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Este libro está basado en seis charlas que Henri Nouwen ofreció en Cuaresma en la iglesia de San Pablo, en Cambridge, Massachusetts, en 1985. Dice su autor: «El objetivo de escribir este libro es ayudarte a ti y a mí mismo a escuchar la voz del amor, a escuchar esa voz que nos susurra al oído: "¡Sígueme!" Espero poder guiarte y guiarme desde un inquieto vagabundeo a un alegre seguimiento; desde ser personas hastiadas, sentadas sin hacer nada, a sentir entusiasmo por haber escuchado esa voz. No es una voz que se imponga. Es una voz de amor, y el amor no empuja ni tira. El amor es muy sensible».
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Seitenzahl: 154
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PREFACIO
Oí hablar por primera vez de Henri Nouwen cuando yo estaba aún en el seminario, en Ohio, a finales de los años sesenta. Mi madre me escribió desde Kansas para decirme que había un nuevo sacerdote holandés en nuestra parroquia, y que le encantaba asistir a sus misas. «Su acento le hace ser difícil de entender a veces, pero dice misa con mucha reverencia y devoción», me dijo. Por supuesto, en aquel momento yo no tenía ni idea de quién era la persona de la que me estaba hablando. Él era por entonces un estudiante de doctorado en psicología en el instituto Menninger, cerca de nuestra casa familiar en Topeka. Pero no pasó mucho tiempo antes de que entrase en mi vida.
A comienzos de los años setenta solíamos ser ponentes en los mismos congresos. Enseguida me visitó varias veces en la comunidad Nueva Jerusalén, en Cincinnati, donde me dijo que añoraba tener una comunidad y relaciones profundas. Me di cuenta de que se trataba de una ferviente necesidad. De vez en cuando dábamos largos paseos por el barrio obrero donde la comunidad se había establecido. Siempre me recreaba –no sé qué otra palabra usar– con su interminable curiosidad espiritual, su extrema vulnerabilidad y su humilde preocupación por la gente.
Henri anhelaba tener una relación profunda, y creo que las relaciones eran, de hecho, su verdadero talento. Sabía distinguir lo auténtico de lo falso, y quería ser sanador de lo falso. ¡Que es exactamente por lo que nos prestó un servicio tan grande!
Cuando me mudé a Nuevo México, en 1986, para fundar un Centro para la Acción y la Contemplación, Henri me escribió una carta de apoyo animándome a «no enseñar nada más que contemplación». E incluso me recomendó para mis estudios las obras de Eknath Easwaran. Esto me demostró la profundidad de su fe cristiana, que no estaba amenazada por un maestro de la India inspirado por el hinduismo. También me demostró que, por muy católico que fuera, reconocía la auténtica enseñanza contemplativa allá donde fuera.
Dado que yo le admiraba como un sabio y santo anciano, trataba a menudo de pedirle orientación espiritual. Pero, pasados tan solo unos minutos, me daba cuenta de que, en realidad, nunca contestaba a mis preguntas, sino que se las arreglaba para, de algún modo, darle la vuelta ¡y convertirme a mí en su director espiritual! Nunca supe con seguridad si se trataba de humildad por su parte o de algún otro tipo de inconsciente necesidad de reciprocidad, pero acabé por concluir que era una sincera búsqueda espiritual, y que valoraba mis percepciones tanto como las suyas. Aunque yo sabía que él era un escritor de espiritualidad, en la vida real era un buscador y creyente espiritual: siempre deseoso de mayor sabiduría y de mayor capacidad de amar.
Cuando se enteró de que yo iba a empezar a impartir clases de espiritualidad para hombres, me escribió y me animó firmemente a ello. También les dijo a varios pintores que debían pintar imágenes capaces de sanar las relaciones padre-hijo, que tantas veces estaban rotas. Sabía que a menudo se necesitaba una imagen para comenzar el proceso de sanación. Al menos un pintor de iconos, el franciscano Robert Lenz, aceptó su consejo y pintó a Juan, el discípulo amado, con su cabeza reposando en el pecho de Jesús. A Henri le encantó y fue muy sincero conmigo y con los demás sobre la complicada relación que él mismo mantenía con su propio padre.
En resumen, y desde mi sencilla perspectiva, estos fueron los principales dones de Henri Nouwen: vulnerabilidad humana y un poder sanador que obtuvo de su sólida honestidad. Para la mayoría de nosotros, él fue el creador de la frase «el sanador herido», y la demostró plenamente en su vida. Le encantaba ser conocido, pero era totalmente consciente de la ironía. Recuerdo cuando me dijo, con auténtica pena: «Mi propia familia, en Holanda, no lee mis libros, ¡ni siquiera saben de su existencia!». Pero luego se reía de sí mismo por haber dicho tal cosa.
