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Al poco de morir, en pleno franquismo, el nombre de Romanones desapareció. Ya sabemos cómo es la historia: cada tiempo pone a unos personajes de moda y baja a otros a las mazmorras.
Romanones, el «Maquiavelo de la Alcarria», tonteó con ideas federalistas pero acabó monárquico hasta el tuétano. Fue un liberal que paseó por todas las facciones del liberalismo y un aristócrata que defendió los privilegios de los Grandes de España. Fue un laico católico. Fue un constitucionalista que acabó apoyando a un dictador fascista. Fue productor de cine porno para el rey Alfonso XIII, fue el brujo detrás de las guerras de Marruecos, santificó el turnismo político como una de las bellas artes, incendió el Parlamento con discursos memorablemente demagogos y, por el camino, impulsó reformas educativas ambiciosas.
Pero, ante todo y sobre todo, fue un político. Un hombre de un instinto político animal.
Un libro de historia con aire de zarzuela que se puede (y se debe) leer como un manual cínico, pragmático y muy actual, del juego y las trampas de la política.
LO QUE PIENSA LA CRITICA
«Intrigas de palacio, zancadillas y bandolerismo político. Una narración real, sorprendente y divertida de cómo Romanones se convirtió en uno de los hombres más poderosos de España». -
Juan Gómez-Jurado
«Una historia trepidante y adictiva, que se lee como una novela, sobre uno de los personajes más importantes y desconocidos del siglo XX». -
Pilar Eyre
SOBRE EL AUTHOR
Mar Abad es eso que antes se llamaba periodista y hoy consiste en algo tan ambicioso como informar, entretener, dar perspectiva y, ya puestos, si se puede meter un faralaes, ¡pues dale que te dale!
Mar ha escrito sobre el Conde de Romanones en
Romanones: Una zarzuela del poder en 37 actos (Libros del K.O., 2022), pioneras del periodismo en
Antiguas pero modernas (Libros del K.O., 2019), sobre personajes de la historia contemporánea en
El folletín ilustrado (Lunwerg, 2019) y sobre las palabras de cada generación en
De estraperlo a postureo (Larousse, 2017).
Es cofundadora del sello de audio El Extraordinario y en su historial de juego tiene estos badgets: Premio Archiletras de la Lengua 2022, Premio de Periodismo Foro Transfiere 2022, Premio Don Quijote de Periodismo 2020, Premio de Periodismo Miguel Delibes 2019, Premio de Periodismo Colombine 2018 y Premio de Periodismo Accenture 2017.
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Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Una colección de pequeñas biografías de personajes históricos no necesariamente ejemplares, posiblemente contradictorios, definitivamente irresistibles.
Mar Abad
ROMANONES
Una zarzuela del poder en 37 actos
primera edición: septiembre de 2022
© Mar Abad, 2022
© Libros del K.O., S.L.L., 2022
Infanta Mercedes, 92 - Despacho 511
28020 - Madrid
isbn: 978-84-19119-11-7
código bic: BGH, BT, HBJ
diseño de cubierta: Artur Galocha
ilustración de portada: Alexandra España
maquetación: María O’Shea Pardo
corrección: Melina Grinberg
A Vicen, por su drip
A Javi, por lo smart
A mis padres, porque me educaron en la ciencia, el progreso, la libertad y la socialdemocracia
A Marcus, porque algún día llegaremos a Kirkjubøur
0. ¿A qué viene este libro?
El conde de Romanones es el sello de una época. Podría justificarlo con un listado de todas las veces que fue jefe del Gobierno, ministro, alcalde… pero me quedo con una carta que Fernando Fernán Gómez le escribió a su madre cuando era pequeño. Aquel papel decía palabras de paso, de puro trámite, pero arriba había un retrato que llamaba mucho la atención.
El niño había dibujado un sello para echar la carta al buzón. Pero no dibujó al rey, ni a Cervantes, ni a Colón. Dibujó a un hombre con bastón, fumando un puro y un nombre debajo: «Romanones».
