3,99 €
Los Corretti. 6º de la saga. Saga completa 8 títulos. Aunque le daba la impresión de que no quería su ayuda, sentía un impulso irreprimible que la llevaba hacia él… Zack Scott había estado sufriendo pesadillas que lo devolvían a la guerra. A veces le pasaba incluso estando despierto. Una noche, volvió en sí y vio que no estaba en su avión de combate, sino en una fiesta y aplastando a la dulce y hermosa Lia Corretti contra la pared. Le aterraba no poder controlarse y herir a alguien, por eso reaccionó tan mal cuando ella mostró preocupación, no quería la compasión de nadie. Lia llevaba años tratando de ocultar el dolor que le producía no ser aceptada en la familia Corretti. Por eso, no le costó ver que también Zach estaba sufriendo…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 251
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Harlequin Books S.A.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Sin redención, n.º 94 - julio 2014
Título original: A Façade to Shatter
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de pareja utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados. Imagen de paisaje utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-4552-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
A Zach Scott no le iban las fiestas.
No había sido siempre así, pero todo había cambiado desde hacía poco más de un año. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón del esmoquin y frunció el ceño. Había creído que ir a Sicilia con una amiga que tenía que asistir a una boda en la isla iba a ser algo mucho más sencillo y agradable.
Al final, no había habido boda, pero, para su sorpresa, no habían anulado el banquete ni la fiesta posterior.
Miró a su alrededor desde una esquina del salón de baile, tratando de encontrar a Taylor Carmichael con la mirada. No sabía dónde se había metido.
Se preguntó si podría irse de allí sin que nadie lo notara y mandarle después un mensaje de texto para explicárselo.
Le dolía la cabeza. Había tenido una noche muy dura. Las pesadillas habían vuelto y había soñado con armas, explosiones y aviones cayendo en picado desde el cielo.
Creía que no había nada como la lucha por la supervivencia para que un hombre reordenara sus prioridades. Desde que su avión fuera derribado en territorio enemigo, habían dejado de interesarle las cosas a las que se había dedicado antes. Las apariciones públicas, los discursos, las fiestas benéficas y las cenas con políticos se habían convertido desde entonces en una especie de tortura de la que preferiría prescindir.
Pero, desgraciadamente, le estaba resultando más difícil que antes evadirse y evitar ese tipo de situaciones. Después de todo, era Zachariah James Scott, hijo de un eminente senador de los Estados Unidos y heredero de una fortuna gracias a los laboratorios farmacéuticos de su familia. Además, se había convertido en una especie de héroe militar desde que regresara de la guerra.
Frunció aún más el ceño.
Desde su rescate, durante el cual habían fallecido todos los marines que habían enviado para sacarlo de allí, se había convertido en una especie de héroe americano y todo el mundo quería verlo y saber de él. Los medios de comunicación no se cansaban de hablar del tema y sabía que en gran parte era culpa de su padre, que no dejaba de contar su historia durante sus apariciones públicas.
Su progenitor, Zachariah J. Scott, no estaba dispuesto a dejar que la historia muriera tan fácilmente, no cuando podía sacar mucho provecho de ella para su carrera política.
No dejaba de decirle a todo el mundo que su hijo había cumplido con su deber cuando podía haber elegido un camino más fácil y que había elegido servir a su país en vez de a sí mismo.
Y reconocía que era cierto. Zach podría haberse quedado en Estados Unidos, haberse sentado en el consejo de Laboratorios Scott y haberse limitado a mover montañas de dinero en lugar de pilotar un avión sobre una zona de guerra. Pero esos aparatos formaban parte de él.
Al menos, así había sido hasta que el accidente lo había dejado con terribles e impredecibles dolores de cabeza que le impedían volver a volar. Era demasiado peligroso.
Todos lo admiraban por su valentía, por haber ido a la guerra y haber sobrevivido.
Pero él no se sentía así, no creía que hubiera sido especialmente valiente ni creía haber hecho nada extraordinario. No quería la atención que le dedicaban ni le gustaba recibir elogios. De hecho, pensaba que había fracasado estrepitosamente.
