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Las tres narrativas que componen "Tres cuentos" de Gustave Flaubert ofrecen diferentes experiencias de lectura, comenzando por los temas y la naturaleza de cada personaje que los distancian significativamente. En el primero de ellos, "Un corazón sencillo", seguimos a una mujer en su infinita capacidad de apegarse y dedicarse a otros seres, y las consecuencias que surgen debido a sus separaciones. "La leyenda de San Julián el Hospitalario" presenta la trayectoria de un hombre rudo y sanguinario, atormentado por una terrible profecía: ser la causa de la muerte de sus propios padres. "Herodías" es el cuento más enigmático de este volumen, en el cual Flaubert posiciona al lector como si estuviera oculto entre las columnas del palacio de Herodes, observando las luchas de poder y las maquinaciones de la esposa del emperador, quien reserva su arma infalible para conseguir lo que desea en el último acto. Flaubert, conocido principalmente por su monumental novela "Madame Bovary", alcanza la excelencia literaria en estas tres transformadoras novelas y juega con la crudeza de las descripciones de cuadros desoladores de la vida, confiando en lectores fuertes y sensibles.
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Seitenzahl: 161
Gustave Flaubert
Tres Cuentos
Título original:
““Trois Contes”
”
Primera edición
PRESENTACIÓN
Sobre el autor:
Sobre la obra "Tres cuentos":
TRES CUENTOS
UN CORAZÓN SENCILLO
LA LEYENDA DE SAN JULIÁN EL HOSPITALARIO
Gustave Flaubert (1821-1880) es una leyenda, uno de los grandes innovadores de la novela realista, pero también una especie de contradicción. Hijo de un médico adinerado, el joven Flaubert se rebeló contra la vida cómoda que llevaba: fue expulsado de la escuela a los 18 años por su mal comportamiento y despreció a la burguesía. Escribió la novela "Madame Bovary", la cual lo llevó a los tribunales. Fue acusado de ofender la moral y la religión. Fue absuelto por la Sexta Corte Correccional del Tribunal del Sena y condenado por los puritanos debido al tema del adulterio, la crítica al clero y a la burguesía. Flaubert es uno de los representantes más importantes del realismo francés.
"La medida de un alma es la dimensión de su deseo".
Gustave Flaubert nació en Ruan, Normandía, Francia, el 21 de diciembre de 1821. Era hijo del médico cirujano Achille-Cléophas Flaubert y Justine Caroline Fleuriot. En 1832, ingresó al Colegio Real. Distraído y desinteresado, no le gustaba estudiar, prefería devorar novelas. Redactó el periódico escolar "Arte y Progreso". A los 15 años se sintió atraído por las obras de Shakespeare, Dumas y Víctor Hugo.
En su adolescencia se enamoró de Elisa Schlesinger, una mujer casada once años mayor que él. Entre 1837 y 1845 escribió el drama "Luis XI" y las novelas "Fantasía del Infierno", "Pasión y Virtud". Este amor imposible lo inspiró para escribir los libros "Memorias de un Loco", "Noviembre" y "Educación Sentimental".
Gustave Flaubert estudió Derecho en París para satisfacer el deseo de su padre. En 1844, después de fracasar en los exámenes, sufrió el primero de sus ataques epilépticos. Abandonó sus estudios y se mudó con su familia a la nueva propiedad en Croisset, a orillas del Sena, cerca de Ruan. En 1846, falleció su padre y su hermana Caroline. Conoció a Louise Colet, una mujer separada y madre de una joven de 16 años, con quien tuvo una aventura amorosa.
En 1848, rompió su romance con Louise. Ese mismo año, murió su amigo de la infancia Alfred Le Poittevin. Su salud se vio afectada. Siguiendo el consejo médico, se fue al Oriente, donde tenía la intención de quedarse dos o tres años. Sin embargo, después de unos meses, decidió regresar a Croisset.
En 1851, tras un largo período sin producir, comenzó a escribir "Madame Bovary", la obra más famosa de su carrera. Le llevó cinco años de trabajo incesante. Escribía y reescribía la misma página decenas de veces. En 1856, la novela comenzó a ser publicada en la Revue de Paris, con algunas censuras debido a la austeridad de la época.
