Reliquia macabra - Tess Gerritsen - E-Book

Reliquia macabra E-Book

Tess Gerritsen

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Beschreibung

Jane Rizzoli y Maura Isles, -en quienes se inspiró la exitosa serie de TNT- continúan con su exitosa racha de resolución de crímenes Se esconde. Las mata. Las conserva. A la patóloga forense Maura Isles le solicitan asistir a un examen intrigante. Una momia antigua ha sido encontrada en el sótano de un museo, lo que causa gran entusiasmo mediático. Horrorizada, comprueba que no es tan antigua como pensaban... una bala muy moderna aparece en la pantalla. La detective Jane Rizzoli debe investigar y pronto descubre un segundo cadáver momificado y luego un tercero. ¿Quién es el asesino y por qué preserva a sus víctimas con tanta meticulosidad? ¿Y quén será la próxima en pasar a formar parte de esa monstruosa colección?

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Seitenzahl: 460

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Reliquia macabra

Reliquia macabra

Título original: The Keepsake

© 2008 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1239-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Dedicado a Adam y Joshua, por quienes brilla el sol.

Cada momia es una exploración, un continente no descubierto que se visita por primera vez.

—Dr. Jonathan Elias, egiptólogo

UNO

Viene por mí.

Lo siento en mis huesos. Lo huelo en el aire, tan reconocible como el olor a arena caliente, especias sabrosas y sudor de cien hombres trabajando al sol. Estos son los aromas del desierto occidental de Egipto y todavía los siento vívidos, aunque aquel país esté a medio mundo de distancia del dormitorio oscuro donde estoy recostada. Quince años han pasado desde que caminé por aquel desierto, pero cuando cierro los ojos, en un instante vuelvo a estar allí, donde comienza el campamento de tiendas, mirando hacia la frontera libia y el atardecer. El viento gemía como una mujer cuando soplaba por el wadi, el cauce seco. Todavía oigo los golpes sordos de los picos y el ruido áspero de las palas, puedo visualizar el ejército de excavadores egipcios, yendo y viniendo como hormigas en el sitio de excavación, arrastrando sus cestas gufa llenas de tierra. En aquel entonces, allí en el desierto hace quince años, me sentía como una actriz en una película sobre la aventura de otra persona. No la mía. Ciertamente era una aventura que una chica callada de Indio, en el estado de California, jamás había esperado vivir.

Las luces de un coche que pasa brillan trémulas a través de mis párpados cerrados. Cuando abro los ojos, Egipto desaparece. Ya no estoy en el desierto contemplando un cielo manchado por un sol violáceo como un moretón. En cambio, estoy otra vez a medio mundo de distancia, recostada en mi dormitorio oscuro de San Diego.

Me levanto de la cama y me acerco a la ventana para mirar hacia la calle. Estoy en un viejo vecindario de idénticas casas de estuco construidas en los años 50, antes de que el sueño americano significara mansiones en miniatura y garajes para tres coches. Hay una cierta honradez en las casas modestas pero sólidas, construidas no para impresionar sino para brindar refugio y me siento segura y anónima aquí. Una madre soltera más, luchando por criar a una adolescente recalcitrante.

Espío la calle por entre las cortinas y veo que un coche sedán oscuro aminora la marcha a media calle de distancia. Aparca junto a la acera y apaga las luces. Espero a que salga el conductor, pero no lo hace. Durante largo rato se queda sentado allí. Tal vez está escuchando la radio o ha tenido una discusión con la esposa y no se atreve a enfrentarla. Tal vez dentro del coche hay amantes que no tienen dónde ir. Se me ocurren muchas explicaciones, ninguna de las cuales es alarmante, y sin embargo, siento la piel erizada y sudada de temor.

Instantes después, se vuelven a encender las luces traseras y el coche se aleja calle abajo.

Aun después de que desaparece por la esquina, sigo nerviosa, aferrando las cortinas con mi mano húmeda. Vuelvo a la cama y me recuesto, sudorosa, sobre las sábanas, pero no puedo dormir. Aunque es una noche cálida de julio tengo la ventana del dormitorio cerrada con traba e insisto para que mi hija Tari haga lo mismo. Pero ella no siempre me escucha.

Cada día que pasa me escucha menos.

Cierro los ojos y como siempre, vuelven las visiones de Egipto. Mis pensamientos siempre regresan a Egipto. Aun antes de pisar tierra egipcia, ya soñaba con ella. A los seis años, vi una fotografía del Valle de los Reyes en la portada de la revista National Geographic y sentí un reconocimiento instantáneo, como si estuviera mirando una cara conocida y amada que casi había olvidado. Eso era lo que significaba esa tierra para mí, una cara amada que anhelaba volver a ver.

Y a medida que fueron pasando los años, senté las bases para mi regreso. Trabajé y estudié. Una beca completa me trajo a Stanford y allí se fijó en mí un profesor que me recomendó con entusiasmo para un trabajo de verano en una excavación en el desierto occidental de Egipto.

En junio, a fines de mi penúltimo año de estudios, tomé un vuelo a El Cairo.

Aun ahora, en la oscuridad de mi dormitorio de California, recuerdo cómo me dolían los ojos por el reflejo deslumbrante del sol sobre la arena ardiente. Puedo oler el protector solar sobre mi piel y sentir el ardor de la arenilla que levanta el viento y me pega en la cara. Esos recuerdos me hacen feliz. Una pala en la mano y el sol sobre los hombros: esa era la culminación de los sueños de una joven.

Con qué rapidez los sueños se convierten en pesadillas. Había abordado el avión a El Cairo como una estudiante universitaria feliz. Tres meses más tarde, volví a casa como una mujer completamente cambiada.

No volví sola del desierto. Me siguió un monstruo.

En la oscuridad, abro los ojos de pronto. ¿Acaso escuché un paso? ¿El crujir de una puerta? Siento las sábanas húmedas y el corazón me martilla el pecho. Tengo miedo de levantarme de la cama y miedo de no hacerlo.

Algo no está bien en esta casa.

Tras años de esconderme, no soy tan tonta como para ignorar los susurros de advertencia en mi cabeza. Esos susurros urgentes son la única razón por la que sigo con vida. He aprendido a prestar atención a cualquier anomalía, a cualquier pequeño escozor de inquietud. Me fijo en coches desconocidos que pasan por mi calle. Me concentro de inmediato si algún colega menciona que alguien estuvo preguntando por mí. Hago planes elaborados de huida mucho antes de que pueda necesitarlos. Mi siguiente jugada ya está planeada. Dentro de dos horas, mi hija y yo podemos cruzar la frontera y entrar en México con identidades nuevas. Nuestros pasaportes con nombres nuevos ya están guardados en mi maleta.

A estas alturas, deberíamos habernos marchado. No deberíamos haber esperado tanto.

¿Pero cómo convences a una chica de catorce años que se mude lejos de sus amigos? El problema es Tari: no comprende el peligro en el que estamos.

Abro el cajón de la mesa de noche y saco la pistola. No está registrada legalmente y me pone de los nervios tener un arma bajo el mismo techo que mi hija. Pero después de pasar seis fines de semana en el campo de tiro, sé cómo usarla.

Con pies descalzos y silenciosos salgo del dormitorio y voy por el pasillo, pasando junto a la puerta cerrada de mi hija. Llevo a cabo la misma inspección que he hecho mil veces antes, siempre a oscuras. Como cualquier presa de caza, me siento más segura a oscuras.

