Rivalidad letal - Angela Marsons - E-Book

Rivalidad letal E-Book

Angela Marsons

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Tiene que evitar que le haga daño a alguien más. No quiero hacer estas cosas tan terribles. Ayúdeme, antes de que me vea obligado a hacerlo otra vez. Y volveré a hacerlo, porque no tengo alternativa. Nunca la he tenido.       En un ajetreado hipermercado, una niña se abraza sola a un osito de peluche. Horas después, el cadáver de su madre aparece en un solar abandonado. A la detective Kim Stone le da la impresión de haber sido un asesinato rápido y funcional. Pero sus instintos le dicen que, en este crimen sin sentido aparente, hay más de lo que puede descubrirse a simple vista. ¿Por qué matar a una joven madre que solo había salido de compras con su hija?   Poco después, en un parque de la localidad, aparece una segunda víctima con el cuello roto. Su hijo, de seis años, ha desaparecido. Cuando al escritorio de Kim llega una carta manuscrita en la que el asesino le pide ayuda, le suplica que lo detenga y le ruega que impida que siga haciendo lo que hace, Kim sabe que se le acaba el tiempo para rescatar al niño sano y salvo.   Con la ayuda de un grafólogo y una criminóloga, la detective y su equipo se adentran en la mente del asesino hasta descubrir algo estremecedor. Algunas de las víctimas tienen arañazos en las muñecas. Pero no son marcas al azar. El asesino está usando ese medio para comunicarse con alguien. Las preguntas son: ¿qué dicen?, ¿con quién se comunica?   Kim tiene que resolverlo deprisa, o muy pronto otra alma inocente morirá.     «¡Viva!, la reina del crimen ha vuelto […] este libro es un recordatorio para todos sus fans de lo brillante que es esta serie de novela negra […] A diferencia de ciertas series policíacas de larga duración, cada entrega aporta algo nuevo, sean sus personajes o la trama o momentos asombrosos que cogen por sorpresa al lector». The Book Review Café ⭐⭐⭐⭐⭐   «¡Absolutamente fabuloso! Este libro me ha encantado. Toda la serie es fantástica, y mejora con cada entrega. Lo he leído de una sentada porque estaba literalmente pegada a él. Lo recomiendo mucho. Si pudiera darle más de cinco estrellas, lo haría». Linda Strong Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐   «Lo digo con franqueza: no sé cómo hace Angela Marsons para mejorar con cada libro […]. Una y otra vez me he quedado con la boca abierta. ¡Y el final me ha dejado muy sorprendida!». With a Book in Our Hand ⭐⭐⭐⭐⭐   «Angela Marsons es la reina del crimen. ¡Todos los equipos de policía necesitan una Kim Stone! Con su sólido y trepidante argumento, este libro te hará llorar. Luego hará que te tapes los ojos por miedo a lo que pueda pasar en la página siguiente». stardustbookreviews ⭐⭐⭐⭐⭐   «¡Cuánto había echado de menos a Kim Stone! […] Aquí tienes una historia que te atrapará desde el principio y te envolverá hasta el desenlace, en la última página. ¡Lo garantizo!» Jen Med Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐   «Angela Marsons escribe el tipo de libros que, literalmente, hacen que lo dejes todo solo para poder leerlos». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐

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Rivalidad letal

Rivalidad letal

Título original: Deadly Cry

© Angela Marsons, 2020. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Jorge de Buen Unna, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1316-4

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

First published in Great Britain in 2020 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

De la serie de la detective Kim Stone:

Grito del silencio

Juegos del mal

Las niñas perdidas

Juegos letales

Hilos de sangre

Almas muertas

Los huesos rotos

Una verdad mortal

Promesa fatal

Recuerdos de muerte

Juego de niños

Mente que mata

A Lynda Allen,

mi hermana y amiga.

Prólogo

Extiendo el brazo y grito:

—¡Mamá, mamá, mira esto! —Intento contener el llanto, pero una lágrima se me escapa y rueda por mi mejilla. Me alivia haber pillado a mi madre en la puerta principal.

—Ahora no, cariño, llego tarde al trabajo —responde, sin mirarme siquiera.

Pongo mi brazo delante de ella.

—Por favor, mamá, mira, duele —le digo—. Incluso tengo una marca roja.

Deja el bolso y me agarra del brazo con brusquedad. Tiene el rostro endurecido. Está molesta conmigo. Eso también me duele, aunque de otra manera.

—¿Dónde? —me escupe. Me fuerza a retroceder.

—Aquí..., aquí. —Y señalo.

Ella mira más de cerca.

—Aquí no veo nada. Deja de hacer el tonto como una criatura.

Se desatan mis lágrimas y sollozo. Quiero abrazarla por las piernas e impedir que se vaya. Aquí hay algo. La piel todavía me escuece por los dedos que la han retorcido.

Suelta mi brazo y me da un empujón suave.

—Y no molestes a papá con tus tonterías. Esta mañana tiene una conferencia telefónica importante.

Me mira un momento, como valorando la idea de inclinarse y darme un beso antes de marcharse. Mi corazón martillea de esperanza.

Aguardo.

Se le pasan las ganas. Puedo ver que a su cabeza acuden una docena de pensamientos sobre el día que tiene por delante. Esboza una débil sonrisa, como si supiera que debería hacer algo más.

Se da la vuelta, sale y cierra la puerta con un golpe definitivo.

Vuelvo a mi habitación con una sensación de vacío; es como si alguien me hubiera extraído las entrañas.

No tardarán en aparecer nuevas señales. ¿Cuántas veces más tendré que explicárselo?

Porque no escucha.

Nadie me escucha nunca.

Capítulo 1

Kim se tapó los ojos con las manos.

—Uff, Bryant, pídeles que quiten eso —gimió. Diez minutos. Era cuanto quería. Le había pedido a Bryant que parara delante de la cafetería y le comprara algo. Después de la charla de reciclaje de Reconocimiento de la Diversidad, en Brierley Hill, le urgía un café con leche.

Para comprender el trato diversificado a las personas por su color, edad, raza o sexo no necesitaba una mañana muerta de aburrimiento con un PowerPoint. Ella no tenía prejuicios hacia nadie ni contra nadie. En general, era igual de grosera con todo el mundo.

Echó otro vistazo a la televisión.

—Bryant, te lo ruego —le dijo al sargento detective. Fueran a donde fueran, por lo visto, no tenían forma de escapar a la inminente visita de Tyra Brooks, una celebridad de dudosa reputación, reconocida por haberse acostado con un notable futbolista —casado, por cierto— y haber escrito un libro provocador sobre el tema.

En todos los telediarios y boletines locales habían aparecido menciones a la gira literaria de la mujer, ese mismo fin de semana, y la presentación de su libro en la imaginativa librería The Book Store, en el centro comercial de Halesowen.

Incluso allí, en un café medio vacío de una callejuela de Brierley Hill, la pequeña pantalla de televisión repetía el relato de la chica. Intercalada con esa historia, la superintendente Lena Wiley, de West Mercia, instaba a la paz y al orden en los nueve actos programados en las Midlands.

