Todas las fotos que me hiciste - Nora Blues - E-Book

Todas las fotos que me hiciste E-Book

Nora Blues

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Paula acaba de llegar a Madrid para trabajar como becaria en uno de los periódicos más importantes de la ciudad, aunque enseguida descubre que no todo es tan perfecto como había imaginado. Su jefe es detestable, se pasa las horas en el trabajo tecleando la agenda cultural y su mejor amiga está a más de seiscientos kilómetros. Pero justo cuando comienza a aceptar que ese no será el verano de su vida se tropieza con Mario, el dueño de una multinacional dedicada a la fotografía que le hará una propuesta nada convencional. ¿Podemos decidir a quién amamos? ¿Tenemos el control de nuestro destino?

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Paula acaba de llegar a Madrid para trabajar como becaria en uno de los periódicos más importantes de la ciudad, aunque enseguida descubre que no todo es tan perfecto como había imaginado. Su jefe es detestable, se pasa las horas en el trabajo tecleando la agenda cultural y su mejor amiga está a más de seiscientos kilómetros. Pero justo cuando comienza a aceptar que ese no será el verano de su vida se tropieza con Mario, el dueño de una multinacional dedicada a la fotografía que le hará una propuesta nada convencional.

¿Podemos decidir a quién amamos?

¿Tenemos el control de nuestro destino?

Todas las fotos que me hiciste

Nora Blues

www.ushuaiaediciones.es

Todas las fotos que me hiciste

© 2021, Nora Blues

© 2021, Ushuaia Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

[email protected]

ISBN edición ebook: 978-84-16496-73-0

ISBN edición papel: 978-84-16496-72-3

Primera edición: enero de 2021

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de portada: © crystaaalina/ Shutterstock.com

Ilustración de interior: © zaie / Freepik.com

Todos los derechos reservados.

www.ushuaiaediciones.es

Índice

1. Tropezamos de repente en una calle de Madrid

2. Tú y yo, como si fuésemos una pareja de verdad

3. Tras la fiesta, un trozo de tela negra

4. Visita de Barcelona y las dos eses

5. Las posibilidades de la noche

6. Un billete de avión para mañana

7. Las puestas de sol de Ibiza

8. La cala más romántica de Ibiza

9. Un reservado y unas copas de champán

10. Un fin de semana para no olvidar

11. Una bolsa de sushi y un despacho minimalista

12. El vestido perfecto para una cena romántica

13. Un tren destino Barcelona

14. Buscando respuestas en una habitación de hotel

15. Historias que necesitan ser contadas

Epílogo

La autora

A todos los corazones

que quieren volar libres.

A mi familia.

A ti.

Paula. Martes, 8 de julio.

No me acostumbro al calor de Madrid. En Barcelona, con el mar, se hace más soportable, pero creo que por fin he conseguido hacerme a la idea de que este verano no podré volver a casa. Mi nuevo jefe es muy exigente, una de esas personas que siempre necesita menospreciar a los demás para no tener que menospreciarse a sí mismo. Ni siquiera esa anticuada camiseta roja que lleva consigue disimular que su color es el gris. Siempre he pensado que a las personas grises se las reconoce con tan solo un vistazo y sí, sin duda él es gris. No creo que su cara sea capaz de doblegarse en una sonrisa, ni que pueda llegar a decir algo más amable que no sea «tienes que trabajar más» o «esto está mal».

—Nunca llegarás a ser una buena periodista si vienes a trabajar a estas horas, Paula —casi me ha gritado esta mañana al comprobar que solo llegaba siete minutos antes de la hora prevista.

Por supuesto, no le he contestado. No contradecirlo nunca. Esta es la regla. La única regla para sobrevivir. Fue lo primero que aprendí hace dos días, cuando llegué a la redacción para cumplir con mi recién estrenado contrato de prácticas en un supuestamente reputado periódico de la capital.

Después de seis horas tecleando la cartelera, la programación de la televisión y la agenda cultural frente a un viejo ordenador que pone a prueba mis nervios letra tras letra, he salido a la calle con un sándwich vegetal entre las manos para cubrir la primera rueda de prensa a la que puedo acudir. ¡Mi primera rueda de prensa! Estaba tan emocionada que casi le doy dos besos al gris de mi jefe cuando me ha dicho que la cubriría yo. Y bueno, la rueda de prensa ha sido… Ha sido muy… Para qué engañarnos, ha sido de lo más gris, aburrida hasta decir basta. No sé por qué esperaba otra cosa. Soy la becaria novata que acaba de llegar y no van a dejarme cubrir la notica del verano, pero la idea romántica que tenía en mi cabeza desde el momento en el que decidí estudiar Periodismo se ha ido haciendo añicos mientras una voz sin emoción leía las cifras de los turistas que llegan estos días a Madrid.

Aun así no todo ha sido gris esta mañana, y lo que ha ocurrido después ha compensado con creces los cuarenta y cinco interminables minutos de sopor.

Nos hemos encontrado en la Gran Vía, mientras volvía corriendo al periódico. Andar a toda prisa entre decenas de turistas (sí, la voz monótona de la rueda de prensa no mentía, Madrid está lleno de turistas estos días) e intentar leer un mensaje en el móvil no es una buena combinación para mí, y por eso me he tropezado, nunca mejor dicho, con él.

—Disculpa —ha dicho mientras me agarraba fuerte por los brazos para evitar que me cayera, y sus ojos azules se han clavado con fuerza en los míos.

Creo que he logrado balbucear algo así como: «No es culpa tuya», a la vez que trataba de recuperar el equilibro.

Él me ha soltado y se ha quedado frente a mí, mirándome como si esperara que en cualquier momento pudiese tropezar de nuevo. Listo para sujetarme otra vez.

Yo también me he quedado mirándolo. Llevaba unos tejanos ajustados y una camiseta negra; el pelo corto, cuidadosamente despeinado. Era un chico guapo, sin duda.

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —ha preguntado sin despegar su ojos de los míos.

—Eh… Sí, estoy bien. No ha sido nada —le he dicho con tanta convicción como he podido mientras me alisaba una arruga inexistente de la camiseta—. Lo siento, yo… tengo prisa.