En la cocina, reviso las ventanas y la puerta. Hago lo mismo en la sala. Todo está cerrado. Vuelvo por el pasillo y me detengo delante del dormitorio de mi hija. Tari se ha vuelto fanática de su privacidad, pero su puerta no tiene cerradura y jamás le permitiré que la tenga. Necesito poder asomarme y confirmar que está a salvo.

La puerta emite un chirrido cuando la abro, pero ella no se va a despertar. Como la mayoría de los adolescentes, tiene un sueño casi tan pesado como un coma. Lo primero que noto es la brisa y suelto un suspiro. Otra vez, Tari ha ignorado mis indicaciones y ha dejado la ventana abierta, como en tantas otras ocasiones.

Me resulta un sacrilegio entrar en el dormitorio de mi hija con una pistola, pero necesito cerrar esa ventana. Me detengo junto a la cama para mirarla dormir y escuchar el ritmo parejo de su respiración. Recuerdo cuando la vi por primera vez: tenía la cara enrojecida y lloraba en las manos del obstetra. Tras un trabajo de parto de dieciocho horas, yo estaba tan agotada que casi no podía levantar la cabeza de la almohada. Pero en cuanto vislumbré a mi bebé, me habría levantado de la cama y habría luchado contra una legión de atacantes para protegerla. En aquel momento supe el nombre que le pondría. Pensé en las palabras talladas en el gran templo de Abu Simbel, palabras elegidas por Ramsés el Grande para proclamar su amor hacia su esposa.

NEFERTARI, POR QUIEN BRILLA EL SOL.

Mi hija, Nefertari, es el único e inigualable tesoro que me traje de Egipto. Y tengo terror de perderla.

¡Tari es tan parecida a mí! Es como si me mirara a mí misma dormir. Cuando tenía diez años, ya sabía leer jeroglíficos. A los doce, recitaba todas las dinastías hasta los ptolomeos. Pasa los fines de semana dentro del Museo del Hombre. Es mi clon en todo sentido y a medida que pasan los años, no hay rastros evidentes de su padre en su cara ni en su voz ni –lo más importante de todo- en su alma. Es mi hija, solo mía, y no está contaminada por el mal que la engendró.

Pero también es una adolescente normal de catorce años y ha experimentado frustración en estas últimas semanas en que he sentido que se cerraba la oscuridad alrededor de nosotros, en que he pasado noches en vela esperando escuchar los pasos de un monstruo. Mi hija no tiene conciencia del peligro porque le he ocultado la verdad. Quiero que crezca fuerte e intrépida, una guerrera que no le teme a las sombras. No comprende por qué camino por la casa tarde por la noche, por qué trabo las ventanas y verifico dos veces que las puertas estén con llave. Piensa que me preocupo por todo, y es cierto: me preocupo por las dos, para preservar la ilusión de que todo está bien en el mundo.

Eso es lo que cree Tari. Le gusta San Diego y espera con ilusión su primer año en la escuela secundaria. Ha logrado hacerse amigos y ay de la madre que trate de separar a una adolescente de sus amigos. Es tan tenaz como yo y de no haber sido por su resistencia, nos habríamos marchado de aquí hace semanas.

Una brisa entra por la ventana y enfría el sudor sobre mi piel.

Dejo la pistola sobre la mesa de noche y cruzo hasta la ventana para cerrarla. Me detengo por un instante, inspirando el aire fresco. Afuera, la noche está en silencio, salvo por el zumbido de un mosquito. Siento su aguijón en la mejilla. No registro la importancia de esa picadura de mosquito hasta que levanto el brazo para cerrar la ventana. Siento el aliento gélido del pánico subiéndome por la espalda.

La ventana no tiene mosquitero. ¿Dónde está el mosquitero?

Solo entonces percibo la presencia malévola. Mientras yo contemplaba a mi hija con amor, eso me vigilaba a mí. Siempre ha estado vigilando, esperando el momento, la oportunidad para atacar. Ahora nos ha encontrado.

Me vuelvo y me enfrento al mal.

DOS

La doctora Maura Isles no podía decidir si quedarse o huir.

Estaba en las sombras del aparcamiento del Hospital Pilgrim, lejos del resplandor de los reflectores y del círculo de cámaras de televisión, pues no deseaba que la descubrieran; la mayoría de los reporteros locales reconocerían a la llamativa mujer de cara pálida y pelo negro de corte recto que se había ganado el apodo de “Reina de los muertos”. Hasta el momento, nadie había notado su llegada y ninguna cámara apuntaba hacia ella. En cambio, la docena de reporteros estaba concentrada en una camioneta blanca que acababa de detenerse en la entrada del hospital para depositar a su famosa pasajera. Se abrieron las puertas traseras y una tormenta eléctrica de flashes de cámaras iluminó la noche cuando depositaron a la célebre paciente sobre una camilla de hospital. La paciente era una estrella mediática cuya fama reciente superaba por mucho la de cualquier examinadora médica. Esa noche, Maura era solamente parte del público anonadado que había llegado hasta allí por la misma razón que los reporteros se agolpaban en la puerta del hospital como fanáticos admiradores en una cálida noche de domingo.

Todos anhelaban tener un atisbo de Madam X.

Maura se había enfrentado a los reporteros muchas veces, pero el hambre voraz de esa turba la asustaba. Sabía que si alguna presa nueva entraba en su campo de visión, cambiarían el foco de su atención en un instante y esa noche ella se sentía emocionalmente herida y vulnerable. Sopesó la idea de volver a subirse al coche y escapar del jaleo; pero lo único que le esperaba era una casa vacía y tal vez demasiadas copas de vino como compañía en reemplazo de la de Daniel Brophy. Últimamente pasaba demasiadas noches así, pero era la transacción que había hecho al enamorarse de él. El corazón toma decisiones sin sopesar las consecuencias. No mira hacia adelante, hacia las noches de soledad que sobrevienen.

La camilla que transportaba a Madam X entró en el vestíbulo, pasando junto a visitantes que observaban atónitos y a empleados emocionados que esperaban con los móviles en la mano para tomar fotografías. El desfile avanzó por un pasillo hacia el sector de Diagnóstico por Imágenes. Cuando llegaron a una puerta interna, solo se le permitió acceso a la camilla. Un empleado del hospital de traje y corbata se adelantó e impidió el paso de los reporteros.

—Tenemos que deteneros aquí —dijo—. Sé que todos queréis presenciar esto, pero la sala es muy pequeña. —Levantó las manos para silenciar las protestas decepcionadas. —Me llamo Phil Lord. Soy el director de relaciones públicas del Hospital Pilgrim y estamos muy entusiasmados de ser parte de este estudio, ya que una paciente como Madam X solo aparece cada... bueno, pues cada dos mil años. —Sonrió ante las risas esperadas. —La tomografía computada no tomará mucho tiempo, así que si estáis dispuestos a esperar, uno de los arqueólogos saldrá en cuanto terminen para anunciar los resultados. —Se volvió hacia un hombre pálido de alrededor de cuarenta años que había retrocedido hasta un rincón, como esperando que no se percataran de su presencia.

—Doctor Robinson, antes de comenzar, ¿le gustaría decir unas palabras?