Era 1930 y, entonces, el conde era una institución. Tanto se había hablado de él que ya era parte del lenguaje. Al que tenía mucho dinero o era un cacique le decían: «¡Ese es un Romanones!». Al que iba con ínfulas le soltaban: «¿Tú quién te has creído que eres, el conde de Romanones?». Hasta en las revistas más cultas, un famoso periodista, el Caballero Audaz, lo usaba como sustantivo: «Que, cultivando la amistad de un Romanones, llegaría a ser ministro».
El doctor Gregorio Marañón decía que podían contarse con los dedos los personajes que tuvieron tanta popularidad. «En realidad, Romanones fue un personaje representativo, casi mítico, de la España de su tiempo. Los españoles referían las historias reales o los cuentos inventados de la vida del conde. Eran a la vez creación de él y del genio popular».
Pero al poco de morir, en pleno franquismo, su nombre desapareció. Ya sabemos cómo es la historia: cada tiempo pone a unos personajes de moda y baja a otros a las mazmorras. Ahí lo encontré yo. De casualidad. Me sorprendía ver que todos los personajes históricos por los que me interesaba habían tenido relación con él. No había periódico de la Restauración borbónica y la monarquía de Alfonso XIII que no hablara de Romanones. Y entonces fui en su busca porque entendí que para conocer esa época debía conocerlo a él.
Leí sus libros, sus memorias, las entrevistas que le hicieron, lo que después publicaron de él… y me fascinó saber que el conde escribía libros de personajes históricos para entender la esencia del comportamiento humano. Yo buscaba lo mismo en él. Me intrigaba saber cómo se hizo político y por qué llegó tan alto. Me preguntaba qué queda hoy de la política de entonces y qué hay de eterno en su pensamiento político. Quería entender lo que tanto repitió de «la ambición del mando»: las ansias de poder.
Tanto dejó escrito sobre el día a día de la política que decidí sacar de sus palabras una especie de tratado de política práctica. De su visión personal de la política práctica (son las frases que, en este libro, aparecen escritas en cursiva).
Pero esto no es un tutorial, ni un manual de buenas prácticas. Es el resumen de las ideas y la experiencia de un político que tuvo muchos amigos y muchos enemigos. De un político al que unos trataban de estadista y otros acusaban de cínico, tramposo y expoliador. De una persona a la que unos ponían la alfombra a su paso y le vitoreaban «¡Viva el señor conde!», y otros le gritaban «¡Muera el cojo!» porque decían que donde pisaba no crecía la hierba. De un hombre que cambiaba de chaqueta con tanta agilidad que es imposible colgarle una sola etiqueta.
Romanones tonteó con ideas federalistas pero acabó monárquico hasta el tuétano. Fue un liberal que paseó por todas las facciones del liberalismo y un aristócrata que defendió los privilegios de los Grandes de España. Fue un laico católico. Fue un constitucionalista que acabó apoyando a un dictador fascista.
Pero ante todo, y sobre todo, fue un político. Un hombre de un instinto político animal. Ya lo decían cuando aún estaba vivo. «Porque si hubiera que definir con un solo rasgo la personalidad de Romanones, habría que calificarlo así: “el político”. El político por excelencia, con todo lo que eso significa de sacrificio y grandeza», escribió, en 1943, el Caballero Audaz. «Y si un día se quiere escribir la verdadera historia pública e íntima de estos cuarenta y tres años del siglo en lo referente a la política española, habría que recurrir forzosamente a las informaciones, a los recuerdos, a la memoria del conde de Romanones».
Él, más modesto, dijo otra cosa poco antes de morir. «El mundo camina hoy tan deprisa que los acontecimientos narrados por mi pluma pasan a muy segundo término, y no sabemos qué lugar ocuparán en la historia patria. Lo cierto es que encierran lecciones muy aprovechables para las generaciones presentes y futuras».
Por esa última frase he escrito este libro, y me he basado, sobre todo, en sus memorias. En lo que vivió, en lo que dijo, en lo que escribió. Es la historia de Romanones pasada por el filtro de Romanones.
1. La cojera romanonista
«Yo he escrito mis memorias, no para hacer historia,
sino para dar materiales al historiador de mañana».
Conde de Romanones
Qué trompazo se metería el niño que se quedó cojo. Era ya noche cerrada. Alvarito iba en un carruaje por las calles tambaleantes del Madrid de 1870. Su padre, el marqués de Villamejor, tiraba de las riendas y exigía al caballo que corriera tanto como pudiera.