—Vaya celebridad del new age —dijo Bryant mientras intentaba llamar la atención del dueño del café, que, de espaldas a ellos, veía las noticias—. Hoy todo son parejas de celebridades, revolcones y telerrealidad. Recuerdo cuando uno debía tener alguna habilidad para ser...

—Vale, vámonos de aquí —dijo ella en cuanto se terminó la bebida. No era que estuviera en desacuerdo con su colega, sino que no estaba de humor para un viajar al pasado.

Antes de seguirla hasta la puerta, Bryant miró con tristeza el resto de su bocadillo.

—¿Qué co...? —exclamó Kim. Había estado a punto de chocar con un guardia de seguridad uniformado que salía de una de las tiendas. Otro, radio en mano, cruzaba la calle a la toda velocidad.

Kim sabía que muchas de las tiendas estaban asociadas en un programa de vigilancia de comercios minoristas y compartían información sobre los delincuentes locales. A través de la pequeña red, se comunicaban los avistamientos de ladrones y alborotadores conocidos para que cada socio estuviera atento a los posibles problemas.

Se volvió para seguir al guardia.

—Jefa...

—Cosas de policías, Bryant —dijo ella, y aceleró el paso.

Sabía por experiencia que el personal de seguridad de las tiendas salía de su local solo cuando un miembro de la red pedía ayuda urgente: por ejemplo, si un ladrón se ponía violento, si se estaba cometiendo algún delito de orden público o si había algún problema relacionado con niños.

Kim siguió a los agentes de seguridad hasta un Shop N Save situado entre un banco y una tienda benéfica de Blue Cross. Navegó por los largos y estrechos pasillos llenos de gangas y artículos a bajo precio, entre muebles para el hogar, juguetes y productos alimenticios.

En el fondo de la tienda había una hilera de cajas registradoras. Al acercarse, vio a un pequeño grupo de personas, aunque no se oían gritos ni había indicio alguno de pelea.

Bryant mostró su identificación a los guardias de seguridad.

—Apartaos —dijo Kim.

Cuando la gente se hizo a un lado, vio a una niña de cuatro o cinco años que sujetaba un pequeño oso gris. Alguien había sacado el juguete de un estante, junto a las cajas, y se lo había dado. Kim se situó en medio de la multitud.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Una dependienta, arrodillada junto a la silla donde estaba sentada la niña, dijo:

—No he podido encontrar a su madre.

La pequeña levantó la vista y miró a Kim con ojos enrojecidos y asustados. Tenía las mejillas manchadas por surcos de las lágrimas. Sin embargo, Kim respiró aliviada. Era mejor tener al hijo que a los padres.

—¿Hace cuánto? —preguntó. Por lo general, los padres se reunían con sus hijos en cuestión de minutos.

—Casi un cuarto de hora.

—¿Tiene una descripción? —preguntó.

—Vaqueros y chaqueta azul —respondió la dependienta. La niña abrazó el oso y lo apretó contra sus mejillas manchadas de lágrimas. De su pequeño cuerpo brotó un sollozo aislado.

Otra dependienta acababa de aparecer con una bolsa de caramelos.

La niña sacudió la cabeza de un lado al otro y enterró la cara en un costado del oso. Kim dio un paso atrás y le hizo señales a Bryant para que él también retrocediera. Había demasiada gente agolpada sobre la pequeña.

Uno de los dependientes, que miraba por detrás de la detective, dijo:

—Jimmy ha ido a ver los vídeos de seguridad.

Kim relajó el gesto. Bryant, mientras cogía una llamada, se volvió para descubrir a dos uniformados, un hombre y una mujer, que se acercaban a la escena.

El hombre le dirigió una mirada inquisitiva. ¿Qué hacía el Departamento de Investigaciones Criminales atendiendo esa clase de incidentes?

—Solo pasaba por aquí —explicó ella.

Detrás apareció una segunda pareja de agentes. Bryant, en tanto, colgó el teléfono.

—Woody te quiere de vuelta en la comisaría. Ahora mismo.

Kim cayó en la cuenta de que su jefe ya casi nunca la citaba personalmente; en su lugar, llamaba al colega que Woody le había asignado para tranquilizarla. Quizás el jefe había notado que Kim interpretaba los «Ahora mismo» de una manera un tanto libre, mientras que Bryant le daba mayor urgencia a esas peticiones.

Se volvió hacia la dependienta que tenía más cerca.

—Aleje de aquí a algunas de estas personas. Esta pobre niña debe de estar...

—Jefa... —la instó Bryant, con lo que confirmó su teoría.

Kim se alejó de la multitud de dependientes, agentes de seguridad y policías. Había gente más que de sobra como para ocuparse de una madre despistada.

Hizo una seña de asentimiento a su concienzudo colega y se dirigió a la puerta.

En realidad, aquel era un pequeño incidente que no tenía nada que ver con ella.

Capítulo 2

Kim se quedó mirando al inspector jefe de detectives Woodward durante todo un minuto. Esperaba que a la declaración inicial de su jefe le siguiera algún remate.

Pero, tras la mirada inquebrantable de Woody, no encontró más que silencio.

—Con el debido respeto, señor, ¿trata de jo...? Quiero decir, ¿me está tomando el pelo?

—No, Stone, no te estoy tomando el pelo. El Equipo de Planificación Técnica se reúne hoy a las cuatro. Necesito que estés allí.

Kim ya conocía al EPT o, como ella prefería llamarlo, el grupo INEPT. Se reunían para preparar cualquier acontecimiento importante que pudiera repercutir en el público general. Sabía que, en el pasado, los habían reunido para vigilar las propuestas de manifestación de la Liga de Defensa Inglesa, para debatir los aumentos en el nivel de amenaza terrorista y para otros asuntos importantes. Sin embargo, que los reunieran ante la inminente visita de una maldita modelo glamurosa que iba a firmar unos cuantos libros era una señal de que el EPT no tenía mucho que hacer.

—Entiendo que, como Departamento de Investigaciones Criminales, normalmente no nos involucramos, pero es que no hay nadie más disponible.

—Señor, mi escritorio está lleno de...

—Nada que no pueda esperar una hora. —Dio unos golpecitos en el borde de su mesa de trabajo—. Y, hablando de escritorios, tienes que empezar a pensar un poco en este —dijo—. Aún no estoy en edad de jubilarme, pero llegará el día...

—No quisiera ofenderlo, señor, pero ese escritorio le queda perfecto. Prefiero que el mío sea un poco más móvil mientras estoy fuera atrapando a chicos malos que hacen cosas malas, y no atendiendo...

—Y creo que ya es hora de que aprendas a jugar limpio con la gente que no pertenece a tu equipo inmediato.

Kim se rio a carcajadas.

—Muchas gracias por su fe en mí, señor, pero apenas soy capaz de jugar limpio con mi perro, y eso que es mi mejor amigo. ¿No hay forma de enviar a Bryant a la reunión del INEPT? Su trato con la gente es mucho mejor que el mío.

