Promesa fatal - Angela Marsons - E-Book

Promesa fatal E-Book

Angela Marsons

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Beschreibung

 ¡Pito, pito, gorgorito! Yo decido si tu vida quito…     Cuando se descubre el cuerpo de un médico brutalmente asesinado en un bosque local,la detective Kim Stone se sorprende al descubrir que la víctima es Gordon Cordell, un hombre vinculado a un caso anterior en el que murió una joven colegiala. Gordon tiene un pasado accidentado, pero ¿quién querría que muriera?    A medida que avanza la investigación, el hijo de Gordon se ve involucrado en un horrible accidente automovilístico que lo deja luchando por su vida. Y Kim está segura de que no fue un accidente.    Cuando una mujer es encontrada muerta en circunstancias sospechosas, Kim establece un vínculo inquietante entre las víctimas y el Hospital Russells Hall, el mismo donde trabajaba Gordon.    Con Kim y su equipo todavía de luto por la pérdida de uno de los suyos, están en su momento más débil y se enfrentan a uno de los asesinos en serie más peligrosos que jamás hayan encontrado. Todo está en juego. ¿Podrá Kim mantener unido a su equipo y encontrar al asesino antes de que se cobre su próxima víctima?    El asesino está matando a sus víctimas a un ritmo aterrador, y aún no ha terminado.     «Con una trama experta, la autora demuestra una vez más su talento para dar vida a sus personajes y trama… Una lectura fascinante llena de giros… Si aún no has leído ninguno de sus libros, ¡estás loco! ¿A qué esperas?» Chapterinmylife ⭐⭐⭐⭐⭐    «¡¡Un thriller brillante!! Sin lugar a duda, esta es mi serie de crímenes favorita ahora mismo. ¡Es una historia increíble y la recomendaré una y otra vez!» Donna's Book Blog ⭐⭐⭐⭐⭐

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Promesa fatal

Promesa fatal

Título original: Fatal Promise

© Angela Marsons, 2018. Reservados todos los derechos.

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna

ISBN: 978-87-428-1282-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

––

De la serie de la detective Kim Stone:

Grito del silencio

Juegos del mal

Las niñas perdidas

Juegos letales

Hilos de sangre

Almas muertas

Los huesos rotos

Una verdad mortal

Promesa fatal

Este libro está dedicado a Keshini Naidoo, sin quien Kim Stone y sus aventuras solo vivirían en mi cabeza. Mi hada madrina, siempre.

Prólogo

El sol de finales de abril rebota en la densidad negra y azulada de un coche fúnebre demasiado grande para contener el ataúd, a pesar de que lo inundan un montón de flores brillantes y socarronas.

Un ataúd pequeño hasta la impudicia, todo blanco y con bisagras de latón, va sobre los hombros de cuatro amigos de la familia; en realidad, podrían haber sido menos. Un par de brazos fuertes habrían bastado.

Las lágrimas corren por esos rostros. Son cuatro fornidos hombres que, cada viernes por la noche, intentan beber más que los demás. Cuatro hombres fornidos que eructan y se tiran pedos y se felicitan entre ellos.

Pero ahora lloran, y no hacen ningún esfuerzo por ocultarlo. Es aceptable. Nadie los va a juzgar.

La iglesia guarda un silencio sepulcral mientras avanzan ceremoniosos por el pasillo, hacia el fondo. A pesar de las lágrimas, el dolor y la tristeza, hay un gran recogimiento. El ataúd es pequeño y ligero, no es rival para la fuerza combinada de estos compañeros que se conocieron en el campo de rugby. Pero ¿quién querría darse de bruces, tropezar con el borde elevado de una alfombra o ver su pie enredado con la correa de un bolso dejado con desidia en medio del pasillo?

¿Quién querría dejar caer el ataúd? ¿Quién querría hacerse famoso por algo así? ¿Quién querría ser el protagonista de esa anécdota para una noche de viernes de borrachera?

Y sé muy bien que, cuanto más intentas aferrarte a algo, cuanto más te concentras en ello, más fácil es que se te escape de las manos.

Todas las miradas siguen el paso de la pequeña caja blanca. Hay algo repulsivo en un ataúd tan pequeño. Pero lo que repugna también fascina; lo noto en todos los cuellos que se estiran desde los puntos más alejados de la iglesia. La gente quiere ver esta incongruente rareza: el macabro y corto viaje de la vida y la muerte.

Detrás de mí, en algún lugar, oigo un sollozo estrangulado, pero la mayoría de la gente ha enmudecido de horror.

Las miradas entristecidas se deslizan del ataúd hacia mí.

No reacciono a las miradas ni a las expresiones de compasión, largo tiempo retenidas, a la espera de que yo dirija los ojos a quien pueda hacer alarde de lo intenso que es su llanto. No quiero compartir su dolor ni estoy dispuesto a compartir el mío.

El mío se ha vuelto útil. Es un ente vivo que respira y que ha cambiado de forma, tamaño y color. Ya no me pesa como una carga, me alimenta. Es como el aire que respiro. Entra en mi cuerpo como el oxígeno, como algo puro, algo bueno. Pero luego se transforma y sale expulsado como algo diferente, venenoso.

Al fin, la muchedumbre sigue taciturna el corto paseo hasta la esquina del cementerio, un lugar lleno de color, banderas, peluches, ángeles y querubines.

Detrás de mí, los dolientes hablan en voz baja. Sé que se aferran unos a otros en busca de apoyo. Caminan con pasos lentos y respetuosos, con los brazos entrelazados.

El pastor aparece en la tumba, un agujero que sería más adecuado para un árbol de tamaño decente que para una vida. Para una planta, para un arbusto, pero no para una vida.

Lee un pasaje de la Biblia mientras el ataúd desciende.

Los sollozos detrás de mí se convierten en aullidos desconsolados, en gritos que ya no podían contenerse y que estallan entre los árboles.

Y eso es todo.

El ataúd está bajo tierra.

Las manos se posan en mi espalda, me tranquilizan, me reconfortan. Algunas con brevedad; otras se quedan más tiempo.

Todos quieren ofrecer algo, alguna señal, alguna muestra de su aflicción. Quieren que yo lo sepa. Quieren que yo comparta la mía. Ofrecen la suya como un regalo de su propia humanidad.

Y me importa una mierda.

Mi consuelo no viene de ellos.

Tampoco proviene de saber que existe la paz eterna.

No viene de los tópicos ni los clichés, ni de los buenos deseos, las tarjetas, las flores ni las llamadas telefónicas. No viene del poco tiempo que pasamos juntos.

Viene de la rabia. Viene de la ira que abrasa cada poro de mi cuerpo, en cada átomo de mi ser.

Mi consuelo proviene del plan.

Mi consuelo proviene de la certeza.

La certeza de que todos los culpables morirán.

