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El regalo perfecto para un soltero que lo tiene todo: una aventura navideña. Las chispas saltan en el momento en que Adie Ashby-Tate y Hunt Sheridan se conocen. Lástima que Hunt no crea en las relaciones. Sin embargo, la incansable Adie, que quiere trabajar con él para impulsar su negocio, es una tentación demasiado grande para el millonario. Cuando ella accede a tener una aventura sin ataduras, Hunt aprovecha la oportunidad. La única regla es: sin compromiso. Pero puede que el espíritu navideño cambie las normas.
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Seitenzahl: 196
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Joss Wood
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Romance con un millonario, n.º 2154 - diciembre 2021
Título original: Hot Holiday Fling
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-112-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Adie Ashby-Tate había terminado… al menos por aquella noche.
Se despidió del último invitado en la pequeña pero exquisita sala de conferencias del emblemático hotel Grantham-Forrester de la Quinta Avenida, en el corazón de Manhattan, y dejó que su sonrisa se desvaneciera, agradecida por la sala vacía ahora que todos los multimillonarios que habían asistido a su mercadillo navideño se habían marchado.
Le encantaba interactuar con los clientes y mostrarles sus productos pero mantener el encanto durante más de cuatro horas era agotador.
Como le dolían los pies, Adie se quitó los tacones y hundió las plantas en la costosa moqueta. Miró a su alrededor, satisfecha de haber conseguido capturar la esencia de un nevado mercado navideño europeo en aquella salita. Había colocado luces de hadas, el árbol de Navidad de tres metros situado en un rincón estaba cubierto de nieve falsa, y un difusor desprendía aromas de chocolate caliente, piñas y sidra. También bajó la temperatura a un punto cercano al frío para reflejar la sensación de una noche de invierno teñida de nieve.
La habitación sugería riqueza, pero sobre todo romanticismo y espíritu navideño. Los costes implicados le daban escalofríos, pero preparar el escenario, atraer clientes y transportarlos a una época más sencilla valía cada céntimo y todas las horas de trabajo agotador. Una noche que terminaba con un cuaderno lleno de contactos solo podía calificarse de exitosa, y sus proveedores, artesanos de gran talento, iban a estar muy, muy satisfechos con su trabajo. Ya vendrán más pedidos. Sus regalos eran únicos, y a los ricos les gustaba la rareza y la exclusividad.
Después de aquel evento, Adie iba a pasar los días previos a la Navidad en Nueva York para ver si podía abrir una sucursal de Tesoros y Tareas en Manhattan y para averiguar si ella y Kate –una nueva amiga que había conocido por uno de sus clientes– podían trabajar juntas. Necesitaba algo más que unos cuantos pedidos antes de decidirse a invertir tanto dinero en una de las ciudades más caras del mundo. Así que se pasaría las siguientes tres semanas trabajando desde Nueva York, probando el mercado mientras hacía malabarismos con los pedidos de sus clientes de Londres y de todo el mundo.
Las Navidades eran la época de mayor actividad para Adie, pero ella quería y necesitaba llenar cada momento de sus días, especialmente en esta época. Era el momento del año en que los fantasmas del pasado decidían pasarse por allí y arengarla, y ella prefería estar demasiado ocupada como para prestarles atención.
Adie miró las mesas, exquisitamente decoradas. Allí había más de medio millón de libras de inventario, desde tapones de botellas con incrustaciones de joyas hasta plumas bañadas en oro. Pero como algunas de las personas más ricas tenían los dedos más pegajosos, tenía que contar el inventario y luego guardarlo todo. Le llevaría unas horas.
Al día siguiente tenía varias reuniones con clientes potenciales, pero el tipo del que Kate no paraba de hablar, un viejo amigo de Kate al que llamaba «el influencer más reacio» del planeta, no se había presentado. Aunque resultó que Adie no había necesitado su apoyo. La noche fue un éxito rotundo.
Adie oyó el golpe de los nudillos en la puerta de la sala parcialmente abierta y se giró rápidamente. Se trataba de un hotel de lujo con buena seguridad, pero el robo siempre era una posibilidad.