—Eso no es ninguna noticia, Stone, pero debe ir un inspector. Tengo entendido que los planes de transferencia de West Mercia a nuestra jurisdicción están en proceso y que esta reunión es solo para ultimar detalles antes del recorrido que habrá este fin de semana.

—¿De verdad se necesita semejante nivel de planificación para meter a una exmodelo de glamur en un centro comercial para...?

—Tiene una buena dosis de haters en redes, Stone. Muchos la consideran una rompehogares. Ya hubo un par de refriegas en Leamington Spa. Nadie quiere que en su guardia ocurra nada. Cuando West Mercia nos la mande, su seguridad será problema nuestro.

Como siempre, Kim estaba atónita ante el doble rasero. Era el futbolista quien había sido infiel y, sin embargo, los ataques virulentos se dirigían contra la mujer. Ella no era quien tenía un problema con la monogamia.

—Si debe de ser un inspector, podríamos ascender a Bryant temporalmente durante el resto del día —propuso, esperanzada—. Incluso, si usted quiere, lo llamaré jefe. —Había puesto esa carta sobre la mesa por pura desesperación. No le iba nada bien en esas reuniones.

Mientras Woody negaba con la cabeza, sus facciones expresaban un tedio creciente.

No había nada más que decir.

La batalla se había librado, y Kim la había perdido.

Capítulo 3

Kim dejó en el escritorio las bebidas que acababa de traer de la cafetería.

—Vale, chicos, ¿qué tenemos? —preguntó. Esperaba que los refrescos sirvieran para reanimar a su equipo del bajón en el que parecían haber caído esa tarde, a primera hora.

—Archivo —dijo el sargento detective Penn.

—Reorganización de expedientes —respondió Stacey.

Bryant entrelazó los dedos y se puso a girar los pulgares.

—Reflexiones existenciales —respondió.

Era magnífico ver a su equipo trabajar así de duro. Los últimos días habían sido inusualmente tranquilos. Un asalto grave en Hollytree había ido a parar a Brierley Hill, junto con uno de sus informantes. También se habían suspendido las pesquisas por una agresión sexual después de que la mujer admitiera que estaba ebria y que era probable que hubiera consentido. Además, habían tenido que actuar en un pleito por cánnabis, aunque el asunto había terminado en manos del equipo de estupefacientes.

A Kim, de algún modo, no le importaba tener menos trabajo, pensó mientras miraba a Penn apilar papeles sobre su escritorio. Hacía apenas una semana, ese hombre había enterrado a su madre. Aun así, al día siguiente del funeral, había insistido en volver al trabajo.

Si bien Kim aceptaba que su equipo estaba formado por adultos de alto rendimiento, al mirar a Penn no pudo evitar sentir en la nuca un escalofrío de preocupación. No había detectado el menor cambio en el estado emocional del sargento. Comprendía que tanto él como su hermano ya esperaban ese desenlace, pues hacía meses que a su madre le habían diagnosticado un cáncer de pulmón terminal. Y la mujer había resistido con valentía mucho más tiempo del que los médicos le habían pronosticado. Aunque los hermanos habían tenido tiempo para prepararse, algo no encajaba en la reacción de Penn ante la muerte de su madre. Kim notó que faltaba un táper entre su escritorio y el de Stacey. Estaba claro que Jasper aún no había encontrado ánimos para volver a la cocina. Ese chico de quince años con síndrome de Down vivía para cocinar y proporcionaba a diario sabrosos manjares para todo el equipo. La ausencia de ese táper entristecía a Kim.

Y era paradójico que Stacey Wood, la colega de Penn, quien se sentaba justo enfrente de él, fuera un manojo de emoción y nervios contenidos con la cercanía de su boda, a finales de mes. Kim sabía que la asistente de detective disimulaba su entusiasmo en un acto de consideración por la pérdida de su colega.

Miró a su derecha. Bryant era Bryant, otra vez. Después de haber tomado algunas decisiones difíciles en relación con un antiguo caso, se había descubierto a sí mismo dentro de una zona gris de la justicia que no le sentaba nada bien. Pero poco a poco había vuelto a ser el de siempre. Hacía unos días, incluso, les había hecho señas para que bajaran al aparcamiento a admirar su nuevo coche. Había tenido que dar por perdido el anterior después de que, en el último caso importante, tuviera que estrellarlo contra una valla metálica.

Expectantes, los tres habían seguido a su compañero hasta la nueva y preciada posesión. Sin embargo, nadie había dicho nada; tan solo habían intercambiado miradas de desaliento.

Kim había roto el silencio:

—Eeeeh..., es un Astra Estate —declaró—. Igualito al anterior.

Pero Bryant sacudió la cabeza.

—No, este es el modelo de 1,5 litros y tres cilindros con turbo...

Kim cortó su perorata con una carcajada.

—¿Tenías un turbo? Si apenas pasas de los cincuenta en la autopista. Sí, has tomado una buena decisión, Bryant, pero no deja de ser un Astra Estate. Es hasta del mismo color.

—Aaah; no exactamente, el otro era gris plomo...

Kim no quiso oír ni una palabra más y se giró para volver a la comisaría. Si bien unos años más nuevo, era, en esencia, el mismo coche. Al único que tenía impresionado era al propio Bryant.

De nuevo en el presente, Kim centró su atención en Stacey.

—¿Algo en la baraja?

La baraja era una iniciativa anual que Woody había puesto en marcha tres años antes. Cada equipo del distrito de Dudley pasaba a otro sus casos sin resolver con la esperanza de que los revisaran desde el principio con otra mirada y, con suerte, ofrecieran una nueva perspectiva para la investigación. De los veintisiete casos incluidos en la baraja, nueve habían sido resueltos por un equipo diferente al de origen, lo que demostraba, a las claras, el gran valor de la iniciativa del jefe. Y Kim, por mucho que odiara que los miembros de su equipo se ensañaran con el trabajo de otros detectives, estaba dispuesta a apoyar cualquier cosa que sirviera para atrapar a los maleantes.

—Vale, Penn, sigue archivando; Stace, sigue barajando; y tú, Bryant, dales un descanso a tus pulgares y llévame a esa reunión.

Cogió su chaqueta y se encaminó hacia la puerta.

—Oye, jefa —dijo Bryant en cuanto estuvieron bastante lejos de la sala de la brigadacomo para que no los oyeran—, ¿cómo ves a Penn?

—Si él dice que está bien, tenemos que respetarlo —contestó. Al llegar al final de la escalera, se toparon con Jack, el sargento de guardia, que acababa de sacar de la máquina expendedora un montón de paquetes de caramelos.

—Maldita sea, Jack, ¿andas bajo de azúcar? —quiso saber.

—La asistente Monaghan tiene una pequeña visitante. Hace un rato, la niña se ha separado de su madre en...

—¿Aún no se han reunido? —preguntó Kim ante la mirada de preocupación de su colega.