El libro narra la historia de Emma Bovary, quien se entrega a una serie de adulterios para escapar de la vida mediocre que cree llevar junto a su esposo, un médico de provincia. La novela, que termina con el suicidio de Bovary, causó escándalo en Francia. Flaubert fue acusado de inmoralidad y llevado a juicio.
En enero de 1857, se sentó en el banquillo de los acusados junto a Laurent Pichat, el editor de la revista. Ocho días después, el autor fue absuelto y el libro se publicó en una edición completa que se agotó rápidamente.
Gustave Flaubert falleció en Croisset, Francia, el 8 de mayo de 1880.
Alrededor de 1875, el escritor Gustave Flaubert llevaba un tiempo intentando escribir "Bouvard y Pécuchet", pero no lograba terminarlo y cayó en una crisis creativa que lo angustiaba. No solo se trataba de una crisis creativa, sino también de dificultades financieras serias, el proceso de creación de la obra "Madame Bovary" y el relativo fracaso de algunos títulos y obras lanzadas, lo cual seguramente minaba su autoestima y creatividad.
En una carta escrita a la señora Des Genettes, el autor dijo: "Bouvard y Pécuchet es demasiado difícil, me rindo; busco otra novela sin encontrar nada. Mientras tanto, voy a escribir 'La leyenda de San Julián el Hospitalario', solo para ocupar mi mente con algo, para ver si todavía sé construir una frase, lo cual dudo". A partir de este cuento surgieron otros dos que completaron la trilogía: "Un corazón sencillo" y "Herodías".
Las narraciones reunidas en "Tres cuentos" fueron escritas con tanta maestría que resulta difícil creer que Gustave Flaubert estuviera pasando por una crisis cuando las creó. Es algo que el lector comprobará por sí mismo.
Otras obras de Gustave Flaubert incluyen:
- "Rêve d'enfer" ("Pasión y virtud") 1837
- "Mémoires d'un fou" ("Memorias de un loco") 1838
- "Novembre" ("Noviembre") 1842
- "Madame Bovary" ("Madame Bovary") 1857
- "Salammbô" ("Salambó") 1862
- "L'Éducation Sentimentale" (La educación sentimental) 1869
- "Lettres à la municipalité de Rouen" 1872
- "Le Candidat" (obra de teatro) 1874
- "La Tentation de Saint Antoine" ("La tentación de San Antonio") 1874
- "Le Château des cœurs" (obra de teatro) 1880
- "Bouvard et Pécuchet" (inacabado) 1881
- "À bord de la Cange" 1904
- "Par les champs et les grèves" 1910
- "Œuvres de jeunesse inéd
Durante medio siglo las vecinas acomodadas de Pontl'Éveque envidiaron a la señora de Aubain su criada Felicitas.
Por cien francos al año cocinaba, arreglaba la casa, cosía, lavaba y planchaba, sabía embridar un caballo, cebar las aves de corral, batir la manteca; y además se mantuvo fiel a su ama, la que, sin embargo, no era una persona agradable.
Se había casado con un buen muchacho sin fortuna que murió a comienzos de 1809, dejándole dos niños muy pequeños y una cantidad de deudas. Entonces vendió sus fincas, con excepción de la granja de Toucques y la de Gef Tosses, cuyas rentas ascendían a 5.000 francos a lo sumo, y dejó su casa de Saint — Melaine para vivir en otra menos costosa que había pertenecido a sus antepasados y se hallaba detrás del mercado.
Esa casa, con techo de pizarra, estaba entre un pasaje y una callejuela que iba a dar al río. Tenía interiormente diferencias de nivel que hacían tropezar. Un vestíbulo estrecho separaba la cocina de la sala, donde la señora de Aubain pasaba todo el día sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Contra el zócalo, pintado de blanco, se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un montón piramidal de cajas y sombrereras. Dos butacas tapizadas flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y de estilo Luis XV. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta, y toda la habitación olía un poco a moho, pues el entarimado quedaba más bajo que el jardín.