Hablarle a esa multitud era evidentemente lo último que el hombre de gafas deseaba hacer, pero tomó aire valientemente y se adelantó, acomodándose las gafas sobre el puente de su nariz aguileña. El arqueólogo en nada se parecía a Indiana Jones. Con entradas en el pelo y mirada algo bizca, se asemejaba más a un contable atrapado bajo el brillo hostil de las cámaras.

—Soy el doctor Nicholas Robinson —dijo—. Me desempeño como curador de...

—¿Podría hablar más fuerte, doctor? —gritó uno de los reporteros.

—Sí, disculpe. —El doctor Robinson carraspeó.

—Soy curador del Museo Crispin de Boston. Estamos inmensamente agradecidos con el Hospital Pilgrim que tan generosamente se ha ofrecido a hacerle la tomografía computada a Madam X. Es una oportunidad extraordinaria para vislumbrar íntimamente el pasado y a juzgar por la cantidad de periodistas aquí, estáis tan emocionados como nosotros. Mi colega la doctora Josephine Pulcillo, que es egiptóloga, vendrá a hablar con vosotros una vez que hayamos terminado el estudio. Os anunciará los resultados y responderá a vuestras preguntas.

—¿Cuándo se exhibirá a Madam X ante el público? —quiso saber un reportero.

—Esta misma semana, espero —dijo Robinson—. Ya se ha montado la nueva exhibición y...

—¿Hay alguna pista sobre su identidad?

—¿Por qué no se la ha exhibido antes?

—¿Podría pertenecer a la realeza?

—No lo sé —respondió Robinson, parpadeando ante el asedio de tantas peguntas—. Todavía debemos confirmar que es mujer.

—¿La encontrasteis hace seis meses y todavía no se sabe el sexo?

—Estos análisis llevan tiempo.

—Con una mirada debería bastar —dijo un reportero y el resto rió.

—No es tan sencillo como cree —respondió Robinson; las gafas se le habían resbalado otra vez por la nariz. —Con dos mil años de edad, es sumamente frágil y hay que tratarla con sumo cuidado. Ya me ha puesto de los nervios tener que trasladarla aquí en esa furgoneta. Nuestra primera prioridad como museo es la preservación. Me considero su guardián y es mi deber protegerla. Eso por eso que nos ha tomado tiempo coordinar esta tomografía con el hospital. Nos movemos despacio y con mucho cuidado.

—¿Qué espera averiguar con esta tomografía, doctor Robinson?

La cara de Robinson se iluminó de entusiasmo.

—¡Pues todo! Su edad, su estado de salud. El método de preservación. Si tenemos suerte, hasta podríamos descubrir la causa de su muerte.

—¿Es por eso que está aquí la médica forense?

Como si fueran una criatura con múltiples jos, el grupo entero se volvió para mirar a Maura, que estaba en el fondo de la sala. Ella sintió el conocido impulso de retroceder cuando las cámaras se enfocaron en ella.

—Doctora Isles —dijo una reportera—, ¿ha venido a hacer un diagnóstico?

—¿Por qué está involucrada la oficina de medicina forense? —preguntó otra.

La última pregunta requería una respuesta inmediata, antes de que la prensa tergiversara el asunto.

Maura habló con firmeza:

—La oficina de medicina forense no está involucrada. Ciertamente no me pagan para estar aquí esta noche.

—Pero aquí está —dijo un apuesto reportero de Canal 5 que no le caía nada bien a Maura.

—He venido como invitada del Museo Crispin. El doctor Robinson creyó que en este caso, la perspectiva de una examinadora médica podría sumar. Así que me llamó la semana pasada para preguntarme si quería presenciar la tomografía. Creedme, ningún patólogo dejaría pasar esta oportunidad. Estoy tan fascinada por Madam X como vosotros y no veo la hora de conocerla. —Miró al curador con intención: —¿No es hora de comenzar, doctor Robinson?

El cogió de inmediato el salvavidas que Maura le lanzó.

—Sí. Sí, es hora. Por favor acompáñeme, doctora Isles.

Ella pasó por entre la gente y lo siguió dentro del departamento de Diagnóstico por Imágenes. Cuando se cerró la puerta tras ellos, aislándolos de la prensa, Robinson soltó un largo suspiro.

—Por Dios, se me da muy mal eso de hablar en público —dijo—. Gracias por ponerle fin al suplicio.

—He tenido mucha práctica. Demasiada.

Se estrecharon la mano y él dijo:

—Es un placer conocerla por fin, doctora Isles. El señor Crispin también quería conocerla, pero lo han operado de la cadera hace unos meses y todavía no puede pasar mucho tiempo de pie. Me pidió que le enviara saludos.

—Cuando me invitó, no me advirtió que tendría que pasar caminando por entre esa turba.

—¿La prensa? —Robinson hizo una mueca. —Son un mal necesario.

—¿Necesario para quién?

—Para nuestra supervivencia como museo. Desde que publicaron el artículo sobre Madam X, nuestra venta de boletos se ha disparado. Y todavía ni siquiera la hemos puesto en exhibición.

Robinson la guió por una madriguera de pasillos. En esa noche de domingo, el departamento de Diagnóstico por Imágenes estaba tranquilo y las salas por las que pasaban se veían oscuras y desiertas.

—Vamos a estar apiñados allí dentro —dijo Robinson—. Casi no hay lugar ni para un pequeño grupo.

—¿Quién más estará presente?

—Mi colega, Josephine Pulcillo; el doctor Brier, el radiólogo y un técnico de tomografías. Ah, y un par de cámaras.

—¿Contratados por usted?

—No. Son del Canal Discovery.

Sorprendida, Maura rió.

—Ahora sí que estoy impresionada.

—Significa que debemos cuidar el lenguaje. —Se detuvo afuera de la puerta que ostentaba el letrero de Tomografías Computadas y dijo en voz baja: —Es posible que ya estén grabando.

Entraron en silencio en la sala de observación de tomografías, donde efectivamente, los cámaras estaban grabando. El doctor Brier explicaba la tecnología que estaban por utilizar.

—Nuestro tomógrafo dispara rayos X al sujeto desde miles de ángulos diferentes. El ordenador luego procesa esa información y genera una imagen tridimensional de la anatomía interna. Se podrá ver aquí en este monitor. Se verá como una serie de cortes transversales, como si estuviéramos cortando el cuerpo en rebanadas.

Mientras continuaban grabando, Maura se acercó a la ventana de observación. A través del cristal, vio a Madam X por primera vez.

En el mundo enrarecido de los museos, las momias egipcias eran las estrellas de rock indiscutibles. Sus vitrinas de exhibición eran el sitio donde por lo general se agolpaban los alumnos de escuela, con las caras junto al cristal, fascinados por ese atisbo poco frecuente de la muerte. Rara vez el ojo moderno se encontraba con un cadáver humano en exhibición, a menos que se tratara del semblante aceptable de una momia. El público adoraba las momias y Maura no era ninguna excepción. Observó, fascinada, aunque lo que veía no era nada más que un envoltorio de forma humana dentro de una caja abierta, con la carne oculta bajo vendajes vetustos. Montada sobre la cara se veía una máscara de cartonaje: la cara pintada de una mujer con llamativos ojos oscuros.