Aun así, no conseguía detener la admiración ni el interés de los demás. Se limitaba a sonreír para las cámaras y tratar de aguantar como el soldado obediente que era. Pero, por dentro, se sentía muerto. Y, cuanto peor estaba, más interesados parecían estar los medios de comunicación en él.
Pero no todo era malo. Había asumido el control de la Fundación Scott, la rama de la empresa familiar que destinaba fondos a causas benéficas, y trabajaba de manera incansable para mejorar la vida de los antiguos combatientes. Eran muchos los casos de soldados que regresaban a casa después de luchar en la guerra con sus vidas destrozadas y sin nada que hacer. El gobierno trataba de hacerse cargo de esas personas, pero eran demasiadas y a veces caían en el olvido.
Zach se había planteado el objetivo de salvar al mayor número posible de excombatientes.
Creía que les debía mucho a esas personas.
Miró a su alrededor. Al menos allí no tenía que preocuparse por la prensa, que estaba mucho más interesada en el hecho de que la novia hubiera dejado plantado al novio frente al altar. Era agradable poder estar en un evento social como ese de manera anónima.
Aun así, no podía evitar estar algo nervioso e intranquilo, con la extraña sensación de que alguien lo estaba siguiendo. Fue moviéndose lentamente entre la gente que rodeaba el salón de baile mientras buscaba a Taylor. Le seguía doliendo mucho la cabeza.
No le había contestado a ninguno de sus mensajes y cada vez estaba más preocupado. Taylor había estado muy nerviosa por culpa de ese viaje. Le inquietaba su regreso al cine y la opinión que el director pudiera tener de ella. Tenía muchas esperanzas puestas en la película que iba empezar a rodar, necesitaba también el dinero y volver a ganarse la respetabilidad por el bien de la clínica para veteranos con la que había colaborado en Washington. Taylor había pasado mucho tiempo allí, trabajando para ayudar a los demás. Pensó en todos los soldados, marines, pilotos de aviación e infantes de marina que tanto sufrían por culpa del estrés postraumático. La clínica para veteranos les ayudaba mucho, pero el centro tenía una necesidad constante de fondos y sabía que Taylor estaba decidida a seguir ayudándolos.
Metió la mano en el bolsillo para sacar el teléfono, pero sus dedos tocaron algo más. Se dio cuenta de que era una medalla, le habían otorgado la Cruz del Mérito en Aviación después de regresar del desierto afgano. Supuso que Taylor se la habría metido allí después de recoger el esmoquin en la tintorería. La sacó y la miró. Después, la apretó con fuerza en su mano antes de guardarla de nuevo en el bolsillo.
No la había querido, pero no le había quedado más remedio que aceptarla. Tenía otras muchas que su padre no se cansaba de mencionar en sus discursos, pero Zach prefería olvidar todas esas condecoraciones.
Marcó el número de Taylor con impaciencia, pero no respondió. Se sentía nervioso y frustrado. Quería saber si estaba bien e irse de allí. Había demasiada gente en el salón. Le parecía increíble que, aunque se había suspendido la boda, estuvieran celebrando el banquete y el baile, pero el ruido era inaguantable.
Fue hacia la salida. En ese instante, la música se hizo casi ensordecedora y la multitud aplaudió cuando encendieron unas brillantes luces de discoteca. Su corazón comenzó a latir con fuerza y se tuvo que apoyar en la pared. Respiraba con dificultad.
«Solo es una fiesta. Una fiesta…», se dijo para tratar de mantener la calma. Pero no podía controlar el ataque de pánico.
De repente, se vio de vuelta en el barranco. Era de noche y solo podía oír las ráfagas de los disparos y los explosivos a su alrededor. Podía sentir cómo temblaba su cuerpo con cada estallido. Todo su ser estaba en tensión. Cerró los ojos y tragó saliva, tenía la garganta seca, llena de la arena y el polvo del desierto.
Sintió de repente cómo resurgían la violencia y la frustración en su interior. Quería luchar, ponerse en pie, agarrar un arma y ayudar a los marines para poder mantener a raya al enemigo. Pero lo habían drogado para aguantar el dolor de su pierna rota y no podía moverse.
