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Tormenta en los corazones La vida de ella estaba envuelta en el escándalo… Las revistas del corazón llamaban a Neve Mcleod «la viuda escarlata», pero, en realidad, el suyo había sido un matrimonio de conveniencia. Seguía siendo virgen, pero eso era algo que nadie creería nunca. Hasta que se encontró perdida y atrapada bajo una tormenta de nieve con el imponente magnate Severo Constanza, un salvador inesperado. Cuando el magnífico italiano acudió a rescatarla, no sabía nada de su pasado, sólo que Neve era la mujer más seductora que había conocido nunca. Un hombre arrogante En la vida perfectamente organizada de Rafael, no había lugar para el romance. El primer encuentro de Libby Marchant con el hombre que se convertiría en su jefe acabó con un accidente de coche. La imprevisible y atractiva Libby desquiciaba a Rafael. Afortunadamente, era su empleada y podría mantenerla a distancia. Al menos, ése era el plan. Pero, muy pronto, su regla personal de no mezclar el trabajo con el placer iba a resultar seriamente alterada. Y lo mismo su primera intención de limitar su relación a un plano puramente sexual...
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Seitenzahl: 337
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 469 - febrero 2024
© 2010 Kim Lawrence Tormenta en los corazones Título original: Stranded, Seduced...Pregnant
© 2011 Kim Lawrence Un hombre arrogante Título original: The Thorn in His Side Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-625-1
Créditos
Tormenta en los corazones
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Un hombre arrogante
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Promoción
LEVANTANDO las tazas sobre su cabeza para evitar una colisión, Neve sonrió con gesto de disculpa a la mujer con la que había estado a punto de chocar y miró alrededor buscando a Hannah, que no estaba donde la había dejado.
El error había sido decirle: «no te muevas» antes de ponerse a
Neve suspiró. ¿Cuándo iba a aprender?
Cualquier orden, por inocua que fuera, y Hannah haría exactamente lo contrario. Las posibilidades de que pasar juntas la Semana Blanca sirviera para unirlas un poco más habían sido poco realistas, pero en aquel momento le parecían risibles.
Neve miró entre la gente que llenaba el refugio de montaña, gente como ella que había allí para escapar de la tormenta. Y cuando miró por ventana emplomada sintió un escalofrío; la tormenta de nieve que había dejado en ridículo a los meteorólogos y detenido la mitad del país seguía golpeando con la misma fuerza que antes.
Metió la tripa para hacerle sitio a una persona que intentaba pasar a su lado y, por el rabillo del ojo, vio algo azul. Las mechas azules eran de su hijastra, que se había sentado en un banco de madera cerca de la ventana.
Neve respiró mientras se abría paso entre la gente y consiguió llegar al banco sin quemar a nadie con el chocolate caliente.
–Creí que te había perdido –Neve intentó sonreír mientras dejaba las tazas en el alféizar de la ventana y se quitaba el gorro, sacudiendo sus rizos pelirrojos.
La chimenea estaba encendida y se estaba bien allí, pensó, quitándose el chaquetón.
–He pensado que una taza de chocolate caliente nos animaría un poco. Y lleva nata.
Incluso ella se daba cuenta de que sus intentos por forjar cierta camaradería sonaban falsos y ligeramente desesperados.
Hannah parecía pensar lo mismo porque la miró con ese gesto de desprecio tan típico de los adolescentes antes de encogerse de hombros.
–¿Tú sabes cuántas calorías tiene una taza de chocolate? Deberías estar gorda como una vaca.
Muy bien, no había cese de hostilidades.
Neve se preguntó si engordar veinte kilos haría que su hijastra la odiase menos. Probablemente no. Además, sería muy difícil porque comiera lo que comiera no engordaba nunca. Habría cambiado su figura adolescente por unas curvas femeninas en un segundo, pero eso no iba a pasar.
Hannah se apartó un poco, como para evitar cualquier contacto con ella y Neve sacudió la cabeza.
–No te preocupes, seguro que tarde o temprano dejará de nevar.
Aunque no parecía que eso fuese a ocurrir pronto y hasta entonces estaban atrapadas allí. Pero había cosas peores, pensó. Podían haberse quedado atrapadas en el coche o en el monte Devon.
Hannah giró la cabeza. Los mechones azules responsables de que Neve hubiera sido llamada al colegio Devon bailaron a su alrededor.
Neve había acudido a la llamada de la directora y se había sentado en su despacho, con las manos elegantemente colocadas sobre el regazo, escuchando más como una alumna que como una adulta mientras la directora le hablaba de su preocupación por Hannah. Una preocupación que ella compartía.
–No es sólo el pelo, señora Macleod, o los cigarrillos. Yo creo que esta situación requiere atención inmediata.
Preguntándose si notaría lo inadecuada que se sentía, Neve asintió con la cabeza, demasiado preocupada como para enfadarse por el tono condescendiente. Necesitaba toda la ayuda posible.
–Ha habido varios incidentes y, como usted sabe, no todos tan pequeños. Hemos tenido suerte de que los propietarios de la furgoneta de reparto no hayan presentado una denuncia. Imagino que sabrá que, de no ser por las tristes circunstancias de Hannah, eso habría significado la expulsión automática del colegio.