Capítulo 1

Kim respiró aliviada cuando la enfermera terminó de cortar con una sierra la férula de fibra de vidrio. Los cinco dedos parecían intactos.

Por fin podía sentir el aire fresco y limpio circular por toda la piel momificada.

Se rascó la espinilla con un gemido de placer. Durante seis largas semanas, los molestos picores la habían vuelto loca.

—Sienta bien, ¿verdad? —preguntó la enfermera con una sonrisa.

—Claro que sí —dijo Kim. Se rasguñaba con tal ímpetu que la zona enrojeció bajo las uñas.

Y, aun así, tras esas seis semanas de tortura, rascarse no resultaba tan satisfactorio como ella había soñado. Algunas noches se había sentido tentada a echar mano de su propia sierra circular para liberarse la pierna y rascársela, pero había resistido. Anhelaba ese momento de placer; y el momento de placer se había acabado demasiado pronto.

La enfermera le pasó una toallita húmeda y Kim, agradecida, se frotó toda la piel marcada por la férula.

Mientras la sanitaria apartaba los residuos de fibra de vidrio, Kim llevó la pierna derecha al borde de la cama. Después de seis semanas de peso extra, tuvo la sensación de que la izquierda se levantaría sola y saldría flotando.

Una mano firme se apoyó en su muslo.

—No tan deprisa, inspectora —le dijo la enfermera con mirada cómplice—. El doctor Shah estará con usted en un minuto. Le hemos quitado la férula, pero aún no está fuera de peligro. —Y terminó con un suave golpecito, como si le hablara a un niño.

—Sí, y tengo cosas que...

—Ah, señorita Stone —dijo el doctor Shah—. Veo que como paciente es la misma de todos los días.

—Doctor, solo quiero volver...

—Qué frustrante es que el cuerpo no se deje dominar por la voluntad con tanta facilidad, ¿no?

Kim entrecerró los ojos ante su tono desenfadado.

El doctor Shah la miró por encima de las gafas. Lo mismo había hecho el día que la habían llevado allí, el día en que murió su compañero.

En los momentos en que luchaba por levantarse de la cama del hospital y huir, la voz tranquila y suave del médico había calmado su rabia. No tenía ni idea de adónde quería ir. Lo único que sabía era que se la habían llevado a la fuerza de aquel lugar mientras su colega yacía destrozado al pie de un campanario.

Sacudió el cuerpo en un intento por volver al presente.

El doctor Shah le puso una mano en cada tobillo, y la sujetó con delicadeza, como si quisiera mantenerla allí.

—Levántela. —Le dio un golpecito en el izquierdo y dejó la mano flotando en el aire.

El cerebro de Kim tardó unos segundos en enviar la orden a unos músculos aletargados durante semanas.

La pierna se elevó y tocó la mano extendida. Luego vaciló en el aire antes de que los músculos del muslo consiguieran controlar el descenso hasta la cama.

—A la izquierda —ordenó él.

»Y a la derecha.

»Tiene los músculos débiles, pero se recuperarán poco a poco. Su pierna aún no está en condiciones —dijo mirándola otra vez por encima de las gafas. ¿Pensaba que ella no lo sabía? En la carne blanca y lechosa tenía impresas las marcas de la férula. Una cicatriz de cinco centímetros recorría su espinilla por donde el hueso fracturado había quedado expuesto—. Las radiografías muestran que los huesos se han curado bien, sin embargo... —Hizo una pausa. Kim pensó que nada bueno podía salir de un «Sin embargo»—. Hay que tener cuidado. Sentirá dolor y tendrá los músculos de la pierna débiles por la inactividad. Me gustaría que viniera a fisioterapia tres mañanas...

—Doctor, ¿sabe lo que le voy a preguntar? —lo interrumpió.

—Tiene que entender que su pierna necesita tiempo y ejercicio suave para que suelde bien. La reparación de los huesos ha sido solo el primer paso...

—Doctor Shah —presionó ella.

El médico dejó escapar un sonoro suspiro ante tanta impaciencia.

Con la cabeza, señaló las muletas que ella había apoyado en el dispensador de toallitas de papel, a la derecha de la puerta.

—Me gustaría que siguiera usándolas hasta que haya hecho un par de sesiones de fisioterapia.

—Doctor... —volvió a presionar.

—Siempre que se ciña a tareas sencillas, a ser posible siempre detrás de un escritorio, no veo ninguna razón para que no vuelva al trabajo.

Kim llevó la pierna derecha hasta el borde de la cama y, con un impulso de los músculos de la cadera y las nalgas, movió la izquierda.

—Por lo tanto, me da de alta oficialmente, ¿verdad?

Él asintió con cautela, con la sensación de que uno de los dos podría arrepentirse de haber tomado semejante decisión.

Kim se agachó. Levantó una mano cuando el doctor Shah y la enfermera se acercaron para ayudarla.

Bajó la pierna derecha y siguió con la izquierda.

Una sacudida de dolor le recorrió desde la tibia hasta la cadera.

Tropezó.

El médico quiso equilibrarla, pero ella negó con la cabeza y se agarró de la cama.

Hizo un nuevo intento. Debía sobreponerse a la sensación de ingravidez. Imaginó su pierna levitando, como en un truco teatral de magia. Entendía que la había tenido seis semanas cubierta y a salvo, y que ahora la sensación de inestabilidad la inquietase.

Se concentró y dio otro paso.

Sentía dolor, aunque ya no tan intenso. Además, esta vez se lo esperaba. Menospreció las gotas de sudor que se formaban en su frente y dio otro paso.

El doctor Shah, que había retrocedido, observaba sus movimientos.

Ella dio un paso más. Hacia la puerta.

—No fuerce su recuperación —le dijo él, mientras ella daba otro paso.

Con la mano en el pomo de la puerta, les dio las gracias.

Ya estaba en el pasillo cuando en los amables ojos del médico vio señales de aprobación. Kim cerró la puerta y sus muletas quedaron atrás.

Avanzó poco a poco por el pasillo del hospital. No recordaba a qué distancia estaba de la entrada. Había llegado al hospital con dos piernas más y seis semanas de experiencia en su uso.

Contó diez pasos hasta llegar a unos ascensores. Cada vez que ponía el pie en el suelo, le resultaba un poco más natural, como un recuerdo lejano que volvía; pero el esfuerzo ya le había provocado una oleada de náuseas.

Se tomó un segundo para apoyarse contra la pared, frustrada porque sus músculos aún no hubiesen despertado del todo.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —le preguntó un voluntario con una camiseta roja. La placa lo identificaba como Terry.

Ella negó con la cabeza mientras él abría una puerta a la derecha.

—Ahí hay una silla. —Terry señaló una minúscula habitación—. Tómese un minuto. Parece que está a punto de desmayarse.

—Gracias, pero estoy bien —le dijo Kim. Cubrió la distancia entre ella y el amable voluntario y caminó rumbo a la entrada principal.

