Su amante olvidado - Annie West - E-Book

Su amante olvidado E-Book

Annie West

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Beschreibung

Pietro Agosti se quedó atónito cuando la apasionada aventura que había tenido con Molly Armstrong, una vibrante profesora, trajo consigo un embarazo. Por fin el implacable italiano iba a poder dejar a alguien su legado… hasta que un accidente borró la memoria de Molly y todos sus recuerdos desaparecieron. No le quedó más remedio que ayudarla a recordar la intensa atracción que los había unido, y el hecho de que el bebé que crecía en su vientre era el heredero de los Agosti.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Annie West

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su amante olvidado, n.º 2713 - 10.7.19

Título original: Her Forgotten Lover’s Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-320-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Se despertó desorientada.

Parpadeó varias veces. Estaba en una habitación poco iluminada. Vio una silla, una mesilla y una pequeña ventana. Ahora sabía dónde estaba. Roma. El hospital al que la habían llevado después de que se hubiera caído en la calle.

Sin embargo, en lugar de sentirse más tranquila, se le aceleró el pulso. La sensación de desorientación no aminoró. ¿Cómo iba a reducirse, si aparte de aquella habitación, todo lo demás estaba en blanco?

Su nombre.

Su nacionalidad.

Lo que hacía en Roma.

No recordaba nada.

Alargó el brazo a la mesilla, y con las yemas de los dedos rozó el pequeño peine y el bálsamo de labios sabor vainilla que eran las únicas pertenencias que era capaz de identificar. La ropa que llevaba había quedado tan destrozada y llena de sangre que era inservible y su bolso o la cartera que seguramente llevara había desaparecido.

Cerró los ojos y se obligó a respirar despacio, a controlar el miedo de no saber nada.

Algunas cosas sí sabía. Que no era italiana. Que hablaba inglés y que tenía una somera noción de la Italia turística.

Tenía veintitantos años. Su piel era pálida y sus facciones proporcionadas y corrientes. Tenía los ojos de un azul grisáceo y el pelo castaño y liso.

«Y estaba embarazada».

El miedo que sintió al saberse embarazada, carecer siquiera de nombre y estar sola hizo que la respiración le silbara.

La amnesia se pasaría. Los médicos tenían esperanzas. Bueno, la mayoría las tenía, y se iba a aferrar a eso. La alternativa era demasiado horrible para contemplarla. Se sentiría mejor cuando llegase el día y el personal médico anduviera yendo y viniendo por la planta. Incluso el asedio continuo de las pruebas sería mejor que estar allí tirada en la cama, completamente sola y…

Algo llamó su atención. Se le erizó el vello de la nuca y la piel le hormigueó como si alguien la estuviera observando. Despacio, porque los movimientos rápidos le provocaban dolor de cabeza, se volvió hacia la puerta.

En el umbral en sombras había un hombre que parecía fuera de lugar. Alto, ancho de hombros y lo bastante delgado como para que el traje oscuro que llevaba le proporcionara un aspecto elegante y perfecto. Parecía un modelo de ropa masculina. La mandíbula cuadrada, la sombra de barba en las mejillas y unos pómulos increíblemente marcados hacían de él un tipo ultramasculino y tremendamente atractivo.

Experimentó una sensación en el vientre. Sorpresa, por supuesto. Y atracción. Como distracción de la autocompasión en la que estaba sumida era perfecto, pero, cuando lo vio entrar en la habitación, se dio cuenta de que no era algo tan simple como una cara bonita.

Había una dureza en él que hizo que se le estremeciera la piel. Su nariz era más fuerte que suave, y sus ojos denotaban perspicacia e inteligencia. Su estatura le hacía dominar la habitación y el efecto se vio acrecentado cuando se detuvo junto a la cama.

–¿Quién eres? –le preguntó con el corazón en la garganta. Era fundamental que pareciera serena, aunque por dentro todo le fuese a mil.

Quizás fuera un consejero de algún tipo. Eso explicaría que no supiera cómo comportarse junto a la cama de un enfermo. Ni sonrisa alegre, ni frases sobre cómo el tiempo era un gran sanador.

Le clavó la mirada y cayó en la cuenta de por qué le habían parecido tan poco corrientes sus ojos. Eran marrones con puntitos dorados y brillaban con un fuego interior, algo inesperado dada su piel morena y su cabello oscuro.

