Un príncipe de escándalo - Temor a amar - Deuda del corazón - Annie West - E-Book

Un príncipe de escándalo - Temor a amar - Deuda del corazón E-Book

Annie West

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Beschreibung

UN PRÍNCIPE DE ESCÁNDALO - ANNIE WEST Raul, príncipe de Maritz, estaba furioso porque una ley arcaica lo obligaba a casarse. Perseguido por el escándalo, sabía que casarse con la recién descubierta princesa Luisa Hardwicke ayudaría a la estabilidad de la monarquía. Pero Luisa era una chica de campo y muy directa, así que no iba a ser fácil ganársela. Aunque había refinado sus modales, retaba a Raul siempre que tenía ocasión. Y él, por su parte, jamás habría imaginado que desearía tanto que llegase la noche de bodas… TEMOR A AMAR - CATHY WILLIAMS Trabajando para Luc Laughton, Agatha Havers se encontraba fuera de su elemento. Siempre escondida bajo anchos jerséis, era totalmente invisible para su jefe. Hasta que Luc descubrió las excitantes curvas que Agatha había estado escondiendo… Agatha se encontró viviendo un cuento de hadas…  hasta que un giro inesperado en su relación la devolvió bruscamente a la realidad. DEUDA DEL CORAZÓN - HELEN BROOKS Toni George necesitaba un trabajo para pagar las deudas de juego que su difunto marido había acumulado en secreto. Con dos gemelas pequeñas, no tuvo más remedio que aceptar un trabajo con el playboy Steel Landry. Steel se sintió intrigado y algo más que atraído por la bella Toni, aunque sabía que estaba fuera de su alcance...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 474 - mayo 2024

© 2011 Annie West

Un príncipe de escándalo

Título original: Prince of Scandal

© 2011 Cathy Williams

Temor a amar

Título original: The Secretary’s Scandalous Secret

© 2011 Helen Brooks

Deuda del corazón

Título original: The Beautiful Widow

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin

Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas

con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de

Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-801-4

Índice

Créditos

Un príncipe de escándalo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Temor a amar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Deuda del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Promoción

Capítulo 1

RAUL MIRÓ sin ver por la ventanilla del helicóptero, que sobrevolaba la Costa Sur de Sydney. No debía haber ido allí tal y como estaba la situación en casa, pero no había tenido elección. ¡Qué desastre!

Apretó los puños y movió las largas piernas con nerviosismo.

La suerte de su nación y el bienestar de sus súbditos estaban en peligro. Su coronación, y el derecho a heredar el reino al que había dedicado toda su vida estaban pendientes de un hilo. Todavía no podía creerlo.

Los abogados habían buscado una salida tras otra, desesperados, pero no se podía cambiar la ley sucesoria. Al menos, no podría cambiarla hasta que no fuese rey. Y para lograr eso...

La única alternativa era marcharse y dejar al país presa de las rivalidades que habían ido aumentando peligrosamente durante el reinado de su padre. Dos generaciones antes, una guerra civil había estado a punto de dividir al país. Raul tenía que evitar otra guerra, fuese cual fuese el coste personal.

Su pueblo, y la necesidad de trabajar para él, había sido lo único que le había hecho luchar a pesar de la desilusión sufrida varios años antes. Cuando los paparazis habían sacado sus trapos sucios a la luz y todos sus sueños se habían venido abajo, el pueblo de Maritz le había demostrado su apoyo.

En esos momentos, era él quien debía ayudar a sus súbditos cuando más lo necesitaban.

Además, la corona era suya. No sólo por derecho de nacimiento, sino porque se la había ganado a pulso trabajando muy duro día a día.

No iba a renunciar a su herencia. Ni a su destino.

Todo su cuerpo se puso en tensión y notó que la ira lo consumía por dentro. A pesar de llevar toda la vida dedicado a la nación, a pesar de su experiencia, de su formación y de su capacidad, en esos momentos todo dependía de la decisión de una extraña.

Era un duro golpe para su orgullo que su futuro, y el futuro de su país, dependiese de aquella visita.

Raul abrió la carpeta con el informe del investigador y volvió a leer su contenido.

Luisa Katarin Alexandra Hardwicke. Veinticuatro años. Soltera. Empresaria.

Se aseguró a sí mismo que sería sencillo. La idea la entusiasmaría. No obstante, deseó que el informe hubiese incluido una fotografía de la mujer que iba a desempeñar un papel capital en su vida.

Cerró la carpeta de un golpe.

Daba igual cómo fuese. Él no era tan débil como su padre. Raul había aprendido por las malas que la belleza podía mentir. Que las emociones engañaban. Y él controlaba su vida, lo mismo que su país, con la cabeza.

Luisa Hardwicke era la clave para salvaguardar su reino. Daba igual lo fea que fuese.

Luisa juró cuando la vaca se movió y estuvo a punto de tirarla. Con cuidado, volvió a anclar los pies en el barrizal que había en la orilla del río.

Había tenido una mañana muy larga y llena de contratiempos. Había estado ordeñando a las vacas, había tenido problemas con el generador y una llamada que no esperaba del banco. Le habían hablado de una inspección que a ella le sonaba a un primer paso antes del cierre de la granja.

Se estremeció sólo de pensarlo. Había luchado mucho para mantenerla abierta. No era posible que el banco se la cerrase en esos momentos, en los que tenía la oportunidad de volver a sacarla a flote.

Oyó por encima de su cabeza el rítmico ruido de un helicóptero. La vaca se movió, nerviosa.

–¿Turistas? –gritó Sam–. ¿O es que tienes amigos con mucho dinero y no me lo habías contado?

–¡Ojalá!

Los únicos que tenían tanto dinero eran los bancos. A Luisa se le hizo un nudo en el estómago al pensarlo. Se le estaba acabando el tiempo para salvar la cooperativa.

Sin poder evitarlo, pensó en aquel otro mundo que había conocido por muy poco tiempo. En el que el dinero no era un problema.

Podía haber decidido seguir en él, ser rica y no tener ninguna dificultad económica. Si hubiese antepuesto la riqueza al amor y a la integridad, y hubiese vendido su alma al diablo...

Sintió náuseas sólo de pensarlo. Prefería estar allí, llena de barro y arruinada, pero con las personas a las que quería.

–¿Estás preparado, Sam? –preguntó, obligándose a concentrarse en lo que estaba haciendo–. ¡Ahora! Despacio, pero de manera constante.

Por fin lograron que el animal se moviese en la dirección correcta y pudieron sacarlo del río.

–Genial –añadió Luisa–. Sólo un poco más y...

Sus palabras dejaron de oírse con la aparición del helicóptero por encima de la colina. La vaca se asustó y la golpeó, haciendo que se tambalease antes de caer de frente en el barro. –¡Luisa! ¿Estás bien? –le pregunto su tío preocupado. Ella levantó la cabeza y vio a la vaca en tierra firme.

–Perfectamente –respondió, poniéndose de rodillas y limpiándose las mejillas–. Se supone que el barro es bueno para el cutis, ¿no?

Miró a Sam a los ojos y sonrió.

–Tal vez debiese embotellarlo e intentar venderlo.

–No te rías, niña. Quizás tengamos que llegar a eso.

Diez minutos después, con la cara y el mono todavía cubiertos de barro, Luisa fue hacia la casa. No podía dejar de pensar en la llamada de esa mañana.

Su situación económica era muy mala.

Giró los hombros doloridos. Al menos estaba a punto de darse una ducha. Luego se prepararía una taza de té y...

Redujo el paso al llegar a lo alto de la colina y ver que el helicóptero había aterrizado justo detrás de la casa. El metal brillante del aparato, moderno y caro contrastaba con la madera gastada de la casa y el viejo granero en el que guardaba el tractor y su coche.

