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Sigue a tu corazón Connor King era un exitoso hombre de negocios, un millonario taciturno y… ¿padre? Cuando descubrió que era padre de trillizos se sintió traicionado y decidió conseguir la custodia de sus hijos, aunque ello significara enfrentarse a su atractiva tutora legal, Dina Cortez. Dina había jurado proteger a Sage, Sam y Sadie. Pero ¿quién la protegería a ella de los sentimientos que el perturbador y arrogante señor King le provocaba? Dos pequeños secretos Colton King puso fin a su intempestivo matrimonio con Penny Oaks veinticuatro horas después de la boda. Pero más de un año después, descubrió el gran secreto de Penny. Colton quería reclamar a sus gemelos y enseguida se dio cuenta de que también estaba reclamando a Penny otra vez. No le quedó más remedio que preguntarse si su matrimonio relámpago estaba destinado a durar toda la vida.
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Seitenzahl: 370
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 245 - mayo 2022
© 2015 Maureen Child
Sigue a tu corazón
Título original: Triple the Fun
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2014 Maureen Child
Dos pequeños secretos
Título original: Double the Trouble
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015 y 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1105-726-4
Créditos
Índice
Sigue a tu corazón
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Dos pequeños secretos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
–¿Dónde dices que estás? –preguntó Connor con sorna al tiempo que apoyaba los pies en el escritorio de su despacho y contemplaba las vistas del océano Pacífico, esperando la respuesta de su hermano gemelo.
–Con los gemelos, en el parque.
–¡Cómo cambian las cosas! –bromeó Connor. Solo dos años antes, su gemelo, Colton, estaba soltero y participaba en todas las actividades de riesgo que su empresa ofrecía por todo el mundo.
Pero al descubrir que su esposa, Penny, había dado a luz un niño y una niña gemelos, había asumido su responsabilidad y su vida había cambiado radicalmente. En el presente, era un feliz hombre casado y con dos hijos.
–Ríete de mí todo lo que quieras –contestó Colton–, pero tenemos que hablar de los planes en Irlanda. ¿Sigues pensando en ir a ver cómo va todo?
–Sí –dijo Connor–. Voy a alojarme en el castillo de Ashford. Jefferson ha buscado un guía que me va a enseñar la zona.
Durante el año anterior, King Extreme Adventures se había convertido en King Family Adventures. Cuando Colton había cambiado las prioridades en su vida, los dos hermanos decidieron transformar el negocio. Mientras que las aventuras de riesgo tenían un mercado limitado, las familiares les habían dado acceso a una población mucho más numerosa, y sus ingresos habían aumentado exponencialmente.
–Es increíble –masculló Colton–. Hemos pasado de ofrecer esquí en nieve virgen en los Alpes a viajes en familia por Irlanda.
–Hay que adaptarse –le recordó Connor–. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
–No me quejo –dijo Colton. Y alzando la voz, añadió–: Reid, no le tires arena a tu hermana.
Connor rio.
–Riley sabe cuidar de sí misma.
–Sí. Acaba de tirarle arena a su hermano –dijo Colton, riendo–. Penny está en casa, pintando la habitación de los niños. Pensaba que traerlos al parque sería una tarea más fácil, pero no lo tengo tan claro.
Mientras hablaban, Linda, la ayudante de Connor, entró en el despacho con el correo y lo dejó sobre el escritorio. Connor tomó un sobre marrón y lo abrió mientras sujetaba el teléfono con el hombro. En cuanto ojeó los papeles que contenía, exclamó:
–¡Qué demonios…!
–¿Qué pasa? –preguntó Colton.
–No te lo vas a creer –masculló Connor, irguiéndose y fijando la mirada en los papeles. A pesar del indescifrable lenguaje propio de los documentos legales, Connor era consciente de que su vida acababa de dar un giro de ciento ochenta grados.
–¿Qué pasa? –repitió Colton.
La voz le llegó a Connor como si procediera de una larga distancia, porque toda su atención se concentraba en la frase que lo había sacudido. Una opresión en el pecho le cortó la respiración. Tragó saliva y tuvo que hacer un esfuerzo para decir:
–Por lo visto, soy padre.
Una hora más tarde Connor estaba en el patio de la casa que Colton tenía sobre los acantilados, y miraba hacía el océano con expresión ausente, ajeno a los veleros, los surfistas y al rítmico embate de las olas contra las rocas. De haber girado la cabeza hacia la izquierda, habría visto su casa, apenas a un kilómetro de distancia por la carretera de la costa.
Las casas de los hermanos pendían sobre el acantilado, pero la de Colton era más moderna y sofisticada que la suya, que tenía un aire más tradicional y clásico.
Pero en ese momento Connor no pensaba ni en casas ni en el mar. Solo tenía una palabra en la mente: trillizos. Hasta aquel día no había sabido de su existencia porque una mujer en la que confiaba, una amiga, le había mentido. Y eso le resultaba aún más difícil de asimilar que el hecho de ser padre.
Tenía que llegar al fondo de aquello, verlo desde todos los ángulos posibles antes de decidir cómo actuar. Por el momento no tenía ni idea de cuál iba a ser su plan.
Había dejado el caso en manos de sus abogados antes de acudir a casa de Colton y Penny. Debía ser racional y reflexionar. No podía dejarse llevar por su habitual instinto de actuar antes de pensar.
Por el momento, solo conocía el nombre de la mujer que le solicitaba una pensión alimenticia para sus hijos: Dina Cortez, hermana de Elena Cortez, la mujer de Jackie Francis.