Jack negó con la cabeza.

La detective hizo un breve alto. Se sentía tentada de regresar y asegurarse de que la niña estuviera bien, pero se obligó a sí misma a salir del edificio.

De verdad, aquello no tenía nada que ver con ella.

Capítulo 4

Antes de abrir la boca, Stacey observó a su colega durante un minuto.

—Oye, Penn, escucha: si quieres...

—Estoy bien, Stace —dijo él sin levantar la vista del ordenado montón de papeles que estaba poniendo en su escritorio.

La asistente había recibido esa misma respuesta una y otra vez.

Por lo que sabía, Penn tenía pocos amigos, quizás debido a que había cambiado de fuerza un par de veces y a que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a cuidar de Jasper. Con todo, una de sus antiguas colegas de West Mercia, Lynne, había asistido al entierro de su madre. Stacey tan solo esperaba que su compañero hubiera abierto su dolor a Lynne con más candidez de lo que lo había hecho con cualquiera de ellos.

—¿Cómo está Jasper? —le preguntó. Miró con nostalgia el espacio vacío donde solían estar las galletas o las magdalenas.

—Bien.

—Podría pasarme y...

Penn le dio un buen corte en más de un sentido:

—Entonces, ¿qué tienes en la baraja? —le preguntó.

Stacey ya sabía que su colega se guardaba las emociones. Esa escueta respuesta era una señal de que se estaba enfadando y que no quería estallar con ella.

Y ella entendió la indirecta.

—Vale, escucha: tengo un robo a mano armada en Wolverhampton. Ocurrió hace dos años. El equipo sospecha que se trata de un asunto relacionado con bandas, ya que, media hora antes del incidente, avistaron por la zona a un conocido miembro de una. Es el típico modus operandi, solo que los detectives no encontraron testigos.

Penn negó con la cabeza.

—No pierdas el tiempo con eso. Wolvo conoce la cultura de sus bandas mejor que tú. Si sus informadores no les han dado nada, no tienes ninguna posibilidad.

Después de haber leído el expediente, ella había llegado a la misma conclusión. Si los agentes de Wolvo, es decir, Wolverhampton, con lo bien que conocían la localidad, no habían conseguido a nadie que se atreviera a señalar culpables, el asunto estaba frito antes de empezar siquiera. No había heridos y la estación de servicio seguía en plena actividad, por lo que a Stacey no tenía ningún deseo de implicarse. Cerró la carpeta y la dejó a un lado.

—Vale. El que sigue: hace casi dos años, tres desconocidos asaltaron a un joven de dieciocho a las puertas de un negocio de patatas fritas. Hubo cortes y magulladuras, pero ningún hueso roto. A los agresores nunca los detuvieron. —Volvió al principio del expediente—. Y este es de Dudley.

—¿Cuál fue la última actuación registrada?

Stacey hojeó el archivo hasta el final y leyó las últimas entradas.

—Una visita de la madre y una llamada telefónica para pedir novedades.

Penn negó con la cabeza.

—Perderías el...

—No puedes descartarlos todos solo porque son difíciles. Si fueran fáciles, ya estarían resueltos —protestó Stacey. Ese caso le hacía hervir la sangre. El chico había quedado bastante malherido.

—De acuerdo, pero el chaval tiene ahora veinte años. Para un adolescente, dos años son media vida. Si fueron los padres quienes pusieron la denuncia en vez de él, lo más probable es que el chico haya pasado página, y es tu mejor fuente de información.

Stacey entendió su punto de vista. Al reabrir una investigación pendiente, con la esperanza de desenterrar información que condujera a resolver el caso, no solo se volvía dependiente de la memoria de la víctima, sino también de su compromiso y entusiasmo.

Dejó a un lado el expediente y buscó otro de hacía dos años.

—Vale, aquí tenemos una agresión sexual. Es semejante a otro caso que terminó con una condena, pero Brierley Hill no consiguió suficientes pruebas para que la Fiscalía de la Corona presentara cargos por el segundo ataque.

Por fin, Penn levantó la cabeza.

—Sí, ese es.

—Aún no te he contado nada —respondió Stacey. Estaba encantada de verle la cara en lugar de la coronilla.

Él se encogió de hombros.

—Es una violación. Ningún violador debe quedar impune.

Ella estaba de acuerdo, por supuesto. Una lectura inicial de los expedientes le había confirmado que era el caso que quería resolver en primer lugar. Sin embargo, tras una inspección más detallada, había comprobado que el segundo asunto ni siquiera se había presentado a la Fiscalía de la Corona. Volvió a leer los detalles.

Lesley Skipton había sido violada mientras regresaba a casa tras una fiesta organizada por el Ayuntamiento de Dudley en el parque de Himley Hall. El acto había terminado a la una de la noche. A la joven de veintidós años la habían dejado inconsciente de un golpe en la nuca. Cuando volvió en sí, tenía a alguien encaramado y agrediéndola sexualmente desde atrás con un objeto extraño. La chica, con la cara hundida en el suelo, no había podido decir una sola palabra.

Stacey se tomó un momento para reflexionar en lo aterrorizada que debía de haber estado.

El equipo de Brierley Hill había señalado como sospechoso a un constructor de la localidad a quien, unos días antes, habían investigado por otra violación; sin embargo, no habían encontrado ninguna prueba física para acusarlo.

La primera agresión sí había llegado a los tribunales y Sean Fellows había sido condenado por la violación de Gemma Hornley. Pero Lesley Skipton seguía esperando justicia.

Sobre el papel, no había ninguna duda de que el atacante de Lesley había sido el mismo: Sean Fellows. Eso había pensado el equipo de investigación. Y Stacey también.

La única pregunta que rondaba por la cabeza de la ayudante era si sería capaz de demostrarlo y ofrecerle a Lesley Skipton la justicia que merecía.

Capítulo 5

A las cuatro menos dos minutos, Bryant se detuvo frente a la puerta principal del Hotel Copthorne.

Kim se desabrochó el cinturón de seguridad.

—¿Sabes, Bryant?, por una vez podrías haberte tomado tu tiempo —gimió. El modo de conducir de su compañero, excesivamente lento, la sacaba de quicio cuando acudían a la escena de un crimen o a interrogar a un testigo clave, ya que cada segundo contaba; sin embargo, no le habría importado llegar un poco tarde a esa reunión.

—Diviértete y sé buena con los otros niños —dijo él con una sonrisa.

Ella le respondió con un portazo y caminó hacia la entrada.

El hotel había sido construido en los años ochenta, en el límite del complejo The Waterfront. Se trataba, en aquel entonces, de un lugar nuevo y reluciente, con piscina cubierta e instalaciones para conferencias.

Pero, tras tres decenios, se le notaba la fatiga. El vestíbulo parecía más apagado que antes. Las paredes desconchadas de color magnolia estaban oscurecidas por una pátina que ninguna limpieza podría borrar.

En el mostrador de conserjería, una mujer de mediana edad levantó una expectante mirada.