Yacía indefenso y con los ojos apretados. Sintió entonces una suave mano en el brazo que acarició su brazo y después, su mejilla. La sensación de tener esa piel sobre la suya consiguió sacarlo de su parálisis. Y reaccionó con los instintos de un guerrero. Agarró rápidamente esa mano y la hizo girar hasta que su dueño gritó. El grito fue suave, femenino, no parecía el de un peligroso terrorista dispuesto a matarlo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el cuerpo que apretaba contra el suyo no era duro ni musculoso. Después de algún tiempo, se obligó a abrir los ojos. Los focos lo deslumbraron de nuevo y el corazón latía con fuerza en su pecho. Parpadeó algo confuso y sacudió la cabeza. No podía creerse que no estuviera en el desierto, escondido en el barranco y con todos sus compañeros muertos a su alrededor.
Los sonidos comenzaron a separarse dentro de su cabeza hasta que pudo distinguir la música, las risas y algunas conversaciones. Se centró en la pared que tenía frente a sus ojos y fue entonces cuando se dio cuenta de que mantenía a una mujer sujeta entre la pared y él. Tenía su mano en la espalda. Podía oír su jadeante voz.
–Por favor… –le dijo con bastante tranquilidad dadas las circunstancias–. Creo que me has confundido con otra persona. No soy quien crees que soy…
No entendió sus palabras. Se quedó pensativo y se dio cuenta entonces de que la había confundido con un terrorista que quería matarlo. Pero no lo era, no era una terrorista.
Recordó entonces que estaba en Sicilia, en la boda de uno de los miembros de la famosa familia Corretti y esa mujer no era más que una invitada más. Se quedó mirando sus ojos, a medio camino entre el azul y el verde, y su bonita cara. Se había recogido su pelo oscuro en la parte superior de su cabeza y no pudo evitar fijarse también en su escote y en la manera en la que el vestido parecía estar aprisionando sus pechos.
Se dio cuenta de que la sostenía contra la pared en contra de su voluntad y que su cuerpo la abrazaba por completo. Tenía una mano en su espalda, casi entre sus omóplatos, y con la otra agarraba su mandíbula, forzando de ese modo su cabeza contra el revestimiento de madera del salón de baile. Podía sentir sus suaves curvas fundiéndose contra su cuerpo, hacía mucho tiempo que no experimentaba nada parecido.
No había tenido espacio para nada así desde que regresara de la guerra.
Era algo que echaba en falta, pero creía que era necesario que siguiera solo. En ese instante, sin embargo, se dio cuenta de que había echado mucho en falta ese contacto, era como un muerto de hambre ante un plato de comida. Su cuerpo empezaba a reaccionar y sintió cómo se despertaba cierta parte de su anatomía, tomándolo por sorpresa.
Zach soltó a la mujer como si el contacto lo hubiera quemado y dio un paso atrás. No entendía qué demonios le había pasado. Era una de las razones por las que ya no le gustaban las apariciones públicas. Le daba miedo perder la cabeza como acababa de hacerlo y temía lo que los medios pudieran decir de él.
–Perdóname –le dijo a la joven con voz tensa.
–¿Estás bien ? –le preguntó ella.
Sabía que era una pregunta normal, sobre todo después de lo que acababa de pasar, pero no pudo darle una respuesta. Quería escapar. Por una vez, deseaba salir de allí y no tener que soportar estoicamente todas esas situaciones sociales tan incómodas a las que había tenido que asistir desde que regresara de la guerra.
Después de todo, se dio cuenta de que no había nadie allí que fuera a detenerlo. Los medios no sabían quién era, no tenía la necesidad de permanecer donde estaba ni de aguantar aquello.
Se volvió a ciegas, buscando una salida. Consiguió encontrar una puerta y salió por ella. Daba a un pasillo frío y silencioso. Pocos segundos después, oyó algo de movimiento detrás de él. Sin saber por qué, se dio la vuelta.
Ella estaba allí, mirándolo. Vio entonces que su cabello era en realidad color caoba y su vestido, rosa y muy llamativo, apenas podía contener la voluptuosidad de sus generosos pechos.
–¿Estás bien? –le preguntó ella de nuevo.
