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Al encontrarse con la mirada del sargento de primera Dan Mahoney, Angela Santini se envalentonó y olvidó toda precaución. Hacía mucho tiempo que no la besaban, que no la abrazaban, que no la tocaban... ¿Cómo iba a saber una mujer solitaria como ella que una noche de pasión con aquel imponente marine jamás sería suficiente? Dan Mahoney conocía los peligros que conllevaba el acercarse demasiado a aquella mujer, pero él era un soltero convencido y nada le haría cambiar su idea de llevar una vida solitaria. Claro que no contaba con la posibilidad de enamorarse...
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Seitenzahl: 193
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Maureen Child
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un hombre para una noche, n.º 1018 - enero 2019
Título original: The Next Santini Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-477-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Ningún hombre tiene derecho a ser tan atractivo –dijo Angela Santini Jackson asintiendo y señalando hacia un oficial, de pie al otro lado de la habitación.
Su hermana Marie Garvey se inclinó hacia ella y susurró:
–Es un tipo impresionante, ¿verdad?
La expresión «tipo impresionante» apenas alcanzaba a describirlo. Aquel hombre debía medir casi dos metros, y era puro músculo. Tenía los pómulos tan marcados que te cortaba la respiración, y sus ojos eran de un verde pálido muy brillante, contrastando con la piel morena.
Era el modelo perfecto sobre el que colgar un cartel que dijera «no dejes que tu hija se acerque a él». Angela sonrió para sí misma. Entonces él miró en su dirección y los ojos de ambos se encontraron. Violenta, Angela se dio cuenta enseguida de que tenía ante sí una elección: desviar la mirada inmediatamente fingiendo no darse cuenta de lo que sucedía o… o mirarlo directamente a la cara y negarse a ceder.
Angela se decidió por la última opción. Después de todo aquel era un mundo libre. Las mujeres tenían derecho a mirar donde quisieran, ¿no?
Pasaron un par de largos minutos observándose. Alrededor de ellos la gente vagaba de un lado a otro del comedor del Bayside Crab Shack. La cena de recepción de su hermana pequeña estaba a punto de terminar, y todos, los invitados a la boda y los novios, tendrían tiempo para charlar. Angela escuchó retazos de conversaciones, pero no prestó atención. Sabía que su hermana Marie le estaba hablando, pero su voz sonaba más como un ruido de fondo que como otra cosa.
Lo único que veía, la única persona en la que tenía centrada toda su atención, era él. Sus ojos. La forma en que estaba ahí, de pie, en el centro del salón, y no obstante separado de la gente. Era como si no estuviera allí, como si estuviera en su propio mundo y quisiera atraerla a ella hacia él.
Angela se movió en su asiento y luchó contra el repentino calor que la embargó, pero no pudo apartar la mirada. Era como si formaran parte de una de esas películas antiguas, en las que el héroe y la heroína intercambian miradas desde los extremos opuestos de una habitación abarrotada de gente, y en la que todo se va nublando mientras el director enfoca a las estrellas.
Aquel alocado pensamiento fue suficiente para romper el hechizo que la mantenía prisionera. Angela sonrió para sí misma y los labios de él dibujaron una ligerísima curva mientras levantaba la cerveza en un saludo mudo, como diciendo «empate».
Angela tragó fuerte, asintió con elegancia y, cuando él miró a otro lado, volvió la vista hacia su hermana, que le daba codazos en las costillas.
–¿Qué estás haciendo?
–¡Es gracioso! Yo iba a preguntarte exactamente lo mismo –contestó Marie mirando hacia el otro extremo del salón, hacia el hombre alto que charlaba con Nick, el novio de Gina.
–¿De qué estás hablando? –volvió a preguntar Angela tomando una tarjeta con el nombre de un invitado y usándola como abanico.
–¿Qué estabais haciendo tú y Don Maravilloso exactamente?
Angela dejó caer la tarjeta sobre la mesa y se enderezó en su silla.
–No estábamos haciendo nada –dijo a pesar de que ni ella misma lo creía.
Durante aquellos instantes en los que se habían estado mirando había sentido algo como… eléctrico. Angela invocó a Dios en silencio y alcanzó su copa de vino. Dio un sorbo y dejó que el líquido bajara por su garganta esperando que su frescor aligerara el calor que bullía en su interior.
–Pues desde donde yo estaba no era eso lo que parecía –musitó Marie.
–Entonces cámbiate de sitio –respondió Angela escuetamente. Luego, como si quisiera cambiar de conversación, señaló a su hermana menor y dijo–: Mírala, está radiante.