Sí, eso era, tenía prisa. Pero me he quedado ahí plantada, frente a él, sin poder alejarme de su mirada.

—De acuerdo. Tienes prisa. ¿Hasta luego, entonces?

El tono jocoso de su pregunta me ha hecho reaccionar y le he correspondido con otro «hasta luego» mientras me iba.

—¡Gracias! —le he gritado tras alejarme unos pasos.

Y será porque estos días en Madrid no están siendo tan buenos como esperaba o porque su sonrisa me ha puesto de buen humor, pero de repente el día me ha parecido de un azul perfecto.

Mario. Martes, 8 de julio.

Acabo de leer el balance semanal de mi empresa. Como siempre, positivo, muy positivo. La fotografía es muy rentable. Aunque mi padre fundó con unos socios una agencia de fotos de las de siempre, de las únicas que había, las de carrete, desde hace algunos años la empresa es mía, aunque realmente ahora sea ya otra empresa. Mi padre vivía bien con sus fotos reveladas en unos líquidos que ahora apenas existen, pero yo convertí su agencia en un verdadero imperio con fotos que ni siquiera hay que revelar.

Fue difícil al principio y aún recuerdo las dudas de los veteranos de la empresa cuando les sugerí comprar la primera cámara digital. Pero yo lo tenía claro, aunque un montón de píxeles no tengan la misma magia que una imagen revelada en blanco y negro en un cuarto oscuro, alumbrado solo por la tenue luz roja de una bombilla, el futuro era digital. Así que cuando cogí las riendas de la empresa vendí todos los equipos y aposté por el futuro. Y acerté.

Hoy he ido a la oficina. Estoy en mi despacho, y he ordenado a Clara, la recepcionista, y a Lidia, mi secretaria, que no entre nadie bajo ningún concepto.

He impreso las fotos con mi nuevo equipo. La calidad es buena. Muy buena. Las fotos son tan grandes que podría cubrir una pared de mi dormitorio solo con una de ellas. Tal vez lo haga. Esa chica tiene algo tan… especial. Me gustaría hacerle fotos sin que fuera a escondidas, posando para mí.

Quizá un día lo consiga. De momento esta mañana he forzado un tropezón que pareciera fortuito para que me viera, pero el encuentro ha sido breve. Necesito más. He pedido a Jorge, mi chico de confianza, que siga sus pasos y descubra cómo puedo volver a verla.

Mario. Martes, 8 de julio.

Jorge es eficiente, aunque nunca se lo diré. Me acaba de mandar un mail con toda la información que le he pedido. Está todo detallado, dónde vive la chica y dónde trabaja. Incluso su nombre: Paula. Tendré que fingir no saber nada cuando fuerce un nuevo encuentro con ella.

Sigo leyendo. Tiene 22 años. Me parece muy joven para trabajar en ese periódico. A Jorge se le ha pasado por alto este detalle, tal vez no sea tan eficiente. Seguro que es becaria. Mañana lo compruebo.

Paula. Miércoles, 9 de julio.

Él está aquí, en la redacción. No sé cómo es posible, pero está aquí. Todos han callado cuando ha entrado con paso decidido. Sí, parece que ese es el efecto que produce su sola presencia. El mismo que me produjo a mí ayer cuando me tropecé con él. Por lo menos comprobar que no soy la única a la que le provoca eso hace que me sienta algo menos infantil y estúpida.

Nada más entrar se ha dirigido sin vacilar al despacho del director. ¡Dios!, es más guapo de lo que recordaba…

—Paula, cierra la boca —me ha dicho Ana divertida, supongo que al ver la cara de asombro que no he podido disimular.

Ana es alegre y vital. Lleva unos cuatro años en el periódico, cubriendo todos los cotilleos de la ciudad para las páginas de sociedad, y ha sido muy amable conmigo desde que he llegado. Hace apenas unos días que nos conocemos, pero me cae bien, y creo que podremos ser amigas. Me siento sola en Madrid, y algo me dice que Ana no será solo una compañera de trabajo.

—¿Qué?… —le he contestado demasiado desconcertada como para ser consciente de mi reacción.

—¡La boca! —me ha repetido—. ¿Te gusta, verdad? No te preocupes, nos pasa a todas. Pero olvídate, él es inalcanzable.

—No. No es eso. Es que… creo que le conozco.

—¡¿Que conoces a Mario Ramírez?! —ha preguntado en un tono de voz más alto de lo esperado—. ¿Y por qué no me lo habías dicho antes?

—¿Eh? Sí. Quiero decir, no. En realidad no es que lo conozca, es solo que ayer, por la calle, me tropecé con él cuando volvía al periódico de la rueda de prensa.

—Entonces considérate afortunada, ya has estado más cerca de él de lo que nunca hemos estado ninguna —me aseguró entre risas mientras cogía la taza de café frío que siempre tenía junto a su ordenador.

Iba a preguntarle quién era, pero la sola presencia de mi jefe, que acababa de entrar a la redacción, bastó para cortar la conversación.

Mario. Miércoles, 9 de julio.

Hace un rato he entrado a esa jodida redacción desarmado, sin tarjetas de memoria llenas de fotografías con las que comerciar. Cada vez que voy allí, todos saben que algo gordo tengo en mis manos. Siempre es así. Me he ganado su respeto exclusiva tras exclusiva. Hoy no tengo nada, pero eso nadie lo sabe, así que cuando el gran jefe del periódico, el director Suárez, ha abierto la puerta de su despacho para recibirme desde el fondo de la redacción, he podido ver en su mirada que estaba expectante.

Mi cerebro va a mil para ver cómo me las apaño ahora, pero mientras me acercaba al despacho la he visto. Era ella, sin duda. La reconocería entre todas las becarias de Periodismo del mundo. Casi le rozo el brazo cuando he pasado junto a ella, pero estaba tomando notas mientras hablaba por teléfono y haciendo alguna cosa más a la vez, y diría que tenía demasiado ocupados todos los sentidos para que se haya percatado de mi presencia. Y si lo hubiera hecho, dudo que me reconociera. Seguramente, para ella solo fui el fruto de un tropezón. Pero eso tiene que cambiar. De hecho, en estos momentos eso está cambiando, siempre y cuando Paula acepte la extraña propuesta que ya le habrá hecho llegar el director Suárez de mi parte.