Kim le mostró su identificación.

—Reunión del EPT.

La encargada señaló unas puertas dobles de cristal y madera. Kim asintió. Ya había estado muchas veces en esas salas de conferencias.

La Hackett Suite era la más pequeña de las nueve. Cuando llegó, se encontró con la puerta abierta de par en par.

Había unas cuantas personas de pie repartidas por la sala. Con timidez, sostenían en las manos pequeñas tazas blancas de una pila que había junto a una tetera plateada. Un par le sonrieron y asintieron. Los ojos de Kim, mientras tanto, exploraron las tarjetas que asignaban los asientos y que habían sido escritas con letra apresurada, dobladas y puestas delante de las sillas. Junto a cada tarjeta había un paquete informativo.

Decidió renunciar al café. Ya desde lejos, era capaz de saborear su amargura barata, una que no había modo de atenuar con ninguna cantidad de leche o azúcar.

Se sentó ante una tarjeta marcada como «Policía de WM». No habían puesto su nombre porque no sabían quién acudiría a esa reunión por parte de West Midlands.

Contó otras seis tarjetas. Luego se tomó un momento para relacionar a las personas con los asientos designados.

Nikita Jackson, una mujer de aspecto grave y corte de pelo militar, era, sin duda, la representante del Servicio de Ambulancias de West Midlands. Orbitaba alrededor de un hombre con sobrepeso a quien Kim conocía como Clive Young, del Servicio de Bomberos. A ambos los convocaban a cualquier evento en el que se esperaban multitudes y existiera la posibilidad de que se produjeran lesiones o incidentes, ya que decidían qué clase de trabajadores debían escogerse.

También estaba Bill Platt, el responsable de eventos del Ayuntamiento de Dudley, quien se afanaba en sacar agua caliente de la tetera. Cada pocos segundos, hacía una pausa para acomodarse las gafas en el puente de la nariz.

A las otras dos personas no las conocía. Supuso que el hombre que estaba contra la pared, consultando algo en su teléfono móvil, era Christopher Manley, el fundador de Sistemas de Seguridad Integral, mejor conocida como SSI, una empresa privada que ofrecía servicios de vigilancia a control remoto, custodia de llaves comerciales y residenciales, personal de vigilancia y apoyos en presentaciones públicas. Hacía tres años que había ganado un contrato para proporcionar servicios de seguridad durante los programas públicos del Ayuntamiento de Dudley. Kim había dado por hecho que el dueño de la empresa sería un hombre mayor, pero este parecía tener treinta y muchos años.

Había un nombre más: por eliminación, supuso que el rostro enmarcado en una gran melena de rizos rubios naturales pertenecía a Kate Sewell, la agente de la celebridad, Tyra Brooks.

Solo quedaba una persona por identificar: un hombre que estaba sentado frente a ella en la mesa rectangular.

Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta cuando Lena Wiley, la superintendente de West Mercia, entró en la sala.

Kim no se sorprendió ante el dominante porte de esa mujer, no menos evidente en persona que en la pequeña pantalla que, una hora antes, había visto en la cafetería.

Con una estatura similar a la de Kim, Lena Wiley era dueña de una presencia que exigía atención. No pesaba más de la cuenta y, aun así, su físico era sólido y tranquilizador. Sin ser masculina, era segura y exhibía confianza en sí misma.

Kim sabía poco de esa mujer, aunque había oído de rumores por ahí. A sus asistentes personales —se decía en broma— les expedían pases semanales para el aparcamiento, ya que, desde el día en que había asumido el puesto, a Lena nadie le había durado más de siete días. Si bien la comisaria había ostentado, hasta hacía pocos años, el récord de rotación de personal de West Midlands, Kim sabía que no debía juzgarla solo por eso. También había oído que era competente y no temía a la autoridad. Para Kim, esas no eran malas cualidades. En última instancia, Lena había ascendido hasta alcanzar un rango decente en un momento en que las estadísticas no estaban de su parte. Eso era digno de respeto.

La comisaria Wiley saludó con un gesto de cabeza que abarcó a todos los presentes. Luego, haciendo caso omiso de las placas, se sentó a la cabecera de la mesa.

Kim notó el gesto de irritación del responsable de eventos del Ayuntamiento de Dudley, cuyo trabajo consistía en coordinar tanto el evento como la reunión.

—Siento llegar tarde —dijo Lena. Los demás fueron ocupando el asiento que tenían más cerca. Justo enfrente de Kim se sentó el propietario de la empresa de seguridad.

El concejal Platt tosió.

—Gracias a todos. Como sabéis, tendremos un evento este jueves...

—Si los detalles no han cambiado desde la última reunión, estoy segura de que podemos prescindir del blablablá —lo interrumpió Lena Wiley—. Y quien no haya estado presente podrá enterarse con el paquete informativo.

En la sala, los ojos giraron hacia la agente de policía visitante: Kim.

Platt enrojeció.

—Por supuesto, pero...

—Sugiero que repasemos el plan de acción, tal como lo habíamos bosquejado, y que al final se planteen las preguntas.

Aunque la pausa que Lena hizo enseguida indicaba que estaba a la espera de la aprobación del concejal, la sala ya sabía quién estaba dirigiendo la reunión.

Kim imaginó que Lena Wiley no había llegado hasta donde estaba por ser una pusilánime. Además, si esa mujer, gracias a ese enfoque tan directo, la expulsaba pronto de esa reunión para devolverla a su verdadero trabajo, la vitorearía con gusto.

—De acuerdo —dijo Lena. Con un dedo, dio unos golpecitos en el paquete informativo, aunque no lo abrió—. La señorita Brooks nos será entregada el jueves a la una de la tarde. La escoltaremos al centro comercial Kingfisher, en Redditch, donde firmará durante una hora y...

—O hasta que la multitud se haya ido —intervino Kate Sewell—. Tyra firmará hasta el último libro.

Lena la fulminó con la mirada, aunque no dijo nada sobre la interrupción.

—Después, dará una charla en la que...

—Nada de charlas —volvió a interrumpir Kate.

Lena le lanzó una mirada más dura aún, antes de hacer como si hojease la carpeta informativa.

—Y esto, ¿cuándo ha cambiado?

Kate se encogió de hombros con indiferencia.

—Hemos decidido que ese encuentro no es una buena idea. Solo por razones de seguridad.

Lena entrecerró los ojos.

—¿Ha habido algún tipo de amenaza directa? —preguntó.

Todo el mundo sabía que una personalidad como esa atraía tanto a admiradores como a detractores. Muchas jóvenes idolatraban a la glamurosa modelo, cuyos seguidores en Instagram pasaban de los dos millones; pero había también quienes no veían con buenos ojos que hubiera destruido la familia de una leyenda del fútbol local.

—Ninguna amenaza directa —respondió Kate de inmediato. Tanto Kim como Christopher Manley repararon en la celeridad de la respuesta—. Esas charlas no la harán vender más libros, eso es todo.