¡Tacatá, tacatá!
Avanzaban por la oscuridad de las calles del pleno invierno. El eco del trote, los brincos de la calesa, las fachadas de las casas pasando por el rabillo del ojo… ¡Aquello parecía imparable!… de no haber sido por la negrura de la noche, que escondió una zanja en el camino y ¡plof!
El carruaje dio un bandazo espantoso y el niño, el padre y el caballo salieron volando. El chavalillo de seis años llegó a casa con las piernas peladas. Al principio pensaron que todo quedaría en unas raspaduras y un par de moratones. Vendas, reposo y adiós muy buenas. Pero es que… ¡vaya forma de curar las heridas! Aunque lo hacía el respetadísimo doctor Laureano Camisón, no había día que el hombre se lavara las manos.
Aunque lo peor llegó meses después. Un dolor les advirtió que el accidente de aquella noche dejaría una sombra en Alvarito para el resto de su vida. Esa molestia en la cadera derecha resultó ser un tumor blanco. Los médicos hicieron lo que pudieron, con su cirugía rudimentaria, pero mal apaño tuvo aquello. Fueron años de sufrir y trastear, trastear y sufrir. Para nada. O para ir haciéndose a la idea de lo que vendría después y él mismo describió así de refilón: «A la postre, quedé como todos me conocen».
La cojera fue el estigma del hijo toda su vida y el pesar del padre hasta el día de su muerte. Tan mala conciencia le quedó al marqués de Villamejor que, para compensarlo, le dejó en herencia más dinero que al resto de sus hijos y lo justificó con otra expresión muy de puntillas: «las circunstancias especiales que en él concurren».
Poco después del accidente los niños empezaron a reírse de él por su forma de andar medio pa aquí medio pa allá. Al pasar por la calle le cantaban «uno, dos, tres, cojo es». ¡Qué cruz! Álvaro de Figueroa tuvo que lidiar con burlas y mofas toda su vida. Pero él le echaba pecho. No podía correr detrás de nadie, pero tenía agallas para retar en duelo a quien se le pusiera por delante.
En su edad moza le dio por practicar esgrima y tiro de pistola en la sala de armas de Broutin. ¡Y falta que le hacía, porque lo llevaban de mofa en mofa! Un día, cuando tenía veinte años, sus amigos le hicieron una jugarreta más grande que la corná que mató al Gallo. Organizaron una fiesta de toros y uno dijo que sería espada, otro banderilla y otro, con una mala hostia espectacular, le lanzó:
—Y, por supuesto, tú también torearás.
—Tanto como cualquiera de vosotros, pero a caballo —contestó to chulo.
Álvaro de Figueroa fue a torear de caballero en plaza. Sonó el clarín y salió al ruedo con un espada a cada lado. Se abrió el toril, apareció un novillo… ¡y cómo estaría de gordo que pensaron que era un toro! Los espadas salieron por patas para esconderse detrás de la barrera y él se quedó solo en el coso. Aunque… solo por un momento, porque el novillo gordinflón echó a correr como una fiera y se lanzó contra él y contra el caballo en el que iba montado. Los dos cayeron al suelo. Remolinos. Revolcones. Costalazos. De allí salió como pudo. Arrastrado, a empujones. Tan malherido quedó el caballo y tan maltrecho el caballero, que en ese mismo instante hizo un juramento para el resto de su vida: «Jamás volveré a pisar la arena de un anillo».
La burla por su cojera fue creciendo a la vez que su fama y su poder. Fue asunto de chistes, caricaturas y cuplés. En los periódicos satíricos dibujaban a Álvaro de Figueroa, que a los veintinueve años ya era conde de Romanones, con las piernas abiertas y arqueadas, como jinete sin jamelgo, como un montador que en vez de látigo agarraba un bastón.
La cojera hasta tenía leyenda. Decían los chismosos que venía de una zurra que le dio su padre. Que un día el marqués de Villamejor perdió los estribos por las travesuras del niño y lo lanzó por los aires desde un carruaje. Aunque él siempre lo negó: «No digo que mi padre fuera nada blando, aunque siempre era cariñoso. Nos educó a todos virilmente. En cuanto era posible nos hacía montar a caballo, y el que caía, caía. Pero no. Mi padre es ajeno a toda culpa».