Sintió miedo y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Sería la inspección de la que le habían hablado? ¿Tan pronto?

Tardó un par de segundos en pensar con claridad. El banco nunca malgastaría dinero en un helicóptero.

Vio aparecer una figura de detrás del aparato y se quedó inmóvil.

Era la silueta de un hombre alto, delgado y elegante. La personificación de la masculinidad urbana.

Parecía tener el pelo oscuro, ir vestido con un traje que debía de costar más que su coche y el tractor juntos, y unos hombros formidables.

Entonces lo vio andar mientras hablaba con alguien que había detrás del helicóptero. Se movía con una gracia y una naturalidad que denotaban poder.

A Luisa se le aceleró el pulso. No podía ser del banco, con un cuerpo tan atlético.

Lo vio de perfil. Tenía la frente alta, una nariz larga y aristocrática, los labios marcados y la barbilla firme. Había determinación en ella. Determinación y algo muy masculino.

Luisa sintió calor. Y deseo.

Respiró hondo. Nunca se había sentido atraída por alguien de aquella manera. De hecho, se había preguntado si alguna vez le ocurriría.

A pesar de la ropa elegante, aquel hombre le pareció... peligroso.

Luisa contuvo una carcajada. ¿Peligroso? Seguro que se desmayaba si se le manchaban los relucientes zapatos de barro.

Detrás de la casa colgaban de la cuerda de tender vaqueros desgastados, camisas raídas y calcetines gordos. Luisa hizo una mueca. Aquel hombre, que parecía recién salido de una revista de moda, no podía estar más fuera de lugar. Ella se obligó a acercarse.

¿Quién sería?

–¿Puedo ayudarlo? –le preguntó con voz ronca, mientras se aseguraba a sí misma que no tenía nada que ver con el impacto de su mirada, oscura y enigmática.

–Hola –respondió él sonriendo.

Luisa se tambaleó. Era impresionante, guapo y muy masculino. Tenía la mirada brillante y misteriosa. Y un hoyuelo muy sexy en la barbilla.

Después de tragar saliva y sonreír también, Luisa le preguntó:

–¿Está perdido?

Se detuvo a unos pasos de él y tuvo que levantar la barbilla para mirarlo a los ojos.

–No, no estoy perdido –contestó él con voz profunda–. He venido a ver a la señorita Hardwicke.

¿Estoy en el lugar adecuado?

Luisa frunció el ceño, perpleja.

La pregunta le pareció retórica. Hablaba y se movía con tanta seguridad que daba la sensación de que la granja fuese suya. Hizo un ademán y un hombre corpulento que se estaba acercando a él desde detrás de la casa se detuvo.

–Sí, está en el lugar adecuado.

Luisa miró al otro hombre que, con su aspecto, era como si llevase la palabra «guardaespaldas» marcada en la frente, luego miró hacia el helicóptero, donde el piloto debía de estar haciendo alguna comprobación. Había otro hombre más, también vestido de traje, hablando por teléfono. Los tres la miraban. Estaban alerta.

¿Quiénes eran? ¿Y qué hacían allí?

Se sintió intranquila. Por primera vez desde que vivía allí, pensó que la granja estaba demasiado aislada.

–¿Es una visita de trabajo? –inquirió.

Sabía que aquel hombre estaba muy por encima del director de la sucursal bancaria del pueblo.

Luisa se puso tensa.

–Sí, necesito ver a la señorita Hardwicke –le dijo él, mirándola y apartando la vista hacia la casa después–. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?

Ella se sintió mal, no sólo por ir cubierta de barro, sino porque aunque hubiese estado limpia y ataviada con su mejor ropa, no habría estado a su altura.

No obstante, se puso recta.

–Ya la ha encontrado.

Entonces, aquel hombre la miró de verdad. Y la intensidad de su mirada la calentó por dentro hasta hacer que se ruborizase. Él abrió mucho los ojos y Luisa se dio cuenta de que los tenía verdes. Su expresión era de sorpresa. Y, habría jurado que también de consternación.

Un segundo después su rostro era una máscara. Lo único que delataba su decepción era que tenía el ceño ligeramente fruncido.

–¿La señorita Luisa Hardwicke?

Pronunció su nombre con el mismo acento que había tenido su madre, que convertía lo mundano en algo bonito.

Luisa sintió un escalofrío. Lo del acento tenía que ser una coincidencia. Aquel otro mundo ya estaba fuera de su alcance.

Se limpió las manos y se acercó para ofrecerle una de ellas. Había llegado el momento de tomar el control de la situación.

–¿Y usted es?

Él dudó un momento antes de darle la mano e inclinarse, casi como si fuese a besarle la mano. El gesto fue encantador y extravagante. E hizo que a Luisa se le cortara la respiración. En especial, al notar su mano caliente y fuerte agarrándola.

Notó calor en la cara y dio gracias de estar tan sucia.

Él se irguió y la estudió con la mirada.

Y Luisa notó un hormigueo en el estómago.

–Soy Raul de Maritz –le respondió con seguridad–. El príncipe Raul.

Raul vio cómo se ponía tensa, sorprendida. Se zafó de él y retrocedió un paso antes de cruzar los brazos sobre el pecho.

Aquello despertó el interés de Raul, ya que no era el recibimiento al que estaba acostumbrado. Normalmente, la gente lo adulaba y se emocionaba al verlo.

–¿Qué hace aquí? –le preguntó ella.

En esa ocasión, el tono en que hizo la pregunta hizo que le pareciese una mujer vulnerable y femenina.

¡Femenina! ¡Si hasta entonces ni se había dado cuenta de que era una mujer!

Tenía la voz ronca, las botas llenas de barro, iba vestida con un mono y un sombrero que ocultaba parte de su rostro. ¡Y cómo andaba! Como un autómata.

Raul se quedó helado al imaginar cómo reaccionaría la alta sociedad de Maritz, que tanto valoraba el protocolo y los buenos modales, al verla. Aquello era mucho peor de lo que se había temido. Y no había salida.

No si quería reclamar el trono y salvaguardar su país.

Apretó los dientes y maldijo en silencio las arcaicas leyes que lo obligaban a hacer aquello.

Cuando fuese rey, haría algunos cambios.

–Le he preguntado qué está haciendo en mi propiedad.

Había animosidad en su voz, y eso intrigó a Raul todavía más.

–Disculpe –le dijo él sonriendo–. Tengo que hablar con usted de algo importante.

Esperó a que le devolviese la sonrisa, que relajase la expresión, pero no fue así.

–No tenemos nada de qué hablar –respondió ella, levantando la barbilla.

¿Lo estaba echando de allí? ¡Era absurdo!

–Siento contradecirla.

Raul esperó a que lo invitase a entrar, pero ella no se movió de donde estaba y lo fulminó con la mirada, lo que hizo que se impacientase.

–Me gustaría que se marchase.

Raul se puso tenso, indignado. Y, al mismo tiem po, su curiosidad aumentó. Deseó poder verla sin aquella capa de barro por encima.

–He venido desde mi país natal, en Europa, para hablar con usted.

–Eso es imposible. Y no tengo...

–De imposible, nada. He venido sólo para eso –la interrumpió, acercándose a ella y añadiendo con firmeza–: Y no voy a marcharme hasta que no hayamos llegado a un acuerdo.

A Luisa se le hizo un nudo en el estómago y sintió que no podía estar más nerviosa mientras atravesaba la casa y volvía hasta el lugar donde había dejado esperando a su visitante.

El príncipe heredero de Maritz, el país natal de su madre, allí, ¡en su casa! Aquello no podía ser bueno.

