Tamiz - Eugenia Gazmuri Vieira - E-Book

Tamiz E-Book

Eugenia Gazmuri Vieira

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Beschreibung

Excepcional conjunto de cuentos donde la prosa de Gazmuri brilla por su minuciosidad, delicadeza y la capacidad única de la narradora de construir personajes inolvidables en medio de mundos extraños y misteriosos.

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Cuentos

Tamiz

Tamiz

© Eugenia Gazmuri Vieira, 2020

I.S.B.N. 978-956-396-070-9

© Editorial Cuarto Propio

Valenzuela Castillo 990, Providencia, Santiago

Fono: 22 7926518

www.cuartopropio.com

Diseño y diagramación interior: Alejandro Álvarez

Diseño de portada: Denise Gray

Fotografía de portada: Andrés Cruz Miralles

Impresión:

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

1ª edición, agosto de 2020

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

UN CORAZÓN

“Si tocas tu sueño, morirá;

el objeto tocado ocupará tu sensación”.

Fernando Pessoa

Agujas

Estoy recostado de espaldas sobre una camilla blanca. La doctora ha colocado agujas en distintos puntos de mi cuerpo, y ahora regula la intensidad de la corriente con un aparato de perillas circulares. Tengo agujas en los tobillos, en el lado externo de las rodillas, en las manos. En el lóbulo de la oreja izquierda (esa dolió un poco). Las de las sienes las veo de reojo. Miro hacia el techo y la doctora me dice que me relaje, que me entregue a la distancia infinita, y luego me pregunta por el estado actual de mis emociones: si en general siento miedo, si tengo reacciones explosivas, si en particular siento rabia. Si bostezo frecuentemente. Sí, me apresuro a decir. Entonces me explica que para los chinos el bostezo es señal de depresión, y que la depresión se define como una discordancia entre el ánimo y la pasión. La pasión, pienso, y me siento cansado. Querría cerrar los ojos y dejar de escuchar, entregarme al placer provisorio de sentir los circuitos internos de mi cuerpo, proyectarme hacia alguna distancia infinita, al espacio inmóvil. Pero las palabras de la doctora no me lo permiten. Me cuenta que vivió doce años en Francia. Siento un cosquilleo que nace de mi mano izquierda y se proyecta por mi pierna derecha hasta la punta del pie. Estuve en China, dice también, estudiando y practicando la medicina. Fantástico, exclamo. Una de las agujas, comienza a dolerme. Me duele, susurro. En la rodilla. Sus manos se acercan, regulan la profundidad de la aguja. Dos años, recorriendo los hospitales, trabajando sin parar. Trato de imaginarme un hospital chino, y veo millones de camas vacías y blancos pasillos eternos; en los basureros las agujas usadas, rebalsándolos. Miro ahora el cielo raso y recuerdo entonces los días pasados hace mucho tiempo en un hospital de Santiago, cuando era estudiante. Tengo dicecinueve años y me han internado a causa de una peritonitis. En la cama contigua hay un niño enfermo, entre tantos, cada día más delgado, más ojeroso, su madre le lleva tortas de manjar envueltas en papel plateado. Todas las mañanas siento sus pasos, el golpeteo leve de los tacos de sus zapatos despertando las baldosas gastadas de los pasillos, el murmullo al acercarse a la cama (mi niño, mi niño…), después el sonido del papel rasgado, la risa del pequeño. La mujer se va y no vuelve hasta la tarde. El niño la espera; yo también la espero. Se encienden las luces, se cierran las cortinas y sentimos de pronto los pasos, sus pasos, nos agitamos, el niño y yo, bajo nuestras respectivas sábanas; la sangre circula un poco más rápido, un poco más tibia en nuestros cuerpos. Ella se inclina y toma las manos de su hijo, susurra una canción, relata una historia, un cuento de hadas que habla de un barco que cruza el mar en medio de una tormenta, o de una anciana que peina el cabello de una niña borrando todos sus recuerdos. Sobre el castillo sobrevuelan los cuervos, y más allá de las fronteras del reino una guerra se desata por culpa de una madrastra. La muerte vuela a ras de suelo, se alza, y se enseñorea contemplando su reflejo en las ventanas de la fría sala de un miserable hospital