Su mudo escrutinio hizo que se sintiera incómoda.

–He dicho…

–¿No te acuerdas de mí?

Su voz era miel y whisky, terciopelo y acero, y habría logrado que se quedara pendiente de cada palabra que pronunciara aunque estuviera leyendo la guía telefónica. Pero parecía sugerir que…

Se incorporó para quedar sentada en la cama e hizo una mueca. El movimiento había hecho que le estallara la cabeza.

–¿Te encuentras bien? ¿Aviso a alguien?

Entonces, no era médico.

–¿Debería recordarte? ¿Nos conocemos?

Se inclinó hacia él rogándole en silencio que contestase que sí. Alguien, en algún lugar, tenía que tener la clave de su identidad.

–Yo…

Hubo un revuelo en la puerta y uno de los médicos entró. Era el regordete de mirada amable que la había tranquilizado cuando el miedo a no recuperar nunca la memoria se transformó en terror, y se lanzó a hablar en italiano preguntándole algo al hombre que estaba junto a su cama. Siguieron hablando, el médico voluble, el desconocido críptico, ¡como si ella no estuviese allí!

–¿Alguien puede explicarme quién es este hombre y por qué está aquí?

El médico se dio la vuelta de inmediato hacia ella, y fue cuando se dio cuenta de que aquel desconocido no le había quitado los ojos de encima, lo que le produjo un estremecimiento. Tiró de la sábana para cubrirse más.

Había algo en la intensidad de su mirada que le hacía sentirse desnuda, y no solo desnuda bajo el fino tejido del camisón del hospital, sino como si pudiera llegar al lugar íntimo que ocultaba al resto del mundo.

–Disculpe –contestó el médico–. No deberíamos haber hablado en italiano –dijo con una sonrisa–, pero tenemos excelentes noticias para usted.

Miró al hombre que permanecía en silencio junto a la cama y se humedeció los labios, que de pronto se le habían quedado secos.

–¿Me conoces?

Él asintió.

–Sí. Te llamas Molly, y eres australiana.

Molly. Australiana.

Por eso no hablaba italiano. ¿Molly? Frunció el ceño. No tenía la sensación de llamarse Molly. No le resultaba familiar aquel nombre.

Tragó saliva. Incluso su propio nombre le resultaba extraño. Había creído que, en cuanto tuviera algo de información sobre sí misma, los recuerdos volverían a funcionar, pero que le hubieran revelado su nombre no había obrado la magia. Seguía flotando en aquella temible niebla de la nada.

–Es probable que te resulte extraño al volver a oírlo, pero te acostumbrarás.

Su tono era tranquilizador. ¿Cómo había advertido su pánico?

–¿Tú también eres doctor?

Él negó con la cabeza y Molly oyó murmurar algo al médico.

–Pero me conoces.

El hombre asintió.

–¿Y? –insistió ella. ¿Por qué tenía que arrancarle la información?

–Viniste a Italia para trabajar como au pair para una familia italo-australiana.

–¿Au pair? –paladeó el término.

–Niñera. Cuidadora de niños.

Ella asintió con impaciencia. Sabía lo que era una au pair. ¿Y cómo podía saberlo cuando desconocía incluso su nombre?

–¿Estás seguro de que me conoces? ¿No me confundirás con otra persona?

¿Era compasión lo que había visto brillar en sus ojos? Fuera lo que fuese, desapareció.

–Completamente. Eres profesora, pero renunciaste a tu puesto para tener la oportunidad de venir a Italia.

–Profesora…

–Te encantan los niños.

Por primera vez aceptó sus palabras sin cuestionarlas. Sí que adoraba a los niños. Se visualizaba sin dificultad como profesora. Se había quedado atónita al descubrir, en aquellas circunstancias tan extraordinarias, que estaba embarazada. Era aterradora la idea de traer un niño al mundo sin saber quién era ella, o quién era el padre, pero quizás, cuando recuperase la memoria, se volvería loca de alegría.

Se recostó contra las almohadas y ofreció una tímida sonrisa.

–¿Cómo me apellido?