Pero luego otra mujer que se encontraba en la sala de tomografías llamó la atención de Maura. Con guantes de algodón, la joven se inclinó por encima de la caja para quitar capas de espuma de embalaje de alrededor de la momia. Se enderezó y se llevó hacia atrás el pelo, revelando ojos oscuros y llamativos como los que estaban pintados sobre la máscara. Sus facciones mediterráneas podrían haber aparecido en las pinturas de cualquier templo egipcio, pero su vestimenta era sumamente moderna: vaqueros ajustados y estrechos y una camiseta de Live Aid.

—Preciosa ¿no le parece? —murmuró el doctor Robinson. Se había ubicado junto a Maura y por un instante, ella no supo si se refería a Madam X o a la joven. —Parece estar en excelentes condiciones. Solo espero que el interior del cadáver esté tan bien preservado como esos envoltorios.

—¿Cuántos años cree que tiene? ¿Ha hecho un cálculo estimativo?

—Enviamos una muestra de la mortaja a que le hicieran un análisis de carbono catorce. Casi nos quedamos sin presupuesto por hacerlo, pero Josephine insistió. Los resultados dijeron que era del Siglo II AC.

—Ese es el período ptolemaico ¿verdad?

Él reaccionó con una sonrisa complacida.

—Veo que conoce las dinastías egipcias.

—En la universidad me especialicé en antropología, pero me temo que no recuerdo mucho salvo eso y a la tribu Yanomamo.

—De todos modos, estoy impresionado.

Maura contempló el cuerpo envuelto, maravillada ante el hecho de que lo que estaba en ese cajón de embalaje tenía más de dos mil años de edad. Menudo viaje había hecho, a través de un océano, a través de los siglos, para terminar tendida sobre la camilla de un tomógrafo en un hospital de Boston, observada por los curiosos.

—¿Vais a dejarla en el cajón durante la tomografía? —preguntó.

—Queremos tocarla lo menos posible. El cajón no será un estorbo. Podremos echar un buen vistazo a lo que hay debajo de esa mortaja.

—¿O sea que usted no ha visto nada todavía?

—¿Se refiere a si he desenvuelto alguna parte?—Sus ojos bondadosos se agrandaron en una expresión de horror. —Ay, por Dios, no. Hace cien años, eso es lo que habrían hecho los arqueólogos y así es como se terminaron dañando tantos especímenes. Es probable que debajo de ese envoltorio externo haya capas de resina, así que no se debe quitar del todo. Puede que haya que ir cortándolo. No es solo destructivo, sino irrespetuoso. Jamás haría una cosa así. —Observó por la ventana a la joven de cabello oscuro. —Y Josephine me mataría si lo hiciera.

—¿Esa es su colega?

—Sí. La doctora Pulcillo.

—No parece tener más de dieciséis años.

—¿Verdad que no? Pero es una luz. Es la que organizó todo para esta tomografía. Y cuando los abogados del hospital intentaron impedirlo, Josephine consiguió que la hicieran igual.

—¿Pero qué objeción podían tener los abogados?

—Suena a broma, lo sé, pero era porque la paciente no podía dar su consentimiento informado al hospital.

Maura soltó una risa incrédula.

—¿Querían el consentimiento informado de una momia?

—Cuando se es abogado, todas las letras i deben llevar el punto. Aun cuando la paciente ha estado muerta durante miles de años.

Tras quitar todo el material de embalaje, la doctora Pulcillo se unió a ellos en la sala de observación y cerró la puerta que conectaba con el compartimiento donde estaba el tomógrafo. La momia ahora estaba expuesta en el cajón, esperando el primer aluvión de rayos X.

—¿Doctor Robinson? —dijo el técnico, con los dedos sobre el teclado del ordenador—. Necesitamos registrar la información requerida sobre la paciente antes de poder comenzar la tomografía. ¿Qué fecha de nacimiento pongo?

El curador arrugó el entrecejo.

—Ay, Dios. ¿En serio necesita una fecha de nacimiento?

—No puedo comenzar el estudio si no lleno estos casilleros. Intenté poner el año cero, pero el ordenador no lo coje.

—¿Qué tal si utilizamos la fecha de ayer? Que tenga un día de vida.

—Bien. Ahora el programa me pide el sexo. ¿Masculino, femenino u otro?

Robinson parpadeó.

—¿Hay una categoría para otro?

El técnico sonrió.

—Hasta ahora nunca he podido marcar ese casillero.

—Pues entonces, utilicémoslo esta noche. La máscara tiene cara de mujer, pero nunca se sabe. No podremos saber el sexo hasta que la examinemos.

—De acuerdo —dijo el doctor Brier, el radiólogo—. Estamos listos para comenzar.

El doctor Robinson asintió.

—Adelante, entonces.

Se agruparon alrededor del monitor del ordenador, esperando que aparecieran las primeras imágenes. Por la ventana, podían ver cómo la mesa se movía para introducir la cabeza de Madam X en la abertura en forma de rosquilla, donde la máquina la bombardeó con rayos X desde múltiples ángulos. La tomografía computada no era tecnología médica reciente, pero su uso como herramienta arqueológica era relativamente nuevo. Nadie en esa sala había visto antes una tomografía en vivo de una momia y cuando todos se apiñaron para ver, Maura se dio cuenta de que la cámara de televisión estaba enfocada en sus caras, lista para captar sus reacciones. Junto a ella, Nicholas Robinson se balanceaba sobre los pies, irradiando suficiente energía nerviosa como para contagiar a todos los presentes. Maura sintió que se le aceleraba el pulso a ella también mientras pugnaba por conseguir mejor visión del monitor. La primera imagen que apareció solo cosechó suspiros de impaciencia.

—Es solo la caja —explicó el doctor Brier.

Maura miró rápidamente al doctor Robinson y vio que tenía los labios apretados en líneas finas. ¿Terminaría Madam X siendo nada más que un paquete vacío de trapos? La doctora Pulcillo estaba junto a él, con aspecto igualmente tenso; aferraba el respaldo de la silla del radiólogo mientras miraba por encima de su hombro, esperando vislumbrar cualquier cosa identificable como humana, cualquier cosa que confirmara que dentro de esos vendajes había un cadáver.

La siguiente imagen cambió todo. Era un disco sorprendentemente brillante y en el instante en que apareció, los espectadores inspiraron abrupta y simultáneamente.

Hueso.

El doctor Brier dijo:

—Esa es la parte superior del cráneo. Enhorabuena, decididamente tenéis un ocupante allí dentro.

Robinson y Pulcillo se palmearon mutuamente la espalda, felices.

—¡Esto es lo que estábamos esperando! —exclamó él.

Pulcillo sonrió.

—Ahora podemos terminar de montar esa exhibición.

—¡Momias! —Robinson echó la cabeza hacia atrás y rió. —¡A todos les encantan las momias!

Aparecieron nuevos cortes en la pantalla y la atención de los presentes volvió al monitor; se veía el cráneo con la cavidad rellena no de masa cerebral sino de cordeles que parecían un manojo de lombrices anudadas.

—Son tiras de lino —murmuró la doctora Pulcillo maravillada, como si fuera el espectáculo más bello que había visto en su vida.

—No hay masa cerebral —observó el técnico.

—No, por lo general, el cerebro se extraía.

—¿Es cierto que les metían un gancho por la nariz y les extirpaban el cerebro de esa manera? —preguntó el técnico.