Los amigos del conde también hablaban de sus andares. Pero sin cuchufletas. En tono solemne, la llamaban «la típica cojera romanonista». ¡Y cuánto alababan un gesto que tuvo don Álvaro con los niños que sufrían la misma dolencia! El conde construyó un edificio en el Instituto Rubio destinado a curar cojeras. Lo inauguraron en enero de 1913 con doce camas hospitalarias (seis para niñas y seis para niños) y lo llamaron Pabellón Romanones porque todo corría a cuenta de su riqueza y generosidad. Desde el principio había tortas por entrar y entonces se vieron obligados a establecer un orden de preferencia: los que primero entrarían serían los más pequeños, los que vivieran en Madrid y Guadalajara (como él) y los que fueran cojos de la pierna derecha (como la suya).
«Esta invalidez ha sido un obstáculo, y no pequeño, para abrirme paso en la vida», lamentaba Romanones. «La he vencido solo a fuerza de tenacidad. ¡Cuántas facilidades hubiera tenido si mi pierna derecha se hubiera hallado como la izquierda!». Habría dedicado su tiempo libre a torear en vez de a cazar codornices. De haber tenido «buenos los remos», habría sido su afición favorita, «porque el toreo es lucha de verdad» y «la lucha ha sido el mayor atractivo de mi vida».
Carecer de dos piernas bien puestas lo empujó a la política. Ahí buscó el poder y la gloria. La ambición, la redención y otro ruedo en que lidiar: «También se torea en política. Es combate constante, y a muerte; y en ella, como en la plaza, el juez supremo es el pueblo soberano».
Álvaro de Figueroa decía que, en el toreo y en la política, hay que saber entrar a tiempo en la suerte. Ha de haber técnica para despegarse del enemigo, agilidad para vaciarlo, oportunidad para darle una larga y corazón para rematar. En la plaza y en el Parlamento actúan igual los primeros espadas y los oradores cumbres. Tienen la misma sed de aplausos, las mismas envidias y soberbias. No falta la pugna de los jóvenes por desplazar a los viejos, ni el eterno choque entre la escuela antigua y la moderna.
Aquel accidente que lo ató a un bastón y que lo sentaba con las piernas abiertas le torció la vida. Lo contaba con dolor en las memorias que escribió en sus últimos años. Aunque ese desperfecto no impidió lo que Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones y caballero de la Orden Imperial de la Corona de Hierro, persiguió siempre: ser uno de los hombres más poderosos de la España de la Restauración.
2. Si sirves para algo, será para la política
«De la madera de los intelectuales
salen escasos y buenos políticos.
De la de los filósofos, ninguno».
Alvarito quería ser pintor. A su familia, rica y burguesa, le entusiasmó la idea y le pusieron un estudio en el desván de una casa pegada a la suya. Allí iba el adolescente con la ambición de hacerse un artista de renombre. Estaba en la calle Barrionuevo de Madrid, y quién podía imaginar entonces que en el futuro aquella calle llevaría su nombre. ¡Calle del Conde de Romanones! Aunque lo más insospechado es que esos honores no serían por su arte con los pinceles, sino por sus artes políticas.
El adolescente copiaba un cuadro tras otro. «¡Los kilómetros de lienzo que he embadurnado!». Reproducía las pinturas del Museo del Prado ansioso de alcanzar la gloria de un Francisco de Goya, pero, fuera de su familia, nadie daba un céntimo por él. La más entusiasta era su abuela. Inés de Romo y de Bedoya estaba convencida de que su nieto dejaría al mismísimo Mariano Fortuny a los pies de los caballos. Pero él pronto llegó a otra conclusión: nunca sería un buen artista. Y entonces lo dejó. A los diecisiete años ya sabía que no podía soportar verse como un aficionado. Detestaba la mediocridad. Para él solo había dos opciones: triunfar o renunciar.