Connor sacudió la cabeza y apretó los dientes para contener la ira. Jackie había sido su mejor amiga en el colegio y la universidad. Era la mujer en la que siempre había confiado, entre otras cosas porque era la única que nunca había querido nada de él. De hecho la única vez que habían discutido fue cuando los dos se enamoraron de la misma chica. Una sonrisa le curvó los labios al recordar cómo, en lugar de esperar a ver por quién se decidía, los dos habían optado por conservar su amistad y olvidarse de la pelirroja.
Tres años atrás, Connor había sido el padrino de la boda de Jackie con la que había sido su pareja de muchos años, Elena Cortez. Hasta la había llevado a Las Vegas para una fiesta de despedida de soltera antes de la boda. Connor jamás habría creído que Jackie pudiera mentirle y, sin embargo…
–¡Fui un idiota! –masculló, pasándose los dedos por el cabello.
–No podías saber lo que iba a pasar –dijo Penny, aproximándose a él y dándole una palmadita en el brazo.
Connor no podía asimilar la sensación de haber sido traicionado que lo dominaba y no encontró consuelo en las palabras de su cuñada.
–Cuando Jackie se mudó a California de Norte debí haberme mantenido en contacto con ella. De haberlo hecho…
–Tú no tienes la culpa de nada –dijo Colton, mirándolo de frente.
–Es mi esperma. Son mis hijos. Es mi culpa –dijo Connor, sacudiendo la cabeza.
–Es fácil ver los errores que hemos cometido en el pasado, pero no lo es tanto predecirlos.
–Lo mires como lo mires –dijo Connor con un suspiro de exasperación–, he sido un imbécil.
Y nada de lo que su familia pudiera decirle iba a cambiar las cosas. Miró hacia el océano y los recuerdos se hicieron tan vívidos que casi lo ahogaron.
«Connor, queremos tener un hijo».
Riendo, él le había pasado un brazo por los hombros a Jackie y había dicho:
–¡Enhorabuena! Así que tenéis que hacer un viaje al banco de esperma. ¿Ves cómo tenía razón cuando decía que algún día necesitarías a un hombre?
–Muy gracioso –había contestado Jackie, poniendo una mueca.
–¿Cuál de las dos va a quedarse embarazada?
–Elena.
–Vais a ser unas madres excelentes –había dicho él. Luego había sacado dos cervezas de la nevera, le había dado una a Jackie y habían brindado. Entonces, preguntó, bromeando–: ¿Cómo os llamará vuestro retoño: Mamá Uno y Mamá Dos?
–No lo sé. Ya lo veremos –Jackie bebió un trago y continuó–: Antes tenemos que resolver muchas cosas. Elena y yo queríamos pedirte algo importante.
Al ver que Jackie vacilaba, tuvo que insistir.
–¿Vas a decírmelo o no?
Jackie había tomado aire y había empezado a decir:
–Tal y como has dicho, vamos a tener que acudir a un banco de esperma porque necesitamos un donante y… –Jackie hizo otra pausa y bebió, como si necesitara humedecerse la garganta para poder continuar–. Vale, voy a decirlo: queremos que seas el padre de nuestro bebé.
La sorpresa lo había dejado mudo. Durante unos segundos, miró a su amiga fijamente sin saber qué decir.
–¿Elena está de acuerdo? –preguntó finalmente.
–Completamente –contestó Jackie, que parecía relajada tras haberse sincerado con él–. Pero no quiero que te sientas presionado, Connor. Nada va a cambiar entre nosotros si te niegas. Piénsatelo, ¿vale?
Él le había dado un fuerte abrazo y ella había dado un profundo suspiro a la vez que se abrazaba a su cintura.
–Sé que es mucho pedir y que es una situación extraña, pero… –había añadido, alzando la cabeza hacia él–, a la dos nos gustaría que el bebé tuviera una conexión contigo. Significas mucho para nosotras.
–Yo también te quiero –dijo él, estrechando el abrazo.
–Dios mío, ¡qué cursis nos estamos poniendo!
–Es lo que pasa cuando uno habla de tener hijos.
Los ojos de Jackie se humedecieron.
–Me cuesta imaginarme como madre.
–A mí no –dijo él. Y ver la expresión anhelante de Jackie había acabado por decidirlo. Eran amigos desde hacía años, ¿cómo no iba a ayudarla cuando lo necesitaba?–. Pero tengo una condición, Jack…
Ella contuvo el aliento.
–¿Cuál?
–No podría ser padre y desentenderme de mi hijo. Quiero formar parte de su vida –dijo, imaginándose como un padre a tiempo parcial, disfrutando de lo bueno pero sin las preocupaciones de un verdadero padre.
–Perfecto, Connor.
–Entonces, adelante –dijo él, haciéndola girar en el aire y arrancándole una carcajada–. Hagamos un hijo.
Lo habían intentado, pero Jackie le dijo que la inseminación no había tenido éxito, y cuando Connor le ofreció volver a intentarlo, ella rechazó su oferta diciendo que se mudaban a Carolina del Norte. Desde entonces, habían perdido todo contacto.
–Debía haberme asegurado –dijo de nuevo.
–¿Cómo ibas a imaginar que Jackie te mentiría? –preguntó Colton.
Eso era lo peor. Connor siempre había confiado en Jackie. Y de pronto descubría que llevaba años ocultándole que era padre.
Pero ni siquiera tenía el consuelo de enfurecerse con ella, porque Elena y Jackie habían muerto. Aunque seguía sin descifrar el documento legal, eso lo había comprendido con nitidez. La persona que lo denunciaba, Dina Cortez, se había convertido en la tutora legal de los bebés tras la defunción de Jackie y Elena.
¿Cómo podía apenarse por la pérdida de su amiga cuando al mismo tiempo estaba furioso con ella por lo que había hecho?
–¿Y quién es Dina Cortez? –preguntó Colton.