Había intentado echarlo. No quería ver a nadie de aquel país. Tenía muy malos recuerdos de aquella época. Pero él se había mantenido inflexible.

Y, además, Luisa tenía que averiguar qué había ido a hacer allí.

Así que, después de haberse dado una ducha y haberse cambiado de ropa, intentó contener el pánico.

¿Qué querría?

Era un hombre que llenaba la galería con su presencia, haciendo que Luisa se sintiese pequeña e insignificante. Su rostro le recordaba al del anterior rey en su juventud, por su belleza y su porte orgulloso.

Pero no era normal que estuviese allí.

Luisa se estremeció. Era como una sombra de su tormentoso pasado.

Lo vio girarse y, al momento, se sintió en desventaja. Sus rasgos aristocráticos y su masculinidad lo convertían en un hombre... impresionante.

Raul entrecerró los ojos y a ella se le aceleró el corazón y se le secó la boca. Sorprendida, se dio cuenta de que era el hombre, más que su identidad, lo que la perturbaba.

Luisa entrelazó los dedos de las manos en vez de estirarse la camisa, la única que le quedaba limpia después de varias semanas lloviendo. Deseó poder presentarse ante él bien vestida, pero su presupuesto no le daba para comprarse ropa nueva. Ni tampoco un secador para el pelo.

Se apartó los rizos mojados de la cara y puso los hombros rectos. Se negaba a permitir que la intimidasen en su propia casa. –Estaba admirando las vistas –le dijo él–. El paisaje es precioso.

Luisa miró hacia las colinas que se extendían a lo lejos. Apreciaba su belleza natural, pero hacía mucho que no tenía tiempo para disfrutarla.

–Si lo hubiese visto hace dos meses, después de varios años de sequía, no estaría tan impresionado –le respondió, respirando hondo.

No podía evitar sentir que aquel hombre iba a causarle problemas.

–¿Quiere pasar?

Luisa fue a abrir la puerta, pero él dio una zancada y se le adelantó. No estaba acostumbrada a que le sujetasen la puerta, fue por eso por lo que se ruborizó.

Inhaló un aroma exótico y sutil que se le subió a la cabeza. Se mordió el labio inferior. Ninguno de los hombres a los que conocía hablaban ni olían tan bien como Raul de Maritz.

–Por favor, siéntese –le pidió, señalando hacia la gastada mesa de la cocina.

No había tenido tiempo de cambiar los cubos y las lonas que había colocado en el salón, donde los había puesto después de la última tormenta para que no se estropease todo con las goteras.

Además, hacía mucho tiempo que había aprendido que el origen aristocrático no era indicador de riqueza. El príncipe podía sentarse en el mismo sitio en el que se sentaban sus amigos y las personas que iban a hacer negocios con ella.

–Por supuesto –le respondió él, tomando asiento con el mismo aplomo que si acabase de instalarse en su trono.

Su presencia llenaba la habitación.

Luisa tomó la tetera con brusquedad. Necesitaba saber qué había ido a hacer allí.

–¿Prefiere café o té?

–Nada, gracias –respondió él con expresión indescifrable.

A ella se le aceleró el pulso al mirarlo a los ojos. A regañadientes, ocupó una silla enfrente de la de él.

–Entonces, Su Alteza, ¿en qué puedo ayudarlo?

Raul siguió mirándola durante unos segundos más y luego, se inclinó un poco hacia delante.

–No se trata de qué puede hacer por mí –le respondió con voz profunda, suave e hipnótica–. Sino de lo que yo puedo hacer por usted.

«Desconfía de los extraños que vengan con promesas», le dijo una vocecilla a Luisa en su interior.

Años antes, le habían prometido muchas cosas. Le habían prometido un futuro que le había parecido mágico, pero todo había resultado ser mentira. Así que había aprendido a desconfiar por las malas y no una vez, sino dos.

–¿De verdad? –inquirió.

Él asintió.

–Para empezar, necesito confirmar que es la única hija de Thomas Bevan Hardwicke y de Margarite Luisa Carlotta Hardwicke.

Luisa se quedó inmóvil, alarmada. Raul hablaba como un abogado que fuese a darle una mala noticia.

–Eso es, pero no entiendo...

–Conviene que esté segura. Dígame... –continuó él, inclinándose más hacia delante sin dejar de mirarla a los ojos–. ¿Cuánto sabe de mi país? ¿De su gobierno y de sus estados?

Luisa se obligó a mantenerse tranquila a pesar de sentirse presa de dolorosos recuerdos. Aquella conversación era como una pesadilla. Quería gritarle a aquel hombre que fuese directo al grano antes de que perdiese los nervios, pero su mirada era implacable. Era evidente que iba a hacer aquello a su manera. No era la primera vez que Luisa trataba con un hombre como él. Apretó los dientes.

–Lo suficiente –respondió. Y ya era más de lo que quería saber–. Sé que es un reino que se encuentra en los Alpes. Una democracia con un parlamento y un rey.

Él asintió.

–Mi padre, el rey, ha muerto recientemente. Y yo voy a ser coronado dentro de unos meses.

–Lo siento –murmuró ella, refiriéndose a la pérdida de su padre.

Volvió a preguntarse qué hacía allí, interrogándola.

–Gracias –respondió él–. ¿Y qué sabe de Ardissia?

Luisa contuvo la impaciencia y lo retó con la mirada.

–Es una provincia de Maritz, con su propio príncipe, que le debe lealtad al rey de Maritz –contestó, haciendo una mueca–. Como sabrá, mi madre era de allí.

Se estremeció al decir aquello y se le encogió el corazón. Tuvo más recuerdos amargos.

–Ahora me toca a mí hacerle una pregunta –añadió, poniendo las manos encima de la mesa y mirándolo fijamente–. ¿Qué ha venido a hacer aquí?

Luego esperó con el corazón acelerado. Vio có mo se ponía tenso.

–He venido a buscarla.

–¿Por qué?

–Porque el príncipe de Ardissia ha muerto y he venido a comunicarle que es su heredera, la princesa Luisa de Ardissia.

Capítulo 2

RAUL LA VIO palidecer a pesar de que tenía el rostro bronceado. Luisa abrió mucho los ojos y cambió de postura en la silla. Y él se preguntó si se iba a desmayar. Lo que le faltaba, una mujer conmocionada.

Apartó de su mente la idea de que cualquiera se habría sentido abrumado. De que estaba tan enfadado con aquella diabólica situación que no era capaz de razonar.

¡Ella no era la única cuya vida se había visto trastocada! Durante años, Raul había tenido que tomar decisiones y abrirse camino. Y era indignante que coartasen así su libertad.

Pero la alternativa... darle la espalda a su pueblo y a todo lo que había consagrado su vida... era impensable.

–¿Está bien?

–Por supuesto –respondió Luisa en tono afilado, pero con la mirada como aturdida.

Tenía unos ojos sorprendentemente bonitos. Un momento antes habían sido de color azul grisáceo, y en ese instante eran más azules y brillantes. Como el cielo en los Alpes en verano. Unos ojos en los que podría perderse cualquier hombre.

Luisa parpadeó y apartó la mirada de él y, Raul, sin saber por qué, se sintió decepcionado.

La vio morderse el labio. Luego volvió a levantar la vista y la estudió con la mirada. Una vez limpia, tenía unos rasgos agradables, simétricos y bastante atractivos.

Para quien le gustasen las mujeres sin artificios.

A él le gustaban más las mujeres sofisticadas y bien educadas.

¿Qué clase de mujer no se molestaba ni siquiera en arreglarse el pelo? Si hasta parecía que lo llevaba mal cortado. No se le ocurrió nadie menos adecuado para aquel...