En el piso alto estaba en primer lugar el dormitorio de "la señora", muy grande, revestido con un papel de flores pálidas y adornado con el retrato del "señor" ataviado a lo lechuguino. Esa habitación se comunicaba con otra más pequeña, donde se veían dos camitas de niño sin colchones. Luego venía el salón, siempre cerrado y lleno de muebles enfundados. A continuación, un pasillo llevaba a un gabinete de estudio; libros y papelotes guarnecían los estantes de una biblioteca que rodeaba por tres de sus lados a un gran escritorio de madera negra. Los dos entrepaños en ángulo se ocultaban bajo dibujos a pluma, paisajes a la acuarela y grabados de Audran, recuerdos de una época mejor y de un lujo desaparecido. En el segundo piso, un tragaluz iluminaba la habitación de Felicitas, que daba a las praderas.
Felicitas se levantaba al amanecer para no perder la misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; luego, terminada la cena, en orden la vajilla y la puerta bien cerrada, ocultaba los rescoldos bajo las cenizas y se dormía ante el hogar con el rosario en la mano. Nadie mostraba más obstinación en los regateos. En cuanto a la limpieza, el bruñido de sus cacerolas causaba la desesperación de las otras sirvientas. Económica, comía con lentitud y recogía de la mesa con los dedos las migajas de su pan, un pan de doce libras cocido ex profeso para ella y que duraba veinte días.
En todas Las estaciones llevaba un pañuelo de indiana sujeto a la espalda con un alfiler, una toca que le ocultaba el cabello, medias grises, falda roja y sobre la camisola un delantal con pechero, como las enfermeras de los hospitales.
Su rostro era enjuto y su voz aguda. A los veinticinco años se le calculaba cuarenta. Desde la cincuentena ya no mostró edad alguna; y siempre silenciosa, con el cuerpo erguido y los gestos mesurados, parecía una mujer de madera que funcionaba de manera automática.
Había tenido, como cualquier otra, su historia amorosa. Su padre, albañil, se había matado al caer de un andamio.
Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la dedicó desde pequeñita a guardar las vacas en el campo. Tiritaba bajo los harapos, bebía boca, abajo el agua de los charcos, le pegaban con cualquier motivo y finalmente la echaron por un robo de un franco y medio que no había cometido. Entró en otra granja, donde trabajó como moza de corral, y como era del agrado de los patrones, sus compañeras la envidiaban.
Una noche de agosto, cuando tenía dieciocho años, la llevaron a la feria de Colleville. En seguida la aturdieron y dejaron estupefacta el estruendo de los músicos de aldea, las luces en los árboles, el abigarramiento de los vestidos, los encajes, las cruces de oro y la multitud de gente que saltaba al mismo tiempo. Ella se mantenía apartada modestamente, cuando un joven bien trajeado, y que fumaba su pipa apoyado en la lanza de un carricoche, la invitó a bailar. La obsequió con sidra, café, galletas y un pañuelo de seda, e imaginándose que ella barruntaba su intención, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena la revolcó brutalmente. Ella se asustó y comenzó a gritar. El joven se alejó.
Otra noche, en el camino de Beaumont, quiso adelantarse a un carretón de heno que avanzaba lentamente, y al pasar rozando las ruedas reconoció a Teodoro.
El se le acercó con aire tranquilo y le dijo que debía perdonarle todo, porque "la culpa la tenía la bebida".
Ella no supo qué responder y deseaba huir.
Inmediatamente él habló de las cosechas y de los notables del pueblo, pues su padre se había trasladado de Colleville a la granja de los Ecots, de manera que ahora eran vecinos. — "¡Ah!", — dijo ella Él añadió que deseaban casarlo. Pero no tenía prisa y esperaría hasta encontrar una mujer de su gusto. Felicitas bajó la cabeza y Teodoro le preguntó si pensaba en el matrimonio. Ella contestó, sonriendo, que hacía mal en burlarse.
— ¡Pero no, se lo juro!
Y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; disminuyeron el paso. El viento soplaba suavemente, las estrellas brillaban, el carretón de heno oscilaba delante de ellos, y los cuatro caballos, arrastrando las patas, levantaban el polvo.
Luego, sin que se lo ordenaran, giraron hacia la derecha. Él la abrazó una vez más y ella desapareció en la oscuridad.
A la semana siguiente Teodoro consiguió algunas citas.