Ya cerca de las puertas automáticas, vio el taxi al que había pedido que esperara.

Estaba ansiosa por meterse en él.

Era hora de volver al trabajo y a su gente. Y, aunque el equipo nunca volvería a ser el mismo, había pasado demasiado tiempo lejos de ellos.

Capítulo 2

El doctor Gordon Cordell se detuvo frente al condominio y se maravilló de lo rápido que había cambiado su suerte.

De su vida, nada había quedado sin trastocar en las seis semanas transcurridas desde que se había comenzado a investigar la muerte de Sadie Winters, ocurrida en su antiguo colegio, la Academia Heathcrest. Se había indagado en todo lo referente a aquel centro de élite para niños privilegiados y ricos de Black Country. Y esa misma investigación había puesto al descubierto el aborto ilegal que él le había practicado a la hermana de Sadie, una chica de dieciséis años.

Pero es que no le habían dejado otra opción. Cuando el padre le presentó a la chica, quien se pasaba en mínimo tres semanas del límite legal de veinticuatro, pasó por alto el acuerdo obligatorio de otro médico con respecto a cumplir con los requisitos de la Ley del Aborto y, de todos modos, había practicado la interrupción del embarazo.

Gracias a Dios, no había quedado ningún registro del procedimiento. Además, lo que quedaba de la familia Winters no lo gritaría a los cuatro vientos.

Pero esa zorra de detective y su equipo de la policía de West Midlands habían hecho todo lo posible por llevarlo ante los tribunales. Y habían fracasado.

La sociedad secreta de las Picas se había reunido para protegerlo. El doctor Cordell agradeció aquel día en que, a sus once años, lo habían invitado a unirse a una de las cuatro sociedades secretas de Heathcrest. Había saboreado el prestigio de ser un elegido y disfrutado de todos los beneficios y conexiones de la hermandad, privilegios que se extendían más allá de la escuela. Si eras pica, siempre serías pica. Y, como era de esperar, sus compañeros de las altas esferas habían aparecido para protegerlo. Hasta que pasó el peligro.

Entonces le enviaron la tarjeta.

El suspiro de alivio por saberse intocable enmudeció cuando, al abrir el sobre, encontró un naipe roto: un nueve de picas hecho pedazos. Sin notas. Sin ninguna explicación. Y no la necesitaba. El mensaje era alto y claro.

Si las Picas lo habían protegido, había sido por una sola razón: impedir que lo destruyera la policía porque querían hacerlo ellos mismos.

A las cuarenta y ocho horas de haber recibido el sobre, lo despidieron de su trabajo como cirujano jefe del hospital privado Oakland, de Stourport-on-Severn y le quitaron su flamante Lexus. Dos días más tarde, cuando su mujer se enteró de las razones por las que había perdido el trabajo, lo echó de casa. Las Picas no estaban disgustadas por el aborto ilegal. Estaban enfadadas porque lo habían pillado.

Una semana después, ya había sido contratado por la autoridad sanitaria de Dudley, que se alegraba de contar con él.

Como no podía ser de otra manera, el médico fue razonable. Se había educado en las mejores escuelas del país y su expediente era impecable. El expediente oficial, por supuesto.

El salario, aunque ni siquiera se acercaba a la elevada suma de seis cifras que cobraba en Oakland, le permitía pagar la hipoteca de la casa que ocupaba su esposa y le quedaba suficiente dinero para el alquiler del apartamento de un dormitorio en Dudley y el Vauxhall de nueve años que ahora conducía.

Pero todo era temporal. Él lo sabía. Era su castigo por haber sido descubierto. Era su castigo por haber dejado que la policía se acercara demasiado, por dejar que el tufillo del escándalo afectara a una sociedad secreta impregnada de tradición. Pero su suerte cambiaría a su debido tiempo. Pronto alguna pica necesitaría su ayuda. Aparecería algún lord o algún miembro del gabinete con una hija adolescente descuidada: un problema del que tendría que ocuparse alguien que supiera mantener la boca cerrada.

Y entonces lo llevarían de vuelta. De repente, su antiguo trabajo volvería a estar disponible. Su Lexus aparecería una vez más en la entrada de un granero reconvertido —cinco camas y cuatro baños— en Hartlebury. Y su mujer le daría la bienvenida a casa. A su hogar, una vez más.

Pero, por el momento, haría operaciones de rutina para la escoria de la humanidad, para el Servicio Nacional de Salud, a cambio de una miseria de lo que valía.

—Ay, doctor...

—Ahora no, señora Wilkins —espetó mientras pasaba junto a la puerta principal del piso 1A, desde el que se asomaba la anciana.

A partir del momento en que, como un tonto, le había dicho que era médico, lo asaltaba casi a diario con una lista siempre cambiante de síntomas.

—Pero yo solo...

—Lo siento, no puedo parar —dijo al llegar al primer tramo de las escaleras. Aún podía oír las protestas, pero no estaba dispuesto a retroceder. Se alegró de que la mujer no tuviera acceso ainternet. Habría encontrado una enfermedad mortal tras otra.

Después de subir los dos tramos de escalera, reajustó su respiración. Su corpulencia no se llevaba bien con la falta de ascensor; pero en un mes se había quitado unos ocho kilos de sus ciento cuarenta. Y, aunque no deseaba prolongar más de lo necesario su proscripción de la vida real, esperaba, en secreto, perder otros seis antes de volver a casa. Lilith, su mujer, había probado sin éxito docenas de dietas. Él le decía, una y otra vez, que el único camino era comer menos y hacer más ejercicio. Era un tanto arrogante y le gustaba soltar algún deleitoso «Te lo dije».

Esas escaleras, y el hecho de que no le prepararan la comida, le estaban sentando de maravilla.

Mientras abría la puerta de su hogar provisional, no prestó atención al resuello, las chiribitas de los ojos y el sudor en la frente. Había conservado aquel piso durante algunos años, pero solo para pasar alguna noche ocasional.

Fue al salón sin desviarse. Habría jurado que, cada día, el espacio se hacía más pequeño.

Detrás de un arco, había una cocina cuadrada, sin ventanas y con demasiados armarios. Tras una puerta estaba el dormitorio, y, detrás de este, el cuarto de baño.

El lugar seguía igual de vacío que cuando le entregaron las llaves.

Se aflojó la corbata en dirección al dormitorio. Pasados unos cuantos días, Lilith le había permitido volver a por una maleta de ropa. Le había dicho que se la llevara toda, pero sin tocar nada más.

Él sonrió satisfecho. Sin que ella se diera cuenta, le había birlado la foto de cabecera de los sus hijos: Saul, que ya era cirujano, y Luke, que estudiaba Medicina. Un pequeño triunfo, pero un triunfo, al fin y al cabo.

Como siempre, metió la mano en el fondo del maletín para sacar la foto.