Gina Santini sonrió mirando para arriba, hacia el hombre que al día siguiente, a esa misma hora, sería su marido. Nick Parretti se inclinó y reclamó un beso.
–Es feliz –contestó Marie con sencillez.
–Pues espero que siga así –susurró Angela más para sí misma que para su hermana. Luego añadió, en voz más alta–: Aún me cuesta creer que Gina se case. ¡Ha sido todo tan repentino!
–Quizá sea contagioso –musitó Marie alzando la mano izquierda para contemplar su anillo de boda de oro blanco–. Primero yo, luego Gina y luego… –calló sin terminar la frase, mirando a la mujer que tenía a su lado.
–Oh, no, de eso nada –contestó Angela levantando ambas manos y cruzando los dedos índices como si tratara de alejar de ella a un vampiro–. Se me ocurre otra frase: «yo ya he estado allí, ya lo he hecho».
–Por el amor de Dios, Ange, por el hecho de que la primera vez escogieras un amargo limón del jardín del amor no puedes asegurar que la segunda vaya a pasarte lo mismo.
–Muchas gracias por tu consejo –agradeció Angela asintiendo–, pero si no te importa, por el momento, voy a mantenerme alejada de ese jardín en particular.
Aquel era el viejo argumento de siempre, pensó Angela. Un argumento que aquella noche, precisamente, no tenía ganas de repetir. Si sus hermanas querían casarse les desearía toda la felicidad del mundo, rogaría a Dios para que sus matrimonios salieran mejor que el suyo.
Los recuerdos comenzaron a surgir en su mente, pero Angela trató de apartarlos, de arrinconarlos en el oscuro agujero en el que por lo general permanecían. Aquel no era un buen momento para recordar el dolor y el sufrimiento de su experiencia matrimonial, aquella noche debía rogar para que la unión de Gina fuera tan feliz como parecía serlo la de Marie.
–¡Oh! –exclamó Marie al escuchar por los altavoces discretamente escondidos en las cuatro esquinas del salón una vieja balada muy conocida–, me encanta esta canción. Creo que voy a buscar a mi maravilloso marido para que baile conmigo.
Sola, Angela se inclinó de nuevo sobre el respaldo del asiento y dio otro sorbo de vino. En momentos como aquel era cuando más lamentaba estar sola. A su alrededor todo eran parejas hablando, bailando o riendo. Hasta su hijo de ocho años, Jeremy, estaba ocupado hablando con la única niña que había en todo el salón, una niña muy pequeña a la que, en otras circunstancias, hubiera evitado como la peste.
–Para quién será esa sonrisa, me pregunto… –dijo una voz profunda desde detrás de ella.
Angela se sobresaltó, levantó la vista y vio unos ojos verdes que le resultaron familiares. Una cosa era quedársele mirando desde la seguridad de la distancia del salón y otra muy distinta tenerlo cerca, tan cerca que podía oler su colonia.
Y, desde luego, olía bien.
Angela se enderezó en la silla y se aclaró la garganta como si tratara de borrar todo pensamiento de su mente. Como si él pudiera leer en sus ojos lo que estaba pensando.
–Para mi hijo –contestó señalando al niño que, cerca de ellos, aburría con sus explicaciones a una pobre niña.
–Parece un buen chico.
–Gracias –contestó ella levantándose para evitar tener que mirar hacia arriba.
Una vez en pie Angela levantó la cabeza más, y más, y más… tratando de mirarlo a los ojos. Era imposible.
–Tú eres Angela, ¿verdad? –inquirió él volviendo a mirarla y sonriendo de medio lado. Angela asintió y notó como si se le hiciera un agujero en el estómago. Él sabía su nombre. Pero, ¿cómo?, ¿a quién se lo había preguntado?–. Yo soy Dan. Dan Mahoney.
–Hola –saludó felicitándose en silencio por ser tan parca en palabras y tener tanta habilidad social.
–Trabajo con Nick –continuó él.
–Así que eres un marine.
–¿No lo somos todos aquí? –sonrió él haciéndola estremecerse.
–Sí, casi todos los de este salón –concedió ella.
Por supuesto, era de esperar cuando Nick, el novio, era sargento de artillería. Demonios, si hasta sus hermanos, Sam y John, que habían venido desde lejos para la ceremonia, eran marines. Y el padre de Nick era un ex marine, si es que se podía ser algo así, cosa bastante dudosa. Aquellos chicos parecían llevarlo dentro.
Angela desvió la vista hacia los hermanos Paretti. Tres hermanos de pelo negro, ojos azul pálido y más músculos de los que jamás pudiera soñarse. Y ninguno de ellos la conmovía lo más mínimo.