—¡Don Mario! ¡Qué placer! ¿Qué te trae por aquí? —me ha saludado Suárez cuando todavía me faltaban media docena de metros para llegar a él.

—Negocios, Suárez, siempre negocios.

—Cuenta…

Suárez nunca se anda por las ramas. Es una de las cosas por las que es conocido. Va siempre al grano, a veces demasiado, pero eso forma tanto parte de él como su baja estatura o su pelo de esparto.

—Tengo algo interesante, algo gordo, entre manos. Si puedo hacer que salga, es tuyo. No me pasaré con el precio, y te aseguro que durante varias ediciones serás el número uno en ventas.

—¿Y esa muestra de generosidad? —me ha preguntado el director en tono desconfiado—. No es propia de ti.

—¿Tan mala fama tengo?

—No tienes fama de malo, Mario, pero sí de duro en los negocios. No hace falta que te lo diga.

Suárez tiene razón. Soy duro negociando, eso lo saben todos, pero quizá ahora eso pueda beneficiarme.

—Pues tómate esto como un pequeño favor. Para limpiar esa imagen que tienes de mí, digo.

—¿De qué se trata…?

—No te puedo decir nada, ya sabes. Mientras no tenga en mi poder las fotos, para mí no existe.

—¡Ay, Mario! Si aceptaras alguna de las propuestas que siempre te están haciendo para trabajar con un solo medio en exclusiva…

—¿Me haría de oro? Sabes que ya lo soy —le he contestado divertido—. Además, no me gustan la estabilidad ni la fidelidad. Pero —he continuado— para seguir adelante con esto necesito un pequeño favor.

—Tampoco eso es propio de ti.

Suárez tiene razón. No me gusta pedir favores, porque eso significa estar en deuda con alguien. Valoro la independencia y la libertad, y soy consciente de que ambas cosas pueden mostrar una imagen de mí más fría de la que me gustaría.

—¿Eso crees? —he dicho fingiendo molestia, y he dejado unos segundos de silencio antes de continuar—: Préstame a alguien, necesito estar acompañado en momentos clave.

—Cuenta con ello —se ha prestado sin dudar—. Algunos de mis veteranos de guerra estarán encantados…

—Nada de veteranos. Paula. Tiene que ser ella.

Su cara de extrañeza ha rozado lo cómico.

—¿Paula? Pero Paula es una becaria. Y lleva pocos días aquí. —De repente, ha recapacitado—: ¿Y cómo es que la conoces?

—No puedo decirte nada. Conoces el secreto de confesión de la profesión. Dale este sobre cuando yo me haya ido y espera acontecimientos. Ella te dirá.

El director ha cogido el sobre con sumo cuidado, como si dentro hubiera una bomba, y a la vez con una mueca de incredulidad en su rostro imposible de disimular. Le he dicho que hoy tendría que cenar con ella y dónde. Y antes de irme todavía le he dicho algo más.

—Por cierto, ella no es de Madrid, puede que no sepa adónde va. De modo que explícaselo.

Sin darle tiempo para decir nada más he salido de su despacho y he cruzado decidido la redacción. He hecho un esfuerzo enorme para no pararme junto a Paula. Si todo sale bien, pronto podré tenerla cerca.

Paula. Miércoles, 9 de julio.

Cuando he visto el nombre del director en la pequeña pantalla que emerge cada vez que me llega un correo electrónico he pensado que debía ocurrir algo malo. Y cuando he leído su mensaje («Paula, necesito que venga a mi despacho cuanto antes») he sabido que me equivocaba; lo que debía ocurrir era sin duda mucho peor.

Ana acababa de salir. Había ido a cubrir una de esas fiestas a las que acuden los famosos de segunda categoría las tardes de verano, así que no tenía a nadie con quien compartir mis temores. He conseguido juntar el poco valor que me quedaba después de releer por cuarta vez el mensaje y he llamado a la puerta con poco convencimiento:

—Pase, Paula —he oído que decía. Suárez ya sabía que era yo.

—Hola. Acabo de ver el mensaje.

Se me ha hecho raro hablar con él. Apenas cruzamos unas palabras el día que llegué al periódico, y Suárez no es como mi jefe de la sección. A pesar de su aspecto poco cuidado él es el director general. Su sola presencia impone respeto. Sus maneras directas, sin florituras, son famosas en todas las altas esferas de la ciudad.

—Siéntese, por favor. ¿Cómo le han ido estos primeros días en el trabajo?

Por lo poco que conozco y lo mucho que he oído de él juraría que estos no son sus modales habituales.

—Todo muy bien, gracias.

—Me alegro. Si necesita cualquier cosa, no dude en pedírmela.

Suárez ha intentado mostrarse amable, complaciente, pero la manera con que daba vueltas al gemelo de su puño izquierdo delataba su incomodidad. Estaba pisando un terreno que no es el suyo, un lugar resbaladizo por el que no está acostumbrado a transitar.

—Mire, Paula, tengo que comentarle un asunto, ¿cómo diría?, delicado. Esto no es algo habitual, algo que suela pasar en el periódico. Antes ha estado aquí Mario Ramírez. Él… necesita a alguien del periódico para que lo acompañe esta noche. Es un asunto delicado, supongo. Le he ofrecido la posibilidad de que lo hiciera uno de los periodistas más veteranos, pues sin duda se trata de algo importante. Pero él… —Suárez hablaba despacio, meditando con cuidado todo lo que decía, como si quisiera que cada palabra ocupara exactamente su lugar—. Él quiere que sea usted quien lo acompañe.

—¡¿Qué?!

Supongo que ha sido la mezcla de sorpresa y miedo que debe haber visto en mi cara la que ha hecho que Suárez se haya levantado y rodeado la mesa para acercarse a mí. Yo me he quedado sentada, mirándolo mientras seguía escogiendo con cuidado cada palabra.

—Verá, él quiere verla esta noche. Digamos que…, sí, él quiere cenar con usted.