No estaba dispuesto a dejarla junto a la cama. No estaba dispuesto a reconocer que su situación actual era permanente.

Sus dedos regordetes se encontraron con el forro de seda del maletín.

Frunciendo el ceño, puso a un lado los zapatos de repuesto y dos pares de calcetines.

No tocó otra cosa más que seda y una correa de sujeción.

Miró a su alrededor, aunque sabía que no había sacado la foto de la maleta, de su lugar seguro.

—¿Dónde demonios...?

No pudo decir nada más: un dolor cegador le partió la cabeza.

Cayó de bruces mientras en su oído reverberaba el sonido de cristales rotos.

Frente a sus ojos saltaron chispas. Las náuseas se adueñaron de su estómago. Estaba a punto de perder la conciencia. Tragó saliva para protegerse del malestar.

Parpadeó con rapidez y la esperanza de escapar de la oscuridad que empezaba a descender.

—Hola, doctor Cordell —dijo, detrás, una voz suave y tranquila.

El médico tuvo que combatir las náuseas para darse la vuelta y ver a su atacante.

La voz no le resultaba familiar, pero sí la cara. La había visto antes, solo que no recordaba dónde.

—¿Qué dem...?

—Cállese, doctor Cordell —lo advirtió el agresor—. Tiene unos hijos encantadores —escuchó Cordell, que se esforzaba en devolver a la normalidad su visión vacilante.

Solo entonces se dio cuenta de que lo habían golpeado con la foto, la foto de sus maravillosos hijos.

Y el tipo se la puso delante de la cara.

—Hasta aquí ha llegado, doctor Cordell. Es hora de que tome una decisión.

Capítulo 3

Kim se sacudió la sensación de inquietud mientras se acercaba a las puertas de la comisaría. Hacía más de un mes que no la pisaba. Al principio, se había opuesto a la baja por enfermedad. Insistía en que podría trabajar casi con normalidad, pero Woody y su evaluación de los posibles riesgos decían todo lo contrario.

Cuando pasó por delante de la recepción, Jack inclinó la cabeza y le dedicó una media sonrisa.

—Bienvenida de nuevo, señora —saludó.

Ella asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.

Caminó por los familiares pasillos, en ese momento ajetreados por el cambio al turno de tarde y el ambiente estaba impregnado de tanta alegría como miseria.

Por lo general, y sin pensárselo apenas, subía las escaleras de dos en dos hasta el despacho de su jefe, situado en la tercera planta. Esa vez tomó el ascensor. Pasó por delante de un par de despachos antes de llamar a la puerta de Woody.

Ahí estaba de vuelta la inquietud. Esa actividad tan cotidiana en los últimos años, tantas veces realizada sin pensarlo ni dudarlo siquiera, ya no le resultaba tan familiar.

Justo cuando cambiaba el peso a la pierna derecha, una voz grave y firme le pidió que entrara.

Kim empujó la puerta y, de repente, se dio cuenta de que ese hombre era una constante en su vida.

Ella nunca había dudado de si lo encontraría sentado detrás de su escritorio; la piel morena y la cabeza afeitada acentuaban una elegante camisa blanca. Aún llevaba la alianza en el dedo, a pesar de que había perdido a su mujer hacía tres años.

Él se quitó las gafas y las colocó delante de una fotografía enmarcada de su nieta, Lissy.

—¿Así que has vuelto, Stone?

Eran las palabras exactas que ella esperaba, solo que con una diferencia en el tono. Había una arista, un elemento de tolerancia. Era un sonido forzado, filtrado entre dientes, como si el momento hubiera llegado demasiado pronto.

—Y en forma, señor —dijo ella, y dio un paso adelante. Él la miró con frialdad. Como no podía ser de otra manera. Entre ellos aún había un asunto pendiente. Kim tomó aire—. Señor, hay algo que quiero...

—Orientación, Stone —la interrumpió él. Estaba claro que sus urgencias se centraban en prioridades distintas a las de ella.

—No es necesaria —replicó Kim sin pensarlo.

—¿Quién lo dice? —preguntó Woody.

—Es mi opinión, señor. Estoy en condiciones de volver al trabajo.

—Si nunca aceptaría tu juicio sobre tus aptitudes físicas, ¿por qué debería de aceptar tu evaluación sobre tus condiciones psicológicas?

—Porque conozco mi mente mejor que nadie —dijo ella, sin añadir nada más.

—Stone, que me gusten los buenos filetes no me convierte en carnicero. Se ha concertado una cita con un psicólogo del cuerpo para...

—No —respondió sin más.

El rostro de Woody se endureció.

—No es negociable.

Kim sacó del bolsillo su placa y la colocó sobre el escritorio.

—Tiene razón, señor, no lo es.

Jamás volvería a permitir que los psicólogos del cuerpo se acercaran a ella. Diez años antes, durante su época como agente, se había visto implicada en un caso de maltrato infantil. Justo el día en que ella y Servicios Sociales iban a sacarlo de la casa, el niño apareció muerto.

Tras las investigaciones, una visita rutinaria al psicólogo del cuerpo se había convertido en mucho más, ya que el consejero había intentado relacionar la ira de Kim con la muerte de su hermano gemelo, cuando ella tenía seis años. Ya había sido bastante dañino que hubiera sacado esa información de su expediente personal, pero la insistencia en que ella estaba reviviendo la inanición de su hermano hasta la muerte, mientras los dos yacían juntos, encadenados a un radiador, le había hecho hervir la sangre. Sí, revivía la muerte de Mikey y su incapacidad para salvarlo, pero solo en sueños.

A pesar de sus protestas y de que estaba enfadada porque la diferencia entre la vida y la muerte del niño habían sido las dos míseras horas que habían tardado en firmar la carta de autorización, el psicólogo del cuerpo, en su informe, había afirmado que Kim «No está abordando cuestiones clave que pueden ser problemáticas en el futuro».

Por suerte, el sargento, sobrecargado de trabajo y falto de personal, había archivado el informe: «Es improbable que, para entonces, el problema sea mío». Pero, si el sargento se lo hubiera tomado más en serio, quizás Kim se habría quedado sin trabajo.

Woody inclinó la cabeza, a la espera de una explicación.

—No voy a desahogarme con nadie, y usted lo sabe. No voy a explorar nada; y, créame, señor, de verdad, usted no querría que lo hiciera.

Woody, con su expresión, le dijo que no estaba dispuesto a recular.

—Es un requisito de la...

—Señor —lo interrumpió Kim—, lo fundamental aquí es que usted esté convencido de que soy capaz de hacer mi trabajo.

—Hay bastante más que eso —argumentó él—. Uno de los miembros de tu equipo perdió la...

—No necesito que me lo recuerde —espetó, sin poder contenerse. Antes de continuar, moderó su tono—. Pero, en última instancia, esa es su principal preocupación, ¿no?, si seré capaz de trabajar.