El hombre que estaba en la puerta estaba haciendo un buen trabajo para robarle el aliento.
Adie se puso la mano en el esternón y se dijo que era una idiota por sentirse mareada. No era más que un hombre de carne y hueso…
Pero… ¡qué hombre!
Era tan alto que tenía que agachar la cabeza para pasar por la puerta. Hombros anchos, piernas largas y musculosas, y lo que debía ser un abdomen de infarto bajo la camisa de botones verde menta metida dentro de un pantalón negro liso. Llevaba una maltrecha chaqueta de cuero en el puño. Tenía un cuerpo muy atractivo, pero fue su cara la que atrajo la atención de Adie.
Un joven Cary Grant, tal vez… pero rápidamente decidió que no era lo suficiente guapo como para que la comparación funcionara. Tenía la frente ancha y la barbilla fuerte, pero su nariz era demasiado aguileña y una barba demasiado espesa. No, este era un hombre de acción, como sus galanes favoritos de Hollywood: Gerard Butler y Tom Hardy.
–Señora, estaba en la lista de invitados, así que le dejé subir. Espero que esté bien.
Adie apartó los ojos de mistermaravilla para mirar al guardia de seguridad. Enderezó la columna vertebral y se dijo a sí misma que debía actuar de acuerdo a su edad. Tenía como clientes a príncipes multimillonarios y estrellas de cine de primera fila.
Al encontrarse con aquellos ojos claros –¿azul niebla o plata?– bajó las cejas gruesas y rectas, un tono más claro que el color de azúcar moreno de su pelo, se sintió clavada en el suelo, pero finalmente consiguió esbozar una sonrisa cortés.
–Buenas noches. Llegas un par de horas tarde, pero puedes echar un vistazo, si no te importa que yo vaya recogiendo detrás de ti.
–Debería haber llegado antes, pero me he entretenido inevitablemente.
Tenía la voz cálida como el chocolate negro, pero dentro de aquella riqueza, Adie escuchó agotamiento. Francamente, el hombre parecía necesitar un trago. Señaló el pequeño bar que había en la esquina.
–¿Puedo ofrecerle un copa?
–Dios, sí. Por favor. Whisky, si hay.
Adie sonrió ante su entusiasmo y caminó hacia la barra, todavía descalza. Se miró los pies y se encogió de hombros. Aquel hombre llegaba con cuatro horas de retraso, ella estaba recogiendo y los zapatos de tacón de ocho centímetros eran bonitos pero tortuosos, así que tendría que aguantar sus pies descalzos. Y a juzgar por la mirada que dirigió a sus piernas, desnudas bajo los bordes de un vestido de cóctel rojo que le llegaba a medio muslo, le gustó bastante lo que vio.
Hacía tiempo que no se encontraba con un hombre que la hiciera sentir tanto calor como escalofríos. Era una sensación deliciosa pero, se advirtió a sí misma, también peligrosa.
Adie sostuvo dos botellas en el aire.
–¿Bourbon o escocés?
–Escocés, por favor. Con hielo, si puede ser.
Adie sirvió una buena cantidad en dos vasos y levantó la tapa de una cubitera. Agarró los cubitos de hielo con unas pinzas de plata y vertió un par de ellos en los vasos de cristal antes de volver a acercarse a él. Sin los tacones, la parte superior de su cabeza solo le llegaba a la clavícula, y junto a él se sentía delicada y deliciosamente femenina.
Adie le pasó el vaso y los dedos de él se deslizaron sobre los de ella, enviando una deliciosa corriente por el brazo. El calor se acumuló entre las piernas y se sintió a la vez lánguida y excitada. Adie miró sus dedos, que seguían en el cristal, rodeados por los de él, más oscuros. Quería ver y sentir aquellos dedos cubriéndole los senos…
¡Santo cielo! ¿Qué estaba pasando aquí?