Con esa información podría tirar del hilo de su pasado, localizar a su familia y a sus amigos y comenzar a juntar de nuevo las piezas de su vida. Si es que era capaz de recuperar la memoria. Si es que no estaba condenada a que su pasado quedase perdido para siempre.

Aquella idea fue como una cuchilla de terror que le pasara por el cuerpo, y se aferró a la sábana.

El hombre miró al médico, y este asintió.

–Agosti. Molly Agosti.

–¿Agosti?

Ella frunció el ceño. Una vez más esperó a que su subconsciente reconociera aquel nombre desconocido, pero nada.

–¿Estás seguro? Suena a italiano, pero yo soy australiana.

–Completamente.

Tendría que fiarse de su palabra hasta que pudiera tener pruebas de lo contrario.

–¿Y tú eres…?

¿Se había sorprendido? No. No lo parecía. Sin embargo, algo había cambiado. El aire entre ellos parecía haberse cargado.

–Soy Pietro Agosti.

Ella miró más allá de las fuertes manos que se apoyaban en la barandilla de la cama.

–Agosti. Pero es el mismo apellido.

–Lo es.

Entonces su boca dibujó una sonrisa que la dejó sin respiración, aunque en realidad no le llegó a los ojos. Esa mirada entre marrón y dorada seguía vigilante, alerta.

Un timbre de alarma sonó en su subconsciente.

–Porque soy tu marido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Su pulso pasó de rápido a frenético al mirar boquiabierta al hombre imponente que tenía delante. «¿Su marido?». ¿Aquel hombre imponente e irritante?

Imposible.

Aunque dejara a un lado su aire de fría seguridad y aquellas facciones tan atractivas, todo en él hablaba de dinero y poder. El traje que llevaba debían de habérselo hecho a medida, de lo bien que le quedaba, y la corbata de seda que lucía era de las que se guardaban en caja de diseñador. En los puños de la prístina camisa llevaba unos discretos pero muy labrados gemelos de oro.

Y sus manos… le dio un vuelco el corazón al centrarse en sus manos. Eran grandes y fuertes, pero delicadas. Manos seductoras, de esas que sabrían qué hacer con el cuerpo de una mujer. Manos hábiles en dar placer.

Llevaba también un sello de oro en un dedo, que parecía antiguo y caro.

Provenía de un entorno adinerado. Muy adinerado. Y de cuna.

Pero ella, no. No podría decir cómo lo sabía, pero estaba convencida.

Sus facciones, al estudiarse en el espejo del baño, le habían parecido de lo más corrientes. Ni era guapa, ni atractiva. Tenía el pelo liso, de un color entre el caramelo y el rubio desvaído que era demasiado común quizás para ser teñido. Sus manos no estaban ásperas ni tenían marcas, pero tampoco parecían impolutas. Y las únicas joyas que llevaba eran unas bolitas de oro en las orejas.

Pietro Agosti y ella no encajaban. ¿Cómo podían estar casados?

Si eso era cierto, debía de estar embarazada de él.

–Signora Agosti.

Levantó la cabeza de golpe al oír al médico, e iba a decirle que ese no era su nombre. Y que en cuanto a que estuviera casada…

Miró a hurtadillas al hombre que permanecía junto a la cama, sin mover ni un músculo. Había algo en su inmovilidad que la irritaba. Parecía estar esperando algo.

¿Que lo reconociera? ¿O que declarase que ella no podía ser su mujer?

Frunció el ceño y la cabeza comenzó a dolerle. Viendo su mueca de dolor, el médico se adelantó murmurando algo en italiano, le tomó el pulso e hizo que se tumbara.

Pero no podía dejar de pensar en Pietro Agosti acechando su cama en silencio, alto, oscuro e inquietantemente guapo. Si el médico no le hubiera asegurado que se iba a poner bien, se habría preguntado si no sería el Ángel de la Muerte que venía a llevársela.

Levantó la vista. Él la estaba mirando, y se dejó atrapar por el inesperado calor de su mirada.

El calor volvió a asaltarla, pero aquella vez no en las mejillas, sino dentro, hondo, en los órganos femeninos en los que aquel embrión de bebé se alojaba.

¿Sería él el padre?

Sintió una intensa emoción. ¿Era excitación o temor?

Escogió incredulidad.

–¿Seguro que estoy casada con este hombre?