–¿Angela? –la llamó Dan. Ella volvió de nuevo la atención sobre el hombre que tenía de pie a su lado, peligrosamente cerca. Ese hombre, por el contrario, sí parecía afectar extrañamente su sistema nervioso–. ¿Quieres bailar?
–¿Bailar?
–Sí –afirmó él con aquella sonrisa firmemente adherida al rostro–. Ya sabes, moverse en pareja de un lado a otro al ritmo de la música.
Bien hecho. ¿Por qué se comportaba de un modo tan estúpido? ¿Había pasado quizá demasiado tiempo desde que había hablado por última vez con un hombre? ¡Por Dios! ¿Sería posible que viviera tan encerrada en sí misma que el mero hecho de conversar con un hombre atractivo la paralizara? Eso parecía. Angela tragó fuerte, respiró hondo y se esforzó por contestar:
–Me encantaría.
–Estupendo –respondió él tomando su mano y guiándola hacia el suelo de madera que hacía las veces de pista de baile.
Angela se concentró en la sensación que le producía tener su mano en la de él. ¡Guau! Era una sensación increíble. Carne contra carne. Unos dedos cálidos y fuertes agarraban los suyos. Ni siquiera se había dado cuenta de que estuviera tan hambrienta de un simple contacto. Y, cuando por fin lo comprendía, otras partes de su cuerpo comenzaban también a requerir cierta atención.
Aquella idea la sobresaltó.
En medio de la pista, entre otros bailarines, Dan la atrajo a sus brazos y comenzó a balancearse al ritmo de la música. Sostenía su mano derecha con la izquierda, manteniéndolas ambas junto a su pecho. Angela podía sentir los latidos de su corazón bajo la mano. Aquellos latidos serenos la calmaban al tiempo que la excitaban. Había pasado demasiado tiempo, pensó comenzando a relajarse y a seguir los pasos de él. Demasiado tiempo desde la última vez que había bailado con alguien que no fuera su hijo Jeremy, demasiado tiempo desde la última vez que alguien la había agarrado por la cintura, que alguien había presionado su cuerpo contra el de ella.
–Bailas muy bien –dijo él en un susurro, dejando que su aliento rozase la oreja de Angela mientras su voz le producía temblores en la espalda.
–Gracias –respondió Angela apartando la cabeza en un intento de defenderse. Él estaba demasiado cerca como para sentirse cómoda–. Eres un buen mentiroso.
–Está bien –rio él–, ninguno de los dos somos Fred Astaire.
No, aquellas lentas vueltas en círculo apenas podían calificarse de baile, pero a Angela no le importaba. Era más de lo que había tenido en años.
–No importa, es agradable.
–Sí –confirmó él en voz baja, dejando que su mano derecha subiera y bajara por la espalda de ella–. Lo es.
Angela se estremeció y sus ojos se cerraron mientras saboreaba las sensaciones que él le procuraba. ¡Oh, Dios! Quizá no hubiera sido tan buena idea vivir como una reclusa durante tres años. Estaba reaccionando de un modo exagerado a aquella situación.
–Eres muy bella –dijo él.
Angela abrió los ojos y se quedó mirando los de él, de un verde luminoso. Si era esa su forma habitual de ligar desde luego era efectiva, pero de ningún modo dejaría que se diera cuenta de que estaba a punto de caer.
–Tal y como ya te he dicho antes eres un buen mentiroso.
–Esta vez no, señorita –susurró él.
Angela sintió que el corazón le daba un vuelco y que la boca se le secaba. Algo estaba ocurriendo, algo oscuro y potente. Su lado racional y sereno, el lado que la había tenido dominada durante los últimos tres años, le aconsejaba echar a correr, cuanto más mejor. Su lado oscuro, en cambio, la urgía a aproximarse más a él, a disfrutar de aquel momento.
–¿Me permites que te robe a mi hermana por un momento?
Ambos se volvieron hacia quien hablaba, y Angela consideró por un instante la posibilidad de mandar a su hermana al infierno. Sin embargo algo en la expresión de Gina la detuvo. Angela se soltó reacia de los brazos de Dan Mahoney y dijo:
–Gracias por el baile.
–El placer ha sido mío, madam –respondió él guiñándole un ojo y dirigiéndose hacia un grupo de marines.
Angela suspiró por la oportunidad perdida y se volvió hacia su hermana preguntando:
–Muy bien, hermanita, ¿qué ocurre?
–Por ahora nada, supongo –musitó Gina mirando por encima del hombro a Dan.
–¿De qué estás hablando? –inquirió una vez más Angela, molesta a pesar de querer mucho a su hermana.
–Aléjate de ese tipo –soltó por fin Gina.
