody—. Tómatelo con calma, recupera el control cuando estés lista».

Ahora mismo no tenía ni idea de cuándo lo conseguiría.

Capítulo 2

Kim tardó alrededor de media hora en vaciar su bandeja de entrada de circulares, notas y novedades.

Después de archivar cualquier cosa que procediera de Woody, Keats y su equipo, simplemente había pulsado «borrar todo», viendo cómo desaparecían miles de mensajes con solo pulsar un botón.

Estaba a punto de empezar a revisar los que había marcado cuando se dio cuenta de que no había oído ni una palabra en la sala de la brigada.

Miró por encima de la pantalla del ordenador y echó un vistazo más de cerca. Faltaban apenas unos minutos para las nueve de la mañana de un martes y se podía oír a un mosquito volar.

Penn terminó de transcribir una declaración y la deslizó hacia Stacey, cruzando el punto donde se unían sus escritorios. Levantó las cejas en señal de disculpa; ella se encogió de hombros en silencio como respuesta.

Kim siguió observando mientras Bryant añadía otra declaración a la creciente montaña de documentos pendientes de Stacey, a través del pasillo que los separaba.

—Bueno, gente —dijo Burns, dando unas palmas con sus manos como si sus palabras por sí solas no pudieran atraer la atención en medio de un silencio sepulcral.

Eran las nueve en punto de la mañana.

—Ahora que ya nos hemos puesto al día con el papeleo, planifiquemos el día.

Aunque estaba en su propio despacho, los paneles de cristal y los huecos que había alrededor de la puerta le permitían oír hasta el sonido de una aguja caer en la sala contigua.

—Wood, ¿puedes quitar el nombre de ese chico de la pizarra, por favor?

A Kim le fastidió de inmediato que se refiriera a Stacey por su apellido y que no mencionara el nombre del chico de la pizarra.

¿Por qué no había fotos, detalles, edad, descripción, líneas de investigación? Solo un nombre, como si lo hubieran escrito ahí para luego olvidarse de él.

«¿Quién era Jamie Mills?», quiso preguntar.

—Señor, ¿no podría merecer la pena hablar con sus padres? —preguntó Stacey, mientras cogía el papel de cocina.

—¿Por qué motivo? Los agentes ya informaron a la familia y hemos dictaminado que se trató de un suicidio. Trabajo finalizado —dijo, cogiendo un trozo de papel.

Kim pudo ver la voluntad titubeante en el rostro de la ayudante de detective.

—Pero creo que...

—Suaviza el tono, Wood —dijo con frialdad.

Kim vio cómo apretaba los dientes mientras borraba el nombre de la pizarra.

Volvió a su asiento en silencio. Kim trató de concentrarse en sus correos, pero no podía evitar escuchar lo que estaba ocurriendo en la sala de al lado.

—Sigo contigo, Wood. Anoche nos remitieron un caso de una persona desaparecida, un hombre adulto. Probablemente no sea nada, pero recopila algunos datos.

«Trabajo de fachada», como a Kim le gustaba llamarlo. No había ningún interés real en la investigación, se trataba de apaciguar los ánimos de alguien. Había que transmitir la apariencia de que el asunto importaba, quizá tomar una declaración y luego no hacer nada más.

—Bryant, durante la noche nos entró también una agresión. Echa un vistazo rápido y a ver si hay algo que nos pueda interesar.

—Lo haré —respondió Bryant sin mirarlo.

Burns ni siquiera se dio cuenta.

—Penn, revisa los registros.

Penn asintió en señal de comprensión, pero no dijo ni mu. Estaba claro que así era la rutina diaria del equipo.

Kim apenas tardó unos segundos en comprender lo que significaba «comprobar los registros». Ninguno de ellos necesitaba que le recordaran que tenían que hacer ese trabajo. Todos accedían al sistema de informes para verificar qué trabajos les habían asignado, pero supuso que Burns no se refería a eso.

Sabía que algunos inspectores revisaban los registros de otras unidades de policía local para averiguar si había algo más atractivo en su territorio. Algo más grande y más sexi, en lo que pudieran encontrar la forma de meterse. En el mejor de los casos, se trataba de hacerse con la joya de la corona de tu compañero, y, en el peor, de perseguir sombras a la espera de un nuevo desafío. Después de su cagada reciente, Burns iba a tener que hacerse con un caso espectacular para volver a ganarse la confianza de los altos cargos.

Personalmente, Kim siempre había preferido comer de su propio plato antes que coger la comida de los demás, y la expresión de Penn indicaba que pensaba igual que ella.

—Venga, va, manos a la obra —dijo Burns, aflojándose la corbata.

Stacey se puso en pie.

—Ah, Wood, antes de irte, ¿puedes poner...?

—Creo que voy a hacer café —dijo Bryant mientras se levantaba.

La sonrisa no terminó de brotar en la cara de Kim, pero había que confiar en el viejo Bryant.

Se alejó de su equipo, que se ponía a lo suyo, con una sola pregunta en la cabeza. Una pregunta que iba a necesitar una respuesta.

¿Quién coño era Jamie Mills?

Capítulo 3

Bryant siguió a Stacey fuera de la sala con la tetera en la mano. El inspector Burns solo bebía infusiones.

—Espera, Stace —la llamó. Ella se detuvo y, para mayor intimidad, él la empujó hacia la pequeña cocina que utilizaba el equipo de coordinación.

—¿Qué? —preguntó ella, con los ojos en llamas a causa de la rabia.