–Y le estamos muy agradecidas –Neve no le dijo que la «gratitud» de Hannah consistía en no abrir la boca y fulminarla con la mirada cada vez que volvía a casa.
–La actitud de Hannah es lo que más nos preocupa. Es muy agresiva con las demás niñas.
«Dígamelo a mí».
–Imagino que es algo temporal.
–Y sus notas han empeorado.
–Lo está pasando mal, quería mucho a su padre –dijo Neve.
–Sí, lo sé. Es muy triste perder a un padre e imagino que tiene que haber sido muy duro para las dos.
Neve se quedó horrorizada cuando empezaron a temblarle los labios. Y ella esperando dar una imagen serena y madura...
La simpatía en el tono de la directora había roto el escudo protector que los rumores y las cámaras de los paparazis no habían conseguido romper.
Neve sacó un pañuelo del bolso y se sonó la nariz.
–Gracias.
Simpatía no era algo a lo que ella estuviera acostumbrada desde que las revistas empezaron a describirla como una buscavidas fría y avariciosa que se había casado con un moribundo por su dinero. Y la habían apodado «la viuda alegre».
Podría haber sido peor, solía bromear su hermano Charlie, podrían haberla llamado «la viuda negra».
En principio, algunas personas parecían dispuestas a concederle el beneficio de la duda, pero cuando un periodista descubrió que Charlie había estafado dinero a la empresa de James, esas personas desaparecieron.
Neve no había intentado defenderse. ¿Cómo iba a hacerlo? La verdad era que se había casado con un moribundo y que Charlie había estafado una pequeña fortuna.
Nadie quería creer que ella no había tocado el dinero o que había aceptado la proposición de James como agradecimiento por lo bien que se había portado siempre con Charlie y con ella.
–Y hemos hecho todo lo posible por Hannah –seguía diciendo la directora–. Pero hay un límite. Los niños necesitan límites, señora Macleod.
Neve aceptó la poco sutil reprimenda pensando que los límites sólo servían de algo si el niño en cuestión estaba dispuesto a escuchar. Y si ella tuviera la autoridad que tenía la directora del colegio, no habría ningún problema.
–Tengo la impresión de que Hannah ve esta expulsión temporal como una broma. ¿Puedo hacer una sugerencia?
–Sí, por supuesto.
–¿Va a pasar la Semana Blanca esquiando con la familia Palmer?
Neve asintió con la cabeza, pero tenía la impresión de que su vida iba a complicarse en un segundo.
Y así fue. La respuesta de su hijastra a la noticia de que iba a pasar las vacaciones en casa con ella y no esquiando con su amiga fue la que Neve había temido: gritos, insultos y, por fin, silencio total.
Se había convertido en el enemigo número uno. Bueno, en eso no había ningún cambio. Ella era para Hannah la causa de todos los males que en el mundo eran, de todos los problemas que había tenido en su vida. La responsable de todo, incluido el mal tiempo.
Debía de estar haciendo algo mal, pensó.
¿Que había dicho James?
«A los veintitrés años, tú no has olvidado lo que es ser una adolescente».
No, pero ella nunca había sido una adolescente como Hannah.
«No te estoy pidiendo que seas su madre, Neve, pero sí su amiga. Mi hija necesita una buena amiga».
Ella no compartía el optimismo de James. Pero, aunque no había esperado que Hannah la viese como una amiga, tampoco había anticipado que la odiase a muerte.
Era agotador y muy deprimente.
Tal vez la relación era tan difícil por culpa del dinero que James le había dejado en su testamento. Ella había tenido que aceptarlo, pero eso se volvió en su contra incluso antes de que la prensa se hiciera eco de la noticia.
Hannah siempre la había considerado una buscavidas y el dinero había confirmado sus sospechas.
Neve se sentía fatal, pero la verdad era que no estaba cualificada para cuidar de una adolescente. No sabía por qué había aceptado casarse con James.
–No estoy preocupada, estoy aburrida. De ti –le espetó en esos momentos Hannah, en caso de que no hubiera entendido el mensaje.
–Tengo algunas cosas interesantes planeadas para las vacaciones. Podríamos ir de compras y tal vez, si te apetece…
–Gracias pero yo no voy a tiendas de segunda mano –la interrumpió su hijastra–. Por cierto, el rosa no pega nada con ese pelo de color zanahoria –añadió, señalando el jersey y los rizos de Neve.
Neve, que era la propietaria de una tienda de ropa vintage, se negó a sentirse ofendida. Además, la crítica era, hasta cierto punto, válida. Antes de su matrimonio, ella compraba en tiendas de segunda mano y tenía lo que los amigos más amables llamaban un estilo «especial» y los menos amables «raro».
Aunque su estilo no había cambiado después de su matrimonio. James había insistido en darle tarjetas de crédito y una generosa pensión mensual, pero a ella le incomodaba aceptar el dinero. Al fin y al cabo, el suyo sólo era su matrimonio de nombre.
–La ropa vintage se lleva mucho, ¿no lo sabías?