–La hermana de Elena. La conocí en la boda. Fue la dama de honor de Elena y el único miembro de la familia que acudió a la ceremonia –Connor frunció el ceño–. La verdad es que no la recuerdo bien.
–Me temo que ahora vas a conocerla mejor –dijo Colton, sarcástico.
–Así es –y Connor estaba seguro de que tendría mucho que decir cuando se encontrara con Dina Cortez.
–Claro que organizaremos la fiesta de su veinticuatro cumpleaños –dijo Dina al teléfono–. Si le va bien, podemos decidir el menú al final de esta semana –añadió, a la vez que ojeaba el calendario lleno de notas y citas que solo ella comprendía, mientras escuchaba a su cliente solo a medias.
¿Cómo podía concentrarse cuando estaba a punto de enfrentarse a Connor King, el padre de los trillizos que en aquel momento jugaban en el suelo, a su lado, además de uno de los hombres más poderosos de California?
Lo había conocido en la boda de su hermana con Jackie Francis, y desde el primer momento había captado su atención. Era extremadamente guapo y poseía un aura de extrema seguridad en sí mismo que para una mujer fuerte resultaba atractiva e irritante a partes iguales.
Pero lo que más le había impresionado de él durante la boda había sido su total dedicación a Jackie. En las bodas a las que ella había acudido con anterioridad, los hombres se dedicaban a intentar ligar, pero Connor solo había prestado atención a su amiga.
Sin embargo, no le costaba imaginar que sus sentimientos hubieran cambiado al recibir la notificación. Lo que Jackie y Elena le habían hecho era imperdonable.
Mientras su cliente seguía hablando, Dina miró a los tres preciosos niños de trece meses que reían y se comunicaban en un lenguaje ininteligible en el corral que les había instalado cuando fueron a vivir con ella.
En unos pocos meses, los niños se habían convertido en el centro de su vida, y Dina estaba aterrorizada con lo que Connor pudiera hacer al conocer su existencia. ¿Querría quitarle la custodia? Si ese era el caso, ella no tendría ninguna posibilidad de ganar una batalla legal contra un King.
Aprovechando una pausa del cliente, Dina dijo precipitadamente:
–Muy bien, le llamaré en un par de días para concertar una cita. Estupendo. Gracias por llamar. Adiós.
En cuanto colgó, los trillizos, dos niños y una niña, dejaron de hacer ruido. Al mirarlos, sonriendo, sintió una punzada en el corazón. Los adoraba, pero no había planeado ser madre soltera.
Claro que tampoco Jackie y Elena habían planeado fallecer. Los ojos se le inundaron de lágrimas y tuvo que parpadear para contenerlas. Ver aquellos rostros luminosos y felices también le recordaba el dolor por la pérdida de su hermana. Elena y ella habían mantenido una relación muy estrecha frente al caos que había representado su madre. Junto con su abuela, las tres habían formado una sólida unidad que se había fracturado al morir Elena.
Dina suspiró. Su hermana había querido toda su vida formar una familia propia y lo había conseguido con su esposa, Jackie, cuando finalmente habían tenido a los trillizos. Pero ni siquiera habían llegado a verles cumplir el año.
Pero llorar no conducía a nada. Lo había comprobado después de haberlo hecho sin parar las dos primeras semanas tras la muerte de Elena. Pero aunque pudiera contener el llanto, no lograba dominar el pánico que la asaltaba cada día, cuando se preguntaba cómo iba a poder mantener a los niños.
Esa era la razón por la que había decidido contactar a Connor King. Tenía dinero, era el mejor amigo de Jackie y Elena y se había ofrecido a formar parte de la vida de sus hijos. Si la apoyaba económicamente, dejaría de estar permanentemente angustiada, podría contratar a una niñera a tiempo parcial y dedicarse a ellos plenamente.
Sadie, Sage y Sam la necesitaban y ella no les fallaría. No iba a ser sencillo, pero haría lo que fuera para protegerlos. Y con esa resolución, se puso en pie y dijo:
–¿Queréis un capricho?
Tres cabezas se volvieron hacia ella con idéntica expectación. Dina rio al ver que Sadie se ponía en pie y, alzando los brazos, balbuceaba algo parecido a:
–Apa.
–Cuando comáis algo, ¿vale?
Si sacaba a Sadie, tendría que hacer lo mismo con Sage y Sam, y en lugar de comer, pasaría la siguiente hora persiguiéndolos por la casa. Y puesto que tenían que irse a la cama pronto, no quería que se excitaran.
Fue a la cocina, cortó unos plátanos en rodajas y sirvió tres vasos de leche.
Acababan de empezar a comer cuando llamaron a la puerta.
–Portaos bien –dijo Dina yendo hacia el vestíbulo. Miró por la mirilla y contuvo una exclamación. Era Connor King.
¿Cómo no había calculado que un King pasaría inmediatamente a la acción? Dominando el ataque de pánico que amenazó con paralizarla, se cuadró de hombros, alzó la barbilla y abrió.
–Connor King –dijo–. No te esperaba.
–Pues deberías haberlo hecho –dijo él en tensión, entrando sin esperar a ser invitado–. ¿Dónde están mis hijos?
Connor había ido por sus hijos, pero no podía apartar la mirada de la mujer que había abierto la puerta. El deseo lo recorrió, agarrotándole la garganta e impidiéndole respirar.
La mujer que lo miraba tenía unos enormes ojos color chocolate, el cabello negro, lustroso, que le llegaba a los hombros y unas piernas espectaculares que podía apreciar en su plenitud porque llevaba pantalones cortos. Una camiseta roja se le pegaba al cuerpo, dejando intuir unos senos del tamaño ideal para las manos de un hombre.