Él asintió con la cabeza.

—En ese caso, antes del fin de semana encontrará sobre el escritorio un informe de un psicólogo cualificado. Tendrá la respuesta a su pregunta; pero, mientras tanto, usted me conoce bastante bien. Puede darme permiso para volver al trabajo.

—¿Con Bryant?

A duras penas, Kim evitó poner los ojos en blanco. Al jefe le gustaba mantenerla unida a su firme y pragmático compañero. Ella no estaba segura de cómo se sentiría Bryant al respecto, hacía semanas que no lo veía.

—Por supuesto —respondió. Esperaba estar hablando por Bryant y por sí misma.

Él se lo pensó un momento antes de asentir y devolverle la placa.

—Y el dramatismo no va contigo, Stone.

Ella recogió su identificación y guardó silencio. No había sido ningún melodrama. Habría renunciado.

Inspiró hondo.

—Señor, lo siento —dijo. Tuvo que forzar las palabras para que salieran de su boca. No era una frase que tocara sus labios a menudo.

—Déjalo, Stone. — Él apretó la mandíbula.

—No, señor, no —se obstinó—. Puede que mis disculpas lleguen con seis semanas de retraso, pero no debería haber dudado de usted durante la investigación de Heathcrest. Debería haber sabido que su primera y única prioridad eran esos niños. Es un error que nunca volveré a cometer.

Durante su último caso importante, ella, para proteger a otras familias de las instalaciones de Heathcrest, había instado a su jefe a que declarara que la muerte de cierta niña había sido un asesinato. Sin embargo, Woody, obligado por sus superiores, tenía que dejar al margen la palabra «homicidio» durante la rueda de prensa, por lo que Kim puso en tela de juicio la integridad de su jefe. No estaba al tanto de que Woody había llegado a un acuerdo con Frost, la reportera del Dudley Star. Frost, durante el comunicado oficial, debía plantear la cuestión del asesinato. Su pregunta debía propiciar la respuesta exacta que quería Kim, pero sin que Woody tuviera que desobedecer una orden directa. En parte, se sentía mal por no haberse dado cuenta de lo que su jefe había tramado. Y también se sentía mal porque había tenido que ser la maldita Tracy Frost quien se lo señalara. Todo había servido para recordarle las razones por las que no aspiraba a un puesto de mayor rango en el cuerpo de Policía. Woody podía quedarse con la política de oficina.

La boca de su superior se crispó.

—¿Te sientes mejor ahora, Stone?

—En realidad, sí, señor —respondió con sinceridad.

El clima entre ellos había sido tenso desde la rueda de prensa, a pesar de la pérdida de Dawson. Pero ella tenía la esperanza de que, en la relación de trabajo, pudieran restaurar el respeto mutuo y la confianza que siempre habían tenido.

—Este lugar, sin ti, ha estado maravillosamente tranquilo, Stone —dijo él. La expresión de sus ojos se había entibiado un grado o dos.

—No lo dudo, señor —asintió ella—. Pero ya he vuelto, así que ¿dónde demonios está mi equipo?

Capítulo 4

Kim abrió la puerta de la sala de la brigada y encendió la luz. Su mirada se dirigió de inmediato al escritorio vacío de Dawson. Vaciló y retrocedió un paso. Por alguna razón, esperaba ver allí las pertenencias de su compañero. Esperaba ver la fotografía de Charlotte, el pisapapeles bajo el que archivaba todo lo que no consideraba urgente, el alienígena solar que Stacey le había comprado después de que él admitiera que odiaba esas cosas. —Aunque Dawson detestaba al alienígena, lo había conservado—.

Alguien había encontrado la fuerza suficiente para llevarse sus cosas. Ya no era más que un escritorio. Un escritorio vacío. Solo un espacio de trabajo. Como si él nunca hubiera estado allí.

Se apartó de la mesa para dirigirse al Tazón, un cubículo acristalado, situado en una esquina. En su ausencia, el diminuto espacio, que solo albergaba un escritorio, una silla y un archivador, parecía haber encogido.

Cuando Bryant llegó —el primero del equipo en regresar—, Kim estaba colgando la chaqueta de cuero sobre el respaldo de la silla. Ahora, él era el cincuenta por ciento del equipo. Bryant echó un vistazo a la mesa vacía antes de sonreírle y ofrecerle la mano.

—Buenas noches, señora, soy...

Ella movió la cabeza de un lado al otro en señal de que no estaba siendo gracioso ni apropiado.

—¿Qué tal la pierna? —preguntó él, y se sentó.

—No está mal —respondió Kim. Pisaba terrenos más estables—. Pero te alegrará saber que no puedo conducir.

—Ya lo sé, jefa. Ah, lo siento, te refieres a que no tienes permitido conducir. Me he equivocado.

Mientras retomaban con rapidez el intercambio de bromas, a Kim se le escapó una sonrisa. Supuso que eso era lo que ocurría entre amigos; incluso si no se habían visto en más de un mes.

Y eso lo había decidido ella, no él.

Estaba segura de que su baja saldría a relucir en algún momento, pero aún no, y lo agradecía.

—¿Y dónde está...?

—Hola, jefa —dijo Stacey, que entraba en el despacho con un forzado entusiasmo. Antes de dejarse caer en su silla, se quitó la mochila que llevaba en bandolera.

Kim se dio cuenta de que Stacey no había mirado al escritorio de enfrente.

—¿Así que habéis pasado unas buenas vacaciones? —preguntó Kim, encaramada en el escritorio sobrante.

Pensó que era la primera vez que se reunían en el despacho desde la muerte de Dawson. Había en el ambiente una sensación de desequilibrio. Muchas veces habían estado los tres solos, pero ese momento recordaba los días de baja por enfermedad. Cuando Barney, su perro, estaba en otra habitación, ni siquiera pensaba en él; seguía con sus asuntos, como si lo tuviera justo detrás. Pero hacía dos semanas, el peluquero fue a recoger a Barney para desenredarle el pelo, como cada dos meses, y, ese día, la sensación de vacío en la casa fue abrumadora. Kim no había sido capaz de concentrarse en nada. Se había limitado a pasear y mirar el reloj hasta el timbre de la puerta avisó del regreso de Barney.

Que Dawson no estuviera sentado allí no era lo que desestabilizaba su mente. Era el hecho de que no estuviera sentado en ningún sitio.

—Bueno, he estado en Costa del Brierley Hill Coast —respondió Bryant—. Haciendo tareas de oficina, sobre todo. Les gustan las puñeteras montañas de papeleo —dijo sacudiendo la cabeza.

—A mí me ha tocado Cote D’Sedgley, jefa —dijo Stacey—. Cosas de circuitos cerrados de televisión, en su mayoría.

Kim se había enterado de que, en su ausencia, el pequeño equipo había sido reasignado a otros grupos. Pero, por lo visto, los otros mandos no habían sabido qué hacer con los recursos adicionales, dado que los habían puesto a hacer chorradas, como a ella le gustaba decir.