Era cierto, su negocio iba viento en popa.
–Eso no se ha llevado nunca –replicó Hannah, señalando su jersey.
–¿Ah, no? Bueno, a lo mejor podrías ayudarme a elegir lo que debo ponerme.
–Mira, aquí no hay nadie para quien tengas que hacerte la santa, así que déjalo. Todo el mundo sabe por qué te casaste con mi padre.
–Yo apreciaba mucho a tu padre, Hannah.
–Apreciabas su dinero. ¿O vas a decirme que te casaste con él por amor?
–Tu padre era una persona estupenda.
–¡Y tú eres una aprovechada que sólo busca dinero!
Lo había dicho tan alto, que la gente de la mesa de al lado se volvió para mirarlas. Y, mientras Hannah se levantaba del banco, Neve sólo deseó que se la tragase la tierra.
Cuando quedó claro que sólo un milagro haría que llegase a tiempo a la reunión, Severo se lo tomó con filosofía. La posibilidad de tener que pasar la noche en el cuatro por cuatro no era agradable pero, en su opinión, era un inconveniente más que un desastre.
Estaba tomando una curva en ese momento y masculló una palabrota cuando tuvo que pisar el freno a toda prisa para no chocar con un coche que estaba en medio de la carretera.
Suspirando, bajó del cuatro por cuatro y, agachando la cabeza para evitar el viento y la nieve, se acercó al coche abandonado. Estaba cerrado, de modo que los ocupantes debían haber buscado refugio en algún sitio.
Seguir viajando en esas condiciones era un riesgo innecesario. Según el último boletín meteorológico, la mitad del país estaba cubierta de nieve, y la policía rogaba a los automovilistas que se quedaran en casa.
Pero para quedarse en casa uno tenía que llegar a casa antes, pensó.
Diez minutos después, vio un refugio de montaña. Y, a juzgar por la cantidad de coches que había en el aparcamiento, él no era el único que había decidido parar allí.
Iba a salir del coche cuando sonó su móvil y, al ver el número de su madrastra en la pantalla, Severo estuvo a punto de no contestar. La última vez que se puso en contacto con él fue para decirle que la habían detenido por robar en unos grandes almacenes.
Y en una ocasión que no contestó al teléfono, su madrastra consiguió el dinero que iba a pedirle a él vendiendo una joya familiar que no era suya.
Livia era agotadora, pero ignorarla era muy peligroso.
Cuando él era un crío y Livia disfrutaba enfrentando a padre e hijo, Severo se había consolado a sí mismo con pensamientos vengativos.
Ahora podría vengarse, pero sus prioridades habían cambiado. Su padre estaba en un sitio donde la buscavidas de su mujer ya no podía hacerle daño y lo único que podía hacerle a él era avergonzarlo. Bueno, a él no, a su familia.
A él ya no lo avergonzaba nada. Y en cuanto a la honra del apellido, Severo pensaba que con menos orgullo, menos romanticismos sobre triunfos pasados y menos miedo de ensuciarse las aristocráticas manos trabajando, los cofres de la familia Constanza seguirían intactos.
La verdad era que había perdido el deseo de vengarse. No porque la hubiese perdonado o porque le diese pena. Aunque Livia, que una vez había sido una de las mujeres más elegantes de Londres, se había convertido en objeto de pena para muchos.
¿Para qué malgastar energía cuando ella misma estaba destrozando su vida sin ayuda de nadie? Lo único que quería era alejarse de Livia todo lo posible, que se quedara en una de esas clínicas de rehabilitación que visitaba tan frecuentemente.
–Dime, Livia.
Severo apartó el móvil de su oreja, haciendo una mueca al escuchar la chillona voz de su madrastra, que lo acusaba de no tener sentimientos.
–¿Cómo voy a vivir con la miseria de pensión que me pasas? ¡Tú tienes más dinero del que necesitas! –se quejó amargamente–. Todo lo que tocas se convierte en oro.
Severo se pasó una mano por la cara y siguió fingiendo escuchar mientras pensaba en otra cosa. Era la charla de siempre y una que no cambiaba le diese el dinero que le diese. ¿Pero cuál era la alternativa?
–Sólo sería un préstamo.
Él suspiró. Había habido muchos préstamos y no tenía la menor duda de que habría muchos más.
–Te lo devolveré, con intereses. Sé que eso es lo que tu padre hubiera querido y… –la comunicación se cortó y Severo guardó el móvil en el bolsillo.
Volvería a llamar, no tenía la menor duda.
Estaba llegando a la entrada del refugio cuando una mujer salió a toda velocidad, tropezando con él. No llevaba abrigo ni gorro, como si no notase el frío polar que llegaba de las montañas. Sólo unos vaqueros y un jersey de color rosa con margaritas.
–¿La ha visto?
–¿Perdón?
Tenía el pelo rojo y los ojos enormes, azules, tan azules que, por un momento, se quedó como hipnotizado.
La joven lanzó un grito al ver que un coche salía del aparcamiento.
–¡Oh, no, Dios mío!
Aunque Severo no era un hombre dado a ayudar a damiselas en apuros, casi sin darse cuenta se volvió para preguntar si podía ayudarla.