Le parecía muy poco probable. Seguro que tenía que pasar el tiempo entre personas de la alta sociedad, y no con au pairs.

El médico lo miró compadecido. ¿Tan importante sería Pietro Agosti que nadie lo cuestionaba?

–Signora Agosti –respondió el médico–, no hay dudas en la identificación. Su esposo la describió con todo detalle antes de llegar. Mencionó incluso la cicatriz de la operación de apéndice.

Lo cual significaba que conocía su cuerpo íntimamente.

Una sensación le erizó la piel. ¿Sería un recuerdo? ¿El legado de intimidad con aquel hombre, o anticipación del momento en que esas manos grandes le acariciasen la piel desnuda en algún momento del futuro?

Volvió a mirarlo y él le dedicó otra sonrisa, que podría haber resultado tranquilizadora de no ser por la sombra que parecía calculadora en su mirada.

Tragó saliva y cerró los ojos un instante para intentar controlar el dolor de cabeza que comenzaba a igualar el ritmo de su pulso. Todo aquello era demasiado.

–Déjeme asegurarle que su esposo es un hombre respetable y estimado en…

–Creo que es suficiente por ahora –lo interrumpió aquella voz tan sexy–. Es evidente que Molly está demasiado cansada para esto. Todo ha sido muy duro, y quizás sea mejor que la dejemos descansar.

¿Se iba a marchar? El miedo le hizo abrir los ojos de par en par. ¿Y si se iba y no volvía? ¿Y si la dejaba allí sola, como una maleta que nadie reclama? ¿Y si, al día siguiente, todo aquello no había sido más que un sueño? ¿Es que no había nadie que supiera quién era ella de verdad?

La razón le dijo que eso no iba a ocurrir. Él la había identificado, y el personal del hospital sabría cómo localizar a un hombre que al parecer era tan respetable y que estaba tan bien considerado.

Sin embargo, el pozo de terror que había amenazado con succionarla durante días amenazó de nuevo. No podía enfrentarse a la idea de que volvieran a abandonarla.

–¡No! ¡Por favor, no te vayas!

Algo brilló en aquellos ojos de mirada implacable, pero aquella vez le pareció que era compasión.

–Doctor, ¿le importaría dejarnos un momento a solas? Sé que tiene usted mucho papeleo del que ocuparse. Lo veré cuando Molly y yo hayamos hablado.

–Por supuesto. Una idea excelente.

Al doctor no parecía importarle que lo mangoneara, lo cual significaba que bien estaba encantado de pasársela a otro, o bien que Pietro Agosti era un hombre muy importante con considerable influencia, de modo que asintió y, tras asegurarle que todo iba a salir bien, salió de la habitación.

A solas con el hombre que decía ser su marido, el alivio se disipó, pero él, en lugar de seguir de pie, acercó la silla y se acomodó junto a la cama.

–Así está mejor. No tienes que retorcer el cuello para mirarme.

Esbozó una mínima sonrisa que, en aquella ocasión y sin saber a qué obedecía, suscitó una respuesta en ella. Sus músculos se relajaron un poco. Solo entonces se dio cuenta de que tenía encogidos los hombros y apretados los puños. Abrió las manos y acarició la colcha de la cama.

 

 

Estaba tan pálida y parecía tan frágil… No se esperaba algo así cuando le habían hablado de sus heridas. Había acudido de inmediato al hospital, agobiado por una oleada de sorpresa y alivio al conocer la noticia de que había sido encontrada.

Ver el dolor en sus ojos cansados hizo que se le contrajera el pecho.

Una de las cosas que le había atraído de ella era su disposición siempre cálida y alegre. Su facilidad para sonreír y cómo bailaban sus ojos, así que verla tan asustada le hacía desear romper cosas, a ser posible el motorista que la había derribado, seguramente en busca de su bolso con la cartera y el pasaporte dentro.

Apretó los dientes al imaginarse a Molly tirada inconsciente en la calle, el horror que debió de sentir al despertar y no recordar ni su propio nombre.

Los médicos le habían dicho que su pérdida de memoria podía deberse en parte al shock. ¿Al shock de la caída o a lo que había ocurrido antes de que llegase a Roma?