–¿Cómo dices? –preguntó Angela incrédula.
–¡Oh, vamos! –musitó su hermana menor agarrándola del brazo y arrastrándola hacia las puertas dobles, abiertas, que daban al patio de ladrillo.
Una fresca y suave brisa del océano entraba por el patio, en donde el aire resultaba agradable frente al calor del abarrotado salón. Angela salió afuera y alzó la vista al cielo estrellado. Respiró hondo y miró a Gina.
–Será mejor que tengas una buena razón.
–Nick dice que deberías mantenerte alejada de él.
–Ah, así que lo dice Nick –asintió Angela con un gesto de las manos–. Bueno, eso es otra cosa, ¿cómo no lo habías dicho?
–Angie, Nick dice que Dan es un buen chico, pero que es del tipo de hombres al que solo les interesa tener aventuras de una noche –alegó Gina sacudiendo la cabeza–. No es bueno para ti, y tú lo sabes.
Increíble. Su hermana menor le daba consejos sobre hombres. ¡Por el amor de Dios! Aunque tenía que admitir que probablemente Gina y Nick supieran de qué estaban hablando. Después de todo ella misma había llegado a sospechar, mientras bailaban, que Dan Mahoney hablaba con excesiva ligereza. Sin embargo el hecho de que ella lo escuchara no les incumbía.
–¿Y qué os parecería si me dejarais decidir eso a mí?
Gina se apartó el pelo de la cara, hizo una mueca extraña, como si supiera que se había metido donde no la llamaban, y trató de salvar la situación:
–Nadie te está diciendo lo que tienes que hacer.
–Tú me lo estás diciendo –le recordó Angela–. Me has dicho que me aleje de ese tipo.
–Está bien, no debí decírtelo así, solo pretendía que tuvieras cuidado…
¿Cuidado? Durante los últimos tres años no había tenido una sola cita, de hecho apenas había hablado con un hombre. ¿Se podía tener más cuidado? Por primera vez en un siglo bailaba con un hombre atractivo, volvía a sentir aquellas sensaciones que tan vagamente recordaba, ¿y qué pasaba? Que su familia la controlaba como si fuera una virgen vestal a la que hubieran programado para un sacrificio.
Si deseaba hacer algo atrevido… algo fuera de lo común… algo «peligroso»… ¿acaso no era lo suficientemente mayorcita como para decidir por sí misma?
–Gina…
–Angela –la interrumpió su hermana–, todos hemos tratado, durante años, de que volvieras a la vida, de que tuvieras citas, pero no queremos ver cómo te hundes la primera vez que sales.
La ira de Angela se disolvió ante la sincera preocupación de Gina. Angela alargó un brazo y atrajo a su hermana hacia sí, dándole un fuerte abrazo.
–Está bien, gritaré si veo que comienza la cuenta atrás, te lo juro. ¿De acuerdo?
Lo cierto era que, en aquel momento, hundirse en los ojos verdes de Dan Mahoney no le parecía tan mala idea.
–Deberíamos salir juntos –dijo Sam Paretti–. El hermano del novio y la hermana de la novia… ¿no es perfecto?
Angela lo miró y sonrió. No pudo evitarlo. Tras conocer a los dos hermanos de Nick, Sam y John, estaba dispuesta a admitir que los Paretti no solo eran guapos, sino además encantadores. Dios había hecho verdaderamente un buen trabajo dando vida a los tres hermanos.
–Es perfecto, es cierto –respondió ella–. ¡Demonios, es casi casi una novela romántica!
–Ahí lo tienes –dijo Sam señalando a los novios–. Parecen felices, ¿a que sí?
–Sí, así es –sonrió Angela observando a su hermana menor bailar con su nuevo marido.
El vestido de novia se arremolinaba en torno a ella con sus tules y encajes, y la sonrisa de su rostro era tan amplia que hubiera podido iluminar todo el salón. El hombre que la guiaba orgullosamente por la pista estaba muy guapo con su uniforme azul. Formaban una pareja de cuento de hadas.
Angela sintió en el corazón un pinchazo amargo y dulce al mismo tiempo. Tanta esperanza, tanto amor… rogó para que Gina y Nick fueran siempre tan felices como parecían serlo en ese instante.
El equipo estereofónico colocado en el escenario hacía sonar una vieja balada tras otra, la sala estaba decorada con globos rosas y blancos, y había un cesto de flores frescas sobre cada una de las mesas dispuestas para la cena. Un servicio de catering se había encargado de todo, pero la cena había terminado. Era la hora de que los invitados charlaran y disfrutaran de la boda de Gina y Nick.