Connor no comprendía cómo podía haberle pasado desapercibida en la boda de Elena y Jackie, hacía dos años. O cómo podía haberla olvidado, cuando era una mujer inolvidable.
–¿Dina Cortez? –preguntó, aunque sabía perfectamente quién era.
–Sí. Y tú eres Connor King.
Connor asintió y consiguió respirar y centrarse en lo que había ido a hacer.
–Ahora que nos hemos presentado, ¿dónde están los niños?
Dina se cruzó de brazos.
–No deberías estar aquí.
–Ya, mi abogado me ha dicho lo mismo –dijo Connor.
Pero ¿qué podía hacer un hombre al descubrir que era padre, y de trillizos? Había necesitado ir a verlos y averiguar lo más posible sin tener a los abogados de por medio. Colton lo había comprendido perfectamente, pero Penny había estado en contra, lo que era lógico, puesto que Colton había actuado de la misma manera al averiguar que ella había tenido gemelos y se lo había ocultado.
–Los abogados intervendrán cuando corresponda –continuó diciendo–. Pero necesitaba venir lo antes posible.
–¿Por qué?
–¿Por qué? –repitió Connor, sarcástico–. Porque acabo de descubrir que soy padre y que me han denunciado para que pase una pensión de manutención.
–Si te hubieras mantenido en contacto con Jackie y Elena te habrías enterado antes.
–Y si tu hermana y mi mejor amiga no me hubieran mentido, no estaríamos en esta situación.
Dina resopló apara liberar parte de la tensión que sentía.
–Vale. Tienes razón. A mí tampoco me dijeron que eras el padre de los trillizos.
Connor estaba furioso, pero no sabía en quién proyectar su rabia. Dina y él eran víctimas de lo que Jackie y Elena habían hecho.
–¿Cómo averiguaste que lo era? –preguntó.
–Encontré una carta dirigida a ti entre sus papeles, y la leí–dijo Dina, dando un suspiro. Al ver que Connor enarcaba las cejas, se encogió de hombros–: Si esperas que me disculpe, no lo vas a conseguir.
A su pesar, Connor sintió admiración por ella. Era evidente que era una mujer fuerte. Como lo era su belleza, que seguía distrayéndolo de su principal objetivo y le hacía tener pensamientos totalmente inapropiados. Aquel cuerpo compacto y sinuoso, su piel cetrina, el destello desconfiado en su mirada le hacían alegrarse de ser un hombre. Además, olía deliciosamente.
Pero nada de eso debía importarle en aquel momento.
–Muy bien –dijo finalmente–. ¿Qué te parece si por lo menos me das algunas respuestas?
Asintiendo con la cabeza, Dina lo precedió hacia el salón. Se trataba de una casa pequeña y vieja, como todas las de aquel barrio, en el que las casas estaban apiñadas, tenían jardines estrechos y donde apenas había espacio para aparcar.
Al llegar Connor había observado que el jardín delantero estaba descuidado, el camino de acceso estaba lleno de baches y el tejado requería ser renovado. El edificio necesitaba una capa de pintura, y Connor había sentido aprensión por lo que pudiera encontrar en el interior.
Pero se llevó una sorpresa. Aunque vieja, la casa estaba limpia y era evidente que Dina había invertido dinero en cuidar de ella. Los suelos de madera estaban barnizados, las paredes pintadas en un agradable tono dorado y de ellas colgaban fotografías de la familia y de paisajes. El mobiliario tenía aspecto cómodo y el conjunto era acogedor.
Desde el salón se veía un pasillo que debía acceder a los dormitorios. Al otro lado, había un espacio habilitado como comedor desde el que se pasaba a la cocina. Un gritito que llegó de esa dirección sobresaltó a Connor. Sus hijos.
Se pasó la mano por la cara para intentar aclararse la mente y dijo:
–Mi abogado ha hecho algunas averiguaciones después de que recibiera tu denuncia esta mañana. Me ha dicho que Jackie y Elena murieron hace tres meses, ¿es así?
Dina pareció quedarse sin aire y se dejó caer en la silla más próxima.
–Elena estaba tomando lecciones de vuelo –dijo, esbozando una melancólica sonrisa–. Quería poder venir a vernos a mí y a nuestra abuela siempre que quisiera.
Connor sintió un nudo en el estómago.
–Cuando se sacó la licencia –continuó Dina–, Jackie y ella fueron a celebrarlo a San Francisco.
–¿Sin los niños?
Dina asintió.
–Afortunadamente, una amiga se quedó con los trillizos en casa. A la vuelta, hubo un fallo del motor y Elena no pudo controlar la avioneta. Se estrellaron en un prado.
Connor odiaba pensar en sus amigas muertas, imaginar el pánico que debieron experimentar mientras caían… Y al mirar a Dina, vio un profundo dolor en su mirada, que le recordó que Elena, además, era su hermana.
–Lo siento –dijo.
–Gracias –replicó Dina. Y añadió–: Y yo siento haberte demandado antes de hablar contigo.
Connor rio con sorna.
–¡Qué amables nos hemos vuelto de repente!
–No creo que dure –masculló ella.
Connor pensó en todas las decisiones que tenían que tomar y todos los acuerdos que debían alcanzar y pensó que Dina tenía razón.
–Puede que no –contestó.
–¿Y dónde nos encontramos en este momento? –preguntó Dina.
–En campos opuestos –dijo Connor.
–Al menos eres sincero.
–Prefiero la sinceridad a las mentiras –contestó Connor. Estaba decidido a hacer lo que debía y no iba a dejar que nadie se interpusiera en su camino. Ni siquiera Dina Cortez.