Suárez ha vuelto a rodear la mesa y ha sacado un pequeño sobre de uno de los cajones de su escritorio. Durante unos segundos, lo ha mirado en silencio; seguramente dudando sobre si debía dármelo o no.

—Aquí encontrará el lugar y la hora, Paula —me ha dicho alargándome ese sobre que por un momento me ha parecido tan misterioso como desconcertante. Lo he cogido sin saber qué decir—. Ah, por cierto, es un sitio muy exclusivo, deberá ir de largo.

—¿Cómo?

A cada frase la situación se estaba haciendo más incómoda. No sabría decir quién de los dos lo ha pasado peor.

—Entiendo que todo esto le parezca raro, Paula, pero sin duda él podrá explicarle todo durante la cena.

—Sí, claro.

Esto ha sido lo único que he acertado a decir. Tenía que haberme negado o haberle exigido al menos algún detalle más. Al fin y al cabo, ni tan siquiera sé quién es este tal Mario Ramírez, pero eso es lo único que he acertado a decir. «Sí, claro».

Un silencio incómodo se ha acabado tragando mis palabras y cuando el ambiente se ha hecho irrespirable de tan tenso Suárez ha decidido dar por terminada la reunión. Pero antes ha querido asegurarse de que entendía la magnitud del asunto, y no sabría decir si sus palabras han sonado más a advertencia o a amenaza.

—Los asuntos que suele traerse entre manos Mario Ramírez casi siempre son tan delicados como comprometidos, Paula. Confío en su discreción y en su buen hacer a la hora de tratar todo esto.

—Por supuesto.

Sí, sin duda he sido incapaz de juntar más de dos palabras.

—De acuerdo. Entonces, esto es todo, puede volver a su trabajo —ha dicho mientras se levantaba y hacía ademán de acompañarme a la puerta.

Me he levantado algo aturdida; incapaz de entender qué estaba pasando. Y ya estaba en la puerta cuando el director me ha hecho una última pregunta:

—Por cierto, Paula, si no es indiscreción, ¿puedo preguntarle de qué conoce a Mario?

—Yo… Nos tropezamos ayer por la calle.

¡No es posible! Estas palabras no pueden haber salido de mi boca. La cara de Suárez ha pasado de la estupefacción al asombro en cuestión de segundos y mientras lo hacía, y antes de que pudiera formular una nueva pregunta, he cerrado la puerta tan rápido como he podido para salir de ahí.

Paula. Miércoles, 9 de julio.

Las últimas horas de trabajo esta tarde se han hecho interminables y el sobre me quemaba en el bolso mientras volvía a casa. Lo he abierto en el ascensor, tan pronto como, por primera vez desde que Suárez me lo ha dado, he conseguido un poco de intimidad. Creo que necesitaba estar sola para poder ver lo que contenía, como si nadie más pudiera ser partícipe de este momento ni siquiera desde un alejado segundo plano. Un lugar y una hora escritos a mano, con trazo enérgico, en la que debía ser su propia letra. Eso era lo que contenía la tarjeta blanca que he releído varias veces con avidez. Y después una frase prometedora: «Te estaré esperando en el bar». ¿Prometedora? Ahora me parece una tontería haber pensado esto mientras la leía. Al fin y al cabo Suárez me lo ha dejado claro, es solo trabajo, y aunque así, de primeras, pueda parecer un poco raro, esta noche él me aclarará de qué se trata. ¿Qué iba a ser si no? Pero no puedo dejar de sentir una extraña sensación en mi estómago cada vez que pienso en él.

Nada más abrir la puerta de mi pequeño apartamento he ido directa al ordenador. Una búsqueda rápida en Google me ha permitido saber que Mario Ramírez posee un imperio fotográfico y es dueño de una de las agencias más reputadas a nivel internacional. Es una persona influyente y respetada, y uno de los solteros más cotizados de la ciudad también.

Otra búsqueda rápida me ha permitido saber que el lugar donde va a llevarme a cenar es un restaurante lujoso y caro, más de lo que yo nunca me podría permitir. Ahora entiendo por qué el director Suárez me ha dicho que debía ir de largo.

Por más que le dé vueltas, no sé qué querrá exactamente alguien como Mario Ramírez de mí, pero dudo que pueda estar a la altura de lo que sea que me tenga que pedir. Debí decirle que no a Suárez, y ahora ya es demasiado tarde para echarme atrás.

¡Mierda! Creo que estoy entrando en pánico. Llevo un par de horas peinándome y maquillándome lo mejor que sé y me he puesto el único vestido largo que me traje al venir a Madrid. Me doy un último vistazo frente al espejo y reviso el vestido. Es negro, ajustado y con un escote generoso, quizá demasiado, pero tendrá que servir, porque no me da tiempo para encontrar nada más.

Mario. Jueves, 10 de julio.

Son las cinco de la madrugada y no puedo dormir. Ha sido una noche rara. Aunque creo que a Paula le ha parecido mucho más extraña que a mí. De hecho, a ella el día habrá comenzado a parecerle extraño desde el momento en que ha abierto el sobre que le ha dado Suárez de mi parte.

Para serme sincero, en ningún momento he llegado a dudar de que aparecería, pero cuando la he visto he experimentado una sensación de tranquilidad. O tal vez era otra cosa, porque mi corazón ha tartamudeado. Es una sensación difícil de explicar con las palabras que existen, porque las que hay ni si quiera se acercarían a describir lo que he sentido al verla entrar al restaurante. Está claro que un corazón no puede tartamudear.

Cuando ha llegado, sus pasos parecían los de un ángel y un poco torpes a la vez. Ha iluminado el local nada más entrar; no entiendo cómo nadie parece haberse dado cuenta. Paula es delgada. Tiene el pelo liso, largo aunque no mucho, y le cae con una gracia que solo puede tener ella. Sus orejas, que seguro que a ella no le gustan, como a la mayoría de las mujeres, son las más bonitas que haya visto nunca. Es guapa, sin duda. Pero si alguien me preguntara qué me gusta más de ella, me quedaría sin respuesta. No destaca ni mucho menos por ser alta, ni tampoco por ser baja; eso quiere decir que es normal, tirando a baja, quizás. Hay quien se fija primero en el culo de una mujer. O en sus ojos. O tal vez en sus piernas. Pero si alguien me preguntara por ejemplo de qué color tiene los ojos, no sabría qué responder. Bueno, sí lo sabría: tiene los ojos más bonitos del mundo. Y es que me gusta porque es ella. Es especial. Lo sé. No sé por qué, pero lo sé. Hay cosas que se saben.