Lena pareció aceptar la excusa y continuó:

—Escoltaremos su coche durante el traslado de Worcestershire a Halesowen. A la entrada del edificio, en el patio de servicio del centro comercial, se la entregaré al inspector Plant.

Lena miró a Kim, por si la detective quería aportar algo., pero ella movió la cabeza de un lado a otro. Aquello no era asunto suyo. Estaba haciendo lo que le habían pedido. A esta reunión no había llevado más que un par de oídos.

Lena reprimió una leve expresión de molestia y abrió su paquete informativo. Miró a Bill Platt, quien inclinó la cabeza como diciendo «Tú convocaste esta reunión, aquí la tienes».

Los ojos de Lena exploraron las páginas.

—Tengo entendido que, desde el punto de entrega, para evitar contactos innecesarios con el público, el inspector Plant escoltará a Tyra Brooks por los pasillos de servicio hasta la parte trasera de la librería. —Sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su desdén, dirigió la mirada a Christopher Manley—. Los puntos clave estarán vigilados por guardias del SST que...

—Oficiales —interrumpió él con un gruñido bajo.

Kim conocía a muchos jefes de seguridad a quienes se les ampollaba la piel de solo oír el término «guardias», ya que, en la actualidad, el personal tenía que aprobar exámenes, estudiar y superar pruebas. Muchos oficiales recibían formación en primeros auxilios y reanimación cardiopulmonar, así como adiestramiento en el uso de desfibriladores. Atrás habían quedado los días en que a cualquier tipo le ponían un uniforme y lo colocaban en una puerta.

Lena lo ignoró.

—¿De cuántos guardias dispone para esto? —preguntó.

—De siete —respondió él sin mirarla.

Kim estaba al tanto de que un buen número de policías despreciaban a las empresas de seguridad. Veían a su personal como aspirantes a policías, y muchos no estaban de acuerdo con que participaran en actos públicos, pero Kim consideraba que su contribución daba libertad a los agentes y los dejaba hacer aquello por lo que se les pagaba. La policía de West Midlands se había negado a dotar de personal al Ayuntamiento de Dudley, así que al concejal no le había quedado más remedio que subcontratar. Nadie quería que, bajo su vigilancia, le ocurriera nada a esa celebridad.

De modo que Christopher Manley bosquejó las posiciones que tenía pensadas para su personal. En ese momento, Kim notó que el teléfono empezaba a vibrar en su bolsillo.

Lena Wiley ahogó un bostezo mientras Kim escuchaba los planes. No necesitaba consultar un plano del centro comercial marcado con pequeñas cruces. Conocía bien el inmueble, pues, durante su época de agente, había tenido que intervenir en muchos sucesos.

Su teléfono dejó de vibrar. «Dame un minuto», pensó.

—Vale. Gracias, señor Manley. Nos ha dejado muy claro dónde apostará a cada uno de sus guardias, y...

—¿Y la escalera nueve? —la interrumpió Kim, que intervenía por primera vez.

Ahora, el enfado de Lena se dirigió hacia ella, pero esta no le hizo caso y siguió concentrada en Christopher Manley, quien reprimió una sonrisa.

El hombre volvió a consultar sus planos.

—No tenemos una escalera nueve en estos esquemas.

—Mmm, perdonad —dijo Lena—, ¿no lo podrías discutir después de esta...?

Kim desoyó a la superintendente y se inclinó sobre el otro lado de la mesa.

—Aquí mismo —dijo, y clavó el dedo en una zona del plano que parecía ser una pared de ladrillo—. Antes de las reformas, era una escalera de servicio que llevaba al nivel superior. Todavía queda una puerta que conduce a un grupo abandonado de almacenes y un pasillo que lleva de vuelta a la nueva sección.

Kim lo sabía porque, en la persecución de un sospechoso de alcoholemia que, de repente, se le había perdido de vista, había terminado por extraviarse en esa área.

Christopher sonrió para darle las gracias y colocó una cruz en el lugar. Miró al concejal.

—Supongo que serán ocho, entonces.

Bill Platt negó con la cabeza. No habría más presupuesto.

Christopher volvió a mirar a Kim. En ese mismo instante, el teléfono volvió a vibrar.

—Estará cubierto —aseguró él.

—Por brillante que esto haya sido —dijo Lena—, si pudiéramos pasar a...

Kim dejó de prestarle atención mientras hurgaba en su bolsillo en busca del teléfono. Quienes de verdad importaban sabían que no debían molestarla. Woody la había enviado allí. Bryant la espera fuera. Aquello solo dejaba a una persona, alguien que nunca llamaba para perder el tiempo.

Lena miró fijamente a la detective y guardó silencio durante un instante. Todos se volvieron hacia Kim.

Dos llamadas perdidas de Keats.

—Mmm, oficial, ¿le importaría guardar el teléfono? —Kim no hizo caso y echó la silla hacia atrás. El rostro de Lena Wiley enrojeció de rabia—. ¿Hay algún otro sitio en el que deba estar?

Kim no se disculpó. Se dirigió a la puerta sin que le importara un pito.

—Eh, sí. Hay un lugar donde, por lo visto, me necesitan mucho más que aquí.

Capítulo 6

Stacey tamborileaba con los dedos sobre el escritorio a la espera de que el sargento Michaels le contestara el teléfono y le diera algo que acallara sus cavilaciones. Quizá no debía meter las narices en ese caso, en vista de que el equipo que debía ocuparse de él ni siquiera lo había presentado a la Fiscalía de la Corona.

—Michaels —contestó una voz grave al otro lado.

—Soy la asistente Wood, de Halesowen.

—Perdona que te haya hecho esperar, cariño, estaba cagando.

Stacey movió la cabeza de un lado al otro. Algunas cosas nunca cambiarían, pero no le sobraba tiempo para reaccionar contra todos los agentes misóginos de la vieja escuela.

—Sí, gracias. ¿Tienes un minuto para hablar de la violación de Lesley Skipton? —Silencio—. Dirigiste el caso contra...

—Sé de quién se trata, cariño. Me estoy preguntando por qué quieres hablar de ella.

Aunque, a veces, sí que se tomaba el tiempo para reaccionar.

—Me llamo Stacey, no «cariño». No soy tu hija ni tu sobrina. Tengo el caso en la baraja.

—¿Te lo han enviado? —preguntó él. Estaba tan sorprendido que ni siquiera reaccionó a la reprimenda.

Ahora, ella estaba sorprendida de que él estuviera sorprendido.

Stacey sabía que los agentes encargados de los casos no elegían cuáles enviar a la baraja. Las decisiones las tomaba el inspector jefe de detectives o alguna instancia superior.

—¿Por qué te extraña?

—Creía que solo barajaban casos que tenían posibilidades de cambiar las estadísticas.

Stacey sintió era una visión basada en el hastío. Por supuesto, la fuerza quería anotar más casos resueltos en sus libros. No le dolía que las estadísticas nacionales compararan fuerza contra fuerza, como si se tratara de un simple marcador, pero prefería creer que la prioridad era resolver casos, atrapar a los malos y proteger a las víctimas.

