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Tres cuentos (Trois contes) es un conjunto formado por los relatos: Un corazón sencillo, La leyenda de San Julián el hospitalario y Herodías, escritas por Gustave Flaubert entre los años 1875 y 1877.
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DE
GUSTAVE FLAUBERT
El corazón sencillo
La leyenda de San Julián El hospitalario
Herodías
A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l’Evéque le envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad.
Por cien francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama -que sin embargo no siempre era una persona agradable.
Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre, que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y algunas deudas. Entonces madame Aubain vendió sus inmuebles, menos la finca de Toucques y la de Greffosses, que rentaban a lo sumo cinco mil francos, y dejó la casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos dis-pendiosa que había pertenecido a sus antepasados y estaba detrás del mercado.
Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía y una callecita que iba a parar al río. En el interior había des-igualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un si-llón de paja. Alineadas contra la pared, pintadas de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pi-rámide de cajas y carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de esti-lo Luis XV, dos butacas tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y
todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta.
En el primer piso, en primer lugar, el cuarto de «Madame», muy grande, empapelado de un papel de flores pálidas, y, presidiendo, el retrato de «Monsieur» en atavío de petime-tre. Esta sala comunicaba con otra habitación más pequeña, en la que había dos cunas sin colchones. Después venía el salón, siempre cerrado, y abarrotado de muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo que conducía a un gabinete de estudio; libros y papeles guarnecían los estantes de una biblio-teca de dos cuerpos que circundaba una gran mesa escritorio de madera negra; los dos pa-neles en esconce desaparecían bajo dibujos de pluma, paisajes a la guache y grabados de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había esfumado. En el segundo piso, una claraboya iluminaba el cuarto de Felicidad, que daba a los prados.
Felicidad se levantaba al amanecer, para no perder misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; después, terminada la cena, en orden la vajilla y bien cerrada la puerta, tapaba los tizones con la ceniza y se dormía ante la lumbre con el rosario en la mano. Nadie más tenaz que ella en el regateo. En cuanto a la limpieza, sus relucientes cacerolas eran la desesperación de las demás criadas.
Ahorrativa, comía despacio, y recogía con el dedo las migajas del pan caídas sobre la me-sa; un pan de doce libras cocido expresamen-te para ella y que le duraba veinte días.
En toda estación llevaba un pañuelo de in-diana sujeto en la espalda con un imperdible, un gorro que le cubría el pelo, medias grises, refajo encarnado, y encima de la blusa un delantal con peto, como las enfermeras del hospital.
Tenía la cara enjuta y la voz chillona. A los veinticinco años, le echaban cuarenta. Desde los cincuenta, ya no representó ninguna edad.
Y, siempre silenciosa, erguido el talle y mesurados los ademanes, parecía una mujer de madera que funcionara automáticamente.
Había tenido, como cualquier otra, su historia de amor.
Su padre, un albañil, se había matado al caer de un andamio. Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la puso de muy pequeña a guardar las vacas en el campo. Tiritaba vestida de harapos, bebía, tumbada boca abajo, el agua de los charcos, le pegaban por la menor cosa y acabaron echándola por un robo de treinta sueldos que no había cometido. Entró en otra alquería, llegó en ella a moza de corral y, co-mo daba gusto a los amos, los compañeros de faena le tenían envidia.
Una tarde del mes de agosto (tenía entonces dieciocho años) la llevaron a la romería de Colleville. Se quedó pasmada, estupefacta por el estruendo de los rascatripas, las luces en los árboles, la variedad abigarrada de los trajes, los encajes, las cruces de oro, aquella masa de gente saltando todos a la vez. Se mantenía apartada modestamente, cuando un mozo muy atildado, y que fumaba en pipa apoyado de codos en la barra de un toldo, se acercó a invitarla a bailar. La convidó a sidra, a café, a galletas, le regaló un pañuelo, y, creyendo que la moza le correspondía, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena, la tumbó brutalmente. Felicidad se asustó y empezó a gritar. El mozo escapó.
Otra tarde, en la carretera de Beaumont, Felicidad quiso adelantar a un gran carro de hierba que iba despacio, y, ya rozando las ruedas, reconoció a Teodoro
El mozo la abordó tranquilamente, diciendo que tenía que perdonarle, porque era «culpa de la bebida».
Felicidad no supo qué contestar y estuvo por echar a correr.