En fin, parece que Suárez me ha hecho caso y le ha informado de adónde iba, o tal vez lo haya mirado por internet, pero estaba deslumbrante. Cuando al fin ha llegado, estaba nervioso como un adolescente a solas con su primera cita. No lo ha notado, estoy seguro, porque una de las primeras cosas que aprendí para triunfar fue a ocultar cualquier signo de debilidad. De hecho, no se puede imaginar que no logro conciliar el sueño pensando en ella. Y ella seguramente ahora estará durmiendo, lo que la convierte en más fuerte que yo.

Paula. Jueves, 10 de julio.

La de ayer fue una de las noches más extrañas de mi vida, pero también la más especial que pueda recordar. Cuando crucé la puerta del bar me temblaban tanto las piernas que por un momento dudé de que fuera capaz de llegar hasta él. Lo vi nada más entrar, de pie junto a la barra, perfecto con un traje negro que le sentaba tan bien como esos tejanos ajustados que llevaba cuando nos encontramos hace dos días por primera vez. Parecía tan cómodo con ese traje, tan relajado, tan en su ambiente… En cambio yo no sabía qué hacer, ese lugar me abrumaba, pero escapar había dejado de ser una opción.

Solo unos segundos después hice acopio de valor y me dispuse a acercarme. Él se giró de repente, como si hubiera percibido mi presencia, y me sostuvo la mirada hasta que estuve a su lado.

—Buenas noches, Paula. Gracias por venir —dijo finalmente tendiéndome la mano.

Asentí con la cabeza acercándole la mía y no pude evitar perderme en esos ojos profundos que no dejaban de mirarme, hasta que él rompió el silencio por segunda vez.

—¿Qué quieres tomar?

—Un Dry Martini, por favor.

—Un Dry Martini, por favor —le pidió al camarero, y centró toda su atención en mí—. Supongo que Suárez ya te habrá puesto al corriente de lo relacionado con nuestro encuentro —añadió clavándome de nuevo su mirada; una forma muy directa de empezar una conversación. Claro que él es un hombre de negocios, ¿qué esperaba que me dijera?

—En realidad Suárez simplemente me dijo que usted quería verme y que me contaría todos los detalles —respondí en su mismo tono formal.

—No, Paula, por favor, tutéame; no soy tan mayor. —Lo dijo instintivamente, casi como una súplica, y por primera vez, aunque fuera solo por un segundo, pareció no tenerlo todo bajo control.

—Está bien, como quieras.

—Cuéntame, llevas poco tiempo en Madrid, ¿verdad?

Sí, parecía querer darle un giro a la conversación, empezar con algo menos formal. El camarero me trajo el Dry Martini, así que di un sorbo y esperé un momento antes de contestar.

—Apenas una semana. Empecé a trabajar en el periódico hace cinco días.

—¿Y te han tratado bien?

—Sí, por supuesto.

Me costaba sobreponerme cada vez que me miraba y tenía que hacer un esfuerzo para no parecer una adolescente en su primera cita.

—¿Todos? Creo que el jefe de tu sección es Rodolfo, ¿no?

—Eh, sí, también él…

—No te preocupes, Paula, puedes decir lo que piensas. Rodolfo no es precisamente conocido por tratar bien a nadie. Es una persona mediocre, aburrida y nada agradable. Un necio.

Mario sonrió ante mi cara de sorpresa y el rostro se le iluminó de una forma tan sincera que conseguí relajarme un poco.

—En realidad Rodolfo no ha sido muy cortés que digamos —me sinceré.

—Lo sabía —susurró casi para sí—. Eso tiene que cambiar.

—¿Cómo? —le pregunté extrañada.

—No es nada, no te preocupes.

Mario apuró su copa y cuando terminé la mía un camarero nos acompañó hasta el salón del restaurante. Nos habían reservado una mesa apartada y esa sensación de semiprivacidad hizo que se me acelerara de nuevo el corazón. Miré a mi alrededor y constaté lo que había leído por internet. Ese era uno de los lugares más lujosos de la ciudad. Todo estaba cuidado al detalle, la decoración en tonos rojo y salmón, los cuadros que lucían sobre las paredes, la vajilla y la cubertería dignas de un museo… Me sentía abrumada y fuera de lugar. Este sitio distaba mucho de los restaurantes que estaba acostumbrada a frecuentar los sábados por la noche en Barcelona, cuando salía a cenar con mis amigos. Y Mario debió de notarlo, porque decidió tomar el control.

—Si me permites una recomendación, tienes que probar la lasaña de hongos. Es el plato más famoso del restaurante. Y el steak tartar de solomillo de buey. ¿Te parece bien?

—Claro, por supuesto.

Mario llamó al camarero y pidió lo mismo para los dos. Y también se encargó del vino, dejándose aconsejar, eso sí, por el sumiller, que según me contó después era toda una personalidad del lugar y una verdadera enciclopedia en lo que a vinos se refiere. Creo que nunca, en mis anteriores relaciones, ningún chico había elegido la comida por mí; es algo que no hubiera permitido, pero Mario parecía tenerlo todo bajo control, y era fácil dejarse llevar por él.

—¿Qué te ha parecido la lasaña, Paula? —me preguntó apenas terminé con ella. Mi nombre sonaba tan sugerente cada vez que él lo pronunciaba…, como una promesa velada de algo que estaba por llegar.

—Es la mejor que he probado nunca. Le felicito, señor Mario, ha hecho una buena elección —contesté riéndome.

Las primeras copas de vino empezaban a hacer su efecto, así que la tensión que había sentido desde que leí su nota iba cediendo espacio a un confortable estado de relajación.

—¡Pues espérese a probar el steak tartar, señorita!