Todo estaba cambiando extraordinariamente deprisa. Unos pocos meses antes las Santini compartían aún la casa familiar, y de pronto se quedaban solos mamá, Jeremy y Angela. Sus hermanas habían pasado a formar parte oficialmente de una pareja casada.
Marie y Davis.
Gina y Nick.
Angela y… Angela dio un trago de champán y apartó los ojos de la feliz pareja. No tenía sentido seguir torturándose. Además, tampoco ella deseaba tener marido. Otra vez no. Sencillamente no quería acabar vieja y sola, hablando con los gatos y agobiando a su hijo único para que le llevara a su nieto a verla más a menudo.
Sí, pensó seria. Debía tomar más champán, eso la ayudaría a cambiar de actitud.
–Así que… –dijo Sam reclamando de nuevo su atención–… ¿qué me dices, quieres bailar con un marine solitario?
¿Solitario? Angela tenía la sensación de que Sam Paretti no había sido un solitario jamás en la vida.
–Claro –contestó–, voy a…
–Lo siento, marine –dijo una voz profunda desde detrás de Angela–. Este baile me lo había prometido a mí.
Angela sintió que se le cortaba la respiración, que el corazón le daba un vuelco.
–¿Es eso cierto? –preguntó Sam mirándola.
–Ah… –Angela se aclaró la garganta, tragó fuerte y preguntó–. ¿Te importa?
Ambos hombres se miraron un instante, y finalmente Sam asintió.
–Entonces te veré más tarde, Angela.
–Gracias –contestó ella mientras Sam se volvía y la dejaba a solas, entre la gente, con el hombre al que había estado observando desde lejos todo el día.
–He estado buscándote –dijo él en un susurro y con una voz muy profunda que le produjo un estremecimiento.
Una corriente de excitación la embargó al darse la vuelta para mirar a Dan a la cara. Habían estado ambos tan ocupados con la celebración de la boda que no habían tenido tiempo de hablar desde que los interrumpieran mientras bailaban el día anterior. Bueno, pero juntos habían hecho algo más que bailar y hablar, a juzgar por los sueños de Angela. Sin embargo aquello no contaba, ya que él, desde luego, no lo sabía.
–¿Tan difícil soy de encontrar? –inquirió ella.
–Para mí no –contestó él apoyando una mano sobre la pared, al lado de su cabeza, e inclinándose hacia ella–. Yo solía estar en el equipo de reconocimiento. Es el equipo que se adelanta, hace lo que tenga que hacer y se marcha.
Dan se acercó otro poco más a ella, y Angela sintió su aliento contra la mejilla. O quizá fuera su propia sangre, hirviendo, la que le hacía arder la cara.
–Debes saber que me han advertido contra ti –dijo Angela levantando la vista hacia aquellos ojos verdes que la habían perseguido en sueños durante toda la noche.
–¿Contra mí? –preguntó Dan con aquella lenta y maliciosa sonrisa capaz de acabar con todas sus defensas–. ¡Pero si soy inofensivo, señorita!
Sí, de eso estaba segura. Como el chocolate, que no tenía calorías si se comía a media noche. Angela dio otro sorbo de champán y se recordó a sí misma el objetivo que se había marcado: nada de corazones rotos, sí al riesgo y al peligro.
Solo por una noche.
En realidad la advertencia de Gina de la noche anterior había sido un factor decisivo en todo aquello. Saber que Dan no se interesaba más que por las aventuras de una sola noche había contribuido a facilitar su decisión. Tras aquellos largos años de sequía podía disfrutar de una noche de magia sin causar el menor daño a nadie. Bueno, excepto por el sentimiento de culpabilidad que, de hecho, estaba ya experimentando. Sinceramente, nadie hubiera podido creer que le iba a resultar tan difícil, a una viuda de veintiocho años, seducir a un hombre. Angela dio otro trago más de champán, y una voz en su mente le recordó que quería desinhibirse, no quedarse inconsciente. ¡Pero demonios!, ¿quién podía culparla por tratar de sacar algo de coraje del alcohol? Tampoco hacía aquello cada noche.
–Así que inofensivo, ¿eh? –preguntó con una sonrisa que esperaba resultara sexy. Había pasado tanto tiempo que ya ni siquiera estaba segura–. Pues no es eso lo que he oído.
–¿Quién te lo ha dicho?
Aquella sonrisa podía clasificarse de arma letal. Era capaz de hacerle perder el equilibrio a cualquier mujer.
–¿Quién no? –contestó ella con otra pregunta.
–¿Y crees siempre lo que te dicen? –volvió a preguntar él dejando que sus ojos vagaran lenta, deliberadamente, por su cuerpo, sin darle importancia.