–¡No puedo ser su heredera! –exclamó ella en tono casi acusatorio.

Raul arqueó las cejas. Ni que hubiese ido allí por capricho.

–Créame, es la verdad.

Ella parpadeó y Raul pensó que en aquellos ojos azules había algo más que sorpresa.

–¿Cómo es posible? –preguntó, como si estuviese hablando consigo misma.

–Tome –le dijo Raul, abriendo la maleta que Lukas le había dado–. Aquí está el testamento de su abuelo y su árbol genealógico.

Había planeado que fuese Lukas, su secretario, quien le hablase de aquello, pero había cambiado de opinión nada más ver a Luisa Hardwicke y darse cuenta de lo poco preparada que estaba para aquello. Así que habría preferido hacerlo él. Cuantas menos personas tratasen con ella en esos momentos, mejor.

Contuvo una mueca al pensar que, lo que había comenzado siendo una delicada misión, se estaba convertido en un asunto con muchas posibilidades de terminar en desastre. Podía imaginarse los titulares si la prensa la veía así. Y él no iba a permitir que la corona de Maritz volviese a ser presa de la prensa amarilla. En especial, en una época tan complicada.

Dio la vuelta a la mesa y dejó delante de Luisa los documentos.

Ella cambió de postura en la silla, como si su presencia la contaminase. Raul se puso tenso. Normalmente, a las mujeres les gustaba tenerlo cerca.

–Aquí está su madre –le dijo en tono conciliador–. Y por encima, su abuelo, el último príncipe.

Ella levantó la vista del árbol genealógico de su familia y el impacto de su mirada volvió a golpear a Raul.

–¿Y por qué no va a heredar el trono mi tío? ¿O mi prima, Marissa?

–Sólo queda usted de la familia.

Luisa frunció el ceño.

–Pues ha debido de morir muy joven. Qué horror.

–Sí.

El accidente había sido una tragedia. Y había alterado la sucesión.

Luisa sacudió la cabeza.

–¡Pero yo no formo parte de la familia! Desheredaron a mi madre cuando se enamoró de un australiano y se negó a casarse con el hombre al que había escogido su padre.

Entonces, ¿lo sabía? ¿Explicaba eso su animadversión?

–Su abuelo jamás llegó a desheredarla. Lo hemos descubierto al leer su testamento.

El príncipe de Ardissia había sido una fiera irascible, pero se había sentido demasiado orgulloso de su sangre como para desheredar a su propia hija.

–Y usted es ahora la heredera.

¡La vida habría sido mucho más sencilla para él si no hubiese sido así!

Si no hubiese habido ninguna princesa de Ardissia, él no se habría encontrado en aquella situación.

–¡Le digo que es imposible! –repitió ella, inclinándose hacia delante para leer los papeles.

Su olor a lavanda invadió a Raul, que inspiró, intrigado. Estaba acostumbrado a los perfumes caros, pero aquella fragancia tan simple le resultó extrañamente tentadora.

–No puede ser –insistió Luisa–. A mí también me desheredó. ¡Eso fue lo que nos dijeron!

Raul bajó la vista y se dio cuenta, sorprendido, de que lo estaba fulminando con la mirada. Tenía la barbilla alzada y había color en sus mejillas.

Estaba... guapa.

Y sabía mucho más de lo que él había esperado. Fascinante.

–A pesar de lo que le dijeron, es su heredera. Ha heredado su fortuna y sus responsabilidades –le explicó–. Y yo he venido para llevarla de vuelta a casa.

–¿A casa? –inquirió Luisa poniéndose en pie y arrastrando la silla con fuerza–. ¡Ésta es mi casa! Es el lugar al que pertenezco –añadió, señalando a su alrededor.

Se dijo que aquello tenía que ser un error.

Desde que aquel hombre le había hablado de Ardissia y de Maritz, los amargos recuerdos habían hecho que se le encogiese el estómago y se le nublase el cerebro. Y le había costado un esfuerzo sobrehumano escucharlo.

–Ya no –la contradijo él sonriendo desde el otro lado de la mesa.

Y Luisa pensó que era increíblemente guapo.

Hasta que lo miró a los fríos ojos. ¿No pretendería engañarla con aquella sonrisa tan falsa?

–Tiene una nueva vida por delante. Todo su mundo cambiará para siempre –añadió.

Su sonrisa se hizo más íntima y, sin querer, Luisa sintió calor por todo el cuerpo.

¿Cómo era posible?

–Tendrá dinero, una posición, prestigio... lo mejor. Vivirá de manera lujosa, como una princesa.

Una princesa.

Luisa sintió náuseas sólo de pensarlo.

Había oído aquello mismo con dieciséis años. Y había sido como un sueño hecho realidad. ¿Qué niña no se habría emocionado al descubrir que su abuelo era rey?

Se le encogió el corazón el recordar a su madre, pálida, pero sonriéndole con valentía, sentada a aquella misma mesa, contándole que tenía que decidir acerca de su futuro. Diciéndole que, a pesar de que ella le había dado la espalda a aquella vida, Luisa tenía que decidir si quería descubrirla.

Y ella, inocente, había ido. Atraída por la fantasía de vivir en un país que parecía sacado de un cuento de hadas.

Pero la realidad había sido brutalmente diferente. Cuando había decidido rechazar lo que le ofrecía su abuelo y volver a casa, sólo había podido dar gracias de que éste no la hubiese presentado en sociedad. De que la hubiese mantenido enclaustrada durante su periodo de «prueba». Sólo su familia más cercana sabía que se había sentido tentada por la vieja promesa de su abuelo de celebrar una alegre reunión familiar.

Por entonces, había sido una muchacha ingenua, pero ya no lo era.

En esos momentos, sabía demasiadas cosas acerca de la fea realidad de aquella sociedad aristocrática, en la que el nacimiento y los contactos eran más importantes que el amor y la consideración. Y por si con los actos de su abuelo no hubiese sido suficiente, sólo tenía que pensar en el hombre al que ella misma había creído amar. Cómo había conspirado para seducirla al conocer su identidad secreta. Movido sólo por la ambición.

Empezó a dolerle el estómago y se agarró a la mesa mientras sacudía la cabeza para intentar sacar de ella esos recuerdos.

–No quiero ser princesa.

Se hizo el silencio. Luisa se giró despacio. El príncipe Raul parecía sorprendido, e impaciente.

–No puede estar hablando en serio –le dijo por fin.

–Créame, jamás he hablado más en serio.

Sintió asco sólo de pensar en su abuelo, que la había invitado para poder convertirla en la clase de princesa que él quería. Para que hiciese lo que a él se le antojase sin cuestionarlo. Para que fuese como no había sido su hija.

Al principio, ella no se había dado cuenta de que sólo quería manipularla y había pensado que deseaba tener una nieta a la que querer.

Pero le había demostrado cómo era cuando había llegado la noticia de que su madre sufría una enfermedad terminal. Luisa le había rogado, llorando, que la dejase volver con ella, pero su abuelo le había dado un ultimátum: tenía que escoger entre romper el contacto con sus padres o dejar su nueva vida. Y cuando ella le había suplicado que intentase encontrar un tratamiento para su madre, él la había reprendido por perder el tiempo con una mujer que le había dado la espalda a sus raíces.

Aquella despiadada traición, tan descarada, todavía la ponía enferma.

Era la heredera de un tirano cruel y despiadado. Y por eso había jurado no volver a tener nada que ver con su familia de sangre azul.

Recordó cómo su abuelo la había tachado de ingrata por no querer ser como él quería que fuese, por no querer acceder a sus deseos.

Notó que alguien le ponía una mano en el brazo, sacándola de sus pensamientos. Levantó la vista y vio unas cejas negras arqueadas y los orificios nasales de Raul expandidos, como si estuviese oliendo su miedo.