—He visto cómo la has guardado ahí —dijo, señalando con la cabeza la libreta que se llevaba a la sala de interrogatorios.

—Voy a pedir una reunión en cuanto termine el interrogatorio.

—Sabes que una vez presentada... —Bryant dejó de hablar cuando una de las supervisoras entró en la sala para coger algo de la nevera. Esperó a que se fuera para continuar—. Una vez que entregas la petición de traslado, ya no hay nada que hacer, no te puedes retractar sin...

—No voy a retractarme, ya no puedo seguir trabajando más tiempo con él.

—Stace, dale...

—Bryant, tuvimos esta conversación hace tres semanas. Ya es bastante difícil que tengamos que lidiar con el desgraciado que casi acaba con la vida de la jefa, pero, además, no para de menospreciarme. Que los hombres hagan de policías y yo, mientras tanto, les preparo el café, para que no se agoten sus energías.

Bryant podía percibir la amargura de su voz, y había razones de sobra para sentirla.

Para ser un hombre de treinta y pocos años, Burns tenía una actitud arcaica hacia las mujeres del cuerpo de policía. Tanto Bryant como Penn habían hecho el intento de ignorar las instrucciones de Burns acerca de los asuntos administrativos, pero eso no hizo más que empeorar su actitud.

Bryant reprimió con mucho esfuerzo la frustración que había estado acumulando durante los dos últimos meses; ahora parecía que sus esfuerzos habían sido en vano.

Woody le había dado en privado la noticia del reemplazo de la jefa el día del funeral ficticio, como si no hubiera sido suficiente con tener que fingir enterrarla. Bryant se había opuesto de la forma más enérgica en la que se atrevió a un hombre que era el jefe de su jefe, pero le dijeron que solo había otra opción debido a la escasez de inspectores. No necesitó más explicaciones; si no aceptaban a Burns, todos serían reasignados en ausencia de la jefa a otros equipos del Departamento de Investigación Criminal, y se formaría un nuevo equipo cuando esta volviera.

Se había guardado la noticia para sí mismo y se había comportado de la forma más profesional y cortés que pudo con Burns. La única razón por la que había mantenido en los bolsillos las manos que querían aporrearlo hasta dejarlo inconsciente era que el equipo permaneciera intacto.

—Stace, vamos, espera un poco más. La jefa ya está de vuelta.

—¿Seguro? —preguntó Stacey con tono incisivo—. ¿Tú has visto su cara? ¿Crees que siquiera nos reconoce?

No podía responder a esa pregunta con sinceridad. Sí, había vuelto al trabajo físicamente, pero no dejaba de preguntarse cuándo volvería a estar presente, cuándo regresaría el resto de su ser.

—Hazlo por mí, Stace, solo un poco más, ¿vale? —suplicó.

Suspiró profundamente, tratando de liberar la tensión de su mandíbula.

—Un día, Bryant. Le doy un día, y si nada cambia, lo pongo en marcha.

Asintió y la dejó continuar hasta la sala de interrogatorios.

Un día más no era mucho tiempo. Era demasiado pedir que la jefa volviera a estar de verdad con ellos en ese plazo. Esperaba al menos haber hecho lo suficiente para intentarlo.

Capítulo 4

Stacey ya había conseguido regular su respiración cuando se dirigió por el pasillo hacia la sala de interrogatorios número uno. Estaba ya harta de tener esa conversación con Bryant.

Nunca, en casi siete años, se le había pasado seriamente por la cabeza dejar el equipo, pero ahora mismo era lo único en lo que podía pensar.

Estaba bien que Bryant siguiera animándola a no precipitarse, pero no sabía si su salud mental podría soportarlo mucho tiempo más. No podía desconectar por la noche, y no de una investigación, porque apenas hacía nada relacionado con eso. Lo que le impedía dormir era su propia ira, su ansiedad, su miedo al día siguiente. Le daban ganas de replicar al inspector cuando delegaba en ella todas las tareas administrativas y rutinarias. Era el miembro de menor rango del equipo y ahora se lo hacían sentir. Por la noche, su cerebro bullía con todas las cosas que querría decirle a Burns, pero no podía porque era su oficial superior. En su discurso inaugural les había dicho a todos que se tomaba muy en serio la insubordinación y que nadie quería que algo así figurara en su historial. Estuviera o no justificada, era una mancha negra para cualquier inspector que echara un vistazo a tu expediente en el futuro.

La única opción que podía considerar era alejarse de aquel hombre lo antes posible, y en ello andaba pensando cuando abrió la puerta ante lo que sin duda parecía ser una tarea rutinaria de elaboración de un informe.

La mujer que estaba en la mesa era delgada, con el pelo castaño y corto, casi a la altura de los hombros. Stacey supuso que andaría entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos.

—Señora Denton, soy la ayudante de detective Stacey Wood —dijo, ofreciendo su mano a través de la mesa.

—¿De verdad es usted detective? —preguntó la mujer.

«De nombre nada más», estuvo a punto de decir, pero se limitó a asentir mientras abrió su cuaderno con un gesto rápido.

—Tengo entendido que ha denunciado la desaparición de su marido.

—Sí, anoche llamé a la comisaría. Me dijeron que, si por la mañana aún no había vuelto, viniera a poner una denuncia.

Era la práctica habitual, pensó Stacey, al tratarse de un adulto en plenas facultades que había desaparecido durante un par de horas sin dejar rastro; con los niños y las personas vulnerables se actuaba de inmediato.