En seguida, Teodoro habló de las cosechas y de notables del municipio, pues su padre se había ido de Colleville a la finca de Les Ecots, de modo que ahora eran vecinos. «¡Ah!», exclamó la muchacha. El mozo añadió que de-seaban casarle. Pero él no tenía prisa y esperaba una mujer que le gustara. Felicidad bajó la cabeza. Teodoro le preguntó si pensaba casarse. Respondió ella, sonriendo, que estaba mal burlarse. «No, no, ¡te lo juro!», y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; la muchacha andaba sostenida por aquel abrazo; acortaron el paso. El viento era suave, brillaban las estrellas, oscilaba ante ellos la enorme carretada; y los cuatro caballos, arras-trando los cascos, levantaban polvo. Después, sin que se lo mandaran, doblaron a la derecha. Él la besó otra vez. Ella se perdió en la oscuridad.
A la semana siguiente, Teodoro llegó a obtener citas.
Se encontraban al fondo de los patios, de-trás de pared, debajo de un árbol solitario.
Felicidad no era inocente como las señoritas
-los animales la habían enseñado-; pero la razón y el instinto de la honra le impidieron caer. Esta resistencia exasperó el amor de Teodoro, hasta tal punto que para satisfacerlo (o quizá inocentemente) le propuso casarse con ella. Felicidad no acababa de creerlo.
Teodoro le hizo grandes juramentos.
Al poco tiempo confesó una cosa desagradable: el año anterior, sus padres le habían comprado un sustituto, pero cualquier día podrían volver a llamarle; la idea de ir al servicio le espantaba. Esta cobardía fue para Felicidad una prueba de cariño; el suyo se duplicó. Se escapaba por la noche, y al llegar a la cita, Teodoro la torturaba con sus acalo-ramientos y su porfía.
Finalmente, le anunció que iría él mismo a la prefectura a enterarse y le diría el resultado el domingo siguiente, entre las once y las do-ce de la noche.
Llegado el momento, Felicidad corrió al encuentro del novio.
En su lugar encontró a un amigo de Teodoro.
El amigo le dijo que no debía volver a verle. Para librarse del servicio, Teodoro se había casado con una vieja muy rica, madame Le-boussais, de Toucques.
Fue un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar, invocó a Dios y estuvo gimiendo completamente sola en medio del campo hasta el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que pensaba marcharse, y, pasado un mes, le dieron la cuenta, envolvió todo su equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l'Evéque.
Delante de la posada, preguntó a una se-
ñora con toca de viuda y que precisamente buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias que madame Aubain acabó por decir: «¡Bueno, te tomo!».
Al cabo de un cuarto de hora, Felicidad estaba instalada en casa de madame Aubain.
Al principio vivió como temblando por la impresión que le causaban «el señorío de la casa» y el recuerdo de «Monsieur» planeando sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años, la otra de cuatro no cumplidos, le parecían hechos de una materia preciosa; los cargaba a caballo sobre la espalda, y madame Aubain le prohibió besarlos a cada paso, lo que le dolió. Sin embargo, estaba contenta.
La apacibilidad del medio había disipado su tristeza.
Todos los jueves iban unos amigos a jugar una partida de boston. Felicidad preparaba de antemano las cartas y las rejillas. Llegaban a las ocho en punto y se marchaban antes de dar las once.
Todos los lunes por la mañana, el chamari-lero que vivía debajo de la avenida exponía en el suelo sus chatarras. Después la localidad se llenaba de un runruneo de voces, en el que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de corderos, gruñidos de cerdos, con el traque-teo seco de los carros en la calle. Al mediodía, en lo animado del mercado, aparecía en la puerta un viejo campesino de elevada estatura, la gorra echada hacia atrás, la nariz gan-chuda: era Robelin, el colono de Greffosses.
Al poco tiempo llegaba Liébard, el granjero de Toucques, pequeño, gordo, colorado, con chaqueta gris y polainas armadas de espue-las.
Los dos traían al ama gallinas o quesos.
Felicidad descubría invariablemente sus ma-rrullerías y ellos se iban llenos de respeto a Felicidad.
En épocas indeterminadas, madame Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, un tío suyo arruinado por la mala vida y que vivía en Falaise del último pedazo de tierra que le quedaba. Se presentaba siempre a la hora de comer, con un horrible caniche que ensuciaba con las patas todos los muebles. A pesar de sus esfuerzos por parecer un caballero, hasta el punto de llevarse la mano al sombrero cada vez que decía: «Mi difunto padre», la costumbre le podía, se servía de beber vaso tras vaso y soltaba desvergüenzas. Felicidad le empujaba afuera, no sin mi-ramientos: «¡Ya ha bebido bastante, monsieur de Grernanville! ¡Hasta otra vez!». Y cerraba la puerta.