—¿No crees que el caso se pueda resolver?

—Ah, sí, si se puede. Y creo que lo resolvimos, pero nunca llegará a los tribunales.

Stacey sintió que su irritación crecía. Detestaba a los derrotistas. Sus propias dudas, las que había tenido al principio, se estaban desvaneciendo. Trabajaría en ese caso sin importarle lo que Michaels tuviera que decir.

—¿Así que estás convencido de que Sean Fellows violó a Lesley Skipton? —preguntó.

—Sí, sí. Estamos seguros de que él es el responsable del ataque a Lesley. Y menos mal que lo cogimos por la violación de Gemma Hornley; si no, el cabrón seguiría suelto.

—No lo entiendo —dijo Stacey. Trataba de descifrar lo que el detective parecía no querer decirle.

—Mira, sabes tan bien como yo que, para progresar en un juicio por violación, necesitas a la víctima. No importa lo que tengas, porque, para un jurado, si no exhibes a la víctima traumatizada, las pruebas físicas no pasan de ser puro sexo.

—¿Entonces?

—No pudimos subir a Lesley al estrado.

Stacey se quedó de piedra. Nada en los archivos decía que Lesley se hubiera negado a testificar.

—¿Por qué?, ¿cambió de opinión?

—No me estás entendiendo, cariño. No podíamos dejar que se acercara a la sala por lo que pudiera decir.

—¿Qué?

Él hizo una pausa de unos segundos.

—Ve a verla, Stacey —Por fin usó el verdadero nombre de la asistente—. Habla con ella de la violación, y entenderás por qué no pudimos subirla al estrado.

Capítulo 7

Al llegar al lugar del crimen, Kim reparó, antes que nada, en la chaqueta azul y los vaqueros. Eran los únicos datos que tenían de una mujer que, horas antes, se había separado de su hija.

Tras haberse escapado de la reunión del INEPT, había escuchado el mensaje de voz que Keats le había dejado en la segunda llamada. Le decía que tenía un cadáver y dónde estaba. Nada más.

Fielder Road era una calle lateral que partía de Brierley Hill High Street. En el lugar había habido un par de carnicerías y fruterías antes de que se instalara un supermercado Asda. Ahora, seis de las tiendas estaban tapiadas y otras dos ya habían sido demolidas. Keats le había pedido que fuera allí.

Al cerebro de Kim le llevó apenas un instante calcular que la escena del crimen estaba a menos de cien metros de aquel Shop N Save por el que habían pasado esa mañana.

Ahora mismo, lo que tenía delante era una mujer rubia con un asombroso parecido a la niña cuya madre había desaparecido.

La invadió una oleada de tristeza al recordar a esa niña agarrada al osito de felpa que los empleados de la tienda le habían regalado. La pequeña se había aferrado al juguete en ausencia de una madre a la que nunca volvería a abrazar con fuerza. Esa misma mañana, de compras con ella, la niña llevaba una vida normal, como otros miles. Kim siempre se asombraba de que un día tan ordinario pudiera convertirse en el peor de tu vida. ¿Dónde estaba la alarma? ¿Dónde estaba la advertencia de que, en el futuro, ese día se volvería tan importante?

—¿La han movido? —preguntó al médico forense.

Keats negó con la cabeza y señaló el sencillo bolso negro, al lado del cuerpo.

—Lo he abierto para buscar su identificación. —Le entregó a Bryant un pedazo de papel—. Se llama Katrina Nock y esta es su dirección —dijo—. Veinticinco años.

Kim supuso que Keats había obtenido el dato del carné de conducir. El documento, junto con el bolso y el resto del contenido, sería empaquetado para enviarlo al laboratorio.

Kim rodeó el cadáver y estudió su postura.

La mujer yacía boca abajo, con el pecho pegado al suelo. Tenía las piernas dobladas a la altura de la rodilla y el lado derecho de la cara apoyado en la tierra, entre ladrillos, trozos de yeso gris, restos de clavos y tornillos. Kim sintió que la rabia le presionaba el vientre. La mujer había sido asesinada y dejada entre podredumbre y basura, en las tripas de un edificio que ya nadie quería y en una zona abandonada. Este simple hecho ya le decía mucho sobre la persona que la había matado.

Apartó esos pensamientos, ya que no le servían de nada a la víctima.

—¿Lesiones visibles? —preguntó. No había heridas de arma blanca ni charcos de sangre ni traumatismos que ella pudiera ver. La mujer parecía haberse echado a dormir la siesta entre los materiales de construcción esparcidos.

Keats movió la cabeza de lado a lado.

—Creo que le han roto el cuello. Podré confirmarlo en la morgue.

Kim volvió a estudiar la posición del cuerpo e imaginó a la mujer arrodillada, con el asesino a sus espaldas. Una buena y fuerte torsión. Muerte inmediata y, luego, el cuerpo sin vida, desplomándose.

Un asesinato rápido y funcional sin el frenesí de los crímenes pasionales. No se apreciaban heridas múltiples de arma blanca, cortes ni contusiones. No había pruebas de agresión sexual. En la ropa de la mujer, todo parecía estar en orden.

¿Dónde estaban los sentimientos?, ¿dónde las emociones? ¿Por qué matar a una joven madre que había salido de compras con su hija?

—Calculo que han transcurrido de dos a cinco horas —dijo Keats sin que Kim le hubiera preguntado nada. Ella habría sido capaz de resolver la hora de la muerte por sí misma.

Dado que era última hora de la tarde, supuso que harían la autopsia al día siguiente.

—Será lo primero —dijo él, leyendo sus pensamientos.

Minutos después, mientras se dirigían al coche, Bryant exclamó:

—Ay, Dios, conozco ese ceño fruncido. ¿Qué ocurre?

—No tenía por qué morir —dijo Kim, y enseguida se preguntó de dónde habían salido sus palabras.

—Bueno, alguien la quería muerta, porque ella no ha sido capaz de romperse su propio...

—No me lo explico —dijo ella, y se volvió a mirar la escena—. Es como si fuera algo de usar y tirar, Bryant. No hay pasión ni odio ni frenesí. No hay mensaje ni declaración. Y la han dejado ahí, en medio de toda esa mierda. A menos que Katrina Nock llevara algún tipo de doble vida, aparte de ser esposa y madre, tengo la sensación de que no tenía por qué haber muerto.

Kim volvió a pensar en la niña, cuya vida había cambiado para siempre. Le tocaba darle la mala noticia.

Capítulo 8

Kate Sewell cerró la puerta del coche y echó un vistazo a su bolso Hermès. Si había podido comprarlo, había sido gracias a la comisión por el contrato que su clienta había firmado con una de las cinco grandes editoriales.

Tyra Brooks no era una clienta como cualquiera de las que había tenido. Pero el fondo mismo del Black Country, el culo del mundo, no era donde quería verse a sí misma a sus treinta y tantos. «La necesidad obliga», se dijo a sí misma.