Adie apartó la mano, dio un paso atrás y se llevó su vaso a los labios, esperando que él no se diera cuenta. No le gustaba sentirse tan descontrolada. Ni siquiera en los viejos tiempos, cuando utilizaba a los hombres y su atención como distracción, había experimentado una reacción tan intensa. Por aquel entonces, se preocupaba más por lo que un hombre podía hacer por ella, mental y emocionalmente, que por lo que le provocaba.
El hombre se detuvo frente a un maniquí dorado sin rostro que llevaba una diminuta camisola y braguitas y ladeó la cabeza. Extendió la mano y acarició la seda entre los dedos.
–Es de uno de los diseñadores más exclusivos y con más talento del mundo. Está hecho de seda de Lyon ribeteada con encaje de Chantilly, y viene en todos los colores que puedas imaginar –murmuró Adie sintiendo cómo le ardía el rostro–. Obviamente, tiene otros diseños, si esto no es lo tuyo.
Los labios del hombre se fruncieron y aquellos preciosos ojos brillaron divertidos.
–No es lo mío en absoluto. Soy más de los que quitan que de los que se ponen.
Adie sonrió ante su broma.
Él se aclaró la garganta y Adie se obligó a conectar la mirada con la suya. Aquellos ojos se oscurecieron, se volvieron intensos.
–Es una preciosidad– afirmó él sin apartar los ojos de los suyos. Adie no estaba segura de si se refería a ella, a la lencería o a ambas cosas–. Me gustaría verlo en un escenario más natural…
Y Adie no tendría ningún problema en ponérselo para él. Podía imaginar tranquilamente una cama enorme, lujosas sábanas de seda, una botella del mejor champán en cubitera de hielo y apasionada música de fado sonando de fondo.
Adie bajó la mirada, bebió un sorbo de whisky y dejó el vaso sobre la mesa, agradecida cuando él reanudó su lento paseo por las mesas, con aquellos ojos claros e intensos recorriendo su inventario. Agarró un adorno de cristal soplado para el árbol de Navidad y sostuvo el precioso diseño del pavo real a la luz.
–Es cristal soplado y pintado a mano. Los cristales del plumaje son diamantes.
Él no reaccionó, se limitó a dar un sorbo a su bebida y a mirar la caja abierta de galletas navideñas.
–¿Y estas?
Adie observó su perfil, preguntándose si su pelo ondulado sería tan suave como parecía. Inhaló su olor a almizcle y a sol. Necesitó de toda su capacidad de procesamiento para dar sentido a su pregunta.
–Eh… están hechas a mano en el Reino Unido con papel ecológico de lujo. Se hacen a medida. Un cliente le compró a cada uno de sus hijos un coche nuevo por Navidad y metimos las llaves del coche dentro.
Los labios del hombre se curvaron en una media sonrisa y Adie deseó desesperadamente saber si su boca era tan hábil como sexy. Estaba claro que necesitaba tener relaciones sexuales más a menudo; aquella reacción era ridícula. Pero, al igual que las relaciones, los encuentros sexuales al azar no eran lo suyo.
Aunque estaba considerando seriamente hacer de aquel hombre la excepción a su regla.
–Supongo que esos chicos no recibieron un modelo básico.
Por supuesto que no, sus clientes no entendían la expresión «modelo básico».
–Porsches y Lamborghinis.
Él silbó y continuó.
–¿Estás buscando algo en concreto? –preguntó Adie tratando de juzgar si era un derrochador. Llevaba unos pantalones de calidad y zapatos caros, pero no sabría decir si era multimillonario, millonario o simplemente rico. Por desgracia, si solo era rico, no podría permitirse lo que ella ofrecía. Sus productos estaban dirigidos a la sección de multimillonarios y multimillonarios del mercado.
–Solo estoy mirando.
Adie había aprendido que aquellas palabras eran a menudo una forma de decir «me gusta, pero no puedo pagarlo». Bueno, tal vez no fuera un buen negocio, pero resultaba muy agradable de ver… Adie consultó el reloj y se dio cuenta de que eran más de las once y que aún tenía un par de horas de trabajo por delante. Al día siguiente le esperaba un largo día repleto de reuniones. Era hora de meterle prisa al guapísimo.