—¿Y ha habido algo interesante? —preguntó, consciente de que los escritorios estaban casi vacíos, puesto que los casos se habrían distribuido entre los demás equipos.

Ambos negaron con la cabeza, aunque la respuesta de Stacey llegó un nanosegundo después de lo debido.

—¿Y qué hay de...? —preguntó Bryant. Señaló con la cabeza el escritorio vacío.

Kim levantó las manos.

—Woody está en ello —contestó. No le habían dicho más que eso.

Miró el reloj. Eran casi las siete de la tarde, pero había querido hablar con los dos antes de empezar a trabajar al día siguiente.

—Bueno, gracias por haber...

Tuvo que interrumpir lo que decía cuando su móvil empezó a sonar.

Contestó, escuchó y colgó.

Se volvió hacia lo que quedaba de su equipo.

—Bueno, espero que hayáis pasado unas buenas vacaciones, porque acabamos de volver al trabajo.

Capítulo 5

—Mira, no estaba preparada, ¿vale? —dijo Kim mientras Bryant sacaba el coche de la comisaría.

La circunvalación de Halesowen estaba más tranquila después de la hora punta.

—No he dicho ni una palabra, jefa.

—No ha hecho falta —dijo ella. Puso la pierna en una posición más cómoda—. Desde aquí puedo escuchar tus reproches.

—Jefa, estás proyectando. Necesitabas espacio y te lo di. Es así de simple.

Ella miró a su derecha. La expresión de Bryant era sincera.

Su compañero la había llamado en dos ocasiones para que lo invitara y ella se había negado las dos veces. Él habría querido hablar; ella, no. No podía.

—Al final, tú te lo has perdido —dijo él por tranquilizarla. Salieron de la A458 y giraron hacia la entrada de Leasowes Park.

Sí, tal vez tuviera razón.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos...? —Bryant dejó incompleta la pregunta cuando vio tres coches patrulla bloqueando la entrada, en el límite del aparcamiento, a un lado de la caseta de vigilancia.

Leasowes era un terreno de cincuenta y siete hectáreas situado al este de Halesowen. Diseñado por el poeta William Shenstone a mediados del siglo xviii, contaba con senderos asfaltados, bosques, praderas, arroyos, cascadas y grandes estanques. El parque público, clasificado como de categoría 1, era considerado uno de los primeros jardines paisajísticos naturales de Inglaterra, hecho que no solían respetar los chavales —que se reunían en los bancos para fumar y beber sidra— ni los traficantes de drogas —que vendían sus mercancías en la periferia, en un par de lugares conocidos.

Kim se dio cuenta de que, sin contar a los uniformados, eran los primeros en llegar. El trayecto desde la comisaría hasta el parque les había llevado menos de cinco minutos.

—Toma, jefa —le dijo Bryant. Del maletero del coche, acababa de sacar un par de cubrezapatos azules. Era bueno ver que estaba tan preparado como siempre.

En el linde de la línea arbórea occidental, se acercaron a un grupo vestido con chaquetas amarillas. Los policías ya estaban extendiendo la cinta de escenas criminales entre dos árboles.

Uno de ellos esperó a que pasaran.

—Justo ahí, señora —dijo un policía corpulento. Señalaba hacia el bosque—. Nadie lo ha tocado.

—¿Ni siquiera para comprobarle el pulso? —preguntó.

El agente negó con la cabeza.

—No era necesario, señora.

Ella siguió caminando por un hueco entre la hilera de árboles. A unos seis metros, junto a un banco, encontró lo que buscaba.

Mientras se acercaba al cuerpo, una gota de lluvia, densa y cálida, le cayó en la mano.

Sintió que Bryant se ponía rígido junto a ella. Kim siguió la mirada de su compañero y, de inmediato, comprendió lo que pensaba. La forma en que estaba colocado el cuerpo que tenían delante se parecía a la posición en la que habían encontrado a Kevin Dawson, al pie del campanario. Se preguntó si verían a su colega en todas las escenas criminales.

—Averigua qué saben —ordenó Kim a Bryant. Señaló con la cabeza a los agentes que se arremolinaban en la zona.

Él echó una última mirada antes de alejarse.

Kim tomó aire, apartó a Dawson de su mente y dio otro paso hacia el cuerpo.

La figura yacía mirando de frente, con la cabeza girada. Su mejilla izquierda descansaba sobre un charco de barro provocado por alguna lluvia anterior. Una mancha de sangre seca había enmarañado el pelo oscuro de su nuca.

Más gotas le cayeron en la cabeza, avisándola de la inminente llegada de otra tormenta.

Ella comprendió entonces la valoración que el agente había hecho de la escena. La hierba que rodeaba el cadáver estaba manchada de un rojo intenso. El ojo que quedaba a la vista, vidrioso, apuntaba, inmóvil, a lo largo de la línea del suelo.

Otra gota de lluvia le cayó en el cuello.

Maldita la hora, los técnicos aún no habían llegado para poner la tienda de campaña y sospechaba que, por muy preparado que estuviera Bryant, no tendría una en el maletero del coche.

Sabía que la lluvia era el enemigo de los investigadores forenses. Eso, y los agentes descuidados.

Tenía que pensar con rapidez. «Echa mano de tus recursos», pensó mirando a su alrededor.

En las inmediaciones había seis policías uniformados. Debía tomar una decisión: proteger la zona alrededor del cuerpo o proteger el propio cuerpo, ¿cuál de las dos medidas tenía más posibilidades de preservar las pruebas?

—¡Venid y quitaos las chaquetas, chicos! —gritó mientras caían las gotas de lluvia—. Hay que proteger el cuerpo.

Se arrodilló junto al cadáver. A su alrededor, crujían las chaquetas reflectantes.

Un dolor la recorrió desde la espinilla hasta la ingle. Kim respondió con una mueca.

Con todo y la gabardina, notó que el hombre tenía sobrepeso. Su chaqueta era de buena calidad, al igual que los zapatos. Tenía los brazos extendidos a los lados, donde habían caído; no habían hecho nada por evitar que el cuerpo se fuera de bruces: aquel hombre había muerto antes de tocar el suelo.

Kim entrecerró los ojos y sacó la linterna. Las chaquetas aparecieron sobre su cabeza. Le tapaban la luz, pero mantenían el cuerpo seco.

Oyó un coche detrás. Tenía esperanzas de que fuera Keats, el patólogo, o bien Mitch, quien solía dirigir al equipo forense.

Antes de que se lo impidieran, quizás le diera tiempo a meter la mano en el bolsillo delantero y buscar con delicadeza una cartera.

La tela interior del bolsillo la hizo percatarse de que la humedad de la tierra se estaba filtrando en sus propios pantalones negros de lona y ya le llegaba a las rodillas.