—Casi cierto. En realidad no se puede extirpar el cerebro porque es demasiado blando. Es probable que utilizaran algún instrumento para agitarlo y removerlo hasta que se licuaba. Luego inclinaban el cadáver para que el cerebro chorreara por la nariz.

—Hostias, ¡que asco! —dijo el técnico. Pero escuchaba con fascinación cada palabra de Pulcillo.

—Solían dejar el cráneo vacío o lo rellenaban con tiras de lino, como se ve aquí. Y con incienso.

—¿Qué es el incienso? Siempre me lo he preguntado.

—Una resina aromática. Proviene de un árbol muy especial de África. Muy valorada en el mundo antiguo.

—Es por eso que uno de los tres Reyes Magos lo llevó a Belén.

La doctora Pulcillo asintió.

—Se lo habría considerado un obsequio muy valioso.

—Bien —dijo el doctor Brier—. Estamos ahora por debajo del nivel de las órbitas craneales. Allí podéis ver la mandíbula superior y... —Se interrumpió y frunció el ceño al ver una densidad inesperada.

—¡Madre mía! —murmuró Robinson.

—Es algo metálico —dijo el doctor Brier—. Está alojado en la cavidad bucal.

—Podría tratarse de una hoja de oro —interpuso Pulcillo—. En la era greco-romana, en ocasiones se colocaban hojas de oro dentro de la boca.

Robinson se volvió hacia la cámara de televisión, que estaba grabando todos los comentarios.

—Parece haber metal dentro de la boca. Eso se correlacionaría con nuestra fecha tentativa de la era greco-romana...

—¿Pero qué es esto? —exclamó el doctor Brier.

Maura volvió a clavar la vista en la pantalla del ordenador. Un brillo estrellado había aparecido en la mandíbula inferior de la momia, una imagen que la dejó estupefacta porque no debería haber estado presente en un cadáver de dos mil años de antigüedad. Se inclinó hacia el monitor, con los ojos fijos en un detalle que seguramente no habría ameritado comentario alguno si se hubiera tratado de un cadáver recién llegado a la mesa de autopsias.

—Sé que es imposible —dijo en voz baja—. ¿Pero sabéis a qué se asemeja eso?

El radiólogo asintió.

—Parece tratarse de un empaste dental.

Maura se volvió hacia el doctor Robinson, que parecía tan sorprendido como el resto de los presentes.

—¿Alguna vez se ha descrito algo como esto en una momia egipcia? —preguntó—. ¿Reparaciones dentales antiguas que podrían confundirse con empastes modernos?

Con expresión desconcertada, él negó con la cabeza.

—Pero no significa que los egipcios fueran incapaces de hacerlo. Su medicina era la más avanzada del mundo antiguo. —Miró a su colega. —Josephine, ¿qué puedes decirnos al respecto? Es tu campo de especialidad.

La doctora Pulcillo intentaba encontrar una respuesta.

—Hay... existen papiros médicos del Antiguo Egipto que describen cómo reparar dientes flojos y hacer puentes dentales —dijo—. Y había un curandero que era famoso por fabricar dientes. Por lo tanto, sabemos que eran ingeniosos en lo que respecta a la salud bucal. Muy adelantados para su época.

—¿Pero hacían este tipo de reparaciones? —preguntó Maura, señalando la pantalla.

La doctora Pulcillo miró la imagen con expresión preocupada.

—Si lo hacían, no tengo conocimientos de ello —respondió en voz baja.

En el monitor aparecieron nuevas imágenes en distintos tonos de gris; el cadáver aparecía en cortes transversales como si lo hubieran rebanado con un cuchillo de pan. Podían exponerla a un bombardeo de rayos X desde todos los ángulos, someterla a dosis masivas de radiación, pues esa paciente ya no temía el cáncer ni otros efectos secundarios. Aceptaba con más sumisión que nadie el asedio de los rayos X.

Alterado por las imágenes anteriores, Robinson se había inclinado hacia adelante como un arco muy tenso, en guardia para la siguiente sorpresa. Aparecieron los primeros cortes del tórax, con la cavidad negra y vacía.

—Por lo que se ve, le han extirpado los pulmones —dijo el radiólogo—. Lo único que veo es un pedacito marchito de mediastino en el pecho.

—Es el corazón —dijo Pulcillo con voz más firme. Eso, al menos, era algo que había esperado ver. —Siempre intentaban dejarlo en su sitio.

—¿Solamente el corazón?

Ella asintió.

—Se consideraba el centro de la inteligencia, así que nunca se lo separaba del cuerpo. En el Libro de los muertos hay tres conjuros separados para asegurarse de que el corazón permanezca en su lugar.

—¿Y los otros órganos? —preguntó el técnico—. Tengo entendido que los colocaban en frascos especiales.

—Eso era antes de la Vigesimoprimera Dinastía. Después del año 1000 AC, los órganos se envolvían en cuatro paquetes y se volvían a insertar dentro del cuerpo.

—¿Entonces deberíamos poder ver eso?

—En una momia de la era ptolemaica, sí.

—Creo que puedo hacer una conjetura sobre la edad que tenía cuando murió —dijo el radiólogo. - Las muelas de juicio ya habían asomado por completo y las suturas craneales están cerradas. Pero no veo cambios degenerativos en la columna.

—Una adulta joven —dijo Maura.

—De menos de treinta y cinco años, probablemente.

—En la época en que vivía, treinta y cinco era ya la mediana edad —acotó Robinson.

El escaneo siguió por debajo del tórax. Los rayos X penetraban bajo las capas de vendajes y la cáscara seca de huesos para revelar la cavidad abdominal. Lo que se veía a Maura le resultaba misterioso y desconocido, extraño como la autopsia de un extraterrestre. Donde esperaba ver el hígado y el bazo, el estómago y el páncreas, veía, en cambio, rollos de lino que parecían serpientes; un paisaje interior al que le faltaba todo aquello que debería haber sido reconocible. Solo los nudos brillantes de las vértebras le indicaban que se trataba de un cadáver humano, un cadáver que había sido ahuecado y convertido en una cáscara, rellenado como una muñeca de trapo.

La anatomía de una momia podía resultarle desconocida, pero para Robinson y Pulcillo era territorio conocido. A medida que iban apareciendo nuevas imágenes, ellos se inclinaban hacia adelante, señalando los detalles que reconocían.

—Allí —dijo Robinson—. Esos son los cuatro paquetes envueltos en lino que contienen los órganos.

—Bien, ahora estamos en la pelvis —anunció el doctor Brier—. Señaló dos arcos pálidos, los bordes superiores de las crestas ilíacas.

Corte por corte, la pelvis fue tomando forma a medida que el ordenador compilaba e interpretaba innumerables rayos X. Era como un striptease digital: cada imagen revelaba un atisbo seductor.

—Observad la forma de la entrada pélvica —comentó el doctor Brier.

—Es una mujer —dijo Maura.

El radiólogo asintió.

—Diría que es bastante conclusivo. —Se volvió y les sonrió a los dos arqueólogos: ahora podéis llamarla oficialmente Madam X y no Míster X.

—Y observad la sínfisis púbica —comentó Maura, que seguía concentrada en el monitor—. No hay separación.

Brier asintió.

—Concuerdo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Robinson.

Maura explicó:

—Durante el parto, el pasaje del bebé por la entrada pélvica puede llegar a separar los huesos púbicos, donde se unen en la sínfisis. Por lo que se ve, esta mujer no tuvo hijos.