–¡No puede ser!
Al escuchar su arrebato, Adie dirigió la mirada hacia el objeto que el hombre tenía en la mano y sonrió. La pieza central del objeto era un diamante en forma de corazón de 3,5 quilates, y más diamantes redondos tachonaban la banda de piel de cocodrilo.
–¿Es un collar de perro? ¿Por trescientos mil? –exclamó con tono indignado.
–Es precioso, ¿verdad? –Adie le quitó el collar de la mano y examinó el intrincado trabajo.
–¿Cómo puede alguien gastarse tanto dinero en un perro? No me malinterpretes, me encantan los animales, pero ¿esta cantidad de dinero?
–Mis clientes adoran a sus animales –explicó Adie.
Dejó el collar del perro, apiló las cajas de bombones caseros y las apartó a un lado, dejando suficiente espacio para sentarse en la pesada mesa con las piernas colgando. Se sentía muy bien al no tener que estar de pie. Agarró un plato de bombones para probar y se lo ofreció.
Él negó con la cabeza.
–No suelo comer chocolate.
–Este te va a encantar –le aseguró Adie–. ¿Has probado alguna vez chocolate con beicon y chili mexicano?
–Va a ser que no.
–Es algo raro, delicioso y…
–Absurdamente caro –el hombre terminó por ella la frase y sonrió.
Adie chasqueó los dedos y le señaló con el índice.
–Veo que lo pillas.
Observó cómo él se metía el chocolate en la boca y deseó que fueran sus labios los que hicieran contacto con los suyos.
Adie se revolvió en el sitio y exhaló un suspiro frustrado. Como tenía la necesidad de hacer algo con las manos, agarró otra trufa de chocolate, la miró y le dio un agridulce mordisco.
Maravilloso… rico, cremoso y, demonios, ¡picante! Adie masticó, tragó y se llevó la mano a la boca. Le miró a los ojos risueños, del color de la niebla, y se sonrojó.
–Wasabi. No me lo esperaba…
–¿Quieres un poco del mío?
Adie miró la trufa a medio morder en sus dedos y se preguntó si iba a darle el resto del bombón. Súbitamente desesperada por tener algún contacto con él, cualquier contacto, asintió lentamente.
Él pareció dudar y sus ojos le recorrieron el rostro. A Adie le quedó claro que estaba tanteando el terreno, queriendo asegurarse de que interpretaba sus señales correctamente.
Y así era.
Sus ojos se fijaron en los de ella, fascinantes y misteriosos, mientras se llevaba el chocolate a la boca y apoyaba las manos en las rodillas de ella. El calor le subió por la espina dorsal cuando le separó suavemente sus piernas, entrando en el espacio que había creado. Adie le sostuvo la mirada con respiración entrecortada mientras él bajaba la cabeza… cada vez más cerca, hasta que sus labios estaban a un suspiro de los de ella. Incapaz de soportar el suspense –deseaba su beso más de lo que necesitaba respirar–, levantó las manos hacia el pecho de él y apoyó los labios en los suyos. Suaves, duros, ambas cosas a la vez, y cuando la lengua caliente de él jugueteó con la comisura de sus labios para que se abrieran, Adie le siguió de buen grado. Pero en lugar de su lengua entrando en la boca, saboreó el chocolate agridulce con un toque de chili salado.
Adie, que quería más, que lo quería todo, le rodeó la nuca con la mano y lo mantuvo en su sitio, disfrutando de las caricias de su lengua cubierta de chocolate contra la suya, del modo en que las yemas de los dedos del hombre le apretaban la piel de las caderas mientras le cubría la mandíbula con la otra mano.
Adie le escuchó gemir y luego sintió sus manos en la cintura, acercándola para que la curva de sus piernas se conectara con la rígida erección de él, y sus pies se enroscaran en la parte posterior de sus rodillas.