Tan de cerca, era fascinante.

Luisa tragó saliva y él siguió el movimiento de la garganta con la mirada.

La intensidad de aquella mirada la asustó. El acelerado latido de su corazón le retumbaba en los oídos. Se sentía desvalida bajo el calor de semejante mirada.

–¿Qué ocurre? ¿En qué está pensando? –inquirió él.

Luisa volvió a respirar, desorientada por el calor que estaba sintiendo.

–Estoy pensando que debería soltarme.

Raul retrocedió al instante, bajó la mano.

–Perdone. Por un momento, pensé que se iba a desmayar.

Ella asintió. Se sentía aturdida, pero no tenía nada que ver con que él la hubiese tocado.

La electricidad que había entre ambos era sólo fruto de su imaginación.

Raul se pasó una mano por el pelo perfectamente peinado como si, por un instante, él también hubiese sentido lo mismo, pero sus rizos morenos volvieron a su sitio y volvió a ser el mismo hombre frío y dominante.

Luisa se giró despacio para tomar un vaso. Dio un buen trago de agua fría para intentar recuperarse. Se sentía como si la hubiesen estrujado por dentro.

Por fin, intentó ordenar sus ideas, pero no la ayudó darse cuenta de que el príncipe Raul no separaba la vista de ella.

Apretó la mandíbula y se dio la vuelta.

Lo vio apoyado en el aparador, de brazos cruzados y con un tobillo apoyado en el otro. Estaba insoportablemente sexy y daba un poco de miedo. Tenía el ceño fruncido, como si algo lo hubiese dejado perplejo, pero eso no hacía más que enfatizar la fuerza de sus rasgos.

–Cuando haya tenido tiempo de asimilar la noticia, se dará cuenta de que volver a Maritz es lo más sensato.

–Gracias, pero ya he asimilado la noticia.

Luisa se preguntó si Raul se daba cuenta de lo condescendiente que sonaba. Se sintió molesta.

Él no se movió, pero su cuerpo dejó de estar relajado. De repente, su aspecto era más de depredador que de hombre elegante y sofisticado.

A Luisa le picó la piel.

–¿No le tienta el dinero? –preguntó él, antes de apretar los labios.

Era evidente que pensaba que el dinero estaba por encima de todo lo demás.

Lo mismo que su abuelo y sus amigotes.

Luisa abrió la boca, pero luego volvió a cerrarla. Su cerebro se había puesto de repente a funcionar.

¡Dinero!

Pensó en las deudas pendientes, en las reformas pospuestas. En que no habían podido comprar una ordeñadora nueva para Sam, en su propio coche. La lista era interminable.

–¿Cuánto dinero? –preguntó.

No quería saber nada de la alta sociedad, pero el dinero...

Raul descruzó los brazos y le dio una cantidad que hizo que Luisa se marease otra vez. Tuvo que agarrarse a la mesa.

–¿Cuándo van a dármelo? –balbució sorprendida.

Y le pareció ver satisfacción en los ojos verdes del príncipe.

–Es princesa, utilice el título o no. Eso no puede cambiarse –empezó–, pero para heredar, hay una serie de condiciones. Debe instalarse en Maritz y cumplir con sus obligaciones.

Luisa dejó caer los hombros. Eso era imposible. Había rechazado aquel mundo por su propia salud mental. Aceptarlo sería traicionarse a sí misma y a todas las personas que quería.

–No puedo.

–Claro que puede. Yo lo organizaré todo.

–¿No me está escuchando? –inquirió ella, agarrándose a la mesa con tanta fuerza que le dolieron las manos–. ¡No puedo ir!

Se moriría si tenía que formar parte de aquella sociedad tan fría y cruel.

–Ésta es mi casa –añadió–. Mis raíces están aquí.

Él negó con la cabeza y se incorporó. La habitación se encogió y, a pesar del enfado, Luisa se sintió atraída por su formidable magnetismo.

–También tiene raíces en Maritz. Aquí sólo tiene trabajo duro y pobreza. En mi país, tendría una vida privilegiada, se mezclaría con la élite de la sociedad.

A Luisa aquello volvió a recordarle a su abuelo.

–Prefiero seguir relacionándome con la gente de aquí. Con la gente a la que quiero.

Él frunció el ceño.

–¿Se trata de un hombre? –preguntó, dando un paso al frente.

Luisa retrocedió ante la fuerza de su mirada.

–No, se trata de mis amigos. Y del hermano de mi padre y su mujer.

Sam y Mary, que eran casi una generación mayor que sus padres y la habían tratado como a una nieta durante lo mejor y lo peor de su niñez. No podía dejarlos allí, envejeciendo y endeudados.

A Raul aquello no pareció impresionarle.

Luisa se preguntó si su abuelo habría sido como él de joven. Orgulloso, decidido y guapo.

Allí de pie, irradiando impaciencia, Raul representaba todo lo que ella había aprendido a despreciar.

Volvió a sentirse decidida.

–Gracias por haber venido a decírmelo en persona –le dijo levantando la barbilla y doblando los documentos con movimientos rápidos y precisos–, pero tendrá que buscar a otra persona que quiera heredar. Lo acompañaré fuera.

Raul apretó los labios mientras el helicóptero despegaba.

Luisa Hardwicke se había puesto de todo menos contenta al verlo. Y eso que sólo le había hablado de la herencia, y no de los demás aspectos de su nueva posición. Por eso había preferido reservarse los demás detalles para otro momento.

¡Era la mujer más testaruda que había conocido! ¡Lo había echado de su casa!

Se sintió indignado y apretó los puños.

Había algo en ella que se le escapaba. Y necesitaba averiguar qué era. También necesitaba encontrar algo que la hiciese cambiar de opinión.

Por un instante, se había sentido tentado a secuestrarla. Llevaba en sus venas sangre de antepasados guerreros y ladrones, y no le habría costado ningún trabajo agarrarla y llevársela hasta que entrase en razón.

La imagen de Luisa Hardwicke apareció en su mente, mirándolo de manera desafiante, con los ojos brillantes.

Recordó que se le había subido la camisa al alargar el brazo para tomar un vaso, dejando al descubierto un bonito trasero enfundado en unos vaqueros. A pesar de su primera impresión, era una mujer con curvas.

Raul notó calor en el vientre.

Tal vez, al fin y al cabo, el sacrificio también fuese a tener ciertas compensaciones.

Luisa Hardwicke tenía una belleza diferente, que lo atraía más de lo debido. Durante los últimos ocho años, Raul sólo se había rodeado de mujeres elegantes y sofisticadas que comprendían sus necesidades.

Hizo una mueca y admitió algo que no solía reconocer. Que si alguna vez había tenido una debilidad, había sido por un tipo de mujer sincera y fresca, el mismo tipo que parecía ser Luisa.

El tipo de mujer en el que, en el pasado, había creído.

Pero la sórdida realidad lo había curado de semejantes flaquezas. No obstante, al estar con Luisa se había acordado de su pasado, y de los sueños que había tenido por entonces. Sueños rotos en esos momentos por culpa de las mentiras y la traición.

Y, a pesar de su indignación, había respondido al orgullo de Luisa y a su valor.

Era un inconveniente que lo complicaba todo. No obstante, a Raul le gustaban los retos. Y sería un cambio, después de tanto tiempo tratando sólo con mujeres deseosas de estar en su compañía. Si las circunstancias hubiesen sido otras, habría aplaudido el comportamiento de Luisa.

Pero volvió a centrarse en sus planes. Necesitaba hacer que aquella mujer entrase en razón. No podía fracasar, ya que su pueblo dependía de él.