—¿Puede contarme qué ha sucedido, señora Denton?

—Beth, por favor —dijo, levantando una mano impecablemente cuidada. Los únicos anillos que en ella se veían eran el de compromiso y la alianza—. Gabriel salió para ir a trabajar ayer por la mañana, a la misma hora de siempre, las ocho y cuarto exactas. Yo me fui poco después. Estuve liada a la hora del almuerzo porque una reunión se alargó, así que no pudimos charlar durante...

—¿Es algo que hacen normalmente? —preguntó Stacey. Ella y Devon no solían comunicarse durante la jornada laboral, salvo por algún que otro mensaje lleno de emoticonos del que ninguna esperaba respuesta. No había pausas estipuladas para el almuerzo ni en su trabajo ni en el de Devon como funcionaria de inmigración.

Beth asintió.

—Sí, normalmente nos llamamos o nos mandamos mensajes para ver qué tal nos va el día, sobre todo nos llamamos. —Se fijó en la mano izquierda de Stacey—. ¿No lo hacen usted y su marido?

—Mujer —corrigió Stacey.

—Ay, Dios mío, lo siento, no he querido decir...

—No se preocupe —dijo Stacey, desestimando la disculpa. La pobre mujer parecía avergonzada—. Por favor, continúe.

—Total, no hablamos en ningún momento del día. A las seis ya estaba en casa y a las seis y media tenía la cena hecha y una copa de vino preparada. Sobre las siete empecé a llamarlo, pero me saltaba directamente el buzón de voz. Me puse en contacto con su trabajo y me dijeron que no había aparecido por allí en todo el día, y que habían dado por hecho que tendría gripe.

Stacey percibió que cada vez hablaba más rápido.

—Llamé a los hospitales de la zona, rebusqué en las noticias y luego recorrí con el coche la ruta que sigue hasta su trabajo, por comprobar que no hubiera ido a parar a alguna zanja o algo así.

Stacey estaba segura de que, de ser así, alguien lo habría visto y notificado, pero entendía también la necesidad de la mujer de hacer algo.

—¿Amigos? —preguntó Stacey.

—Pues no es que tengamos muchos. Somos bastante independientes —dijo, casi disculpándose.

—Seguro que alguien habrá... ¿Algún viejo amigo de la universidad, quizá alguien con quien salgan a tomar algo? —preguntó Stacey. Ella y Devon no eran muy sociables y no tenían grupos grandes de amigos, pero ambas habían mantenido en sus vidas a personas procedentes de diversos ámbitos: el instituto, la universidad, los trabajos a tiempo parcial...

—Bueno, supongo que, remontándonos un poco en el tiempo, algún nombre se me podría ocurrir.

—Piénselo y póngalos en mi conocimiento —dijo Stacey, deslizando una tarjeta sobre la mesa—. ¿Algún compañero de trabajo que fuera especialmente cercano? —preguntó. Tenía que considerar la posibilidad de que tal vez hubiera decidido tomarse algo de tiempo para él mismo, pero ¿a quién le habría contado sus planes?

Beth negó con la cabeza.

—¿Familiares? —preguntó Stacey.

—Su madre está en una residencia de Hagley —dijo, golpeándose suavemente la cabeza—. Tiene demencia. Tiene un hermano con el que no habla desde hace años.

—¿Puedo preguntarle por qué? —preguntó Stacey, tomando notas.

Beth se encogió de hombros.

—Discutieron poco después de casarnos, pero ambos son demasiado tercos para dar el primer paso para la reconciliación.

—¿Estaban unidos antes de eso?

—No demasiado.

—De todas formas, ¿podría darme sus datos para intentar contactar con él?

Beth asintió.

—Por alguna parte debo tener una vieja agenda con direcciones anotadas, la localizaré.

Stacey se detuvo un segundo, preparándose para hacer la pregunta más difícil de todas.

—¿Tiene Gabriel algún problema de salud mental? ¿Depresión, ansiedad, algo así?

Beth negó con la cabeza.

—No, nada de eso. Siempre ha sido equilibrado y sensato.

Stacey se tomó un momento para echar un vistazo a los datos que el sargento de guardia había tomado. Tenía una dirección, los datos del vehículo y una buena descripción. Toda esa información se introduciría en el sistema, y suponía que eso sería todo lo que Burns le permitiría hacer con ella.

—¿Podría enviarme una foto?

Beth abrió su bolso Mulberry y sacó una.

El hombre que podía verse en ella medía más o menos un metro ochenta, y tenía el pelo rubio y los ojos azules. Sonreía a la cámara ante un paisaje impresionante.

—Es de hace dos meses, en nuestras últimas vacaciones en Croacia.

Stacey la colocó dentro de su cuaderno. Ya tenía todo lo que necesitaba.

—Señora Denton... perdón, Beth, ¿qué cree que le ha pasado a su marido?

Las lágrimas rebosaron sus ojos y se derramaron por sus mejillas. Sus manos jugueteaban nerviosamente con la correa del bolso mientras hablaba.

—Lo único que se me ocurre es que haya sufrido algún tipo de accidente. No dejo de imaginármelo vagando por ahí, aturdido, confuso y solo. Quiero que vuelva ya a casa.

Stacey extendió la mano y tocó el brazo de la mujer para tranquilizarla. No podía imaginarse cómo se sentiría si no supiera dónde estaba Devon, así que empatizó con la preocupación de la mujer.

—Lo encontraremos, Beth —dijo, preguntándose si acababa de hacer una promesa que no podría cumplir.