Se necesitaban una a la otra.

A los veintiocho años, Tyra tenía los días contados como modelo de glamur. La falta de interés en sus atributos físicos había provocado que la agencia, después de haberla representado durante diez años, la menospreciara. Justo por esos días, Kate acababa de perder a su último cliente bien pagado. El tipo había caído en las redes de una gran agencia que prometía llevar su mediocre talento interpretativo a otro nivel y convertirlo en un nombre conocido. «Buena suerte», pensó. Ryan Hardwick era un hombre guapo y arrogante cuyos delirios estaban muy por encima de su capacidad. También era un autosaboteador. A la primera señal de un papel decente, el éxito lo asustaba y aumentaba su consumo de alcohol. No era ella quien lo había estado reteniendo; era él quien se estancaba a sí mismo, quien permanecía en su sitio. Pero Kate quería que sus nuevos representantes lo descubrieran por su cuenta.

A pesar de sus defectos, Ryan y su trabajo a destajo habían mantenido el negocio en marcha, lo mismo que la otra media docena de clientes que le quedaban. Y, si aún tenía las manos llenas, era porque Tyra era una ilusa de la talla de Ryan.

La única persona que no sabía que la carrera de Tyra estaba en pleno declive era la propia Tyra. Unos labios más carnosos y unas tetas más grandes no habían reavivado el interés, aunque la mujer creyera que su vuelta a la cima era solo cuestión de tiempo. Estaba pasando por un bache. Un período de sequía. De lo que no se había dado cuenta era de que cada cirugía la hacía parecerse menos a sí misma y que las tetas gigantescas la habían convertido en un artículo de novedad. Antes de ponerse en contacto con Tyra para ofrecerle ser su representante, Kate se había planteado una serie de contratos menores durante uno o dos años, explotando, a duras penas, los últimos vestigios de la carrera de esa mujer. No tenía otra intención que ayudarse a pagar la hipoteca hasta conseguir un par de buenos clientes.

Hasta que Tyra le reveló que se había acostado por accidente con un conocido futbolista tras una noche de juerga en un club de Birmingham. Kate no se tragaba mucho aquello de que había sido un error, pero, mientras se preguntaba cómo podía una acostarse accidentalmente con otra, vio de inmediato las oportunidades económicas.

Juntas diseñaron un plan para maximizar la exposición y pusieron en marcha la campaña de mercadotecnia que daría a conocer la noticia. Irían dejando caer pistas a través de las redes sociales y el canal de YouTube de Tyra. Y, bueno, con el tufillo a escándalo en el aire, los seguidores de la modelo se triplicaron en todas las plataformas. Después, Kate había elegido el momento perfecto para desvelar la identidad del futbolista. Al desmentido del hombre, había respondido con fotos que Tyra había tomado con su propio teléfono. Y las redes sociales habían estallado. Unos hashtags cuidadosamente elegidos habían hecho que la noticia fuera tendencia durante días. Las ofertas empezaron a llegar: apariciones en televisión, entrevistas radiofónicas, podcasts. Tras una entrevista con un periódico nacional, enseguida tres editoriales pujaron por un «cuéntalo todo»; sobre todo, después de que Tyra dejara caer que el futbolista no era la única celebridad que había pasado por su cama. El trato se cerró y los recuerdos de Tyra se convirtieron en un libro gracias a la pluma de un escritor fantasma a quien Kate ya había utilizado en alguna ocasión.

Había sido un trabajo duro: diecisiete horas diarias durante meses. Y gran parte de ese tiempo lo había pasado adulando el ego siempre hinchado de su clienta. Esta disfrutaba su papel protagonista. Estaba ansiosa por exprimir de la situación hasta la última pizca de dramatismo.

Pero la corriente había empezado a cambiar el curso. Y Kate podía notarlo. El digno silencio de la esposa agraviada perjudicaba su campaña. Una buena pelea de perras habría sido mucho mejor negocio.

Ajena al cambio de tono de algunos de los mensajes, Tyra aprovechaba minuto a minuto los saldos de su fama. Sin embargo, cada vez aparecían más troles de la nada; los insultos eran más y más crueles. Eso sí, las amenazas de muerte de los ociosos guerreros del teclado recibían siempre la misma respuesta: el menosprecio y el bloqueo. Eran mensajes vagos, virulentos y llenos de agresividad que el remitente olvidaba a los pocos minutos. Nada fuera de lo normal. Cualquiera en el ojo público era un imán para los odiadores.

No era una situación que Kate no hubiera experimentado antes, pero la naturaleza humana dictaba que los personajes odiosos ganaban más dinero.

En la reunión le habían preguntado si había habido alguna amenaza directa contra Tyra Brooks y les había dicho que no.

Fijó la mirada en el soporte del manos libres, donde estaba su teléfono móvil.

Había mentido.

Capítulo 9

Stacey se lo pensó un poco antes de llamar a la puerta de Lesley Skipton. Si volvía a sacar ese asunto a la luz, cuando todo el mundo pensaba que no había ninguna esperanza real de darle un buen cierre, ¿de verdad sería justa con esa mujer?

Como víctima de una violación, Lesley ya había sufrido bastante. No solo por la agresión física, sino por lo que había venido después.

Las investigaciones en materia de violación habían avanzado en los últimos veinte años y, aun así, las mujeres aún tenían que luchar contra la incredulidad y la duda que veían en los ojos de las personas a quienes contaban su historia: agentes de policía, personal médico, abogados, jurados y, a veces, incluso amigos y familiares.

De cuantos delitos conocía Stacey conocía, la violación era el único en el que todo el mundo buscaba de inmediato un resquicio legal. ¿La mujer estaba borracha?, ¿estaba siendo provocativa?, ¿llevaba la falda muy corta?, ¿había sido ella quien lo había seducido? A las víctimas de atraco nadie las acusaba de andar por ahí agitando la cartera. Tampoco se culpaba a las víctimas de robo de andar anunciando sus bienes en los escaparates. Solo en los casos de agresión sexual se hacía sentir a las afectadas que habían incitado al delincuente. Stacey no podía imaginarse nada que una mujer fuera capaz de hacer para incitar a una terrible agresión sexual.

No, se dijo a sí misma, determinada, mientras llamaba a la puerta. No se estaba equivocando al intentar conseguir justicia para una víctima de violación. Y, si el equipo investigador original consideraba que el asunto no tenía más recorrido, ¿qué? Si algo había aprendido de su jefa, a lo largo de los años, era que no debía abandonar nada solo porque pareciera difícil.

Enseguida le abrió la puerta una chica rubia que llevaba la mayor parte del pelo recogido en una coleta. Algunos mechones sueltos enmarcaban un bonito rostro enrojecido por la actividad. La ropa deportiva revelaba que estaba entretenida con de ejercicio físico.

Stacey levantó su placa y se la mostró por encima de la segunda cadenilla.

—¿Puedo pasar?

Lesley frunció el ceño.

—¿Para qué?