–Lukas, ¿me has dicho que la cooperativa está endeudada?

–Sí, señor, muy endeudada. Me sorprende que siga funcionando.

Raul miró hacia abajo. Habría preferido no tener que coaccionarla, pero no tenía elección.

–Salda la deuda. Inmediatamente, quiero que quede arreglado hoy mismo.

El rugido de un helicóptero hizo que Luisa levantase la cabeza.

No era posible. Después de haber rechazado su herencia el día anterior, no había ningún motivo para que el príncipe Raul volviese a verla. No obstante, no pudo evitar acercarse a la ventana. No era posible, pero allí estaba otra vez.

Notó molesta cómo se le aceleraba el corazón al verlo bajar del aparato.

Se había equivocado con él.

El día anterior había buscado información en Internet y se había enterado de que el príncipe Raul tenía fama de ser un hombre trabajador y muy rico. Y al que le gustaban las mujeres impresionantes.

No obstante, ninguna de las fotografías que había encontrado le hacía justicia. Luisa contuvo la respiración mientras él subía las escaleras.

–Luisa –la saludó con voz melosa, deteniéndose en la puerta.

Ella se estremeció al oír cómo pronunciaba su nombre, cosa que la enfureció. Intentó tranquilizarse.

–Su Alteza –contestó, aferrándose al marco de la puerta–. ¿Qué hace aquí? Ayer dimos por zanjada nuestra conversación.

Él se inclinó hacia delante como había hecho el día anterior, para casi besarle la mano, y a Luisa se le hizo un nudo en el estómago. Tuvo que recordarse a sí misma que no debía dejarse impresionar por su aparente encanto.

No obstante, su mirada se clavó en la de él, que tenía los ojos brillantes, y notó calor por todo el cuerpo. Raul le apretó la mano y a ella se le aceleró el pulso todavía más.

–Llámame Raul.

A Luisa no le gustó la idea, pero pensó que sería de mala educación no hacerlo.

–Raul.

–¿No vas a invitarme a entrar? –le preguntó él en tono casi divertido.

Luisa se contuvo para no contestarle con una grosería. Si estaba allí otra vez, tenía que ser por una buena razón. Y cuanto antes se la contase, mejor.

–Entra, por favor –le dijo, guiándolo hasta el salón. Él no se puso cómodo, sino que se acercó a la ventana.

A Luisa no le gustó el brillo de sus ojos, ni la posición de su cuerpo, con las piernas separadas, como si estuviese en su propio territorio. Se colocó frente a él, negándose a dejarse dominar.

–¿No has cambiado de idea?

Ella levantó una pizca la barbilla.

–No si el dinero conlleva obligaciones.

Necesitaba el dinero desesperadamente, pero no iba a ceder.

La tarde anterior había estado hablando con su abogado. Tenía que haber un modo de obtener parte del dinero que le correspondía, pero sin tener que dejar su vida allí. No confiaba en que lo que Raul le había dicho fuese cierto.

Aunque era demasiado pronto para saberlo, la idea de poder sacar a flote la cooperativa había permitido que durmiese mejor esa noche. Estaba animada y con más fuerzas que en mucho tiempo.

–¿Puedo persuadirte para que lo reconsideres? –le preguntó Raul esbozando una sonrisa.

Ella contuvo la respiración, se le aceleró el pulso.

–Por supuesto que no –le respondió.

–Qué mala suerte –le dijo él muy serio.

Luego se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

–En ese caso, esto es para ti.

Luisa aceptó los documentos, enfadada.

–¿Quieres que renuncie a mi herencia?

No iba a firmar nada antes de hablar con su abogado.

Él negó con la cabeza.

–Tómate tu tiempo. Léelo todo y lo entenderás.

Confundida, Luisa bajó la vista a los papeles. No eran los mismos del día anterior. Y se parecían mucho a los documentos del préstamo que había convertido su vida en una pesadilla.

Se obligó a concentrarse. Era difícil hacerlo con Raul mirándola fijamente. Cuando por fin lo entendió, la cabeza empezó a darle vueltas.

–Has comprado la deuda de la cooperativa –le dijo con incredulidad–. ¡Entera!

Y en un día. Los documentos tenían fecha del día anterior.

¿Era posible?

Levantó la vista enfadada. Raul estaba muy serio.

A ella le temblaron las rodillas y tuvo que apoyarse en el brazo de un sillón.

¿Qué contactos tenía Raul para hacer aquello en un solo día? Luisa no podía concebir tanto poder.

–¿Por qué? –preguntó con la boca seca.

Él se acercó más.

–El día que firmes los documentos necesarios para aceptar tu herencia, yo te regalaré ésos. Y podrás romperlos si quieres.

Luisa se sintió aliviada, pero al mismo tiempo negó con la cabeza.

¡Qué hombre tan obstinado! No quería aceptar su negativa. Debía de sentirse avergonzado de que la heredera a un título real estuviese endeudada hasta el cuello.

Era un gesto de generosidad.

–Pero no voy a marcharme. Voy a quedarme aquí.

–No.

Luisa se preguntó si nunca le llevaba nadie la contraria.

Se dio cuenta de que estaba impaciente y de que había determinación en su rostro.

Ella se puso de pie, tenía que hacerle aceptar que no iba a cambiar de idea.

–No voy a marcharme de aquí –repitió.

Él la miró fijamente a los ojos. Su expresión no había cambiado, pero Luisa notó que un escalofrío la recorría de pies a cabeza.

–Sabiendo lo comprometida que estás con el bienestar de tu familia y de tus amigos, estoy seguro de que cambiarás de opinión –le aseguró Raul–. A no ser que prefieras que lo pierdan todo.

Luisa tardó un momento en darse cuenta de que la estaba amenazando.

Se quedó inmóvil y le costó respirar.

¿La iba a chantajear?

Abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. Empezaron a temblarle las manos.

–¡No puedes estar hablando en serio! –balbució por fin.

–Jamás he hablado más en serio, Luisa –le aseguró él.

–¡No me llames así! –exclamó ella.

–Princesa Luisa, entonces.

Furiosa, ella dio un paso al frente.

–Esto tiene que ser una broma.

Pero Raul estaba muy serio.

–¡No puedes ejecutar la deuda! Acabarías con el medio de vida de docenas de familias –añadió.

Además de terminar con el sueño de su padre. Por lo que había trabajado durante casi toda su vida.

Después de volver a casa para cuidar de su madre, Luisa no había tenido tiempo para retomar sus estudios. En su lugar, se había puesto a ayudar a su padre, que no había logrado superar nunca la muerte de su esposa.

–La decisión es tuya. Puedes salvarlos, si significan para ti tanto como dices.

Era evidente que Raul hablaba en serio.

–Pero... ¿por qué? –le preguntó ella, sacudiendo la cabeza–. Podrías encontrar a otro heredero, a alguien que desee vivir ese tipo de vida. Yo no estoy hecha para ser princesa.

El brillo de los ojos de Raul le sugirió que estaba de acuerdo en eso.

–No hay nadie más, Luisa. Tú eres la princesa.

–¡No puedes cambiar mi futuro! –exclamó ella, poniendo los brazos en jarras, dejando que la ira ocultase el miedo que estaba sintiendo–. ¿Por qué te estás implicando tanto en esto?

Cuando su abuelo se había puesto en contacto con ella, lo había hecho a través de emisarios. Y Raul tenía un puesto mucho más importante que él.

–Tu futuro tiene para mí un gran interés –le respondió Raul–. Ya que no sólo eres la princesa de Ardissia, sino que, además, estás destinada a convertirte en la reina de Maritz. Por eso estoy aquí. Para llevarte conmigo, como mi futura esposa.