urbano. Poco a poco los ojos del niño se van cerrando. Yo espero a que la mujer se dé la vuelta para contemplar su rostro iluminado apenas por el destello de unos aros de fantasía demasiado brillantes, demasiado baratos, pero que a mí me parecen hermosos por el modo como iluminan su cara. La boca del estómago dice de pronto la doctora, despertándome, y marca con un algodón azul la zona sobre el ombligo, mi ombligo, para insertar su aguja. Una araña minúscula, insignificante, se pasea entre las vigas justo sobre mi cabeza, titubeante en sus pasos, como si dudase sobre el sentido de su desplazamiento. Diagnóstico: neurastenia, debilitación de la fuerza nerviosa, exceso de fatiga moral e intelectual. Pienso en la dificultad del idioma, en cómo lo habrá resuelto la doctora en China, pero no pregunto nada, mi lengua está dormida, trabada. Entonces comienza a hablarme de mis órganos, están todos desvitalizados, dice. El hígado principalmente. Y los pulmones. Respire hondo, inhale, exhale. Sigo sus órdenes sumisamente. En tiempos pasados, explica, la respiración era una forma de conocimiento. Ahora nos hemos olvidado de respirar. ¿Fumas? No. Qué extraño, acota, tus pulmones parecen estar dañados. Modifica entonces la posición de algunas agujas, y mientras la corriente circula por las supuestas líneas de mi cuerpo, pienso en San Sebastián atravesado por las flechas, al límite de sus fuerzas, entregado voluptuosamente a su agonía, bajo un árbol sombrío. Trato de ajustarme a la situación, evocar algún mártir de ojos rasgados pero el único que se me viene a la cabeza no es chino, sino japonés: Mishima atravesado por un sable, implorando a su amante que complete el ritual, según el código del seppuku. El amante temblando, los ojos llenos de lágrimas, torpe y vacilante. Inhalación, exhalación. Dos cabezas cortadas sobre la alfombra del Ministerio de Defensa Nacional del Japón. ¡Ay! ¿Duele? El pinchazo desintegra la imagen del espanto, la doctora me habla ahora de sus hijos y menciona algo relacionado con el tubo digestivo. Yo veo flechas, sables, agujas, atravesando veloces el espacio, o surgiendo de manos, de muchas manos, y entrando en los cuerpos, rasgando con mayor o menor rapidez la envoltura de la piel. Lo cierto es que las agujas me duelen, y me pregunto si irán a quedar marcas. Recuerdo otra vez el hospital de mi juventud, la pesadez de la anestesia y de los analgésicos, y mis ansias de las visitas de aquella madre condenada, que tal vez ya murió, quizás cuántos años después que su pequeño. Ahora, finísimas varillas de acero intentan conectarme con los canales de la energía cósmica, y pienso en los que estuvieron antes y los que estarán después de mí, recostados sobre esta camilla para ser sutilmente horadados (pequeños pinchazos de sanación oriental, a quince mil pesos la sesión). En este sacrificio ella, la doctora, es la sacerdotisa: sin duda sabe qué punto de mi geografía presionar con una de sus agujas para provocarme de inmediato una erección, ¿el centro de la nuca, la hondonada misteriosa entre el dedo índice y el pulgar? No puedo incorporarme y huir, escapar, caminar en dirección a mi casa en ruinas, donde mi familia en ruinas me espera; imagino las agujas adheridas a mi piel temblando apenas, según el precario ritmo de mis pasos; mi mujer en ruinas abre la puerta, me mira extrañada, grita, yo tambaleo desnudo por las habitaciones, implorando ayuda y silencio. ¡Qué nadie se me acerque! ordeno; las heridas supuran, las agujas se estrellan contra el piso, no hay quién pueda volver a amarme después de las marcas. Exceso de palabras, humo, ascensores, rostros, cifras, penumbra, tiempo negativo y sombras en el jardín. Otra vez el pinchazo. Grito, pero las palabras no salen; mi lengua está muerta. Un pinchazo en la boca del estómago para detener la procesión de imágenes presentes y pasadas, las imágenes futuras, las posibles, las poco probables. Pinchazos en la palma de las manos, en el dedo más pequeño del pie. Otra aguja en el mar de la frente para detener la polvareda, para moldearla, para suavizar toda luz deslumbrante, todo acto oscuro.