Capítulo 5

Mis ojos se abren, o eso creo. Siento que lo hacen, pero sigo viendo lo mismo; la oscuridad es igual de densa. Vuelvo a parpadear. Me cuesta un mundo, parpadear es un gran esfuerzo.

El pánico que siento en el estómago es instantáneo. No sé dónde estoy. La sensación de lo desconocido es lo primero que me impacta; tengo un nudo en el estómago y el corazón me late con rapidez.

Siento mi cuerpo al completo como si fuera algo ajeno. El suelo está duro. Tengo las muñecas y los tobillos esposados, y una especie de tela se encuentra dentro de mi boca. Mi cabeza está hecha un lío, atrapada en un laberinto de pensamientos confusos. Soy incapaz de razonar con claridad. ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué he hecho? ¿Por qué estoy atado?

Trato de controlar mi respiración mientras el miedo me sube hasta la garganta. Intento redirigir el aire, que sale rápidamente por mi nariz, pues no puede escapar por mi boca. «Calma. Cálmate. Toma el control. Piensa —me digo a mí mismo—. Evalúa».

Me duele todo el cuerpo, de los pies a la cabeza. Me invade un agotamiento que nunca antes he sentido. Cada fibra de mi ser me pide que cierre los ojos, que sucumba a la fatiga que parece conquistarme por completo. Siento como si mis huesos se hubieran convertido en líquido y mi cuerpo fuera una masa blanda.

Tengo que concentrarme. He de intentar entender dónde estoy; mis sentidos deben ayudarme, tienen que ponerse en funcionamiento. Necesito encontrar una forma de salir de aquí.

Trato de alzar la cabeza para agudizar el oído. Un dolor se dispara desde mi nuca hasta la parte superior de mi cabeza. Mi cuello se debilita y mi cabeza vuelve a caer hacia delante. ¿Por qué me duele ahí? ¿Me han golpeado en la parte de atrás de la cabeza?

Nada tiene sentido. Mi cerebro no se activa para ayudarme. No recuerdo nada.

De repente, siento la necesidad de orinar. Intento tensar el cuerpo para contenerla. Me digo a mí mismo que aguante, pero la orina fluye hacia fuera de mí. Círculos de vergüenza aparecen en mis mejillas, calentándolas, mientras el líquido empapa mi entrepierna. Mi cuerpo no responde; es como si mi cerebro no fuera capaz de enviar mensajes al resto de mi cuerpo, como si sus intentos se desvanecieran en el aire. No hay camino, no hay un medio, no hay modo de que llegue la orden. No hace lo que le pido, solo quiere descansar y dormir.

Intento separar las muñecas de un tirón. Mis manos apenas se mueven. El esfuerzo me resulta extenuante; tratar de pensar me agota por completo.

Debo permanecer despierto.

Debo averiguar dónde estoy.

Debo tratar de entender qué ha pasado.

Me invade una oleada de cansancio.

Me rindo y cierro los ojos.

Capítulo 6

Penn seguía escudriñando los informes cuando Stacey volvió a la sala de la brigada, y se preparó para presenciar la confrontación.

—¿Solucionado? —preguntó Burns mientras Stacey se sentaba.

—Es todo un poco raro, señor. Un hombre normal, felizmente casado, sale de casa y no vuelve.

—No puedes saber si está felizmente casado —dijo Burns—. Puede que tuvieran una discusión por algo de los niños y se haya ido a despejarse con un amigo.

—No tienen hijos, y al parecer tampoco muchos amigos —dijo Stacey, encogiéndose de hombros.

—No te pases de lista, Wood —dijo Burns, enarcando una ceja.

—No me lo estoy inventando, es lo que me ha dicho su mujer —respondió Stacey.

Burns empezó a negar con la cabeza.

—Archiva el informe y envía la descripción.

—Señor, creo que merece la pena prestarle algo de atención, echar un buen vistazo —protestó Stacey.

Penn contuvo la respiración. Normalmente, cuando la situación llegaba a ese punto de tensión, Burns reprendía a Stacey o derivaba el asunto a otra persona. Ambas opciones la irritaban por igual.

Burns cerró la boca, respiró por la nariz un par de veces y luego se giró.

—Penn, que Wood te dé los datos y vete al trabajo de ese hombre. Haz algunas preguntas y déjalo estar.

Penn vio cómo los ojos de su compañera brillaban de pura rabia.

—Señor, me encantaría, pero tengo el estómago chungo —dijo, dándose unos golpecitos en la barriga—. No me atrevo a alejarme demasiado de un cuarto de baño ahora mismo. Está a punto de explotar de...

—Vale, Penn, suficiente —dijo Burns mientras Bryant se daba la vuelta para ocultar una sonrisa—. Muy bien, Wood, ve a recabar algo de información a su trabajo y luego se la pasas a Penn, que sí podrá continuar con el caso desde la seguridad que le brinda su escritorio.

Stacey recogió sus cosas y salió de la oficina antes de que cambiara de opinión.

Burns se frotó las manos.

—Penn, ¿tienes ya...?

—Acabo de ver algo en los registros. Una mujer encontrada muerta en su salón en Walsall; han llamado hace solo quince minutos.

Burns cogió su chaqueta, a pesar de que Walsall tenía sus propios equipos dentro del Departamento de Investigación Criminal y no tenía relación alguna con su unidad de policía local.

—Consígueme un coche, que me recoja en la puerta —dijo, saliendo de la habitación.