En ese momento, se oyó una carcajada procedente de la cocina, y se le encogió el estómago. Todavía no había asimilado la noción de que era padre o hasta qué punto su vida había cambiado en cuanto abrió el sobre del abogado de Dina. Él solo había ayudado a Elena y a Jackie porque eran sus amigas y porque le había hecho gracia la idea de ser una especie de padre-tío para sus hijos. Pero las circunstancias habían cambiado radicalmente y tendría que adaptarse.
–Entonces, ¿esto es una tregua?
Las palabras de Dina lo sacaron de sus reflexiones. Aunque no sabía cómo iba a solucionar las cosas, era evidente que la necesitaba de su lado.
–Así es. Al menos, por el momento –contestó.
Un grito agudo y prolongado brotó de la habitación contigua y en cuestión de segundos otras dos voces se sumaron, provocando un ruido que le taladró la cabeza a Connor.
–¿Qué demonios…?
Dina, de camino a la cocina, le dijo, por encima del hombro:
–¿Quieres ser padre? Pues ya puedes empezar.
Connor tragó saliva y la siguió con cierto nerviosismo. Y eso que en los dos últimos años los King se habían multiplicado, y como en las fiestas familiares los primos se pasaban a niños llorosos de unos brazos a otros, había adquirido cierta práctica. Pero que aquellos niños fueran sus hijos cambiaba la situación considerablemente.
Sus niños, sus hijos. Algo visceral lo inundó y de pronto entendió todo aquello por lo que su gemelo había pasado en los últimos meses. Hasta entonces lo había escuchado y se había reído de él. Así que quizá le debía una disculpa.
Aunque apenas había unos metros de distancia, Connor pensó que era el viaje más largo de su vida. De hombre a padre; de soltero a cabeza de familia. Y todavía no estaba seguro de qué sentía.
En cuanto entraron, fijó la mirada en el fondo de la gran cocina y en el intricado sistema de barandillas que contenía a los trillizos. Uno de ellos, una niña, estaba en pie asiéndose a los barrotes y gritaba a pleno pulmón. En cuanto vio a Dina, empezó a golpear el suelo con los pies como si marchara en el sitio. Dina la tomó en brazos y, girándose hacia Connor, dijo:
–Sadie, te presento a tu padre.
Las lágrimas le humedecían las mejillas y un cabello negro, encrespado, le enmarcaba la cara. Connor sintió al instante que el corazón se le expandía hasta causarle dolor en el pecho. Una súbita conexión con la vida lo atrapó en cuanto miró a aquel minúsculo ser humano. El tono de piel y cabello era de un King, pero la forma de los ojos era de Elena, de Dina. La niña dejó de llorar y estudió a Connor antes de dedicarle una sonrisa que le conquistó el corazón.
Sin mediar palabra, Dina le pasó a la niña para tomar a los niños. Cuando se incorporó con uno en cada cadera, dijo:
–Hay que cambiarles los pañales y, como ya han cenado, es hora del baño, seguido de un cuento antes de dormir; y de las numerosas veces que habrá que levantarse durante la noche –Dina miró a Connor con sorna–: ¿Estás a la altura del reto?
Sadie le palmeó las mejillas antes de apoyar la cabeza en su pecho con un suspiro.
–Claro que sí –dijo Connor, consciente de que ya no tenía escapatoria.
Dina tenía que reconocer que Connor le había sorprendido porque, al contrario que la mayoría de los hombres, y más aún si eran ricos, sabía ocuparse de un bebé.
Pero más aún la había sorprendido inicialmente, al aparecer en su casa sin previo aviso, malhumorado, y aun así totalmente irresistible. A pesar de la incomodidad del encuentro y del enfado latente, Dina había sentido el inconfundible crepitar del deseo.
Por supuesto que era un error, pero ¿cómo evitarlo? Alto, de anchos hombros y caderas estrechas, Connor King era el tipo de hombre que captaba la atención sin pretenderlo. Llevaba el cabello negro un poco largo, de manera que le rozaba el cuello de la camisa y le caía por la frente. Sus ojos eran de un azul cristalino, y sus labios trazaban una línea que solo ocasionalmente se curvaba en sonrisa.
Dina comprendía que estuviera enfadado. Pero no le parecía justo que la incluyera a ella, que solo había sabido de él hacía dos semanas. Quizá debía haberlo contactado directamente y no a través de su abogado, pero lo cierto era que había asumido que no mostraría mayor interés. Después de todo, y por mucho que la situación fuera especial, no había sido más que un donante de esperma.
Aunque su hermana no le había dicho nunca quién era el padre de sus hijos, le había contado que se había limitado a donar su esperma y a desparecer de sus vidas. Pero no se había molestado en decirle que Connor no sabía que había sido padre. Así que Dina no había podido prever lo complicada que era la situación a la que se enfrentaba.
Hasta que leyó la carta que Jackie le había dejado a Connor, Dina había asumido que el padre no estaba interesado en mantener una relación con los niños. Por eso mismo le había enfurecido descubrir su identidad. Al haberlo mantenido en secreto, habían hecho que cuidar de los niños representara una gran complicación que podía haber evitado.
Connor King era tan rico que contribuir a la manutención de los niños no suponía nada comparado con lo que representaba para ella. La necesidad de conseguir más ingresos para poder mantenerlos le había llevado a aceptar cualquier contrato, desde una fiesta de cumpleaños para un niño de diez años a la inauguración de un banco.
Y aunque consiguiera el dinero suficiente para alimentarlos, no era bastante como para pagar a alguien para que cuidara de ellos mientras trabajaba. Su abuela siempre estaba disponible, pero era demasiado mayor para encargarse de los trillizos regularmente, y pagar a su vecina, Jamie, implicaba no poder ahorrar ni un céntimo.
Habían sido tres meses agotadores. ¿Quién podía culparla de haber tomado acciones legales en cuanto averiguó quién era el padre?