Pero no pudo hacerlo porque la pelirroja subió a un coche y arrancó a toda velocidad. Y él tardó unos segundos en darse cuenta de que los faros que se alejaban eran los de su cuatro por cuatro.
¡Había dejado las llaves puestas!
Y dentro del coche había un ordenador que contenía información financiera de carácter privado. Se había quedado mirando como un tonto mientras alguien le robaba el coche, hechizado por un par de ojos azules…
Severo cerró los suyos mientras se llamaba de todo, pero como eso no servía de nada, decidió entrar en el refugio.
LAS conversaciones y las risas cesaron cuando Severo entró en el refugio, inclinando la cabeza para no golpearse con el quicio de la puerta.
La mayoría de los que estaban allí iban en vaqueros o con ropa informal, pero él parecía un modelo de una revista para ejecutivos… siempre que esos ejecutivos tuvieran el perfil de un dios griego y el cuerpo de un remero olímpico.
La única señal de que acababa de atravesar una tormenta era la nieve que llevaba en el pelo y en el cuello del abrigo de cachemira. Sus ojos oscuros, rodeados de largas pestañas, recorrieron la estancia antes de dirigirse a la barra.
Y las conversaciones se reanudaron mientras la gente se apartaba automáticamente a su paso.
–Me acaban de robar el coche –le dijo al encargado–. Una mujer, una pelirroja.
–Pues con esta tormenta no creo que llegue demasiado lejos. Y me temo que nosotros no podemos hacer nada –dijo el hombre con lo que a Severo le pareció una sonrisa muy poco apropiada en esas circunstancias–. ¿Había algo de valor en el coche?
Severo negó con la cabeza. ¿Para qué iba a contarle la verdad? Llevaba el pasaporte, las tarjetas de crédito y, sobre todo, un ordenador con información sobre una fusión comercial que sus rivales considerarían si no fabulosa, sí de gran valor.
–Pues ha tenido suerte. ¿Dice que era pelirroja?
–Así es.
–Tal vez alguien la conozca pero, como ve, aquí hay mucha gente –el encargado golpeó la barra con la mano para llamar la atención de los clientes–. ¿Alguien ha visto a una pelirroja?
No fue una sorpresa para Severo que varios hombres dijeran haberse fijado en ella porque la ladrona de coches no era una mujer que pasara desapercibida. Pero, lamentablemente, nadie sabía quién era.
–No puedo ofrecerle habitación, pero la chimenea está encendida y tenemos mantas y una despensa llena.
Severo, que no compartía la actitud relajada del encargado, propietario del refugio o lo que fuera, negó con la cabeza cuando el hombre sacó una botella de whisky.
–No creo que haya ido muy lejos con esta tormenta. Pero mañana, cuando hayan limpiado las carreteras…
–Deberíamos informar a las autoridades.
–Las líneas telefónicas están cortadas y no hay cobertura para los móviles. Tome algo, no puede hacer otra cosa.
Severo aceptó un café, pensativo. Tenía que haber alguna otra opción.
–Esos esquíes que he visto en la puerta, ¿de quién son?
El hombre señaló un grupo de jóvenes.
–Son estudiantes, de Aviemore.
Luego sugirió, de broma, que reuniese un grupo de gente para ir a buscar a la pelirroja. Y, aunque era una broma, le dio una idea.
Quince minutos después, resistiéndose a los intentos de convencerlo para que no lo hiciera, Severo se ponía unos esquíes y cambiaba su abrigo de cachemira por el grueso chaquetón de uno de los estudiantes.
Seguía nevando, pero el viento había amainado un poco, de modo que tomó la carretera, siguiendo la dirección en la que su coche había desaparecido.
Y habría pasado de largo sin ver el vehículo abandonado si no se hubiera detenido un momento para mirar el horizonte. La luz de un faro medio enterrado en la nieve llamó su atención y, un segundo después, comprobó que era su coche. Volcado en el arcén.
La puerta estaba abierta, pero la ladrona había desaparecido, demostrando que era estúpida y suicida, además. Con aquella nevada, cualquier persona con dos dedos de frente se habría quedado dentro del coche.
Sus cosas seguían en el interior, afortunadamente, y lo más sensato sería tomarlas y volver al refugio. Aquella loca no era responsabilidad suya. Y si acababa en la estadística de muertos debido a la tormenta sería problema suyo. Claro que él moriría de culpa pensando que podría haberla salvado.
Tras un breve debate interno, Severo suspiró, resignado. No le gustaría nada que la gente sospechase que tenía conciencia.
Después de una rápida mirada alrededor descubrió huellas en la nieve, de modo que la ladrona no estaba muy lejos.
Neve hacía un esfuerzo por seguir adelante, pero estaba asustada. El paisaje blanco se había tragado todos los sonidos salvo sus propios jadeos. No le quedaba energía y estaba muerta de frío, pero la desesperación y el miedo la obligaban a seguir adelante.
–Me gusta la nieve –murmuraba para sí misma–. Me encanta la nieve.