Sentía como si se hubiera lanzado desde un acantilado a una cálida y profunda piscina de placer. Recorrió su fuerte y musculosa espalda con las manos antes de pasar al espectacular trasero, y se sintió de maravilla. Quería aquello, quería más… verlo desnudo, saborear cada centímetro de su piel caliente y masculina.
Había pasado tanto tiempo…
Él se apartó para cubrirle de besos la mandíbula, los pómulos, las sienes… tenía la respiración agitada, y Adie se deleitó en la idea de que la deseaba tanto como ella a él.
Le agarró la mandíbula con una mano, buscándole la boca. Sin darse cuenta de dónde estaba, le tomó la mano y se la colocó sobre un seno, gimiendo cuando la yema del pulgar le rozó el pezón. El hombre le giró ligeramente la cabeza hacia un lado y cambió el ángulo del beso, profundizando, exigiendo silenciosamente que ella le diera todo…
Adie le sacó la camisa de los pantalones y suspiró en su boca cuando sus manos encontraron unos músculos duros. Exploró las suaves protuberancias de su columna vertebral, y cuando llevó las manos a los costados y al vientre con intención de seguir descendiendo, sintió su mano en la suya deteniendo su avance.
Él se puso rígido, dejó de besarla y, tras un instante, separó su boca de suya.
La miró fijamente durante largo rato, con los ojos grises como el acero por la pasión y la respiración entrecortada.
–Eres preciosa – murmuró.
–Bésame otra vez –suplicó Adie con un deseo que superaba su orgullo.
Él negó con la cabeza.
–Si lo hago, no podré parar.
Adie sabía que aquello no estaba bien, que estaba corriendo un gran riesgo, y sin importarle, se encogió de hombros.
–Entonces, no te detengas.
Una parte de Adie dudó, preguntándose cuáles eran sus verdaderas motivaciones. ¿Actuaba así por la época del año que era, la temporada de las dudas y los remordimientos? En aquellas fechas siempre se cuestionaba a sí misma. ¿Estaba tomando las decisiones adecuadas? ¿Estaba realmente contenta con su vida?
Pero nunca nadie le había hecho sentir tanto tan rápidamente. Hacía mucho, mucho tiempo que no usaba a un hombre, y nunca se había ido con nadie a la cama tan deprisa. Ahora quería más, quería una noche de pasión salvaje y si sus besos eran el preludio del evento principal, le esperaba el mayor placer de su vida.
Era una mujer adulta y se le permitía explorar su sexualidad, así que esta noche no iba a dudar de sí misma, a preguntarse si estaba volviendo a caer en viejos patrones destructivos. Por la mañana podría analizar sus acciones y lidiar con su arrepentimiento, pero no iba a hacerlo esta noche.
–Tengo una habitación arriba –susurró Adie con el corazón en la boca.
El hombre le deslizó el pulgar por el labio inferior. Cuando abrió la boca para hablar, a Adie le sonó el móvil al otro lado de la habitación. Pero a ella solo le interesaba él, y lo miró fijamente, esperando su respuesta. ¿Por qué dudaba? ¿Se estaba haciendo el duro?
–Yo…
El teléfono volvió a sonar, y a través de la nebulosa del deseo, Adie reconoció el tono de llamada. Era Kate. Si no contestaba, su amiga seguiría llamando. Era muy persistente.
Adie lo apartó de si y saltó al suelo.
–Lo siento, si no contesto va a seguir llamando.
Él asintió y Adie pasó por delante de él para dirigirse a su bolso. Sacó el móvil del bolsillo lateral, molesta y frustrada, y frunció el ceño mirando la pantalla.
–¿Qué pasa? –preguntó con sequedad al responder.
–Me acabo de dar cuenta de que te he dejado sola recogiendo todo. Voy a volver para ayudarte.
–No, no, no es necesario.
–No me gusta que estés sola con tantos objetos de valor. Ya sé que la seguridad allí es buena, pero cualquiera podría colarse.