Penn cogió el teléfono. A su inspector en funciones le gustaba viajar con clase.

Una vez hecha la petición, colgó el teléfono y dejó escapar un largo suspiro.

—¿Soy yo o todo el mundo siente que la tensión se disipa en cuanto se larga? —preguntó.

Bryant movió la cabeza.

—Es como si esa energía nerviosa suya, esa desesperación, llenara todo el maldito edificio.

Penn echó un vistazo hacia el centro de operaciones cuando la jefa se levantó y se dirigió hacia ellos.

—Hasta luego —dijo, atravesando la sala con rapidez.

Tanto él como Bryant la vieron irse.

Bryant captó su expresión.

—Dale algo de tiempo.

Penn asintió. Todos sabían por lo que había pasado, y mantener a su equipo contento seguramente fuera lo que menos preocupara ahora mismo a la jefa.

—¿A dónde crees que ha ido?

Bryant se encogió de hombros y volvió a su ordenador, desconcertando aún más a Penn. La mayoría de las veces su ordenador solo tenía fines decorativos.

Penn sabía que su equipo tenía una dinámica extraña y que, incluso si tenía un buen día, la jefa compartía poco de sí misma con él o con Stacey, pero con Bryant el vínculo era mayor, y si él no estaba al corriente de la situación, era porque Kim no le estaba revelando nada a nadie. Curiosamente, tanto él como Stacey se sentían reconfortados por la amistad auténtica que existía entre Bryant y la jefa, y mientras había estabilidad entre ellos, el mundo funcionaba a la perfección. Pero, cuando no la había, todo se descompensaba.

Se trataba de sus compañeros de trabajo, no de sus padres, pero a Penn la relación entre ellos le recordaba a cuando era joven. Nunca vio discutir a sus padres, ni una sola vez, pero, cuando lo habían hecho sin que él lo presenciara, siempre había sido capaz de percibirlo. El silencio entra ambos pesaba tanto que llenaba la casa, y tanto él como Jasper se quedaban con tal sensación de malestar que incluso ahora mismo era capaz de revivirla.

El sonido de la risita entre dientes de Bryant rompió el silencio.

—Acabo de leer el registro del incidente de ese caso al que has enviado a Burns en Walsall. La mujer a la que han encontrado muerta en su salón tenía ochenta y siete años y, al parecer, ha fallecido por causas naturales.

—¿En serio? —preguntó Penn con fingida sorpresa—. No habré prestado atención a esos detalles.

Bryant volvió a reírse.

En cualquier caso, les había quitado de encima al hombre insufrible durante una o dos horas.

—Buen trabajo, Penn —dijo Bryant—. Cojonudo.

Capítulo 7

Fairfield era un pueblo situado en el distrito de Bromsgrove. Contaba con una iglesia, un pub y una oficina de correos que a la vez servía de tienda de conveniencia para satisfacer las necesidades básicas de sus habitantes.

Kim se bajó de la Kawasaki Ninja y se quitó el casco.

La casa que buscaba era un adosado de nueva construcción con una pequeña valla que dividía un jardín delantero compartido, al que bordeaban unas margaritas muy coloridas. No había coche alguno en la entrada, pero se oía el ruido de una aspiradora a través de las ventanas, que estaban abiertas.

Tuvo que llamar dos veces a la puerta hasta que el sonido cesó y vio a una figura acercarse a través del panel de vidrio esmerilado.

Una mujer algo regordeta de alrededor de cuarenta y cinco años, vestida con vaqueros y camiseta, abrió la puerta. Tenía el pelo castaño recogido y un colgante con un crucifijo de plata era la única pieza de joyería que llevaba puesta. Se secó la frente húmeda mientras Kim sacaba sus credenciales por primera vez en meses.

—Inspectora detective Stone —dijo—. Departamento de Investigación Criminal de Halesowen.

La mujer frunció el ceño.

—He venido para hablar de Jamie.

—Pase, por favor.

Kim pasó junto a ella y esperó a que la dirigieran hacia algún lugar concreto.

—Ahí dentro —dijo la mujer, señalando un salón a la izquierda.

Kim sorteó el tubo de la aspiradora y entró en una sala luminosa, amueblada de forma austera, pero que captaba la luz del sol gracias a un amplio ventanal. Un haz de luz atravesaba un crucifijo que se encontraba sobre la chimenea.

—Por favor, tome asiento, aunque no sé muy bien a qué ha venido.

—Es solo un seguimiento rutinario, señora Mills —dijo Kim, que no estaba nada segura de por qué estaba haciendo esa visita. Todo lo que sabía era que habían encontrado colgado de un árbol a un chaval de diecinueve años, aparentemente sano, y que habían borrado su nombre de la pizarra antes de que nadie se hubiera molestado en averiguar qué había sucedido.

La sensación de no tener a Bryant a su lado era un tanto surrealista, pero era injusto involucrarlo en algo que se suponía que no debía estar haciendo. Estando sola, se trataba solo de hacer unas preguntas, pero, si Bryant estuviera a su lado, eso supondría una investigación. Sin él, tuvo que esforzarse por comportarse adecuadamente y pensar en lo que él podría decir a unos padres que estaban de luto.

—Señora Mills, la acompaño en el sentimiento.

—Gracias, inspectora —respondió, poniendo las manos sobre su regazo. No había lágrimas en sus ojos, solo una mirada de confusión—. Aún no entiendo bien el motivo de su visita. El agente nos dijo que no había nadie más implicado y que Jamie se quitó la vida.