Si algún día tenía nietos los aburriría de muerte con aquella historia. Aunque una historia que empezaba con «el día que la abuela robó un coche» podría no ser un gran ejemplo.
Neve tropezó en la nieve y creyó que no le quedaban fuerzas para levantarse. Descansaría un momento, pensó, y luego se levantaría porque, si no lo hacía, no habría nietos a los que contarles la historia.
Se levantaría porque James había confiado en ella y no podía defraudarlo.
Casi podía escuchar su voz…
–Tengo que pedirte un favor, Neve.
–Cualquier cosa –había dicho ella.
James Macleod había sido compañero de universidad de su padre y por eso le había dado un puesto de trabajo a Charlie. Pero su hermano le había devuelto el favor estafando a sus clientes para seguir jugando en el casino.
Sabiendo que estaban a punto de descubrirlo, Charlie, que pensaba huir del país, se lo había confesado todo. Y Neve, angustiada, había ido a hablar con James para suplicarle que no llamase a la policía.
Afortunadamente, James no lo hizo. Al contrario, ocultó el robo con su propio dinero, poniendo como única condición que Charlie buscase ayuda para su problema.
De modo que Neve no iba a negarle ningún favor.
–Cásate conmigo.
Ningún favor salvo ése.
–Te ha sorprendido.
–No, no –mintió Neve, atónita. Nada en el trato de James la había hecho pensar nunca que la viera de ese modo y ella jamás lo había considerado como un posible pretendiente–. Es muy amable por tu parte, pero…
–No me quieres, lo sé. Tengo edad suficiente para ser tu padre.
–No es eso, es que…
–Nuestro matrimonio no sería permanente, Neve. Sí, sé que suena extraño, pero confía en mí. No digas nada todavía, deja que te explique –James dejó escapar un suspiro–. Verás, la cuestión es que… ha vuelto.
Neve supo inmediatamente que se refería a la enfermedad contra la que llevaba años luchando.
–Y esta vez el diagnóstico no es bueno. Tengo dos meses de vida como máximo… no llores, Neve. He tenido tiempo para acostumbrarme a la idea y, si quieres que te diga la verdad, estoy muy cansado. Mi única pena es dejar a Hannah. Mi hija se quedará sola y es tan joven que podría convertirse en objetivo para gente interesada sólo en su dinero. Cuando yo muera, Hannah lo heredará todo, pero si nos casamos, tú te convertirás en su tutora legal. Sé que puedo confiar en ti y sé que tú la protegerás.
Los ojos de Neve se llenaron de lágrimas.
–Y mira cómo estoy protegiéndola –murmuró, golpeando la nieve con el puño–. Venga, no seas patética. Levántate de una vez.
Tuvo que apretar los dientes para luchar contra el deseo de cerrar los ojos y quedarse allí. Se tumbó de espaldas, pero el esfuerzo la dejó agotada y cuando estaba intentando reunir fuerzas le pareció escuchar un grito… sí, era un grito, no el viento. Alguien estaba gritando.
–¡Aquí! –consiguió responder, casi sin voz–. ¡Estoy aquí!
Cuando logró sentarse en la nieve vio una sombra a unos metros de ella.
–¿Hannah?
Pero no, no era una chica sino un hombre muy alto… con esquíes. Un hombre que, por la velocidad a la que iba, sabía lo que estaba haciendo.
No era Hannah, pensó, pero sí alguien que podía ayudarla a encontrarla.
El hombre estaba a punto de pasar a su lado sin verla y, con el corazón encogido, Neve empezó a gritar y a mover los brazos para llamar su atención hasta que, por fin, el hombre pareció fijarse en ella.
Casi llorando de alivio, abrió la boca para avisarlo de que había una pendiente, pero el hombre estaba quitándose los esquíes para hacer los últimos metros caminando. Al contrario que ella, no iba resbalando y tropezando sino moviéndose con la gracia de una pantera.
–No se puede imaginar cuánto me alegro de verlo.
Él podría alegrarse también o sentirse aliviado, pero Neve no tenía manera de saberlo porque su rostro estaba oculto bajo un pasamontañas negro. Lo único que podía ver eran sus ojos oscuros.
Sin decir una palabra, el extraño alargó una mano enguantada y Neve se agarró a ella como a un salvavidas.
–Muchísimas gracias –tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. Y mucho porque el hombre era muy alto–. ¿Ha visto a alguien por aquí, una chica de catorce años? Tiene el pelo oscuro y lleva un chaquetón rojo.
–No.
–Pero tenemos que encontrarla.
–¿Encontrar a quién?
–¿A quién? –repitió Neve, sorprendida–. A Hannah. Tiene catorce años y…
–¿También es pelirroja? –la interrumpió él, quitándose el chaquetón para ponerlo sobre sus hombros.
–No, es morena y lleva un chaquetón rojo. Pero no es muy grueso y… no hace falta que me deje el suyo. Se lo agradezco, pero no puedo dejar…
–No le he pedido permiso.
–Pero usted tendrá frío.
Cuando empezó a quitárselo, Severo la tomó por los hombros. Aquel no era momento para tacto o diplomacia. ¿La mujer que le había robado el coche se negaba a aceptar un simple chaquetón?