Se encontraban en el fondo de los corrales, detrás de tina tapia, bajo un árbol solitario. Ella no era inocente a la manera de las señoritas — los animales la habían instruido pero la razón y el instinto del honor le impidieron caer. Esa resistencia exasperó el amor de Teodoro, tanto que para satisfacerlo, o ingenuamente tal vez, le propuso casamiento. Como ella vacilaba en creerle, le hizo grandes juramentos.
Pronto él confesó algo enfadoso: el año anterior sus padres le habían comprado un hombre ', pero de un día a otro podían volver a llamarlo, y la idea del servicio militar le espantaba. Esa cobardía fue para Felicitas una prueba de cariño, y aumentó el suyo. Se escapaba por la noche y cuando llegaba a la cita Teodoro la torturaba con sus inquietudes y súplicas.
Por fin anunció que iría él mismo a la Prefectura para tomar informes y los traería el domingo siguiente entre las once y las doce de la noche.
Cuando llegó el momento, Felicitas corrió hacia el enamorado.
En su lugar encontró a uno de sus amigos.
Este le dijo que no volvería a verlo. Para librarse del servicio Teodoro se había casado con una vieja muy rica, la señora Leoussais, de Toucquet.
La aflicción de Felicitas fue muy grande. Se arrojó por tierra, gritó, invocó a Dios, y se quedó gimiendo sola en el campo hasta la salida del sol. Luego volvió a la granja, declaró su propósito de irse, y al cabo de un mes, cuando recibió su salario, guardó todas sus pobres pertenencias en un pañuelo y se dirigió a Pont — l'Éveque.
Delante de la posada, interrogó a una señora con capelina de viuda y que, precisamente, buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias, que la señora de Aubain terminó por decirle:
— Está bien, la acepto.
Un cuarto de hora después, Felicitas estaba instalada en su casa.
Al principio, vivió en ella en una especie de temblor que le causaban "el tono de la casa" y el recuerdo del "señor" que se cernía sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años y la otra de apenas cuatro, le parecían hechos de una materia preciosa; los llevaba a cuestas como un caballo y la señora de Aubain le prohibió que los besara a cada minuto, lo que le mortificaba. Sin embargo, se sentía feliz. La apacibilidad del medio ambiente había disipado su tristeza.
"Todos los jueves iban los amigos de la casa a jugar una partida de Boston. Felicitas preparaba de antemano los naipes, y los braseros. Llegaban a las ocho en punto y se retiraban antes de que dieran las once.
Todos los lunes por la mañana el chamarilero que vivía bajo la recova instalaba en el suelo su chatarra. Luego la ciudad se llenaba de un zumbido de voces, con las que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de ovejas, gruñidos de cerdos y el ruido seco de los carros en la calle. Hacia el mediodía, cuando el mercado estaba en su mayor actividad, aparecía en la puerta un viejo campesino de alta estatura, la gorra echada hacia atrás y nariz aquilina. Era Robelin, el arrendatario de Geflosses. Poco después llegaba Liébard, el arrendatario de Toucques, pequeño, colorado, obeso, vestido con pelliza gris y polainas armadas con espuelas.
Los dos ofrecían a la propietaria gallinas o quesos Felicitas desbarataba invariablemente sus astucias y ellos se iban llenos de consideración por ella.
En épocas indeterminadas la señora de Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, uno de sus tíos, arruinado por la crápula y que vivía en Falaise de la última parcela de sus tierras. Se presentaba siempre a la hora del almuerzo, con un horrible perro de aguas que ensuciaba todos los muebles con las patas. A pesar de sus esfuerzos para parecer caballero, hasta el punto dé descubrirse cada vez que decía: ".Mi difunto padre", se dejaba llevar por la costumbre, bebía un vaso tras otro y decía chocarrerías. Felicitas lo echaba cortésmente, diciéndole:
— Ya está cansado, señor de Gremanville. ¡Hasta la próxima!
Y cerraba la puerta.
La abría complacida al señor Bourais, ex procurador. Su corbata blanca y su calva, la pechera de su camisa, su amplia levita parda, su manera de tomar rapé arqueando el brazo, toda su persona le causaba la turbación en que nos sume el espectáculo de los hombres extraordinarios.
Como administraba las propiedades de "la señora", se encerraba con ella durante horas en el despacho del "señor". Temía siempre comprometerse, sentía un respeto infinito por la magistratura y tenía pretensiones de latinista.