—No parece sorprendida, ¿no?

La mujer respiró hondo.

—Ni a mí ni a mi marido nos sorprendió la noticia.

—¿Su marido?

—Sí, ha vuelto hoy al trabajo.

«Un poco pronto», pensó Kim. Se había descubierto el cuerpo de Jamie apenas cuarenta y ocho horas antes, lo cual significaba que su padre solo se había tomado un día libre para llorar su muerte.

—Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas —dijo la señora Mills a modo de explicación.

—¿Sufría Jamie algún problema de salud mental? —preguntó Kim, sintiéndose autorizada a hacerlo por el hecho de que las acciones del joven no parecieran sorprender a sus padres.

Ella sacudió la cabeza con vehemencia.

—Nada dramático. A veces se deprimía un poco, se encerraba en sí mismo, pero no sufría ningún tipo de enfermedad mental.

Kim detectó en su tono que se había ofendido ligeramente.

—¿No estaba tomando medicación alguna?

—¿Para qué? No le pasaba nada. Tenía momentos de introspección de vez en cuando.

—¿No consultaron con un especialista?

Sacudió la cabeza.

—Ni se nos pasó por la cabeza. Se dedica demasiado tiempo a hablar de todo tipo de trastornos; ahora, cualquier niño medianamente travieso parece sufrir TDAH, a los perezosos se les clasifica como disléxicos y, a los más introvertidos, los profesionales de la medicina les ofrecen medicamentos y remedios de todo tipo.

Kim se estaba esforzando mucho para no formarse una opinión negativa de la mujer que tenía delante. En los últimos veinte años, se había avanzado mucho para lograr entender mejor la salud mental de niños y jóvenes.

—Hoy en día tienen demasiado tiempo libre —continuó la señora Mills, como si Kim hubiera dado pie a que hablara del tema que más le apasiona para ponerse a criticar—. Nuestra generación iba a la escuela, volvía, hacía las tareas del hogar y los deberes, veía un poco la tele, y a la cama. No teníamos tiempo para sumergirnos en la depresión, la ansiedad o cualquier historia de esas.

Kim percibió que se encontraba ante una persona que dejaba claro que el tema de la salud mental, sobre todo la asociada a los jóvenes, seguía estando estigmatizado. Le habría gustado ponerse a debatir sobre la materia, pero no había ido allí para eso, aunque cada vez le parecían más obvias las razones por las que Jamie nunca habría hablado con su madre de posibles problemas de salud mental.

—¿Puedo preguntarle qué edad tenía cuando empezaron esos momentos de introspección?

—No creo que sirva de nada ya, pero probablemente al principio de su adolescencia. Se encerraba en sí mismo, se quedaba en su habitación, dejaba de quedar con amigos. Supusimos que tan solo estaba pasando por una fase concreta. Intentamos que se involucrara más en la iglesia. Pensamos que se le pasaría. Hicimos todo lo que pudimos, lo enviamos a un campamento de verano un par de veces y rezamos por él todos los días, pero parecía alejarse cada vez más de nosotros.

Kim no pudo evitar sentir que la señora Mills le estaba hablando de un pariente lejano y no de su propio hijo.

—Hace un par de años se aficionó al ciclismo, se convirtió en un apasionado. Entrenaba solo, pero recorría kilómetros, incluso se adentraba bastante en Gales, iba a cualquier parte.

Kim entendía bien eso; a ella le ocurría lo mismo con la Ninja. Cualquiera sabía que se había perdido sola con su moto durante horas, y normalmente era para escapar de algo, en cierto modo para escapar de su propia cabeza, como si condujera a través de la niebla hacia la claridad y las respuestas a sus preguntas estuvieran al final de esa vuelta en moto. ¿Habría estado Jamie buscando respuestas? Si era así, ¿por qué no las había buscado en sus padres?

—¿Sería posible ver su habitación? —preguntó Kim.

—A ver, poder puede, pero ya no queda nada. Es mi cuarto de costura. Hago cojines y cortinas para la rifa de la iglesia. Jamie se mudó cuando tenía diecisiete años.

—¿Puedo preguntar por qué? —preguntó Kim, sintiendo que cada vez estaba más lejos de averiguar algo sobre el joven.

—Se fue a vivir con unos amigos porque no es que le gustaran mucho las normas que había en esta casa.

Kim esperó.

—Estudiar o trabajar, esas son las reglas. O la universidad, o un trabajo, pero se saltó tantas clases que suspendió todos los exámenes y no pudo encontrar empleo. Después del accidente, él...

—¿Qué accidente?

La señora Mills dejó traslucir su enfado.

—Inspectora, no tengo tiempo para relatarle la vida entera de Jamie. Ha muerto, punto final.

«¿Quizá es que algún cojín urgente necesita su atención?», quería preguntar Kim, pero, incluso cuando no estaba Bryant, sabía cuándo estaba abusando de la hospitalidad de otros.

—Por favor, cuénteme lo del accidente y le prometo que ya la dejaré en paz —le aseguró Kim.

—Se cayó de la bicicleta hará año y medio. Resultó gravemente herido y estuvo dos semanas en el hospital, con una lesión grave en la rodilla derecha, que tuvieron que volver a fijar en su sitio. Se recuperó excepcionalmente, pero ya no podría volver a montar en bici. Se encerró más en sí mismo. Intentamos que reaccionara dándole un ultimátum: o dejaba de deambular apático y deprimido y conseguía un trabajo, o tendría que mudarse. Eligió lo segundo.