El técnico rió:

—Es “momi” pero no “mami”.

El escaneo proseguía más allá de la pelvis y ahora se veían cortes longitudinales de los dos fémures, recubiertos por la carne marchita de la parte superior de los muslos.

—Nick, tenemos que llamar a Simon —dijo Pulcillo—. Ha de estar esperando junto al teléfono.

—Cielos, lo olvidé por completo. –Robinson sacó el móvil y marcó el número de su jefe.

—Simon, ¿adivina qué estoy mirando en este momento? Sí, es una belleza. Además, hemos descubierto algunas sorpresas, así que la conferencia de prensa va a ser un... —Se quedó helado, mirando la pantalla.

—¡Joder! —exclamó el técnico.

La imagen en el monitor era tan inesperada que la sala quedó en completo silencio. Si un paciente vivo hubiera estado tendido sobre la mesa del tomógrafo, Maura no hubiera tenido ninguna dificultad en reconocer el pequeño objeto metálico incrustado en el tobillo, un objeto que había quebrado la vara delgada del peroné. Pero ese pedazo de metal no encajaba en la pierna de Madam X.

Una bala no encajaba en el milenio de Madam X.

—¿Es lo que creo que es? —dijo el técnico.

Robinson negó con la cabeza.

—Debe de tratarse de una lesión post mortem. ¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Dos mil años de post mortem?

—Te... te volveré a llamar, Simon. —Robinson desconectó el móvil. Volviéndose hacia el operador de la cámara, ordenó: —Apáguela. Por favor apáguela ahora. —Inspiró hondo. —Bien. Bien... veamos... abordemos el asunto con lógica. —Se enderezó cuando se le ocurrió una explicación obvia, lo que le hizo recuperar seguridad. —A menudo las momias sufren maltratos y daños a manos de buscadores de recuerdos. Obviamente, alguien le disparó una bala a la momia. Y más tarde, un conservador trató de reparar el daño volviendo a envolverla en los vendajes. Por ese motivo no vimos un orificio de entrada en las vendas.

—No es eso lo que sucedió —objetó Maura.

Robinson parpadeó.

—¿A qué se refiere? Esa tiene que ser la explicación.

—La lesión en la pierna no fue post mortem. Sucedió mientras la mujer estaba viva.

—Imposible.

—Temo que la doctora Isles tiene razón —dijo el radiólogo. Miró a Maura. —¿Se refiere a la formación de un callo temprano alrededor del lugar de la fractura?

—¿Qué significa eso? —preguntó Robinson—. ¿Formación de callo?

—Significa que el hueso roto ya había comenzado a sanar cuando esta mujer murió. Vivió por lo menos algunas semanas después de la lesión.

Maura se volvió hacia el curador.

—¿De dónde vino esta momia?

A Robinson se le habían vuelto a resbalar las gafas por la nariz y miraba por encima de ellas, como hipnotizado por lo que veía brillar en la pierna de la momia.

Fue la doctora Pulcillo la que respondió a la pregunta; su voz era casi un susurro.

—Estaba en el sótano del museo, en el depósito. Nick, el doctor Robinson, la encontró en enero.

—¿Y cómo llegó al museo?

Pulcillo negó con la cabeza.

—No lo sabemos.

—Pero debe haber registros. Algo en los archivos que indique de dónde vino.

—No hay nada sobre ella —dijo Robinson, que por fin había recuperado la voz—. El Museo Crispin tiene ciento treinta años de vida y han desaparecido muchos registros. No tenemos idea del tiempo que estuvo guardada en el sótano.

—¿Y cómo la encontró?

Aun en la sala refrigerada, la cara pálida del doctor Robinson estaba sudada. —Hace tres años, cuando me contrataron, comencé a inventariar la colección. Fue así que di con ella. Estaba en un cajón de madera sin rotular.

—¿Y no le sorprendió? ¿Encontrar algo tan excepcional como una momia egipcia en un cajón sin rotular?

—Es que las momias no son tan excepcionales. Allá por el 1800, se podía comprar una en Egipto por solo cinco dólares, así que los turistas norteamericanos las traían al país de a cientos. Aparecen en desvanes y tiendas de antigüedades. Un circo de las Cataratas del Niágara alega que en su colección tenía al rey Ramsés I. Por lo que no es tan sorprendente que encontráramos una momia en nuestro museo.

—¿Doctora Isles? —dijo el radiólogo—. Tenemos la placa. Creo que querrá verla.

Maura se volvió hacia el monitor, que mostraba una radiografía convencional igual a las que ella colgaba sobre su caja de luz en la morgue. No necesitaba la ayuda de un radiólogo para interpretar lo que veía en ella.

—No quedan dudas —afirmó el doctor Brier.

No. No queda ninguna duda. Tiene una bala en la pierna.

Maura sacó el móvil.

—¿Doctora Isles? —dijo Robinson—. ¿A quién llama?

—Estoy solicitando el traslado a la morgue —respondió ella—. Madam X ha pasado a ser un caso para la oficina de medicina forense.

TRES

—¿Soy yo que imagino cosas o a nosotros dos nos tocan todos los casos extraños? —dijo el detective Barry Frost.

Madam X era decididamente uno de los casos extraños, pensó la detective Jane Rizzoli mientras pasaba con el coche junto a las camionetas de televisión y entraba en el aparcamiento del edificio de medicina forense. Eran apenas las ocho de la mañana y ya estaban ladrando las hienas, hambrientas por obtener detalles de ese supremo caso sin resolver, un caso del que Jane se había reído con incredulidad cuando Maura la había llamado la noche anterior. Al ver las camionetas de los canales de televisión, Jane cayó en la cuenta de que tal vez era hora de ponerse serios, de considerar la posibilidad de que no fuera, después de todo, una broma complicada que le estaba haciendo la médica forense, que carecía por completo de humor.

Aparcó el coche y se quedó mirando las camionetas, preguntándose cuántas cámaras más estarían esperando allí fuera cuando Frost y ella salieran del edificio.

—Por lo menos esta no va a tener mal olor —dijo Jane.

—Pero las momias te pueden contagiar enfermedades, sabes.

Jane se volvió hacia su compañero, cuya cara pálida y juvenil se veía genuinamente preocupada.

—¿Qué enfermedades? —preguntó.

—Desde que Alice se ha ido, he estado mirando mucha televisión. Anoche vi un programa del canal Discovery sobre momias que tienen esporas.

—Ay, esporas, qué miedo.

—No es broma —insistió—. Te pueden producir enfermedades.

—Madre mía, espero que Alice vuelva pronto. Estás con sobredosis de canal Discovery.

Salieron del coche a la humedad pegajosa que hacía que el pelo naturalmente crespo de Jane se desordenara en rizos rebeldes. Durante sus cuatro años como detective de homicidios, había hecho esa caminata hasta el edificio de la morgue muchas veces, resbalando sobre el hielo en enero, corriendo bajo la lluvia en marzo y caminando pesadamente sobre el asfalto ardiente como lava en agosto. Esos cincuenta metros le resultaban familiares, al igual que su sombrío destino. Había creído que entrar en la morgue se volvería más fácil con el tiempo, que algún día se sentiría inmune a los horrores que podía depararle la mesa de acero inoxidable. Pero desde que había nacido su hija Regina hacía un año, la muerte le producía un terror que no había experimentado antes. La maternidad no te hacía más fuerte; te volvía vulnerable y temerosa de lo que la muerte te podía arrebatar.