Lo que necesitaba, en su opinión, era ir a un psiquiatra. Y él también por estar allí.
–Me encantaría quedarme charlando con usted, pero no tenemos tiempo. Y, para su información, no estoy siendo caballeroso, sino práctico. Yo
Aunque el frío se le colaba hasta los huesos.
Y el frío aumentaba al pensar en lo que podría haberle ocurrido de no haberla encontrado. ¿Cuánto tiempo habría aguantado con ese frío… una hora, menos?
–Va vestida para dar un paseo por la ciudad, no para estar en plena montaña. Las personas como usted, sin respeto por la naturaleza y los elementos, siempre esperan que otros arriesguen sus vidas para salvarlos.
–¿De qué está hablando? –exclamó Neve.
–Déjelo, estamos perdiendo el tiempo.
–Tiene razón. Creí que había llegado a una zona alta desde la que podría ver la carretera…
–Tenemos que buscar un refugio, no una zona alta.
–No, tenemos que buscar…
–¿Buscar qué? –la interrumpió Severo.
–A Hannah –dijo ella.
–¿Quién es Hannah?
–¿No la ha visto? Si viene de la carretera tiene que haberla visto.
–No he visto a nadie –Severo hizo un esfuerzo para controlar su impaciencia–. Y no vamos equipados para organizar una expedición de rescate.
Un poquito tarde para darse cuenta de eso. Además, la tal Hannah podría ser un invento de la pelirroja. Y si no lo era, esperaba que hubiese encontrado refugio en algún sitio. Si seguían allí mucho más tiempo acabarían en la lista de muertos por la tormenta.
–Esa mujer, si existe, tendrá que cuidar de sí misma.
–¡No es una mujer, es una niña! Tenemos que…
–¿Tenemos?
Neve hizo una mueca al darse cuenta de que el hombre no iba a ayudarla.
–Muy bien, no se preocupe, lo haré yo sola. Por favor, informe a las autoridades de que se ha perdido una niña de catorce años… si no es mucha molestia.
–Puede contárselo usted misma cuando volvamos al refugio.
–¿Es que no lo entiende? No puedo volver, no puedo dejar a Hannah sola… tengo que encontrarla.
–Lo que tenemos que hacer es encontrar un refugio lo antes posible.
Aunque no sería tan fácil como había pensado porque la tormenta golpeaba con más fuerza que antes. Media hora más y se habría hecho de noche, de modo que lo mejor sería volver al coche abandonado, así al menos estarían a salvo de los elementos.
Pero ni siquiera volver sobre sus pasos sería fácil porque la nieve había borrado sus huellas. Él tenía buen sentido de la orientación, pero en esas condiciones sería muy fácil desorientarse.
–No, no –dijo ella, apartándose cuando volvió a agarrarla del brazo–. Usted no lo entiende, yo…
–Puede que usted quiera morirse de frío, pero yo no.
–Pues muy bien, márchese. Yo no pienso moverme de aquí.
Severo la miró y en aquel momento, cuando todos sus sentidos deberían estar concentrados en sobrevivir, no pudo dejar de pensar en lo guapa que era.
Pero tenían que buscar un refugio a toda prisa, no había tiempo para tonterías.
–¿Qué está…? –Neve lanzó un grito cuando el extraño se la colocó al hombro–. ¡Suélteme ahora mismo!
Él lanzó un gruñido cuando le dio la primera patada, pero no dijo nada. Siguió caminando, con la cabeza agachada para evitar el viento.
SEVERO depositó su carga en el suelo.
–¿Se encuentra bien?
Parecía más irritado que preocupado y Neve le dio un manotazo cuando intentaba sujetarla. ¿Si se encontraba bien? Qué mala suerte que la rescatase precisamente él… ¿o la había secuestrado? Un hombre de pocas palabras y todas ellas estúpidas.
–¡No, no me encuentro bien!
La había llevado al hombro como un saco de patatas contra su voluntad. Estaba dolorida, helada y, sobre todo, muerta de miedo por lo que pudiera haberle pasado a Hannah.
Pero, respirando profundamente, se dijo a sí misma que ella no era una cobarde. Podía tener tendencias cobardicas, pero no era una cobarde.
Severo movió los hombros doloridos, percatándose del esfuerzo que hacía aquella mujer para no desmoronarse. La pelirroja podía ser tonta, pero era valiente.
–Está viva, así que deje de quejarse.
–No sé quién cree que es… –Neve no terminó la frase al darse cuenta de que no sabía quién era o qué era salvo grosero, insensible y egoísta. Y muy fuerte. Después de quince minutos llevándola al hombro sobre la nieve debería estar agotado, pero no lo parecía. Ni siquiera respiraba con dificultad.
–¿Quién es usted?
–El hombre que le ha salvado la vida. Puede darme las gracias más tarde, cuando le cuente la historia de mi vida.
–Un nombre sería suficiente y yo no le he pedido que me salvara –replicó Neve–. No necesitaba que me salvase.
Él sonrió, irónico, mientras sacaba el móvil del bolsillo.