Aquel chaval apuntaba alto desde bien pequeño. Ya en el bachillerato se dejó las higadillas por ser el primero de la clase. Era «el estudiante ejemplar» hasta que un día un muchachito de un talento extraordinario le arrebató el puesto. ¡Alvarito ardió en cólera! Echó a llorar, echó a correr y cuando llegó a su casa, le dijo a sus padres que jamás volvería a poner un pie en ese maldito colegio de curas. Los marqueses de Villamejor, que lo tenían muy mimado, transigieron y le pusieron unos profesores particulares para que estudiara la secundaria en casa.
Cuando llegó el momento de ir a la universidad, no le bastó con estudiar una carrera. Eso eran migajas para lo que él llamaba amor propio y otros tildarían de ambición. Álvaro de Figueroa se matriculó en dos: derecho, y filosofía y letras, en la Universidad Central de Madrid.
Pero una cosa eran sus propósitos y otra sus entendederas. Si de pequeño no hubo forma de que la física le entrara en la cabeza (y eso que la asignatura trataba cosas tangibles: el peso, la materia, los corpúsculos volando de un lado a otro…), ¡cómo le iba a entrar la metafísica! Esa asignatura que hablaba de cosas que no había por donde agarrar. ¡El ser, la esencia, la nada! ¡Por Dios de mi vida! Álvaro de Figueroa no estaba para esos tostonazos y acabó dejando la licenciatura de filosofía: «Todo lo abstracto siempre ha sido para mí difícil de comprender». Donde mejor se defendía era en el tú a tú, en lo cotidiano, en hacer amigos yendo a bodas y funerales.
Así que poco le importó dejar filosofía. Desde que oyó al jurista Alfonso Posada decir «los alumnos que concurren a la Facultad de Derecho son los hombres públicos, los estadistas de mañana», descubrió que lo suyo era el derecho. Era la carrera para convertirse en el hombre que quería ser: el político.
¡Por fin sintió su vocación! O quizá la oyó. Porque lo que ocurrió es que escuchó una voz interna que, desde sus adentros, le dijo con imperio: «Déjalo todo por la política. Si sirves para algo, será para eso».
3. Bofetadas en la universidad
«Saber callar es ya saber mucho».
El balcón de la casa de Alvarito era mejor que el teatro. Desde ese palco en la plaza de la Villa de Madrid veía desfiles, alborotos, protestas. Pero un día de septiembre de 1868 oyó más jaleo de lo normal. Se asomó y vio que la calle echaba chispas. ¡Qué alegría! ¡Qué griterío! A sus cinco años no había visto nada igual. Aquello era un espectáculo que ponía los pelos de punta.
Vio a una multitud de gente quemando un retrato de la reina Isabel II. ¡Fuego a la fogosa! ¡Las llamas eran de la talla de su furor uterino! Después vio a unos soldados, imponentes, que pasaban a caballo celebrando el triunfo de la revolución liberal. Eran los batallones de la Gloriosa.
Alvarito no quería perder detalle y su padre lo llevó de la mano a la estación de Atocha para recibir al líder de la revolución, el general Prim. La gente gritaba «¡Viva España con honra!». Y hasta desgañitarse cantaban hurras al héroe democrático que había obligado a la reina a exiliarse a París.
La avalancha era tan grande y él tan pequeño que casi lo espachurran. Hubo un momento en que el gentío de la estación apenas le dejaba respirar. Pero no hizo trauma de ello. Lo que más le impresionó de aquella escena fue el general Prim. Cuando lo vio… ese rostro plácido, esa mirada profunda, esa barba elegante, esa nariz perfecta. Qué halo, qué carisma. Parecía un ser sobrenatural. Por eso a Alvarito se le heló la sangre una noche de invierno dos años después.
Estaba en su casa cuando oyó al mayordomo echar a correr como un loco hasta el despacho de su padre. Abrió la puerta sin tocar siquiera y, con voz entrecortada, gritó:
—¡Acaban de asesinar al general Prim!
Pasó mucho tiempo hasta que la noticia le salió al niño del cuerpo. Aquel Juan Prim y Prats era uno de los cabecillas de la Gloriosa. Era un político y militar liberal que estableció una democracia embrionaria en España junto al general Serrano y el vicealmirante Topete. Era un tiempo de tiras y aflojas entre los demócratas, liberales y progresistas que querían más política parlamentaria, y los monarcas emperrados en mantener el poder que les otorgaba su cuna.