Una salpicadura de agua y un grito de protesta le devolvieron a la escena que tenía ante sí. Los trillizos estaban en la bañera y Connor, arrodillado, intentaba lidiar con los tres húmedos y escurridizos niños. Se habían formado varios charcos en el suelo y tenía los pantalones mojados.
–No le quites el pato a tu hermana –dijo Connor, tomándolo de la mano de uno de los niños.
El aullido de protesta que siguió le hizo añadir precipitadamente:
–Toma… ¿quién eres, Sage o Sam? Aquí tienes un barco.
Dina rio quedamente, divertida con una batalla a la que normalmente se enfrentaba sola. A Sadie le encantaba el agua, Sage siempre intentaba escaparse, y Sam era capaz de quedarse dormido si uno se descuidaba. Sadie salpicó y rio a carcajadas al ver que le mojaba la cara a Connor.
–Eres una tramposa, pequeña, estaba intentando sujetar a tu hermano.
Sadie pareció decirle algo mientras Sage trepaba por su hombro. Connor lo envolvió en una toalla. Luego tomó a Sam mientras Sadie se deslizaba hacia el otro extremo.
Dina observó sin intervenir, esperando a ver hasta dónde era capaz de llegar.
Mientras Connor sacaba a Sadie, Sage se quitó la toalla y salió corriendo por el pasillo.
–¡Espera! ¡Vuelve aquí! –Connor tomó a Sadie en brazos, se volvió y, mirando a Dina, dijo–: Gracias por la ayuda. ¿Dónde ha ido? –preguntó.
Dina se encogió de hombros con una amplia sonrisa.
–Donde acostumbra: a la caja de juguetes del cuarto de juegos.
–Genial –dijo Connor, sujetando a Sadie, que intentaba escaparse, y alzando a Sam con el otro brazo. Estaba empapado de pies a cabeza, y Dina no pudo contener la risa–. ¿Has disfrutado del espectáculo?
–No sabes cuánto –dijo ella sin dejar de sonreír–. Pero todavía no ha acabado. Tienes que ponerles el pijama y meterlos en la cama.
–¿No me crees capaz?
–No. Al menos solo, no.
Sadie se revolvió y Sam le tiró del cabello.
–¿Qué te apuestas?
Desde el otro cuarto llegó un gritito de alegría seguido del ruido de un camión rodando. Dina se agachó, recogió la toalla del suelo y se la echó a Connor.
–Lo que quieras –dijo, disfrutando de la expresión de agobio que reflejaba su rostro.
Aquel hombre, acostumbrado a tener el poder, acostumbrado a que la gente lo obedeciera, tenía que enfrentarse a tres niños acostumbrados a que el mundo girara a su alrededor.
Una seductora sonrisa le curvó los labios a Connor haciendo que Dina se estremeciera. Quizá apostarse algo con Connor no era una buena idea.
Connor se acomodó a los niños en las caderas y dijo:
–Si gano, nos sentamos con una copa de vino y hablamos sobre el futuro.
–Y si gano yo, me firmas un cheque y desapareces.
La sonrisa se borró del rostro de Connor y Dina pensó que había ido demasiado lejos.
Connor dio un paso hacia ella y, mirándola fijamente, dijo:
–No te va a ser tan fácil librarte de mí. Dina, así que será mejor que te acostumbres a mi presencia.
–¿Y si no lo consigo?
–Me apuesto lo que quieras a que sí lo conseguirás.
Muy a su pesar, Dina no pudo evitar que Connor la impresionara. En lugar de sentirse abrumado, tal y como le había pasado a ella cuando, sin la menor experiencia, habían llegado los trillizos a su casa, él había conseguido bañarlos, les había puesto el pijama y estaban ya en sus respectivas cunas, después de que les contara un cuento con efectos de sonido incluidos que los niños habían recibido con risas.
Y eso había conseguido irritarla. ¡Connor acababa de aparecer en sus vidas y ya les gustaba! Ella estaba allí día y noche y un desconocido guapo los conquistaba en su primera visita. ¿Acaso no se merecía su tía Dina un poco más de lealtad?
Lo observó desde la puerta del dormitorio mientras él pasaba de una cuna a la otra, acariciándoles la cabeza. Dina podía imaginar lo que sentía porque ella había experimentado algo parecido cuando habían ido a vivir con ella: una mezcla de un instintivo sentimiento de protección y de una abrumadora consciencia de que su vida se había transformado.
En aquel momento no se había planteado tener la custodia, pero en el presente, quería a aquellos bebés con toda su alma. Eran la única familia que le quedaba, aparte de su abuela y algunos primos distantes, y haría lo que fuera por protegerlos, incluso si tenía que enfrentarse al hombre que solo había querido ser padre a media jornada.
Para cuando terminó su tarea, Connor estaba mojado y exhausto, y lo único que quería era una cerveza fría, su cama y unas cuantas horas de completo silencio.
Y al menos había conseguido una de las tres cosas. Dio un largo trago a la cerveza que Dina le había servido y el fresco líquido le ayudó a relajar parte de la tensión que había acumulado en las dos horas previas.
–Has ganado la apuesta –dijo Dina.
–Yo siempre gano, cariño –dijo él.
–¿Cariño? –repitió Dina, enarcando una ceja.
Connor sonrió. El apelativo se le había escapado involuntariamente, pero al ver que irritaba a Dina, le divirtió provocarla.
–¿Prefieres «pequeña»?
Ella dejó escapar un suspiro de irritación y contestó:
–Prefiero Dina a secas.
–De acuerdo –dijo él poniéndose serio. Pero algo le impelía a provocar a aquella mujer y poner a prueba su paciencia–. No lo olvidaré, Dina. Igual que tú no debes olvidar que cuando digo que voy a hacer algo, lo hago.