–Ya, me di cuenta de que tenía la situación totalmente controlada.
–¿Hay cobertura?
–No.
Suspirando, Neve miró alrededor. Aquel no era momento de deprimirse. A unos metros de ellos veía luces y si había luces habría gente.
–¿Qué es ese sitio?
Necesitaba pedir ayuda urgente. Claro que el equipo de rescate ya habría salido si se hubiera parado a pensar antes de subir a ese coche y Hannah estaría a salvo… Neve sacudió la cabeza, angustiada.
Encontraría a Hannah como fuera.
–No lo sé, parece una casa. En cualquier caso, es un refugio.
Severo se preguntaba si aquella mujer sabía el peligro que había corrido. Por su actitud, no parecía tener ni idea.
Afortunadamente para ella, él parecía haber desarrollado una repentina fascinación por el pelo rojo y los ojos azules.
–Con un poco de suerte, los de la casa no serán de los que sólo quieren salvar su pellejo. Al contrario que otros.
–¿Le importaría dejar de insultarme hasta que estemos a salvo? Los cobardes no entablamos conversación en medio de una tormenta. Y no intente correr porque iré a buscarla.
–¿Me está amenazando? –exclamó Neve. Le castañeteaban los dientes de frío, pero no pensaba dejar que aquel grosero la tratase de esa forma.
–Tómeselo como quiera.
Unos minutos después, llegaban a la casa. Podía ver luz tras el cristal emplomado de la puerta y Severo la golpeó con el puño varias veces. Cuando no recibió respuesta, siguió golpeando y llamando al timbre. Hizo ruido suficiente para despertar a los muertos, pero nadie salió a abrir. O eran sordos o no tenían intención de abrirle la puerta a un extraño.
Daba igual. Si estaba asustando a alguien, se disculparía más tarde. No necesitaba un termómetro para saber que la temperatura había descendido y su prioridad era entrar en la casa antes de que la situación empeorase.
Claro que no sabía cómo podía empeorar la situación si estaba en medio de una tormenta de nieve con una loca que robaba coches y luego se perdía en medio del campo.
El chaquetón le llegaba por las rodillas y tenía un aspecto frágil, vulnerable. Era la clase de mujer que despertaba el instinto protector en los hombres… o al menos los que no habían sufrido sus patadas.
Él no era uno de esos hombres. Le había pateado bien. Menos mal que, afortunadamente, no llevaba botas, sino unos zapatos totalmente inadecuados para andar por la montaña.
–¡Quédese ahí! –le gritó, antes de dar la vuelta al edificio. Estuvo a punto de no ver una puerta lateral, casi por completo oculta por la nieve, pero un rápido vistazo le dijo que no era tan gruesa como la puerta principal. Estaba teniendo suerte y ya era hora, pensó, mientras empezaba a apartar la nieve.
–¿No le había dicho que no se moviera?
Era increíble. El tipo ni siquiera se había dado la vuelta. Parecía tener ojos en la nuca, pensó Neve.
–Sí, me lo ha dicho –contestó, disimulando un escalofrío cuando metió las manos en la nieve.
–¿Se puede saber qué está haciendo?
–Ayudarlo.
Al menos no había salido corriendo en dirección contraria, pensó él, conteniendo un suspiro de irritación. Cuando iba a apartar sus manos comprobó que tenía las muñecas muy delgadas y los dedos azules.
Pero no tan azules como sus ojos. Claro que nada era tan azul como esos ojos.
Irritado con ella, y consigo mismo, cubrió sus manos con la mangas del chaquetón antes de retomar la tarea de apartar la nieve.
–No se mueva. Y no saque las manos de las mangas.
–Soy perfectamente capaz de…
–Ya sé de lo que es capaz.
–Sólo intento ayudarlo.
Cualquier otra persona se sentiría agradecida, pero aquel hombre era un ogro.
–No me ayudará si se le congelan las manos.
En eso tenía razón, pensó Neve, que ya no sentía los dedos. ¿Llevaría Hannah puestos los guantes?, se preguntó. Imaginó a su hijastra perdida en la nieve, a merced de los elementos, y el miedo se le agarró a la garganta.
–¿Qué puedo hacer entonces? Tengo que hacer algo, no puedo quedarme mirando.
–Pues creo que sería lo más seguro.
Afortunadamente, tardó sólo dos minutos en apartar la nieve que tapaba la puerta y luego miró alrededor, buscando un objeto contundente. Al contrario que el cristal de la puerta principal, el de aquella no parecía muy grueso.
Severo encontró una piedra.
–Dese la vuelta y tápese la cara.
–¿Va a romper el cristal?
–Ah, ya veo que va en contra de sus convicciones. Un poco hipócrita, ¿no le parece?
Tan críptico comentario dejó a Neve boquiabierta. Debía estar loco, pensó.
–¿No podría llamar de nuevo? A lo mejor ahora nos oyen.
–O podríamos volver mañana –dijo él, sarcástico. Pero cuando puso la mano en el pomo, la puerta se abrió–. Bueno, parece que al final no hemos tenido que romper nada.
