Tentación en Las Vegas - Maureen Child - E-Book
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Tentación en Las Vegas E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Cooper Hayes se negaba a compartir con nadie su imperio hotelero, y menos aún con Terri Ferguson, la hija secreta de su difunto socio, por muy bella que fuera. Estaba obsesionado con comprarle su parte de la compañía y con las fantasías pecaminosas que despertaba en él, pero Terri, aunque sí estaba dispuesta a compartir su cama, no dejaría que la apartara del negocio. ¿Hasta dónde estaría dispuesto Cooper a llegar por un amor que el dinero no podía comprar?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Maureen Child

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tentación en Las Vegas, n.º 2120 - diciembre 2018

Título original: Tempt Me in Vegas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. 

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados..

Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1307-505-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Esto no es un maldito culebrón, es la vida real –gruñó Cooper Hayes. Hundió las manos en los bolsillos y miró furibundo a Dave, su asistente–. ¿Cómo diablos ha podido pasar? No es normal que aparezca una heredera secreta de la nada en la lectura de un condenado testimonio.

–Lo único que apareció fue su nombre –le recordó Dave.

Cierto, aunque eso no era un gran consuelo. Cooper se quedó mirándolo un momento. Dave Carey, que había sido su mejor amigo y su confidente desde la universidad, siempre se mostraba tan razonable, tan lógico y tan endiabladamente objetivo que en ocasiones resultaba de lo más irritante. Como en ese momento.

–Pero con eso basta, ¿no? La cuestión es que existe, que tiene nombre y apellidos. Y ahora, según parece –añadió malhumorado–, también tiene la mitad de mi compañía. Y para colmo no sabemos nada de ella.

Allí, en su despacho de la planta veinte del Hotel StarFire, podía mostrar su frustración. Delante de la junta directiva y de los abogados de la compañía, en cambio, había tenido que ocultar su sorpresa y su ira durante la lectura del testamento de Jacob.

Hayes Corporation le pertenecía por derecho propio; había estado preparándose durante años para tomar el timón de la compañía. La habían fundado su padre y el mejor amigo de este, Jacob Evans, pero era él quien había convertido Hayes Corporation en la próspera empresa que era.

Aunque había hoteles Hayes de cinco estrellas en todo el mundo, las oficinas centrales estaban allí, en Las Vegas, en el buque insignia de la compañía, el hotel StarFire. Tras la muerte de su padre, Trevor Cooper, había ocupado su lugar junto a su socio, Jacob. Como este no tenía familia, había dado por hecho que, cuando falleciera, la compañía pasaría a sus manos… pero no había sido así.

En su adolescencia, Dave y él habían trabajado durante los veranos en distintos departamentos de la empresa para aprender tanto como pudieran sobre el negocio, y cuando él había tomado el relevo a la muerte de su padre, lo había hecho con Dave a su lado. No podía imaginarse haciendo aquel trabajo sin él; contar con alguien de confianza era algo que no tenía precio.

–Bueno, no sabemos nada de ella ahora –puntualizó su amigo, que estaba sentado frente a su escritorio–. Pero dentro de un par de horas tendremos toda la información que necesitemos sobre ello. Ya tengo a nuestros mejores hombres trabajando.

Cooper asintió distraído. Todo aquello era increíble: que Jacob, según parecía, sí tuviera familia después de todo… Una hija a la que nunca había visto, que había sido entregada en adopción casi treinta años atrás… Y que hubiese esperado a estar muerto para hacérselo saber. Irritado, se pasó una mano por el pelo y sacudió la cabeza.

–Jacob podría haber tenido la deferencia de decírmelo.

–Puede que pensara hacerlo –apuntó Dave, que cerró la boca cuando él lo miró furibundo.

–Lo conocía desde niño –le recordó Cooper–. Cuesta creer que en treinta y cinco años fuera incapaz de encontrar cinco minutos para decirme: «Oye, ¿te he contado que tengo una hija?».

Dave se encogió de hombros.

–No sé por qué no lo hizo, pero me imagino que no esperaba morirse de repente por un accidente con un carrito de golf.