—¿Y cuándo lo vieron por última vez? —preguntó Kim, rompiendo su propia promesa.

La señora Mills se puso de pie.

—Nos visitó hace unos seis meses, inspectora, y ahora debo pedirle que se vaya.

Kim se puso en pie y trató de deshacerse de la sensación de malestar que le producía la aparente indiferencia de la mujer ante la pérdida de su propio hijo. Había hablado de él con la misma emoción con la que lo haría de cualquier extraño.

Kim se dirigió a la puerta y sacó una tarjeta del bolsillo trasero.

—Si necesita cualquier cosa, por favor, llámeme.

La señora Mills miró la tarjeta.

—Por favor, guárdela. No necesitamos nada. Nos tenemos el uno al otro y también tenemos nuestra fe. Jamie está en un lugar mucho mejor ahora, y en paz. Por favor, deje las cosas así, inspectora.

La puerta se cerró tras ella en cuanto puso los pies en la calle.

Kim cogió el casco del manillar, deseando haber sido capaz de hacer más preguntas. ¿Por qué Jamie había preferido la opción de mudarse cuando lo presionaron para encontrar trabajo? ¿Cuál había sido el origen de sus crisis depresivas? ¿Había influido su educación religiosa en su decisión de abandonar el hogar familiar?

La actitud de Burns era calcada a la de la madre del niño: borrarlo, hacerlo invisible.

Acababa de pasar veinte minutos con la mujer y, sin embargo, tenía la sensación de no haber averiguado nada sobre un joven que, al parecer, había decidido acabar con su propia vida.

Capítulo 8

La asesoría contable Dunhill S. R. L., situada a las afueras del centro de Halesowen, era una antigua casa victoriana convertida en oficinas. El aparcamiento contenía tanto lugares asignados para trabajadores como espacios libres. La plaza para «G. Denton» estaba vacía.

Stacey llamó al timbre, disfrutando al máximo del hecho de encontrarse fuera de la oficina. Fue su refugio en el pasado, pero ahora estaba lejos de serlo.

La puerta emitió un zumbido e hizo un clic, y Stacey entró.

La recepción formaba un semicírculo elevado, y a su frente se encontraba una mujer atractiva de cuarenta y pocos años. Su pelo negro brillaba de forma imposible y su rostro estaba maquillado a la perfección. Al verla, Stacey no pudo más que pensar en el esfuerzo diario que le supondría arreglarse para ir a trabajar.

Mostró su identificación.

—Ayudante de detective Wood. ¿Hay alguien con quien pueda hablar sobre Gabriel Denton?

—¿Está bien? —preguntó la mujer mientras la preocupación se dibujaba en su rostro.

—Eso es lo que estamos intentando averiguar.

—Hay una reunión presupuestaria justo ahora y está todo el mundo allí reunido, pero probablemente yo sea de las que mejor conoce a Gabriel.

—Vale, ¿y usted es?

—Me llamo Wendy Clark, y soy recepcionista, secretaria, encargada de la oficina..., elija lo que prefiera. —Pulsó algunos botones del teléfono—. Que el contestador se quede a cargo el tiempo que haga falta. —Rodeó el mostrador y señaló dos sofás que había alrededor de una mesita de cristal.

—Tengo entendido que el señor Denton lleva muchos años trabajando aquí —dijo Stacey.

Wendy asintió.

—Veinte. Tenemos trece ejecutivos contables y su tasa de retención de clientes es la más alta de todos.

—¿Y lo conoce desde...?

—Llevo aquí casi diez años.

—¿Algún problema con los compañeros de trabajo? —preguntó Stacey.

Wendy sonrió y negó.

—Todo el mundo adora a Gabe. Supongo que algunos piensan que es un poco aburrido, pero la contabilidad no es que sea una aventura trepidante precisamente. Es muy sincero y directo, honrado a más no poder, agradable, profesional y muy trabajador.

Eso descartaba cualquier asunto relacionado con el trabajo, pensó Stacey. Una parte de ella se había estado preguntando si se habría metido en algún lío financiero en su empleo. Había investigado muchos casos de fraude y malversación a lo largo de los años. La gente muchas veces elegía quitarse de en medio antes de que la descubrieran. No podía descartarlo por completo en este caso. Tal vez había hecho algo que no debía, y aún no se había destapado.

—Pero ¿está bien? —volvió a preguntar Wendy, mostrando una preocupación que parecía auténtica.

Stacey ignoró la pregunta y continuó:

—¿Sabe si el señor Denton sufre algún tipo de problema de salud mental?

Wendy negó con la cabeza.

—Nunca me ha dado esa impresión, y desde luego él nunca ha mencionado nada al respecto.

—¿Cambios repentinos de humor, arrebatos?

Wendy se echó a reír.

—No, Gabe no es ese tipo de persona, en absoluto. Es un hombre muy tranquilo, no se altera, nunca lo he visto perder los nervios.

—¿Le pareció extraño que no viniera ayer a trabajar?

—No demasiado. Todos los contables pueden trabajar desde casa si no tienen reuniones presenciales con algún cliente. Gabe no lo hace a menudo, y estoy segura de que cuando se queda en casa viste con traje igualmente. ¿Puede decirme si se ha visto involucrado en algún tipo de accidente?

—La verdad es que no lo sabemos, señora Clarke. El señor Denton salió de casa ayer por la mañana y no volvió. No aparece, y obviamente la señora Denton está muy preocupada por él.

—Claro —dijo Wendy, con los ojos muy abiertos—. ¿Han comprobado los hospitales y...?