Capítulo 3

LUISA INTENTÓ respirar hondo, pero se tambaleó. Raul la agarró de la mano e intentó sujetarla también del hombro, pero ella se apartó con brusquedad. –¡No me toques! ¡Explícamelo todo, ahora!

–Tal vez sea mejor que te sientes –le aconsejó Raul.

–Prefiero quedarme de pie –le contestó ella, que no quería sentirse abrumada por su altura.

–Como desees.

–Explícame por qué tienes que casarte –le pidió Luisa, incapaz de decir «casarte conmigo».

–Tengo que hacerlo para poder acceder al trono –declaró él–. Es una ley muy antigua, que pretende asegurar el mantenimiento de la línea sucesoria.

Ella se estremeció al pensar en continuar la línea sucesoria con él.

Era un hombre muy guapo, pero lo que contaba era cómo era por dentro. Y, por lo que había visto, era orgulloso, dogmático y egoísta, lo mismo que había sido su abuelo.

–Es una tradición que el príncipe heredero escoja a su futura esposa de uno de los principados de Maritz. Cuando éramos adolescentes, se redactó un contrato para que me casase con tu prima, Marissa, princesa de Ardissia, pero ésta falleció poco después.

–Lo siento –dijo Luisa a regañadientes.

–Por entonces, yo no tenía prisa por casarme, pero mi padre ha fallecido recientemente y ha llegado el momento de que encuentre una esposa.

–Para poder heredar –espetó ella.

–Tuve que cambiar de planes cuando se leyó el testamento de tu abuelo y se descubrió que tú eras su heredera.

–¿Y qué tiene que ver su testamento con tu matrimonio?

–Que el contrato es vinculante, Luisa –le dijo él, acercándose demasiado.

A ella le costó respirar.

–¿Cómo es posible? –preguntó, alejándose–. Si Marissa está...

–Todo el mundo, incluidos los genealogistas y los abogados, pensaba que la línea sucesoria de tu abuelo se había extinguido con él. La noticia de que tenía una nieta que no había sido desheredada fue un bombazo. Tendrías que estar agradecida de que te hayamos encontrado nosotros antes que los medios de comunicación. Cuando quieras darte cuenta, tendrás aquí a toda la prensa.

–Estás exagerando –replicó ella–. Y yo no tengo nada que ver con tu boda.

–Según el contrato, estoy obligado a casarme con la princesa de Ardissia. Sea quien sea.

–¡Estás loco! –exclamó Luisa–. ¡Yo no he firmado ningún contrato!

–Eso no importa. El documento es legal. Y es imposible no cumplirlo.

–Diga lo que diga ese documento, no puedes llevarme allí como tu...

–¿Futura esposa? –terminó Raul por ella–. Crée me, haré lo que haga falta para poder acceder al trono.

–¿Esperas que deje mi vida aquí y me vaya contigo, un hombre al que no conozco, para que tú puedas tener tu trono? Todo eso está pasado de moda.

–Tal vez, pero tengo que casarme.

–¡Pues cásate con otra!

A Raul le brillaron los ojos de manera peligrosa, pero cuando habló, lo hizo con mesura.

–Lo haría si pudiese. Si tú no existieses o ya estuvieses casada, el contrato quedaría invalidado y tendría que escoger a otra esposa.

¡Cómo si fuese tan fácil hacerlo! Aunque tal vez en el caso de Raul, lo fuese. Teniendo en cuenta lo atractivo que era, su magnetismo sexual y su riqueza, seguro que había muchas mujeres deseosas de casarse con un hombre poderoso y egoísta como él.

–Ya no me queda tiempo para encontrar otra solución. Necesito casarme dentro del plazo constitucional o no podré heredar el trono.

–¿Y qué más me da a mí? –inquirió Luisa, frotándose los brazos porque tenía frío–. Si ni siquiera te conozco.

Y lo que sabía de él, no le gustaba.

–Soy la persona más adecuada para el trono. Hay quien dice que la única. Llevo toda la vida formándome para ello.

–Otros podrían aprender.

–Ya no. No hay tiempo –respondió él–. Durante los últimos años del reinado de mi padre, empezó a haber disturbios. Y cada vez son más. El país necesita un monarca fuerte. Así que sólo hay una opción.

¡Ella era su única opción!

–¡Me da igual! No voy a ser yo el chivo expiatorio de esta historia –le dijo, retrocediendo hasta la ventana al ver que él daba un paso al frente.

–¿Piensas que estar casada conmigo sería difícil? –le preguntó él sonriendo–. ¿Qué no sé cómo contentar a una mujer?

Luisa tragó saliva y se aferró al alféizar de la ven tana. Aquel hombre era mucho más peligroso de lo que ella había pensado. –Te aseguro, Luisa, que encontrarás placer en nuestra unión. Te doy mi palabra. –La respuesta sigue siendo «no» –respondió ella en un susurro, sintiéndose débil. Durante unos segundos, ambos se limitaron a mirarse.

–En ese caso, y por desgracia, no me dejas otra opción –replicó Raul fulminándola con la mirada–. Sólo recuerda que la decisión, y el resultado, son tuyos.

Raul se dio la vuelta, pero ella lo detuvo agarrándolo por el codo.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó asustada.

–Tengo negocios que atender antes de marcharme. Como hacerme con el control de alguna granja.

Luisa sintió pánico y lo agarró con más fuerza.

–¡No puedes ejecutar el préstamo! Nadie te ha hecho nada.

–Si tengo que elegir entre tu familia y mi país, lo tengo claro. Adiós, Luisa.

–Seguro que a la señorita le gustará este nuevo estilo. Un poco más corto y más chic. ¿Verdad?

Luisa salió de sus pensamientos y miró a la joven francesa que había al otro lado del espejo. Debía de estar muy contenta de que la hubiesen llamado para que fuese a atenderla a la residencia que el príncipe tenía en París. También habían ido a hacerle la manicura, y habían pretendido ponerle uñas postizas, cosa que Luisa no había permitido. Y había tenido la visita de un modisto que había ido a tomarle medidas.

La peluquera se había mostrado encantada de trabajar con ella. Tal vez le gustasen los retos.

–Seguro que sí –respondió Luisa con poco entusiasmo.

Hacía sólo unas horas que el jet privado de Raul había aterrizado en París.

Todo había ocurrido demasiado deprisa. Hasta la despedida de Sam y Mary, que había llorado al enterarse de que Luisa iba a conseguir su herencia.

En esos momentos, Luisa deseaba estar con ellos, en el mundo al que pertenecía.

Apretó los dientes al pensar que Raul se le había adelantado a la hora de dar la noticia de que por fin iba a ocupar su lugar como princesa a su familia.

Todos se habrían quedado desolados si se hubiesen enterado de la verdad, pero Luisa no podía contársela, no podía hacerles algo así. No podía perjudicarlos sólo por orgullo.

Ni por el miedo que le daba lo que la esperaba en Maritz.

Se estremeció sólo de pensar en entrar en el mundo de Raul. En estar con un hombre que debería repelerla, pero que...

–Ya está –le dijo la estilista–. A ver qué te parece.

Luisa se miró de verdad al espejo por primera vez y se dio cuenta de que no era un look nuevo, ¡era una mujer nueva!

Le había dejado el pelo más corto, por encima de los hombros, y la había puesto un poco más rubia.

Luisa no se reconoció. Parecía que tenía los ojos más grandes, el rostro casi esculpido, estaba casi... fascinante. Giró la cabeza y vio cómo la luz del sol se reflejaba en su pelo.

–Te he dado unos reflejos para acentuar tu rubio natural, y te he hecho un buen corte. ¿Te gusta?

Luisa asintió, incapaz de articular palabra.