Cierto. Si el carrito en el que iba no hubiese volcado, Jacob no se habría roto el cuello y… Y eso no habría cambiado nada, se dijo. No, Jacob tenía ya ochenta años. Habría muerto antes o después.

–Pero es que es absurdo… La dio en adopción, no quiso saber nada de ella durante todos estos años, y al morir va y le deja la mitad de la compañía. ¿Quién hace algo así?

Dave no contestó, sencillamente porque no había una respuesta. Y Cooper tenía un montón de preguntas más sin respuesta, como quién era aquella mujer y si esperaría tener voz y voto en la gestión de Hayes Corporation. Lo que tenía muy claro era que no iba a dejar que mangonease de ningún modo en la compañía.

–Está bien –dijo–. Antes de que acabe el día quiero saber todo lo que haya que saber acerca de esa… –bajó la vista a la copia del testamento de Jacob sobre su mesa– Terri Ferguson. En qué universidad estudió, a qué se dedica, a quién conoce… Si voy a tener que tratar con ella, quiero disponer de toda la munición posible.

–A lo mejor tenemos suerte y resulta que no quiere nada de esto –comentó Dave levantándose.

Cooper se habría reído, pero estaba demasiado furioso.

–Sí, ya, seguro. Como que cualquiera rechazaría una herencia de millones de dólares… Pero puede que la solución pase por que me ofrezca a comprar su parte de la compañía y convencerla de que acepte el dinero y desaparezca.

 

 

Terri Ferguson sacudió la cabeza y estuvo a punto de pellizcarse para asegurarse de que no estaba soñando. Paseó la mirada por la sala del Wasatch Bank, el banco en el que trabajaba, y se convenció de que no estaba dormida; estaba ocurriendo de verdad.

Pero es que nada de aquello tenía sentido… Había sido un día normal en Ogden, Utah: esa mañana había acudido a su trabajo, había ocupado su puesto en la caja y había estado atendiendo a los clientes hasta que había aparecido aquel tipo diciéndole que era un abogado y que necesitaba hablar con ella en privado. Y ahora estaba allí, sentada frente a él, escuchando algo que parecía sacado de un cuento de hadas. Un cuento en el que ella era la protagonista.

–Perdón, ¿podría repetir otra vez lo que acaba de decir?

Maxwell Seaton, el abogado, suspiró, se quitó las gafas y se sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarlas.

–Como ya le he explicado, señorita Ferguson, soy el albacea testamentario de su padre biológico, Jacob Evans.

–Mi padre… –susurró ella. Se le hacía raro decirlo.

Había crecido sabiendo que era adoptada. Al cumplir los dieciocho, sus padres adoptivos le habían dicho que la apoyarían si decidía buscar a sus padres biológicos, pero nunca había sentido curiosidad por saber quiénes eran. Al fin y al cabo, se había dicho, lo que importaba no era quiénes la hubieran engendrado, sino las personas que la querían y que la habían criado.

Además, no había querido herir a sus padres adoptivos. Al morir su padre, su madre se había mudado al sur de Utah para irse a vivir con su hermana, y ella había estado demasiado ocupada con sus estudios en la universidad como para preocuparse por una conexión biológica con personas a las que no había conocido. Solo que ahora esa conexión la había mordido en el trasero.

–Sí, su padre, Jacob Evans –repitió el abogado, poniéndose las gafas de nuevo–. Ha fallecido hace poco y, de acuerdo con su testamento, he venido a informarle de que es usted su única heredera.

Aquello era lo más raro: ¿por qué le había dejado una herencia? Si nunca habían tenido relación alguna…

–Ya. Bien. ¿Y he heredado un hotel? –inquirió ella, levantando una mano antes de que él pudiera responder–. Perdóneme. Por lo general no me cuesta tanto absorber la información, de verdad, pero es que esto es tan… extraño.

Por primera vez el abogado esbozó una pequeña sonrisa.

–Comprendo lo inesperado que debe parecerle esto.

–«Inesperado» es un adjetivo que se ajusta bastante a la situación –asintió ella, alargando la mano hacia el botellín de agua frente a sí. Tomó un sorbo y añadió–: Aunque «surrealista» sería más apropiado.