Los ojos de Adie recorrieron la habitación hasta donde estaba él, con las manos en los bolsillos, tirando de la tela de los pantalones que le cubrían la dura erección. ¿Quién era y qué hacía realmente allí? A medida que la sangre volvía a su cerebro, las palabras de Kate calaron y Adie se mordió el labio, ¿La había besado para distraerla y poder meterse algo valioso en el bolsillo? El collar de perro era demasiado grande, pero los tapones de botella con incrustaciones de diamantes y las tarjetas de memoria de oro se podían ocultar fácilmente.
¿De verdad le había invitado a subir a su habitación? ¿Se habría marchado con él sin registrar la sala?
Dios, ¿qué demonios le pasaba? Era un desconocido, y ella había estado a punto de arriesgar su cuerpo, su seguridad y su negocio. Estaba actuando como cuando era joven, impulsivamente y sin pensar, buscando atención, buscando una distracción.
Adie se negaba a volver a aquel lugar, a recuperar aquella personalidad que había tenido. Había trabajado demasiado como para poner en peligro todo lo que le había costado conseguir, para convertirse en la persona que ahora era. Ningún hombre, por muy atraída que se sintiera hacia él, merecía que retrocediera ni un centímetro.
Colgó a Kate y se cruzó de brazos, forzándose a mirarlo a los ojos. La pasión se había esfumado y su mirada era ahora gris y dura.
–Veo que retiras tu oferta.
Adie se mordió el labio inferior. Sacudió la cabeza en dirección hacia la puerta.
–Creo que me he dejado llevar –dijo en voz baja. Si me disculpas, tengo trabajo que hacer.
El hombre se le acercó y se detuvo a un centímetro de ella. Adie se negó a moverse y mantuvo los brazos cruzados a modo de barrera para que no se acercara más. Se puso rígida cuando él le depositó un beso suave en la comisura de la boca.
–No hace falta que te pongas a revisar, no he robado nada –le dio otro beso en el pómulo y luego en la sien–. Gracias por el chocolate. Ha sido un placer conocerte.
Le dirigió una sonrisa sexy, pero Adie se dio cuenta de que no le llegaba a los ojos.
–Pero besarte ha sido aún mejor.
Adie no dijo nada mientras se daba la vuelta. Lo observó caminar hacia la puerta, mordiéndose el labio inferior para no llamarlo de nuevo, para no rogarle que la llevara a su habitación y le mostrara lo bueno que podía ser el sexo.
Porque sabía que con él sería demasiado fantástico.
Las Navidades eran una pesadilla, decidió Hunt Sheridan recostándose en la silla y apoyando los pies en la esquina del escritorio.
Después de Acción de Gracias la productividad bajaba, la pereza aumentaba y parecía que todos sus empleados se distraían pensando, planificando y charlando sobre las festividades navideñas.
Si por Hunt fuera, cancelaría todas las vacaciones. Pero aunque la Navidad no significaba nada para él, había gente obsesionada con esa celebración, y a juzgar por lo que había visto la noche anterior, estaba dispuesta a gastarse mucho dinero.
¿Trescientos mil por un collar de perro? Increíble.
Hunt echó la cabeza hacia atrás y se frotó los ojos, reconociendo de mala gana que los collares de perro, los tapones de vino y el chocolate agridulce no eran lo que ocupaba su mente.
Era Adie Ashby-Tate.
Supo quién era en cuanto entró en el salón de baile del Grantham-Forrester. La reconoció al instante por las incesantes publicaciones de Kate en las redes sociales. ¿Y quién sino la dueña de la empresa iba a ser la última en salir?
Con sus rizos salvajes color chocolate cortados cerca de la cabeza y sus delicadas facciones, le recordaba a una joven Audrey Hepburn. Tenía la piel de tono crema intenso y los ojos…
Hunt se pasó la mano por el pelo y dejó salir una larga bocanada de aire. Aquellos ojos… cielos, eran preciosos. Destacaban sobre el fondo de su piel luminosa con el color de dos granos de café oscuro sobre un lecho de nieve. Su cuerpo, delgado pero con curvas, había sido toda una revelación que encajó perfectamente en él como si fuera una pieza de rompecabezas que no sabía que le faltaba.