Ese día, sin embargo, lo que esperaba en la morgue despertaba fascinación, no horror. Cuando Jane entró en la antesala del laboratorio de autopsias, fue directamente a la ventana, ansiosa de atisbar por primera vez el cadáver sobre la mesa.

“Madam X” era el apodo que el Boston Globe le había dado a la momia, un nombre pegadizo que evocaba una visión de belleza sensual, una Cleopatra de ojos oscuros. Jane vio una cáscara reseca envuelta en trapos.

—Parece un tamal humano —comentó.

—¿Quién es la chica? —preguntó Frost, que miraba por la ventana.

Había dos personas en la sala a quienes Jane no conocía. El hombre era alto y desgarbado, con gafas de profesor apoyadas en la nariz. La joven era menuda y morena; vestía vaqueros debajo de una bata para autopsias.

—Deben de ser los arqueólogos del museo. Iban a estar presentes.

—¿Ella es arqueóloga? Vaya.

Jane lo golpeó con el codo.

—Alice se va por unas semanas y olvidas que eres un hombre casado.

—Es solo que nunca imaginé que una arqueóloga podía ser tan sexy.

Se calzaron los cubrezapatos desechables, las batas para autopsias y entraron en el laboratorio.

—Hola, doc —dijo Jane—. ¿En serio que nos veremos involucrados en esto?

Maura, que observaba la caja de luz, se volvió y como siempre, la miró con absoluta seriedad. Si bien los otros patólogos hacían bromas o lanzaban comentarios irónicos durante las autopsias, era raro que Maura siquiera riera en presencia de los muertos.

—Pues vamos a descubrirlo. —Les presentó a las personas que habían visto por la ventana. —Este es el curador, el doctor Nicholas Robinson. Y su colega, la doctora Josephine Pulcillo.

—¿Ambos trabajáis en el Museo Crispin? —preguntó Jane.

—Y están muy consternados respecto de lo que estoy a punto de hacer aquí —dijo Maura.

—Es destructivo —dijo Robinson—. Tiene que haber otro modo de conseguir información que no sea abriéndola de arriba abajo.

—Es por eso que quería que estuviera aquí, doctor Robinson —dijo Maura—. Para ayudarme a minimizar el daño. Lo que menos deseo es destruir una antigüedad.

—Tenía entendido que la tomografía computada de anoche mostraba claramente una bala —dijo Jane.

—Esas son las radiografías que tomamos esta mañana —respondió Maura, señalando la caja de luz—. ¿Qué opinas?

Jane se acercó para estudiarlas. Dentro del tobillo derecho brillaba lo que ciertamente se parecía a una bala.

—Sí, ya veo por qué anoche te dio un ataque al ver esto.

—No me dio ningún ataque.

Jane rió.

—Pues me dio esa impresión cuando me llamaste.

—Debo admitir que me quedé pasmada cuando lo vi. Todos quedamos igual. —Maura señaló los huesos de la parte inferior de la pierna derecha. —Observa cómo se fracturó el peroné, supuestamente debido al proyectil.

—¿Dijiste que sucedió mientras ella todavía estaba viva?

—Aquí se ve el comienzo de la formación del callo. Este hueso había comenzado a sanar cuando ella murió.

—Pero las vendas tenían dos mil años —dijo el doctor Robinson—. Lo hemos confirmado.

Jane se quedó mirando la radiografía, intentando encontrarle una explicación lógica a lo que estaban viendo.

—Tal vez no se trata de una bala. Tal vez es alguna cosa antigua de metal. Una punta de lanza o algo por el estilo.

—Eso no es una punta de lanza, Jane —objetó Maura—. Es una bala.

—Pues extráesela, entonces. Demuéstramelo.

—¿Y si lo hago?

—Pues entonces nos estallará la cabeza ¿verdad? O sea, ¿cuáles son las explicaciones posibles?

—¿Sabes qué dijo Alice cuando se lo conté por teléfono anoche? —dijo Frost—. Un viaje en el tiempo. Fue lo primero que se le ocurrió.

Jane rió.

—¿Desde cuándo Alice se ha vuelto esotérica?

—Es teóricamente posible, sabes, viajar hacia atrás en el tiempo —dijo él—. Llevar una pistola al antiguo Egipto.

Maura interrumpió con tono impaciente:

—¿Podemos mantenernos en el plano de las posibilidades reales?

Jane arrugó el entrecejo y miró con atención el trozo brillante de metal que se parecía a tantos otros que había visto en incontables radiografías de extremidades sin vida y cráneos destrozados.

—No puedo pensar en ninguna —dijo—. Así que ¿por qué no la abres y vemos qué es ese objeto de metal? Tal vez estos arqueólogos tienen razón. Tal vez te estás apresurando a sacar conclusiones, doc.

Robinson intervino:

—Como curador, es mi deber protegerla y no permitir que se la destroce sin sentido. ¿Puede, por lo menos, limitar los daños a la zona relevante?

Maura asintió.

—Me parece razonable. —Se acercó a la mesa. —Girémosla. Si hay un orificio de entrada, estará en el tobillo derecho.

—Es mejor que trabajemos juntos —dijo Robinson. —Se ubicó junto a la cabeza y Pulcillo, junto a los pies. —Tenemos que sostener todo el cuerpo y no dejar que ninguna parte cargue peso. ¿Podríamos hacerlo los cuatro, por favor?

Maura puso las manos enguantadas debajo de los hombros y dijo:

—Detective Frost, ¿podría sostener las caderas?

Frost vaciló, con la mirada fija en las vendas de lino manchadas.

—¿No deberíamos usar máscaras o algo así?

—Solo vamos a girarla —respondió Maura.

—Escuché decir que transmiten enfermedades. Que si inhalas esporas te contagias de neumonía.

—Ay, por el amor de Dios —dijo Jane—. Se puso los guantes y se acercó a la mesa. Deslizó las manos debajo de las caderas de la momia y anunció: —Estoy lista.

—Muy bien, levantemos —dijo Robinson—. Ahora rotémosla. Eso es...

—Vaya, no pesa casi nada —comentó Jane.

—Un cuerpo humano está conformado mayormente por agua. Si le quitas los órganos y deshidratas la carcasa, terminas con una fracción del peso anterior. Debe de pesar unos veinticinco kilos, con vendas y todo.

—Se parece a la cecina de carne bovina ¿no?

—Eso es exactamente lo que es. Cecina humana. Bien, ahora apoyémosla suavemente.

—Ese asunto de las esporas, lo dije en serio —insistió Frost—. Vi un programa de televisión.

—¿Se refiere a la maldición del Rey Tutankamón? —dijo Maura.

—Ajá —respondió Frost— ¡A eso me refiero! Toda la gente que murió tras entrar en su tumba. Inhalaron unas esporas o algo así y se enfermaron.

—Aspergillus —explicó Robinson—. Cuando el equipo de Howard Carter entró en la tumba, posiblemente inhalaron esporas que se habían acumulado durante siglos. Algunos de ellos se enfermaron de neumonía por aspergillus y murieron.

—¿O sea que Frost no está diciendo patrañas? —exclamó Jane—. ¿Realmente existió la maldición de una momia?

Un destello de fastidio cruzó por los ojos de Robinson.