Mario sabía que estaba relajándome y tuve la sensación de que eso le gustaba. A medida que avanzaba la noche fui descubriendo una nueva imagen suya que era sorprendente y que distaba mucho de la coraza de hielo que parecía llevar puesta en su vida social. Por lo poco que pude averiguar de él, sabía que era una persona dura en los negocios, fría, distante —«inalcanzable», como diría Ana—, y me había preparado para ello, pero su naturalidad y esa vitalidad que transmitía con cada sonrisa me desarmaron por completo antes de terminar el segundo plato.

—¿Un poco más de vino? —dijo con despreocupación.

—Sí, por favor —contesté apurando la cuarta copa.

Ese Mario trajeado y vital, envuelto de un marco tan clásico como el que ofrecía el restaurante, era tan interesante como el que había encontrado hacía apenas dos días en las calles de Madrid. Era la cara opuesta de lo que conocía, y si el primer Mario, provocador, respetado y tan increíblemente sexy, conquistó mi cuerpo, este estaba llegando hasta mi corazón.

Un momento, ¿pero en qué estaba pensando? ¿Me estaba enamorando de Mario? No, no podía enamorarme de él, y mucho menos así. Ni tan siquiera nos conocíamos, porque tropezar una vez con alguien y luego cenar con él no significa conocerlo. Tenía que centrarme y volver a la realidad, y cuanto antes lo hiciera, mejor.

—Discúlpame, tengo que ir al baño —murmuré intentando recuperar algo de mi lucidez.

Mario debió de notar el cambio de ánimo, pues su cara recuperó de repente esa coraza que solo la cena había logrado fundir. Me perdí a paso rápido en los servicios e intenté en vano recuperar el control, pero esos segundos a solas solo sirvieron para refrendar la temida constatación. Sí, Mario estaba consiguiendo que sintiera algo por él. Y si eso pasaba, si me enamoraba, iba a sufrir otra vez.

Todos los acontecimientos de las últimas horas me cayeron encima de repente. ¿Cómo había llegado a perder tanto el control? ¿Por qué había dejado lugar para un sentimiento que no debía existir, y mucho menos con alguien como él? ¿Y por qué tan rápido? No soy de esas personas que dejan que el amor entre a la primera, pero Mario parecía tan condenadamente encantador…

En el servicio de ese lujoso restaurante dejé salir toda mi rabia, me maldije a mí misma por haber actuado como una niña y lo maldije también a él. ¿Por qué tenía que mostrarse tan encantador si solo íbamos a hablar de trabajo? ¿Acaso no era consciente del efecto que provocaba en las mujeres? ¿O lo era pero se había propuesto hacerme sufrir? Si fuera así, no sería el primer hombre que disfrutaba viendo sufrir a las mujeres, contemplando sin hacer nada cómo se derretían por él. En eso tengo experiencia.

Por un momento, encerrada aún en el baño, pensé en abandonar el restaurante sin despedirme. Sí, eso era lo mejor, cortar cuanto antes, no darle la oportunidad a esa mirada tan profunda para que rebuscara en mi interior. Estaba decidida, pero cuando abrí la puerta para largarme cuanto antes de ese restaurante, las palabras de Suárez resonaron en mi cabeza: «Los asuntos que suele traerse entre manos Mario Ramírez casi siempre son tan delicados como comprometidos, Paula. Confío en su discreción y su buen hacer a la hora de tratar todo esto». Y entonces recordé que había un periódico, y un trabajo de becaria que era lo que más quería en ese momento, a pesar de todas las soporíferas ruedas de prensa que tendría que soportar. Y en ese momento supe que seguramente conservar mi trabajo dependería de cómo terminara la cena. Me arreglé el vestido y volví a la mesa, no iba a fastidiar la oportunidad de trabajar en el periódico por él.

—¿Te encuentras bien, Paula? Has tardado mucho.

Estaba tenso, pude notarlo, pero la forma en la que pronunció mi nombre casi consiguió volverme a fundir.

—Mario, hemos venido aquí para hablar de trabajo. Me gustaría que me contaras de qué se trata.

Sí, había conseguido usar las pocas fuerzas que me quedaban para cortar su juego. Un rato más así y volvería a sentirme bien.

Mario se pasó la mano por el pelo y algunos mechones se movieron de su lugar. Este pequeño cambio hizo que se pareciera más al chico con el que me tropecé en la calle, con un punto informal que lo hacía irresistible. Después se arregló las mangas del traje, clavó de nuevo sus ojos azules en los míos y empezó a hablar. Tuve que hacer un esfuerzo increíble para sostenerle esa mirada que me quemaba e intimidaba a partes iguales. Y aunque Mario se esforzaba para hacer ver que nada había cambiado, podía percibir en el aire que nada era como hacía diez minutos. Las risas, la complicidad y la conversación distendida se habían esfumado. Casi lo había olvidado, pero aquello no era una cita romántica, sino una cena de negocios y nada más, y así debía continuar siendo.

—Es un tema un poco delicado, Paula —comenzó a decir mientras se aseguraba de que nadie estuviera escuchándonos—, y confidencial, por encima de todo. Necesito saber que puedo contar contigo y con tu total discreción.

—Por supuesto —asentí. Suárez ya me había avisado de ello.

—De acuerdo.

Mario se echó hacia delante para acortar la distancia que nos separaba y volvió a mirar alrededor. En ese momento ya no tenía nada que ver con el chico relajado e informal de la cena; ahora tenía delante a un hombre de negocios. Me miró fijamente unos segundos antes de continuar.

—Como sabes, poseo una de las agencias fotográficas más influyentes. Nuestro éxito se debe a las fotografías. Bueno, eso es obvio; quiero decir, a nuestras fotografías. Nosotros no solamente hacemos fotos. Ese es el resultado final. Lo que nos diferencia del resto de agencias es que antes de salir con la cámara pensamos muy bien dónde hay que ir. Es decir, que hacemos y vendemos imágenes que otras agencias no saben que pueden conseguirse. Por supuesto, donde están todas las agencias con sus fotógrafos también estamos nosotros; es el día a día. Pero es más interesante pensar como no piensa la competencia para poder estar en ciertos lugares, en determinados momentos, frente a algunas personas. En esos lugares no hay más fotos que las nuestras, y por ello cobramos un precio alto por ellas. Conseguimos siempre las fotografías más comprometidas, polémicas y jugosas que se puedan tener. Pero esto no es fácil. A menudo no se pueden tener escrúpulos, hay que mentir y engañar. Y ahí es dónde entras tú.