Se preguntó, por un instante, qué pensaría el doctor Shah si la viera. «Nada de conducir, tareas sencillas y de despacho», había dicho.

Mmm..., no todo, pero uno de tres no estaba mal.

Abrió la billetera, que era de cuero bueno, y, al instante, descartó el motivo más obvio: a ese hombre no lo habían matado por su dinero. En la billetera había, al menos, ochenta libras intactas.

Primero apuntó el haz de luz de su linterna a una pequeña fotografía de dos chicos jóvenes: morenos, risueños y, sin duda, hermanos. Con el ceño fruncido, se acercó a los ojos la foto del carné de conducir e iluminó el nombre con la linterna.

—¡Bryant! —gritó mientras volvía a leerlo.

Él entró en la tienda improvisada.

—¿Sí, jefa? —dijo.

Los ojos no la habían engañado en absoluto.

—Madre mía —suspiró ella—. Conocemos a este tipo.

Capítulo 6

Stacey se obligó a mirar el escritorio vacío, y las sensaciones volvieron, como si todo hubiera ocurrido el día anterior.

Fuera de la oficina, en un lugar donde no podía visualizar a su colega y amigo, al menos había estado distraída. Sabía que los psicólogos llamaban a eso «evasión». Sin embargo, las reminiscencias de las pesadillas permanecían con ella como las ondas en un estanque.

Los sueños eran siempre los mismos: lo alcanzaba, cogía su mano y, cuando estaba a punto de tirar de él para ponerlo a salvo, él sonreía y se soltaba.

No sabía qué era más cruel, si revivir su muerte una y otra vez, como en un tortuoso día de la marmota, o casi salvarlo en sueños solo para despertar y encarar la verdad. Una vez más.

A pesar de las semanas transcurridas, Stacey no pudo evitar que las lágrimas le empañaran los ojos. Se daba cuenta de que nunca volvería a sentarse frente a ella. Nunca le dedicaría aquella sonrisa infantil y traviesa si quería sacarle algo. Jamás pondría los ojos en blanco ante los consejos paternales y demasiado cautelosos de Bryant. Tampoco le guiñaría un ojo a Stacey cuando le estuviera tomando el pelo aposta a la jefa ni la ignoraría por completo en cuanto algo reclamase su atención.

Mientras se le aclaraba la vista, tamborileó con los dedos en el escritorio.

La jefa y Bryant habían salido a toda velocidad después de haber recibido un aviso: alguien había hallado un cadáver. Casi siempre eran dos los que esperaban las nuevas instrucciones en la oficina. Ahora solo estaba ella y tenía la extraña sensación de haberse quedado atrás.

Apartó esas ideas y recordó haber vacilado cuando la jefa le preguntó si había estado trabajando en algo en particular.

Había mentido.

Metió la mano en su cartera y sacó la fotografía impresa de una chica de quince años llamada Jessie Ryan.

Capítulo 7

Solo después de que Mitch y sus colegas hubieran montado la tienda, Kim dio instrucciones a los policías para que recuperaran sus chaquetas.

Mitch se le puso a un lado.

—Has pensado rápido —dijo—. Gracias.

Kim le agradeció esas palabras. Entretanto, hacía lo posible por que los dolores agónicos de la pierna no se reflejaran en su rostro.

Tenía todas sus esperanzas puestas en que Mitch fuera el encargado de la escena del crimen. Su rapidez y precisión a la hora de priorizar y organizar una escena del crimen, y coordinarse con ella como agente investigadora, era algo que nunca había tenido que cuestionar. A cambio, ella se aseguraba de seguir las normas IAP a su llegada: identificar, asegurar, proteger.

Y, una vez entrase en la ecuación el médico forense —Keats, por lo general—, a los tres les tocaría resolver las seis preguntas: ¿quién era la víctima? y el ¿qué, dónde, cuándo, por qué y cómo ocurrió?

—Tu mejor amigo acaba de llegar —dijo Mitch. Señaló con la cabeza a Keats, que pasaba junto a los coches patrulla. El forense se acercó alternando la mirada de ella a Bryant y empezó a cantar Reunited.

—Yo también me alegro de verte, Keats —dijo ella.

Él la observó durante un momento.

—¿Esa mueca que estás disimulando se debe a mi llegada o a tu reciente herida, inspectora? —le preguntó.

—Bueno, ambas cosas me provocan dolores en el...

Bryant se interpuso y le tendió la mano al médico.

—Keats, me alegro de verte.

El forense avanzó un paso y se metió bajo la tienda.

—¿A quién tenemos aquí? —demandó—. La pregunta es para ti, inspectora, ya que estoy bastante seguro de que no has resistido la tentación de echar un vistazo en mi ausencia.

Sí, la conocía bien.

—Doctor Gordon Cordell, el ginecólogo de las estrellas.

—¿En serio?

—No tanto «de las estrellas», pero sí de los ricos —afirmó.

El médico cogió el carné de conducir que Kim le extendía.

—El nombre me suena —Miró la foto y sacudió la cabeza—. Ahora mismo no lo sitúo.

—En los periódicos, hace unas semanas, relacionado con la investigación Heathcrest —recordó ella.

Una oleada de tristeza inundó el rostro del forense.

—Sí, ¿cómo olvidarse? —preguntó a nadie en particular.

Keats había sido el encargado de acudir a Heathcrest y de recoger, literalmente, los pedazos de un hombre al que había conocido como colega. Y aunque a Kim se la habían llevado de la escena antes de que Keats llegara, ella sabía que, por muy afectado que el forense se hubiera sentido al ver a Dawson destrozado en el suelo, se lo había tragado todo y había hecho su trabajo.

Keats la devolvió al presente.

—¿No tenías sospechas de que practicaba abortos ilegales? —preguntó.

Así era.

Y Kim estaba horrorizada de que el equipo no hubiera conseguido llevarlo a los tribunales. A pesar de la gravedad del escándalo que había salpicado a la familia Winters, ni Saffron ni su padre habían estado dispuestos a hacérselo pagar. Pero ahora sí que había pagado por algo.

—Vale, déjame con él —dijo Keats, y se acuclilló.

Ante la sola visión de la sonda rectal, Kim se alejó de ahí.

Bryant fue tras ella.

—No creerás que esto está relacionado con la investigación de Heathcrest, ¿verdad? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros mientras sacaba su teléfono.

Stacey contestó al segundo timbrazo.

—Stace, nuestra víctima es el doctor Gordon Cordell.

—¿El de Heathcrest? —preguntó con la voz quebrada, como si tan solo pronunciar el nombre del lugar la hiciera hablar con trozos de cristal en la boca.

—El mismo —respondió Kim—. Investiga un poco, Stace. A ver qué ha estado haciendo desde la última vez que lo vimos.

—Eso haré, jefa.