–Queda apuntado.
–Me alegro. Estoy demasiado cansado como para repetirme –dijo Connor apoyando la cabeza en el respaldo del sofá–. Esos tres son agotadores. No sé cómo puedes hacer esto cada noche.
–Los baño de uno en uno.
Connor miró a Dina y vio que reprimía una sonrisa.
–¿Y no has pensado que valía la pena decírmelo?
–Parecías tan seguro de ti mismo –Dina bebió un sorbo de vino antes de continuar–, que no he querido entrometerme.
–Buena jugada –dijo Connor, sacudiendo la cabeza.
–Gracias. Pero te has defendido muy bien. Odio admitirlo, pero me has impresionado –dijo Dina, a la vez que recorría con el dedo el pie de su copa y Connor tenía que apartar la mirada para no encontrarse en una situación comprometida–. No me pegaba que supieras mucho de niños.
–Y así era hasta hace dos años –dijo Connor–. He aprendido observando a mi hermano Colton, que es padre de gemelos. Ahora lamento haberle tomado el pelo por cómo había cambiado su vida.
–¿Hace dos años?
Dina había notado la coincidencia. Connor la miró y suspiró.
–Sí. Justo cuando Colton había descubierto que era padre, Jackie me pidió ayuda –dio un trago a la cerveza. En aquel momento, había pensado que tendría gracia tener una especie de familia, como Colton, pero sin que su estilo de vida se viera perjudicado–. Creo que haber conocido a mis sobrinos me animó a aceptar la petición de Jackie.
–Lo dudo.
Connor miró a Dina con sorpresa.
–Veo que me conoces bien después de… tres horas.
–Yo no. Pero Jackie, sí, y antes de la boda me contó un montón de cosas sobre vosotros dos.
Connor se sintió en desventaja. Él no sabía nada de Dina; ni siquiera recordaba haber hablado con ella durante la boda.
–¿Qué tipo de cosas? –preguntó con cautela.
Dina dejó escapar una risa que lo inquietó.
–Por ejemplo, me acuerdo de la historia de la pelirroja.
Connor rio a su vez.
–Tengo que reconocer que era guapísima, pero como nos gustaba a los dos, hicimos el pacto de no intentar ligárnosla.
–Os importaba más vuestra amistad.
Connor frunció el ceño.
–Al menos entonces. Luego, y sin yo saberlo, parece que las cosas cambiaron.
–Jackie te adoraba.
Connor la miró con severidad. Estaba demasiado enfadado como para hablar de Jackie.
–¡Sí, ya lo veo! –masculló.
–Quiero decir que si le ayudaste fue porque estabais muy unidos, no por tus sobrinos.
–Reid y Raley jugaron un papel importante, pero puede que tengas razón –dijo Connor con frialdad–. Jackie era mi mejor amiga. O eso creía.
En la vorágine de las últimas horas, apenas había tenido tiempo de pensar en la pérdida de su amiga, pero permanecía en alguna parte de su cerebro como una idea latente. No soportaba saber que no volvería a verla, y se recriminaba no haber permanecido en contacto con ella. Por más que fuera Jackie quien se había distanciado, lo cierto era que él no la había llamado ni se había ocupado de saber cómo estaba, o por qué no lo llamaba. Había preferido creer que Jackie había elegido aquel distanciamiento. A lo largo de los años, si pasaba un tiempo sin que supieran el uno del otro, siempre había sido Jackie quien llamaba. En aquella última ocasión, en lugar de molestarse en intentarlo, había decidido que Jackie no quería saber nada de él. Y Connor lamentaba profundamente no tener ya la oportunidad de decirle cuánto sentía no haberla llamado para saber cómo estaba.
–A mí tampoco me parece bien lo que hicieron –dijo Dina como si intuyera lo que estaba pensando.
Connor la miró y dijo:
–Al menos a ti no te mintieron. No te excluyeron de sus vidas.
–No –dijo Dina–. Pero Elena nunca me dijo que tú fueras el padre.
Connor se incorporó, apoyó los codos en las rodillas y sujetó la cerveza entre las manos. A pesar de lo que Jackie le había dicho, en realidad habían actuado como si hubieran acudido a un banco de esperma. Lo habían tratado como a un donante anónimo. Y la rabia que esa noción le causaba le atenazaba la garganta.
Necesitaba pensar y poner en orden sus pensamientos. Estar con los niños y con aquella mujer que lo alteraba de una manera que no había previsto no le estaba ayudando a planear el futuro inmediato.
A Connor no le gustaban las sorpresas. En el negocio que compartía con Colton era el que siempre iba dos pasos por delante de los acontecimientos, quien planeaba las estrategias, quien siempre sabía lo que iba a pasar.
Hasta aquel momento, en el que solo era capaz de actuar por instinto.
–Voy a necesitar una prueba de paternidad.
–¿De verdad lo crees necesario? –preguntó Dina, asombrada.
–No –replicó Connor. Bastaba mirar a los trillizos para saber que eran suyos. Aunque no fueran idénticos, tenían los rasgos característicos de los King. Y aún más, no podía ignorar el inmediato vínculo que había sentido con ellos–. Me la pedirán mis abogados –añadió.
–Muy bien. ¿Y después?
–Después –Connor dejó la cerveza en la mesa y se puso en pie–, haremos lo que corresponda.
–¿El qué? –Dina se puso en pie a su vez.
–Ya te lo diré.
–Supongo que quieres decir que lo decidiremos juntos.
Connor rio brevemente.
–Quiero decir lo que he dicho. Esos niños son míos y seré yo quien decida.
Dina enrojeció de cólera.