¿Mentir y engañar? ¿Y ahí era donde entraba yo? Me tensé y me revolví incómoda en la silla.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo entre manos un asunto complicado. Una bomba, si todo sale bien. Hay personas importantes implicadas, y no se trata de famosos de segunda categoría, sino de peces gordos, personas influyentes de las más altas esferas de la sociedad. Se trata de políticos, altos dirigentes, empresarios con la mejor reputación. Se han metido en un lío de los más gordos, y cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, tendré las imágenes. Pero esta vez no lo puedo conseguir solo, tengo que mover algunos hilos, hacer contactos, establecer lazos personales con algunos de ellos, y para eso necesito tener una pareja.

—¡¿Qué?! —enseguida me di cuenta que mi tono de voz no había sido el adecuado. Algunas de las personas que aún quedaban en el restaurante se giraron discretamente para ver lo que ocurría.

—No llames así la atención, Paula —me dijo con brusquedad.

—¿Me estás pidiendo que me haga pasar por tu novia? —pregunté, esta vez en voz baja, para que solo él pudiera oírme.

—Sí, podríamos decir que sí. —Mario esbozó una sonrisa cuando ya empezaba a sentirme ofendida por su proposición y consiguió ablandarme tanto que por un momento consideré aceptar su propuesta—. Sé que puede parecerte extraño. Indecente incluso. Sé que quizá ahora mismo te sientas ofendida y creas que no tengo ningún derecho a pedirte esto, pero así son las cosas en este mundo, Paula. Bienvenida a la otra cara de la realidad, donde las grandes exclusivas no se consiguen con la verdad, sino con mentiras, sobornos y prácticas ilícitas. Créeme, no es algo que me guste ni de lo que pueda sentirme orgulloso, pero es así, y si no lo haces tú siempre habrá otro que lo haga, alguien con menos escrúpulos que se adelantará y te arrebatará la exclusiva.

—¿Y qué tendría que hacer?

No podía creer que acabara de decir eso.

—Así me gusta, Paula. Esta es la actitud que quería ver.

Su sonrisa se tornó provocadora mientras lo decía. Otra más e iba a perder por completo el control.

—No he dicho que vaya a hacerlo —respondí intentando recuperarme.

—Lo sé, y no te pido que lo decidas ahora. Quiero que tengas tiempo para pensarlo antes de darme una respuesta. Sé que te pido mucho, por eso quiero que estés segura de ello antes de aceptar, porque si lo haces, deberemos fingir que somos una pareja, con todas sus consecuencias, Paula, durante el tiempo que sea necesario. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí.

Claro que lo entendía. Estaba pidiéndome algo que no sabía si podría soportar. Nos imaginé a los dos en cualquier sitio público. Él me acariciaría con esas manos que aún no conocía, me abrazaría haciéndome sentir segura entre sus brazos, incluso me besaría para fingir que éramos una pareja tan enamorada como cualquier otra cuando quien fuera que tuviera que vernos estuviera cerca. Sí, ya podía sentir sus caricias y sus besos como si fueran reales, y solo con imaginarlo me volvía loca. Si dejaba que eso ocurriera, yo misma podría llegar a creérmelo cuando estuviésemos juntos, pero luego él me llevaría a casa y nos despediríamos en el portal, nos besaríamos otra vez como hacen las parejas, y él se quedaría mirando hasta que cerrara la puerta y me perdiera por las escaleras. Y entonces, al entrar en casa, me daría cuenta de que aquello no era más que un juego y que no volvería a tenerlo entre mis brazos hasta que no tuviéramos que volver a fingir algo que para mí era más que una mentira.

Iba a sufrir si decía que sí.

—¿Estás bien? —preguntó sacándome de mis pensamientos.

—Sí. Es solo… Lo que me pides es tan…

—No te preocupes. Ya te he dicho que no tienes que contestar ahora. Creo que lo mejor será que estés a solas para poder pensar en ello y continuemos esta conversación en otro momento. ¿Te parece bien?

—Pero tengo muchas preguntas que hacerte —protesté—. Ni tan siquiera sé por qué me has elegido a mí…

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—¿Cómo?

—Podría darte muchas razones, Paula, pero no creo que sea el mejor momento para hablar de ello. Confía en mí, ¿de acuerdo? Sabrás todo lo que tengas que saber cuando sea el momento.

¿Que confiara en él? Acabábamos de conocernos y me proponía hacerme pasar por su pareja sin darme más explicaciones que una confusa charla sobre el verdadero mundo en el que estaba metiéndome. ¿Cómo podía confiar en él si me pedía algo que iba a romperme el corazón? Quería decírselo, decirle que no, borrar de un plumazo cualquier posibilidad de que su propuesta pudiera ir más allá, pero Mario ya estaba levantándose y el camarero, solícito, se acercó para acompañarnos hasta la salida.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—No, gracias. Buscaré un taxi.

Solo tenía ganas de que aquello acabara.

—Puedo llevarte, si quieres, no me importa —insistió.

—Gracias, de verdad, pero prefiero coger un taxi.

—De acuerdo. Al menos permíteme que lo llame, entonces.

—Está bien.

Mario hizo una breve llamada, y en menos de un minuto un taxi paró junto a la acera.

—Sé que ahora mismo estás confusa, Paula —me dijo antes de que subiera—. Pero piensa bien en lo que te he dicho antes de decidirte. Me gustaría mucho que aceptaras.

Esto último me lo susurró al oído, muy cerca y muy bajo, para evitar que nos oyera el taxista, que extrañamente había bajado para abrirme la puerta.

—Está bien —contesté cortante. La noche había sido demasiado para mí.

—Hablamos mañana, entonces. Buenas noches, Paula.

Mario cerró la puerta y le dio un billete al taxista, suficiente como para que me llevara a la otra punta de la ciudad.

—Buenas noches —contesté, aunque él ya no pudiera oírme.