–Sí, supongo que sí –el abogado esbozó otra sonrisa–. Señorita Ferguson, su padre era socio copropietario de Hayes Corporation.

–Ya –murmuró Terri. Aquello no le decía nada.

El abogado suspiró.

–Hayes Corporation es una cadena hotelera con más de dos mil establecimientos en todo el mundo.

–¡¿Dos mil?! –repitió ella, en un tono chillón que le hizo contraer el rostro.

Depositando una mano sobre el taco de papeles que había puesto encima de la mesa, el señor Seaton la miró a los ojos y le dijo:

–Si firma esto será oficial: las acciones de su padre pasarán a ser suyas. Ahora es usted una mujer muy rica, señorita Ferguson.

Rica… Eso también le sonaba raro, aunque bien, porque acababan de subirle la cuota de la televisión por cable, había tenido que ponerle frenos nuevos al coche y ahora que llegaba el invierno una de las cosas que quería hacer era cambiar las ventanas por otras con aislamiento térmico y…

Alargó la mano hacia los papeles, pero volvió a apartarla.

–Me gustaría repasarlos con mi abogado antes de firmar –le dijo al señor Seaton–. Bueno, el abogado de mis padres.

–Sabia decisión –respondió él con un breve asentimiento. Se levantó y cerró su maletín de cuero negro–. Su socio, el señor Cooper Hayes, quiere que se reúna con él lo antes posible en las oficinas centrales de la compañía, en el hotel StarFire de Las Vegas. La información de contacto está en los papeles.

El StarFire… Terri había oído hablar de ese hotel, por supuesto. Había visto fotografías en las revistas y, ahora que lo pensaba, también fotografías de Cooper Hayes en las que aparecía posando con distintas famosas. Era alto y guapísimo, y tenía unos ojos tan azules que siempre pensaba que debían ser lentillas coloreadas.

La idea de ir al StarFire a encontrarse con él la intimidaba un poco. Reprimió una risita nerviosa. El día anterior no habría podido permitirse alojarse en el StarFire… ¡y ahora le pertenecía la mitad del hotel!

–Si tiene alguna pregunta, no tiene más que llamarme –le dijo el señor Seaton, tendiéndole su tarjeta.

–Gracias.

Cuando el abogado fue a salir, Jan Belling, una compañera de Terri, que debía haber estado al otro lado con el oído pegado a la puerta, casi se cayó al suelo, pero reaccionó con rapidez, recobrando el equilibrio, y le sonrió azorada.

–Hola. Perdone –balbució.

–No tiene importancia –respondió él, reprimiendo una sonrisilla. Y despidiéndose de Terri con un último asentimiento, se fue.

Jan entró, cerró la puerta y corrió a sentarse frente a Terri. Su corto cabello negro y sus ojos verdes le daban el aspecto de una duendecilla.

–¡Qué corte! –murmuró.

–No puedo creerme que estuvieras escuchando detrás de la puerta –la increpó Terri.

–Tampoco he oído demasiado. Esa puerta es demasiado gruesa. Estos estúpidos edificios antiguos con puertas de madera de verdad… –gruñó sacudiendo la cabeza–. Bueno, ¿y qué ha pasado? ¿Quién era ese tipo y qué quería de ti?

Terri se rio. Jan era su mejor amiga, y la única que podría ayudarla a encontrarle algún sentido a todo aquello.

–No te lo vas a creer.

–Cuenta.

Cuando le hubo relatado lo que le había dicho el señor Seaton, Jan parpadeó con incredulidad.

–Es como un cuento de hadas –murmuró.

–Eso es justo lo que he pensado yo –admitió Terri–. ¿Crees que a medianoche el hechizo se romperá y volveré a convertirme en una calabaza?

–Cenicienta no era una calabaza; eso era el carruaje –contestó Jan riéndose–. Y, por extraño que parezca, esto es real. Es increíble, Terri: eres rica. ¿Qué digo rica? ¡Asquerosamente rica!

–¡Ay, Dios! –musitó Terri, llevándose una mano al estómago, en un intento inútil por calmar sus nervios.

No sabía lo que era tener un montón de dinero. Sus padres adoptivos habían sido maestros y aunque habían vivido desahogadamente, habían tenido el mismo coche viejo durante años y habían tenido que ahorrar cada vez que habían querido irse a algún sitio de vacaciones.