—Por supuesto que no hubo ninguna maldición. Sí, algunas personas murieron, pero con lo que Carter y su equipo le hicieron al pobre Tutankamón tal vez debería haber existido una maldición.

—¿Qué le hicieron? —preguntó Jane.

—Lo brutalizaron. Lo abrieron, le quebraron los huesos y esencialmente lo despedazaron buscando joyas y amuletos. Lo cortaron en pedazos para sacarlo del ataúd, le arrancaron los brazos y las piernas. Le cortaron la cabeza. No fue ciencia. Fue una profanación. —Bajó la mirada hacia Madam X y Jane vio admiración, hasta afecto en sus ojos. —No queremos que lo mismo le suceda a ella.

—Lo que menos quiero hacer es destrozarla —aclaró Maura—. Así que desenvolvámosla solo lo suficiente para averiguar qué es lo que tenemos aquí.

—No creo que pueda solamente desenvolverla —dijo Robinson—. Si las tiras internas estaban empapadas con resina, como era la tradición, estarán pegadas como con cola.

Maura echó una última mirada a la radiografía y luego cogió un bisturí y unas pinzas. Jane había visto cómo Maura abría otros cadáveres, pero nunca la había visto vacilar tanto, con la hoja en el aire por encima del tobillo, como temiendo realizar la primera incisión. Lo que estaban a punto de hacer dañaría para siempre a Madam X y los doctores Robinson y Pulcillo observaban con expresiones de franca desaprobación.

Maura hizo la primera incisión. No fue el corte habitual y seguro sobre la carne. En cambio, utilizó las pinzas para levantar delicadamente la venda de lino para cortar las sucesivas capas de tela, tira por tira.

—Se despega con bastante facilidad —dijo.

La doctora Pulcillo frunció el ceño.

—Esto no es tradicional. Por lo general las vendas se empapaban en resina derretida. Alrededor de 1830, cuando desenvolvían las momias, a veces tenían que arrancar los vendajes.

—¿Qué sentido tenía la resina? —preguntó Frost.

—Hacer que las vendas se adhirieran entre ellas. Les daba rigidez, como hacer un envase de papel maché para proteger el contenido.

—Ya he atravesado la capa final —anunció Maura—. No hay nada de resina aquí.

Jane se inclinó hacia adelante para atisbar lo que había debajo de las vendas.

—¿Esa es su piel? Parece cuero antiguo.

—La piel seca es precisamente eso, de algún modo, detective Rizzoli: cuero —explicó Robinson.

Maura cogió la tijera y cortó cuidadosamente los trozos de tela, dejando al descubierto un sector más amplio de piel. Parecía pergamino marrón envuelto alrededor de los huesos. Estudió, de nuevo, la radiografía y pasó una Lupa sobre el tobillo.

—No veo ningún orificio de entrada en la piel.

—O sea que la herida no es post mortem —observó Jane.

—Coincide con lo que vemos en la radiografía. Ese cuerpo extraño ingresó mientras ella estaba viva. Vivió lo suficiente como para que el hueso fracturado comenzara a sanar y la herida se cerrara.

—¿Cuánto tiempo llevaría eso?

—Algunas semanas. Un mes, tal vez.

—Alguien tiene que haberla cuidado durante ese tiempo ¿verdad? Tiene que haberle dado acogida y haberla alimentado.

Maura asintió.

—Esto hace que la forma de muerte sea más difícil de determinar.

Robinson preguntó:

—¿La forma de muerte? ¿A qué se refiere?

—En otras palabras —explicó Jane—, nos estamos preguntando si la asesinaron.

—Antes que nada aclaremos el problema principal. —Maura cogió el bisturí. La momificación había endurecido los tejidos dejándolos con la consistencia de cuero y la hoja no cortaba con facilidad la carne marchita.

Jane miró hacia el otro lado de la mesa y vio que la doctora Pulcillo apretaba los labios, como para reprimir una protesta. Pero por mucho que objetara el procedimiento, la mujer no podía apartar la mirada. Todos se inclinaron hacia adelante, hasta el espora fóbico de Frost, con los ojos fijos en ese sector de pierna al descubierto, cuando Maura cogió los fórceps y hundió las puntas en la incisión. Le llevó solamente segundos hurgar dentro de la carne reseca hasta que los dientes de los fórceps se cerraron sobre el premio. Maura dejó caer el objeto dentro de una bandeja de acero y se oyó un sonido metálico.

La doctora Pulcillo ahogó una exclamación. Eso no era la punta de una lanza ni un pedazo roto de hoja de cuchillo.

Maura finalmente puso en palabras lo que resultaba obvio.

—Creo que estamos en condiciones de afirmar que Madam X no tiene dos mil años de antigüedad.

CUATRO

—No entiendo —murmuró la doctora Pulcillo—. Se analizaron los vendajes. El carbono confirmó la edad.

—Pero eso es una bala —dijo Jane, señalando la bandeja—. Calibre veintidós. El análisis estuvo mal hecho.

—¡Es un laboratorio muy respetado! Estaban seguros respecto de la fecha.

—Ambas podríais tener razón —dijo Robinson en voz baja.

—¿Ah, sí? —Jane lo miró. —Me gustaría saber de qué manera.

Él inspiró hondo y se alejó de la mesa, como si necesitara espacio para pensar. —Los veo salir a la venta de tanto en tanto. No sé qué cantidad es genuina, pero estoy seguro de que hay cargamentos de material auténtico en el mercado de antigüedades.

—¿De qué habla?

—De vendajes de momias. Son más fáciles de encontrar que las momias. Los he visto en eBay.

Jane rió, sorprendida.

—¿Se pueden comprar vendajes de momias por internet?

—En un momento hubo un floreciente comercio internacional de momias. Se las molía para utilizarlas como medicinas. Se las enviaba a Inglaterra como fertilizante. Los turistas adinerados las compraban, las llevaban de regreso a sus casas y hacían fiestas a las que invitaban amigos para que vieran cómo las desenvolvían. Como muchas veces aparecían amuletos y joyas entre los vendajes, era como una búsqueda del tesoro de la que los invitados se llevaban recuerdos.

—¿Eso era una forma de entretenimiento? —dijo Frost—. ¿Desenvolver un cadáver?

—Se hacía en algunos de los hogares más elegantes de la época victoriana —explicó Robinson—. Lo que demuestra qué poco respeto tenían por los muertos de Egipto. Y cuando terminaban de desenvolver el cadáver, se deshacían de él o lo quemaban. Pero muchas veces se guardaban los vendajes como suvenires. Por eso todavía se encuentran cantidades importantes a la venta.

—O sea que estos vendajes podrían ser muy antiguos —dijo Frost—, aun si el cadáver no lo es.

—Eso explicaría el resultado de la prueba de carbono catorce. Pero en cuanto a Madam X... —Perplejo, Robinson negó con la cabeza.

—Todavía no podemos probar que haya sido un homicidio —dijo Frost—. No se puede condenar a alguien sobre la base de una herida de bala que ya estaba cicatrizando.

—Me cuesta creer que se ofreció voluntariamente para que la momifiquen —dijo Jane.

—En realidad —intervino Robinson—, es posible que lo haya hecho.

Todos se volvieron para mirar al curador, que estaba completamente serio.

—¿Ofrecerse voluntariamente para que le arranquen el cerebro y los órganos? —exclamó Jane—. No, gracias.