Quizá podríamos decir que Henri invitaba a la tiniebla humana a una completa conversación de espiritualidad, igual que Francisco de Asís y Teresa de Lisieux, pero con una sabiduría psicológica mayor. Esto le llevó a un conocimiento muy práctico de la naturaleza del amor y de todas las relaciones, en especial del amor de Dios. Los cristianos nos hemos educado aprendiendo a llamar a las tinieblas «pecado» y quizá las hemos reconocido como tal demasiado apresuradamente, pero luego hemos sido incapaces de aprender de ellas. Henri por supuesto que «confesaba» sus pecados y sus fallos a quienes estaban cerca de él, pero solo después de haber sentido su aguijón, su textura, su verdad y su sabiduría, siempre disponible. Admitir esto con honestidad pareció llevarle a la compasión por los demás.
Con todo esto, y por todo esto, Henri destacó como un soberbio maestro cristiano que resistirá, con toda seguridad, el paso del tiempo. Y ahora, en este libro, estás a punto de disfrutar de algunos de sus conocimientos, duramente conquistados.
Pronto se convertirá en tu amigo, si no lo es ya.
Fr. RICHARD ROHR, OFM
Centro para la Acción y la Contemplación
Albuquerque, Nuevo México
¿Sigues a Jesús? Quiero que te mires a ti mismo y te hagas esta pregunta.
¿Eres un seguidor? ¿Lo soy yo?
A menudo somos más errabundos que seguidores. Hablo refiriéndome a mí mismo tanto como a ti. Corremos mucho, hacemos muchas cosas, conocemos a mucha gente, vamos a muchos eventos, leemos muchos libros. Experimentamos la vida con muchas, muchas cosas. Vamos aquí y allí, hacemos esto y aquello, hablamos con él, con ella, tenemos esto y aquello que hacer. A veces nos preguntamos cómo podemos hacerlo todo. Si nos paramos a recapacitar sobre ello, nos damos cuenta de que solemos ir corriendo de una emergencia a otra. Estamos tan ocupados y tan liados… Pero, si nos preguntan en qué estamos tan ocupados, realmente no lo sabemos.
Las personas que vagan de una cosa a otra, sintiendo que, más que vivir, están siendo vividas, se sienten muy cansadas. Profundamente cansadas. Es un problema para mucha gente. No es tanto que hagamos muchas cosas, sino más bien que hacemos muchas cosas mientras nos preguntamos si está pasando algo. A veces parece como si tuviéramos muchas pelotas en el aire y nos preguntáramos cómo podríamos mantenerlas todas en movimiento. Es muy cansado. Realmente agotador.
Hay personas que acaban por detenerse y dejarlo todo. Dicen: «Pasaron cinco años y lo cierto es que no había pasado nada». Se sientan ahí y no hacen nada. Nada les entusiasma ya. No tienen un verdadero interés en la vida. Solo ven la tele, leen cómics y duermen todo el rato. No hay ni ritmo, ni movimiento, ni tensión. A veces encuentran una vía de escape en el alcohol, las drogas o el sexo, pero nada les fascina. Nada les da energía.
«¿Qué quieres hacer?». «Me da igual».
«¿Quieres ir a ver una película?». «Me da igual».
Han pasado de deambular a estar ahí sentadas. Estas personas están también muy cansadas. Hay en ellas una verdadera fatiga. Estos dos tipos de personas, las que corren de un lado a otro y las que están ahí sentadas, no se dirigen a ningún sitio.
En todos nosotros hay algo del errabundo y algo del sedentario. Si observas este mundo, puede que pienses: «Estoy muy cansado. Hay tanta fatiga, tanta sensación de pesadez en este mundo, que a veces me siento como un errabundo y otras veces como alguien que tan solo está sentado». Es a este cansado mundo al que Dios envía a Jesús para que hable con la voz del amor. Jesús dice: «Seguidme. Dejad de ir corriendo de un lado a otro. Seguidme. No os quedéis sentados aquí. Seguidme».
La voz del amor es la voz que puede tomar nuestra vida de errabundos o sedentarios y transformarla por completo en una vida con un objetivo y con un lugar al que dirigirse.
«Sígueme».
Puede que algunos de nosotros hayamos escuchado ya esta voz. Otros no.
Cuando oímos la voz que nos llama para que la sigamos, las piezas suelen encajar. En lugar de vagar de un lado a otro, de pronto tenemos un objetivo. Sabemos dónde vamos. Tenemos una sola preocupación. De pronto, ese profundo hastío que sentíamos se desvanece, porque hemos escuchado la voz del amor.