–Te lo he dejado lo suficientemente largo para poder recogerlo para las ocasiones más formales.

A Luisa se le encogió el estómago al pensar en todos los acontecimientos a los que tendría que asistir cuando llegase a Martiz.

Aquello no podía ser real. No podía estar sucediendo.

De repente, sintió la necesidad de escapar. De respirar aire fresco. Desde que Raul le había dado el ultimátum, no había estado sola en ningún momento.

La estilista le quitó la capa que le había puesto y ella se levantó. Entonces, vio que la otra mujer miraba por encima de su hombro y se inclinaba.

–Ah, Luisa, mademoiselle. ¿Habéis terminado? –preguntó una voz ronca desde la puerta.

–Sí, hemos terminado –respondió ella girándose.

–Me gusta tu nuevo look –comentó Raul sonriendo y mirándola con apreciación.

–Gracias –le dijo ella en tono seco.

No obstante, tenía el pulso acelerado. La estilista fue hacia la puerta para marcharse y ella la siguió.

Tenía que haber imaginado que no le iba a ser tan fácil escapar. Raul la agarró con firmeza del codo cuando pasó por su lado.

–¿Adónde vas?

–Afuera –le contestó ella.

–No va ser posible. Tienes otra cita.

–¿De verdad? –inquirió ella, enfadada–. Pues no recuerdo haber quedado con nadie –añadió mirándolo a los ojos.

Raul la soltó.

–Estás disgustada.

–¡Vaya, te has dado cuenta! –replicó Luisa suspirando, luchando por controlarse.

–Estás cansada del largo viaje –comentó él en tono suave.

Luisa casi no había dormido, pero el cansancio era la menor de sus preocupaciones.

–Estoy cansada de que dirijas mi vida. Que haya cedido a tu chantaje no quiere decir que haya renunciado a pensar por mí misma. ¡Nadie me pregunta lo que quiero! Tus empleados se limitan a decirme lo que tú ya has decidido.

–La realeza tiene siempre una agenda muy apretada.

–¿Y a caso crees que una granja no? –le preguntó ella, poniendo los brazos en jarras–. Llevo toda la vida levantándome antes del amanecer para ordeñar a las vacas, así que no me digas cómo debo gestionar mi tiempo.

–No es lo mismo.

–No, claro que no. Tal vez mi vida no fuese tan emocionante como la tuya, pero te aseguro que he trabajado muy duro. Tenía un trabajo de verdad, hacía algo útil. No eran todo lujos y privilegios.

Raul se puso colorado y apretó los labios.

–Ya te darás cuenta de que no todo son privilegios. Gobernar un país es un trabajo muy duro.

Luisa se negó a dejarse intimidar. No podía tolerar que Raul la tratase así.

–He accedido a viajar a tu país y a aceptar mi herencia, pero eso no te da carta blanca para dirigir toda mi vida.

–¿Adónde quieres ir? –le preguntó Raul, sorprendiéndola.

–No he estado nunca en París. Quiero conocerlo.

–No hay tiempo. Ya ha llegado tu ropa nueva y tienes que probártela. Es importante que parezcas una princesa cuando te bajes del avión en Maritz.

–¿Para salir guapa en la presa? –inquirió ella.

–Es por tu bien, Luisa. Imagínate que llegas vestida con tu ropa.

–¡A mi ropa no le pasa nada! Es...

Barata y cómoda, y un poco vieja. Y no era que Luisa no quisiese ropa bonita. Lo que la molestaba era le idea de fingir que era alguien que no era, como si la Luisa de verdad no mereciese la pena. No obstante, en el fondo sabía que no quería enfrentarse a la prensa tal y como era.

En realidad, ¡no quería tener que enfrentarse a la prensa de ninguna manera!

–La ropa es como una armadura –comentó Raul en tono comprensivo–. Te sentirás más cómoda si vas vestida con ropa que te favorezca.

Luisa se preguntó si estaría hablando desde la experiencia. Aunque supuso que Raul estaría igual de imponente desnudo.

Se le entrecortó la respiración al imaginárselo, e intentó apartar aquella idea de su mente.

–No necesito que me des permiso para salir –le dijo en voz baja, con la barbilla levantada–. Y voy a ir a ver la ciudad.

–En ese caso, ¿qué te parece si te llevo yo esta noche? –le preguntó él.

Luisa se quedó boquiabierta al oír aquello. Sospechó que las intenciones de Raul no eran buenas, pero el deseo de escapar de aquella casa era tal, que se vio obligada a aceptar.

–De acuerdo.

Seis horas después Luisa estaba apoyada en la barandilla de un barco que recorría el Sena. Las vistas de la ciudad eran maravillosas, pero ella no podía evitar seguir estando tensa.

Raul y ella eran los únicos pasajeros.

Lo que volvió a recordarle que la riqueza de su acompañante podía comprarlo casi todo.

Como su ropa. Llevaba unos estilosos pantalones negros y un elegante jersey color crema, botas y un abrigo largo de cuero que era tan suave que Luisa no podía evitar acariciarlo. Para terminar, un pañuelo de seda de diseño en tono añil y naranja que daba color a sus mejillas.

Aunque éstas ardían por sí solas sólo con recordar lo que había dicho el modisto de ella. Al parecer, su postura corporal era buena, ¡pero andaba como un hombre! Y no tenía ni idea de cómo llevar un vestido. ¡Ni idea!

Y, aun así, habían conseguido transformarla.

Aunque Raul no parecía haberse dado cuenta. La había acompañado hasta el coche casi sin articular palabra. Y para el orgullo de Luisa había sido un duro golpe que no le dijese nada acerca de su aspecto.

El hombre con el que iba a casarse sentía indiferencia por ella.

Luisa respiró hondo. En cuanto llegase a Maritz, buscaría un abogado. Tenía que haber algún modo de evitar aquella boda.

–¿Te estás divirtiendo? –le preguntó Raul, acercándose a ella en la oscuridad.

Luisa notó calor en el vientre y tuvo que tragar saliva.

–La ciudad es preciosa, gracias por el paseo.

–Así que, ¿admites que nuestro acuerdo tiene ciertos beneficios? –añadió él sonriendo.

–Pero no compensan los inconvenientes.

Él hizo un movimiento brusco con la mano, como si estuviese impaciente y no hubiese podido controlarse.

–Te niegas a estar contenta, te ofrezca lo que te ofrezca.

–Creo que no se me ha ofrecido nada, ya que no he podido elegir.

–¿Preferirías estar con tu vacas, en vez de estar aquí? Yo te he dado la oportunidad de ser reina.

–¡Casándome contigo! –exclamó Luisa, retrocediendo un paso–. Voy a ir contigo a Maritz, pero con respecto al matrimonio... ¡No puedes darme nada de lo que deseo en realidad!

Años antes, un hombre había intentado casarse con ella, no por amor, sino por ambición. Y eso había hecho que Luisa se sintiese sucia. Había sido entonces cuando había decidido no conformarse con menos que con amor.

–Quiero casarme con un hombre que haga que se me acelere el corazón y me arda la sangre...

Raul la agarró por los brazos y se acercó más a ella. Tenía los ojos muy brillantes.

Inclinó la cabeza y Luisa sintió su aliento caliente en la cara.

–Así, ¿quieres decir?

Capítulo 4

RAUL LA BESÓ apasionadamente. La probó y sintió calor. Devoró sus labios y descubrió algo inesperado. Algo único.

La acarició con la lengua y se excitó como no lo había hecho desde que había sido adolescente. Aunque la sensación fuese diferente.

La apretó contra su cuerpo y enterró una mano en su pelo, que había querido tocar desde que la había visto con el corte nuevo esa tarde.