–Yo soy su tutora legal –le recordó–. Mi hermana y su esposa quisieron que se quedaran a mi cuidado.
Connor no tenía ni tiempo ni paciencia para discutir.
–Y tu hermana y su esposa me ocultaron que los niños existieran. Incluso podría pensar que tú lo sabías.
–Te he dicho que no.
–¿Y tengo que creerte?
Dina resopló.
–¿Por qué iba a mentir?
–¿Por qué iba a mentir Jackie? –preguntó Connor a su vez. Cuando Dina no contestó, dijo con aspereza–. En cualquier caso, y hasta que las cosas se aclaren, quiero pasar tiempo con los niños.
–Lo suponía.
–Y quiero la carta que Jackie dejó para mí.
Sin mediar palabra, Dina fue hasta un cajón, sacó la carta y se la dio. Luego se cruzó de brazos una vez más, en un gesto que Connor interpretó como de autoprotección, pero con el que, desafortunadamente, conseguía llamar su atención hacía sus senos.
–Escucha –dijo ella–, sé que no hemos empezado demasiado bien, pero estoy segura de que los dos solo queremos lo mejor para los trillizos.
Connor guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta. Quería leerla a solas.
–En eso estoy de acuerdo, pero puede que tengamos distintas ideas sobre lo que sea lo «mejor» –dijo.
–Tendremos que comprobarlo.
–Así es –dijo Connor, aunque no tenía la menor intención de tener en cuenta su opinión. Él tomaría las decisiones. A ella le quedaba aceptarlas o no. Pero por el momento, necesitaba mantener abierto un canal de comunicación entre ellos–. Me voy. Seguiremos en contacto.
–¿Qué significa eso?
La pregunta de Dina le hizo detenerse de camino hacia la puerta. Se volvió y dijo:
–Que todavía tenemos muchas cosas de las que hablar.
Durante los siguientes días, Dina intentó hacer su trabajo lo mejor que pudo, pero las continuas visitas de Connor no se lo pusieron fácil. Una mañana llegó durante el desayuno y los llevó a un laboratorio donde tomaron muestras de cada uno de los niños para comparar su ADN con el de él. Dina no podía comprenderlo, puesto que era evidente que eran sus hijos y Connor estaba convencido de ello. Al día siguiente se presentó a la hora el baño y se fue en cuanto estuvieron acostados.
Aquel mismo día había insistido en llevarlos al parque. Y, porque temía que se los llevara a su casa y se negara a devolverlos, en lugar de dejarlo ir solo Dina había decidido ir con él.
Verlo relacionarse con los niños fue enternecedor e irritante a un tiempo. Al contrario que ella, que había tenido que adaptarse a ellos, Connor parecía actuar con total naturalidad. Pero lo que realmente la molestó fue que la ignorara totalmente.
Y no porque quisiera que le prestara atención. Casi prefería que la tratara como si fuera una niñera de sesenta años. Ella siempre se había mantenido a distancia de hombres como Connor King. Sabía bien lo que un hombre fuerte podía hacerle a una mujer.
Su madre había desperdiciado su vida tratando de adaptarse a lo que el hombre de turno quisiera de ella. Helen Cortez se había ido difuminando, perdiéndose en su incesante anhelo por agradar a un hombre. Dina le había visto perder su identidad a medida que aumentaba su dependencia del afecto de los hombres, que nunca consiguió. Para cuando murió, hacía ochos años, era un sombra de sí misma.
Como reacción, Dina se había jurado ser independiente y no contar más que consigo misma. No tenía la menor intención de ser devorada por un hombre fuerte. Así que no se trataba de que Connor le interesara, sino de qué sentía su orgullo herido.
Frunciendo el ceño, desvió la mirada de Connor y los trillizos a su tableta. Repasó el calendario y tomó notas. Todavía tenía que hablar con los Johnson sobre el menú de su fiesta de aniversario y presentar una oferta para la fiesta universitaria del Hyatt al final de mes. En dos semanas tenía el catering de una boda y tres días más tarde la fiesta de sesenta cumpleaños. Ninguno de ellos eran trabajos bien remunerados, pero no estaba en condiciones de rechazar nada. En lugar de poder dedicar tiempo a promover su negocio, tenía que aceptar casi todo lo que se le presentaba.
Había creído que tener un negocio propio le daría libertad, pero como tenía que ocuparse de las cuentas y de conseguir clientes, apenas tenía tiempo para cocinar. Y lo echaba de menos.
Un grito de dolor reclamó su atención. Alzó la mirada y vio que Connor tenía a Sage en brazos, que lloraba y gritaba a pleno pulmón. Corrió hacia ellos. En cuanto la vio, Sage se lanzó a sus brazos. Palmeándole la espalda y meciéndolo, Dina le preguntó a Connor:
–¿Qué ha pasado?
–Se ha caído del columpio –dijo este, dejando a Sadie en el suelo junto a Sam.
Sage había dejado de llorar y solo gimoteaba, quejoso, con el rostro oculto en el cuello de Dina.
–Te aseguro que no le ha pasado nada. Primero ha empezado a reírse y de pronto se ha puesto a llorar como si hubiera pisado cristales.
Dina sacudió la cabeza.
–No se ha hecho daño. Se ha asustado. No está acostumbrado a los columpios. Es demasiado pequeño.
–Debía haberlo sabido –masculló Connor. Inclinándose hacia Sage, añadió–: ¿Estás bien, peque?
Sage se acurrucó aún más en Dina y esta sintió una íntima satisfacción. Aunque los niños estuvieran fascinados con el nuevo hombre en sus vidas, acudían a ella cuando necesitaban consuelo.
–¿Está bien? –preguntó Connor, suspirando.
–Perfectamente. Pero es hora de la siesta. Deberíamos ir a casa.