—Todo cubierto —dijo Stacey—. Es importante que me diga si ha notado algo extraño o diferente en su comportamiento últimamente.

Wendy pensó durante un momento y empezó a sacudir la cabeza.

—Estuvimos ahí afuera juntos el viernes y...

—¿Ahí afuera?

Asintió.

—Hay un pequeño patio en la parte trasera de la oficina. Apenas hay un par de mesas y sillas, junto a la sala de descanso. La política de empresa no permite comer en el mostrador o en cualquier otro puesto, y a menudo salíamos a almorzar a la misma hora. A los dos nos gustaba hacerlo tarde, nos encanta esa sensación de saber que llevamos trabajando más horas de las que nos quedan por delante.

—¿Así que pasaba mucho tiempo con él?

—Bueno, si se puede llamar «pasar tiempo juntos» a que él esté con el teléfono y yo con mi Kindle, entonces supongo que sí.

—Beth Denton me ha comentado que se mandaban mensajes o hablaban casi todos los días.

Wendy asintió mientras ordenaba las revistas que había sobre la mesa de cristal.

—Sí, creo que son muy entregados el uno con el otro.

—¿Ha conocido a Beth?

—Sí, la he visto, aunque solo una vez. Hace unos años hubo una gran fiesta para celebrar la jubilación de uno de los socios. Fue una cena formal, y hubo copas después. Beth parecía un poco incómoda durante la comida y no se quedaron a las copas.

Stacey podía empatizar con eso. La primera vez que acompañó a Devon a un evento de su trabajo, se sintió completamente fuera de lugar, a pesar de los esfuerzos de su mujer.

—¿No acudió a ningún otro evento de la empresa? —preguntó Stacey.

—No, y él tampoco —dijo Wendy.

—Así que no se le ocurre nada que pueda hacer que lo motive a marcharse así de repente, ¿verdad? —preguntó Stacey.

—Obviamente no estoy en la mente de otras personas, pero aquí no ha habido ningún indicio de que estuviera pasando algo, eso se lo garantizo.

—De acuerdo, señora Clarke; por favor, coja mi tarjeta y llámeme si se le ocurre algo más o si el señor Denton se pone en contacto...

—Bueno, no creo que se ponga en contacto conmigo.

—Me refería a cualquier compañero de trabajo —aclaró Stacey—. Por favor, distribuya mi número entre ellos y pídales que se comuniquen conmigo si hay algo que crean que puede ayudar.

—Lo haré —dijo Wendy, volviendo al mostrador para abrir la puerta.

Stacey se dirigió hacia el centro de la ciudad para recortar camino de vuelta a la comisaría. La invadió un sentimiento de angustia, pero, si tardaba mucho más en volver, Burns empezaría a llamarla como loco. Estaba segura de que tendría que hacer alguna tarea administrativa urgente en cuanto volviera.

También sabía que el inspector no tenía el más mínimo interés en el caso y que estaría encantado de dejarlo enmohecer en la base de datos. Los únicos que despertaban su interés eran los que podían ofrecerle la oportunidad de volver a brillar en su trayectoria profesional.

Sabía que probablemente tendría que dejarlo estar y olvidarse, pero estaba loca por averiguar por qué un hombre estable, felizmente casado y digno de confianza había desaparecido de repente sin dejar rastro alguno.

Capítulo 9

Era más de la una cuando Stacey volvió a entrar en la oficina, que estaba en silencio, y Penn ya sabía cómo iba a acabar todo.

La curiosidad natural de Stacey haría que quisiera seguir investigando, y ver hasta dónde podía llegar. Su colega se tomaba muy en serio cualquier caso, y quería encontrar respuestas para cada pregunta. Era precisamente eso lo que la convertía en una investigadora tan condenadamente buena.

—Señor, creo que deberíamos indagar en...

—Olvídalo, Wood. Volverá al anochecer. Discutieron, ha pasado la noche en el sofá de un amigo y aparecerá cuando tenga hambre. Es un asunto doméstico y no vamos a seguir con él.

Penn percibió las ganas de responder que tenía Stacey, y podía entenderla a la perfección. Estaba loca por investigar algo, cualquier cosa le valdría. Si les dieran la oportunidad, investigarían hasta el presunto robo de un pastel en la cafetería. En aquel momento estaban todos de brazos cruzados, esperando a que entrara un caso de los grandes. El seguimiento de agresiones comunes y robos típicos se hacía por teléfono o mediante correo electrónico. Los detectives rasos se encargaban de la toma de declaraciones mientras los demás miraban un ordenador y trataban de aparentar que estaban ocupados. Burns no quería que el equipo se quedara atrapado en un caso y que el siguiente desafío verdadero terminara en manos de otro equipo. Los mantenía constantemente en espera, hasta que apareciera uno que pudiera cambiar su carrera de manera decisiva. Penn sabía que su colega estaba desesperada por volver a sentir esa chispa de pasión en su interior; todos se sentían igual que ella. Por la expresión de su cara, se dio cuenta de que aún no se había rendido.

—Señor, de verdad que pienso que...

—Ese es tu problema, Wood: piensas demasiado.

Bryant levantó la cabeza bruscamente.

—Oiga, espere un momento...

—Cálmate. Solo estaba bromeando. No es que sea tu hermana, pero bueno, si no puede soportar una broma, seré considerado con sus sentimientos frágiles. Y, hablando de fragilidad, ¿sabe alguien a dónde ha ido Stone?