Los liberales se llevaron una alegría cuando, de 1868 a 1873, consiguieron instaurar una monarquía parlamentaria. Después llegó la euforia para los republicanos. ¡Por fin una república en España! Aunque muy cortita: de 1873 a 1874. Y luego otra vez a la casilla de salida: ese año volvió la corona al poder.
En 1874 un adolescente de diecisiete años llamado Alfonso vino a reinar España. Pero las cosas ya no eran como antes. Los demócratas y liberales exigieron que, si el chiquillo iba a ser rey, tenía que aceptar la monarquía constitucional. Tenía que firmar un manifiesto que decía:
«Ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
Esta frase era pura palabrería a excepción de la puntilla. El último adjetivo, liberal, implicaba que Alfonso XII (ese era su nuevo nombre) no podía reinar con la actitud sobrada de ese abuelo suyo, Fernando VII, al que le apestaba el aliento a puro. Pero… con tranquilidad. Pasito a pasito.
Que el Gobierno no fuera absolutista, en absoluto significaba que fuera demócrata. Alfonso XII no iba a ser un rey florero. Seguía siendo amo, capo y patrón: él decidía si aprobaba o rechazaba las leyes propuestas por el Parlamento y elegía quién gobernaba el país. Elegía solo entre dos hombres. ¡Dos! Práxedes Mateo Sagasta, al frente del Partido Liberal, y Antonio Cánovas del Castillo, a la cabeza del Partido Conservador.
Esa era la España en la que estudió Álvaro de Figueroa. Eran los tiempos de la Restauración borbónica y entonces lo que hacían para divertirse era quedar en los billares y los cafés. Ahí discutían de toros, de política, de los estrenos de las obras de teatro de Echegaray y de las rencillas entre los catedráticos. A veces hacían novillos y se iban a vagar por el Campo del Moro.
Aún no había llegado la moda esa del fútbol. «En otro tiempo se abandonaba la universidad para ir a engrosar las filas carlistas o para luchar por la libertad en las barricadas», refunfuñaba Romanones, cuando escribió sus memorias, a los ochenta años. «Hoy no son pocos los desertores de la universidad para convertirse en profesionales del balón. Es un hecho lamentable, pues el absentismo de la juventud en la política produce nefastos efectos».
Se refería a los jóvenes de 1940. Esos chavales que competían por marcar un gol y a veces hacían faltas por un manotazo o una patada. Álvaro de Figueroa no era menos competitivo y no hubiese merecido menos tarjetas amarillas ni rojas. Todos los principios de justicia que estudiaba en derecho se quedaban en la puerta cuando entraba a clase. Ahí imperaban los codazos, los empujones y las bofetadas. Estaba empeñado en que todos los catedráticos lo conocieran y para eso tenía que sentarse en la silla más cercana al profesor. ¡Aunque fuera a mamporros! «No pocas luchas sostuve para conseguirlo. Recuerdo una verdaderamente grecorromana con Manuel Linares Rivas, posterior gloria de la literatura dramática».
Era tan ambicioso que decidió acabar la carrera antes que sus compañeros. Pidió que le adelantaran los exámenes y se licenció en diciembre de 1884. Eso lo dejó en un limbo: ni pertenecía a la promoción de ese año ni a la del siguiente. Pero ¡qué le importaba a él! ¡Ya era abogado! ¡Y con una nota de sobresaliente!
Fue corriendo a su casa para contárselo a sus padres. Entró en el despacho del marqués de Villamejor y, más ancho que un pavo, le enseñó el título de abogado.
Qué silencio.
Qué cara tan de nada puso el padre.
Y qué jarreón de agua fría se llevó el pobre licenciado.
El gesto impertérrito del padre era la forma más descarnada de recordarle que nunca había querido que fuera jurista. Menos aún, político, y todavía menos, liberal. El marqués estaba afiliado al Partido Conservador y era un opulento capitalista. En Madrid no había rico que tuviera en propiedad más suelo que él y calculaban que su fortuna estaba en unos 125 millones de pesetas. ¡Una locura!