Se la abría con gusto a monsieur Bourais, antiguo procurador. Su corbata blanca y su calvicie, la chorrera de la camisa, la amplia levita parda, la manera de sorber el rapé do-blando el brazo, toda su persona le producía ese pasmo que nos causa el espectáculo de los hombres extraordinarios.
Como administraba las propiedades de
«Madame», se encerraba con ella durante horas en el gabinete de «Monsieur», y siempre tenía miedo de comprometerse; respetaba muchísimo a la magistratura, tenía sus pretensiones de saber latín.
Para enseñar a los niños de manera agradable, les regaló una geografía en estampas que representaban diferentes escenas del mundo, de los antropófagos con plumas en la cabeza, un mono que se llevaba a una doncella, beduinos en el desierto, pescadores cla-vando el arpón a una ballena, etc.
Pablo dio a Felicidad la explicación de las estampas. Y hasta fue ésta su única instrucción literaria.
La de los niños corría a cargo de Gullot, un pobre diablo empleado del ayuntamiento, famoso por su buena letra y que afilaba el cor-taplumas en la bota.
Cuando hacía buen tiempo, iban temprano a la finca de Greffosses.
El patio estaba en cuesta, la casa en el centro, y a lo lejos se veía el mar como una mancha gris.
Felicidad sacaba de su capacho lonchas de carne fría, y almorzaban en una estancia con-tigua a la lechería. Era el único resto de una casa de recreo, ya desaparecida. El papel de la pared, en jirones que temblaban con las corrientes de aire. Madame Aubain inclinaba la frente, abrumada de recuerdos; los niños no se atrevían a hablar. «¡Pero idos a jugar!», les decía; y escapaban.
Pablo subía al granero, atrapaba pájaros, hacía remolinos en la charca o golpeaba con un palo los grandes toneles, que resonaban como tambores.
Virginia daba de comer a los conejos, se precipitaba para coger azulinas, y al correr descubría sus pantaloncitos bordados.
Una tarde de otoño volvieron por los prados.
La luna, en cuarto creciente, alumbraba una parte del cielo, y sobre las sinuosidades del Toticques flotaba como una niebla. Unos bueyes, echados en medio del prado, miraban tranquilamente pasar a aquellas cuatro personas. En el tercer pastizal se levantaron algunos y las rodearon. «¡No tengan miedo!», dijo Felicidad; y, murmurando una especie de romance, le pasó la mano por el espinazo al que estaba más cerca; el animal dio media vuelta y los otros le imitaron. Pero, ya atravesado el pastizal siguiente, oyeron un bramido formidable. Era un toro que, por la niebla, no habían visto. Avanzó hacia las dos mujeres.
Madame Aubain iba a echar a correr. «¡No, no, no vayáis tan deprisa!» Sin embargo aceleraban el paso y oían detrás de ellas un re-soplar sonoro que se iba acercando. Las pe-zuñas golpeaban como martillos la hierba de la pradera; ¡ahora galopaba! Felicidad se volvió y, con ambas manos, se puso a arrancar terrones y a tirárselos al toro a los ojos. El toro bajaba el morro, sacudía los cuernos y temblaba de furia bramando horriblemente.
Madame Aubain, en la linde del prado con sus dos pequeños, alteradísima, buscaba la manera de franquear el resalto. Felicidad seguía andando hacia atrás ante el toro y tirándole terrones de césped que le cegaban, a la vez que gritaba: «¡Corran, corran!».
Madame Aubain bajó a la zanja, empujó a Virginia, después a Pablo, se cayó varias veces intentando escalar el talud, y a fuerza de valor lo consiguió.
l toro había arrinconado a Felicidad contra una empalizada; su baba le saltaba a la cara; un segundo más y la destripaba. A Felicidad le dio tiempo a colarse entre dos estacas, y el enorme animal, muy sorprendido, se detuvo.
Este trance fue, durante muchos años, te-ma de conversación en Pont-l'Evéque. Felicidad no se envaneció nada de su hazaña, sin ocurrírsele siquiera que había hecho algo heroico.