–Sí, estoy bien –respondió él con el poco italiano que sabía–. Le pido disculpas.
Ella se le acercó entonces con pasos vacilantes y las manos entrelazadas frente a ella. El vestido que llevaba era horrible, pero ella le pareció preciosa. No se le pasaron por alto sus deliciosas curvas, aún podía sentirlas contra su cuerpo, tal y como habían estado unos minutos antes. Sus manos ansiaban poder explorarlas, pero mantuvo los puños cerrados.
Siempre había aceptado todo lo que las mujeres le habían ofrecido y tan a menudo como se lo habían ofrecido, pero ya no era el mismo hombre que había sido antes de la guerra.
Al principio, nada más regresar a Estados Unidos, se había refugiado en el sexo para tratar de olvidar, pero no lo había conseguido. Se había sentido aún más culpable por haber logrado sobrevivir.
Desde entonces, había evitado ese tipo de situaciones, hasta el punto de que se había convertido en una cuestión de rutina. Además, creía que era mucho mejor y más seguro. Tanto para él como para las mujeres. Sus pesadillas eran demasiado imprevisibles como para que pudiera dormir con alguien a su lado.
De hecho, acababa de darse cuenta de que ya ni siquiera necesitaba estar dormido para sufrir una de sus terribles pesadillas. Era algo que acababa de comprobar por sí mismo en el salón de baile.
La mujer seguía mirándolo con sus bellos ojos. Vio que fruncía el ceño.
–La verdad es que no tienes buen aspecto…
Bajó la mirada hacia sus manos y vio que se frotaba la muñeca con la otra mano. Se dio cuenta entonces de que le había hecho daño y se quedó sin aliento. Le parecía increíble el tipo de hombre en el que se había convertido. Estaba roto por dentro y creía que nadie podía ayudarlo.
–Estoy bien –le dijo él–. Siento mucho haberte hecho daño.
–No, no me has hecho daño. Solo me sorprendiste, eso es todo.
–Estás mintiendo –repuso él.
La joven, que tenía la cabeza baja, la levantó al oír sus palabras y lo miró a los ojos. Había algo en su mirada que atrajo su atención, pero trató de ignorarlo.
–Eso no puedes saberlo –respondió ella levantando orgullosa la cara–. No me conoces.
Estuvo a punto de creerla. Pero entonces le temblaron los labios, echando a perder su valiente fachada. Se sintió muy mal en ese momento.
–Vete –le avisó él–. Es lo mejor. Más seguro.
Ella parpadeó confusa al oír sus palabras.
–¿Más seguro? ¿Tan peligroso eres?
Él tragó saliva.
–Algo así.
La mujer siguió mirándolo con firmeza.
–No tengo miedo –susurró ella–. No creo que seas peligroso para otras personas. Quizás solo para ti mismo.
Sus palabras lo golpearon como un puñetazo en el estómago. Nadie le había dicho nunca nada parecido y se dio cuenta de que la verdad era dura y aterradora.
No pudo evitar sentir en ese instante ira y desesperación. Quería volver a ser un hombre normal, el mismo que había sido en el pasado. Pero no se veía capaz de salir del pozo en el que estaba metido y se odiaba por ello.
Ya había olvidado cómo era ser normal.
–Lo siento –le dijo él de nuevo.
Creía que no había nada más que pudiera decir.
Después, se dio la vuelta y se alejó de allí.
Lia Corretti respiró decepcionada cuando vio al alto y misterioso americano alejándose de ella por el pasillo. Algo cayó de su mano y Lia se apresuró a recogerlo mientras lo llamaba para decirle que había perdido algo.
Pero el hombre no se dio la vuelta.
Lia se agachó y vio que era una medalla militar colgada de una cinta. La apretó en su mano y miró de nuevo a ese hombre. Le pareció que andaba de manera muy precisa y rígida, con el porte de un soldado.
Miró de nuevo la medalla. Estaba segura de que la había dejado caer a propósito. Había visto su mano abierta y cómo caía al suelo ese objeto. No entendía por qué la había soltado y no se había parado a recogerla.