Me acomodé en el asiento y cerré los ojos. Solo quería llegar a casa y dormir.

Mario. Jueves, 10 de julio.

Llevo todo el día pensando en lo mismo que me ha quitado el sueño esta noche, en la cena con Paula. Quiero decir, en Paula en general. Ella ocupa mis pensamientos y acapara mi concentración. Hace un rato he tenido, como hago dos veces por semana, una ronda de videoconferencias con algunos de mis paparazzis en Estados Unidos para que me informen de sus trabajos y planifiquemos los próximos objetivos allí. El mercado americano es una parte importante de los ingresos de la empresa; allí todo es a lo grande, y lo son también los precios que se pagan por algunas exclusivas. Pero un momento antes de comenzar se me ha acercado mi eficiente empleado de confianza, Jorge, y me ha hecho un comentario fuera de lugar que me ha quitado cualquier resquicio de concentración.

—¿Le fue útil la información sobre esa chica, señor Mario?

¿Esa chica? Por supuesto, le he dicho que eso no le incumbía. Y ¿esa chica? ¿Qué demonios…? Espera, Mario, hace tan solo dos días que la has visto por primera vez, y sin embargo, cuando Jorge se ha referido a ella como «esa chica», ha sonado tan lejano que ha sonado a mentira. Paula, ella es Paula. No pienso en ella como una persona nueva en mi vida; no la siento lejana.

¿Podré hacerle una sesión de fotos pronto? No sé si será capaz de acceder. Otras han accedido antes. Pero ella es distinta. Paula tiene algo, más allá de su cuerpo. Nadie es como Paula. Podría decir que ella sería la mejor fotografía.

Definitivamente, lo sería.

Paula. Jueves, 10 de julio.

Aún queda más de media hora para poder irme a casa. El día se me está haciendo eterno, y además mi jefe lleva toda la tarde quejándose y protestando por cualquier cosa. Hoy se ha empeñado en que escriba mi primera noticia corta para la sección y ninguna de las cuatro versiones que he redactado ha parecido convencerlo.

—No te preocupes, Paula, que esto es normal —ha dicho Ana guiñándome un ojo—. Todos hemos pasado por esto. Ninguna de tus propuestas le parecerá suficientemente correcta y acabará acerándose a tu mesa y reescribiéndola él. Es su manera de mostrar superioridad.

Al final lo que ha predicho Ana ha acabado ocurriendo y ha corregido y reescrito todo lo que había hecho de principio a final, asegurándose de que todo el mundo se enterara de que era él quien tenía que arreglar el trabajo.

En otras condiciones su actitud me habría molestado tanto que no podría haberme callado, pero hoy he agradecido que finalmente se diera por contento con su versión de la noticia y me dejara en paz. Y es que llevo todo el día sin poder concentrarme pensando en lo que ocurrió ayer. La cena, Mario, su propuesta…, todo da vueltas en mi cabeza sin parar.

Desde que he llegado esta mañana no he hecho más que sobresaltarme cada vez que sonaba el teléfono, rezando en silencio para que no fuera él. Y no porque no quiera volver a escuchar su voz, que me muero de ganas de hacerlo, sino porque no sé qué le voy a decir. ¿Cómo puedo aceptar su propuesta? ¿Cómo se atrevió tan siquiera a proponerme algo así? No paro de darle vueltas y de buscar una respuesta que no me haga sentir mal. Aunque quizá ya no sea necesario pensar más en ello, pues es hora de irme a casa y no ha llamado. Seguramente no cumplí sus expectativas y le pedirá a otra que finja junto a él. ¡Menudo día para olvidar!

Mario. Jueves, 10 de julio.

No he podido evitar reírme al ver la cara que ha puesto cuando al salir de la redacción me ha encontrado esperándola en la calle, apoyado en la puerta de entrada al periódico. En ese momento no sabría decir si se ha alegrado mucho o si por el contrario se le ha caído el mundo encima.

—Ya daba por hecho que no me llamarías.

Su voz ha sonado seca, distante.

—Y no lo he hecho. Por cierto, bonito clip —le he dicho mientras le desenganchaba un pequeño clip plateado de la manga. Estaba de buen humor y no iba a permitir que nada lo estropeara. Se ha puesto roja, y yo he vuelto a sonreír.

—Respecto a tu propuesta…

—¿Te apetece tomar un café? —la he cortado.

—¿Ahora?

—Siempre es buena hora para tomar un café, Paula.

—No, lo digo por… De acuerdo, está bien. ¿Dónde vamos?

—Si no te supone una molestia, aquí mismo —y le he señalado el bar que queda frente al periódico, que es el punto de reuniones de chascarrillos de todos los periodistas.

Mi idea de un café es un café. Ella prefiere tomar descafeinado corto de café con dos azucarillos. Y no se lo toma entero. Y por alguna extraña razón, hasta eso me gusta de ella.

Al principio Paula ha lanzado miradas rápidas y frecuentes por todo el local, quizá para comprobar si había algún compañero del trabajo. Todavía no sé si es porque prefería que no la vieran conmigo o todo lo contrario.

El ambiente desenfadado del local y el fuerte olor a café mezclado con cerveza que se respira allí han hecho que no se mostrase tan seca como en la calle. Hemos estado hablando de temas muy variados sin que ella tratara de reconducir la conversación hacia mi propuesta. Incluso me ha preguntado cómo me había ido el día, tampoco sé si porque le interesaba de verdad o simplemente por cortesía, por seguir conversando de algo. No he querido agobiarla hablándole de mi trabajo, de modo que me he limitado a decirle que bien.

He pedido otro café, la droga que me hace funcionar, cuando ella apenas había dado dos sorbos a su taza. Me he preguntado si tendrá alguna droga que la haga funcionar, algo que le dé la energía suficiente cada día, especialmente ahora que está bajo las órdenes del cretino de Rodolfo. Pero me parecía una pregunta estúpida, así que he ido por otros derroteros:

—¿Cómo has terminado aquí, en Madrid, como becaria de Periodismo, habiendo medios tan importantes en Barcelona?

—Es lo que me han ofrecido. No son tiempos para rechazar ofertas.