Para instruir a los niños de una manera agradable les regaló una geografía con láminas que representaban diferentes paisajes del mundo, antropófagos con plumas en la cabeza, un mono raptando a una señorita, beduinos en el desierto, una ballena arponeada, etcétera.
Pablo explicaba esos grabados a Felicitas, y esa fue toda su educación literaria.
La de los niños estaba a cargo de Guyot, un pobre — diablo empleado en la Alcaldía, famoso por su buena letra y que afilaba el cortaplumas en la bota.
Cuando hacía buen tiempo iban temprano a la granja de Geffosses.
El corral estaba en pendiente, la casa en el centro, y el mar, a lo lejos, parecía una mancha gris.
Felicitas sacaba de la cesta lonjas de carne fría que comían en una habitación contigua al establo de las vacas. Era lo único que quedaba de una casa de recreo ya desaparecida. El papel de la pared, hecho jirones, se agitaba con las corrientes de aire. La señora de Aubain inclinaba la cabeza, abrumada por los recuerdos; los niños no se atrevían a hablar. — ¡Pero jugad!", les decía, y los niños se iban.
Pablo subía al hórreo, cazaba pájaros, hacía rebotar piedras en la charca, o golpeaba con un palo los grandes toneles, que resonaban como tambores.
Virginia daba 'de comer a los conejos, corría para recoger azulejos y la rapidez de sus piernas dejaba en descubierto sus pantaloncitos bordados.
Una tarde de otoño regresaban por los pastos.
La luna, en cuarto creciente, iluminaba una parte del cielo y la niebla flotaba como una faja sobre las sinuosidades del Toucques. Unos bueyes tendidos en la hierba contemplaban tranquilamente el paso de aquellas cuatro personas. En el tercer pasto se levantaron algunos y se colocaron en círculo delante de ellos.
— No teman — dijo Felicitas.
Y murmurando una especie de lamento acarició el lomo al que estaba más cerca; el buey volvió grupas y los otros lo imitaron. Pero cuando ya habían atravesado el pasto oyeron un mugido terrible. Era un toro oculto por la niebla, que avanzaba hacia las dos mujeres. La señora de Aubain se disponía a correr.
— ¡No, no, más despacio! — les gritó Felicitas.
Pero ellas aceleraron el paso, oyendo a su espalda un resoplido sonoro que se acercaba. Las pezuñas del toro golpeaban como martillos la hierba de la pradera, ¡y en aquel momento galopaba! Felicitas se volvió, arrancó con las dos manos unos terrones y se los arrojó a los ojos. El toro bajaba el hocico, sacudía los cuernos, temblaba de furor y mugía horriblemente. La señora de Aubain, ya en la linde del prado con los niños, buscaba, fuera de sí, la manera de pasar al otro lado. Felicitas seguía retrocediendo ante el toro y le lanzaba continuamente terrones que le cegaban, mientras gritaba:
¡Corran! ¡Corran!
La señora de Aubain bajó a la zanja, alzó a Virginia y luego a Pablo y cayó muchas veces al tratar de trepar por el talud, pero a fuerza de coraje lo consiguió.
El toro había acosado a Felicitas contra una tranquera y le lanzaba su baba a la cara; un segundo más e iba a destriparla. Pero ella tuvo tiempo para deslizarse entre dos estacas, entonces, el furioso animal, muy sorprendido, se detuvo.
Ese acontecimiento fue durante muchos años un tema de conversación en Pont — l'Éveque. Felicitas no se envaneció por ello y ni siquiera sospechó que hubiese hecho algo heroico.
Tenía que atender exclusivamente a Virginia, quien, a consecuencia del susto, sufrió una afección nerviosa. El señor Poupart, el médico, aconsejó los baños de mar en Trouville.
En esa época no eran frecuentes. La señora de Aubain se informó, consultó a Bourais e hizo preparativos como para un largo viaje.
Su equipaje salió la víspera en el carro de Liébard. Este llevó al día siguiente dos caballos, uno con silla de mujer y respaldo de terciopelo, y el otro con una manta enrollada como asiento en la grupa. La señora de Aubain montó en él detrás de Liébard. Felicitas se encargó de Virginia, y Pablo montó a horcajadas en el asno del señor Lechaptois, que se lo prestó con la condición de que lo cuidara bien.