Jan alargó el brazo para tomar su mano.

–¿Cómo es que no estamos celebrándolo? ¡Ay!, perdona… ¡Dios, qué idiota soy a veces! Me imagino que habrá sido un golpe para ti enterarte de que tu padre biológico ha muerto.

–Bueno, supongo que es ridículo sentir tristeza por la muerte de alguien a quien ni siquiera llegué a conocer, pero sí, la verdad es que sí.

Detrás de todo aquel dinero caído del cielo estaba a muerte de un ser humano. Terri se preguntó en silencio qué clase de hombre habría sido. Si sabía que tenía una hija y dónde estaba, ¿por qué no se había puesto nunca en contacto con ella?

–No tenías ni idea de quién era tu padre biológico, ¿no? –le preguntó Jan.

–No, ni idea –respondió ella en un tono quedo–. Y ahora me asaltan un montón de preguntas para las que seguramente jamás tendré respuesta.

–Al menos sabes que pensaba en ti, que no se había olvidado de ti. Y por eso te ha dejado todo lo que tenía.

Los labios de Terri se curvaron en una pequeña sonrisa.

–Tienes razón: nada de autocompadecerme. Aunque que me haya entrado un poco de pánico es normal, ¿no?

–Por supuesto. El StarFire… –murmuró Jan con una sonrisa–. Dicen que es un hotel alucinante…

–Lo sé.

La mente de Terri era un hervidero de posibilidades. Tenía un buen trabajo, aunque no fuera de lo más emocionante, pero ahora tenía la oportunidad de hacer algo más con su vida.

–¡Y ahora es tuyo!

–Bueno, solo la mitad, según parece –puntualizó Terri. Pero luego se puso de pie abruptamente y exclamó–. ¡Dios!, ¿cómo voy a pasar de ser cajera en un banco a empresaria?

–¿Lo estás diciendo en serio? Eres lista y se te da bien tratar con la gente. Y eres capaz de hacer cualquier cosa que te propongas.

–Gracias por esa fe que tienes en mí –le dijo Terri sonriendo–, pero no sé ni por dónde empezar, Jan.

–Terri, esta es tu gran oportunidad –le dijo su amiga levantándose–: tu oportunidad de salir, de dejar el banco y encontrar un trabajo que te apasione.

Lo que Jan decía era verdad. Había aceptado aquel empleo porque necesitaba el trabajo, pero no era lo que quería hacer el resto de su vida. Quizá el universo le estuviese dando la oportunidad de salir de la rutina en la que se había estancado y descubrir de qué era capaz.

–Tienes razón. Hablaré con Mike y le diré que necesito tomarme unos días libres –contestó. Mike era el gerente del banco.

Jan sacudió la cabeza y sonrió.

–Lo que deberías decirle es que lo dejas para siempre.

Terri se rio.

–No me siento preparada para dejarlo todo atrás de golpe.

–No tienes por qué agobiarte –le dijo Jan mientras salían de la sala de descanso–. Cooper Hayes no te necesita para dirigir la compañía, pero eres su nueva socia, te guste o no, así que al menos tendrás voz y voto en las decisiones.

Cierto. Una oportunidad como aquella no se le presentaba a una todos los días; tendría que estar loca para rechazarla. Y tampoco había motivos para tener miedo. Sí, no tenía ni idea de cómo dirigir un hotel, pero sabía lo que le gustaba y lo que no cuando se alojaba en uno, y eso tenía que ser de alguna utilidad. Además, su padre adoptivo había sido el dueño de un restaurante durante décadas. Ella había trabajado allí en su adolescencia, y había aprendido de él que la clave del éxito en el sector servicios era hacer felices a los clientes.

–Ve, Terri –insistió Jan–. Y si necesitas a la caballería, me subiré a un avión y me plantaré allí.

Terri sonrió.

–Prepárate, Las Vegas: ¡allá voy!