Pasarela

Las pisadas resuenan huecas sobre el suelo suspendido, mientras abajo pasan camiones y buses a 120 kilómetros por hora. Desde lejos, la pasarela resalta contra el cielo gris y bajo la luz brillante del sol, formando un arco leve, apoyándose en pilares circulares, con subidas y bajadas en espiral. Más allá se desgranan sitios vacíos y nuevas villas de casas idénticas entre sí.

En el interior del automóvil el tablero luce negro y seco con los marcadores y sus números. El reflejo incandescente de la carretera dificulta la visión, intensificando el leve ahogo del viaje (las ventanillas están cerradas), mientras la señal de la radio urbana comienza a perderse, dejando oír apenas una canción:

Thinking of you in the final throws,

this is when my buzzer goes…

En ocasiones estos instantes, u otros similares, son interrumpidos abruptamente por una piedra arrojada en forma violenta por una mano velada, juguetona y sombría, haciendo estallar el parabrisas y el espacio alrededor. Esta mano, como otras, surge de los terrenos baldíos, sube veloz por las escaleras circulares, avanza corriendo hacia la parte más alta de la pasarela y provoca desde allí una de esas muertes de carretera que desconciertan por su extraña y súbita naturaleza.

Idilio

Contaba mi tía Marta, princesa que a temprana edad se había vestido con el diáfano traje de la meningitis (y que solía usar también sendos calzones de lana y aretes brillantes), su historia, a quien quisiera escucharla, sentada frente al mar en la casa de piedra:

“Lo conocí en la micro. Él también vivía en Lo Espejo, igual que yo, lejos del centro. Todos los días tenía que atravesar la ciudad para llegar a mi trabajo. Una hora me demoraba, una hora larga.

Y ahí lo conocí. En la micro. Quedamos de vernos otra vez y así comenzó nuestra historia. Yo estaba contenta. Primera vez que alguien me quería, pensaba.

Pero llegó el verano y me fui a San Sebastián. A la playa. Con la familia. Al mar.

Él me escribía cartas de amor. Y hacia el final del verano me dijo que me visitaría, el domingo. Llegaría en tren. Que lo fuera a esperar a la estación de Cartagena. En la mañana, decía. A las diez. Estaba escrito en la carta.

Esperamos hasta las doce. En el bus, a la vuelta, yo me senté junto a la ventana y la abrí para sentir el viento. No quería que enfriara mis mejillas, porque ya las traía heladas. Sólo quería escuchar el sonido del aire, para olvidar otras cosas. La mamá no decía nada. Venía callada a mi lado. Yo la miraba fijo para que me hablara, pero ella, nada.

El jueves siguiente llegó otra carta. Que no había podido partir, que había tenido algunos problemas, que llegaría el próximo domingo con seguridad a las diez de la mañana. Que lo fuéramos a esperar a la estación de Cartagena. Que llegaba.

De regreso a casa, la mamá tampoco habló. Al igual que el domingo anterior, pero ahora ni me miraba. Esta vez ella se sentó al lado de la ventana, y clavó los ojos en los barcos chiquitos que apenas se movían en el horizonte. No dijo nada.

Ocurrió sólo una vez más. Después, la mamá dijo que ella no iba a ninguna parte, que ya no esperaba a nadie. Que yo tampoco debía esperar, ni a él, ni a nadie. Nunca. Y que me callara, que no quería oír ni una palabra.

Años más tarde, supe que había muerto de tuberculosis. Lo supe por el diario.

Corrí a contarle. Que había muerto. El mismo, el de las cartas. De tuberculosis. Sus ojos se parecieron a los de antes, a los del bus costero, acechando a los barcos en el filo del mar. Que no tenía importancia, que mejor que hubiese muerto, que no valía nada, me dijo”.

–Y usted, ¿qué pensó? –pregunté a la tía Marta.

Sus mejillas volvieron a helarse. Sintió quizás otra vez la mudez de su madre, la mudez del tiempo y de aquel verano.

–¿Yo? También. Que no valía nada.

Lepidopterus pagana