Kim colgó. Su cerebro ya trabajaba horas extras. ¿Estarían las Picas, la sociedad secreta de Heathcrest, implicadas en esta muerte? ¿Habría operado Cordell a la chica equivocada? ¿Había hablado de más o sabía algo sobre alguien? Vaya, la lista era interminable.

—Estamos listos para darle la vuelta, inspectora —la llamó Keats por encima del hombro.

Dado el tamaño de la víctima, Mitch y dos de sus colegas habían acudido para ayudar.

Con cuidado, pusieron el cadáver de lado y luego de espaldas. Tendieron un paño para recoger cualquier prueba de la herida en la nuca.

—Menuda carnicería —exclamó Kim, con los ojos muy abiertos ante el espectáculo que tenía delante.

—Literalmente —añadió Bryant.

De un solo tajo, le habían cortado la garganta de oreja a oreja. La parte inferior de la piel colgaba como una boca abierta. La sangre, que había escapado por la herida y saturado la piel suelta, había recorrido el pecho de la víctima hasta teñir la ropa de escarlata.

En su experiencia, las escenas de crímenes rara vez reflejaban las películas de terror. Esta era una excepción.

Cuando Keats giró el cuerpo, el suelo quedó al descubierto. Ante ellos brillaba un río rojo.

—¿Por detrás? —Kim preguntó al forense.

Keats asintió.

—Supongo, por el momento, que la víctima estaba arrodillada. Tiraron de su cabeza hacia atrás para exponer el cuello y luego...

Keats se pasó el filo de la mano por el pescuezo.

—Estoy segura de que puedo deducir sola la causa de la muerte —convino Kim—, pero saber la hora sería...

—No hace más de dos horas —respondió Keats.

Ella tomó nota: alrededor de las seis.

Entornó la mirada. Bryant leyó su expresión.

—¿Qué pasa, jefa? —preguntó

—¿Cómo lo han hecho? —preguntó.

—Con un cuchillo bastante afilado —respondió él.

Ella no le hizo caso. Echó un vistazo alrededor.

—No veo ningún coche por aquí. ¿Cómo lo ha traído el asesino hasta este lugar sin que se resistiera? —Señaló el suelo—. No hay marcas de arrastre en la hierba y es un hombre corpulento; calcula que pesa unos ciento treinta kilos. Tendría que haber habido cierto forcejeo.

—Ahí está esa herida, en la nuca —observó Bryant—. Podría haberlo dejado inconsciente o incluso semiinconsciente.

Ella negó con la cabeza.

—Habría sido tan difícil de mover como un peso muerto.

—¿Más de un homicida? —preguntó él.

—Tal vez —respondió Kim. Pero, aun así, la víctima se habría tenido que mover.

—Le dijeron que se reuniera con alguien aquí. ¿Conocía a su asesino?

—¿Y se ha arrodillado así, sin más, a esperar tan tranquilo a que lo asesinaran? —preguntó ella.

Bryant se encogió de hombros.

—¿Crees que todo esto significa algo?

—No lo sé, Bryant —admitió Kim. Luego se volvió hacia Keats—. Cuando te lo hayas llevado, ¿podrías examinar si hay alguna herida defensiva? —preguntó.

El forense enarcó una ceja.

—Claro, solo necesitaba que me lo pidieras, inspectora, como si yo no llevara veintitrés años trabajando en esto. No sé cómo me las he arreglado en tu ausencia.

Ella soportó el rapapolvo con una breve sonrisa. Al mismo tiempo, disfrutaba en silencio de la molesta congruencia del forense, a pesar de los últimos acontecimientos.

—Creo que el tiempo que has pasado fuera te ha aturdido el cerebro —observó él, y se dio la vuelta. Ella no pudo discrepar—. Pero tengo algo interesante que mostrarte. —Señaló una mancha en la chaqueta de Cordell.

—¿Es una huella de zapato? —preguntó Kim.

—Así es, y ya le hemos hecho una docena de fotos; pero mira más de cerca.

Ella vio a qué se refería el forense.

—¿Heridas de arma blanca?

Keats asintió.

—Y, hasta ahora, he contado veintisiete. Todas infligidas post mortem.

—¿Por qué tantas, si el hombre ya estaba muerto?

—Bueno, inspectora, supongo que el asesino conocía a la víctima y no le caía nada bien.

Kim estuvo de acuerdo y, sabiendo lo que sabía de Gordon Cordell, tuvo la sensación de que ese dato no la ayudaría a reducir ni un poquito la lista de sospechosos.

Capítulo 8

Kim estaba sentada en el borde del escritorio. Sostenía en la mano un café negro bien cargado. El dolor y las pesadillas la habían mantenido despierta hasta pasadas las dos de la madrugada.

Su equipo estaba expectante ante el primer día de una nueva investigación sin el sargento Kevin Dawson. No sabía si ellos esperaban que dijese algunas palabras, que celebraran la ocasión de alguna manera, que reconociera con formalidades la ausencia del compañero. No iba a hacerlo.

—Antes de empezar, que sepáis que en breve tendremos un chico nuevo. Por lo visto, necesitamos estar a tope para esta investigación.

Decidió no informar a su equipo de que, ante la noticia de Woody, su respuesta inmediata había sido negarse. Pero el jefe tenía razón. Había un muerto, y los sentimientos personales no eran la prioridad.

Esperó un momento a que el equipo digiriera que habría un cuarto y que no sería Dawson.

Kim miró el escritorio vacío.

—Stacey, muévete —dijo.

—¿Jefa?

Señaló con la cabeza el escritorio que los incomodaba.

Stacey siguió la mirada y comprendió. Empezó a recoger sus cosas.

—Sí, jefa —dijo.

Ninguno de los tres toleraba la idea de que un extraño se sentara en ese lugar.

—Bryant, ve a la pizarra —dijo mientras Stacey se cambiaba de mesa.

Bryant sacó cuatro fotos de la impresora, escribió el nombre de Cordell en la parte superior y las pegó. Empezó con un primer plano de la herida del cuello. A la fría luz diurna, no era menos horrible.

—Uf —exclamó Stacey, que colocaba su silla ergonómica.

La segunda era una toma general del cuerpo antes de que le dieran la vuelta. La tercera, un primer plano de la huella del zapato que, hasta entonces, constituía la única pista. La cuarta era el corte en la parte posterior de la cabeza.

Stacey, después de haber trasladado sus pertenencias, entró en su ordenador y retomó la conversación.

—¿Todo bien? —preguntó Kim.

Stacey sonrió.

—Sí, jefa.

Para la asistente de detective, el cambio de escenario era también un cambio de panorama. Ya no tendría que contemplar el espacio vacío ni imaginarse ahí a su compañero.

—Bien. Sabemos que a Cordell lo han degollado de oreja a oreja, pero lo que estas fotos no muestran son las numerosas puñaladas infligidas al cuerpo después de su muerte. Veintisiete, más o menos.