 

 

 

Cuatro días después Terri estaba en Las Vegas, en medio del inmenso y opulento vestíbulo del hotel StarFire. Giró lentamente, fijándose en los carteles que indicaban el casino y la zona de tiendas, restaurantes y bares. Si el exterior le había parecido impresionante, el interior era como de otro mundo. Sobre todo el techo, que era como una ilusión digital que simulaba un cielo estrellado.

El mundo al que ella pertenecía ahora. Ese pensamiento la hizo sonreír y morderse el labio antes de ponerse a la cola del mostrador de conserjería. Había reservado una habitación, pero no se había puesto en contacto con su socio, Cooper Hayes, para avisarle de su llegada. Quería poder explorar el hotel un poco por su cuenta antes de hacerlo, experimentar cómo iba a ser su nueva vida.

Al poco rato le llegó su turno, y le tendió su documentación al empleado tras el mostrador. Era joven, y una chapa en la solapa de la chaqueta de su uniforme indicaba su nombre: Brent.

–¿Es la primera vez que viene al StarFire? –le preguntó con una sonrisa.

Terri sonrió también, sorprendida.

–¿Cómo lo sabe?

–Porque no hace más que mirar a su alrededor. Y sobre todo el techo –le contestó él con un guiño.

–Es que es precioso –admitió ella.

–Sí que lo es –Brent bajó la vista a su permiso de conducir y empezó a teclear en el ordenador antes de detenerse y quedarse mirándola como si tuviera tres cabezas–. ¿Terri Ferguson?

–Ese es mi nombre –asintió ella. Frunció el ceño e intentó ver la pantalla del ordenador–. ¿No le aparece mi reserva?

–Sí, señorita –contestó él, poniéndose muy serio de repente–. Estábamos esperando su llegada, señorita Ferguson.

–¿Me estaban esperando? –repitió Terri aturdida.

Había tenido la esperanza de poder pasar inadvertida, pero parecía que no iba a ser así.

–Su suite está preparada.

–Pero si yo no reservé una suite…

Brent sonrió y le pasó una tarjeta magnética y le devolvió su documentación.

–Como le decía, estábamos esperando su llegada.

–¿Pero cómo…?

–Al hacer la reserva el sistema procesó su nombre y lo reconocimos de inmediato, así que sabíamos que venía –le explicó Brent, sonriendo de nuevo–. El señor Hayes dio órdenes de que la instalásemos en una suite. Bill llevará sus maletas.

Un botones de unos veinte años apareció a su lado como por arte de magia.

–Ah. Bueno, solo tengo una maleta y tiene ruedas; puedo llevarla yo.

–Es mi trabajo, señorita –dijo Bill–. Venga, la acompañaré a su suite.

Terri nunca se había alojado en un hotel como aquel, y mucho menos en una suite, pero ahora era la copropietaria de aquel increíble establecimiento, así que tendría que empezar a acostumbrarse.

–Está bien –murmuró–. Y gracias –le dijo a Brent.

–No hay de qué. Bienvenida al StarFire.

Siguió al botones hacia los ascensores hecha un manojo de nervios. Cooper Hayes estaba al tanto de su llegada y estaba esperándola. ¿Permitiría que se hiciese un hueco en la compañía, o trataría de interponerse en su camino? Y, si lo hiciera, ¿estabas dispuesta a luchar? Pensó en todas las cosas que podría hacer con la herencia que su padre biológico le había dejado: podría comprarse una casa, pagarle a su madre y a su tía un viaje alrededor del mundo… Las posibilidades eran infinitas.

Y entonces fue cuando lo vio, y fue como si toda la gente que la rodeaba se desvaneciera. El corazón le golpeaba con fuerza contra las costillas y la boca se le había secado. Cooper Hayes era, probablemente, el hombre más guapo que había visto en toda su vida.

Vestía un elegante traje negro con una camisa de un blanco prístino y una corbata color vino. Llevaba el cabello negro un poco largo, con un estudiado aspecto despeinado, y sus ojos azules eran tan arrebatadores que no podía apartar la vista de ellos.

Él también estaba mirándola, pero su expresión no dejaba entrever qué estaba pensando. Claro que tampoco debería sorprenderle, se dijo. Seguro que todos los millonarios como él nacían con esa expresión inescrutable. Cooper Hayes… su socio… y el hombre con el que podría fantasear horas y horas.