Si carecemos de un objetivo, si no tenemos a nadie a quien seguir, somos personas vacías. ¡Lo somos! Pero cuando descubrimos que hay una voz de amor que nos llama y nos dice: «Sígueme», todo es diferente. La vida, que parecía tan apagada, tan aburrida, tan agotadora, de pronto es una vida con un sentido.
Puede que nos digamos: «¡Ahora ya sé por qué vivo!».
El objetivo de escribir este libro es ayudarte a ti y a mí mismo a escuchar la voz del amor, a escuchar esa voz que nos susurra al oído: «¡Sígueme!».
Espero poder guiarte y guiarme desde un inquieto vagabundeo a un alegre seguimiento; desde ser personas hastiadas, sentadas sin hacer nada, a sentir entusiasmo por haber escuchado esa voz.
No es una voz que se imponga. Es una voz de amor, y el amor no empuja ni tira. El amor es muy sensible.
Hay un precioso relato en el Antiguo Testamento en el que el profeta espera a la entrada de una cueva por donde iba a pasar el Señor. Llegó el trueno, pero el Señor no estaba en el trueno. Hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Hubo fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Y entonces se oyó un murmullo, una vocecita, y el Señor estaba en esa voz (cf. 1 Re 19,11-13).
La voz es muy sensible. Puede ser muy queda. A veces es difícil percibirla. Pero la voz del amor ya está dentro de ti. Quizá ya la hayas oído.
Escucha. Te dice: «Te quiero», y te llama por tu nombre. Dice: «Ven, ven. Sígueme».
Querido Señor:
Quédate hoy conmigo. Escucha mi confusión y ayúdame a saber cómo vivirla. No conozco las palabras. No conozco el camino. Muéstrame el camino. Eres un Dios tranquilo. Ayúdame a escuchar tu voz en un mundo ruidoso. Quiero estar contigo. Sé que tú eres la paz. Sé que eres la alegría. Ayúdame a ser una persona pacífica y alegre. Estos son los frutos de vivir cerca de ti. Llévame cerca de ti, querido Señor.
Amén.
1
Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús, que pasaba, dice:
–Este es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
–¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
–Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
–Venid y veréis.
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima (Jn 1,35-39).
Imagina por un momento que estás en esta historia. Imagina que estás ahí con Juan el Bautista. Era un hombre recio. Imagínatelo vestido con piel de camello. Está alejado de los demás. Con una voz firme dice: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! Sois unos pecadores. ¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!».
La gente le escucha. En cierto modo, sienten que hay algo que falta en sus vidas. En cierto modo, sienten que están ocupados con muchas cosas y agotados, o que están ahí sentados sin hacer nada y nada va nunca a ocurrir.
Acuden a este hombre extraño –a este hombre salvaje– y escuchan. Juan y Andrés, dos de los discípulos de Juan, están allí con él. Un día Jesús pasa por allí. Juan se fija en él y dice: «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
Juan sabía que su pueblo era pecador y tenía que arrepentirse, pero también sabía que él no podía quitar el pecado de esas personas, que quitar los pecados no entraba dentro de las capacidades humanas. Decía: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!». Pero, cuando Jesús pasó por allí, Juan se fijó en él y les dijo a Juan y a Andrés: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es el siervo de Dios. Ha venido a sufrir. Es aquel que ha sido enviado para convertirse en sacrificio, en Cordero de Dios, para quitar así vuestros pecados».
Quédate en esta imagen.
Quédate donde están Juan y Andrés, deseosos de empezar una nueva vida, con un nuevo objetivo, un nuevo comienzo, un nuevo corazón, una nueva alma. Esos dos jóvenes comienzan a seguir a Jesús, y Jesús se da la vuelta, ve que le están siguiendo y les pregunta: «¿Qué buscáis?». ¿Y qué dicen ellos? ¿Dicen «Señor, queremos seguirte», «Señor, queremos hacer tu voluntad», «Señor, queremos que nos quites el pecado»? No, ¡no dicen nada de eso!, sino que preguntan: «¿Dónde vives?».
De algún modo, ya aquí, en el principio de la historia, oímos una pregunta muy importante: ¿dónde vives? ¿Cuál es tu sitio? ¿Cuál es tu camino? ¿Cómo es estar cerca de ti?
Jesús dice: «Venid y lo veréis».
No dice: «Venid a mi mundo». No dice: «Venid, que os cambiaré». No dice: «Convertíos en mis discípulos», «Escuchadme», «Haced lo que yo os diga», «Tomad vuestra cruz». No. Dice: «Venid y lo veréis. Mirad a vuestro alrededor. Conocedme». Esta es la invitación.
Ellos se quedaron con él. Fueron y vieron dónde vivía y se quedaron con él el resto del día. Juan dice que era la hora décima, es decir, las cuatro de la tarde.