Aún le molestaba la muñeca. Ese hombre se la había retorcido contra la espalda para inmovilizarla. La verdad era que no creía que hubiera sido consciente de lo que le había hecho. Le había parecido distante, como si su mente hubiera estado en otra parte. Por eso se había acercado a él y había agarrado su brazo para preguntarle si se encontraba bien. Él la había aplastado entonces contra la pared sin abrir siquiera los ojos.
Miró de nuevo la medalla. Todavía conservaba el calor de ese hombre. El corazón le dio un vuelco. No iba a poder olvidar su mirada cuando abrió los ojos y se dio cuenta de lo que le estaba haciendo.
Conocía bien esa mirada. Era una mezcla de desprecio hacia sí mismo, alivio y confusión. Todo en uno. Sabía muy bien cómo se sentía porque ella había vivido con esos sentimientos durante toda su vida.
En ese momento y, por raro que fuera, había sentido cierta afinidad con él. Después de toda una vida de aislamiento, un instante compartido con un desconocido mientras lo miraba a los ojos había conseguido que se sintiera algo más acompañada, como si ya no estuviera tan sola.
Se dio la vuelta para regresar al salón de baile, aunque habría preferido no tener que hacerlo. Se vio reflejada entonces en uno de los grandes espejos que había en el pasillo y no pudo evitar hacer una mueca de repugnancia.
No le extrañaba que ese hombre hubiera querido salir huyendo de allí. Parecía una ballena. Una gigante ballena de color rosa a punto de reventar. Había sido un honor que los novios le pidieran que fuera una de las damas de honor. Había pensado entonces que iba a ser la oportunidad perfecta para lograr que por fin la aceptaran los miembros de la poderosa familia Corretti.
La realidad había resultado ser muy distinta. Había tenido que enfundarse ese vestido. Era horrible y demasiado pequeño para su busto. Aún recordaba cómo se había reído Carmela Corretti cuando Lia salió del probador con el vestido, pero ella le había prometido que iban a reformarlo para que le quedara bien.
Sin embargo, no lo habían hecho.
Su abuela era la única que le había mostrado un poco de comprensión.
Cuando Lia se había puesto el vestido esa mañana, la desesperanza y la humillación habían estado a punto de poder con ella, al menos hasta que su abuela la había abrazado con fuerza y le había dicho lo guapa que estaba.
Se le llenaron de lágrimas los ojos. Teresa Corretti era la única persona de la familia con la que había podido contar. Su abuelo no la había tratado mal, pero siempre le había tenido algo de miedo. Seguía sin creerse que ya no estuviera con ellos.
Siempre le había parecido tan grande y poderoso que casi había llegado a pensar que iba a ser inmortal. Había sido un hombre intenso y con mucha fuerza, el tipo de persona al que nadie podía parar. Pero había muerto y, por desgracia, su fallecimiento no había hecho nada por unir a la familia, todo lo contrario.
De hecho, estaba convencida de que su primo Alessandro iba a ser aún más temido como el nuevo jefe de la familia de lo que lo había sido su abuelo.
Lia se armó de valor y volvió a entrar en el salón de baile. Miró su reloj y se dio cuenta de que ya había pasado allí el tiempo suficiente como para poder irse sin que nadie se lo echara en cara. Decidió buscar a su abuela para decirle que se iba. De todos modos, no creía que al resto de la gente le importara que no estuviera allí.
La música estaba muy alta. Había mucha gente bailando, charlando y riendo. A pesar del ruido, otro sonido se alzaba por encima del estruendo. Tardó un minuto en darse cuenta de que se trataba de Carmela. Estaba chillando y parecía haber bebido más de la cuenta.
Lia despreciaba a la esposa de su difunto tío. Afortunadamente, la veía solo en contadas ocasiones. No le importaba en absoluto por qué estaría gritando esa noche, solo quería volver a su habitación y quitarse ese horrible vestido. Le apetecía meterse en la cama con un buen libro y tratar de olvidar las muchas humillaciones que había sufrido ese día.
Pero, antes de que pudiera encontrar a su abuela, la música se detuvo de repente y la multitud se apartó como si el propio Moisés estuviera allí, abriendo el mar Rojo.