Una garra gélida le apretó la garganta y tragó con dificultad. El accidente o el asalto no eran culpa suya, pero lo que había ocurrido antes…

–Me alegro de que me encontrases –dijo ella con mirada solemne–. Es… inquietante no saber quién eres.

Parecía tan perdida y, al mismo tiempo, tan decidida a ser valiente, apartando el miedo que debía de estar sintiendo…

Su instinto de protección creció exponencialmente. Se creía inmune a la vulnerabilidad femenina. Había sido inoculado contra ella por una experiencia brutal, pero aquellas circunstancias eran distintas.

Fue a tomar la mano de Molly para tranquilizarla, pero se detuvo. Era mejor mantener las distancias. Tenía que proceder con cautela. No podía permitirse otro error.

–Ni siquiera puedo imaginarme qué se siente al no recordar nada –admitió–, pero no tienes que preocuparte. Cuidaré bien de ti.

–¿Ah, sí?

–Por supuesto. Puedes contar conmigo. Todo va a salir bien, Molly. Solo tienes que darte tiempo. No te preocupes por nada. Estoy intentando ponerme en contacto con tu hermana en Australia para que pueda venir a verte.

–¿Tengo una hermana?

Parecía tan ilusionada, tan deseosa…

–Se llama Jillian.

–¿Y mis padres?

Pietro negó con la cabeza y deseó poder darle mejores noticias.

–Lo siento, Molly, pero solo estáis las dos.

Su alegría se desvaneció y él sintió que se le cerraba el pecho. Sabía bien lo que era la pérdida.

–Pero soy afortunada. Tengo un marido y una hermana. Me preguntaba si llegaría a venir alguien a identificarme.

–Te sentirás mejor cuando salgas de aquí.

–¿De aquí? ¿Te refieres al hospital?

–Claro.

–¿De verdad? ¿Tú crees que me darán el alta?

De nuevo, Pietro experimentó aquella extraña sensación en el pecho al ver la esperanza iluminarle los ojos, y se dijo que era pura satisfacción de ver que aquello se podía solucionar fácilmente.

–No estás prisionera, Molly.

–Lo sé. Sé que han estado haciendo todo lo posible por mí.

Miró sus ojos marrones y dorados y se dijo que no tenía nada que temer. Su marido estaba allí. La persona en la que supuestamente confiaba por encima de todos los demás.

Pero aun así, volvió a experimentar ese hormigueo que partía de la nuca y le llegaba hasta la yema de los dedos, como una especie de asalto a sus sentidos.

Desde luego sentía una cálida oleada cuando contemplaba sus facciones orgullosas y la fuerza de su físico, pero ¿no debería haber algo más? ¿Una especie de alivio, de consuelo, de… sensación de estar en el hogar cuando lo mirase?

No era alivio. O no solo alivio. Había algo más, algo que su subconsciente quería decirle, pero en aquel momento no se le daba demasiado bien leer mensajes subliminales.

Derrotada, cerró los ojos y su intento de recordar volvió a fracasar.

–Molly, ¿qué pasa?

Había cerrado los ojos para bloquear el dolor, pero aun así percibió su urgencia, lo cual era natural si un hombre veía a su esposa en semejante estado. Era absurdo pensar que había algo que no estaba bien.

«Lo único que no está bien aquí eres tú. Tu cerebro no funciona como debe. ¡Pero si ni siquiera reconoces tu propio nombre!¿De verdad creías que te iba a bastar con ver al hombre al que amas para que todos tus recuerdos volvieran de golpe?».

Era demasiado esperar y, sin embargo, no había modo de deshacerse de la sensación de que algo no iba bien.

La silla chirrió en el suelo y, cuando abrió los ojos, vio que Pietro iba hacia la puerta.

–¡No te vayas!

¿Era desesperación lo que había oído en su voz? Se incorporó de golpe haciendo caso omiso del dolor que estalló en su cabeza con el movimiento. Pues sí que estaba consiguiendo disimular su miedo…

–Quédate, por favor.

–Iba a buscar al médico. Tienes dolor.

–Por favor, no te vayas.

¿Siempre era tan demandante de atención? Esperaba que no.

¿Cómo explicarle a aquel sexy e imponente desconocido que daría lo que fuera por un poco de consuelo humano, en lugar de más medicación?