Su única preocupación era Virginia, pues le quedó del susto una afección nerviosa, y monsieur Poupart, el doctor, aconsejó los ba-
ños de mar de Trouville.
En aquel tiempo no eran frecuentados. Madame Aubain se informó, consultó a Bourais, hizo preparativos como para un largo viaje.
El equipaje salió la víspera, en el carro de Liébard. Al día siguiente trajo dos caballos, uno de ellos con una silla de mujer provista de un respaldo de terciopelo; y en la grupa del segundo, una especie de asiento formado por una capa enrollada. Madame Aubain montó en él, detrás de Liébard. Felicidad se encargó de Virginia, y Pablo montó el asno de monsieur Lechaptois, prestado con la condi-ción de que lo cuidaran mucho.
La carretera era tan mala que tardaron dos horas en recorrer los ocho kilómetros. Los caballos se hundían en el barro hasta las cuartillas, y para salir hacían bruscos movimientos de ancas; o bien tropezaban en los baches; otras veces tenían que saltar. En ciertos lugares, la yegua de Liébard se paraba de pronto. El hombre esperaba pacientemente que echara a andar de nuevo; y hablaba de las personas cuyas propiedades bordeaban el camino, añadiendo a su historia reflexiones morales. Así, en el centro de Toucques, al pasar bajo las ventanas rodeadas de capuchi-nas, dijo encogiéndose de hombros: «Ahí te-nemos una, madame Lehoussais, que en vez de tomar un mozo...». Felicidad no oyó el resto. Los caballos trotaban, el burro galopaba; tomaron todos por un sendero, se abrió una portilla, aparecieron dos muchachos, y los viajeros se apearon delante del estiércol, en el umbral de puerta.
La tía Liébard, al ver a su ama, se deshizo en demostraciones de alegría. Les sirvió de almuerzo un solomillo, callos, morcilla, pepi-toria de gallina, sidra espumosa, una tarta de frutas y ciruelas en aguardiente, todo ello acompañado de cumplidos a la señora, que parecía mejor de salud; a la señorita, que se había puesto «hermosa»; al señorito Pablo, que había engordado mucho; sin olvidar a los difuntos abuelos, a los que los Liébard habían conocido, pues estaban al servicio de la familia desde varias generaciones. La granja tenía, como ellos, un carácter de ancianidad. Las vigas del techo estaban carcomidas; las paredes, negras de humo; los cristales, grises de polvo. En un aparador de roble había toda clase de utensilios: jarras, platos, escudillas de estaño, trampas de cazar lobos, fórceps para las ovejas; una jeringa enorme hizo reír a los niños. No había en los tres patios un solo árbol que tuviera setas al pie del tronco o una mata de muérdago en las ramas. El viento había derribado varios. Habían retoñado por el centro; y todos se doblaban bajo el peso de las manzanas. Las techumbres de paja, que parecían terciopelo pardo y de desigual espesor, resistían a las más fuertes bo-rrascas. Pero la carretería estaba en ruinas.
Madame Aubain dijo que se iba a ocupar de esto, y mandó renovar la guarnicionería.
Tardaron todavía media hora en llegar a Trouville. La pequeña caravana se apeó para pasar Les Écores; era un acantilado al pie del cual se veían los barcos; y, pasados tres minutos, al final del muelle, entraron en el patio de «L'Agneau d'or», en casa de la tía David.
Desde los primeros días, Virginia se sintió menos débil, resultado del cambio de aires y de la acción de los baños. A falta de bañador, los tomaba en camisa, y su muchacha la vestía después en una garita de aduanero que utilizaban los bañistas.
Después de comer iban con el burro más allá de Roches-Noires, por la parte de Henne-queville. Al principio, el sendero subía entre unos terrenos ondulados como el césped de un parque. Luego llegaba a un alto donde alternaban los prados y las tierras labrantías.
En las orillas del camino, entre los zarzales, sobresalían los acebos; acá y allá, un gran árbol muerto trazaba sobre el aire azul el zigzag de sus ramas.
Casi siempre descansaban en un prado, con Deauville a la izquierda, Le Havre a la derecha y enfrente el mar abierto. Estaba reluciente de sol, liso como un espejo, tan manso que apenas se oía su murmullo; pia-ban, escondidos, los gorriones, y todo esto bajo la inmensa cúpula del cielo. Madame Aubain, sentada, trabajaba en su labor de costura; Virginia, junto a ella, tren [...]