Todos se volvieron entonces para mirarla. Instintivamente, se encogió ante tan inesperado escrutinio. No entendía nada y el corazón le latía con fuerza en el pecho. Se preguntó si se trataría de otra estratagema de Carmela para avergonzarla. Lo último que quería en esos momentos era tener que soportar otra escena. No comprendía qué le había hecho a esa mujer para que la odiara tanto. Pero la que atrajo su atención fue Rosa.
La hija de Carmela estaba inmóvil y muy pálida, mirando fijamente a su madre.
–¡Es cierto! –gritó Carmela en medio del repentino silencio de la multitud–. Benito Corretti es tu padre, no Carlo. ¡Y esa es tu hermana! –le espetó a Rosa mientras señalaba con el dedo a Lia–. ¡Tienes suerte de no haber salido más parecida a ella! ¡Porque es una inútil! Además de gorda, débil e insegura.
Rosa parecía muy afectada y a Lia el corazón le latía cada vez con más fuerza. No podía creerse que tuviera una hermana. No tenía apenas relación con sus tres hermanastros. De hecho, no tenía relación con nadie. Pero saber que tenía una hermana… Siempre había deseado tener una, alguien con quien podría llegar a tener una relación como la que no iba a tener nunca con sus hermanastros.
No pudo evitar sentir una oleada de esperanza. Después de todo, quizás no estuviera tan sola como pensaba en esa familia. Acababa de descubrir que tenía una hermana. Pero esta parecía tan perdida en ese momento como lo había estado Lia toda su vida. Podía verlo en el rostro de Rosa y quería ayudarla. Era lo único que podía hacer por ella en esos momentos, lo único que podía ofrecerle
Pero, de pronto, Rosa se apartó de Carmela y fue hacia Lia. Ella alargó la mano instintivamente para consolarla cuando la tuvo cerca, pero Rosa no se detuvo, siguió andando, y le dedicó una fría mirada.
Casi pudo sentir cómo se le rompía el corazón en mil pedazos.
–¡No me toques! –le espetó.
Un nuevo dolor rebrotó en su pecho. Estaba acostumbrada a que la rechazaran, no era nuevo para ella, pero no pudo evitar que le doliera más que nunca, sobre todo cuando se había dejado llevar por la esperanza durante unos segundos.
Se quedó donde estaba un buen rato después de que Rosa saliera del salón. Sabía que casi todos los invitados la estaban observando y que sentían lástima por ella.
Antes de que pudiera pensar en algo que decirles para que la dejaran en paz, la gente se dio la vuelta y dejó de prestarle atención. Fue entonces cuando se dejó llevar por el desprecio que sentía por sí misma. Creía que no debía extrañarle que Rosa no quisiera que la consolara. Después de todo, era patética y demasiado ingenua.
Sabía que se exponía demasiado, no protegía su corazón y terminaba sufriendo las consecuencias. Pensaba que ya era hora de que aprendiera de esas humillaciones.
Se sentía muy avergonzada y estaba furiosa. No entendía por qué no era más fuerte, decidida y valiente ni por qué parecía importarle tanto la forma en que la trataban los demás.
Le habría encantado ignorarlos por completo como habría hecho su madre.
Grace Hart había sido una hermosa estrella de cine que había caído rendida ante los encantos de Benito Corretti. No había tenido ningún problema para lidiar con los Corretti hasta que un día se cayó con su coche por un acantilado, dejando a Benito convertido en un solitario viudo y al cuidado de un bebé. Poco después, Benito había enviado a Lia a vivir con sus abuelos, Salvatore y Teresa.
Sabía por qué lo había hecho. Lo tenía muy claro. Ella no era hermosa y perfecta, como lo había sido su madre. Había sido desde pequeña una niña tímida y torpe. Había crecido lejos del centro de atención de la familia Corretti, viendo a sus primos y hermanastros desde la distancia. Siempre había deseado ganarse el cariño de su padre, pero nunca lo había conseguido. Tampoco había logrado encajar con el resto de su familia. Creía que era un auténtico fracaso.
Quería volver a casa, la pequeña villa de Salvatore y Teresa donde había crecido. En medio del campo, allí podía refugiarse en sus libros y en el jardín.