Estaban en un cuarto de lavar o algo así, con una encimera de acero y varios armarios. Severo buscó el interruptor con la mano y parpadeó varias veces cuando la habitación se llenó de luz.
–¿Viene o no?
Tenía dos opciones: morirse de frío o aceptar la invitación. Neve entró en la casa, pensando que a él no parecía importarle que eso fuera allanamiento de morada.
Tal vez había estado en situaciones similares, pensó. Y parecía un hombre con muchos recursos. Seguramente se negaría a volver a salir para buscar a Hannah, pero tal vez si le ofrecía dinero…
Bueno, con su ayuda o sin ella, pensaba salir a buscar a Hannah en cuanto hubiese entrado en calor. No lo necesitaba.
Bajo la tormenta, su estatura y su formidable presencia le habían parecido consoladoras, aunque no quisiera reconocerlo. Pero en aquella habitación su presencia le parecía opresiva. No sabía si era guapo, feo o normal, pero con un cuerpo como el suyo era imposible que pasara desapercibido.
–¿Qué?
–He dicho que cerrase la… –el hombre dio un paso adelante y Neve dejó escapar un gemido sin darse cuenta de que sólo iba a cerrar la puerta.
–¿Qué le pasa?
–Nada –murmuró ella, avergonzada.
Pero no porque hubiera sentido miedo, sino porque sentía el extraño impulso de apoyarse en ese torso tan ancho. Cuanto más tiempo permanecía cerca de ella, proyectando una especie de campo magnético, más difícil era resistirse a esa extraña compulsión.
–¿Qué pensaba que iba a hacer? Neve sacudió la cabeza. ¿Qué iba a decir: «pensé que iba a besarme»? Atónita por tal pensamiento, dejó escapar un suspiro de alivio cuando él se apartó.
–Relájese, está a salvo conmigo –dijo él, burlón.
–Me alegro.
–Admito que es usted más guapa de lo que había pensado, pero ahora mismo, cara, no va a volver loco de pasión a ningún hombre, se lo aseguro. A ningún hombre cuerdo, pero Severo empezaba a dudar de su cordura.
La cuestión no era que le pareciese guapa, sino por qué demonios estaba allí. Él valoraba la sensatez y se enorgullecía de su buen juicio, pero sólo un loco arriesgaría su vida en medio de una tormenta de nieve.
EL salón era una zona amplia dominada por una estufa de leña a un lado y una cocina ultramoderna al otro.
Severo había pensado que las luces estaban puestas en automático para evitar a los ladrones, pero sobre la mesa vio el periódico de la mañana, de modo que alguien había estado allí ese mismo día.
–No podemos entrar en una casa que no es nuestra y tocarlo todo –lo regañó Neve al ver que levantaba un ordenador portátil.
Severo cerró la tapa y se volvió para mirarla, pensando en lo irónico que era su repentino respeto por la propiedad de los demás.
–¿Y qué sugiere que hagamos, apretar la nariz contra los cristales mientras nos helamos de frío?
–No, pero tampoco me parece bien lo que estamos haciendo –contestó ella, agarrándose al respaldo de un sillón. Nunca había perdido el conocimiento, pero se sentía tan mareada, que temía estar a punto de hacerlo.
–Es mejor que morirse de frío. Siéntese –dijo él al verla tan pálida–. Y respire despacio.
Su serenidad la ayudó a recuperarse y, afortunadamente, en unos minutos el mareo había pasado. Pero cuando iba a decírselo, vio que él estaba mirando hacia la galería del piso de arriba.
–¿Ha oído algo?
–No, nada. ¿Se encuentra mejor?
–Sí, estoy mejor. El teléfono…
–No funciona.
No podía ser una sorpresa, pero la pelirroja hizo una mueca, como un niño al que le hubieran quitado un helado de la mano.
Aquella chica no debería jugar al póquer.
Las mujeres que él conocía rara vez decían lo que pensaban de verdad. En general, usaban métodos menos directos para conseguir lo que querían, de modo que estar con alguien tan directo, alguien cuyo estado ánimo se reflejaba en su cara, era una novedad.
Pero sin duda se cansaría de la novedad, como se cansaría de esos ojos tan azules.
–Parece que el propietario se marchó a toda prisa –observó, señalando los platos que había sobre la mesa.
Neve lo miró mientras se dirigía al pie de la escalera.
–¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
Silencio.
–Al menos la estufa está encendida –murmuró, estudiando el termostato de la pared antes de ponerlo al máximo–. ¿Cómo se llama? –le preguntó entonces.
–Neve Gray… no, Macleod.
–Piénselo bien y dígamelo cuando se haya decidido.
–Neve Macleod –repitió ella, irritada.
–Muy bien, Neve. Supongo que podremos tutearnos, ¿no? Yo voy a mirar arriba, tú quítate esa ropa mojada.
No era una sugerencia, era una orden. Aquel hombre parecía acostumbrado a darlas y seguramente todo el mundo saltaba cada vez que chasqueaba los dedos.
Pero cuando se volvió, Neve no se había movido. Primero, porque quitarse la ropa cuando estaba helada no serviría de nada, pero sobre todo porque no tenía energía para hacerlo.