Jesús les invitó y ellos fueron con él y vivieron con él. Fueron voluntariamente a donde él vivía. Vieron a un hombre muy distinto que Juan el Bautista: este gritaba: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!», pero Jesús, en cambio, decía: «Venid a ver dónde vivo».
Ellos vieron a Jesús, el Cordero de Dios. El humilde servidor. Pobre, amable, cálido, pacífico, puro de corazón. Le vieron. Ya entonces. Vieron al Cordero de Dios.
Hay cierta dulzura. Cierta amabilidad. Cierta humildad.
«Venid y veréis».
«Se quedaron con él el resto del día».
Jesús les invita a entrar para que echen un vistazo.
Estate ahí. Mira con los ojos del corazón la historia que acabas de escuchar.
SOMOS INVITADOS
Jesús nos invita a ir a la casa de Dios. Es una invitación a entrar en la morada de Dios.
No es una invitación con grandes exigencias. Es la historia del Cordero de Dios, que nos dice: «Venid, venid a mi casa. Echad un vistazo, mirad a vuestro alrededor. No tengáis miedo». Mucho antes de la llamada radical de Jesús a dejarlo todo atrás, dice: «Venid, mirad dónde vivo».
Jesús es un anfitrión que nos quiere cerca de él. Jesús es el Buen Pastor del Antiguo Testamento, que invita a su pueblo a su mesa, donde rebosa la copa de la vida.
Esta imagen de Dios invitándonos a su casa se emplea a lo largo de toda la Escritura.
El Señor es mi casa. El Señor es mi escondite. El Señor es mi toldo, mi resguardo.
El Señor es mi refugio. El Señor es mi tienda de campaña. El Señor es mi templo. El Señor es mi morada. El Señor es mi hogar. El Señor es el lugar donde quiero habitar todos los días de mi vida.
Dios quiere ser nuestra alcoba, nuestra casa. Él quiere ser todo aquello que nos haga sentir como en casa. Ella es como un ave que nos acurruca bajo sus alas. Ella es como una mujer que nos alberga en su vientre. Ella es la Madre infinita, el Anfitrión amable, el Padre cariñoso, el buen Proveedor, que nos invita a que nos unamos a él.
Hay una sensación de ser que es segura y buena. En este peligroso mundo, repleto de violencia, caos y destrucción, hay un lugar donde queremos estar. Queremos estar en la casa de Dios, para sentirnos seguros, para ser abrazados, para ser amados, para que se preocupen de nosotros. Con el salmista decimos: «¿Dónde quiere estar mi corazón, sino en la casa del Señor?» (véanse Sal 84 y 27).
La palabra «casa» cada vez tiene un significado mayor. Jesús dice: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas […] me voy a prepararos un lugar» (Jn 14,2). Jesús nos habla de esa casa grande, de esa mansión, donde disfrutaremos de un banquete y donde la copa rebosa, donde la vida será una gran celebración.
El evangelio de Juan comienza con una increíble visión de lo que significa la casa. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo […] Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1-3.14). De eso trata la encarnación: de hacer morada. Si lees el evangelio, oyes a Jesús decir: «He hecho morada en vosotros para que vosotros podáis hacer morada en mí» (cf. Jn 15,4-8). Esta visión de la casa de Dios aún se profundiza más. De pronto, todas esas imágenes surgen y nos damos cuenta de que nosotros somos la casa de Dios, y que estamos invitados a hacer morada donde Dios ha hecho su casa. Nos damos cuenta de que aquí donde estamos, justo aquí, en este cuerpo, con este rostro, con estas manos, con este corazón, estamos en el lugar donde Dios puede hacer morada.
Escucha atentamente: Jesús quiere que tú y yo nos convirtamos en parte de la familia íntima de Dios. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (Jn 15,9). Jesús dice: «Vosotros no sois siervos, ni extranjeros, ni extraños; no, vosotros sois amigos, porque todo lo que he escuchado a mi Padre es vuestro, y todas las obras que yo puedo hacer, vosotros también las podéis hacer, e incluso mayores. Yo no soy una persona grande y vosotros pequeñas, no; todo lo que yo puedo hacer, vosotros también» (cf. Jn 15,15-16).
La profunda relación entre el Padre y el Hijo tiene un nombre. Es el Espíritu. El Espíritu Santo. «Quiero que tengáis mi Espíritu». «Espíritu» significa «aliento». Proviene del griego antiguo pneuma. «Quiero que tengáis mi aliento. Quiero que tengáis la parte más íntima de mí mismo para que la relación entre vosotros y Dios sea la misma que entre Dios y yo, que es una relación divina».
Lo que tienes que escuchar con tu corazón es que estás invitado a permanecer en la familia de Dios. Estás invitado a ser parte de esta estrecha comunión ahora mismo.
La vida espiritual significa que eres parte de la familia de Dios.