Amaba trabajar la tierra y conseguir que creciera algo bello a partir de unas semillas, agua y poco más. Eso le daba la esperanza de alguna manera de que su vida no era tan intrascendente como siempre le había parecido.
Recordó entonces las palabras con las que Carmela Corretti acababa de definirla.
–¡Es una inútil! Además de gorda, débil e insegura –había gritado en medio del salón.
Se dio media vuelta y salió deprisa por la misma puerta por la que había desaparecido Rosa. Ya no aguantaba más. Ese momento era la gota que colmaba el vaso de su paciencia. Llevaba toda una vida sintiéndose torturada por el resto de la familia y no pensaba seguir fingiendo que formaba parte de ese clan.
Su idea había sido volver a su habitación en el hotel donde se estaba celebrando el banquete, pero terminó saliendo al jardín y no se detuvo hasta llegar a la piscina.
No había nadie allí a esas horas de la noche. El hotel había sido invadido por los invitados a la boda y todos estaban en el salón de baile. El aire seguía siendo cálido y le atrajo el agua, iluminada desde abajo por unas suaves luces. Por un momento, le entraron ganas de saltar a la piscina con su vestido. Sabía que lo echaría a perder, pero no le importaba.
Se quedó allí un buen rato, tratando de calmarse sin conseguirlo.
Quería aprender a ser una mujer resuelta y valiente, quería tomar sus propias decisiones y, más que nada, no deseaba que nadie la hiciera sentirse inferior.
Dio un paso más hacia el borde de la piscina con la vista perdida en las profundidades del agua. Sabía que echaría a perder el vestido, los zapatos y su peinado.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, decidió que iba a hacer exactamente lo que quería. Iba a meterse en la piscina y destrozar el vestido. Creía que eso la ayudaría a olvidarse un poco del dolor y las humillaciones que había sufrido ese día y salir después del agua renovada. Sería una nueva Lia, más valiente y segura.
Antes de que pudiera cambiar de opinión , se quitó los zapatos y saltó al agua, dejándose llevar por completo.
Sintió una gran sensación de paz al verse dentro del agua, sin oír nada más que los latidos de su corazón, despidiéndose del dolor y la vergüenza de ese día.
No trató de moverse ni de salir a la superficie. Se dejó llevar.
Era buena nadadora y no tenía miedo. Quería hundirse hasta el fondo de la piscina, donde todo estaba en calma, pasar allí unos segundos y, después, salir a la superficie.
Oyó un ruido cerca de la piscina y sintió que el agua se movía hacia ella, como si alguien más acabara de saltar a la piscina con ella. Frunció molesta el ceño. No iba a poder estar tan tranquila como habría querido.
Supuso que sería algún huésped del hotel o un invitado de la boda. Algo decepcionada al ver que la interrumpían, empezó a sacudir las piernas para subir. Tendría que salir de la piscina y volver empapada a su habitación. Pero se dio cuenta entonces de que su vestido era más pesado de lo que había pensado, la tela se enroscaba en sus piernas y tiraba de ella hacia abajo.
Sacudió con más fuerza las piernas, pero no consiguió nada. Sintió entonces que se hundía y vio que el bajo del vestido se había enganchado en el sistema de succión del desagüe. No pudo evitar dejarse llevar por el pánico mientras trataba de salir de esa situación y nadar hacia arriba.
Nunca se había sentido tan estúpida ni desesperada.
No podía gritar para pedir ayuda, solo podía tratar de salir de esa trampa de color rosa que parecía querer ahogarla. Pero no conseguía hacerlo y le empezaban a doler los pulmones. Sentía que no podía más.
Lo intentó una y otra vez, no podía dejar de pensar en Carmela y en ese estúpido vestido. Ya podía imaginarse a todo el mundo riéndose de ella cuando descubrieran su cuerpo al día siguiente, flotando en la piscina rodeada de ese horrendo vestido.
Supuso que, una vez más, se compadecerían de la patética y estúpida Lia. Por una vez en su vida, había sido decidida y valiente. Tanto que su propia decisión iba a acabar con su vida.
Se preguntó entonces si su madre habría pensado lo mismo en esos segundos mientras veía cómo su coche caía por el acantilado, a punto de golpearse en las rocas...