Lo que más deseaba el marqués de Villamejor era que su hijo siguiera expandiendo los negocios que él había montado. Que siguiera explotando sus minas. Que siguiera arrendando sus fincas urbanas. Quería que su heredero fuera hombre de industria y finanzas. Pero, en cambio, le salió un político de raza.
Álvaro de Figueroa era hombre de gentes y, a diferencia de otras personas de su pedigrí aristocrático, se relacionaba con todo el mundo. Hasta con los más pobretones de la universidad. También era hombre de desparpajo. No le imponía ni el Ateneo de Madrid, y eso que lo llamaban la «antesala del Congreso» porque ahí tenían los debates que después iban al Parlamento. Álvaro entró con solo dieciocho años y, a pesar de ser el más jovenzuelo, se movía como Pedro por su casa. Uno de sus biógrafos decía que andaba por allí «con audaz descaro y vergonzosa desenvoltura».
Aunque el tiempo le enseñó que aquella osadía no era lo más astuto. «No hay nada más útil que el silencio, sobre todo en política. El silencio se traduce, no pocas veces, por prudencia y por profundidad en el pensar. ¡A cuántos he visto medrar en política y alcanzar fama de talentudos solo por recatar su pensamiento!», escribió en sus memorias. «La discreción es la faceta más exquisita del talento. La discreción abre todas las puertas. ¿Cuál es el contenido de la discreción? Decir y hacer en todo momento cuanto debe decirse y hacerse, y nada más. En política con esto basta para vencer y llegar a todas partes».
4. Anécdotas subiditas de color
«La gimnasia intelectual tiene que ser diaria.
Si se abandona, los hombres se convierten en idiotas».
Ni hablar.
Álvaro de Figueroa dejó bien claro que no iba a dedicarse a los negocios de la familia.
¡Eso lo veremos!
El marqués insistía en que sí.
Qué hartura de discutir para no llegar a acuerdo. El padre y el hijo estaban en un callejón sin salida hasta que la madre oyó que había salido una beca de estudios en el Colegio de España de Bolonia. Al momento le pidió a su amigo Práxedes Mateo Sagasta, el jefe del Partido Liberal, que se la diera a su hijo y así seguiría estudiando en el extranjero en vez de quedarse estancado en la discusión de que sí y que no.
El enchufe funcionó y Álvaro de Figueroa llegó a Bolonia en enero de 1885. Allí lo esperaban los condes de Malvezzi para presentarlo a la alta sociedad. ¡Qué meses pasó de pompa y petulancia! Asistía a los bailes y a los banquetes de los nobles, conoció a parientes de reyes y, según Galdós, dedicó su ocio al «flirteo intrascendente y los deportes de salón».
En aquellos palacios escuchaba, embobado, las historias de una descendiente del príncipe de Esquilache. «La viejísima marquesa Sampieri, entre bocanadas de humo del cigarro puro, que no se le caía de la boca, nos narraba episodios y anécdotas tan interesantes como subidas de color».
En Bolonia conoció la obra del poeta y filósofo Leopardi. Descubrió la poesía y por primera vez en su vida pensó que de las palabras podía sonar música. Ocurrió una noche en la que una dama, culta y madura, recitaba versos a los colegiales. Él la llamaba su «mentora en achaques literarios». En achaques, con todo el tufo negativo de la palabra. «En aquella época estuve a punto de convertirme en un sentimental. ¡Quién lo diría! Por fortuna, aquel estado patológico pasó pronto».
Pero también estudió mucho. En la Universidad de Bolonia obtuvo el doctorado en jurisprudencia con un lode italiano y un cum laude español. ¡Era una notaza! Él siempre picó alto y le enfadaba muchísimo que lo bajaran de categoría. Por eso, unos años después, cuando era ministro de Instrucción Pública, un diputado dijo en el Parlamento que, cuando estudió en Bolonia, le habían suspendido una asignatura.
¿Quééé? ¿A mííí? ¡Me cago en tu estampa!
Álvaro de Figueroa se enfadó muchísimo. Pero tuvo la templanza de tragarse el grito que le hubiera metido a aquel diputado y volvió otro día con el título y el expediente académico en la mano para enseñarle que no había un solo suspenso. Y desde ese día, para callar bocas, colocó el título en un lugar de su despacho donde todo el mundo lo pudiera ver bien.